#ensayo sobre el siglo xx
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«Pero este alarde de ortodoxia aristotélica es un recurso retórico y no una verdadera declaración de fidelidad. De hecho, Las Casas y Sepúlveda no hablan la misma lengua. Uno todavía vive en el cosmos, cuando para el otro en el universo ha dejado de haber elementos ontológicamente diferenciados. La naturaleza, según el apologista de la conquista, se fundamenta en el principio de desigualdad y reconoce rangos, grados, niveles jerárquicos y órdenes distintos. La misma ley, para el defensor de los indios, rige un espacio unificado y una realidad homogénea. En otras palabras, lo que parece inaceptable en la manera de ver y de pensar el mundo que es ya la de Las Casas es el concepto mismo de esclavo natural: la naturaleza es lo que une a los hombres, no lo que los separa. Shylock puede empezar a asomarse: en ningún lugar de la tierra existen seres humanos de los que se tenga derecho a afirmar que no son hombres o que requieren, por su misma naturaleza o en su propio interés, ser puestos bajo tutela.»
Alain Finkielkraut: La humanidad perdida. Editorial Anagrama, pág. 24. Barcelona, 1998
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Uno de los más grandes novelistas del siglo XX. Ganador del Premio Nobel en el año 1998.
Novelas recomendadas: "Ensayo sobre la ceguera", "Todos los nombres", "Memorial del convento" y "El año de la muerte de Ricardo Reis".
Esta es la primera parte de su discurso cuando recibió el Nobel de Literatura por parte de la Academia Sueca en el año 1998.
El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.
Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.
Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.
Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado.
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.
Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.
Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?".
Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.
Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".
Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.
Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver".
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“La memoria no es lo que recordamos, sino lo que nos recuerda. La memoria es un presente que nunca acaba de pasar”
Octavio Paz
Octavio Irineo Paz Lozano, fue un poeta ensayista y diplomático mexicano, nacido en la ciudad de México en marzo de 1914. Se le considera uno de los mas influyentes autores del siglo XX y uno de los grandes poetas de todos los tiempos.
A los pocos meses de unirse su padre al ejército zapatista, su madre lo llevó a vivir a la casa de su abuelo paterno a Mixcoac, un poblado cercano a la ciudad de México, en donde vivieron un tiempo para posteriormente asilarse en Los Ángeles con la representación de Emiliano Zapata en los Estados Unidos.
Su padre trabajó como escribano y abogado de Emiliano Zapata y estuvo involucrado en la reforma agraria que siguió a la Revolución.
Octavio Paz recuerda su imposibilidad para comunicarse, en Los Angeles, fue víctima de burlas por no hablar inglés y después, cuando regresa a México.
Su padre participó como diputado en el movimiento vasconcelista, y aunque Octavio no participó en él, comulgó con el ideal que lo guiaba. Estudió en las facultades de leyes y de Filosofía y letras de la Universidad Nacional, y en 1937 se casó con la escritora Elena Garro abandonando sus estudios para realizar junto con su esposa, un viaje a Europa en donde entraría en contacto con Cesar Vallejo y Pablo Neruda, y en donde fue invitado al Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia.
Hasta finales de 1937, permaneció en España en donde conoció a Rafael Alberti, Antonio Machado y Nicolas Guillen, así como a importantes poetas de la generación del 27. Escribió numerosos artículos en apoyo a la causa republicana.
En 1938, tras regresar de Paris y Nueva York , Octavio Paz vivió en México, en donde colaboró con los refugiados republicanos españoles, especialmente con los poetas del grupo Hora de España.
A finales de 1943, Octavio Paz recibe una beca Guggenheim para visitar los Estados Unidos, y hasta 1953 residió fuera de su país natal.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial en París después de ingresar al servicio exterior mexicano, entra en contacto con Benjamin Péret y establece una gran amistad con André Breton, alejándose del marxismo y el existencialismo, y acercarse al surrealismo.
En la década de los 60, regresa al servicio exterior mexicano y es destinado como funcionario en la embajada mexicana en Paris, y de 1961 a 1968 en la embajada de la India, terminando su carrera diplomática en 1968 cuando renunció como protesta contra la política represiva del gobierno mexicano de Gustavo Diaz Ordaz.
Durante la década de los 70, ejerció la docencia en universidades americanas y europeas y en Mexico funda diversas revistas como Plural y Vuelta.
En 1990 se le concedió el premio Nobel de Literatura como un reconocimiento a su ejemplar trayectoria a las letras hispanoamericanas, reconocimiento que le haría obtener mas tarde los premios Cervantes en 1981 y El Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1993.
La vasta producción de Octavio Paz se encuadra en dos géneros: La lírica y el ensayo. Su poesía se adentró en los terrenos del erotismo, la experimentación formal y la reflexion sobre el destino del hombre. En su obra poética, Paz entroncó con la tradición surrealista, el contacto con lo oriental y la alianza entre el erotismo y el conocimiento.
Con el surrealismo descubre el poder liberador de la palabra y con la valoración de lo irracional, la posibilidad de devolverle al lenguaje unas dimensiones míticas.
Octavio Paz muere en abril de 1988 en Coyoacán en la ciudad de México a los 84 años de edad. El escritor había sido trasladado por la presidencia de la República en enero de 1997 ya enfermo, luego de un incendio que destruyó su departamento y parte de su biblioteca en 1996.
Fuente Wikipedia y biografiasyvidas.com
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Por: Equipo Editorial Sitio Fidel Soldado de las Ideas Un líder, un iluminado, un revolucionario, un curioso de la vida, humanista, intelectual, guerrillero, gran escritor, de una fortaleza verdaderamente excepcional. Estas son algunas de las cualidades con las que definieron a Fidel Castro Ruz tres hombres que tuvieron la oportunidad de conocerlo: Frei Betto, Roberto Fernández Retamar y Miguel Barnet. En vísperas de conmemorar el 98 Aniversario de su Natalicio el próximo 13 de agosto, Cubadebate y el Sitio Fidel Soldado de las Ideas rendirán tributo al Comandante a través de los testimonios de aquellos que compartieron momentos con él. Un iluminado Fidel era un hombre con una gran curiosidad en la vida, sobre todo por la historia. Él leía una novela y, por muy buena que fuera la dramaturgia o la psicología de las personas, lo que más le interesaba era el trasfondo histórico, por eso admiró tanto a los escritores Alejo Carpentier, Ernest Hemingway y Gabriel García Márquez. Fue un fanático de las biografías, leyó las de María Antonieta, Napoleón y Alejandro Magno. Era un conocedor cabal de la historia antigua. Fíjate que cuando estuvo preso en Isla de Pinos, tras el asalto al Moncada, le decía a su hermana Lidia que no le mandara ropas ni corbatas, sino libros. Era además un humanista que rechazaba la politiquería. En aquellos años en que se inició en la lucha, la política en Cuba era politiquería. Muy pocos eran los hombres dignos en los años cuarenta y cincuenta, con excepción de don Fernando Ortiz, Raúl Roa, Jorge Mañach, el rector Clemente Inclán y unos cuantos profesores universitarios, pero ellos vivían encerrados en sus casas o haciendo su obra personal. Sin embargo, Fidel salió a las emisoras de radio, a las calles, a los campos. Fidel era, por sobre todas las cosas, un iluminado con una vocación humanista, y ese humanismo lo llevó inexorablemente a la política, pues donde lo podía practicar no era en una escuelita, sino en la vida pública; y como él tenía esa vocación y una mente tan ecuménica, con un calado tan hondo y una visión planetaria, tenía que entrar a la política. Allí se iba a sentir cómodo, pues encontraría herramientas con qué solucionar los problemas sociales. En los años finales de su vida, Fidel pudo satisfacer una de sus grandes vocaciones: ser escritor. Sus reflexiones son verdaderos ensayos políticos en los que se aprecia un gran conocimiento de la realidad, una prosa limpia, siempre aguda. No le encuentras nada que sobre, tampoco que falte, todo está cincelado, como lo hubiera hecho un gran escritor. Si él no hubiera tenido ese poderoso impulso y deseo de ayudar a los demás, de identificarse con los pobres de la tierra, como dijo José Martí, hubiera sido un escritor de gabinete, un escritor de novelas históricas. Pero no nos perdimos un escritor, ganamos un iluminado, un gran político, el hombre que cambió el destino de América Latina en el siglo xx. No hay otro. Él fue el primero. Un fragmento de las palabras de Miguel Barnet durante una entrevista concedida a Wilmer Rodríguez en noviembre del 2020. El don revolucionario de Fidel Con el Comandante en Jefe murió el último gran líder político del siglo xx, con la excepción de que es el único que sobrevivió 57 años a su propia obra: la Revolución Cubana. Pero se debe distinguir que no fue Fidel quien hizo la Revolución, sino el pueblo. Él dio las orientaciones básicas, fue punto de referencia, pero un hombre solo no hace una revolución, las revoluciones las hacen los pueblos. Ahí está la responsabilidad de los cubanos a partir de ahora. Un legado que Fidel dejó, sobre todo a los jóvenes, es mantener el socialismo como una sociedad de libertad, justicia y paz, donde se comparten bienes materiales y espirituales. De ninguna manera podemos mirar en Fidel un ser del pasado, sino del porvenir, así mismo él miraba a Martí. Cuando murió hice una oración agradeciéndole a Dios el don de la vida revolucionaria de Fidel. Un fragmento de las ...
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ENTRE INESTABILIDAD Y NEOLENGUA LA CRISIS DE OCCIDENTE PARA QUIGLEY
Giovanni Sessa
El problema de Occidente, para los eruditos anglosajones, se encontraba en la aceleración de la comunicación y la destrucción de las comunidades, de los cuerpos intermedios, realizada a través de: "la comercialización de las relaciones humanas".
Terminamos la lectura de un interesante volumen, El fin de Occidente. Tramas secretas del mundo de los dos bloques, de Carroll Quigley, publicado por la editorial Oaks (por encargo: [email protected], pp. 283, 20 euros). El volumen está editado por Spartaco Pupo, estudioso del pensamiento conservador y profesor de la Universidad de Calabria. El nombre del autor es prácticamente desconocido para el gran público en Italia, pero gracias a sus estudios "se han superado definitivamente las reconstrucciones teleológicas y deterministas para dar paso a una perspectiva de la historia global basada en un análisis realista y antiideológico de los acontecimientos" (p. 7). Esta afirmación de Pupo acompaña directamente al lector al mundo ideal del autor. El volumen es un silogismo de ensayos, entrevistas y conferencias de Quigley, cuyo contenido es de rigurosa actualidad.
¿Quién era, se preguntará el lector? El historiador nació en Boston en el seno de una familia de ascendencia irlandesa. Educado en instituciones católicas, se graduó en Harvard. Pronto se trasladó a Europa con una colega, Lillian Fox, que más tarde se convertiría en su esposa. Fue en Milán donde escribió su tesis doctoral, aún inédita, sobre la administración pública durante el Reino napoleónico de Italia. En esas páginas, Quigley defendía una tesis que socavaba la vulgata historiográfica sobre el tema: Napoleón no impuso metodologías avanzadas de desarrollo a los países conquistados sino que, por el contrario, injertó en el sistema francés métodos administrativos y presupuestarios que ya habían sido probados en el Piamonte y el Ducado de Milán. En 1941, fue llamado a la Escuela del Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown, en Washington, donde permaneció durante cuarenta años como profesor estimado y apasionado. En 1961, publicó la primera de sus obras monumentales, La evolución de las civilizaciones, en la que presentaba su enfoque holístico de los acontecimientos históricos. En una entrevista concedida al Washington Post, recogida en el volumen, leemos: "Los holistas utilizamos el pensamiento como una red o matriz de cosas. Los reduccionistas utilizan una ética absoluta: las cosas están bien o mal; los holistas utilizamos una ética situacional" (p. 11). En su opinión, la civilización representa: "la entidad inteligible de los cambios sociales de una época a otra" (p. 11).
La historia se desarrolla, en esta perspectiva, por fases 'expansivas' y 'conflictivas'. La organización militar, política, religiosa y económica es el volante de la expansión que produce "excedentes" de distinta naturaleza. Por un lado, son un instrumento de estabilidad política; por otro, son 'consumidos' por los pueblos hasta el punto del 'despilfarro', lo que induce el 'declive' de una determinada organización histórica. A partir de tal condición se reinicia cíclicamente una nueva fase de la civilización, como señalaría Toynbee, aunque de un modo exegético diferente. En 1966, con el volumen Tragedia y esperanza, Quiegly dibujó sobre sí mismo las estrías de lo "intelectualmente correcto". De hecho, en esas páginas, señala el editor, elaboró una disección histórico-política sin precedentes y "poco ortodoxa del mundo institucional angloamericano, hecho de tramas secretas y complejos enredos, sacados a la luz con una lucidez poco común" (pp. 12-13). Entre los siglos XIX y XX, Occidente vio amanecer su propia "tragedia", sentó las bases de su posible final y subordinó la política al poder financiero. Fue una oligarquía de origen británico, de orientación liberal y socialista, encabezada por el Royal Institute of International Affairs, cuyos ganglios llegaron a controlar la información de masas y el mundo académico, la que realizó este proyecto. Para ello, se creó una asociación secreta, The Round Table Group, cuyos adherentes se sentían los defensores: "de la belleza y la civilización en el mundo moderno", por lo que querían difundir: "la libertad y la luz [...] no sólo en Asia sino incluso en Europa Central" (p. 14).
Esta red británica tenía importantes corresponsales al otro lado del Atlántico: los Rockefeller, los Morgan y los Lazard. Quigley nunca escribió sobre las supuestas actividades conspirativas de este grupo pero, a la luz de los documentos, desveló los canales de reclutamiento de esta oligarquía y sus formas de infiltrarse en los potentados políticos y culturales. En un capítulo de El fin de Occidente, leemos: "la red secreta se describe como una confraternidad de entusiastas imperialistas que se mantuvo en pie mucho después de la Segunda Guerra Mundial" (p. 15). Por este motivo, sus obras fueron desacreditadas, retiradas del circuito del libro y reeditadas por editoriales estadounidenses de derechas. Además, el erudito colaboró con las publicaciones más conocidas del conservadurismo estadounidense. El tema más relevante, que se desprende de las conferencias, es la idea de que el origen de los conflictos se encuentra en la voluntad, no de destruir al enemigo, sino de construir un periodo duradero de paz. Además, el historiador señala que la economía no puede ser elevada a deus ex machina de la exégesis histórica, ya que esta postura induce a subestimar la "complejidad" de los acontecimientos. Más concretamente, sostiene que la democracia estadounidense: "no se estableció definitivamente hasta alrededor de 1880, cuando la distribución de armas en la sociedad era tal que ninguna minoría era capaz de subyugar a la mayoría por la fuerza" (pp. 20-21).
La lectura que propone el académico del mundo dividido en bloques es sorprendente. La inestabilidad occidental vino dada por la hipertrofia asumida por el mundo financiero y la mastodóntica burocracia. Los occidentales siguen, incluso hoy, sometidos a un continuo "lavado de cerebro" a través del neolenguaje: "la certeza de poder cambiar la realidad alterando el significado de las palabras" (p. 22), el resultado extremo del neognosticismo. El centralismo soviético es leído por Quigley como un resultado de la historia rusa, centrado en el uso privado y semidivino del poder. Un modelo que no podía exportarse a Occidente, como pretendían los teóricos de la contestación. El problema occidental había que buscarlo en la aceleración comunicativa y en la destrucción de las comunidades, de los cuerpos intermedios, lograda mediante: "la mercantilización de las relaciones humanas", capaz de convertir a los hombres en átomos.
Un mes después de su última conferencia, el profesor falleció repentinamente. Por ello, algunos de los textos de este volumen pueden considerarse su testamento espiritual. El fin de Occidente es un libro que devuelve la atención a un pensador que, como se ve, merece más consideración.
Fuente
Traducción de Enric Ravello Barber
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Lo musical es político
[Luigi Nono (Venecia, 1924-1990)]
Akal publica un ensayo de la profesora cordobesa Susana Jiménez Carmona sobre uno de los referentes de las vanguardias musicales de finales del siglo XX
Luigi Nono es uno de los compositores más abstrusos y difíciles de la contemporaneidad, también de aquellos que un día parecían marcar caminos firmes para las generaciones posteriores, pero el futuro los dribló, dejándolos muy atrás, como perdidos en un tiempo al que sus postulados estéticos parecen hoy anclados sin remedio. Hoy a Nono se lo programa muy poco (y se lo escucha menos), y aunque en ello tenga mucho que ver el hecho de que buena parte de su obra requiera disposiciones escénicas complejas y medios tecnológicos no siempre al alcance de todos los espacios, lo cierto es que su experimentalismo, de carácter tanto técnico como lingüístico y expresivo, resulta hoy bastante ajeno incluso para los oyentes más atentos a los sonidos de la vanguardia.
Toda la obra de Nono queda condicionada por su militancia en el Partido Comunista Italiano y su concepción del arte como un vehículo de transformación social. “Para mí música y política son lo mismo”, dejó escrito. Aunque desde 1980 su obra inicia un camino de esencialización que algunos consideraron lo alejaba de ese fuerte carácter militante, Susana Jiménez Carmona viene a decirnos en este libro que no, que de otra forma, pero la música de Nono siguió siendo una herramienta de lucha política, aunque fuera usada desde entonces mucho más desde lo íntimo. Haciendo especial hincapié en algunas obras cimeras del músico (Fragmente-Stille, an Diotima, Prometeo. Tragedia dell’ascolto, La lontananza nostalgica utopica futura), Jiménez Carmona hace un repaso verdaderamente esclarecedor de casi todo el catálogo del compositor (no demasiado amplio), analizando con agudeza sus principales constantes estéticas, que tienen que ver con el uso de la electrónica, su tratamiento de los textos (y la voz), la concepción del espacio –muy crítica con la convencional de teatros y auditorios– y del tiempo, todo en la idea, fundamentalmente errada, de que sus experimentos sonoros serían un día comprensibles y contribuirían al triunfo de sus ideales revolucionarios.
[Diario de Sevilla. 17-09-2023]
Luigi Nono. Por una escucha revuelta. Susana Jiménez Carmona. Madrid: Akal, 2023. 167 páginas. 20 €
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''Sexo solitario es la primera historia cultural de la práctica sexual más común y extendida del mundo: la masturbación. Cuando casi todas las prácticas sexuales cuentan con defensores públicos y los actos sexuales forman parte de las primeras planas de las noticias, la más sencilla y habitual de dichas prácticas resulta vergonzosa, incómoda e incluso radical cuando es admitida abiertamente. Sin embargo, esto no siempre fue así. El sexo solitario como un tema médico y moral importante puede ser fechado con una precisión poco frecuente en la historia cultural: el «vicio solitario» entra en escena alrededor de 1712. Criatura de las Luces, la masturbación en principio preocupó no tanto a los conservadores -para quienes era uno entre los numerosos pecados de la carne- sino a los progresistas, quienes aceptaban gozosos el placer sexual pero luchaban para crear una ética del autogobierno. Así, la masturbación se convirtió en un tema de interés ético tanto para hombres como para mujeres, para jóvenes y adultos.
Thomas W. Laqueur revela cómo y por qué este modesto y alguna vez oscuro medio de gratificación sexual se convirtió en el gemelo maldito de las grandes virtudes de la sociedad comercial moderna: la moral individual autónoma y privada, la creatividad y la imaginación, la abundancia y el deseo. Así, muestra cómo un problema moral se convierte en problema médico, cómo algunos de los científicos más importantes de los siglos XVIII y XIX culparon a los placeres solitarios de producir daños físicos, mutilaciones e incluso la muerte. A principios del siglo XX, Freud y sus sucesores transformaron esta tradición al definir la masturbación como una etapa del desarrollo del hombre y, finalmente, en el ocaso de ese siglo, la masturbación se convirtió para algunos en el elemento clave en la lucha por la liberación sexual, personal y también artística.
El historiador Thomas W. Laqueur, a través del análisis minucioso de materiales tan diversos como la Biblia, textos médicos y filosóficos, diarios, autobiografías, el trabajo de artistas conceptuales, materiales feministas y pornografía, nos presenta la historia de lo que ha sido el último tabú.''
Sobre el autor: ''Thomas W. Laqueur es un historiador y sexologo turco-estadounidense. Historiador por la Universidad de Oxford y Doctor en Filosofía por la Universidad de Princeton, Laqueur se desempeña como profesor emérito en el Departamento de Historia de la Universidad de California, en Berkeley. En la actualidad está desarrollando una investigación llamada «The Work of the Dead». Entre sus libros se cuentan: Religion and Respectability. Sunday Schools and Working Class Culture, 1780-1850 (1976) y La construcción del sexo (1994). Junto con Catherine Gallagher editó The Making of the Modern Body. Sexuality and Society in the Nineteenth Century (1987). Integra el comité editorial de diversas publicaciones, como Representations, Sexualities, Daedalus: The Journal of the American Academy y Gramma. Journal of Theory and Criticism. Colabora asiduamente con artículos y ensayos en diversas revistas internacionales.
Fue distinguido con la Beca Guggenheim y el George L. Mosse Prize.''
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Diario de lectura.
- Giros negros. Enrique Serna.
Colección de ensayos que formaban parte de la columna del mismo nombre que Serna mantuvo en muy diversas publicaciones durante varios años. Cubren toda clase de aspectos sociales concernientes al México de finales del siglo XX y principios del XXI, mas un poco de cultura general. Según aclara el propio Serna, se trata de breves reflexiones escritas con el ánimo festivo y chocarrero del espectador que asiste a una carpa.
Y es que cubren todo lo concerniente a la evolución (o, a ojos de Serna, degradación) de las cantinas de ficheras en tabledances. Las muy diversas subculturas urbanas. Varios asuntos concernientes al amplio espectro de la sexualidad y el lenguaje. Toda clase de reglas de comportamiento y sus más extraños absurdos. Reflexiones sobre la cultura pop —la música, el cine, la televisión y el arte en general. La política y las clases económicas. ¡Y mucho más!
Por un lado partícipe de tantos y muy interesantes cronistas mexicanos como habrían sido Salvador Novo y Carlos Monsiváis (otro poco de José Joaquín Blanco, de Jorge Ibargüengoitia), por el otro fiel a su propio lado satirista que ha demostrado sobre todo en sus colecciones de cuentos (Amores de segunda mano; El orgasmógrafo; La ternura caníbal; Lealtad al fantasma) o en otras colecciones de ensayos (Las caricaturas me hacen llorar), Serna es siempre provocador y sardónico. Sus provocaciones, como no, a veces incitan a la reflexión y a veces se quedan cortas. Ni modo, el futuro no siempre se puede predecir.
Pero lo que sí se puede hacer es analizar el presente —y en este caso, leyendo el libro del 2008 unos catorce años después, notar qué ha cambiado, qué no, e inclusive qué ha empeorado. Humor que invita a la reflexión, chispazos necesarios para vivir. Vale mucho la pena su lectura.
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La Cosmología Barroca.
Éste ensayo, escrito por Severo Sarduy quien fue uno de los más grandes escritores cubanos del siglo XX , gran narrador de el neobarroco nos demuestra en su ensayo el impacto tan importante de como un pensamiento, como la cosmología Barroca comenzó abrirse paso en la religión y la filosofía, que además la podíamos ver reflejada en la arquitectura y el arte.
El Barroco, lo encontramos como un punto en donde hay un cambio total con la forma representativa ( la manera de ver nuestro alrededor) ya se deja de lado esa centralidad , debido a que es en este punto donde los nuevos conocimientos nos permite explorar mucho más . Distinta forma de pensar (en donde descubrimos que nosotros no somos el centro de todo, si no una pequeña parte de un espacio infinito, en donde no encontramos una centralidad.
Nace el pensamiento de la topología Barroca. En donde se menciona que antes nuestros pensamientos estaban contenida ya que no conocíamos esa infinitud , ya no hay un límite que no nos permita esa infinidad de posibilidades .
Con ésto, la arquitectura se ve afectada, en la cual comenzamos a ver otras formas donde hay un único centro ( elipsis , hipérbolas y parábolas). Cambiando así desde como se organizan la ciudades ideales, ya que ahora comienzan a organizarse de manera por así decirlo orgánica, en donde no solo podemos ver un mayor crecimiento , sino también distintos centros que nos ayudan a ésto. Además podemos verlo también en distintas obras, con esa doble focalización , nuevas perspectivas.
También nos habla sobre la anamorfosis, la cual es una perversión de la perspectiva , como por ejemplo la elipse que es una perturbación del círculo, además es de mencionar que la anamorfosis se trataba como algo extraño e incomprensible, algo antinatural , que en ese momento se oponía a lo tradicional, por otro lado éste pensamiento era motivo de estudio en el cual se podía sacar provecho.
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Festival Poesía Ya!
FORO JUANA AZURDUY Cambio de escala: poesía orientada a objetos
9 de Febrero - 18 h - Plaza Seca del Centro Cultural Kirchner En 1950 Charles Olson escribe “El verso proyectivo”, su ensayo más famoso. En el último tercio del siglo XX tiene lugar el objetivismo argentino. En la tercera década del siglo XXI sobreviene una poesía orientada a objetos. La exposición gira en torno a la lectura de notas escritas en cuadernos de trabajo: reflexiones sobre los horizontes secretos de una poesía actual. Conferencia: Juan José Mendoza.
Alucinaciones vs. Pesadilla - Pesadillas vs. Alucinación. Con Fernando Noy y Juan J. Mendoza
11 de Febrero - 18 h - Auditorio Williams del Centro Cultural Borges Presentación de Postales alucinadas, de Fernando Noy, y La interpretación de las pesadillas, de Juan J. Mendoza. Dos escritores leen textos de dos épocas distintas. Cada uno lee en el otro lo que el otro no quiere. La disputa no es tanto entre dos subjetividades o dos poeticidades distintas, sino entre lo imaginario y lo real. Lo que está en juego es la relación que todos mantenemos de manera más o menos velada con nuestros imaginarios, nuestro real.
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Visiones de la identidad mexicana en cinco ensayos del siglo XX
El rito de los voladores, ceremonia prehispánica, en Ajijic. Imagen: José Torres Escrito por Nicolás Batulet El debate en torno al lugar de los indígenas en la construcción de la identidad nacional está presente en numerosos países hispanoamericanos. Este artículo reseña cinco ensayos sobre la identidad mexicana, publicados a lo largo del siglo XX: La raza cósmica. Misión de la raza…
#Arquitectura#Dança#Filosofia#Fronteiras#Historia#Identité#Ideología#Igualtat#Lenguaje#Liberté#Migrações#Movimientos sociales#Museus#Normas#Octavio Paz#Patrimonio#Propaganda#Soberanía#Sobriété#Sociedade
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“Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte”
Octavio Paz
Octavio Irineo Paz Lozano, fue un poeta ensayista y diplomático mexicano, nacido en la ciudad de México en marzo de 1914. Se le considera uno de los mas influyentes autores del siglo XX y uno de los grandes poetas de todos los tiempos.
A los pocos meses de unirse su padre al ejercito zapatista, su madre lo llevó a vivir a la casa de su abuelo paterno a Mixcoac, un poblado cercano a la ciudad de México, en donde vivieron un tiempo para posteriormente asilarse en Los Angeles con la representación de Emiliano Zapata en los Estados Unidos. Su padre trabajó como escribano y abogado de Emiliano Zapata y estuvo involucrado en la reforma agraria que siguió a la Revolución.
Octavio Paz recuerda su imposibilidad para comunicarse, en Los Angeles, fue víctima de burlas por no hablar inglés y después, cuando regresa a México.
Su padre participó como diputado en el movimiento vasconcelista, y aunque Octavio no participó en él, comulgó con el ideal que lo guiaba. Estudió en las facultades de leyes y de Filosofía y letras de la Universidad Nacional, y en 1937 se casó con la escritora Elena Garro abandonando sus estudios para realizar junto con su esposa, un viaje a Europa en donde entraría en contacto con Cesar Vallejo y Pablo Neruda, y en donde fue invitado al Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia.
Hasta finales de 1937, permaneció en España en donde conoció a Rafael Alberti, Antonio Machado y Nicolas Guillen, así como a importantes poetas de la generación del 27. Escribió numerosos artículos en apoyo a la causa republicana.
En 1938, tras regresar de Paris y Nueva York , Octavio Paz vivióen México, en donde colaboró con los refugiados republicanos españoles, especialmente con los poetas del grupo Hora de España.
A finales de 1943, Octavio Paz recibe una beca Guggenheim para visitar los Estados Unidos, y hasta 1953 residió fuera de su país natal. Al concluir la Segunda Guerra Mundial en Paris después de ingresar al servicio exterior mexicano, entra en contacto con Benjamin Péret y establece una gran amistad con André Breton, alejándoselos del marxismo y el existencialismo, y acercarse al surrealismo.
En la década de los 60, regresa al servicio exterior mexicano y es destinado como funcionario en la embajada mexicana en Paris, y de 1961 a 1968 en la embajada de la India, terminando su carrera diplomática en 1968 cuando renunció como protesta contra la política represiva del gobierno mexicano de Gustavo Diaz Ordaz.
Durante la década de los 70, ejerció la docencia en universidades americanas y europeas y en Mexico funda diversas revistas como Plural y Vuelta.
En 1990 se le concedió el premio Nobel de Literatura como un reconocimiento a su ejemplar trayectoria a las letras hispanoamericanas, reconocimiento que le haría obtener mas tarde los premios Cervantes en 1981 y El Principe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1993.
La vasta producción de Octavio Paz se encuadra en dos géneros: La lírica y el ensayo. Su poesía se adentró en los terrenos del erotismo, la experimentación formal y la reflexion sobre el destino del hombre. En su obra poética, Paz entroncó con la tradición surrealista, el contacto con lo oriental y la alianza entre el erotismo y el conocimiento.
Con el surrealismo descubre el poder liberador de la palabra y con la valoración de lo irracional, la posibilidad de devolverle al lenguaje unas dimensiones míticas.
Octavio Paz muere en abril de 1988 en Coyoacán en la ciudad de México a los 84 años de edad. El escritor había sido trasladado por la presidencia de la República en enero de 1997 ya enfermo, luego de un incendio que destruyó su departamento y parte de su biblioteca en 1996.
Fuente Wikipedia y biografiasyvidas.com
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El mito de Sísifo, Albert Camus
El mito de Sísifo, escrito por el filósofo y escritor francés Albert Camus, es un ensayo que explora la condición humana y plantea preguntas fundamentales sobre el sentido de la vida en un mundo aparentemente absurdo. Permíteme sumergirme en los aspectos clave de esta obra: Contexto del Autor: Albert Camus (1913-1960) fue una figura relevante en el pensamiento filosófico del siglo XX. Nacido…
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Dos siglos de la cuestión nacional
DANIEL FINN
TRADUCCIÓN: FLORENCIA OROZ
Aquellos que lo critican, sostienen que el marxismo no puede explicar el atractivo popular del nacionalismo. Pero la tradición marxista contiene varias ideas clave sobre los orígenes y el futuro de las comunidades nacionales.
n su ensayo de 1975 «The Modern Janus», Tom Nairn describió la teoría del nacionalismo como «el gran fracaso histórico del marxismo». Se pueden encontrar afirmaciones similares a lo largo de la abundante literatura sobre el tema.
El argumento suele ser más o menos el siguiente: desde Karl Marx en adelante, los socialistas esperaban que los trabajadores se identificaran con su clase más que con su nación, y con el socialismo internacional más que con cualquier forma de ideología nacionalista. Cuando las acciones de los trabajadores reales de carne y hueso no se ajustaron a este esquema abstracto, más espectacularmente al estallar una guerra general europea en 1914, los socialistas no pudieron explicar el atractivo del nacionalismo en términos marxistas, excepto como el producto de la manipulación burguesa destinada a desviar a la clase obrera de su verdadera misión histórica.
Ernest Gellner ridiculizó la perspectiva marxista en su libro Naciones y nacionalismo:
En el fondo, a los marxistas les gusta pensar que el espíritu de la historia o la conciencia humana metió la pata hasta el fondo. El mensaje que había de despertar las conciencias estaba destinado a las clases, pero por algún terrible error postal fue entregado a las naciones. Ahora es necesario que los activistas revolucionarios persuadan al destinatario equivocado para que entregue el mensaje, y el celo que engendra, al destinatario legítimo y previsto. La falta de voluntad tanto del destinatario legítimo como del usurpador para cumplir este requisito causa una gran irritación al activista.
Esta es sin duda una cita memorable, pero no puede hacer justicia a la amplitud y complejidad del pensamiento marxista sobre el tema. En lo que sigue, me concentraré en una selección de ideas de finales del siglo XIX y principios del XX, un periodo en el que se suponía que el marxismo estaba voluntariamente ciego a la importancia de esta cuestión. No constituyen una teoría completa y exhaustiva del nacionalismo, pero nos proporcionan algunas herramientas inestimables para reflexionar sobre él.
Naciones y Estados
La idea del nacionalismo tal como la entendemos aún estaba tomando forma cuando Marx y Friedrich Engels publicaron el Manifiesto Comunista en 1848. El Estado-nación territorial aún no se había convertido en el modelo político estándar. Algunos de los mayores Estados-nación de la Europa actual —Alemania, Italia, Polonia— se componían entonces de ciudades-estado subnacionales y principados o fragmentos bajo el control de imperios dinásticos.
Dos famosas líneas del Manifiesto parecen ejemplificar lo que Gellner denominó la «Teoría de la dirección equivocada» del nacionalismo: «Los trabajadores no tienen patria» y «Las diferencias nacionales, y los antagonismos entre los pueblos, se desvanecen cada día más». En primer lugar, situemos esas líneas en el contexto completo de lo que escribieron Marx y Engels:
Los trabajadores no tienen patria. No es posible quitarles lo que no tienen. En la medida en que el proletariado debe conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse a sí mismo como nación, es aún nacional, aunque no en el sentido burgués de la palabra. Los particularismos nacionales y los antagonismos entre los pueblos van desapareciendo con el desarrollo de la burguesía, con la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de vida acordes conesta. El dominio del proletariado hará que desaparezcan aún más.
De entrada, parece que aquí hay algo más complicado. Si los obreros «no tienen patria», ¿cómo pueden ser «nacionales, aunque no en el sentido burgués de la palabra»? ¿Qué otros sentidos puede haber?
Erica Benner sugiere una respuesta en su libro Really Existing Nationalisms, señalando que la versión original alemana del Manifiesto decía que los trabajadores no tenían Vaterland: «En la época en que Marx y Engels estaban escribiendo, la palabra Vaterland ya había adquirido connotaciones políticas muy cargadas, muy diferentes de las de la palabra inglesa country, que ahora suena neutra: el lenguaje de Vaterland era utilizado con frecuencia y elocuencia tanto por los defensores del Estado tradicional como por los profetas románticos de la nacionalidad étnica». Desde 1848, por supuesto, Vaterland ha recogido aún más bagaje de la experiencia de la historia alemana del siglo XX.
Benner ofrece a continuación su propia interpretación del pasaje:
Los trabajadores no tienen una lealtad exclusiva al Estado-nación, ni interés en la supervivencia de las instituciones y prácticas culturales que contribuyen a mantener la dominación de clase sobre ellos. Por tanto, carecen de nacionalidad en el «sentido burgués de la palabra», que sostiene que los intereses protegidos por los Estados existentes son idénticos a los de la sociedad en su conjunto.
Roman Rosdolsky propuso una lectura similar: «Cuando el Manifiesto dice que los obreros “no tienen patria”, se refiere al Estado nacional burgués, no a la nacionalidad en sentido étnico».
En este punto, es importante distinguir entre dos conceptos que a menudo se mezclan: conciencia nacional y nacionalismo. El primero se refiere a la sensación que puede tener la gente de pertenecer a una nación concreta; el segundo, a las conclusiones políticas que pueden extraer de esa sensación de pertenencia. Escocia, por ejemplo. Durante gran parte del siglo XX, el apoyo a un Estado escocés independiente fue insignificante; hoy es lo suficientemente alto como para hacer de la independencia escocesa una perspectiva realista en los próximos años.
Esto no se debe a un aumento repentino del número de personas que se consideran escocesas. Durante muchos años, el sentimiento de escocés coexistió con el apoyo a la unión con Inglaterra. Un movimiento político tuvo que persuadir a una masa crítica de escoceses de que era necesario un Estado separado para promover sus intereses, y tendrá que persuadir a un número aún mayor si se quiere lograr la independencia.
En el mundo moderno, si alguien se define como nacionalista en el sentido político, no significa simplemente que se identifique con una nación concreta. También significa que se identifica con el Estado que gobierna la nación (o con la lucha por establecer tal Estado en un caso como Escocia).
Por otra parte, el objetivo de los internacionalistas no es persuadir a la gente de que debe dejar de considerarse francesa, griega, tailandesa o mexicana en términos culturales. Se trata de cuestionar el supuesto político de que su lealtad primaria debe dirigirse hacia el Estado nacional que reclama su lealtad.
Diferencias nacionales
Por supuesto, la afirmación de que «los particularismos nacionales y los antagonismos entre los pueblos» estaban «desapareciendo cada vez más» ante el desarrollo capitalista resultó estar muy equivocada. Pero debemos ser más precisos sobre en qué se equivocaron Marx y Engels. Obviamente, no cre��an que las distinciones culturales basadas en la lengua y otros factores fueran a desaparecer rápidamente (aunque sí esperaban el desarrollo de una «literatura mundial» en la que las «creaciones intelectuales de las naciones individuales» se convirtieran en «propiedad común»).
Más bien parecen haber previsto que el auge del capitalismo crearía un modelo económico mundial más o menos homogéneo basado en la industria a gran escala, con la misma polarización entre trabajadores y capitalistas como principal antagonismo social. En ese escenario, habría habido poca diferencia en términos socioeconómicos entre haber nacido en Londres o en Lagos, en Nueva York o en Nueva Delhi.
Una famosa sección del Manifiesto argumenta que «la necesidad de un mercado en constante expansión para sus productos persigue a la burguesía por toda la superficie del globo» y que «los precios baratos de sus mercancías son la artillería pesada con la que derriba todas las murallas chinas». Al hacerlo, según Marx y Engels, la burguesía «obliga a todas las naciones, so pena de extinción, a adoptar el modo de producción burgués; las obliga a introducir en su seno lo que llama civilización, es decir, a convertirse ellas mismas en burguesas».
Sin embargo, no fueron solo los precios baratos los que funcionaron como «artillería pesada» en la expansión del capitalismo global. Con Gran Bretaña a la cabeza, las grandes potencias europeas también utilizaron artillería pesada real para promover sus intereses económicos. A finales del siglo XIX, la mayoría de los países africanos y asiáticos estaban bajo su control directo. Durante la década de 1850, Marx escribió con salvaje desprecio sobre las guerras que Gran Bretaña había estado librando para abrir China al comercio del opio y rechazó los argumentos utilizados para legitimarlas: «Los chinos tienen al menos noventa y nueve heridas de las que quejarse por una sola por parte de los ingleses».
En una serie de artículos sobre el dominio británico sobre la India, publicados pocos años después del Manifiesto, Marx sugería que la burguesía británica desempeñaría allí el mismo papel que ya había desempeñado en el frente interno, promoviendo el desarrollo industrial. Esto, según Marx, «no emanciparía ni mejoraría materialmente la condición social de la masa del pueblo», que dependía «no solo del desarrollo de las fuerzas productivas, sino de su apropiación por el pueblo». Ese momento de emancipación social no llegaría «hasta que en la propia Gran Bretaña las clases ahora dominantes hubieran sido suplantadas por el proletariado industrial, o hasta que los propios indios se hubieran hecho lo suficientemente fuertes como para deshacerse por completo del yugo inglés».
Pero, ¿y si el efecto de la dominación colonial fuera frenar el desarrollo de las fuerzas productivas en Asia? Marx se acercó a esta posición en sus últimos escritos sobre la India y describió la revuelta de 1857 como una respuesta natural a las atrocidades británicas, incluido el uso rutinario de la tortura para extraer ingresos de la población. En 1914, Vladimir Lenin podía observar que la mayor parte de Asia consistía «o bien en colonias de las grandes potencias, o bien en Estados extremadamente dependientes y oprimidos como naciones», y sin embargo las condiciones para el «crecimiento más libre, amplio y rápido del capitalismo» se habían creado «solo en Japón, es decir, en un Estado nacional independiente».
En Europa y Norteamérica, la posesión de un Estado independiente fue también una herramienta importante en el desarrollo del capitalismo. Países como Alemania y Estados Unidos hicieron un amplio uso de los aranceles y otras formas de intervención estatal para construir sus propios sectores manufactureros antes de predicar las virtudes del libre comercio a los países que aún intentaban ponerse al día. En las últimas décadas, Estados de Asia Oriental como Taiwán y Corea del Sur han seguido un planteamiento similar, por no hablar de China.
No podemos reducir el atractivo popular del nacionalismo en los siglos XIX y XX a una cuestión económica. Pero el desarrollo desigual y combinado del capitalismo en todo el mundo dio sin duda un poderoso impulso a los movimientos por la independencia nacional, especialmente en lo que se conoce como el Sur Global. También contribuyó a reproducir y exacerbar las «diferencias nacionales y los antagonismos entre los pueblos» a los que se referían Marx y Engels en el Manifiesto.
Clase y nación
Aunque el Manifiesto puede ser el escrito más influyente de Marx y Engels, representa una pequeña fracción del material que publicaron, incluidas sus ideas sobre los movimientos nacionales de su época. Se interesaron especialmente por los asuntos de Polonia e Irlanda. Poco antes de que estallaran las revoluciones de 1848, ambos intervinieron en reuniones celebradas en Londres y Bruselas para apoyar la causa de la independencia polaca. Engels propuso una sencilla máxima, dirigida en particular a sus compatriotas alemanes: «Una nación no puede ser libre y al mismo tiempo seguir oprimiendo a otras naciones».
Hacia el final de su vida, Marx siguió siendo un firme defensor de la independencia polaca. Sus comentarios sobre el tema en 1875 revelaron una sutil comprensión de la relación entre nación y clase:
No es en absoluto una contradicción que el partido obrero internacional luche por la creación de la nación polaca. Al contrario; solo después de que Polonia haya conquistado de nuevo su independencia, solo después de que sea capaz de gobernarse a sí misma de nuevo como pueblo libre, solo entonces podrá comenzar de nuevo su desarrollo interior y podrá cooperar como fuerza independiente en la transformación social de Europa. Mientras la vida independiente de una nación es suprimida por un conquistador extranjero, dirige inevitablemente toda su fuerza, todos sus esfuerzos y toda su energía contra el enemigo exterior; durante este tiempo, por tanto, su vida interior permanece paralizada; es incapaz de trabajar por la emancipación social.
Cuando analizó la lucha irlandesa por la reforma agraria, Marx reconoció que el descontento generado por la desigualdad social podía ser más explosivo cuando se combinaba con el dominio extranjero. Sostuvo que sería «infinitamente más fácil» derrocar a la aristocracia terrateniente en Irlanda que en Inglaterra, «porque en Irlanda no se trata únicamente de una simple cuestión económica, sino al mismo tiempo de una cuestión nacional, porque los terratenientes no son allí, como en Inglaterra, los dignatarios y representantes tradicionales de la nación, sino sus opresores mortalmente odiados». Hay pocos indicios aquí de un hombre que suscribiera una simplista «Teoría de la dirección equivocada» del nacionalismo.
Las observaciones de Marx sobre la experiencia de los trabajadores inmigrantes irlandeses en las ciudades británicas prefiguraron la teoría del «salario psicológico» que W. E. B. Du Bois desarrolló más tarde para explicar el arraigo de las actitudes racistas entre los trabajadores blancos en Estados Unidos:
El trabajador inglés ordinario odia al trabajador irlandés porque ve en él a un competidor que rebaja su nivel de vida. Comparado con el obrero irlandés, se siente miembro de la nación dominante y, por esta misma razón, se convierte en un instrumento de los aristócratas y capitalistas contra Irlanda, reforzando así su dominación sobre sí mismo.
En el caso de Norteamérica, Marx fue un apasionado partidario de la causa abolicionista y agitó a favor de la Unión durante la Guerra Civil, prediciendo que sus líderes no tendrían más remedio que abolir la esclavitud si querían prevalecer sobre la Confederación. Incorporó al texto de El capital una de las principales lecciones que se extraían del otro lado del Atlántico: «El trabajo en una piel blanca no puede emanciparse cuando está marcado a fuego en una piel negra».
Por desgracia, Marx y Engels nunca generalizaron sus opiniones sobre Irlanda o Polonia en un sistema teórico coherente. Tras las revoluciones de 1848, Engels hizo mucho más mal que bien al intentar distinguir entre naciones «históricas» y «no históricas». Se mostró hostil a los movimientos nacionales de los eslavos del sur porque las monarquías de Europa Central habían sido capaces de alistarlos en el bando de la contrarrevolución.
En lugar de explicar esta alineación de fuerzas como el producto de un momento histórico, Engels afirmaba que comunidades como los serbios y los rumanos eran permanentemente incapaces de una acción política independiente y solo estaban destinadas a ser la herramienta de poderosos estados reaccionarios. Los pueblos que Engels identificó como «no históricos» falsificaron sus predicciones durante el siglo y medio siguiente.
Autodeterminación
Los críticos del marxismo argumentan que es irremediablemente esclavo de lo que llaman «reduccionismo de clase». Sin embargo, Lenin, que se consideraba a sí mismo un marxista perfectamente ortodoxo de la generación que vino después de Marx y Engels, rechazó enfáticamente la idea de que los conflictos por la identidad nacional fueran simplemente una forma encubierta de lucha de clases. También negó que la conciencia de clase disolviera el problema de las disputas nacionales, incluso al calor de una revolución socialista:Aunque se base en la economía, el socialismo no puede reducirse solo a la economía. Una base —la producción socialista— es esencial para la abolición de la opresión nacional, pero esta base debe llevar también un Estado organizado democráticamente, un ejército democrático, etc. Al transformar el capitalismo en socialismo, el proletariado crea la posibilidad de abolir la opresión nacional; esa posibilidad se hace realidad «solo» —¡«solo»!— con el establecimiento de la democracia plena en todas las esferas, incluida la delimitación de las fronteras estatales de acuerdo con las «simpatías» de la población.
Con más coherencia que Marx y Engels, Lenin insistió en el mensaje de que las comunidades nacionales que no tuvieran un Estado propio tendrían que obtener el derecho a la autodeterminación. Esto no significaba que los socialistas debieran desear activamente la desintegración de los Estados existentes: «Acusar a quienes apoyan la libertad de autodeterminación, es decir, la libertad de secesión, de fomentar el separatismo, es tan insensato e hipócrita como acusar a quienes defienden la libertad de divorcio de fomentar la destrucción de los lazos familiares».
Para Lenin, había «ventajas indiscutibles» para los Estados grandes en lugar de los pequeños, lo que significaba que las minorías nacionales «recurrirían a la secesión únicamente cuando la opresión nacional y la fricción nacional hicieran la vida en común absolutamente intolerable». Creía que el movimiento obrero desalentaría en realidad la tendencia a la fragmentación política concediendo a esas minorías plenos derechos democráticos, incluido el derecho a formar un Estado propio: «Cuanto más se acerque un sistema estatal democrático a la completa libertad de secesión, menos frecuente y ardiente será en la práctica el deseo de separación».
Esta era una cuestión política urgente para Lenin y sus camaradas del movimiento socialista ruso, porque las nacionalidades no rusas constituían la mayoría de la población en los territorios gobernados por el zar. Lenin parece haber sentido un odio visceral hacia el chovinismo de las grandes naciones. Se refirió con desdén a las autodenominadas «grandes naciones» que eran «grandes solo por su violencia, grandes solo como matonas», y condenó a los socialistas europeos que se negaban a apoyar las luchas anticoloniales de liberación en África y Asia como «chovinistas y lacayos de monarquías imperialistas manchadas de sangre e inmundas».
Quería que el nacionalismo en todas sus variedades diera paso al «internacionalismo, la fusión de todas las naciones en la unidad superior», pero siempre sobre una base voluntaria. El líder bolchevique instó a los socialistas de las naciones pequeñas y sin Estado a apoyar el derecho de sus connacionales a la autodeterminación, pero al mismo tiempo a «luchar contra la estrechez de miras, la reclusión y el aislamiento de las naciones pequeñas».
En sus últimos artículos, hacia finales de 1922, a Lenin le preocupaba que algunos de sus compañeros en la dirección soviética estuvieran empezando a revivir el chovinismo gran ruso bajo una fachada internacionalista. Subrayó que el internacionalismo por parte de los socialistas de un país como Rusia «debe consistir no solamente en la observancia de la igualdad formal de las naciones, sino incluso en una desigualdad de la nación opresora, la gran nación, que debe compensar la desigualdad que existe en la práctica real». Con ese trasfondo en mente, era «mejor exagerar que subestimar las concesiones y la indulgencia hacia las minorías nacionales».
Joseph Stalin era uno de los líderes soviéticos en los que Lenin pensaba cuando lanzó esta advertencia. Aunque el propio Stalin era georgiano, Lenin observó que era «de dominio público que las personas de otras nacionalidades que se han rusificado exageran este talante ruso». Solo podemos imaginar lo que Lenin habría tenido que decir cuando Stalin llevó este «marco mental» hasta el punto de ordenar la deportación de nacionalidades enteras, como los chechenos, a Asia Central, antes de imponer por la fuerza administraciones títeres en toda Europa del Este.
Resultaba irónico que esta falta de respeto por el derecho de las comunidades nacionales a la autodeterminación hubiera desempeñado un papel crucial en la desaparición final de la Unión Soviética. Sin embargo, el resultado de la política seguida por Stalin y sus sucesores probablemente no habría sorprendido a Lenin.
Desde la muerte de Lenin, el número de Estados-nación independientes en todo el mundo ha crecido espectacularmente. Podemos aplicar su argumento más directamente en los casos claros de opresión nacional que quedan, desde Palestina hasta el Sáhara Occidental, Cachemira y Xinjiang. Sin embargo, también se aplica a países como Escocia y Cataluña: puede que sus ciudadanos no sufran la misma opresión que los palestinos o los saharauis, pero también deberían ser libres de decidir si quieren un Estado propio.
Esto sigue dejando una cuestión importante para cualquiera que invoque el derecho de autodeterminación. ¿Cómo decidimos la unidad política en la que debe ejercerse ese derecho? Cuando hay comunidades nacionales que se solapan, una mayoría puede convertirse pronto en una minoría, dependiendo de dónde se trace una línea en el mapa. No existe una respuesta sencilla a esta pregunta, que ha alimentado algunos de los conflictos modernos más insolubles.
Comunidades de destino
Lenin partió del supuesto de que la conciencia nacional era un fenómeno importante que los socialistas no podían ignorar. En su mayor parte, no intentó explicar por qué la gente se identificaba con las naciones. El intento más ambicioso de hacerlo por parte de uno de sus contemporáneos se produjo en un libro de 1907 del líder socialista austriaco Otto Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia.
La obra de Bauer fue olvidada durante gran parte del siglo XX, y hasta el año 2000 no apareció una traducción completa al inglés. Quedó entre dos aguas en cuanto a su legado político: demasiado marxista para los socialdemócratas y demasiado socialdemócrata para los marxistas. Fue una gran pérdida, ya que la obra de Bauer anticipó algunos de los mejores escritos modernos sobre el nacionalismo.
Bauer rechazaba la idea de que las naciones, tal como las entendemos, hubieran existido desde tiempos inmemoriales, considerándolas un desarrollo vinculado al auge del capitalismo industrial, que había dado lugar a «una distribución espacial y profesional de la población completamente nueva». Desarraigados de comunidades rurales en las que «ni siquiera conocían a los campesinos del pueblo de al lado, ya que una cadena montañosa dificultaba la comunicación entre ambos», innumerables personas se encontraban ahora en pueblos y ciudades donde eran «arrojados de aquí para allá con los vaivenes del ciclo comercial».
Este mundo de beneficios y poder requería un nuevo tipo de educación para las masas, que debía impartirse en un lenguaje estandarizado que la mayoría de la gente pudiera entender:
El capitalismo moderno necesitaba un mayor nivel de formación popular, ya que sin ella la complicada administración de los negocios a gran escala sería imposible; el campesino moderno necesitaba educación, si quería convertirse en un agricultor moderno; el Estado moderno la necesitaba, si quería crear la administración local y el ejército moderno.
El reclutamiento en los ejércitos nacionales «arranca al hijo del campesino del estrecho ámbito de la aldea» y «lo reúne con compañeros de la ciudad y de otras partes del país». Mientras tanto, la difusión de la democracia política «se convierte en el medio de llevar las grandes cuestiones del día a cada aldea campesina y a cada taller (…). Cada discurso en la asamblea, cada página del periódico, lleva un trozo de nuestra cultura mental al último votante».
Bauer definió el carácter nacional como «el complejo de características físicas y mentales que distingue a una nación de otras». Subrayó que no era «una explicación» sino «algo que hay que explicar». Para Bauer, el carácter nacional era un producto de la historia, no de la biología o la geografía: «Nada más que un precipitado de la historia, cambia con cada hora, con cada nuevo acontecimiento que experimenta la nación (…). Situada de nuevo en medio de los acontecimientos mundiales, ya no es un ser persistente, sino un constante devenir y perecer». Esta visión histórica es una réplica vital a los temerosos que afirman que la inmigración extinguirá un modo de vida nacional supuestamente intemporal.
Bauer distinguía entre «comunidad de destino», que implicaba «la experiencia común del mismo destino en constante comunicación e interacción mutua», y «similitud de destino», en la que faltaba esa comunicación e interacción. Consideraba que las clases trabajadoras de los distintos países europeos eran un ejemplo de esto último:
Cualesquiera que sean los lazos de comunicación que pueda haber entre los obreros alemanes y los ingleses, estos son mucho más laxos que los que unen al obrero inglés con el burgués inglés: que ambos viven en la misma ciudad, leen los mismos carteles en las paredes, los mismos periódicos, participan en los mismos acontecimientos políticos o deportivos, y ocasionalmente hablan entre sí o al menos ambos hablan con los mismos individuos, los diversos intermediarios entre capitalistas y obreros.
Se podrían escribir libros enteros explorando las ideas que Bauer esbozó, y algunas personas lo han hecho en la gran eflorescencia de escritos sobre el nacionalismo desde la década de 1970. Ernest Gellner basó su propia teoría del nacionalismo en la necesidad de la sociedad industrial de una cultura de masas alfabetizada en la que la gente pudiera instruirse. Benedict Anderson subrayó la importancia de «una interacción medio fortuita, pero explosiva, entre un sistema de producción y relaciones productivas (el capitalismo), una tecnología de comunicaciones (la imprenta) y la fatalidad de la diversidad lingüística humana».
Lo que une a Gellner, Anderson y otros que pertenecen a la escuela «modernista» de teorizar sobre el nacionalismo es la idea de que los estados nacionales no siempre han existido como forma de organizar las sociedades humanas y, por implicación, no tienen por qué existir siempre en el futuro. En el mundo actual, el principal peligro no es que subestimemos la fuerza del nacionalismo, sino que lo veamos como una fuerza que todo lo conquista y una parte eterna de la condición humana.
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Una enmienda a la vanguardia
[Arnold Schoenberg dando clases en la Universidad de UCLA / ASUCLA]
El director de orquesta neoyorquino John Mauceri reivindica la música de los exiliados europeos en USA como la gran tradición clásica del siglo XX
A John Mauceri (Nueva York, 1945) muchos lo conocimos cuando en la década de 1990 participó como director en una serie que el sello Decca empezó a publicar con el título genérico de Entartete Musik (Música degenerada), en la que se pretendía recuperar la música de los compositores ridiculizados (y prohibidos) por los nazis en una famosa exposición con ese nombre (Düsseldorf, 1938) que era réplica de una anterior más importante sobre el arte pictórico (Entartete Kunst). Aquellos discos restauraron música olvidada de algunos compositores de notable reputación (incluidos Weill, Schoenberg, Zemlinsky o Hindemith) y la de otros reconocidos especialmente por su actividad en la música de cine (de Korngold a Waxman), pero sobre todo puso en valor nombres que eran por completo ignorados, incluso por los más eruditos: Hass, Ullmann, Krása, Schreker, Schulhoff, Krenek, Wolpe, Braunfels, Rathaus, Goldschmidt, Strassfogel...
La mayoría de estos músicos eran judíos: algunos murieron en los campos nazis; otros emigraron a los Estados Unidos. Mauceri considera que con ellos no se ha hecho justicia, pues las circunstancias políticas determinaron que, tras la Segunda Guerra Mundial, desde las más altas instancias públicas occidentales se privilegiara la más radical creación experimental, que rompía radicalmente con la tradición de la música clásica que estos compositores representaban, y este libro es una encendida defensa de la necesidad de volver a poner su legado en el centro del repertorio orquestal de nuestros días.
Esta consideración de la vanguardia de la posguerra como auténtica herramienta política había sido ya analizada por Alex Ross en su famoso bestseller El ruido eterno, en el que profundizaba en la ingente cantidad de recursos empleados desde el gobierno americano para fomentar una música que rompiera con la alta consideración que los alemanes tenían de su propia tradición, y ello como recurso de guerra psicológica para socavar su prestigio no sólo estético o intelectual, sino moral. Mauceri considera que lo que podría haber sido una experiencia meramente temporal se consolidó durante la Guerra Fría, ya que el nuevo enemigo era una URSS que también, como el Reich, condenaba las prácticas modernistas. La música se convirtió en un arma de combate. El apoyo oficial –y no sólo de los gobiernos, sino de entidades privadas y un ejército rocoso de intelectuales y críticos– se dirigió a las vanguardias emergidas de la posguerra en torno al serialismo (sobre todo, en Europa) y la indeterminación (en USA) rompiendo radicalmente la línea central de la evolución clásica. Eso se llevó por delante no sólo a la exitosa tradición posromántica, creada en torno a la escuela de Strauss y Mahler, sino también a la ópera italiana que culminó en Puccini, cuyos sucesores se vieron contaminados por el fascismo. El resultado es bien conocido: la fractura entre la nueva música y el público, atraído mayoritariamente por las corrientes de la música popular y muy alejado de lo que algunos pomposamente llaman música de creación (como si las canciones pop nacieran de las setas).
La ficha La Guerra y la Música. Los caminos de la música clásica en el siglo XX John Mauceri. Traducción de Lorenzo Luengo Madrid: Siruela, 2024 (edición original, 2022). 299 páginas. 26 € (ebook: 12.99 €)
En un breve ensayo que publicó también Siruela en 2003 (El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin), Alessandro Baricco se lamentaba ya de que se hubiera quebrado la línea de Puccini y Mahler. Aquel texto de Baricco fue tildado en su día de polémico e incluso provocador. Y es que el discurso del dogmatismo vanguardista de los años 60 y 70 había llegado aún muy fuerte a finales de siglo. Hoy la arremetida de Mauceri contra la vanguardia de la posguerra –muy significativamente contra Pierre Boulez, al que, con razón, categoriza como el hombre más poderoso de toda la música clásica en el siglo XX–, es vista con absoluta naturalidad e incluso con una creciente simpatía en un medio musical cansado de lo que el director americano llama “eterna adolescencia” de la vanguardia.
La reivindicación de Mauceri va en cualquier caso un poco más allá. El exilio europeo en Estados Unidos, que incluía a Schoenberg, Korngold, Hindemith, Weill, Waxman, Rózsa, Steiner, Reiner, Walter... –¡y a Gershwin, Copland o Bernstein como emigrantes de segunda generación!– no sólo trasladó la tradición de la música de concierto europea a América, sino que creó una tradición original, la de la música para el cine, que no era otra cosa que la traslación de Wagner –al que considera el gran inventor de la música fílmica– a un entorno nuevo. Mientras la vanguardia oficial y sus altavoces mediáticos utilizaban el término “hollywoodiense” de forma despectiva y hacían música consumida en pequeños cenáculos de expertos, el gusto mayoritario se moldeaba con las creaciones épicas y conmovedoras que se difundían desde las pantallas, una música que Mauceri considera tiene –aunque no siempre, reconoce– poder autónomo y que debería figurar junto a las obras de concierto escritas durante décadas por los compositores tonales en los programas de las grandes orquestas internacionales. Y de hecho, aunque lentamente, eso es lo que está pasando ya: uno ve a la Filarmónica de Viena tocando en la Sala Dorada del Musikverein la Marcha Imperial de Star Wars bajo la batuta de John Williams en un concierto grabado por Deutsche Grammophon y entiende que los tiempos están cambiando. Mauceri apostilla: el gran reto de futuro (casi de presente) para los compositores está en los videojuegos y el carácter interactivo que se exige para su música.
[Diario de Sevilla. 11-08-2024]
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¿De dónde proviene el universo en el que habitamos? ¿Cuándo se originó y cuáles las causas que crearon el tiempo y el espacio? ¿Intervino un ser superior todo poderoso en la creación de todo lo que conocemos? Estas preguntas, tan singulares de nuestra especie, y que han recibido por todas las culturas respuestas muy diversas a lo largo de la historia de la humanidad, es el tema central de esta grandiosa compilación de ensayos, escritos por una de las mentes mas brillantes del siglo XX, Stephen Hawking (si no sabe de quien se trata, la película "La teoría del todo", aproxima una biografia de este científico y de las principales ideas de su programa de investigación 👉 https://bit.ly/3y9aNBG).
Lejos de brindar respuestas absolutas, Hawking nos lleva poco a poco a comprender las tesis de las principales teorías científicas del siglo XX (teoría de la relatividad y mecánica cuántica) para aproximar algunas explicaciones basadas en la evidencia científica disponible con los sistemas tecnológicos y matemáticos que contamos como humanidad (importante tener en cuenta que el texto fué escrito en 1988, por lo que la ciencia ya ha hecho avances importantes en este campo).
Indudablemente su lectura requiere de una fundamentación básica para lograr comprender algunas de sus poderosas ideas, aunque muchas de ellas, serán una materia extraña para aquellos que no estamos iniciados y poseemos un aparato conceptual básico en astrofísica. Particularmente los dos capitulos sobre agujeros negros son realmente desafiantes y altamente especializados. Su lectura conllevará, de seguro, a la perdida de muchos de los lectores, cómo fue mi caso propio.
Sin embargo, creo que ello se convierte en una oportunidad de explorar y estudiar algunos recursos que hoy tenemos a la mano, para lograr ampliar nuestro entendimiento del cosmos, de nuestro lugar en el mundo. A mi en lo personal, me ayudó mucho el capítulo "El filo de la eternidad" de la emblemática serie de divulgación científica "Cosmos" dirigida por otro gran científico de nuestro tiempo Carl Sagan, que por fortuna cargaron recientemente en Youtube, y de la que les hablaré en otro post. Por acá les dejo el enlace para que lo puedan ver y estudiar 👉 https://youtu.be/jE0rW4C5McM?si=Dk9MguT2T97Gb28I
Ahora bien, teniendo en cuenta el reto que implicará su lectura, cómo recompensa uno obtiene un viaje fantástico para conocer de primera mano algunas de las ideas más revolucionarias de la ciencias, que conllevan a explorar la frontera de nuestra comprensión del inicio del universo, del tiempo y el espacio, y nos abre las puertas para adentrarnos a uno de los mayores problemas que enfrenta la ciencia aún hoy en día: lograr encontrar (acaso si ello es posible) una teoría unificada, esto es, una teoría cuántica de la gravedad.
Cómo profesor de base formado en ciencias, este fué un libro que no leí durante mis estudios de licenciatura, y es triste saberlo, porque es un tesoro que todo profesor debería leer durante su formación, porque con seguridad su estudio deriva en preguntas, curiosidad y asombro, actitudes fundamentales en la formación de un espíritu científico. Incluso, "Historia del tiempo" es un texto que creería cualquier estudiante universitario debería leer y explorar con entusiasmo, independiente el área de su especialización, porque sin duda encontrá conexiones fundamentales para entender algunos de los fenómenos de los que se ocupa su campo disciplinar, reconocer aspectos clave de la naturaleza de la ciencia y, particularmente, encontrarse con detalles asombrosos de como se construye un hecho científico.
De verdad, me alegró mucho leer este libro, porque hace algún tiempo no leía textos de ciencias naturales, y significa un reencuentro con una parte fundamental de mi. Por eso, les comparto este fragmento poderoso, una idea maravillosa con la que S. Hawking cierra, descomunalmente, este libro:
«Si encontrásemos una respuesta a esto [se refiere a una teoría unificada], sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios»
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