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Chicharrón de oso - Ana Fuente Montes de Oca
La gente lleva el destino grabado en el nombre. es el caso de mi mamá, a quien Soledad le queda como anillo al dedo, y es también el del tío Valente, mi tío Valente. Si yo lo extraño, estoy segura de que a ella le hace mucha más falta, pero no me he atrevido a preguntar, y eso que el rancho ya tiene un buen rato soportando el vacío que dejó.
Él no es mi tío; no era. No sé si es o era; no sé si habrá llegado bien. Así ocurre en la frontera, incertidumbre pura, porque pareciera que cruzarla es entrar a otra dimensión. Nunca hemos tenido noticia de las personas que se regresan ni de los que se ha llevado la migra. No quiero pensar en eso. Quiero imaginar que finalmente cumplió su sueño de volver a Aguililla, estar ahí para la boda de su hija y poner su negocio de carnitas en la carretera, porque para eso vivió tantos años aquí, lejos de su gente, trabajando más horas de las que tiene el día y ahorrando cada centavo que ganaba. Yo creo que también anhelaba regresar con su esposa; nunca me tragué eso de que fuera viudo, sin embargo entiendo que mi mamá haya preferido pensar que sí. Si no hubiera tenido mujer, digo yo, le habría mandado el dinero a sus hijas para quedarse de este lado con mi mamá, pero las cosas no fueron así. El caso es que Valente no era mi tío, ni siquiera compartíamos sangre, sino que recibí la instrucción de llamarlo de esa manera el día que le dije “papá” y él mismo me aclaró que tenía dos hijas y yo no era una de ellas.
Él llegó al rancho tiempo antes que nosotras. No sé cuánto porque a Valente no se le preguntaban cosas, se le observaba y se le escuchaba; no se le pedían explicaciones pues era como topar con pared: él hablaba cuando así lo dictaba su voluntad y al único al que le respondía era al patrón. Entre semana yo nunca lo veía: se levantaba antes del amanecer y trabajaba hasta bien entrada la noche. Alguna vez, entre sueños, alcancé a percibir que su sombra se colaba para compartir el lecho con mi mamá, pero tampoco me consta. Nunca lo vi acostado; por lo que sé, bien pudo haber dormido parado o colgado del techo. Quién sabe. Yo convivía con él los domingos, cuando se sentaba en el porchecito de la casa de servicio y se dedicaba a la contemplación. Observaba todo como si lo estuviera descubriendo por primera vez, escondido tras su sombrero y su pipa, entre la espesa mata de sus cejas pobladas y su barba negra y tupida. Me sentaba cerca de él y esperaba a que soltara entre dientes alguna historia, como si contarla le ayudara a mantener vivo el recuerdo. Así me enteré de la existencia de Socorro y Dolores, sus hijas, que tenían un par de años más que yo y vivían, decía él, con una tía. A mí más bien se me hace que Valente trataba de “tíos” y “tías” a todas las relaciones que no podía —o no quería— explicar.
Esos domingos llegaban anunciados por el aroma a tabaco de la pipa de cedro que él mismo había hecho. Hacía de todo: abría ostras con más destreza que una nutria, se encargaba de la instalación eléctrica y de las tuberías, usaba la escopeta y el tractor, araba, cosechaba las hortalizas y cocinaba riquísimo. Aunque todos en el rancho envidiaban su habilidad, a Valente le pesaba no poder enviarle cartas a sus hijas porque no sabía leer ni escribir. La única vez que me pidió ayuda, le pregunté por qué no las había traído a vivir en Oregon, pero, inexpresivo y silencioso como era, rompió la hoja y me regaló la pluma. Me quedé fría, avergonzada por no haber sabido ser su confidente y triste porque entendí que no volvería a pedírmelo.
Extraño pasar mis días tratando de descifrarlo. Valente era como un baúl lleno: aunque yo no tenía la llave, a veces alcanzaba a distinguir algunos detalles si me asomaba muy de cerca. Siempre supe, por ejemplo, que era capaz de matar sin que le temblara el pulso, sin embargo nunca imaginé que lo vería llorar. Mucho menos pensé que todo fuera a suceder el mismo día.
Fue en mi fiesta de quince años. Vinieron muchos paisanos de las rancherías cercanas, más animados por la pachanga que por celebrarme, pero eso no era importante. Hubo todo lo que extrañamos aquí en el otro lado: tamalitos, taquitos dorados, carnitas, agua de jamaica e incluso una piñata. Todo iba muy bien, hasta que de la montaña bajó un oso negro a sembrar el terror. Ninguno de nosotros había visto uno en vivo; no conocíamos ese tamaño de animal ni de garras ni de colmillos. no faltó quien tratara de asustarlo, pero lo único que se logró fue que, si antes había un oso curioso en el rancho, ahora tuviéramos uno en pleno ataque de furia. Algunos regresaron corriendo a sus casas, otros se escondieron bajo las mesas y unos más se metieron a nuestros cuartos dejándonos afuera.
Valente salió del cobertizo caminando, se dirigió directamente a él como si se tratara de un viejo conocido y ambos se miraron cara a cara. Parecían vaqueros a punto de retarse a duelo. el animal no tenía intención de calmarse, así que, cuando se apoyó en las patas traseras y lanzó un rugido que nos dejó fríos, mi tío le acomodó un tiro de escopeta justo entre las costillas. aquél cayó de golpe rendido a sus pies.
Mientras los demás celebraban el regreso de la calma, Valente sostenía entre sus manos la cabeza de su rival. Le pidió a otros trabajadores que le ayudaran a cargarlo y lo llevaron a la parte de atrás del cobertizo, donde empezó a destazarlo. Atraída por el morbo y horrorizada por la cantidad de sangre que casi había formado un estanque bajo sus pies, me acerqué. Lo escuché llorar por primera y única vez. Al saberse acompañado, ni siquiera volteó a verme cuando justificó sus lágrimas:
—Es un animal hermoso y no voy a dejar que se pudra sólo para que se lo coman los zopilotes.
No dije nada, ni a él ni a nadie. Durante varias semanas comimos las mejores carnitas y el mejor chicharrón que preparó en todos sus años en el rancho. Cuando el patrón le preguntó de dónde había salido todo eso, Valente dijo que le habían regalado unos puercos y los había cocinado todos juntos para mi festejo: por fin compartíamos un secreto. Me gusta recordar que me guiñó un ojo, aunque no haya sido así. Logré abrir una rendijita del baúl del más valiente de mis tíos y por eso el chicharrón de oso me supo a puritita gloria. Información adicional: tomado de Chicharrón de oso y algunos cuentos del fracaso, México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018, pp. 12-15.
Sobre la autora (tomado de la página de Tierra Adentro):
(Ciudad de México, 1984). Estudió la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de México. De 2015 a 2016 fue becaria del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca). Se ha desempeñado como traductora de inglés y francés y profesora de secundaria, preparatoria y universidad. Es colaboradora de las revistas La Peste y Coma Suspensivos e imparte talleres de cuento en Ensenada, Baja California, donde reside actualmente.
Ana Fuente Montes de Oca. Foto de Alejandro Meter.
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La tanda - Laura Méndez (de Cuenca)
Todos los martes, entre las cigarreras de la fábrica de “El Moro”, se celebraba una famosísima “tanda” de a cuarenta pesos, lo cual era ocasión de inusitado movimiento y alegría. La tanda venía a ser, o a querer decir, el turno que tocaba a las torcedoras, para recibir, de una vez, la suma colectada por ellas mismas a mínima prorrata cotidiana, durante cuarenta semanas. Se verificaba, poniendo cada una de las cuarenta mujeres un real diario en una alcancía. Arrancábanselo del miserable jornal, como quien se arranca una tira de pellejo.
El trabajo se les distribuía por tareas. La tarea las ocupaba medio día justo, recibiendo por ella dos reales y medio, que no alcanzaban a contentar ningún estómago, por parco que fuese. Mujer había que no se daba abasto para despachar sus dos tareas, en la fábrica; y se llevaba el resto por concluir, a casa, donde continuaba, para ella, muchas veces hasta medianoche, la amarga faena del día. Otras, más fuertes y con suma agilidad en los dedos, dejaban, al retirarse, su labor cumplida; pero ganosas de hacer algo más de los cinco reales, se llevaban consigo otra tarea, o cuando menos, media, que traían a la fábrica convertida en haces de cigarrillos, a la mañana siguiente.
De éstas era doña Pilar. Había crecido en la fábrica, cosida a las faldas de su madre, que también había sido estanquera y aprendido el oficio desde tierna edad. Y como ni el poco tiempo que duró casada dejó de torcer, porque al marido lo agarró la leva, a los veinte días de la boda, y se lo llevaron a matar en una pelotera de Puros y Mochos, no tuvo doña Pilar ocasión de que se le agarrotaran los dedos, por falta de práctica. Sus treguas de descanso eran nones, y no llegaban a tres: una sola, cuando nació la niña, la hija única: Margarita. Entonces sí que habían sido tres meses de estar acostadita en su cama dura y numerada de hospital, con la peritonitis y otras consecuencias de la maternidad, en combinación con la miseria y los golpes de la fortuna.
Fue durante la cuarentena cuando vino el parte de los caídos en qué sé yo qué escaramuza, figurando en la lista de las bajas del regimiento, el esposo y padre. Pero doña Pilar no lo supo porque ni ella ni las almas caritativas que la habrían llevado la noticia, sabían leer, ni entendían de partes de batallas. Así se ahorró doña Pilar un dolor violento; pues el de aguardar, llena de esperanzas, la vuelta del soldado, lo escondió largo tiempo en el corazón.
El tiempo cura, y el trabajo disipa la tristeza. Los dos cumplieron divinamente su obra, en la cigarrera, en tanto que Margarita crecía, despertando en el alma inculta de su madre nuevas y más delicadas emociones.
La chiquilla no creció en la fábrica de cigarros. Al cuidado de una vecina cariñosa con cuyas hijitas jugaba de ordinario, gente menos palurda que doña Pilar, adquirió Margarita modales que no suelen tener los niños de talleres o factorías. Fue con sus amiguitas a una escuela de silabario, catecismo y dechado, de a real por semana; y cuando llegó a esa edad en que la mujer, aunque en la pila la hayan nombrado Chucha o Trinidad, siente ella que se llama Primavera, Alegría, Gloria, entró en el Conservatorio, a aprender declamación, en compañía de otras chicas que habían sido ya sus condiscípulas.
Margarita no quería ser torcedora. Para redimirse del oficio único a que la empujaban las circunstancias del medio y la necesidad de cooperar en la adquisición del pan de cada día, determinó hacerse artista. Poniéndose en lo peor —decía a su madre—, una mala cómica gana más que una buena cigarrera. Siendo honrada puede tener mejor asociación que la del estanco. Además, para el teatro tengo disposiciones, y sueño con los aplausos del público. ¿Por qué no he de llegar a buena actriz?
Doña Pilar, que veía el sol en los ojos de su hija, decía a todo amén. Con escrúpulos de madre, había ido alguna vez a hablar con el director del Conservatorio y los maestros de Margarita. Tanto el señor Bablot como el doctor Peredo, le habían asegurado que la niña tenía ingenio, gracia y una voz, ¡vamos!, que no había instrumento musical a que compararla.
A los temores de la cigarrera, de que Margarita, con el roce de la gente de tablas, se echase a perder, Peredo añadía que con sus buenos principios y la vigilancia constante de la madre, eso no sería posible. Recordaba a doña Pilar, o por lo menos intentaba recordarle, muchos casos de jóvenes decentes que habían pisado el escenario, sin menoscabar su virtud; citábale una retahíla de nombres que ella jamás había oído mentar. A fuerza de repetírselos mucho, la torcedora se aprendió el de Soledad Cordero; y por la reverencia con que el doctor lo pronunciaba, la madre convino en consentir que Margarita siguiera el camino del arte. Quizá sería ella también otra Soledad Cordero.
Margarita era con frecuencia designada en el Conservatorio para recitar versos de los poetas célebres en esos días; y también leía discursos largos y pesados que le encargaban, en las fiestas gordas, a los cuales el buen modo de decir, la expresión, el tono dulce de la voz, y la belleza y juventud de la recitadora quitaban mucho del aburrimiento. ¡Cuánto debieron agradecer a Margarita los autores de esos mamarrachos, que el público no les hubiese arrojado por la cabeza los cojines de las butacas!
Con la cabeza llena de sueños, de coronas y laureles, Margarita sentía la pobreza de su condición social, rayana en miseria, ligera como un ramo de flores. Esperaba confiada y valerosa en el porvenir.
Su primera esperanza, en algo concreto, era en la tanda. Cuando le llegara a doña Pilar el turno de los cuarenta pesos, además de que muchas necesidades domésticas iban a remediarse, la futura Soledad Cordero tendría un vestido blanco que su madre le había prometido y algunos ejemplares de comedias. Sobre todo, las de Bretón. Debía estrenarse en el teatro con la Marcela.
Un sábado por la tarde, Margarita regaba las macetas en el corredor, bañado todavía de melancólica luz crepuscular, cuando la acometió una congoja, después un golpe de sangre y por último un desmayo. Las amiguitas de la vecindad le prestaron cuidados, mientras doña Pilar regresó de la fábrica, a la hora acostumbrada. Como loca corrió la infeliz en busca de un médico; pero esos ministros de la ciencia, que no suelen salir a curar a desconocidos, sin preguntar más que el catecismo, no acudieron al lecho de Margarita. Alguno prometió ir a la media hora, pero todo quedó en jarabe de pico.
La habitación de la cigarrera, un cuartucho angosto que parecía cerbatana, estuvo tres días con sus noches, como piña; pues el vecino que no acudía con el linimento o la taza de manzanilla, traía una imagen de santo milagroso o alguna vela bendita. Por fin, entre varias mujeres iniciaron la colecta para la visita del médico, y se consiguió que uno viniese a recetar la extremaunción. Era un caso de tisis galopante, dijo, y se marchó.
La maestra de la fábrica trajo el miércoles temprano a doña Pilar los cuarenta pesos de la tanda que le había tocado la víspera. Las vecinas cosieron a toda prisa el vestido blanco, y, en vez de comedias, compraron muchas flores con que cubrieron el sepulcro de Margarita.
Información adicional: El cuento apareció en Simplezas (1910), volumen de cuentos de la escritora mexicana. Tomado aquí de la antología Los demonios del deseo (cuentos mexicanos del siglo XIX), preparada por Carmen Ceballos (Xalapa: Gobierno del Estado de Veracruz, 2004). En esta antología también se da esta semblanza:
Laura Méndez (Amecameca, 1850 - Tacubaya, 1928). Notable intelectual, feminista combativa, periodista y maestra, participó de la vida cultural de su época. Fue discípula de Ignacio Ramírez el "Nigromante", tuvo una relación amorosa con Manuel Acuña y fue esposa de Agustín F. Cuenca. Su poesía se considera singular dentro de las producciones de su tiempo. Su obra narrativa no es menos original; en esta vertiente escribió una novela: El espejo de Amarilis y un libro de cuentos: Simplezas. Aun en su variedad temática, sus relatos expresan un estilo propio: los personajes sufren una violencia íntima que es resultado del choque entre sus deseos y una realidad adversa.
Laura Méndez (de Cuenca).
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Nueve para diez - Pham Thi Hoai
(Traducido indirectamente por Andrés Ramos García a partir de una traducción al inglés de Peter Zinoman)
El primer hombre en mi infeliz vida era delgado y amable con un rostro sincero. La suya era una honestidad fácil de encontrar en cualquier momento, sobre todo en gente que ha vivido continuamente, sin interrupciones, en un ambiente protegido: de una niñez ordinaria y tranquila a una vida universitaria, que no fue más que la extensión de la preparatoria, y luego sus años como técnico empleado del gobierno; exhibía diligencia, confianza y benevolencia. Parecía que la suya era una bondad innata, protegida, un don divino. Parecía que siempre había sido correcto y bueno, de una forma modesta, a lo largo de una vida carente de inseguridades. Yo pensaba a menudo en su bondad como un pequeño dedal de fuego, incapaz de contribuir con su calor al mundo, pero en ocasiones reconfortante, aunque sólo de una forma simbólica. Y todos, especialmente yo, intentaríamos acercarnos a ese calor; este esfuerzo con el tiempo se convertiría en un hábito y, después, en un imperativo moral. De hecho, quizá a su lado pude haber vivido el tipo de vida más apropiado para una mujer, en un departamento en algún lugar con esa pequeña flama. Habría parido hijos de buen padre y me habría sentado por las noches, aferrada a una bola colorida de lana, tejiendo ropa de colores, ajena a la duda conmigo misma. Encima, no habría nunca temido una infidelidad de su parte pues él apenas y podía imaginar el concepto de adulterio. Sólo que en ese entonces yo era demasiado joven y lo veía como una suerte de pieza preciosa de ajedrez, afortunada de que alguien invisible la moviera hacia los escaques seguros, lejos de las batallas violentas. Parecía que él continuaría así su vida hasta que una muerte natural lo alcanzara (y, por supuesto, él continuaría siendo honesto, incluso en la muerte). En ese tiempo, consideraba mi propio nacimiento como una especie de broma cruel. Subestimé el tamaño de su dedal de fuego y no pude darme cuenta de que su honestidad convencional no era menos creíble que otras cosas en la vida. Con su insuficiente escepticismo, cómo podría entender de ciencia, arte o religión y, en suma, cómo podría entender de amor, eso que yo consideraba el deseo intenso más fundamental para una persona como yo. Comencé a sentirme insatisfecha porque él era demasiado decente y seguro con su propia decencia.
El segundo hombre era frívolo y alegre, un chico de ciudad que aún tenía que atravesar un periodo de crisis espiritual característico de la sociedad civilizada. Estaba loco por la música, de Beethoven a los Beatles, contaba con una buena voz para el canto, pero no podía con educarla. También amaba el futbol y daba patadas decentes, mas no podía con la concentración para el entrenamiento. En general, no tenía concentración para nada, ni siquiera para el amor. Es difícil confiar en un hombre así pues nunca es claro hacia dónde se dirigen los vectores de su personalidad. Daba una primera impresión de alguien tremendamente frívolo, alguien que tenía nociones raras y peculiares sobre la vida, lo cual frecuentemente desconcertaba a quienes lo conocían. Su rostro era tan natural que despertaba suspicacia y creo que bajo esa capa de piel maravillosa se escondía una naturaleza extraordinaria. De qué otra forma, si no, se explicaba la perfecta armonía que había entre él y su entorno, un símbolo definitivo de su capacidad para vivir tan profundamente y tan libremente. Sólo que después de tres oraciones pronunciadas con su linda boca sonriente, esta primera impresión se esfumaba enseguida. Era uno más en el infinito montón de hombres jóvenes afortunados que llevan una vida sin cuestionarse nada, no a causa de algún principio consciente, sino simplemente por las circunstancias, la frivolidad como hábito, como forma de vivir; frívolo en todos los detalles y sólo los detalles le preocupaban. Su frivolidad se manifestaba en el cuidado que ponía para quedarse en una pose relajada y en la atención que dedicaba a festejos, banquetes y a parecer culto; todo ello en el contexto de una existencia más amplia que no era para nada frívola, sino seria y sustancial. A una cierta edad, aquellos tan extrovertidos y espontáneos como él se hunden en el caos nebuloso de los problemas de la vida. Sin embargo, él fue una persona que me trajo muchas horas placenteras, casi las más felices de toda la vida. Aprendí varias cosas importantes por él, concretamente descubrí que tengo un cuerpo y que mi cuerpo tiene una voz, una voz inicialmente tímida, luego apasionada, a veces intrépida y profana, y con el tiempo, más difícil de complacer. Él fue el primer hombre que me enseñó que yo era una mujer y por un tiempo después, no estoy segura de cuánto, seguí agradecida con este hombre ordinario. La vida se empobrecería ciertamente sin estos hombres alegres y superficiales. Además, le encantaba la buena comida y eso verdaderamente es una cualidad que merece la pena.
El hombre número tres estuvo presente menos de una semana pero me hizo la más miserable. Era extremadamente guapo, tan guapo que las expresiones de envidia obstruían las gargantas de quienes lo conocían. De inmediato me olvidé de quien era yo y experimenté mi primer estado cercano a la muerte. Después de eso, seguí afectada por una sensación tan peligrosa como seductora. Este sentimiento se quedó conmigo a lo largo del resto de mi vida, inundando y abrumando emociones más pequeñas, provocando que estas se encogieran y cesaran. La recuperación exigiría una enorme dosis de optimismo y una habilidad para ajustarse a nuevos extremos. Sé que era un lerdo incapaz para expresarse, inútil excepto para dar placer a los ojos, dependiente en exceso de su apariencia inusualmente hermosa y horriblemente aburrido. En su presencia, no obstante, me olvidaba por completo y perdonaba todo, a pesar de que era genuinamente tosco, tonto y cruel. Después de una semana, abandoné mi necesidad de no satisfacer mi autocompasión y llorar como una niña a la que su juguete le fue robado antes de poder jugar con él. Él seguiría siendo tan hermoso e inútil por toda su vida y yo, a lo largo de la mía, huiría del deseo de rendirme ante él, atormentada por lo absurdo de dios y sobre todo de mí misma. Esa aventura fue quizá mi única experiencia de amor platónico, especialmente la ocasión en que con timidez recorrí con mis dedos sus mechones de pelo tan hermosos que parecían no pertenecer a él, para enseguida apartarme como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Después de eso, tuve un hombre viejo, con experiencia y de mundo. Había nacido en una familia cuyos miembros habían participado por muchas generaciones en grandes sucesos históricos. Eran concienzudamente instruidos, escalaban socialmente, tenían la habilidad de codearse en donde sea que fueran y nunca les alteraban los giros crueles ni las vueltas del destino. Su guapura tenía un aire majestuoso y cada gesto que él hacía sugería una conciencia profunda de su propio valor. Fue con quien más he vivido, parecieron más de dos años y crecí mucho durante esta época. Él sabía cómo responder todas mis preguntas, fueran de política, amor, religión o tabúes psicológicos de eras pasadas. Él sabía cómo sentarse de piernas cruzadas, bebiendo y componiendo poesía con sus amigos cultos; o ser solemne y serio con amigos académicos; sencillo y extrovertido con mujeres ancianas y niños del vecindario; y bruto y petulante con la escoria de la calle. Muchas mujeres lo reverenciaban como una suerte de ídolo. La gente mayor lo consideraba amoroso y cariñoso pues nunca decía nada que los lastimara. Yo disfrutaba de su generosidad hasta que con el tiempo se convirtió en algo como una sólida cadena de oro aferrada alrededor de mi cuello. “¿Qué derecho tienes a ser tan generoso?”, protestaba. Y su respuesta siempre sugería: “Sólo sigue con tu vida, niñita. Aún eres muy pequeña”. Puede que su distintivo de perfección fuera como un jarrón de loza perfectamente cocida, adornado con diseños brillantemente coloreados y completamente proporcionados; pero del que sus componentes básicos, tierra y rocas, originalmente libres, sucios e informes, permanecerían para siempre inalterados en esencia. Al describirlo, es importante hacer énfasis en que parecía profundamente satisfecho consigo mismo. Debido a su avanzada edad y experiencia envidiable, además de una cierta carencia de sentido del humor, no se atrevía a, o quizá era incapaz de, rechazar alguna parte del statu quo. Me dio muchas cosas o casi me dio muchas cosas: cariño en una medida apenas cariñosa; calor a un grado apenas cálido. Todo en su perfecta existencia simbolizaba las limitaciones ilimitadas del hombre. No sólo aceptaba incondicionalmente estas limitaciones, sino que las usaba para justificar su comportamiento. Hábilmente, él mantenía una vida familiar acogedora, mientras que, al mismo tiempo, me ofrecía su generosidad. Él sostenía que las personas eran verdaderamente criaturas pequeñas, atadas a su entorno al nacer y por varias obligaciones cuando adultas. Por consiguiente, sólo pueden maniobrar de forma limitada y dentro de los confines de una cuadrícula determinada. Odiaba esas cuadrículas y me burlaba duramente de la manera en que él luchaba contra sus limitaciones. Hasta los últimos momentos, él me ofrecía aún una sonrisa generosa y realmente parecía que, en comparación con otros hombres, él me quería más en verdad. Un sinnúmero de veces a partir de entonces, deseaba renunciar a mi estresante trabajo y relaciones para volver a él y esconder mi rostro en su pecho sólido y admitir que él siempre tuvo la razón. Sin embargo, chasqueaba mi lengua y me decidía a no hacerlo. Este hombre flexible era considerado ejemplar por los miembros exitosos de la sociedad, pero ¿a quién le importa en realidad lo que opinen ellos? [Además, a este hombre flexible la mayoría lo idealizaba como un ciudadano modelo, pero debemos aceptar que su lógica está sesgada muchas veces. Aunque las personas extremas puedan burlarse de que es esencialmente inocuo y que la atención le es inmerecida, admitirán, de ser presionadas para mostrar empatía, que si de egoístas se trata, él no está tan mal en verdad.]
El hombre número cinco era un idealista. Pertenecía a esa estirpe de hombres que no nacieron para las mujeres, el dinero o el placer, esto me dio curiosidad, una que, por cierto, no duró por mucho tiempo; contrario a mis expectativas, era insípido y superficial. Su mundo ideal, que sería posible gracias a una lucha por reformar la ciencia educativa, proteger el ambiente o restablecer la tradición entre las minorías étnicas de llevar puesto un sarong (¡qué gran cosa!), quizá pudiera existir algún día. Nunca dudé de su atractivo y a veces, en un estado muy inspirado, él podía transmitir un poco de su pasión y emoción a los no creyentes. Sin embargo, en general, su visión de la vida recordaba un pasillo estrecho que se pintaba periódicamente, pero no dejaba de ser apretado y deprimente. De manera calculadora, estudié y puse en práctica tácticas de amor y, soportando los costos del tiempo perdido y de pasar por más molestias que alegrías, me las ingenié para evaluar el bastión de su idealismo, para probar su resistencia. Esto lo hundió en una crisis espiritual abrumadora. Hubo que darle primeros auxilios y le inyectaron 10,000 unidades de un antibiótico recetado para tratar hombres que sufren de una inflamación autoinfligida de la médula ósea y todo porque no pudo elegir entre su amor y sus ideales. Era el tipo de persona que posee sólo la suficiente fuerza interna para dedicarse a una sola cosa a la vez. Al dejar el hospital, me agradeció con vergüenza y desapareció por uno de sus misteriosos pasillos, esta vez en uno interesado por una reforma pública de ejercicios matutinos para gente tan fuera de forma para trabajar. Como sea, mi calculada explosión de amor había fallado y sus ideales le dieron una salida fácil. Esa fue la única aventura en la que desempeñé activamente el papel de seductora de principio a fin y, después de que se fue, genuinamente me sentí triste y arrepentida. Después de pensarlo por un tiempo, se me hizo claro que había elegido su estrecho mundo deprimente en vez de a mí. Una lección para la simple curiosidad. Sin embargo debo confesar: él ha sido el hombre más puro que he conocido.
El sexto hombre era extremadamente complejo, casi de forma irracional para el contexto de esta sociedad tan pobre y atrasada. Lo conocí después de que él hubiera alcanzado un nivel indiscutible de prestigio en el diminuto mundo intelectual de Hanói, un lugar en el que una puede conocer a la gente más famosa sin cita previa y usar formas de tratamiento casuales inmediatamente después de entablar conversación. Me rendí enseguida ante él, este laberinto humano, esta zona infinitamente dimensional abarrotada por el desorden de contradicciones, ideología, experiencia y ambición. Sin embargo, no podía evitar pensar: realmente existirán todas estas cosas interesantes y complicadas o serán solamente una obra inasequible y básicamente sin sentido que la gente se siente obligada a poner en escena para lidiar con sus semejantes y consigo misma. Los genios convencionales nunca parecen tener personalidad: quién se atrevería a decir que Shakespeare, por ejemplo, era melancólico, amargado o mordaz. Así fue que concluí que mi sexto hombre no era ningún genio. Tenía demasiada personalidad y se preocupaba demasiado por su propia originalidad. Su complejidad parecía una consecuencia natural de la interacción descontrolada entre dos corrientes. Por un lado, el sistema educativo tradicional, en donde el valor de todo (romanticismo, método histórico, incluso poner cojines bajo la cama antes de una noche de sexo) se fija de acuerdo con un estándar garantizado de verdad, bondad y belleza. Por el otro lado, está la vida real, vívida, atestada, subvirtiendo toda convención sin importarle la tradición, socavando toda ideología y naturalmente anulando todo valor. Como era sensible, le era difícil pasar por alto los encuentros entre las dos, pero como al mismo tiempo era inteligente, rechazaba tomar partido. Con el tiempo, resolvió que la mejor solución era situarse a sí mismo por encima de la lucha y mirar, satisfecho, hacia abajo. Por consiguiente, la gente que participaba cada vez más en discusiones públicas aseguraba que, más bien, él rechazaba sistemáticamente todo. Se equivocaban. Él era demasiado complicado y se perdía en su propia complejidad como para rechazar todo. De cualquier manera, lo cierto es que se convirtió en una figura legendaria y original y mientras la gente sudaba y se sentía ansiosa en su presencia, el tiempo pasó y yo comencé a cansarme. Durante el tiempo que viví con él, tendí a obsesionarme enormemente con mi propia tristeza. Pronunciaba frases raras y con frecuencia contradictorias, comía y me vestía a propósito con descuido y prodigaba elogios sólo a aquellos libros que nadie entendía. Cuando rompimos, sentí que el mundo era trivial y su gente, superficial. Parecía que no hubo nunca una vez en que recibiera de este famoso hombre un beso conmovedor, quiero decir, uno al mismo tiempo natural y puro. Más tarde, escuché que se había convertido en un moralista radical que predicaba acerca de la naturaleza de tres caminos distintos: la aceptación, el rechazo y el escape de la moral convencional. Tiempo después, se volvió una especie de sabio popular, un dialéctico que abordaba los problemas intrincados de la sociedad por medio de métodos dialécticos y poniendo en práctica fragmentos de conocimiento oriental y occidental. Al final, terminó por ser un ermitaño y, en acontecimientos no relacionados, la vida intelectual de Hanói se contrajo y nadie más volvió a hablar de él.
El séptimo hombre me provocó mucha emoción pero también momentos de mi más grande ansiedad. No era atractivo de forma inusual, era bajo, con pelo ralo y una frente pequeña. Únicamente su voz era bellísima, profunda, melodiosa y llena de contingencias imprevistas. Tan sólo con escuchar su voz, los oyentes difíciles de complacer, incluso aquellos a quienes sólo les impresiona la apariencia externa, quedaban cautivados y creían que ante ellos estaba, si no un genio encubierto, alguna suerte de especie humana de otro mundo, un ser que sólo usaba esta tierra como residencia temporal. O quizá sentían que este pequeño hombre debía entender la quintaesencia de la vida, como si su existencia hubiera abarcado veintenas de generaciones y, por lo tanto, su experiencia viniera tanto de hombres como de espíritus. Se decía que se regía por principios nihilistas, pero yo no entendía qué significaba esto. Especulaba que era una idea filosófica única que no puede ser nunca captada en su totalidad o quizá el fundamento definitivo de todos los fundamentos o una manera de comportarse reservada especialmente a aquellos sin virtud, a aquellos infelices y muy solitarios a la vez. Sin embargo, este hombre se negaba a promover su noble miseria, el dolor que sentía por la humanidad, la soledad en su sangre o el agotamiento con el que experimentaba la edad. Al contrario, su expresión sugería alegría y un estado libre de preocupaciones, la capacidad de aceptar o rechazar circunstancias del mismo modo, o, en ocasiones, simplemente era difícil de leer. Su única fascinación era la brevedad de la existencia humana y el único ser que podía provocarle ataques de ira, así como una sensación duradera de confusión e impotencia, era dios. Consideraba a dios como el único rival que valía la pena y se lamentaba por el hecho de que el magnánimo se apareciera en contadas veces. Probablemente la complejidad de su relación con dios era lo que lo distinguía fundamentalmente de la masa de nihilistas en el movimiento. Su laxo activismo era con frecuencia insignificante y siempre parecían listos para gritar “¡Lo tengo!” después de poner tan sólo un pie fuera de casa. No era sencillo etiquetarlo como ateo, inmoral o relativista y al final, una podía decir que él tenía un gran sentido del humor, con su genialidad a la par de sus dotes cómicos. Muchas mujeres salían con él. Este pequeño Don Juan era amable y atento con ellas y debido a su habilidad en las varias etapas de aventuras amorosas, se ganó una reputación de seductor. Después de estudiar con él, muchas mujeres miserables lo dejaban y traicionándolo, delataban lo que habían aprendido. Yo también lo dejé, después de convencerme a mí misma de que debo seguir siendo una mujer débil que pasará el resto de su vida buscando la fortaleza fuera de ella. En mi estado actual de pánico, no me atrevo a entrar en su zona, una zona maravillosa para crear poesía y filosofía, pero inapropiada para consolar los corazones de las mujeres. Temo que siempre cargaré con el luto por este triste Don Juan y que sólo sacudiré mi tristeza alzándome de hombros y diciendo: “En verdad daba lástima, sin emociones, sin pasión, sin fe, en corto, no tenía una razón por la que vivir”. [Sin embargo, la gente dice que en una época en la que subsistir no es broma, esforzarse únicamente por una satisfacción de bajo nivel es una búsqueda vana, como apoyar la expansión de un programa aeroespacial. Esto es no sólo una idea poco original, sino, se podría decir, una retrógrada.]
El octavo hombre tenía el pelo de un poeta, la cara de un poeta y el alma especialmente dotada para la poesía. Tales cualidades se encuentran únicamente en personas que tienen mucho tiempo y ninguna obligación concreta hacia la vida. Absorta en el auge y caída de sus olas acuosas y familiarizada con su amor apasionado por la escritura, veloz sin puntos y comas; empecé a entender que la obsesión que más vale la pena es una obsesión que en realidad es independiente del objeto del deseo. El objeto sólo se toma como pretexto, como un medio, un entorno, a través del cual o en el cual la persona obsesionada puede proyectar su propia hambre eterna y fundamental, satisfaciendo así los requisitos de muerte: la disolución del ego por algo, lo que sea, que existe de forma independiente más allá de sí misma. Quizá esa obsesión debería controlarse. Llega un punto en el que el más mundano catalizador, una falda o una hoja caída, es suficiente para provocar una serie de fascinantes reacciones en cadena; cuando en algún otro momento, objetos mucho más importantes hubieran inspirado simplemente una absurda indiferencia. Yo no sabía si yo era valiosa o mundana, pero este no es realmente el asunto. Me sentía agradecida por este hombre y disfruté el sabor de su cariño, a pesar de la niñita necia que hay en mí, que se oponía a cooperar. Ella decía, según este modo particular de obsesión, que todos los objetos son iguales y por ello, no soy diferente de una papa o de una hormiga, pero si a la gente le gusta manufacturar una obsesión avivando constantemente su propio motor, entonces adelante, por supuesto. Con el tiempo aprendí a reprimir esta obstinada chica y a ignorar mi ansiedad respecto a la diferencia entre una obsesión artificialmente fabricada y una obsesión primigenia. Que Proust distinga entre ambas o que lo haga alguna columna de “Consejos de madres para hijas” de alguna revista para mujeres. A mí sólo me interesa mi propia obsesión y sus consecuencias. El aspecto más irónico de estas consecuencias imprevistas era que tanto él como yo terminamos por ser víctimas lamentables de la obsesión. Esta lo forzó a esperar en cada calle en la que yo pudiera pasar, a sustraerme de todas las actividades, sin importar qué tan esenciales fueran para existir: comer, dormir, buscar trabajo. Interfirió con todas mis relaciones, mi familia, colegas y amigos y se expandió a todos los lugares y momentos que a mí me gustaba guardar para mí misma. Ya no tenía mi propio espacio, tiempo ni estilo de vida; mi entorno estaba descompuesto, mi estado psicológico estaba descompuesto, mi lenguaje perdió el control. La obsesión era como el tercer personaje de un triángulo amoroso que lo guiaba y me empujaba a mí por la espalda; esta sigue su propia trayectoria vertiginosa, convierte gente obstinada en esclava, ajena a sus limitadas habilidades. En resumen, nos tragó sin masticarnos; él reprobó sus evaluaciones, incapaz de resistir el empuje hacia la inercia y yo me quedé ciega como una lámpara china en un festival. En esta situación, las personas no pueden sino molestarse y estar irritadas entre ellas. Las demandas por la liberación individual con el tiempo transforman a la sociedad en una masa de “yos”, cada persona con el deseo de controlar a las otras, lo cual lleva naturalmente al conflicto. Exhausto después de un conflicto que consumía tanto tiempo, él abandonó la relación por el llamado religioso, pero esta nueva obsesión cobró un precio mayor. Yo regresé a mi forma original de papa o quizá de hormiga y suspiré aliviada. Sentí pena por Dios o Buda pues este poeta seguramente se molestará con ellos. Puede que, sin embargo, estos dos caballeros entiendan el significado de la vida mejor que yo y puedan mirar más allá de él.
El noveno hombre era un hombre de acción, de pocas palabras, directo y pragmático. Era inteligente, bien educado y lo suficientemente sensible para apreciar el valor real de las actividades no materiales como los juegos de palabras, los sueños imposibles, la adivinación o el sexo. No obstante, el camino que eligió para sí satisfacía una predilección por la certeza y la vigilancia estricta. No creía en nadie, no confiaba en nadie y luchaba por obligar a la vida misma a que se modelara a su antojo. Su profundo deseo de conquistar la vida era impresionante, un poco como Don Quijote, desesperado y valiente a la vez. Había durado en muchos trabajos, por distintas razones que van desde el deseo de asegurar las necesidades básicas de la vida hasta intentos por asegurar el poder y la gloria. Sin embargo, rara vez estaba satisfecho, pues trabajar nunca cumplió sus expectativas. La única medida que se tomaba en serio era la que ofrecía una ventaja práctica, siendo la retribución material inmediata y lo que lleva a conexiones útiles en el futuro, apenas aceptable. Era estricto y raudo para pagar las deudas. Si bien a las personas les parecía útil, a menudo se llevaban bien con él puesto que carecía por completo de una ética falsa, esos jugos gástricos que permiten la digestión de ingredientes incomestibles en las relaciones entre la gente. Prometía tan poco y sin embargo era de tanta ayuda (más que todos los otros hombres juntos) para mis problemas más urgentes de mi infeliz vida que durante esos momentos de satisfacción y agradecimiento, me preguntaba confusamente si ¿podía ser amor en verdad? Y, ¿podría ser que las mujeres como yo hayan perdido tanta confianza en sí mismas y en esta época tan difícil de entender que necesitamos un amor como este? Él sí que me concedía tres cosas: la primera, al estar siempre tan ocupado, no tenía tiempo para sufrir un periodo de crisis espiritual, algo con lo que ya había sido bendecida suficientes veces; la segunda, como las relaciones con mujeres nunca absorbieron su vida entera, yo disfrutaba de un grado notable de libertad; y la tercera, con él, tenía de pronto una sensación diaria de estar cómoda y profundamente atada a mi vida, una sensación en la que pensé antes muchas veces, pero jamás había experimentado realmente. Me volví más fuerte, más satisfecha y empecé a considerar seriamente la posibilidad de casarme con él. La vida con un hombre tan minuciosamente práctico prometería ciertamente algo de éxito, parecido a acceder a un contrato, en el que ambas partes no debilitan la vitalidad de la otra, como suele suceder con aquellos que claman estar locamente enamorados. Lo cierto es que hay ventajas en evitar la cercanía excesiva y en celebrar tranquilamente cláusulas contractuales. En nuestro último encuentro, me dijo: “En todo ámbito, incluyendo el matrimonio, siempre soy leal a una sola medida de valor: la ventaja práctica”. Y, luego de considerar esta medida, determinó que yo no debía ser la que cumpliera sus requisitos. Ahora debe cargar con la responsabilidad de su crueldad.
Suficiente. Él era el noveno hombre.
Nota del traductor: el cuento traducido al inglés aparece en el Vietnam Generation Journal, vol. 4, números 3-4, 1992 y en Grand Street 44, 1993. Luego en 1996 forma parte de la antología editada por Linh Dinh, Night, Again. Contemporary Fiction from Vietnam, de donde se reimprimirá para otra antología Another Kind of Paradise: Short Stories from the New Asia Pacific editada en 2010 por Trevor Carolan. La traducción de 1992 difiere levemente de la siguiente, quise marcar las diferencias en el texto: en el cuarto párrafo lo que está en itálicas (1994) sustituyó a lo que está en corchetes (1992) y en el séptimo párrafo la versión de 1994 no incluye lo que está en corchetes (1992).
Tomado de Another Kind of Paradise... y Vietnam Generation Journal: “Chín Bỏ Làm Mười” es un cuento de Pham Thi Hoai, escritora, editora y traductora vietnamita residente en Berlín. Nació en 1960 en la provincia de Duong y es considerada una de las escritoras más importantes de literatura contemporánea del sureste asiático. Sus historias suelen ocurrir en Hanoi y sus cuentos retratan la vida diaria durante los noventa, una época en la que la Vietnam comunista sentía el impacto de las reformas (Doi Moi) que abrieron el mercado al comercio e inversión internacionales. En 1988 publicó su primera novela Thien Su (La mensajera de cristal) que se ha traducido a una decena de idiomas y ganó en 1993 el prestigiado premio Frankfurt LiBeraturpreis. Forma parte de la generación literaria de la posguerra de Vietnam que incluye a Duong Thu Huong, Bao Ninh y Nguyen Huy Thiep y ha traducido a varios autores occidentales como Kafka, Brecht y Dürrenmatt. Pham Thi Hoai no ha temido criticar al partido comunista de su país ni la corrupción prevaleciente. Como consecuencia, sus libros están prohibidos en Vietnam.
Peter Zinoman es un académico y traductor que da cursos sobre historia del sureste asiático en la Universidad de California, Berkeley. Sus traducciones se han publicado en distintas revistas y antologías.
Pham Thi Hoai
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Prueba de inteligencia - Guadalupe Dueñas
Como me dijeron que en ese Banco intentan cambiar las competentes por las bien trajeadas hoy salí a buscar empleo. Me arreglé como para una fiesta, con el sombrero de las bodas y la capa de piel que me prestó Josefina.
El gerente, encantado con mi figura, me mandó al departamento donde miden la inteligencia. Asustada, esperé que me hicieran preguntas de contabilidad, pero de buenas a primeras me entregaron varios cartones que me recordaron la hora de geometría en mi escuela. Entraría la monja con un rombo lila, el romboide dorado, el exágono azul y tantas figuras improcedentes como no las he vuelto a ver en mi vida fuera de la circunferencia en la naranja. Pronto llegó un empleado y, sin ceremonias, me explicó que el derecho estaba al revés. Les di vuelta y encontré que los cartones presentaban manchas de tinta.
—Determine usted lo que ve en tres minutos.
Con toda mi lentitud miré el reloj y pensé: "¡Ay Dios, tres minutos!" Y perdí uno entero. Volví a la hoja y mi sorpresa fue grande; contemplé una serie de culebras que se hacían ocho, se hacían rosca, cocoles con ajonjolí, cruces con hormigas; y yo no hallaba cómo determinar lo que realmente miraba, pues todo esto se desvanecía para que apareciera una jaula de pericos y un caracol marino.
La tos del empleado me volvió en mí. Dijo que llevaba siete minutos de más. Me arrebató con desprecio la hoja y no aceptó enseñarme las que completaban el examen; estoy segura de que hizo trampa.
Pasamos en seguida a la prueba siguiente. Se trataba de armar un rompecabezas que desordenó con grosería, pero tuve la suerte de que quedara intacto un alón que supuse de águila y forcé a un soldado a volar. Mi error consistió en que no aparecieron las patas. Trajeron después un muestrario de colores preciosos, estrictamente numerados para que él dijera un número y yo mencionara el color; pero las barras estaban tan juntas, y como además me tomó mala voluntad el empleado, cuando él decía:
—¡El uno! ¡El cinco! Yo, procurando adelantarme miraba el quince e inexplicablemente respondía: —¡Martes! ¡Jueves! ¡Lotería!
Qué juego más tonto; era mucho mejor el de "Allí va un navío cargado de..." al que nunca pude atinarle tampoco.
Parece que el hombre no estuvo de acuerdo con mi contestación, y volvió en seguida. agresivo, con unos billetes. Me mostró el fajo.
—Son de a cinco pesos. ¿Cuánto calcula que hay aquí?
Iba a indicarle que jamás había visto el dinero acomodado, pero me distrajo su boca que chicoteó de oreja a oreja con el imperceptible temblor de la luz fluorescente. Calculé: —Serán ciento diez. —¡Trescientos setenta y cinco! —bramó—. ¡Cuéntelos usted!
Tardé bastante porque se agarraban uno con otro; mientras, el individuo se puso como un erizo.
—Son trescientos setenta —dije. —Se equivoca, son exactamente trescientos ochenta y dos. —Ah, puede que sí.
Salió y no pude menos de envidiar a aquel hombre tan culto. Para que me estimara un poco, le preparé mi diploma de letra Pálmer que descolgué de la sala. Pero ya no volvió. En su lugar, llegó un calvo que posiblemente estuvo loco, porque me preguntó a boca de jarro cuál era el mexicano que me parecía más ilustre entre todos los que han existido. Naturalmente le contesté que Nuestro Señor Jesucristo.
Tal vez fuese judío, pues se disgustó y cambiando de conversación quiso informarse sobre mi artista preferido, sobre los platillos que más me gustan y sobre una serie de preguntas salteadas, como si fuera un amigo íntimo. Por último, sacó un cuaderno de taquigrafía que me entregó acompañado de un lápiz inolvidable, con una punta linda, fina como pico de chichicuilote, justa para escribir una poesía.
Supuse que iba a dictarme cuando veo que conecta un aparato con la electricidad, pensé que sería un ventilador porque yo estaba muy acalorada; casi doy un brinco al oír una voz pegajosa venida de no sé dónde, que dice: —Muy señor y amigo mío...
Como permaneció cerrada la boca del viejo se fue la carta en contemplarlo y en pensar si sería ventrílocuo. Cuando comprendí que la voz venía del aparato embrujado, supliqué la conectara de nuevo. Accedió de mala gana.
Tomé el dictado correctamente. El calvito, sorprendido por mi rapidez, ordenó con dulzura: —Traduzca, niña.
Aunque los signos estaban perfectos, para mí no significaron nada. Quedaron silenciosos con su figura de tricocéfalos.
Fue una verdadera lástima, pues ya me veía tras de una ventanilla enrejada, con su macetita estilo andaluz y los hombres haciendo cola para decir piropos. Por eso ya solicité al gerente que me permita asistir a una de las rejas, sin goce de sueldo, ¡quién quita y me case!
Información adicional: tomado de Tiene la noche un árbol, México: FCE, 1985, pp. 15-18, volumen de cuentos de la autora.
Sobre la autora (tomado de la ELEM):
Nació en Guadalajara, Jalisco, el 19 de octubre de 1910; muere en la Ciudad de México, el 10 de enero de 2002. Narradora. Estudió Literatura en la FFyL de la UNAM; asistió a cursos literarios en la Belmont School de Los Ángeles, California. Realizó guiones de telenovelas y trabajó como censora cinematográfica. Colaboró en Ábside. Revista mejicana de cultura, Revista de la Universidad de México, México en la cultura de Novedades, Revista mexicana de cultura de El Nacional, Revista mexicana de literatura, Cuadernos de Bellas Artes, Revista de Bellas Artes, La palabra y el hombre, El Rehilete, entre otras. Becaria del CME en novela, 1961. Premio José María Vigil 1959 por Tiene la noche un árbol. Participó en el libro colectivo Pasos en la escalera. La extraña visita. Girándula (Porrúa, 1973), con tres cuentos que recoge bajo los mismos títulos en No moriré del todo. Algunos de sus cuentos se han traducido al inglés, alemán, italiano y francés.
Guadalupe Dueñas
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