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XXVII Encuentro Internacional de Poetas
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La tanda - Laura Méndez (de Cuenca)
Todos los martes, entre las cigarreras de la fábrica de “El Moro”, se celebraba una famosísima “tanda” de a cuarenta pesos, lo cual era ocasión de inusitado movimiento y alegría. La tanda venía a ser, o a querer decir, el turno que tocaba a las torcedoras, para recibir, de una vez, la suma colectada por ellas mismas a mínima prorrata cotidiana, durante cuarenta semanas. Se verificaba, poniendo cada una de las cuarenta mujeres un real diario en una alcancía. Arrancábanselo del miserable jornal, como quien se arranca una tira de pellejo.
El trabajo se les distribuía por tareas. La tarea las ocupaba medio día justo, recibiendo por ella dos reales y medio, que no alcanzaban a contentar ningún estómago, por parco que fuese. Mujer había que no se daba abasto para despachar sus dos tareas, en la fábrica; y se llevaba el resto por concluir, a casa, donde continuaba, para ella, muchas veces hasta medianoche, la amarga faena del día. Otras, más fuertes y con suma agilidad en los dedos, dejaban, al retirarse, su labor cumplida; pero ganosas de hacer algo más de los cinco reales, se llevaban consigo otra tarea, o cuando menos, media, que traían a la fábrica convertida en haces de cigarrillos, a la mañana siguiente.
De éstas era doña Pilar. Había crecido en la fábrica, cosida a las faldas de su madre, que también había sido estanquera y aprendido el oficio desde tierna edad. Y como ni el poco tiempo que duró casada dejó de torcer, porque al marido lo agarró la leva, a los veinte días de la boda, y se lo llevaron a matar en una pelotera de Puros y Mochos, no tuvo doña Pilar ocasión de que se le agarrotaran los dedos, por falta de práctica. Sus treguas de descanso eran nones, y no llegaban a tres: una sola, cuando nació la niña, la hija única: Margarita. Entonces sí que habían sido tres meses de estar acostadita en su cama dura y numerada de hospital, con la peritonitis y otras consecuencias de la maternidad, en combinación con la miseria y los golpes de la fortuna.
Fue durante la cuarentena cuando vino el parte de los caídos en qué sé yo qué escaramuza, figurando en la lista de las bajas del regimiento, el esposo y padre. Pero doña Pilar no lo supo porque ni ella ni las almas caritativas que la habrían llevado la noticia, sabían leer, ni entendían de partes de batallas. Así se ahorró doña Pilar un dolor violento; pues el de aguardar, llena de esperanzas, la vuelta del soldado, lo escondió largo tiempo en el corazón.
El tiempo cura, y el trabajo disipa la tristeza. Los dos cumplieron divinamente su obra, en la cigarrera, en tanto que Margarita crecía, despertando en el alma inculta de su madre nuevas y más delicadas emociones.
La chiquilla no creció en la fábrica de cigarros. Al cuidado de una vecina cariñosa con cuyas hijitas jugaba de ordinario, gente menos palurda que doña Pilar, adquirió Margarita modales que no suelen tener los niños de talleres o factorías. Fue con sus amiguitas a una escuela de silabario, catecismo y dechado, de a real por semana; y cuando llegó a esa edad en que la mujer, aunque en la pila la hayan nombrado Chucha o Trinidad, siente ella que se llama Primavera, Alegría, Gloria, entró en el Conservatorio, a aprender declamación, en compañía de otras chicas que habían sido ya sus condiscípulas.
Margarita no quería ser torcedora. Para redimirse del oficio único a que la empujaban las circunstancias del medio y la necesidad de cooperar en la adquisición del pan de cada día, determinó hacerse artista. Poniéndose en lo peor —decía a su madre—, una mala cómica gana más que una buena cigarrera. Siendo honrada puede tener mejor asociación que la del estanco. Además, para el teatro tengo disposiciones, y sueño con los aplausos del público. ¿Por qué no he de llegar a buena actriz?
Doña Pilar, que veía el sol en los ojos de su hija, decía a todo amén. Con escrúpulos de madre, había ido alguna vez a hablar con el director del Conservatorio y los maestros de Margarita. Tanto el señor Bablot como el doctor Peredo, le habían asegurado que la niña tenía ingenio, gracia y una voz, ¡vamos!, que no había instrumento musical a que compararla.
A los temores de la cigarrera, de que Margarita, con el roce de la gente de tablas, se echase a perder, Peredo añadía que con sus buenos principios y la vigilancia constante de la madre, eso no sería posible. Recordaba a doña Pilar, o por lo menos intentaba recordarle, muchos casos de jóvenes decentes que habían pisado el escenario, sin menoscabar su virtud; citábale una retahíla de nombres que ella jamás había oído mentar. A fuerza de repetírselos mucho, la torcedora se aprendió el de Soledad Cordero; y por la reverencia con que el doctor lo pronunciaba, la madre convino en consentir que Margarita siguiera el camino del arte. Quizá sería ella también otra Soledad Cordero.
Margarita era con frecuencia designada en el Conservatorio para recitar versos de los poetas célebres en esos días; y también leía discursos largos y pesados que le encargaban, en las fiestas gordas, a los cuales el buen modo de decir, la expresión, el tono dulce de la voz, y la belleza y juventud de la recitadora quitaban mucho del aburrimiento. ¡Cuánto debieron agradecer a Margarita los autores de esos mamarrachos, que el público no les hubiese arrojado por la cabeza los cojines de las butacas!
Con la cabeza llena de sueños, de coronas y laureles, Margarita sentía la pobreza de su condición social, rayana en miseria, ligera como un ramo de flores. Esperaba confiada y valerosa en el porvenir.
Su primera esperanza, en algo concreto, era en la tanda. Cuando le llegara a doña Pilar el turno de los cuarenta pesos, además de que muchas necesidades domésticas iban a remediarse, la futura Soledad Cordero tendría un vestido blanco que su madre le había prometido y algunos ejemplares de comedias. Sobre todo, las de Bretón. Debía estrenarse en el teatro con la Marcela.
Un sábado por la tarde, Margarita regaba las macetas en el corredor, bañado todavía de melancólica luz crepuscular, cuando la acometió una congoja, después un golpe de sangre y por último un desmayo. Las amiguitas de la vecindad le prestaron cuidados, mientras doña Pilar regresó de la fábrica, a la hora acostumbrada. Como loca corrió la infeliz en busca de un médico; pero esos ministros de la ciencia, que no suelen salir a curar a desconocidos, sin preguntar más que el catecismo, no acudieron al lecho de Margarita. Alguno prometió ir a la media hora, pero todo quedó en jarabe de pico.
La habitación de la cigarrera, un cuartucho angosto que parecía cerbatana, estuvo tres días con sus noches, como piña; pues el vecino que no acudía con el linimento o la taza de manzanilla, traía una imagen de santo milagroso o alguna vela bendita. Por fin, entre varias mujeres iniciaron la colecta para la visita del médico, y se consiguió que uno viniese a recetar la extremaunción. Era un caso de tisis galopante, dijo, y se marchó.
La maestra de la fábrica trajo el miércoles temprano a doña Pilar los cuarenta pesos de la tanda que le había tocado la víspera. Las vecinas cosieron a toda prisa el vestido blanco, y, en vez de comedias, compraron muchas flores con que cubrieron el sepulcro de Margarita.
Información adicional: El cuento apareció en Simplezas (1910), volumen de cuentos de la escritora mexicana. Tomado aquí de la antología Los demonios del deseo (cuentos mexicanos del siglo XIX), preparada por Carmen Ceballos (Xalapa: Gobierno del Estado de Veracruz, 2004). En esta antología también se da esta semblanza:
Laura Méndez (Amecameca, 1850 - Tacubaya, 1928). Notable intelectual, feminista combativa, periodista y maestra, participó de la vida cultural de su época. Fue discípula de Ignacio Ramírez el "Nigromante", tuvo una relación amorosa con Manuel Acuña y fue esposa de Agustín F. Cuenca. Su poesía se considera singular dentro de las producciones de su tiempo. Su obra narrativa no es menos original; en esta vertiente escribió una novela: El espejo de Amarilis y un libro de cuentos: Simplezas. Aun en su variedad temática, sus relatos expresan un estilo propio: los personajes sufren una violencia íntima que es resultado del choque entre sus deseos y una realidad adversa.
Laura Méndez (de Cuenca).
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