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«Los críticos neoconservadores o los críticos de izquierda de la cultura de masas ridiculizan la protesta contra la utilización de Bach como música de fondo en la cocina, contra la venta de Platón y Hegel, Shelley y Baudelaire, Marx y Freud en los supermercados. Al contrario, insisten en que se reconozca el hecho de que los clásicos han dejado el mausoleo y han regresado a la vida, de que la gente es mucho más educada. Es verdad, pero volviendo a la vida como clásicos, vuelven a la vida distintos a sí mismos; han sido privados de su fuerza antagonista, de la separación que era la dimensión misma de su verdad. Así, la intención y la función de esas obras ha sido fundamentalmente cambiada. Si una vez se levantaron en contradicción con el statu quo, esta contradicción es anulada ahora.»
Herbert Marcuse: El hombre unimensional. Planeta-Agostini, pág. 7. Madrid, 1998
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Respeto tu punto de vista y perspectiva como socialista, pero si me permitís que ofrezca mi experiencia, ha sido la izquierda peronista también la que ha destruido los puentes con los troskos. Mi ejemplo personal es que cada 24 de marzo se hacen dos marchas separadas donde vivo porque los peronistas no quieren marchar con el FIT, y este año desde el FIT trataron de que se hiciera una sola ante el ataque a la memoria que presenta el gobierno actual y el peronismo se negó. No es por culpar a un lado u otro pero discrepo con la idea de que los troskos son/somos cerrados como movimiento, más allá de que algunos individuos lo sean. Igual coincido con que este es un momento crítico que llama a poner a un lado las diferencias que haya.
Realmente no he visto esto porque yo he estado junto con comunistas que marchan con peronistas, y no digo "izquierdistas", te digo marxistas-leninistas, gente con banderas del Che, de Fidel y del martillo y la hoz (y es más creo que tendríamos que revindicarlos mucho más). He tenido buena experiencias con "troskos" (de cariño) y sé lo que han logrado en muchas partes, mi crítica es que por algún motivo (pese a grandes éxitos como en Jujuy) no veo el movimiento popular que si veo con el peronismo de izquierda. No quiero ser injusto, porque al fin y al cabo tiramos para el mismo lado, y ellos son mucho más estrictos y claros en su ideología y objetivos, algo que realmente me gustaría desde mi parte.
La verdad es que "la izquierda" como afiliación, como idea general, en Argentina nunca fue del todo popular y ahora está en crisis. Si ves las últimas elecciones, ponele, sumás un 4% del FIT y otros partidos de izquierda, ponele que sumás el 10% de Grabois, siendo generosos agregás muchos de los votantes de Massa que tiran para "la izquierda" (no es insignificante) y llegás a un piso de 15%, 16%, más o menos de votantes y posibles militantes. No son pocos, son millones, pero hay que comparar con gente como Milei o Bullrich que tuvieron pisos (techos, como quieras) de 25% o más. Argentina está muy derechizada.
Por eso digo, ninguna iniciativa "de izquierda", sea cual sea, va a prosperar mientras eso siga así, mientras no haya una masa crítica de gente, por eso no hay que perder el tiempo en chicanas y demostrar que existe algo más, agrandar las filas y los frentes. Mientras más, mejor.
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“Si tienes que elegir, sé el que hace las cosas en vez del que es percibido como el que hace las cosas”
Jordan Peterson
Jordan Bernt Peterson es un psicólogo clínico, crítico cultural y profesor de psicología canadiense, nacido en Alberta en junio de 1962, y especialista en la psicología de las creencias religiosas e ideológicas y la evaluación y mejora de la personalidad y el rendimiento laboral.
Su madre era bibliotecaria y su padre maestro de escuela, y es el mayor de tres hermanos.
Estudió ciencias políticas y literatura inglesa y en 1982, obtuvo un Bachiller en artes en la Universidad de Alberta.
Al terminar sus estudios viajó por Europa, en donde desarrolló un interés particular por los orígenes psicológicos de la guerra fría y sobre los totalitarismos europeos del siglo XX. Como resultado de esto, Jordan comenzó a preocuparse y razonar sobre la capacidad del hombre para el mal y la destrucción, profundizando su estudio de las obras de Carl Jung, Friedrich Nietzsche, Aleksandr Solzhenitsyn y Fiodor Dostoyevsky.
En 1984 se licenció en psicología, y en 1991, obtuvo su doctorado en psicología clínica y permaneció como investigador postdoctoral en el hospital Douglas de McGill hasta 1993.
Entre 1993 y 1998 trabajó como profesor e investigador en el departamento de psicología de la Universidad de Harvard, en donde estudió la influencia del abuso de las drogas y el alcohol y el aumento del comportamiento agresivo de las personas.
Entre sus obras mas destacadas figuran “Maps of Meaning; The Architecture of Belief”, un libro que Peterson tardó 13 años en escribir y que describe una teoría exhaustiva de como las personas constituyen sus ideas y creencias, basándose en la figura mitológica del héroe explorador. Una interpretación de los modelos religiosos y míticos de la realidad, acompañados de una interpretación científica de cómo funciona el cerebro.
En 2018, se publica su segundo libro “12 Rules of life: An Antidote for Chaos”, cuyo contenido aborda principios éticos sobre la vida, en un estilo mas accesible que Maps of meaning, alcanzando, ser numero uno en ventas de libros de Amazon en los Estados Unidos y Canadá y el numero cuatro en el Reino Unido.
En abril de 2019, su esposa Tammy es diagnosticada con un cáncer terminal y Peterson experimentó lo que había hablado extensamente en sus libros y conferencias; un colapso del orden y la aparición del caos. Ante tan terribles noticias la ansiedad de Peterson se disparó. Llevaba mucho tiempo tomando medicamentos para la ansiedad y ante el aumento de la dosis, Peterson generó una peligrosa dependencia física, desarrollando una condición llamada acatisia, sufriendo delirios y alucinaciones.
Peterson ha sido catalogado políticamente como un Liberal Clásico y un observador tradicionalista.
Peterson afirma que las universidades en Estados Unidos y Europa, son en gran parte responsables de una ola de lo “políticamente correcto”, destacándose este fenómeno a partir de la década de 1990, en donde la “cultura apropiada”, se ha visto afectada por el posmodernismo y el neomarxismo, abarcando temas como el feminismo, la teoría critica de la raza, el supremacismo blanco y el ecologismo.
Peterson afirma, que existe una “crisis de masculinidad”, y una reacción violenta contra la masculinidad, en donde la izquierda caracteriza a la jerarquía social existente como un patriarcado opresivo, que no admite que la jerarquía actual podría basarse en la competencia.
Fuente Wikipedia y fundacionales.org
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La crisis ecológica y la perspectiva comunista
Por Esteban Mercatante
Fuentes: La izquierda diario
Los engaños del capitalismo verde y una mirada sobre las alternativas planteadas ante la crisis ecológica.
A medida que la crisis ecológica se ha vuelto cada vez más difícil de negar, el capitalismo verde se ha ido consolidando cada vez más. Con sus distintas facetas. Tenemos la línea más emprendedorista, que rescata el rol empresarial en tomar medidas de innovación en terrenos vinculados con la sostenibilidad, o la transición energética. Tenemos la regulación más de corte neoliberal sobre “fallas de mercado”, que podemos ver en todo lo que son los impuestos al carbono o los mercados de bonos de carbono, los pagos por conservación, etc. Y después, intervenciones de tipo keynesiano para subsidiar las inversiones que desarrollen energías renovables o impulsen la descarbonización de la industria, o directamente desarrollar iniciativas de inversión estatal. En paralelo, desde los Acuerdos de París se avanzó en compromisos de los distintos países para reducir las emisiones, en niveles que como viene advirtiendo el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en sus últimos documentos están lejos de lo requerido para evitar que el aumento de temperaturas supere los niveles críticos de 1,5 o 2 ºC en este siglo.
Hoy las empresas compiten cada vez más por mostrarse alineadas con objetivos de sostenibilidad, lo que ha dado lugar a un generalizado lavado de cara verde con poco o ningún impacto real en materia de cambio en las formas productivas. Las proyecciones y escenarios del IPCC trabajan en la perspectiva de que seguirá desarrollándose este capitalismo verde en sus distintas facetas. Eso no aparece cuestionado, aunque al mismo tiempo los informes se van haciendo cada vez más alarmistas sobre los umbrales de límites planetarios que van siendo superados, que van mucho más allá del cambio climático que ya está en terreno peligrosísimo.
Pero, la principal medida de éxito del capitalismo verde no está por lograr resultados efectivos en estos planos, sino que está dada por el grado en que estas iniciativas permitan legitimar el ecologismo de las grandes empresas. Mantener el dominio de los discursos ecológicos significa asegurar que primen las propuestas de soluciones ecológicas que pasen airosamente por las consideraciones de costo-beneficio monetario.
¿Puede el capitalismo verde ser algo más que greenwashing? David Harvey nos recuerda que el capital “cuenta con una prolongada trayectoria de resolución de sus dificultades medioambientales” [1]. Pero, acota el autor, el “éxito” del capital en hacer frente a estos trastornos medioambientales se ha dado “en los términos del capital, que son los de la rentabilidad sostenida” [2]. Esto implica que la sostenibilidad de las condiciones ecológicas en el mediano o largo plazo tiene un rol subordinado. De hecho, la idea de desarrollo sustentable se apoya en una noción de sustentabilidad débil según la cual la destrucción de los ecosistemas puede ser sustituida por otras formas de “capital”, lo cual es un absurdo desde el punto de vista ecológico, pero sirve a los fines de este sistema.
El capitalismo verde, aunque parezca cada vez más hegemónico más allá de los cuestionamientos que recibe por derecha (que contribuyen a que sectores progresistas cada vez más tomen sin cuestionamientos la agenda neoliberal contra el cambio climático), no apunta en lo inmediato a un reemplazo del capitalismo contaminante, sino en todo caso a compromisos. Las industrias hidrocarburíferas, y todas las que se apoyan en ellas, siguen funcionando en condiciones de ganancias, aunque se busque subsidiar más a energías de transición. Al mismo tiempo, el capitalismo verde pone foco en algunos límites planetarios, como el del clima, pero no en el conjunto de los mismos, porque reconocer hace más difícil mantener velada la idea de que hay un problema sistémico con el funcionamiento del metabolismo socionatural, lo que implica cuestionar el orden social en su conjunto para resolverlo.
Las armas de la crítica ecológica
Frente a la crisis ecológica, la idea de que pueden generarse soluciones efectivas sin cambios profundos en el sociometabolismo es, probablemente, más peligrosa que el negacionismo. Es una ideología que debe ser profundamente desmentida, revelada como la mistificación que es, y respondida con una alternativa que permita proyectar un sociometabolismo alternativo, que apunte a una relación más razonable en el metabolismo socionatural.
Me interesa, entonces, rescatar los aportes del ecomarxismo, al mismo tiempo como herramientas que permite discutir las raíces sistémicas que tiene la producción de crisis ecológicas de este orden social, y como punto de apoyo para la discusión de los horizontes poscapitalistas, socialistas.
La crisis ecológica viene planteando el desafío de buscar herramientas teóricas adecuadas para abordarla, y esto ha puesto en efervescencia a todas las esferas de la producción de conocimiento. En este marco de crisis que viene atravesando hace tiempo a todas las disciplinas, es que se ha producido una revalorización de las elaboraciones de Marx, Engels y otros autores marxistas sobre la problemática ecológica y la relación sociedad-naturaleza, en una clave no dualista, producto del esfuerzo del pensamiento ecomarxista contemporáneo. Autores como John Bellamy Foster, Paul Burkett, Kohei Saito, por sólo mencionar algunos, han contribuido a la reconstrucción del pensamiento ecológico de Marx a partir del estudio atento de sus trabajos publicados, así como de aquellos que permanecen inéditos como los cuadernos de sus últimos años. En el andamiaje conceptual de la crítica de la economía política, han subrayado las dimensiones de un pensamiento ecológico no sistematizado, pero profundamente arraigado en su comprensión de las dinámicas de la acumulación capitalista, y muy actual. A partir de este rescate, han contribuido al diálogo y polémica con lo que se ha elaborado desde distintas posiciones del marxismo sobre estas cuestiones a lo largo del siglo XX.
Lo que surge de esta propuesta es una teoría que se aleja tanto de los materialismos mecanicistas, como de planteos que, contra estas posiciones, se inclinaron como una separación tajante, unilateral, de las esferas natural y social. Siempre hubo, en el campo marxista ampliamente definido, posiciones que partían de la continuidad entre lo natural y lo social, contra el dualismo antinaturalista, pero que, a la vez, buscaban distinguir en esa continuidad una especificidad de lo que es un constructo social. El distintivo aporte de las lecturas más actuales es que, partiendo de las elaboraciones de Marx, y en parte también de Engels, encuentran conceptos relevantes para el abordaje de las problemáticas ecológicas.
Quizás el aporte más crucial, que distingue el abordaje marxista de la crisis ecológica generada por el capitalismo, tiene que ver con analizarla a partir de la dinámica de funcionamiento del sistema. Que esta es una cuestión de acuciante actualidad, la pone en evidencia, por ejemplo, Nancy Fraser, en su reciente Capitalismo Caníbal. La autora plantea la importancia de inscribir las opresiones de raza y de género, los daños ecológicos y las tendencias antidemocráticas que se observan en el orden social, en una mirada integradora, que aborde las relaciones entre estas dimensiones y las dinámicas básicas de la acumulación capitalista. Una mirada de este tipo es profundamente deudora del herramental crítico construido a partir de El capital de Marx, aunque la autora por momentos no reconozca esto o incluso levante esta crítica, en parte, contra Marx. La producción y circulación de capital es abordada por Marx como un proceso inseparablemente social y material. Podría parecer una obviedad, pero esta doble dimensión tiende a desvanecerse en la economía política, ni que hablar en la disciplina económica contemporánea.
Cuanto más se convierte el capital en la relación social dominante y transforma de manera acorde las maneras de producir, genera formas específicas de dominio sobre la naturaleza humana y no humana. En su crítica de la economía política Marx se propone poner en evidencia todas las mistificaciones que se encierran detrás de las categorías con las que esta disciplina se propone explicar el funcionamiento del sistema. Marx muestra cómo la reproducción del orden social capitalista se apoya necesariamente en toda una serie de procesos materiales y sociales que no resultan visibles desde una mirada estrecha de estas categorías económicas. El aspecto más obvio es la explicación de la explotación capitalista, que aparece en la economía política como un intercambio de equivalentes donde cada parte obtiene un precio “justo”. Pero también encontramos referencias a la expoliación de la naturaleza, el aprovechamiento de trabajos no remunerados y las lógicas económicas del colonialismo con sus derivaciones racistas también. No se trata de menciones anecdóticas. Aunque no podamos decir que en Marx haya una crítica ecológica del capitalismo desarrollada, lo cual sería en cierta forma un reclamo extemporáneo, en el edificio teórico de su crítica el problema de los trastornos de los metabolismos socionaturales fue adquiriendo una presencia cada vez mayor en su crítica de la economía capitalista.
Si seguimos el hilo del razonamiento a través del cual Karl Marx se propone en El capital la reconstrucción conceptual del modo de producción capitalista, podemos ir viendo las distintas dimensiones antiecológicas que distinguen al metabolismo socionatural característicamente capitalista. Seguir todo del camino de la mercancía, desde la circulación de los insumos y materias primas (incluyendo la fuerza de trabajo convertida en mercancía), pasando por la producción, hasta llegar a la circulación del capital y las leyes generales de su acumulación (incluyendo las formas de incremento de la plusvalía) permite delinear la multiplicidad de determinaciones que hacen al capitalismo un orden social profundamente antiecológico. No sólo porque cuantitativamente está llevado a un permanente aumento de la escala de valorización (lo que presupone procesos materiales en escala creciente) sino también cualitativamente porque la traducción de toda las esferas de la vida a valores se desentiende de cualquier impacto en los ecosistemas. La propia separación de los productores respecto de los medios de producción, presupuesto básico de este sistema, es convincentemente formulada por algunos autores como la clave para la relación indiferente y enajenada que puede imponer este orden social respecto de la naturaleza. La naturaleza es convertida en objeto de apropiación en pos de la valorización, algo que se exacerba en los extractivismos contemporáneos que conllevan niveles cada vez más extremos de amputación ecológica.
En suma, el abordaje propuesto por el ecomarxismo, a partir de la extensión de la crítica de la economía política en la veta inaugurada por Marx, resulta fundamental para realizar lo que Paul Burkett definía como un análisis socioecológico, que sea al mismo tiempo “consistentemente social y materialista” [3]. Esto significa reunir dos requisitos al mismo tiempo. Por un lado, abordar las relaciones entre las personas y la naturaleza como algo socialmente mediado de maneras históricas específicas, evitando así las concepciones crudamente materialistas –ya sean deterministas tecnológicas o naturistas– de la realidad social como algo naturalmente predeterminado. Por otro lado, debe evitar caer en una visión social-construccionista que enfatice unilateralmente el papel de las formas sociales en la configuración de la historia humana, descuidando cómo el contenido material de estas formas está limitado por las condiciones naturales de producción y evolución humana.
Esto es importante para discutir, por ejemplo, cómo entendemos al antropoceno. Algunos autores, como Andreas Malm, advierten acertadamente contra la tentación, muy funcional para la perpetuación del orden social contemporáneo, de entenderlo como un resultado de la acción humana en general, y no una situada en determinadas relaciones materiales, las capitalistas, que subordinan la organización de la producción (y las formas de consumo que están determinadas por ellas) a la valorización del capital [4].
Aceleracionismo ecológico
Ahora, dentro del campo de la crítica a las salidas capitalistas verdes, encontramos planteos divergentes de cómo debe responderse a los legados de crisis ecológica que deja el capitalismo y hacia dónde debe apuntar una sociedad poscapitalista. Hay dos posturas que, en cierta forma, tienden a polarizar el debate.
La primera de ellas es la que podríamos llamar ecomodernista. Desde esta perspectiva, la respuesta a la crisis ecológica está en la aceleración del desarrollo tecnológico. El diagnóstico central es que la innovación en el capitalismo se encuentra más limitada para desplegar todas sus potencialidades, porque le cuesta cada vez más traducirse en modelos de negocios rentables que justifiquen las inversiones. Aaron Bastani en Comunismo de lujo plenamente automatizado ejemplifica bien esta mirada. Liberar el desarrollo tecnológico de estas trabas que le imponen las relaciones de producción capitalistas permitiría, en opinión de Bastani, automatizar plenamente los procesos productivos. Este pensamiento poscapitalista, como le han criticado acertadamente algunos autores, piensa más en términos de eliminación del trabajo que de transformación del trabajo. La ausencia de una noción de transformación se encuentra también, aparte, en la manera en que se piensa la abundancia. Que es básicamente “democratizar”, extender, los patrones de consumo de los ricos bajo el capitalismo para toda la sociedad. Esta automatización comunista sería compatible, según estos autores, con la resolución de los problemas ecológicos. Esto puede ser posible gracias a numerosos cambios, grandes y pequeños, que en algunos casos ya están en marcha, pero se podrían acelerar bajo nuevas relaciones de producción comunistas.
El comunismo automatizado podría invertir en gran escala en energías renovables u otras tecnologías. Pero esta vertiente modernista no se detiene ahí. Un supuesto que le permite afirmar que un comunismo de lujo completamente automatizado y ambientalmente sustentable es alcanzable si se termina con los límites que impone el capital al desarrollo tecnológico, es que, en buena medida, el “lujo” tiende a desacoplarse del impacto ambiental. Esto sería, ampliar la escala de lo que supuestamente ya viene ocurriendo en los países más desarrollados, según algunas estadísticas; pero muchas de esas evidencias del desacople se obtienen haciendo abstracción de cómo esos países ricos, imperialistas, sustentan su reproducción (incluyendo con este término los procesos de acumulación capitalista que sus multinacionales comandan desde ahí explotando trabajo y recursos en todo el globo) en numerosos procesos materiales que ocurren fuera de sus fronteras. No hay desmaterialización sino deslocalización de los procesos materiales en terceros países, a donde “tercerizan” los impactos ambientales. Cuando introducimos esta “deslocalización” de la huella material en la ecuación, no ocurre tal desacople. Sustentar la idea de que un comunismo de lujo automatizado tiene un camino despejado sobre la base de estos débiles presupuestos, puede ser ruinoso. Como no quieren poner todos los huevos en la misma canasta, por las dudas, imaginan entonces que, si no hay suficiente desmaterialización, la minería espacial (la extracción de metales de los asteroides) y el uso del espacio puede ser destino para la chatarra que se acumula de manera cada vez más insostenible en numerosas partes del planeta puede ofrecer la respuesta.
Al proyectar más allá del capitalismo formas de consumo que son intrínsecas de este modo de producción, contribuyen a naturalizarlas y deshistorizarlas. Como estas no resultan universalizables de manera sustentable en los límites que plantea el planeta, no sorprende la necesidad de imaginar soluciones intergalácticas a los desafíos ambientales, como las que proponen algunos ecomodernistas como Bastani, que nos ofrece una variante “comunista” (de lujo) de los desvaríos espaciales de Elon Musk o Jeff Bezos.
Decrecionismo
El planteo decrecionista, postula que es necesario desescalar de manera urgente y voluntaria la producción y el consumo, a través de cambios profundos en la manera en la que estos procesos se llevan a cabo. Desescalar, básicamente en los países ricos, es la única manera para reducir la emisión de gases, pero también los efectos que tiene sobre los ecosistemas la extracción de recursos que hoy supera holgadamente la capacidad que tiene la naturaleza para reponerlos. La discusión del decrecionismo no es nueva. Sus antecedentes se remontan por lo menos hasta La ley de la entropía y el proceso económico de Nicholas Georgescu-Roegen, de 1970-71. También la discutió, por ejemplo, Manuel Sacristán.
En las propuestas decrecionistas encontramos la idea de que son necesarios cambios muy agudos en las formas de producción y consumo. La idea de una nueva sociedad con formas de producción cualitativamente diferentes está presente incluso en los autores que son más ambivalentes respecto de la necesidad de terminar con el dominio del capital, como Serge Latouche. El problema es que no hay equivalencia entre aquello que se quiere desmantelar, y lo que se propone construir. Se pretende que podrá venir el final de un modo de producción a través de la imposición del decrecionismo. Pero este último, por más que se afirme que es mucho más que una postura negativa respecto del crecimiento económico, no termina de delinear una hoja de ruta coherente para subvertir las bases del capitalismo.
Hay una contradicción no resuelta entre las intenciones anticapitalistas y la renuencia a plantear abiertamente una estrategia que ataque el principal centro de gravedad del capitalismo: la propiedad privada de los principales medios de producción. Latouche es explícito en cuestionar cualquier noción de que los objetivos decrecionistas deban alcanzarse a través de una socialización generalizada de este tipo. Entre el gesto anticapitalista y el rechazo de la socialización de los medios de producción, el planteo de autores como Latouche no logra ser más que un compendio de medidas para poner límites al capitalismo, desde el Estado, sin abolirlo. Es una contradicción en los términos esperar que el Estado capitalista atente de esta manera contra la acumulación de capital.
El decrecionismo, como ya señalamos, es un conjunto heterogéneo. Pero es común el énfasis en lo regional/local –en oposición a lo nacional o global–, donde sería propio establecer iniciativas decrecionistas. Se otorga un rol clave a comunidades rurales, campesinas, originarias, etc. También es recurrente el planteo de establecer espacios de autonomía con respecto al capitalismo en los intersticios de las sociedades dominantes, no regidos por el crecimiento. Giorgos Kallis por ejemplo propone que la perspectiva decrecionista puede configurarse a través de una articulación “contrahegemónica” de distintas esferas de la producción social y comunidades que puedan dar lugar a “economías alternativas”. Este microcosmos puede prefigurar un mundo en decrecimiento.
Son incubadoras, donde la gente realiza todos los días el mundo alternativo que les gustaría construir, su lógica hecha sentido común. Los bienes comunes alternativos son nuevas instituciones de la sociedad civil que nutren nuevos sentidos comunes. A medida que se expanden, deshacen los sentidos comunes de crecimiento y vuelven hegemónicas a las ideas compatibles con el decrecimiento, creando las condiciones para que una fuerza social y política cambie las instituciones políticas en la misma dirección [5].
Pero, incluso aunque una transición de este tipo fuera factible de irse gestando paulatinamente en los marcos del capitalismo sin ser reabsorbida por este sistema, algo que resulta contraintuitivo porque la acumulación presiona permanentemente por integrar y subsumir todas las esferas donde haya potencial de producción rentable, sería una transición larga, inconsistente con la urgencia de poner el “freno de emergencia” a la crisis ecológica que recorre todos los planteos decrecionistas.
Hay distintas posturas y matices, pero el debate global ante la crisis ecológica en los sectores críticos, aparece dominado por variantes de uno u otro polo de los que señalamos. Muchos de los exponentes más firmes de las posturas mencionadas son propensos a barrer la complejidad detrás de la polarización. Se simplifican las posiciones criticadas, desmereciendo los puntos atendibles que cada perspectiva tiene para aportar. La cuestión se traba en binarismos sobre si una sociedad poscapitalista debe proponerse “menos” o “más”.
El comunismo, o la ecología de la emancipación del trabajo
Una ausencia en común en las corrientes que mencionamos, a rasgos generales, porque siempre se pueden encontrar autores que ven más este problema, es no considerar seriamente el problema de que no puede surgir otro tipo de metabolismo socionatural sin romper la relación enajenada de los productores con sus medios de producción. Las relaciones de producción aparecen como una “caja negra”, un terreno inexplorado o sólo tratado tangencialmente. Tanto ecomodernistas como decrecionistas mencionan la importancia de la reducción de la jornada de trabajo, aunque sus perspectivas al respecto puedan no ser las mismas. Pero, lo que no aparece es el protagonismo de la fuerza de trabajo explotada por el capital como agente de su propia emancipación, y, al mismo tiempo, de una transformación cualitativa de las relaciones sociedad/naturaleza.
Poner fin al monopolio de la propiedad privada de los medios de producción, terminando con el dominio social del capital, implica introducir una democracia ausente, la de quienes producen, que son también quienes consumen buena parte de lo producido, en el terreno que hoy es dominio privado del capital. Si, en el capitalismo, producción-consumo es una “unidad diferenciada”, mediada por el proceso de intercambio, en la cual la necesidad social sólo puede expresarse como demanda solvente (y sólo se puede manifestar en la elección de alguna de las mercancías que los capitalistas decidieron previamente enviar al mercado), la socialización de los medios de producción puede permitir restablecer la unidad real de ambos procesos, produciendo sólo en la medida necesaria para satisfacer la demanda social, paso inicial de cualquier planificación. Este es un aspecto clave, para salir de la polaridad entre “más” o “menos” que viene dominando las discusiones en el pensamiento ecosocialista. La posibilidad de dominar racionalmente el metabolismo de la sociedad con la naturaleza, abriendo las bases para tomar de manera colectiva las decisiones de qué producir (en función de cuáles son las demandas sociales que deben privilegiarse y a dónde deben volcarse los esfuerzos de inversión) no evitará las decisiones difíciles sobre cómo manejar el legado de destrucción ambiental que deja el capitalismo. Pero, en vez de que éstas sean saldadas por el poder privado del capital, con apoyo de los gobiernos que tienen como función central la reproducción de las relaciones de producción basadas en la propiedad privada y el trabajo asalariado, será el conjunto de la clase productora, habiendo recuperado el dominio efectivo de los medios de producción, la que podrá delinear las alternativas para saldar estas cuestiones con miras a hacer compatibles tres objetivos: alcanzar la plena satisfacción de las necesidades fundamentales, producir de una forma no alienada, y hacerlo, teniendo presente en todo momento la necesidad de establecer un metabolismo racional con la naturaleza. Pero, además, la “expropiación de los expropiadores”, al poner fin a la enajenación de la fuerza de trabajo y abrir paso para la recuperación de una noción de riqueza más amplia, es la base para romper con la idea de que abundancia debe traducirse en un consumismo creciente, con los mismos esquemas que necesariamente desarrolla el capitalismo para colocar un volumen creciente de mercancías.
A diferencia de las imaginerías poscapitalistas, que proyectan la supresión del trabajo gracias a la automatización (y las propias máquinas, encarnación en última instancia del capital, aparecen como demiurgo de esta realización), el comunismo, como lo entendemos acá, tiene en la transformación del trabajo (y de su relación con la naturaleza) un punto nodal.
Transformar la relación entre la fuerza de trabajadoras y los medios de producción, que va mucho más allá de simplemente bregar por la “supresión” del trabajo mediante la automatización (que, en sí misma, no dice nada sobre cómo se produce, cuánto, ni quién lo decide), es la piedra de toque para recuperar todas las potencialidades negadas a la fuerza de trabajo por la relación enajenada por el capital y, al mismo tiempo, para poner fin a la abstracción de la naturaleza. Estas son las precondiciones para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad, lo que presupone también un metabolismo socionatural equilibrado (o no “fracturado”).
Ahora, ¿cómo puede forjarse la alianza social que pueda llevar adelante esta perspectiva? Me interesa destacar, en este punto, algunas cuestiones. Por empezar, contrariamente a lo que suele aparecer como preconcepto, el profundo interés de la clase trabajadora en cuestiones vinculadas a la ecología. Muchas veces, desde sectores de la propia izquierda más sindicalista aparece la idea de que para interesar a la clase obrera en estos temas hay que ir por el lado de la economía. Por eso muchos terminan yendo hacia las versiones keynesianas del capitalismo verde que unen crecimiento y transición energética prometiendo a la vez recuperación de empleos industriales, y demás. Bueno, hay muchas experiencias y muestras de que este preconcepto es errado. Un muy interesante trabajo de Karen Bell llamado Ecologismo de la clase trabajadora aporta abundante evidencia del interés de la clase trabajadora en estos temas. Entre otras cosas, porque obviamente la ecología involucra los lugares donde vivimos, y porque las primeras consecuencias de los desastres ambientales recaen sobre las clases trabajadoras y el pueblo pobre. Entonces, la idea de que la clase trabajadora no pueda ser un actor protagónico en las luchas ambientales no tiene sustento.
Podemos mencionar distintas experiencias interesantes en la Argentina que muestran esta unidad entre ecología y activismo clasista. Por ejemplo, cómo los trabajadores de Fasinpat, exZanón, desde los comienzos de la gestión obrera plantearon cambiar la relación con los mapuches, que habitaban los lugares de donde la vieja patronal extraía los insumos. Más acá en el tiempo, dirigentes de esa fábrica como Raúl Godoy jugaron un rol clave en Neuquén en rechazo al acuerdo con Chevron y el comienzo del fracking.
Madygraf, otra gestión obrera de zona norte de la Provincia de Buenos Aires, de la ex Donnelley, también viene hace años presentando numerosas iniciativas de reconversión de la fábrica vinculadas a cuestiones ecológicas.
Es notable que el activismo ecologista juvenil ve hoy la importancia de vincularse profundamente con la clase obrera. La reconocida activista Greta Thunberg se acercó hace pocos días a defender la lucha de los trabajadores de GKN en Italia contra el cierre de su fábrica y por su reconversión ecológica. En su intervención pidió el fin de la oposición entre trabajo y clima. Un sector de activismo juvenil ecológico que ve la necesidad de forjar esta alianza para que, contra las salidas del capitalismo verde, se puedan forjar alternativas de otra clase. Alternativas que puedan trastocar los centros de gravedad de este modo de producción global para generar, así, alternativas donde realmente puedan tener cabida todos los sectores campesinos, semicampesinos, comunidades, etc. que hoy resisten la avanzada del capital. Necesitamos conquistar una sociedad de productores libres asociados, que es lo que básicamente era para Marx el comunismo, para buscar las articulaciones adecuadas a la actualidad de la ambición comunista de poder asegurar “a cada quien según su necesidad”, el respeto a los modos de apropiarse de la naturaleza de las comunidades que hoy siguen resistiendo al margen de (y resistiendo a) las formas de valorización capitalista y es establecimiento de un metabolismo socionatural más racional.
Obviamente, no estamos planteando ninguna solución mágica a las peligrosas herencias de crisis que lega el capital. Conquistar nuevas relaciones de producción que se apoyen en la deliberación colectiva no asegura que podamos, de un día para el otro, revertir los trastornos ecológicos producidos por el funcionamiento de este orden social. La propuesta, más sobria, es que no ilusionarse con un prometeísmo tecnooptimista del “comunismo de lujo automatizado” ni resignarnos a las estrecheces que propugna el decrecionismo. Por el contrario, poner el eje en las potencialidades deliberación democrática basada en la más amplia participación de los trabajadores y comunidades, apoyada en la planificación socialista del conjunto de los recursos de la producción social, puede permitir discusiones más sobrias sobre la manera en que una sociedad basada en la socialización de los medios de producción que hoy están en manos de una minoría de explotadores, puede hacer compatibles los objetivos de (re)establecer un metabolismo socionatural equilibrado y la satisfacción más plena de las necesidades sociales.
Notas: [1] David Harvey, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, Quito, Traficantes de Sueños, 2014, p. 247.
[2] Ídem.
[3] Paul Burkett, Marx and nature: A Red and Green Perspective, Nueva York, Palgrave Macmillan 1999, p. 17.
[4] Andreas Malm y Alf Hornborg, “¿La geología de la especie humana? Una crítica al discurso del Antropoceno”, Prácticas Artísticas de un Mundo en Emergencia, Centro Cultural Kirchner, Min. de Cultura, 2017.
[5] Giorgos Kallis, Degrowth, Newcastle, Agenda, 2018, p. 138.
Esteban Mercatante. @EMercatante. Economista. Miembro del Partido de los Trabajadores Socialistas. Autor de los libros El imperialismo en tiempos de desorden mundial (2021), Salir del Fondo. La economía argentina en estado de emergencia y las alternativas ante la crisis (2019) y La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo (2015).
Fuente: https://www.laizquierdadiario.com/La-crisis-ecologica-y-la-perspectiva-comunista
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Predicción
López Obrador, su presidencia y su propaganda serán un festín para los historiadores críticos.
Un banquete de cuestionamientos, aclaraciones, refutaciones y correcciones al récord oficial.
No lo será para los Fisgones, Pedritos y Meyeres -todos ellos propagandistas-, lo será para los historiadores serios, analíticos e independientes, incluyendo -probablemente más para ellas y ellos- a los que además sean de izquierda.
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Sacrificio de Isaac Michelangelo Merisi, conocido como Caravaggio (Caravaggio, Milán 1571 – Porto Ercole, Grosseto 1610) Hacia 1603 Pintura al óleo sobre lienzo 104x135 cm Inv. 1890 n. 4659
La pintura ilustra el pasaje del Antiguo Testamento en el que Dios sometió a Abraham a una extraordinaria prueba de obediencia al ordenarle sacrificar a su único hijo, Isaac. Caravaggio describe fielmente el momento crucial de la dramática historia, cuando el viejo Abraham, justo cuando se dispone a sacrificar a Isaac, es bloqueado por el ángel enviado por el Señor. “¡No pongas tu mano sobre el niño y no le hagas daño! Ahora sé que temes a Dios y que no me has negado a tu hijo, tu único”, dice el mensajero de Dios a Abraham (Génesis XXII, v. 12) indicando con su mano izquierda un carnero para ser sacrificado en su lugar. Caravaggio opta por humanizar la figura del ángel colocándolo junto a Abraham como una presencia sólida que agarra la muñeca del anciano con un agarre fuerte y concreto. Al fondo, un paisaje ondulado y montañoso mediterráneo, atravesado por senderos y animado por masías y un pueblo. En este paisaje, los críticos han identificado ecos del estilo de formación de Caravaggio en Lombardía y Véneto. De esta obra también se ha hecho en el pasado una lectura simbólica según la cual el edificio situado en la colina sería una iglesia con un baptisterio, referencia al futuro nacimiento de la iglesia católica, y la luz difundida sobre el paisaje simbolizaría la luz de la gracia divina. Por tanto, el sacrificio del joven Isaac prefiguraría el sacrificio de Cristo. El tema bíblico fue seguramente indicado por el ilustre comisario de la obra, Maffeo Barberini, influyente monseñor de la curia vaticana en el momento de la ejecución del cuadro y futuro Papa con el nombre de Urbano VIII. La paternidad de Caravaggio con este cuadro, reconocida desde hace mucho tiempo por todos los críticos, queda demostrada también por los pagos realizados por Maffeo Barberini al propio pintor. El cuadro fue donado a los Uffizi en julio de 1917 por John Fairfax Murray, que lo había comprado como obra de Gherardo delle Notti a una sociedad que se había hecho cargo de parte de los bienes de la familia de los Príncipes Colonna Sciarra de Roma a finales de 1917 del siglo XIX.
Información de la web de la Gallerie degli Uffizi, imagen/es de mi autoría.
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tengo que decir que todo el tema de las new jeans y la movida de si era una metáfora pro-eta verdaderamente te hace darte cuenta la facilidad con la que la gente acepta alegremente y sin ninguna clase de pensamiento crítico la propaganda de derechas. porque yo entiendo que había muchos guiris metidos en el discourse que no se enteraban de la misa la media (y que estaban dispuestos a creer cualquier teoría conspiratoria a la primera porque claro, eso es mucho más fácil que ponerte a investigar sobre la historia de eta y la relación entre españa y euskadi y sobretodo, es mucho más fácil que pensar un poquito y darte cuenta que es completamente ridículo que un grupo de chicas coreanas hayan escrito una canción únicamente para hacer apología del terrorismo, pero bueno), pero lo más preocupante de todo era ver la cantidad de gente española supuestamente de izquierdas regurgitando el mismo discurso sobre cómo en realidad eta aún está presente y sigue siendo peligrosa que ha hecho que la derecha haya salido tan bien parada estas elecciones. no, mari jose, te aseguro que es mucho más probable que tú te estés tragando con patatas el miedo que la derecha te está intentando meter en el cuerpo a ti y a toda españa para que les votéis antes que el que unas chicas de literalmente el otro lado del mundo hayan decidido de repente apoyar a eta. pero claro, darse cuenta de eso implicaría tener un mínimo de pensamiento crítico y de juicio
#esto está fatal redactado y no tiene ningún sentido perdón pero sólo quería quejarme#¿sigo pensando en esto dos días después? claro que sí y probablemente seguiré durante unas semanas porque no me creo el timeline en el que#nos ha tocado vivir#sé que sueno como una borde de mierda pero no estoy hablando de la gente que vio los tuits y dijo jaja sería tan gracioso que fuese real#si no de gente que de verdad y de corazón está convencida de que algún ex miembro de eta ha conseguido lavarles el cerebro no sólo a las#cantantes si no a todo su equipo musical en plan. un poquito de cabeza#zai.ez
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Los hombres conservadores y movidos por el ego, me resultan cómicos.
Piensan que estoy politizada por moda, pero mi familia lleva muchas generaciones politizada, siempre situados en la izquierda. Simpatizantes de Juárez y de los revolucionarios mexicanos, mis bisabuelos; de la revolución cubana, de los críticos del franquismo en España, mis abuelos. Mi abuelo, incluso, fundador del primer partido de izquierda en México y atento seguidor de AMLO desde sus inicios. No tienen idea de cómo crecí.
Me da pena y me hace gracia a la vez, que los hombres conservadores y súper heteronormados búsquen invitarme a salir convencidos de que me harán cambiar de opinión con su "sapiensa". Entonces, un día, ya iluminada, me fijaré en ellos.
Mi inflexibilidad les produce obsesión, se aferran más y más a buscarme.
Quizá son estúpidos o demasiado vanidosos, pienso.
Concluyó, son todavía unos niños. Los mueve su ego. Un adulto con experiencia sabe que ninguna relación prospera con diferencias de valores e ideologías irreconciliables. El amor suerge, fluye y perdura por la claridad de la comunicación entre dos personas.
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El nuevo ministro del Interior francés es odiado por la izquierda por ser católico practicante
Bruno Retailleau, nuevo Ministro del Interior de Francia y católico practicante, es odiado por la izquierda progresista por representar la «Francia Antigua». Defiende valores tradicionales y es crítico con el matrimonio gay, la eutanasia y la inmigración masiva. Leer más… »
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[English translation: https://www.tumblr.com/mashounen1945/763625989989449728]
Si los argentinos nos quitamos de encima al actual gobierno libertario y tenemos de nuevo un gobierno medianamente decente (justicialista, radical, socialdemócrata, progresista, de izquierda, de centro, lo que sea), Vladimir Putin y el resto del gobierno ruso tendrán bastante por lo que responder. Porque el ascenso de Javier Milei es culpa de ellos.
Tanto EEUU como Rusia y sus respectivos aliados han hecho campañas de desinformación desde hace años, cada uno usando sus propios medios y guiados por sus propios motivos. Así que suele ser difícil saber si alguna noticia en particular realmente pasó tal como lo dicen, o está tergiversado, o es lisa y llanamente mentira. Sin embargo, algo que ya quedó bastante sólidamente demostrado es la injerencia de "psy-ops" rusos en las elecciones de 2016 en EEUU, siendo esa injerencia a favor de Donald Trump.
Por cada cosa que sucedió en el mundo debido a acciones y dichos de Trump durante y después de su presidencia, Putin es el culpable por ello al final del día: el resurgimiento de la extrema derecha en el mundo; la glorificación de la ignorancia, la intolerancia y la crueldad como forma de gobernar y también como estilo de vida en general; el deterioro de la política en todas sus facetas, tanto en el comportamiento de los funcionarios electos como en las distorsionadas ideas de la gente sobre en qué consiste exactamente la actividad política; la expansión de teorías conspiranoides y negacionismos, tanto nuevos (lo relativo al coronavirus y a las diversas medidas tomadas para evitar contagios) como viejos (lo relativo al cambio climático y al antisemitismo); el ascenso de imitadores de Trump en casi todos los países, incluyendo Jair Bolsonaro en Brasil y Milei acá... Todo sucedió porque Putin (quien es, primero y principal, el líder de una potencia mundial indistinguible del viejo imperio ruso de los Zares) eligió usar internet como instrumento para manipular la psicología humana y sacar a relucir lo peor de nuestra naturaleza con tal de infiltrar amigos suyos en otros gobiernos y así ser el ganador en su estúpida rencilla personal contra Occidente, sin importar si las consecuencias llevan a la muerte de la humanidad (metafórica y literalmente).
(Sí, Milei le debe todo su éxito a Putin, no importa lo mucho que él cante alabanzas para EEUU o imite la estética de sus instituciones de gobierno)
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Si los justicialistas específicamente son los que derrotan a la extrema derecha libertaria y asumen el gobierno nuevamente, ellos también tendrán que cambiar por completo sus ideas sobre la política exterior que la Argentina ha de adoptar.
El justicialismo y sus aliados acusan a lo libertarios de regirse por una obsoleta y anacrónica lógica de "capitalismo vs comunismo" heredada de la Guerra Fría, donde EEUU y el resto de la OTAN son etiquetados como "los buenos", Rusia y China son tachados como "los malos", el gobierno argentino atrofia su propia capacidad de pensamiento crítico y siempre se alinea con "los buenos" y condena cualquier acción de "los malos", y no se acepta la existencia de "matices" ni nada parecido. Esa acusación es acertada, el enfoque con el que los libertarios tratan las relaciones internacional es erróneo... pero los justicialistas cometían casi exactamente el mismo error cuando gobernaban entre 2003 y 2015, y lo siguen cometiendo hasta el día de hoy; ellos meramente invierten los roles de "los buenos" y "los malos" en su propia visión de la política internacional, pero todo lo demás es igual.
Es válido abogar por un mundo multipolar, donde quizás pueda haber grandes potencias pero ninguna pueda actuar sin que haya algún contrapeso concreto que prevenga abusos. Y es comprensible que algunos en Latinoamérica hayan visto a Rusia como una alternativa a EEUU luego de que nuestra región fuese oprimida o sufriera injerencia durante casi un siglo, ya sea por parte del gobierno de EEUU o por parte de las corporaciones radicadas en ese país. Pero la Rusia de Putin ya ha mostrado su verdadero rostro; quizás no tenga interés en saquear los recursos naturales de Latinoamérica o del resto del Tercer Mundo, pero tampoco le importa que seamos daño colateral en su enfrentamiento con Occidente.
Los justicialistas siempre hablan de sus "tres banderas": soberanía política, independencia económica, y justicia social. Es bueno que estén honrando la segunda y la tercera, pero sería aun mejor si también empezaran a tomarse un poco más en serio la primera.
Además, muchos denuncian las llamadas "relaciones carnales" con EEUU y la idea de obedecer a su gobierno incondicionalmente. Algunos justicialistas también expresan admiración por Mariano Moreno (uno de los miembros más importantes del primer gobierno argentino que no fue designado por autoridades de una nación extranjera), quien advertía sobre el peligro de terminar "mudando de tiranos sin destruir la tiranía". Al darle la espalda a EEUU sólo para alinearlos incondicionalmente con Rusia, ¿Acaso no estamos haciendo exactamente lo que Moreno pedía que evitemos? Es inaceptable que rechacemos tener "relaciones carnales" con una potencia mundial y luego aceptemos tener ese tipo de relación con otra potencia sólo por estar en el bando opuesto.
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Esta idea simplista de que EEUU es sinónimo de la derecha política y Rusia es sinónimo de la izquierda (sin importar si lo dice un libertario de extrema derecha fanático de EEUU o lo dice un justicialista de izquierda que simpatiza con Rusia) ya no tiene ninguna base, y quizás nunca la tuvo.
Gran cantidad de movimientos progresistas y de izquierda empezaron en EEUU y Europa y lograron (y siguen logrando) grandes cosas allí, mucho antes de que la Revolución Rusa sucediese e inspirara a otros movimientos de izquierda en el mundo. Los ultra-conservadores desquiciados que adhieren al supremacismo y practican una versión retorcida y tergiversada del cristianismo son una porción bastante grande de la población en EEUU, pero no son la mayoría ni lo han sido nunca, y Trump ganó en 2016 sólo porque el Colegio Electoral es un asco y porque los votantes que podrían haberse unido para evitar su victoria se dividieron entre Hillary Clinton de los demócratas, una candidata ecologista llamada Jill Stein (cuyos votantes podrían haber evitado que Trump ganara en algunos estados clave si hubieran escogido a Clinton), y las decenas de millones de votantes que decidieron quedarse en casa porque no había un candidato perfecto disponible.
(Si alguien retara a Milei a un debate público, sería muy fácil mencionarle todas estas cosas y así "dejarlo en off-side" rápidamente, en especial si Trump vuelve a perder en las elecciones dentro de un mes)
En cuanto a Rusia: ese país cambió tantas veces de régimen, de signo político, e incluso de nombre... pero en su esencia, nunca dejó de ser aquel imperio fundado por Pedro I hace más de 300 años, el histórico opresor de todos los demás pueblos en Europa Oriental y Balcanes, Cáucaso y Asia Centra (es decir: lo mismo que EEUU fue para Latinoamérica, lo mismo que Gran Bretaña fue para irlandeses, galeses y escoceses, lo mismo que Turquía fue para armenios y kurdos, etcétera). La ideología que el gobierno ruso tuviese (o afirmase tener) en algún momento particular durante esos tres siglos es irrelevante.
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Oleg Yasinsky* Lo preocupante y triste es que el día de su muerte, la prensa peruana e internacional le informaba al mundo sobre “el fallecimiento del expresidente”, agregando a veces, el adjetivo “controvertido” y siempre subrayando que fue él quien “ganó la guerra contra el terrorismo” en Perú. Esto significa que de los horrores de la reciente historia, una vez más, no se aprendió nada. El análisis crítico del pasado, de nuevo, es reemplazado por una caricatura, dibujada por encargo del poder global y millones de niños peruanos crecerán con los cuentos falsos de un personaje que estableció la farsa barata como norma del quehacer político, en un país que jamás existió. Se ha muerto un monstruo. Pero lo que importa no es él, sino la lección política del fujimorismo que, con el régimen dictatorial de Dina Boluarte, sigue más viva que nunca. Boluarte declara ante la Fiscalía de Perú por el caso ‘Qali Warma’ Después de décadas del discurso patronal latinoamericano sobre el ‘populismo de izquierda’ (pues la preocupación de cualquier gobierno por su pueblo, de inmediato se proclamaba ‘populista’), Alberto Fujimori fue el primer populista de derecha, inaugurando la larga y lamentablemente exitosa temporada de los Bukele, los Bolsonaro, los Milei y de más. Es importante tener en cuenta que la principal llave que abre la puerta ‘democrática’ a los populismos antipopulares de derechas y ultraderechas es la ignorancia de los pueblos, su idiotización por la falta de educación pública y por la sobredosis de circo mediático. La gente humilde del Perú me decía: “Apoyamos a Fujimori porque a diferencia de los otros gobernantes, él no robó a los pobres, sino a los ricos”. Esta fue una de las ilusiones ópticas de la televisión de su tiempo, cuando los peruanos pobres le agradecían a Fujimori por ‘robar a los ricos’, saliendo en masa para buscar cualquier trabajo en los países vecinos. Su popularidad también era el reflejo del racismo y del clasismo de la sociedad peruana, que optó mejor por un japonés ridículamente disfrazado con poncho y chullito, por ser representante de un mundo ‘más avanzado’, prometedor de soluciones tecnológicas y respuestas rápidas como pastillas anestésicas para un dolor de siglos. Revelan detalles sobre últimos días del expresidente peruano Alberto Fujimori Para enfrentar el ‘terror de Sendero Luminoso’, el Estado peruano dirigido por Fujimori optó por imponerse a la violencia de la guerrilla maoísta con su terrorismo de Estado, muy superior militar, técnica y, sobre todo, mediáticamente. Los campesinos de los Andes peruanos todavía no se atreven a contar la verdadera historia de la ‘exitosa guerra contra el terrorismo’, mientras que los televidentes de las grandes ciudades aplaudían los grandes éxitos del Ejército, que masacraba a cualquier campesino sospechoso de ser la base de apoyo de los senderistas. Recorran ahora cualquier librería o biblioteca peruana y busquen algún testimonio desde el otro lado de la guerra civil peruana. En Sendero Luminoso participaron decenas de miles de personas y, más allá de sus métodos, repudiables, sin duda, y poco revolucionarios, su lucha tenía una enorme raíz histórica de siglos de injusticia y exclusión del campesinado indígena. Esta mirada desde la otra trinchera de la tragedia ha sido completamente borrada por la censura fujimorista, que por décadas estigmatizó a toda la izquierda peruana denominada por el poder como ‘cómplices de los terrucos’, aunque los movimientos sociales del país fueran también una de las primeras víctimas de Sendero. Fujimori y el fujimorismo desde su irrupción en la política se caracterizó por el total desprecio por el pueblo, aprovechando la desesperación de las masas más humildes, azotadas por la violencia y la miseria, que suelen apoyar y reproducir una a otra. Lo mismo que décadas después sucedió en Brasil y en El Salvador, la gente agotada por la delincuencia y la desprotección votó ...
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EMANUEL FEUERMANN
EMANUEL FEUERMANN: THE COMPLETE RCA ALBUM COLLECTION (7 CD)
Sony Classical publica una colección completa de las grabaciones realizadas para RCA Victor por el legendario violonchelista austriaco Emanuel Feuermann, con 11 obras por primera vez en CD procedentes de los discos originales.
Consigue The Complete RCA Album Collection de Emanuel Feuermann
El conjunto incluye un nuevo texto del experto John Maltese, así como fotos y material de los archivos privados de la violonchelista Marika Hughes, nieta de Emanuel Feuermann.
En su trágicamente corta carrera -principalmente en Alemania, hasta que el régimen nazi lo despidió de su puesto en el conservatorio de Berlín en 1933, y en Estados Unidos, adonde emigró cinco años después- Feuermann llevó el arte de tocar el violonchelo a una nueva dimensión. Eugene Ormandy declaró que su violonchelo revelaba al director de orquesta lo que realmente significa la música. En palabras del crítico-pianista-compositor estadounidense Jed Distler, "Feuermann lo tenía todo: un tono intenso y centrado que canta con economía expresiva, una calidez controlada, una afinación centrada, un brazo de arco suave pero abigarrado, una de las manos izquierdas más hábiles del oficio (¡y qué facilidad para las paradas dobles!), una integridad inquebrantable y un gusto impecable". "Todo lo que tocaba lo grababa en tu memoria", escribió el musicólogo Richard Taruskin.
Feuermann realizó algunas grabaciones célebres en Alemania e Inglaterra, pero son los álbumes posteriores a su emigración para RCA sobre los que descansa en gran medida su legendaria reputación. Producidos en Nueva York, Filadelfia y Hollywood entre 1939 y 1941, el año anterior a su muerte con apenas 39 años (consecuencia de una negligencia durante una operación rutinaria), incluyen el Doble Concierto de Brahms (con el violinista Jascha Heifetz) y Don Quijote de Strauss, ambos con la Orquesta de Filadelfia bajo la dirección de Ormandy; y el Schelomo de Bloch con la Filadelfia bajo la dirección de Leopold Stokowski.
El catálogo de música de cámara RCA más destacado de Feuermann incluye tríos de piano de Beethoven, Schubert, Mozart y Brahms con Heifetz y Rubinstein; un dúo de cuerda de Beethoven y un trío de cuerda de Dohnányi con Heifetz y el gran viola William Primrose; así como numerosas grabaciones a dúo -algunas inéditas- con el destacado pianista germano-estadounidense Franz Rupp (acompañante de Fritz Kreisler y cantantes como Lotte Lehmann, Beniamino Gigli y Marian Anderson), incluida la Segunda Sonata para violonchelo de Mendelssohn y obras más breves y transcripciones que van desde Bach y Haendel hasta Fauré y Canteloube.
SET
DISCO 1:
Brahms: Concerto for Violin and Cello in A Minor, Op. 102 with Jascha Heifetz, violin
Bloch: Schelomo - Hebraic Rhapsody for Cello & Orchestra
DISCO 2:
Schubert: Piano Trio in B-Flat Major, D. 898 with Jascha Heifetz, violin; Arthur Rubinstein, piano
DISCO 3:
Beethoven: Piano Trio in B-Flat Major, Op. 97 with Jascha Heifetz, violin; Arthur Rubinstein, piano
Beethoven: Duet in E-Flat Major, WoO 32 with William Primrose, viola
DISCO 4:
Mozart: Divertimento in E-Flat Major, K. 563 with Jascha Heifetz, violin; Arthur Rubinstein, piano
DISCO 5:
Brahms: Piano Trio No. 1 in B Major, Op. 8 with Jascha Heifetz, violin; Arthur Rubinstein, piano
Dohnanyi: Serenade, Op. 10 with Jascha Heifetz, violin; William Primrose, viola
DISCO 6:
R. Strauss: Don Quixote, Op. 35: Fantastic Variations on a Theme of Knightly Character
DISCO 7:
Mendelssohn: Cello Sonata No. 2, Op. 58
Canteloube de Maralet: Bourée Auvergnate in A
Fauré-Casals: Après un rêve, Op. 7, No. 1 (Transcribed for Cello by Pablo Casals)
Handel-Feuermann: Organ Concerto, Op. 4, No. 3: Movement I (Arranged for Cello and Pinao by Emanuel Feuermann)
Handel-Feuermann: Organ Concerto, Op. 4, No. 3: Movement II
Beethoven: Introduction and Polonaise brilliante, Op. 3
Chopin-Feuermann: 12 Variations from Mozart's Die Zauberflöte, Op. 66
Davidov: 4 Pieces, Op. 20: 2. Am Springbrunnen
J.S. Bach-Casals-Siloti: Organ Toccata in C Major, BWV 564: Adagio
Handel-Feuermann: Organ Concerto, Op.4, No.3: Movement I
Canteloube de Maralet: Bourée Auvergnate in A
Davidov: 4 Pieces, Op. 20: 2. Am Springbrunnen
Fauré-Casals: Après un rêve, Op. 7, No. 1 (Transcribed for Cello by Pablo Casals)
Ochs: Arioso -"Dank Sei Dir, Herr" with Hulda Lashanska, soprano
Schubert-Pasternack: Litanei, D. 343 with Hulda Lashanska, soprano
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CAMINOS DE AMERICA EN LOS 80
Introducción
De vuelta de América del Norte, emprendí el regreso como ya lo venía soñando: por tierra y recorriendo palmo a palmo la América grande y profunda. Fue ese viaje que justo se da en un momento de la vida. Creo que a una buena parte de nuestra generación la marcaron los signos políticos de aquella época, la mirada a los más débiles y mismo a nuestras fuentes de lectura como “Las venas abiertas de América Latina”, o el discurso de Gabriel Garcia Marquez cuando recibe el Nobel o los poemas de Pablo Neruda entre otros.
Texto de mi hijo, sobre el viaje
Mi viejo, fotógrafo y periodista
Nos enseñaron desde temprana edad y desde tempranos grados del colegio que así como tenemos -y debemos tener- libertad ante las bellas artes y las ciencias sociales y humanas, para la lógica y la física no hay libre albedrío. No podemos modificar viejos postulados aprobados por academias reconocidas mundial e históricamente.
Mi viejo, Juan Enrique Filloy, tiene 67 años y es ingeniero desde los 26. Se jubiló hace poco, pero continúa trabajando con el mismo amor de siempre. Aunque ahora le digan ingeniero senior, siento que va a trabajar como si fuese el primer día de su vida.
Profesionalmente creció en un ámbito estructurado y siguiendo lógicas que, si bien lo consagraron como un gran experto, no tenían mucha relación con uno de los sueños que me relata desde que yo era un niño: ser fotógrafo de National Geographic. Pude notar el amor a ese sueño en sendos viajes familiares, cuando mi viejo se tomaba todo el tiempo del mundo para tomar buenas y lindas fotografías de lugares que le gustaban o que se relacionaban a hechos de interés. Y hasta nos dio un curso sobre cámaras de fotos a mis compañeros de escuela primaria y a mí.
Fue él quien me alentó a estudiar periodismo cuando yo dudaba de todo y de todos. Es el primero que se alegra cuando firmo notas y no discrimina su ojo crítico si ve algo que no le parece en mis escritos. Pero el motivo de este trabajo es mi viejo, y no yo. Porque cada vez estoy más convencido de que este ingeniero riguroso, en su profunda sensibilidad, esconde a un periodista y fotógrafo observador y luchador. Y la fotografía, como bien decía Tomás Eloy Martínez, es una pata más que importante dentro del oficio periodístico.
A principios de los años 80 mi viejo regresó de un posgrado en Estados Unidos por tierra, en una América Latina que todavía mantenía el auge revolucionario de la izquierda y se estaba liberando de las dictaduras del Plan Cóndor. Sacó fotos inéditas y espectaculares reflejando la revolución del sandinismo en Nicaragua, la pobreza y la belleza del sincretismo en Guatemala, la Diablada de Oruro en Bolivia y el estado de Chiapas con su herencia en México. Archivó imágenes por lugar y por evento. Escribió al respecto en el diario Río Negro, el medio más grande de mi provincia y del sur del país, y tiene otros escritos personales que atesoró casi en secreto. Crónicas descriptivas, reflexivas y bellas de leer. Me enteré de grande de muchos de estos detalles que no hicieron más que reafirmar mi impresión sobre el escondido oficio artístico de mi papá.
Este trabajo es una reivindicación del sueño de mi viejo de ser fotógrafo, y una manera de que el viaje que hizo por la mayúscula América Latina vea otros ojos y otras percepciones. Porque lo hizo en solitario, y aunque no se arrepienta de aquello, le quedó un sabor extraño por no haberlo compartido con alguien a su lado. Pues ahora lo comparte, a través de mí, con ustedes y con mucho placer.
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“No ser nada y no amar nada es lo mismo”
Ludwig Feuerbach
Fue un filósofo, antropólogo, biólogo y crítico de la religión alemán, nacido en Landshut en julio de 1804. Se le considera padre intelectual del humanismo ateo contemporáneo, también denominado ateísmo antropológico, y cuyo materialismo crítico tendría enorme influencia en el pensamiento de Richard Wagner así como en las teorías de Marx y Engels.
Fue el cuarto hijo del eminente jurista Paul von Feuerbach, estudió teología en Heidelberg pero decepcionado con sus maestros se trasladó a Berlín en donde estudió filosofía con Hegel durante dos años y aunque estuvo muy influenciado por él, rápidamente criticó la ideología de su maestro.
En 1828 fue a Erlangen al sur de Alemania para estudiar ciencias naturales, y dos años más tarde publicó su primer libro “Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad” que publicó de forma anónima y que niega la existencia de Dios y de otra vida
Se presentó públicamente como oponente de Hegel en 1839 con su artículo “Para una crítica de la filosofía Hegeliana”, publicada en los Anales Franco Alemanes.
Su carácter crítico sobre la religión no le permitió ejercer la docencia hasta 1848 cuando, reclamado por sus alumnos de Heidelberg, profesó durante un semestre su teoría de la religión, convirtiéndose en el maestro del pensamiento de los jóvenes hegelianos, y sobre todo sobre personajes como Marx y Engels.
En su obra “La esencia del cristianismo” Feuerbach se convierte en un referente para la izquierda hegeliana representada por el teólogo David Strauss, quien en su obra “La vida de Jesús” consideraba que los evangelios eran relatos míticos.
Sus concepciones fundamentales en términos de crítica a la religión, pueden ser reducidas a fórmulas en donde la religión es la reflexión, el reflejo de la esencia humana en sí misma en donde Dios es para el hombre, el contenido de sus sensaciones e ideas más sublimes.
Feuerbach al considerar a Dios como una creación humana, niega su existencia de la manera en la que la concibe la teología cristiana, negando a su vez el idealismo que pretende reemplazar al hombre real (corporal y sensible) por el espíritu y la razón.
Por lo tanto, para Feuerbach, no es Dios quien ha creado al hombre sino el hombre quien a creado a Dios proyectando en Él su imagen Idealizada.
La alienación siendo concebida como una alteración humana individual y/o colectiva, que supone la negación o alteración del ser, como una consecuencia de determinadas condiciones de la vida social, hace que Hegel lo definiera como como la negación o alteración del ser, desde una realidad inicial; la idea se niega como tal y se deviene cosa. Sin embargo, para Ludwig Feuerbach, la alienación era entendida como la deshumanización o la negación del ser humano, en tanto que para Marx, la alienación era la deshumanización, producto de la explotación constante del trabajo.
Con la reducción de la religión a antropología, a partir de un análisis materialista de la alienación, Feuerbach sustentó una filosofía de la inmanencia, y criticó la ilusión de una trascendencia sobrehumana o sobrenatural, y preparó las bases de lo que él consideró una filosofía futura.
Ludwig Feuerbach muere en Nuremberg Alemania en septiembre de 1872 .
Fuentes: Wikipedia, encyclopaedia.herder.com, britannica.com, aulas.blogia.com
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Entrevista al historiador italiano Emilio Gentile ¿Quiénes son los fascistas?
Por Mariano Schuster
Fuentes: Nueva Sociedad
El debate sobre el fascismo está cada vez más presente en la arena pública. ¿Ha vuelto el fascismo? ¿Nunca se fue y existe un fascismo eterno? En esta entrevista, Emilio Gentile, una referencia en los estudios del fascismo italiano, vuelve sobre ese régimen y sobre el papel que tuvo en él el propio Benito Mussolini.
En un contexto político internacional en el que emergen extremas derechas, regímenes iliberales y gobiernos autoritarios, la palabra «fascismo» ha vuelto a estar a la orden del día. Hay quienes definen como «fascistas» a Donald Trump, Víktor Orbán, Marine Le Pen, Giorgia Meloni y Santiago Abascal, y quienes se refieren a un «retorno del fascismo» para explicar las oposiciones conservadoras a las agendas feministas y de los colectivos de diversidad sexual. La situación va incluso más allá: la palabra es utilizada también para acusar a izquierdas autoritarias, a movimientos y grupos religiosos y hasta para definir actitudes genéricamente «antiliberales». El concepto se ha transformado, en definitiva, en un arma arrojadiza que adversarios políticos e ideológicos se endilgan entre sí. Pero ¿qué fue realmente el fascismo? ¿Cuáles fueron sus características? ¿Qué diferencia a las extremas derechas actuales de esa experiencia?
Profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad La Sapienza de Roma hasta 2012 –y hoy profesor emérito en la misma casa de estudios–, Emilio Gentile ha historizado, a partir de documentos y de un laborioso trabajo de archivo y de interpretación de fuentes históricas, el fascismo italiano. En su extensa trayectoria historiográfica, Gentile ha escrito numerosos libros, muchos de los cuales han sido traducidos al español. Entre ellos se destacan Fascismo: historia e interpretación (Alianza, 2004); La vía italiana al totalitarismo. Partido y Estado en el régimen fascista (Siglo XXI, 2005); El culto del Littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista (Siglo XXI, 2007); El fascismo y la marcha sobre Roma (Edhasa, 2014); Mussolini contra Lenin (Alianza, 2019) y ¿Quién es fascista? (Alianza, 2019). En 2022 publicó, por el sello Laterza, Storia del fascismo, un volumen de 1.376 páginas en el que explica minuciosamente, sobre la base de una vasta documentación de archivo, el nacimiento y el desarrollo del fascismo en Italia. Su último trabajo es Totalitarismo 100. Ritorno alla storia (Editrice Salerno, 2023).
En esta extensa entrevista, Emilio Gentile dialoga con Nueva Sociedad sobre el nacimiento y el desarrollo del régimen fascista y profundiza en las características particulares de ese movimiento y de ese régimen político a poco más de un siglo de la Marcha sobre Roma.
Profesor Gentile, todavía hoy, cuando nos remontamos al tiempo en que nació el fenómeno fascista, nos encontramos con un contexto particular y específico que, por su diversidad de aristas, no siempre somos capaces de comprender por completo. Pensamos en los escuadristas, en el bienio rosso, en las consecuencias humanas y políticas de la Gran Guerra, en la fragilidad del régimen liberal-democrático. ¿Cómo era realmente el clima en Italia en la época del ascenso del fascismo?
Desde el final de la guerra hasta el advenimiento del fascismo, el clima en Italia fue muy agitado. Entre 1919 y 1920, ese clima se caracterizó por una serie de violentos enfrentamientos de clase que fueron seguidos, en los dos años posteriores, por una reacción escuadrista que desató una verdadera guerra civil contra las organizaciones del proletariado. Esas acciones violentas del escuadrismo fascista se dirigieron principalmente contra el Partido Socialista, pero también contra el Partido Popular, el partido aconfesional de los católicos, y el Partido Republicano. Se trató, en definitiva, de un periodo muy crítico para una Italia que, si bien había resultado victoriosa en la Primera Guerra Mundial –con el sacrificio de más de medio millón de hombres y la movilización de todo el país–, tendió a vivir los años posteriores a la contienda como si hubiese sido derrotada y como si se encontrara a las puertas de una revolución bolchevique.
En aquel marco posbélico, buena parte de la clase obrera –que había sido militarizada durante la guerra, pero que, a diferencia de los campesinos, había estado mayoritariamente en las oficinas y no en el campo de batalla– se sintió atraída por aquellos que habían condenado la participación italiana en la contienda: es decir, el Partido Socialista. Esa organización experimentó, en consecuencia, un fuerte crecimiento, a tal punto que resultó la fuerza más votada en las elecciones de noviembre de 1919 y consiguió 150 bancas en el Parlamento italiano. Un mes antes, el Partido Socialista había adoptado una línea revolucionaria que quedó fijada en sus estatutos partidarios, según la cual su objetivo era lograr la dictadura del proletariado mediante la conquista violenta del poder. El problema, sin embargo, era que la dirigencia de la Confederación General del Trabajo –la organización sindical más importante del país, que alcanzaba casi dos millones de miembros y era una de las que sostenían al Partido Socialista– era reformista y contraria a la revolución. Todo esto provocó una política esquizofrénica entre la voluntad de una revolución bolchevique que no podía hacerse –y ni siquiera se intentaba– y una posible revolución democrática, que habría podido producirse si el Partido Socialista hubiera apoyado a los partidos laicos y reformadores dentro del Parlamento, como los republicanos, los radicales y los socialistas reformistas. El Partido Socialista, que había condenado totalmente la guerra, y de hecho había atacado con violencia e incluso con algunos asesinatos a quienes la reivindicaban, recibió pronto la reacción de todos aquellos que creían que la guerra había sido una necesidad para que Italia se convirtiera en una gran potencia, pero que, estando dominada por las masas socialistas, el país había ganado en el campo de batalla pero había perdido en el campo de la paz. Es en ese sentido en el que hablaban de una «victoria mutilada», lo que constituía un mito sin fundamento alguno porque, con el tratado de paz con Austria, Italia obtuvo las que eran sus principales aspiraciones. No solo consiguió las tierras que se encontraban bajo el dominio del Imperio austríaco –y que eran habitadas mayoritariamente por italianos–, sino también tierras habitadas mayoritariamente por alemanes o eslavos, quienes, sin embargo, debían garantizar fronteras seguras para Italia. La idea de la victoria mutilada fue una reacción, un mito de la reacción a la condena de la guerra por parte de las masas socialistas. Y fue, además, el comienzo de un choque violento contra los socialistas por parte de los nacionalistas, a los que se sumó luego el movimiento fascista, con la fundación de los Fascios de Combate. En este sentido, suelo ser muy cauto a la hora de hablar de un biennio rosso. Lo cierto es que se produjeron agitaciones cotidianas y ataques a oficiales y generales, pero sin que nunca se desarrollara un verdadero intento de golpe revolucionario como el que Lenin había dado en Rusia, porque incluso mientras el Partido Socialista sostenía una línea revolucionaria o bolchevique, mantenía una práctica política parlamentaria y reformista. Que el país sintiera, por tanto, que la posibilidad de una revolución bolchevique era cercana no quiere decir que efectivamente lo fuera. Cuando se habla de biennio rosso, debe recordarse eso.
En definitiva, la situación italiana en vísperas de la Marcha sobre Roma, y sobre todo en los tres años anteriores, era más confusa que revolucionaria. Es una situación marcada por desórdenes muy violentos pero sin la posibilidad de que en Italia pudiera producirse realmente una revolución bolchevique, por la simple razón de que Italia había ganado la guerra, su Ejército era todavía poderoso para poder reprimir una revolución interna y no disponía de todos aquellos recursos naturales que permitieron a la Rusia bolchevique, después de 1921, iniciar su propia industrialización. Era posible, en cambio, una revolución democrática, porque después de 1919 los dos partidos más importantes en el Parlamento eran el Partido Socialista y el Partido Popular, este último fundado por el sacerdote Luigi Sturzo, de inspiración católica pero con una política democrática. Si esas dos fuerzas políticas se hubieran entendido en términos del posible desarrollo de una revolución democrática, se habría podido producir una profunda transformación capaz de impedir que fuera posible la victoria de los nacionalistas. Sin embargo, la división entre estos dos grandes partidos que podían controlar el Parlamento italiano, sumada a la división dentro del Partido Socialista entre reformistas y revolucionarios –estos últimos luego fueron expulsados y dieron nacimiento al Partido Comunista–, hicieron imposible ese proceso. La izquierda, en ese contexto, peleó más entre sí que contra el fascismo emergente: las disputas entre los socialistas maximalistas, el Partido Comunista y el Partido Socialista Unitario, que manifestaba una línea reformista, fueron constantes. Por otra parte, estaba el Partido Popular, que también tenía problemas para avanzar en la dirección de una unidad por una revolución democrática, ya que, como partido católico, no podía aliarse con un partido revolucionario y ateo, pero tampoco con los liberales dirigidos por Giovanni Giolitti, que rechazaban a un partido que era dirigido por un sacerdote. Todas estas divisiones favorecieron, a partir de 1921, el ascenso del fascismo hasta su conquista del poder.
A partir del análisis histórico, usted ha planteado que el fascismo de 1919 –el de los Fascios de Combate– no era necesariamente la semilla para la formación del fascismo de masas que nace en 1921. ¿Cuál es la diferencia entre ese primer fascismo y el de los escuadristas?
Efectivamente, yo sostengo que lo que llamamos fascismo nace en 1921 y no tiene su semilla ni su embrión en los Fascios de Combate creados por Mussolini en 1919. Al mismo tiempo, sostengo que el fascismo de 1919 no constituía un movimiento nuevo, sino que era, en rigor, una reconstitución de los Fascios de Acción Revolucionaria que Mussolini había creado en 1915 para apoyar la intervención italiana en la Gran Guerra. El fascismo diecinuevista era, de modo muy evidente, un movimiento reformista –y no revolucionario y anticapitalista como muchas veces se lo ha definido–, que no buscaba una conquista insurreccional del poder, pregonaba la colaboración de clases, hacía una fuerte defensa de la burguesía productiva, pretendía el sufragio universal masculino y femenino, esgrimía demandas como la jornada laboral de ocho horas y se manifestaba nacionalista, democrático y anticlerical. Ese fascismo, el de los Fascios de Combate, solo se refería al término «revolución» para hablar de modo genérico de una «revolución italiana», concepto que era utilizado para reivindicar a los ex-combatientes como los verdaderos representantes de la nación. Además de ser un movimiento reformista, el fascismo de 1919 estaba a favor de una mayor autonomía regional frente a la centralización estatal, hecho que también lo diferenciaba muy claramente de lo que luego sería el programa del fascismo como fuerza escuadrista y como partido político. Si quisiéramos ver en una imagen la diferencia clara entre el fascismo diecinuevista y el fascismo nacido en 1921, deberíamos acudir al símbolo de Il Fascio, el órgano oficial de los Fascios de Combate de 1919. La insignia, entonces, no era el fascio littorio –ni en su versión romana ni en su forma republicana francesa–, sino un puño cerrado sujetando un manojo de espigas.
Otro aspecto que debemos mencionar es que, en el fascismo diecinuevista, como luego sucedería también en el Partido Fascista, Mussolini no era el líder reconocido oficialmente como tal, sino solo la figura nacional más importante. Desde 1912, primero como líder socialista, después como líder intervencionista [en la guerra] y luego, sobre todo, como editor de un periódico político nacional, Il Popolo d’Italia, Mussolini estaba en escena y era conocido, mientras que el resto de los líderes eran personalidades que habían desarrollado su actividad política en la izquierda socialista o sindicalista, pero que no tenían fama nacional. A pesar de ello, Mussolini no se erigió, como lo hicieron Lenin y Hitler, como líder oficial y absoluto de su propio movimiento. Mussolini solo fue miembro del Comité Central de la Junta Ejecutiva y, siendo un gran orador, no hizo casi nada por recorrer Italia y multiplicar las inscripciones en el Fascio. Permaneció en Milán y, a diferencia de Hitler, hizo muy poca propaganda política en la península, hasta 1921.
Excepto por unos pocos hombres y por el apoyo de las organizaciones paramilitares de los Arditi (los soldados de asalto de elite del Ejército italiano en la Primera Guerra Mundial), el fascismo de 1919 no tiene nada que ver con lo que sería luego el fascismo escuadrista de 1921. Hay mucha documentación al respecto y, por ello, mi posición es muy clara en este sentido. Y es que en el fascismo de 1919 no se encontraba el germen de lo que llamamos «fascismo histórico», aunque ya en julio de 1920 una organización armada de escuadras fascistas establecida en Trieste atacó e incendió la Narodni Dom, la sede de las organizaciones de la minoría eslava. Sin embargo, este «fascismo fronterizo» no constituyó un movimiento de masas.
Ese fascismo de masas nace en 1921, se organiza de modo militar en el escuadrismo, luego toma la estructura de partido milicia [el Partido Nacional Fascista], se dedica a destruir las organizaciones del proletariado y se propone y logra la conquista del poder con la Marcha sobre Roma. En cambio, el fascismo diecinuevista no buscaba instaurar una dictadura; usaba la violencia, pero no con el objetivo de destruir sistemáticamente las organizaciones proletarias; no planeaba, como el fascismo escuadrista nacido en 1921, una insurrección revolucionaria para conquistar el poder, y tampoco quería convertirse en un partido político (a punto tal que se declaraba apartidario).
Según su perspectiva, Mussolini no creó el fascismo, sino que el fascismo creó a Mussolini. ¿Cómo consiguió hacerse con el liderazgo de ese movimiento y qué tensiones vivió en ese proceso?
Primero debemos puntualizar que Mussolini llegó a ser reconocido como el líder del fascismo, pero nunca oficialmente, en tanto no fue jamás el secretario general de los Fascios de Combate, ni el secretario general del Partido Nacional Fascista que nació en noviembre de 1921. En agosto de 1921, tras el crecimiento del escuadrismo como movimiento de masas, Mussolini pensó que reivindicando la paternidad del fascismo podría imponer su voluntad, llegando incluso a promover un pacto de pacificación con el Partido Socialista y con la Confederación General del Trabajo. Es decir que, después de que el escuadrismo destruyera el control y la hegemonía del Partido Socialista sobre las masas, Mussolini pensó en transformar a esa masa de escuadristas en un partido laborista para las clases medias. Hizo incluso un programa para hacer las paces con los socialistas y para desarmar a los escuadristas armados y, finalmente, lanzó una propuesta a los socialistas reformistas para que se desvincularan del Partido Socialista –que aún seguía inspirado en Lenin– y formaran una coalición con los fascistas y con el Partido Popular. Pero los escuadristas, que eran en su gran mayoría jóvenes de alrededor de 25 años y que se habían unido al fascismo en 1920, querían algo muy diferente.
Para ver la diferencia entre los Fascios de Combate, creados por Mussolini en 1919, y el fascismo como escuadrismo, conviene repasar los números. Los Fascios de Combate eran un movimiento marginal que en su primer año contaba apenas con unos 800 miembros. El número ascendió a unos 10.000 a finales de 1920, pero solo con el surgimiento y la explosión del escuadrismo los inscriptos pasaron a ser casi 200.000. En definitiva, Mussolini vio crecer de forma repentina y vertiginosa un movimiento que llevaba un nombre como el que él había creado, pero qué él no había inventado ni propuesto. En ese marco lanza la idea del pacto de pacificación, pero no toma en cuenta que los escuadristas no apoyan ese pacto, porque aspiraban a seguir conquistando el poder local. Es así que, en agosto de 1921, los escuadristas se rebelan contra Mussolini y lo llaman «traidor». Dicen: «El que ha traicionado al socialismo ahora traiciona al fascismo»[1]. Los escuadristas del Valle del Po marchaban cantando «Quien ha traicionado traicionará», dirigiendo ese dardo contra Mussolini. Al final de esa rebelión, los escuadristas le ofrecieron a Gabriele D’Annunzio el liderazgo del movimiento fascista, que ya se había convertido en un movimiento de masas. Pero D’Annunzio no aceptó hacerse cargo de la situación. Ese es el momento en que Mussolini renunció a su programa de transformar al escuadrismo en un partido parlamentario y aceptó seguir a los escuadristas. Y fueron los propios escuadristas quienes decidieron crear el Partido Nacional Fascista como partido armado. Por eso digo que no era Mussolini quien dirigía el fascismo, sino que Mussolini era quien seguía al fascismo. Y esto sucedió hasta la Marcha sobre Roma. Quien decidió atreverse con una insurrección armada no fue Mussolini, sino el secretario del Partido Fascista Michele Bianchi. Mussolini todavía estaba negociando en secreto con ex-líderes liberales como Giovanni Giolitti, Antonio Salandra y Francesco Saverio Nitti la posibilidad de formar un gobierno en el que el fascismo tuviera cuatro o cinco ministerios, pero que estuviera presidido por uno de esos viejos líderes liberales, cuando el 26 de octubre Bianchi lanzó la idea de un gobierno liderado por Mussolini como forma de chantaje al rey y a la dirigencia liberal. Hay una llamada telefónica del 27 de octubre a las 2:40 de la madrugada en la que Bianchi le advierte a Mussolini que la insurrección ya había comenzado y en la que Mussolini le responde: «Espera un poco».
Otra confirmación de esta situación se produce el 10 de junio de 1924, el día del asesinato del líder socialista reformista Giacomo Matteotti. En esa fecha, en la que el fascismo parecía colapsar, Bianchi le escribe una carta a Mussolini en la que lo acusa de haber obstaculizado siempre el programa revolucionario y le recuerda que fue él, y no Mussolini, quien desató la destrucción de las últimas organizaciones proletarias en agosto de 1922. Allí le dice: «Fui yo quien lanzó la Marcha sobre Roma, mientras tú me acusabas de ser un loco salvaje». En ese mismo documento Bianchi asegura que fue él, un sindicalista revolucionario calabrés, el verdadero creador de la organización político-militar fascista y el que luego se atrevió a chantajear al gobierno y al rey imponiendo el nombre de Mussolini.
¿Esto significa que Mussolini fue forzado o empujado a hacer la Marcha sobre Roma?
Forzado no, pero digamos que se enfrentaba al riesgo de ser desautorizado por Michele Bianchi, Italo Balbo y Roberto Farinacci, los verdaderos lideres revolucionarios del escuadrismo fascista, que eran quienes controlaban efectivamente a la masa armada. Tenga presente que, en octubre de 1922, los escuadristas armados controlaban las principales ciudades, las capitales y todo el Valle del Po, desde Trentino hasta Bolonia, y luego la mayor parte de Italia central. Todas estas provincias estaban ya antes de la Marcha sobre Roma bajo un dominio dictatorial del Partido Fascista. El verdadero éxito de la Marcha sobre Roma como insurrección es que, entre el 27 y el 28 de octubre, les permitió a los escuadristas ocupar grandes ciudades, organismos gubernamentales e incluso cuarteles. A partir de allí, se produce el chantaje de Bianchi al rey y a los liberales para imponer a Mussolini como nuevo jefe de gobierno. Y allí es donde sí se expresa el genio político de Mussolini, que, sabiendo que se trataba de un movimiento arriesgado, ve que no hay ninguna resistencia por parte del gobierno ni de las Fuerzas Armadas, pero tampoco por parte de los trabajadores –millones de ellos aún organizados por los partidos antifascistas–. No hubo, fíjese, ni siquiera una huelga. Con esto quiero decir que los fascistas pudieron llegar a Roma teniendo ya el control de gran parte del norte y del centro de Italia con la fuerza armada del escuadrismo, sin encontrar ninguna resistencia por parte de las organizaciones obreras. Por tanto, en el libro El fascismo y la Marcha sobre Roma [2], sostengo que no hubo compromiso para que Mussolini y el fascismo llegaran al poder, sino que se produjo la victoria completa del chantaje.
Uno de los aspectos centrales de la mitología fascista es la de haber salvado al país del «peligro bolchevique». ¿Cómo se construyó esa mitología, sobre la que usted trabaja en su libro Mussolini contra Lenin, y por qué la considera históricamente falsa?
La idea de que Mussolini evitó una revolución bolchevique en Italia fue, en rigor, una invención de la prensa conservadora inglesa, y muy particularmente del periodista Percival Phillips, quien poco después de la Marcha sobre Roma escribió un libro titulado The «Red» Dragon and the Black Shirts: How Italy Found Her Soul: The True Story of the Fascisti Movement [El dragón «rojo» y los camisas negras. Cómo Italia encontró su alma: la verdadera historia del movimiento fascista][3]. La tesis de Philips, un periodista estadounidense con claras simpatías por el fascismo, falsificaba completamente los hechos históricos, a punto tal que llegaba a afirmar que, incluso durante el proceso de la Marcha sobre Roma, había en Italia un peligro revolucionario de tipo leninista. Esta tesis fue, lógicamente, usufructuada y utilizada por el propio régimen para crear el mito del fascismo como el salvador de la nación. La realidad, por supuesto, era muy distinta, y existen numerosas pruebas documentales que permiten demostrar la falsedad de esas afirmaciones. En primer término, el movimiento fascista no había conseguido monopolizar el consenso de las masas –recordemos que en las elecciones solo obtiene 35 diputados, que luego se convierten en 30–, pero sí el de las clases medias, es decir, de ese amplísimo sector de la población italiana que se había convertido en mayoritario en los años comprendidos entre 1911 y 1921 y que no tenía representación política propia y se identificaba con la nación, con el Estado y con los valores de la burguesía. En segundo lugar, la llamada izquierda revolucionaria estaba completamente dividida y desorganizada. El conflicto y la división en su seno eran de tal magnitud que, hacia 1921, el Partido Comunista estaba mucho más claramente decidido a destruir al Partido Socialista que a luchar contra el fascismo.
Observando la completa división entre socialistas y comunistas, pero también lo que estaba sucediendo en la Rusia Soviética –donde había terminado la guerra civil, la dictadura bolchevique se había asentado y se estaba adoptando una política neocapitalista como la Nueva Política Económica (NEP)–, es el propio Mussolini quien, en el verano de 1920, afirma que el intento de exportar el leninismo a Europa ya había fracasado. Y en julio de 1921, vuelve a declarar que hablar del peligro bolchevique en Italia es «una tontería». A tal punto la consideración de Mussolini es que el peligro bolchevique está muerto que, en ocasión de la Conferencia Internacional de Génova –que es convocada por las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial para discutir los problemas económicos de la posguerra–, no se opone a la asistencia de Lenin. En aquel momento se llega a admitir la posibilidad de que Lenin viaje personalmente a Italia, y Mussolini, como si fuera el amo del país, escribe: «El señor Lenin puede venir, pero no debe hablar de política, de lo contrario nuestros escuadristas se encargarán de él».
Pero permítame agregar algo más. Que el peligro bolchevique no existía en Italia era también claro por el hecho de que, cuando se desarrolla la Marcha sobre Roma, los dirigentes maximalistas del Partido Socialista y los del Partido Comunista toman un tren y se van a Moscú para la Conferencia de la Internacional Comunista. Dicen que en Italia no pasa nada, que lo que está sucediendo es solo una disputa entre burgueses. Fíjese que el 27 de octubre de 1922, luego del gran mitin de los escuadristas fascistas en Nápoles, el periódico comunista L´Ordine Nuovo, dirigido por Antonio Gramsci, afirma que todo se trata de una farsa y sostiene que se está asistiendo a las «vísperas de la desintegración del fascismo». Frente a estos documentos, frente a estos datos, hablar todavía hoy de un peligro rojo revolucionario, de una amenaza comunista en Italia, es una de las mayores tonterías que se pueden decir. La idea del «peligro bolchevique» fue instalada y utilizada por el fascismo para construir su mito de salvación nacional, pero está completamente alejada de lo que fueron los hechos históricos.
En muchos de sus libros, pero en particular en El culto del Littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista[4], usted definió el fascismo como una religión política y lo ubicó dentro del fenómeno más amplio de la «sacralización de la política». ¿Qué es lo que constituye una religión política y qué hizo que el fascismo se constituyera como tal?
Efectivamente, la religión política es un aspecto del totalitarismo fascista y los primeros en referirse al fascismo como una «religión política» fueron los católicos antifascistas y los liberales. Ellos alegaban que el fascismo pretendía imponer su ideología, es decir, la exaltación de la nación, la exaltación del Duce y la exaltación del propio fascismo como un dogma al que todo el mundo debía someterse, constituyéndose como una «religión política de la nación». Ese tipo de práctica de imposición se desplegó incluso antes de que el fascismo desarrollara su dictadura. Ya a fines de 1923, y a través de feroces palizas, los fascistas obligaban a la gente a quitarse el sombrero y a hacer reverencias a su paso. Los católicos antifascistas, como Luigi Sturzo, entendieron que el fascismo no podía ser de ninguna manera compatible con el catolicismo y que la Iglesia no podía apoyar el fascismo porque era un movimiento pagano que sacralizaba la nación y el Estado. El término de «religión política» se extendió luego entre otros antifascistas que observaban la forma en que el régimen imponía sus ritos, sus símbolos y sus mitos a toda la población italiana por medio de la violencia. Es este el sentido en que, en 1924, el periodista Igino Giordani, que adhería al Partido Popular de Luigi Sturzo, definía el fascismo como una «religión política pagana».
Debo aclarar, sin embargo, que la religión política no es exclusiva del fascismo, sino que pertenece a todos los totalitarismos. Fue, por ejemplo, un fenómeno visible en la Rusia bolchevique de 1918 y 1919, pero sobre todo tras la muerte de Lenin en 1924. En este sentido, y atento a su pregunta, me gustaría hacer algunas puntualizaciones. La primera es que la religión política forma parte de un movimiento más extenso que, como usted bien dice, he denominado «sacralización de la política» y que concierne a todos aquellos movimientos que sitúan la política en el centro de la vida humana y la convierten en una entidad suprema a la que incluso la religión debe someterse. En este marco, debemos diferenciar lo que constituye una religión política, que es típica de los regímenes totalitarios, de lo que constituye una religión civil, que caracteriza a los países democráticos. Tenemos, de hecho, el ejemplo de Estados Unidos, donde existe pluralismo religioso, pero cuando todos los creyentes, desde protestantes a católicos, pasando por judíos, musulmanes o sijs, se reúnen y cantan «God Bless America», reconocen a un dios que no es el dios de una religión concreta: es el dios de Estados Unidos. Estados Unidos es el primer ejemplo de una sacralización de la política en la que la política misma se convierte en el centro de una devoción. Esto se difunde y se extiende de manera más decisiva con la Revolución Francesa, con la dictadura jacobina, con Napoleón y luego, durante el siglo XIX, en los diferentes países y continentes, entre los que se incluye América Latina, donde distintos movimientos políticos pretenden definir el sentido último y la finalidad de la vida en esta tierra.
El hecho de que el fascismo pretendiera erigirse como una totalidad espiritual del Estado lo llevó a contradicciones con el campo religioso, tal como usted lo documenta en Contro Cesare[5]. En su libro usted muestra una relación pragmática entre el fascismo y la Iglesia católica, a la vez que puntualiza la complejidad que el fenómeno fascista suponía para muchos cristianos, en tanto se producía un conflicto entre el primado de Cristo y el del César (el Duce). ¿Cómo fue esa relación y qué influencia tuvieron los católicos antifascistas como Luigi Sturzo y Francesco Luigi Ferrari, a la hora de sentar las bases de una oposición cristiana al fascismo?
Al aproximarnos a este tema siempre debemos hacer una distinción entre el Estado Vaticano –es decir, la Iglesia como Estado– de la Iglesia como expresión de una religión determinada. En las relaciones con el gobierno fascista –que no es lo mismo que con el fascismo–, Pío XI aceptó inmediatamente ir por el camino de un Concordato, en tanto había aspectos que el papa compartía. Estos eran el antimarxismo, el antiliberalismo, la crítica a la democracia y, sobre todo, la condena y el rechazo de la soberanía popular y del libre pensamiento. Estos aspectos del fascismo eran compartidos porque eran los mismos objetivos religiosos que tenía la Iglesia en ese momento desde el Concilio Vaticano I. En ese sentido, tenían enemigos comunes. Y ese es el motivo por el que Pío XI intenta y consigue un Concordato con el Estado italiano. Pero el mismo papa, como líder de una religión que predicaba la igualdad –aunque solo fuera en términos espirituales–, el amor entre los pueblos y la condena de la violencia, tenía enfrente un poderoso movimiento político que divinizaba a la nación, que exaltaba a Mussolini como una especie de ídolo y que, sobre todo, contaba con una organización militar armada que se lanzaba no solo contra las organizaciones socialistas, sino también contra las organizaciones católicas y los párrocos que no aceptaban los símbolos fascistas o se rehusaban a recibir a los escuadristas en la iglesia. En ese sentido, se produjo una doble situación. Por un lado, estaba el papa que, como jefe de la Iglesia, buscaba un Concordato para convivir con un Estado laico, pero, por el otro, estaba el mismo hombre que, como líder de una religión, veía ante sí un movimiento que pretendía, cada vez más explícitamente, ser él mismo una religión terrenal que quería para sí no solo la obediencia, sino también la entrega de los ciudadanos. En mi libro Contro Cesare he mostrado con documentos la falsedad de esas teorías –o más bien de esas fábulas– según las cuales el papa Pío XI era un hombre con una personalidad similar a la de Mussolini, por lo cual, supuestamente, era piadoso con él. He publicado documentos que demuestran que, desde 1925, mientras buscaba el camino para un acuerdo entre Estados, el papa manifestaba una marcada angustia por el paganismo fascista y por lo que él llamaba, en algunos de sus documentos, una «religión civil». Pero esto no sucede solo en 1925, sino que continúa en el tiempo. El papa estuvo incluso dispuesto a romper el Concordato antes de su firma, cuando Mussolini, en 1929, pronunció una frase herética, claramente blasfema, al afirmar que «sin la romanidad, sin ser trasplantado a Roma, el cristianismo seguiría siendo una pequeña secta judía en Palestina». Pese a que acabó prevaleciendo la diplomacia y el Concordato se firmó en 1929, en mayo de 1931 el Partido Fascista lanzó una guerra escuadrista contra las organizaciones católicas con la intención de destruir el intento de la Acción Católica de convertirse en una especie de refugio para el Partido Popular –que era católico y antifascista–. En ese contexto, el Papa publicó una encíclica en italiano en la que condenaba el paganismo y la estadolatría fascista. Es decir, utilizó en 1931 las mismas palabras que habían empleado Luigi Sturzo y Francesco Luigi Ferrari entre 1923 y 1925, y por las que se habían visto obligados a abandonar Italia y exiliarse. Eran estos católicos los que escribían desde 1923 contra el peligro que una religión neopagana como la fascista suponía para la fe cristiana. Aun así, a pesar de la posición del papa, el fascismo no dio marcha atrás, y fue el propio papa quien tuvo que retroceder pidiéndole a la Acción Católica que solo se ocupara de asuntos religiosos. Sin embargo, el mismo conflicto volvió a estallar en 1938 y, como demuestro en mi libro, las acusaciones de Pío XI contra el fascismo y su dimensión totalitaria volvieron a ser continuas. Cuando el papa muere, el 10 de febrero de 1939, en vísperas del décimo aniversario del Concordato, tenía ya preparada una encíclica, Humanis generis unitas, para romperlo. En esa encíclica condenaba como herejías el totalitarismo de la nación, de la raza y de la clase (es decir, el fascismo, el nazismo y el comunismo). El papa murió sin que la encíclica fuera publicada, y el nuevo pontífice, Pío XII, enfrentado a la amenaza de una guerra inminente, prefirió guardarla en un cajón. Esa encíclica fue finalmente descubierta y dada a conocer en 1995 por algunos estudiosos[7]. Por tanto, cuando nos enfrentamos a la historia de las relaciones entre el fascismo y la Iglesia, debemos siempre distinguir, por un lado, las relaciones entre un Estado y una institución que asume el carácter de Estado, y, por otro, la relación entre las dos religiones. Entre el Estado fascista y la Iglesia católica hay un Concordato, a la vez que un conflicto continuo, cada vez más grave y cada vez más aterrador para el papa. Los documentos demuestran que esos son, para el papa, diez años de sufrimiento continuo. Es absolutamente ridículo confundir un acuerdo de convivencia entre Estados –sobre todo, en un país en el que en los estatutos el catolicismo era la religión estatal– con una simpatía entre el movimiento fascista y la religión católica. No era posible una real convivencia entre una religión que quería a todo el mundo para sí y un movimiento, como el fascista, que también quería a todos los seres humanos para él en este mundo y que, por lo tanto, no aceptaba la competencia de la Iglesia.
Quisiera ir introduciendo la entrevista, si me permite, en el campo del análisis de la relación entre el fenómeno fascista y otros procesos que tienen lugar en nuestros tiempos. Actualmente se discute mucho sobre el crecimiento del apoyo de los trabajadores a las nuevas extremas derechas. Si volvemos atrás en la historia, ¿cuál era la composición de clase del movimiento fascista? ¿A qué sectores pertenecían aquellos primeros escuadristas armados?
Una pequeña porción del grupo dirigente fascista, tanto en los Fascios de Combate como luego en el escuadrismo, estaba constituida por hijos de la burguesía. Pero la mayor parte –entre la que se encontraban líderes como Italo Balbo, Dino Grandi y Roberto Farinacci– eran hijos de pequeños profesionales locales, abogados o incluso profesores de escuela secundaria. O, como en el caso de Renato Ricci, de un trabajador de las canteras de mármol de Carrara. Por su parte, la base social del movimiento fascista estuvo compuesta, desde el principio, por las nuevas clases medias. Nuevas en el sentido de que muchos de aquellos que militaban eran jóvenes, mayoritariamente del valle del Po, hijos de antiguos agricultores que habían logrado comprar tierras durante el periodo de la gran crisis –que se había extendido entre 1911 y 1921–. Esos hombres, que se habían convertido en propietarios, no querían, lógicamente, someterse a ningún sistema socialista que impusiera una socialización. Debemos tener en cuenta que, entre 1911 y 1921, a partir de la desintegración de la gran propiedad capitalista en el campo, se formó un millón de nuevos propietarios, es decir, personas que habían luchado como campesinos por tener la propiedad de la tierra y que no querían cederla para ninguna idea proletaria o socialista. Si hacemos un ejercicio y le atribuimos a cada una de esas personas un solo hijo varón, tenemos un millón de jóvenes que están en contra del socialismo y que, habiendo sido la mayoría de estos combatientes en la Gran Guerra y habiéndose identificado con la nación, se veían a sí mismos como la nueva clase dirigente. Son ellos quienes dan vida a las nuevas escuadras fascistas, a los líderes fascistas y a los que serán luego los líderes del régimen fascista durante los 20 años de gobierno.
El fascismo tuvo un componente de trabajadores, pero se trataba de trabajadores agrarios que, después de la destrucción de las organizaciones socialistas, habían sido obligados a unirse a los sindicatos fascistas con la promesa de acceder a la tierra –algo que finalmente la mayoría de ellos no obtendría–. Esto nos muestra que la composición de clase del fascismo fue muy diferente de la del nacionalsocialismo, en tanto nunca logró capturar un fuerte apoyo de la clase trabajadora. Mientras que el nazismo tenía un importante apoyo obrero, el fascismo no logró ganarse ese sostén de los trabajadores, exceptuando a los de segunda generación, es decir, a aquellos que no habían conocido la violencia escuadrista. Estos sí eran más favorables al fascismo, tal como lo reconocieron los propios dirigentes comunistas. En 1935, el líder comunista Palmiro Togliatti expresó en una conferencia en Moscú que, en ese punto histórico, ya no era necesario luchar con las armas contra los fascistas, sino entrar en el fascismo, usar los mitos fascistas como el de 1919, y finalmente así conquistar los sindicatos fascistas. Togliatti llamaba a esos obreros «hermanos con camisa negra». Lógicamente, el intento de Togliatti fracasó, porque los fascistas podían ser muy estúpidos en muchos aspectos, pero justamente no para reconocer a sus enemigos. En eso sí que eran muy inteligentes.
Por no remontarnos a muchas otras experiencias que han sido calificadas genéricamente como fascistas, le mencionaré solo algunos casos contemporáneos: un partido como Vox, en España, ha sido calificado como fascista; el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil ha sido calificado como fascista; Donald Trump ha sido calificado como fascista; Mateo Salvini ha sido calificado como fascista. Todo esto por no mencionar los casos en que la expresión se usa aún más indiscriminadamente, llegando a conceptos como «fascismo de izquierda» o «islamofascismo». Usted está manifiestamente en desacuerdo con el uso de ese apelativo. ¿Por qué en ningún caso es válido?
Porque todo lo que no hace crecer nuestro conocimiento de las nuevas realidades que produce la historia es inútil y nocivo. El conocimiento progresa a través de la distinción, no a través de la confusión ni de las analogías. El agua es un líquido, y el aceite y la gasolina también lo son. Si yo digo que todos esos líquidos son agua no avanzo en el conocimiento y puedo correr el riesgo de cocinar fideos con gasolina. Si yo digo que todos los regímenes o movimientos autoritarios son fascistas, corro el riesgo de equivocarme claramente y de no analizar y comprender, de modo concreto, un determinado fenómeno. Ahora bien, ¿por qué puede usarse de este modo extenso, confuso y equivocado el concepto de fascismo? Fundamentalmente porque en su etimología el concepto «fascismo» no significa nada precisamente político. Le daré un ejemplo. Si digo «comunismo», seguramente no apoyo la propiedad privada, sino la comunidad de bienes. Si digo «liberalismo», no apoyo la socialización de los bienes, sino la propiedad privada. Si digo «anarquismo», no apoyo el poder estatal, sino la anulación de cualquier poder. Pero si digo «fascismo» digo solo «fasci», «fascio», que significa literalmente «estar juntos». ¿Entonces todos los movimientos que proponen estar juntos son fascistas? Claramente no. Ahora bien, según el uso extenso de la palabra «fascismo», que es homologada casi a cualquier movimiento o régimen autoritario, podríamos decir, por ejemplo, que Dios es fascista. Fíjese que, si aplicamos ese criterio, el Dios de la Biblia, del Antiguo Testamento, cuando ordena exterminar a las mujeres, niños, hasta la última descendencia, debería ser considerado de ese modo. ¿Y qué diríamos de Caín? Este también podría ser considerado el primer fascista que, para colmo, ha desatado una guerra civil al matar a su hermano Abel.
Hago estas bromas, pero, como usted sabe, todo esto conforma una ironía verdaderamente trágica. Esta difusión del término fascismo ha creado una profunda incapacidad para entender nuevos fenómenos en los que, si bien hay elementos que estaban presentes en el fascismo, no está presente ninguno de los que verdaderamente lo definían, lo hacían particular. Esos elementos son el totalitarismo, el imperialismo, la religión política, la revolución antropológica y la guerra como fin principal de la vida humana. A los regímenes y expresiones políticas que usted planteó en tono jocoso, podríamos agregar los de [Silvio] Berlusconi, [Charles] De Gaulle o [Juan] Perón. ¿Encontramos en ellos algunos elementos similares a los que había en el fascismo? Sí, por supuesto, porque el fascismo siempre fue imitado, sobre todo a través del uso de símbolos, de rituales, de mitos. Pero ¿están los componentes fundamentales del fascismo, aquellos que permitían definirlo como tal? No, no están. ¿Cómo se puede calificar de fascista un movimiento como Vox, que quiere afirmar la primacía de la catolicidad sobre el Estado, sobre la nación, sobre la educación, cuando la primacía del fascismo era la de la política, la del Estado? Hemos llegado a tal punto de confusión, que hay quien no es capaz de distinguir un movimiento nacionalista de inspiración católica que sostiene posiciones de la extrema derecha católica en temas asociados a cuestiones como la familia –donde se opone decididamente al aborto y al feminismo– del propio fascismo. Lo mismo sucede con Salvini y La Liga. ¿Cómo puede ser fascista un movimiento como La Liga, que ha pregonado históricamente la secesión de una región de Italia, cuando uno de los puntos fundamentales del fascismo es el de la unidad de la nación, que fue siempre considerada de carácter sagrado?
Las cosas, como usted comentaba en su pregunta, van incluso más allá. El uso del término fascismo se ha vuelto tan simplista que se lo puede aplicar desde a Trump hasta a Putin. Cualquier régimen autoritario con culto a un líder es llamado fascismo. Corea del Norte entonces sería fascista, la misma China comunista sería fascista. Evidentemente, esto no ayuda a entender los fenómenos contemporáneos que enfrentamos. Este uso priva a la categoría «fascismo» de los componentes que realmente le son propios y que solo se encuentran si los analizamos en la historia.
En resumen, lo que intento transmitir es que muchas veces se sostiene que tal o cual movimiento es fascista porque entre sus ideas figuran posiciones racistas, o apelaciones a la pureza de la nación, o porque desprecia la democracia representativa. Pero todas esas ideas preceden al fascismo. Que haya racismo o que haya autoritarismo no quiere decir que haya fascismo. Esas no son cualidades específicas del fascismo, sino que aparecieron incluso en otras latitudes y todavía perduran. El fascismo no existía durante el tiempo del primer racismo en Francia, o en el siglo XIX cuando había racismo en Inglaterra y en Estados Unidos, país en el cual todavía desgraciadamente sobrevive en muchos estados. Mucho antes del fascismo hubo sociedades, y no solo de Occidente, que afirmaron una identidad nacional que excluyó, por ejemplo, a grupos étnicos de diverso tipo. Con esto quiero decirle, aunque usted lo sabe, que no es posible atribuir a cualquier movimiento, construyendo analogías generales, el carácter de fascista.
Le aseguro que yo me esfuerzo mucho por entender estas analogías, pero las analogías no sirven para comprender la historia, sino para hacerla más confusa. Eso es lo que yo denomino «ahistoriología», es decir, una historia hecha como la astrología, que, en lugar de estudiar científicamente los hechos, se limita a interpretarlos según los propios deseos, esperanzas y temores.
Es completamente cierto que todos esos movimientos o regímenes son nítidamente distintos del fascismo o tienen características que no pueden ser circunscriptas a él. Pero ¿qué sucede con la primera ministra italiana Giorgia Meloni, de Fratelli d’Italia, que proviene de una fuerza política que sí se ha reivindicado como neofascista, como el Movimiento Social Italiano? De hecho, en su propio símbolo, Hermanos de Italia lleva la vieja insignia del Movimiento Social Italiano, la llama encendida…
Efectivamente, entre 1946 y 1994, hubo en Italia un partido neofascista con representación parlamentaria y que llegó a ser el cuarto partido a escala nacional. Hablamos, como usted bien dice, del Movimiento Social Italiano (MSI), una organización política que fue fundada por funcionarios, jerarcas y adherentes al régimen fascista que, aunque nunca llegó a 10% de los votos, rozó esa cifra en las elecciones de 1972. Ese partido participó en la elección de al menos un par de presidentes de la República, y compitió democrática y pacíficamente en las elecciones generales y locales. Como usted sabe, el MSI se disolvió en 1994, transformándose, con el liderazgo de Gianfranco Fini, en el partido Alianza Nacional. Ese partido repudió el fascismo –aunque Fini en los años 2000 seguía diciendo que Mussolini había sido el mayor estadista de toda la historia de Italia– y formó parte de todos los gobiernos de Berlusconi. En tal sentido, desde 1994, Alianza Nacional se despegó de su matriz original de neofascismo y se encaminó a un proceso de transformación hacia una derecha nacional conservadora, posición que ahora es recogida por el partido de Giorgia Meloni.
El partido de Meloni bebe de esa experiencia y, en tal sentido, no tengo inconveniente alguno en considerarlos como posfascistas que han aceptado las reglas del Estado democrático y de la República y que han jurado sobre la Constitución, y que se inscriben en esa derecha nacional conservadora. Por supuesto, la herencia del MSI es visible en el modo de concebir la política y en la relación con los adversarios. Pondré un ejemplo. Por estos días, se habla en Italia de la reforma constitucional. Meloni quiere el presidencialismo y se dirige a la oposición diciéndole: «Si no están de acuerdo con lo que yo digo, avanzaré igual». Evidentemente, no es una actitud democrática dialogar con la oposición bajo esta premisa. Recuerda a aquello que hiciera Mussolini en 1923, cuando siendo líder de un gobierno de coalición, se dirigió a sus opositores parlamentarios –los socialistas y los liberales antifascistas– diciéndoles: «¿Pero ustedes que quieren? Pongámonos de acuerdo». Y ellos respondían: «No queremos escuadristas armados, no queremos violencia». Y Mussolini terminaba diciendo: «Si ustedes no quieren lo que yo impongo, yo seguiré mi propio camino». En esto, digamos, hay un tipo de actitud similar. A esto se suma la perspectiva mitológica que expresan algunos de los que forman parte del gobierno de Meloni, según la cual el fascista fue el mejor gobierno que Italia jamás haya tenido, «excluyendo» las leyes racistas. Esto no implica, sin embargo, que siete millones de italianos que han votado a ese partido y a ese gobierno sean fascistas. De hecho, tampoco se trata en sí de un gobierno fascista –ya hemos dicho que no hay escuadristas armados, no se propicia una revolución antropológica de la sociedad, no instala una religión política, no construye un régimen totalitario–. Es un gobierno que tiene a un partido como Fratelli d’Italia, que convive con otros muy distintos. Fíjese, sin ir más lejos, que en este gobierno convive el partido de Meloni, que reivindica el «orgullo nacional», pero aliado a un partido como La Liga, que ha negado históricamente la propia existencia de la nación italiana y buscaba la secesión de una parte del país –aunque hoy la llamen «autonomía diferenciada»–. Y participa también una fuerza como la de Berlusconi, que exalta el liberalismo y el hedonismo.
Profesor, creo que ya la respuesta surge de sus propias respuestas previas, pero de todos modos le haré la pregunta. Como usted sabe muy bien, en 1995 el ensayista Umberto Eco utilizó la categoría «fascismo eterno» en una conferencia pronunciada en la Universidad de Columbia, que sería publicada algunos años más tarde. Eco no solo apuntaba 14 rasgos que él definía como «fascistas», sino que además asumía que el fascismo era casi una identidad política móvil, que ya no usaba solo uniformes militares sino también «trajes civiles» y que volvía en «nuevos ropajes más inocentes». Su conclusión lógica era que el deber de los demócratas era «desenmascararlo». ¿Cuáles son los inconvenientes que, según su parecer, tienen esta definición y esta idea? ¿Qué problemas puede traer aparejados la idea de una «eternidad» en la política?
Permítame responderle comenzando por el final de su pregunta. Debo decirle que, en comparación con Eco, yo soy un poco avaro, porque he definido al fascismo no en 14 sino en 10 puntos, pero podría reducirlos incluso a tres. El problema con los 14 puntos de Eco es que pueden ser aplicados también a la Iglesia católica o a la Falange española. Y si se pueden aplicar de ese modo, entonces no definen algo particular del fascismo. A eso agregaría otra cuestión de igual importancia. Si los fascistas aparecen, como dice Eco, disfrazados de demócratas, ¿cómo distinguimos a los demócratas antifascistas de los demócratas fascistas? Es decir, ¿quién tiene derecho a definirse como un demócrata antifascista si, por ejemplo, como hizo Gramsci, llamamos semifascistas a socialistas como Filippo Turati, a liberales como Giovanni Amendola, a católicos democráticos como Luigi Sturzo? ¿Y cómo hacemos para decir que el verdadero antifascista fue Gramsci, que fue encarcelado en 1926, mientras que Matteotti fue asesinado en 1924, Amendola fue atacado en 1923 y 1925, y Sturzo se vio obligado a exiliarse en 1924, y Turati en 1926? Lo mismo ocurre con el concepto según el cual el fascismo puede repetirse en otras formas y depende de los demócratas desenmascararlo. Una posición de ese tipo les otorga una suerte de poder totalitario a los llamados demócratas para decidir cómo, cuándo y quién es un fascista disfrazado. Con ese criterio, todo el mundo podría decir «tú eres el fascista, yo soy el verdadero antifascista».
Yo siempre tuve una gran admiración por Umberto Eco, un semiólogo con un enorme conocimiento de la retórica y también de la historia. Pero no podía ni puedo estar de acuerdo con él cuando afirma su tesis del «fascismo eterno». ¿Cómo se puede sostener la idea de algo eterno en la historia, cuando ni siquiera las divinidades se revelan eternas? ¿Dónde están hoy Júpiter y Apolo? ¿Dónde están los dioses de Persia? ¿Estamos seguros de que el cristianismo y el islam serán eternos? Hasta ahora, de hecho, han vivido menos que la religión egipcia. En la historia nada es eterno. Es un absurdo hablar de eternidad en la historia. Y, por otro lado, ¿solo el fascismo sería eterno? No veo que nadie hable de un «liberalismo eterno» o de un «bolchevismo eterno», de un «jacobinismo eterno» o, para referirme a su país, de un «peronismo eterno». Pareciera que solo el fascismo estuviera dotado de eternidad. Pero si el fascismo es eterno, entonces todo antifascista está derrotado de antemano. Nunca ganará porque, al parecer, su adversario es poseedor de un don único que no tiene ninguna otra ideología y ningún otro régimen: la eternidad. Ese supuesto carácter de la «eternidad» se basa, tal como le decía, en la práctica de las analogías. Se basa en atribuirles a movimientos o regímenes no fascistas la categoría de fascistas.
Al mismo tiempo que se ha producido toda esta banalización con la tesis del fascismo eterno, también se ha producido el fenómeno que usted ha denominado como «desfascistización del fascismo». ¿Podría explicar en qué consiste ese proceso?
Por supuesto. Mi concepto de «desfascistización del fascismo» se refiere, sobre todo, a lo que sucedió en Italia inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando distintos grupos ideológicos se enfrentaron al problema de pensar el fascismo tras el propio fin del régimen. Lo que había sido, a todas luces, un régimen de 20 años que había tenido características opresivas y excitantes para toda la sociedad italiana, se transformó, en algunas conceptualizaciones de los propios hombres de la izquierda que lo habían derrotado, en un fenómeno que básicamente consistía en una banda de criminales que se habían quedado con el poder frente a unas masas siempre hostiles al régimen y sometidas a la miseria. Entre los mismos antifascistas que habían derrotado al fascismo se evidenció un fenómeno de falta de rigor a la hora de definir ese régimen. Lo mismo sucedió, claro, desde el lado neofascista, que definía el fascismo como un régimen que había hecho mucho bien al país pero que, desgraciadamente, se había convertido en una dictadura porque el comunismo amenazaba a Italia. Esa derecha neofascista intentaba decir que el fascismo no era totalitario, que recién se había vuelto racista en 1938, que se había convertido en un régimen de partido único solo porque Matteotti había sido asesinado y porque la izquierda y los antifascistas querían derrocarlo. En definitiva, desde la izquierda y desde la derecha se produjo una banalización del régimen que impedía ver su especificidad. Se «desfascistizaba» el fascismo. En la izquierda se llegaba incluso a afirmar que el fascismo no tenía ideología, no tenía una visión de la economía, y hasta que ni siquiera había existido un régimen fascista: solo había mussolinismo.
En torno de este tema conviene mencionar la influencia que tuvo un libro que seguramente usted conoce y ha leído. Me refiero a Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt, en el que la autora, sin saber nada del fascismo, afirmaba que el fascismo no era totalitario. En su libro, en el que el único régimen que aparece como totalitario es el estalinismo –ni siquiera considera totalitarios a Lenin y a Mao–, tampoco consideraba totalitario el nazismo: solo le atribuye esa cualidad desde el inicio de la guerra. La tesis de Arendt fue utilizada durante la Guerra Fría como un manifiesto propagandístico para ubicar en el mismo lugar la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, pero sobre todo, para justificar que Estados Unidos y distintos países de la Alianza Atlántica estuvieran aliados a regímenes como el de la España de[Francisco] Franco y el Portugal de [António] Salazar, que tenían aspectos comunes con el fascismo. El concepto de Arendt según el cual el fascismo no era totalitario sino autoritario les servía a los países aliados a regímenes que tenían algunos aspectos del fascismo para afirmar que, si era autoritario, era «menos malo» –e incluso en ocasiones podría ser bueno– que el totalitarismo, es decir, que la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin. Este tipo de posiciones contribuyeron a la desfascistización del fascismo. A ese proceso de desfascistización del fascismo también contribuyó el hecho de que muchos fascistas reales de los tiempos de Mussolini se hicieran luego democristianos, comunistas o socialistas, por lo que los partidos debían decir que el fascismo no había tenido ninguna influencia y solo se dedicaban a ridiculizarlo.
Mire, cuando yo era niño no vi ni una sola película en la que no se ridiculizara el fascismo. Nunca tuve la sensación, de niño y de joven, de que el fascismo había sido algo trágico, que había allanado el camino para el nazismo y el totalitarismo en Europa. En lugar de hacernos entender cuál había sido la tragedia del fascismo, lo tomaban todo en broma, como algo gracioso. De las atrocidades del fascismo, solo se recordaba el crimen de Matteotti y la muerte de Gramsci. Si usted mira los primeros documentales sobre el fascismo, se dará cuenta rápidamente de que todo era una caricaturización, una serie de burlas y de chistes. Esto influyó mucho. Y el beneficio, por supuesto, se lo llevaron los neofascistas reales, que se presentaban como defensores de las «buenas políticas» del fascismo, de las grandes obras arquitectónicas, de las grandes fábricas, del bienestar de los trabajadores. Utilizaban toda esa palabrería amparados en ese proceso de desfascistización del fascismo. Decían, por ejemplo, que el fascismo había hecho buenas obras, para justificarlo. Usted sabe bien aquello que decía Cervantes: que no hay ningún libro malo que no contenga algo bueno.
Permítame que insista con las cuestiones relativas al uso de la palabra «fascismo» como arma arrojadiza para calificar a los adversarios políticos e ideológicos. Usted recordaba que en 1924 Gramsci llamó «semifascistas» a Amendola, Sturzo y Turati. Podríamos mencionar también que Palmiro Togliatti aplicó conceptos similares a Carlo Rosselli, el socialista liberal que murió luego a manos del fascismo. ¿Qué incidencia tuvo en el uso extenso y equívoco del término fascismo que vemos actualmente el hecho de que los comunistas siguieran la tesis del «socialfascismo» y aplicaran el concepto indiscriminadamente contra sus adversarios políticos, incluso contra aquellos que eran claramente antifascistas?
Tuvo un gran impacto, porque como usted dice, en el antifascismo italiano hasta 1935 e incluso en algunos casos hasta 1937, para los comunistas todos los izquierdistas no comunistas eran fascistas o semifascistas. Quien no se convertía a la interpretación comunista del fascismo era un fascista. Esta interpretación se suspendió durante la guerra y durante el periodo de la Resistencia, pero volvió a ganar lugar tras la Liberación. Después de 1947, los comunistas comenzaron a llamar fascista a Alcide de Gasperi, que era democristiano y antifascista, y ese proceso comenzó otra vez. Fíjese que Lelio Basso, militante marxista antifascista, en 1951 publicó un libro titulado Dos totalitarismos: fascismo y democracia cristiana. Una homologación realmente sin ningún sentido. Y debemos tener en cuenta que esto lo decía Lelio Basso que era quien, en un artículo publicado el 2 de enero de 1925 en La Rivoluzione Liberale, dirigida por el joven antifascista Piero Gobetti –víctima de los escuadristas, obligado al exilio y muerto en París en 1926, a los 25 años— había inventado el término «totalitarismo» para definir el régimen fascista.
El uso indiscriminado del término «fascismo« en Italia se relaciona directamente con esa acusación de fascistas contra todos los antifascistas no comunistas. En términos globales, la incidencia en ese uso indiscriminado la tuvo claramente la victoria de la Unión Soviética de Stalin en la Segunda Guerra Mundial, en tanto los comunistas extendieron la idea de que, como ellos habían vencido, eran los verdaderos opositores al fascismo. En consecuencia, podían marcar como fascista a cualquiera que se les opusiera. Y de ese uso extenso y confuso de la categoría derivó su pasaje a todos los ámbitos, a punto tal que los anticomunistas empezaron a llamar fascistas a los comunistas. Se transformó en una categoría para utilizar como arma contra cualquier opositor ideológico. Por eso vuelvo a mi razonamiento inicial: si el término «fascista» en sí mismo no contiene ninguna idea política clara, fascista puede ser cualquiera. ¡Incluso usted puede ser fascista porque me está haciendo preguntas para meterme en dificultades! Cuando reprobaba alumnos y debían repetir el examen, ¿qué decían?: «¡Este es un fascista!».
El hecho de que usted no utilice, por todas las razones que ha expresado, el concepto de «fascismo» para referirse a fenómenos políticos muy diversos, no implica que no observe los graves problemas de las democracias contemporáneas y sus derivas «iliberales». En tal sentido, usted ha acuñado el concepto de «democracia recitativa». Al mismo tiempo, ha advertido que el mayor peligro en la actualidad es la presencia de líderes elegidos democráticamente pero que carecen de ideales democráticos. ¿Qué significa el concepto de democracia recitativa y cuáles son, según su perspectiva, los dilemas que atraviesa la democracia hoy?
Si nosotros utilizamos el término «fascismo» para referirnos a lo que históricamente ha sido –es decir, que se ha expresado como organización, como cultura y como régimen en una cultura irracionalista y mítica fundada en la exaltación del Estado y de la nación, en una militarización de la política, en el totalitarismo y el imperialismo, en el racismo, en la revolución antropológica de la sociedad y en la guerra como fin último de la vida humana–, entonces debemos concluir que esto no está presente en los países democráticos. Sin embargo, en todos los países democráticos, incluso en los más antiguos, se están verificando una serie de procesos muy preocupantes. Uno es el creciente descontento de la ciudadanía, expresado en términos de desconfianza y, sobre todo, en una fuerte abstención electoral. Otro es la permanente y galopante intrusión de la corrupción. Y el que considero más importante es la renuncia al ideal democrático. El ideal democrático no es lo mismo que el método democrático, que consiste en el proceso de elecciones libres y pacíficas por el cual los ciudadanos eligen a sus gobernantes. Con el método democrático, lo sabemos muy bien, es posible elegir gobiernos racistas, antisemitas, machistas o antifeministas. Por eso el ideal democrático, por el cual durante 200 años muchos ciudadanos han sacrificado su vida en manifestaciones, en agitaciones, en revoluciones y en guerras, no consiste solamente en que los ciudadanos puedan elegir pacífica y periódicamente a sus gobernantes, sino en trabajar constantemente para eliminar todos los obstáculos y discriminaciones entre los gobernados.
Si la desigualdad de riqueza, y la pobreza y la precariedad son cada vez mayores, entonces tenemos un problema democrático –y en buena medida, parte del voto de los trabajadores a la extrema derecha se vincula a estas cuestiones–. Las estadísticas mundiales nos dicen que el 10% más rico del mundo posee hoy alrededor de 76% de la riqueza global. En Italia, durante la pandemia, el 5% más rico aumentó su riqueza, mientras que todas las demás clases perdieron poder adquisitivo salarial. Esa profunda desigualdad en la riqueza hace a un problema democrático muy serio: ¿quién, sino los ricos, puede acceder a propagandas electorales televisivas?
Al problema de la desigualdad, que impacta seriamente en la democracia, se agrega otro, y es el que usted menciona: el de la recitación. Una de las razones por las cuales se produce una fuerte abstención electoral se vincula a la consideración ciudadana de que la democracia se ha transformado en un espectáculo que tiene lugar solo en el periodo electoral. Los ciudadanos sienten que son convocados a votar y que, luego, los dirigentes políticos toman decisiones arbitrarias, de espaldas a la ciudadanía. En definitiva, toman las decisiones que quieren. En el sistema político italiano, los candidatos ni siquiera son elegidos por la ciudadanía, sino por sus compañeros de partido, y la ciudadanía es obligada a aceptar lo que los partidos han decidido. Todo esto hace a la calidad democrática. Es en este sentido en el que hablo de «democracia recitativa».
Ahora bien, es importante destacar que el método democrático prevalece, a diferencia de lo que sucedía hasta 1945, cuando movimientos fascistas y nacionalsocialistas negaban el principio mismo de soberanía popular. O a diferencia de los regímenes comunistas, que predicaban el principio de la soberanía del proletariado, pero que, finalmente, sostenían dictaduras de tipo totalitaria. Hoy todos los partidos, y también los llamados «populistas», reconocen ese principio y, de hecho, se refieren directamente a él. Evidentemente, este tipo de apelación al diálogo directo entre las masas y el pueblo puede constituir un desafío a la democracia liberal, como lo vemos en casos de Europa oriental, en la Rusia de Putin, en la Turquía de [Recep Tayyip] Erdoğan. Pero eso no los vuelve fascistas. No se puede ser fascista y apelar a la soberanía popular. Sería como ser bolchevique defendiendo la propiedad privada. Por lo tanto, los principales riesgos de la democracia emergen de la democracia misma. Repito: no debemos olvidar que la democracia como método basa su acción en el propósito y el objetivo de alcanzar algo más, el ideal democrático. Sin ese ideal, tenemos una democracia recitativa en la que, efectivamente, pueden producirse mayorías racistas, nacionalistas, iliberales. Si se abandona la realización del ideal democrático y la democracia es solo una recitación, el desarrollo del individuo se obstaculiza sin que exista ningún tipo de régimen fascista. Por lo tanto, para evitar la elección de gobiernos racistas, machistas, iliberales, de lo que se trata es de que la democracia no se limite al método democrático, sino que persiga el ideal democrático.
Permítame hacerle una última pregunta asociada a su propia trayectoria como historiador. Usted tuvo entre sus maestros a Renzo de Felice, un historiador de enorme relevancia, que desarrolló una de las más importantes biografías de Mussolini que se hayan escrito hasta la fecha. ¿Cómo conoció a De Felice y qué aprendió de él en términos del quehacer historiográfico?
Déjeme comentarle que, de niño, yo tenía dos grandes pasiones. Una era la pintura y la otra era la historia. Luego, por una serie de circunstancias, no me fue permitido seguir la vocación que más apreciaba que era la pintura, así que me dediqué a mi otro campo de interés. Mis primeros intentos fueron en historia medieval, y cuando tenía 18 años y estaba terminando el bachillerato, hice un ensayo sobre la poesía de Dante. Sin embargo, el trabajo fue rechazado por el que entonces era mi profesor. Sinceramente, yo había puesto mucho empeño en ese texto, había dedicado mucho trabajo, y pensé que podía pedir otra opinión sobre aquel ensayo. Entonces se me ocurrió escribirle a Giuseppe Prezzolini, un escritor y periodista que escribía en Il Tempo, el periódico que leía mi padre. Prezzolini era un hombre muy famoso que, entre otras cosas, había sido el fundador de una revista La Voce en la que habían colaborado Giovanni Amendola, Benedetto Croce, Mussolini. Cuando le escribí yo desconocía por completo que él tenía 84 años y, en mi carta, lo traté de «tú», como si se tratara de un amigo. Él me respondió muy amablemente que, por la cultura que expresaba mi artículo, no creía que yo tuviese 18 años. Y así comenzó una relación. Luego, ya realizando mis estudios universitarios en Historia, conocí a un historiador antifascista que había sido amigo de Piero Gobetti y que tuvo una gran influencia para mí. Me refiero al gran historiador Nino Valeri, que fue el primero en estudiar el fascismo de manera científica. Yo quedé fascinado porque Valeri hablaba del periodo giolittiano y de los contestatarios de ese tiempo, entre los que se encontraba un joven intelectual que era el mismísimo Prezzolini. Lo cierto es que Valeri se convirtió en el director de mi tesis, pero se retiró de la academia antes de que yo la terminara. Mi director pasó a ser, entonces, Ruggero Moscati, pero necesitaba, sin embargo, un codirector. Y fue Prezzolini quien me dijo: «Fíjate que en Roma hay un historiador que yo admiro mucho. Se llama Renzo de Felice. Yo te daré una carta de presentación». Y así llegué a De Felice y se convirtió en mi codirector de tesis. Aun así, y a diferencia de lo que muchos creen, e incluso de lo que se afirma en la Enciclopedia Italiana, yo nunca estudié con él ni fui su discípulo directo.
De Felice era, ya entonces, un hombre muy importante en términos históricos. En 1965, cuando me estaba graduando del bachillerato, yo había leído el primer volumen de su extensa biografía de Mussolini, que había sido publicada ese mismo año. Ese libro me causó una profunda impresión. Aunque me fastidió un poco que el libro de De Felice estuviera escrito con un estilo muy difícil –yo siempre he preferido las frases breves, a lo Tácito–, quedé muy impactado por el aparato de citas bibliográficas que manejaba. De hecho, las notas casi duplicaban el tamaño del libro. Todas esas citas de archivo me fascinaron. Fue así como descubrí que no solo existía la historia que yo había leído en los libros de Benedetto Croce, que eran sintéticos y casi sin notas, sino que también estaba esto: la posibilidad de encontrar libros como el de De Felice, donde el archivo y las notas bibliográficas eran fundamentales.
Lo cierto es que, luego de graduarme, con De Felice como codirector de mi tesis, pasé un buen tiempo sin verlo, en tanto yo no comencé rápidamente la carrera académica, sino que me dediqué, algunos años, a enseñar italiano y latín, y luego historia del arte y por último historia y filosofía, en escuelas secundarias. Sin embargo, en 1971, conseguí una beca que no solo me dio una excedencia en la escuela secundaria en la que daba clase, sino que me permitió investigar en Roma. Esa beca hacía necesario tener a un profesor como garante de la investigación, y decidí pedirle ese rol a quien había sido mi codirector de tesis de grado. Acudí a De Felice y me contestó que sí, que él sería el garante de mi investigación. Fue entonces cuando comencé a colaborar en sus clases y seminarios. Esos fueron, para mí, dos años de un enorme aprendizaje. En primer lugar, aprendí la importancia de basar cada hecho histórico en la mejor documentación posible. Y, observando e interactuando con De Felice, entendí el verdadero significado de la independencia intelectual. Recuerdo que en una oportunidad le llevé unos capítulos de mi tesis para que los leyera y él, como buen profesor, me hizo una serie de observaciones. Yo le contesté, muy ingenuamente: «Muy bien, profesor, ahora mismo lo voy a modificar, voy a cambiar esto y aquello». Pero De Felice, a quien yo muchas veces veía en su casa, no me dejó ni siquiera terminar de hablar, me interrumpió y me dijo: «Escuche, Gentile, si usted cambia una palabra porque yo le he hecho una serie de observaciones, no venga más a verme». Fue entonces cuando aprendí lo que es ser un profesor universitario de gran valía pero que, como el propio De Felice decía, no quiere crear su copia en papel carbón.
Yo, que nunca fui su alumno, tampoco soy, como algunos dicen, su mejor heredero. Se dice que lo he seguido, pero en realidad, si esto es así, también lo he traicionado. De Felice argumentaba que el fascismo no había sido totalitario, pero yo llegué a la conclusión contraria a partir de mi trabajo con documentación histórica. Luego, De Felice también se convenció de ello. Fíjese que yo escribí en la década de 1980 muchos artículos sobre este tema, discutiendo la propia tesis de De Felice según la cual el fascismo no había sido totalitario. ¿Y sabe dónde se publicaron algunos de esos artículos? En la revista que dirigía el propio De Felice. Fue él mismo quien los publicó. Eso es lo que él me enseñó. Lo que realmente aprendí de De Felice es que hay que ser muy riguroso en la investigación documental y que no hay que escribir una frase que no corresponda a los documentos, a los hechos tal como resultan de los documentos, evaluándolos, por supuesto, críticamente. Y el otro gran aprendizaje que tuve fue que jamás debes oponerte a alguien que defiende una tesis distinta de la tuya si antes no compruebas si esa persona tiene razón y tú estás equivocado. Yo también he intentado enseñar esto a mis alumnos, muchos de los cuales se convirtieron luego en mis colegas. Son lecciones que hay que aprender. Aunque sea muy cansador e implique un trabajo continuo. El año pasado, en octubre, publiqué una historia del fascismo de 1.300 páginas, pero en el año 2002 publiqué una historia del fascismo de 29 páginas.[7] ¿Cuál es la verdadera? Ambas. Solo que en la primera no documenté todo lo que afirmaba. En la segunda, en cambio, no hay nada de lo que afirmo que no esté documentado. Y esto me parece importante.
Notas:
1. Se refiere a la militancia previa de Mussolini en el Partido Socialista.
2. Edhasa, Buenos Aires, 2014.
3. Carmelite House, Londres, 1922.
4. Siglo XXI, Buenos Aires, 2007.
5. Contro Cesare. Cristianesimo e totalitarismo nell’epoca dei fascismi, Feltrinelli, Milán, 2010.
6. Georges Passelecq y Bernard Suchecky: L’Encyclique cachée de Pie XI: Une occasion manqué de l’Église face a l’antisemitisme, La Découverte, París, 1995.
7. En Fascismo: Storia e interpretazione, Laterza, Roma-Bari, 2002.
Fuente: https://nuso.org/articulo/entrevista-emilio-gentile-fascismo/
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AMLO y su amiga Oligarquía
Lo dijimos algunos durante años. Lo dijo apenas el periódico oficial:
No es una crítica, tampoco es el mero reporte de unos hechos, es un mensaje político: el presidente, a través del periódico dirigido por su amiga Carmen Lira, hace un recordatorio a sus aliados oligarcas: les ha ido mejor este sexenio, con su gobierno “de izquierda”, y deben conservar su alianza, “por el bien de todos”, de todos ellos -el obradorismo y la oligarquía real.
Y son, en verdad, los hechos: los más ricos de México son hoy más ricos. Es una de las verdades empíricas de la economía obradorista.
Por qué? Por qué son más ricos esos empresarios oligárquicos? Porque el presidente López Obrador es un farsante:
Usa negativamente en su retórica la expresión “la oligarquía” para hacer creer que en su “lucha épica” por “el pueblo” su enemigo son los empresarios más ricos por ser corruptos y conservadores “prianistas”, pero en realidad (además de que el obradorismo es corrupto, conservador-reaccionario y está lleno de “prianistas”) no hace nada contra esos empresarios como oligarquía incrustada en la democracia.
No sólo no los combate, se alió con ellos. El único miembro de esos grupos que se embarcó en una lucha contra AMLO es Claudio X. González. Esto lo digo sin elogio del señor X, a quien no admiro aunque sea crítico de AMLO; sólo hago un señalamiento de hecho: el hecho es que ningún empresario de la clase de González se fue a una guerra contra el presidente. Todos los demás fueron y son sus aliados, por comisión u omisión, es decir, por haber hecho negocios con el gobierno federal, por haber hecho negocios y propaganda de algún tipo para ese gobierno (Televisa, Grupo Multimedios, Grupo Andrade, Slim por sí mismo, TVAzteca en su momento contra el INE) o por haber guardado silencio mientras recibían otros beneficios.
Cuáles otros beneficios? Además de los contratos, los mayores beneficios fiscales: no haber sido sujetos a un nuevo régimen fiscal, no haber tenido que pagar tasas mayores de ningún impuesto relativo a su riqueza, ni haber sido destinatarios de impuestos progresivos, progresistas e innovadores como el impuesto a la riqueza extrema. Tan conservador en lo fiscal fue AMLO -y por eso mismo tan neoliberal en el ámbito- que en la segunda mitad de su gobierno los propagandistas tuvieron que tragar el gran sapo y empezar a descalificar la Reforma Fiscal que algunos siempre defendimos y por cuya ausencia siempre criticamos a López Obrador: empezaron a decir (mentir) que esa reforma no es necesaria, que no es fundamental a ninguna izquierda, que es una “moda progre” (el dicho del palero David Bak Geler, el otro defensor lingüístico del señor presidente), todo mientras afirmaban descaradamente que los “megaproyectos” de AMLO sí eran necesarios, exageraban sobre el salario mínimo (ahora resulta que lo que puede hacer hasta Bukele es lo más izquierdista y radical del mundo) y se contradecían diciendo que Ricardo Monreal no es de izquierda por no haber propuesto como precandidato… la Reforma Fiscal que ni realizó ni intentó ni propuso AMLO (caso de Hernán Gómez y Viri Ríos; vea el post anterior). O Monreal el pragmático priista obradorista es de izquierda igual a los propagandistas, por no proponer lo que Bak Geler no quiere que se proponga para poder defender a AMLO, o AMLO no es de izquierda como no lo es Monreal.
El resultado fáctico es uno y el mismo: los verdaderos oligarcas de este malhadado lugar no han estado ni están en su pequeña gran mayoría contra AMLO, ni el gobierno de AMLO ha estado ni estará contra esos empresarios que son la mayor cantidad de esos pocos ricos extremos hiperinfluyentes. Por eso se han transformado: son aún más ricos, más desiguales, más impunes, más abusivos. No podían no serlo si sólo se les combate en el discurso: porque en los hechos no los atacan, los contratan, y como aliados que son -y para que lo fueran- se les pone muy lejos del peligro de una justa y urgente Reforma Fiscal. Eso no es comunismo, ni otra izquierda, es otro priismo, es parte del “nuevo” marco de la relación Estado-oligarcas, es el auténtico obradorismo.
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