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Especiales y únicos.
Resulta irónico que en esta era de las comunicaciones, las personas nos comuniquemos cada vez menos. Especialmente porque, en el fondo, todo mundo quiere ser escuchado y tomado en cuenta. Todos deseamos ser vistos, que nos dirijan la palabra a los ojos.
Por eso, quien nos presta atención, nos hace sentir especiales. Y, aunque son pocas las personas con este don, afortunadamente las hay. Yo tengo la suerte de conocer a dos: a mi entrenador de atletismo y a quien fuera mi maestra de musicoterapia, en paz descanse.
A Rubén, de quien ya he hablado en esta columna, lo encuentran todos los miércoles en la pista de Villa Olímpica. No sé con exactitud cuántos corredores formamos parte de su equipo, pero en el turno de la mañana habremos fácil veinte. Todos, sin excepción, nos acercamos a él, todos buscamos un poco de su exclusividad, de su retroalimentación, sus consejos y su crítica constructiva. De su mirada.
Rubén Ordoñez, mi coach
Y ahí está él para nosotros, no nada más dispuesto a oírnos con total escucha, sino también con la capacidad de alejarse y tomar su espacio para concentrarse en observarnos, para fijarse en la zancada de cada uno, en el braceo, en la postura, en el instante en que cruzamos la línea de salida y llegada, porque en su sencillo reloj Casio lleva los tiempos de unos y otros, desde el de su mejor velocista hasta el del más rezagado. Encima sabe, porque nos conoce, cuánto cronometraremos.
Rubén Ordoñez
El interés en los demás y la atención son igualmente músculos que deben ejercitarse para fortalecerse. Es una práctica a la que a veces me recrimino no dedicarle el tiempo justo, sobre todo cuando descubro a mi pequeño hijo emocionado después de reconstruir paso a paso para mí el golazo de Messi, ese que festejo dizque con sorpresa, pues en realidad no lo atendí por distraerme con la factura por cobrar o en la que olvidé corregir.
Lupita, en cambio, atendía con su absoluta presencia a cada uno de sus alumnos, que no éramos pocos. Al final de cada meditación musicalizada, a través de la cual guiaba aquellos viajes misteriosos, destinaba un tiempo a cada quien. Al que salía en lágrimas de su estado lo reconfortaba, lo oía, le prestaba toda su atención. Acto seguido, cerraba los ojos, tomaba una respiración y volcaba toda su presencia al radiante. Y así con el siguiente hasta llegar al último. Cómo no sentirnos especiales y únicos.
Lupita Maldonado
«Eso lo aprendí de mi maestra, es cuestión de entrenarse», nos confesó en más de una ocasión, lo que me devuelve la esperanza de poder hacer sentir un día así hasta a los que llaman para ofrecer tarjetas de crédito.
Estoy en Facebook, Instagram y Twitter como @FJKoloffon.
Columna publicada en el periódico El Universal.
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Armarios que romper.
A lo lejos alcancé a ver que se tallaba los ojos. Mi esposa estaba ahí con él. Son amigos desde 2018, cuando ambos daban clases en un estudio para corredores. Conforme me acercaba distinguía ciertos gestos en su rostro que me hicieron pensar que lloraba. A mi parecer no tendría por qué, no había una razón aparente, aunque me daba la impresión de que hablaban de algo importante. Ya junto a ellos descubrí sus ojos rojos. El sudor que le escurría por la cara me hizo todavía dudar, pero, en efecto, varias de esas gotas eran lágrimas.
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¿Quién nos hizo creer que los hombres no debemos llorar? Los mismos hombres nos lo hemos impuesto de generación en generación, los papás al repetirle a los hijos: «Levántate, no pasa nada, los hombres no lloramos». He escuchado a alguna mamá también, y me parece tan patético como esas veces que suplican a los niños: «Ya no crezcas, hijo, ya quédate así». ¿Los quieren enanos o cómo? Las palabras tienen un gran poder, pero las minimizamos, como a los sentimientos.
Diego Suárez Montes de Oca se empezó a dar permiso de llorar hace quince años, cuando murió su padre. Por el dolor, claro, y también porque no encontró el momento para decirle varias cosas. Pero esos momentos no es nada más buscarlos, sino que se den, y eso a veces no ocurre. Nunca le confesó que aborrecía el futbol, y que de pronto odiaba también la escuela, pues a los niños que no les gusta el futbol los mandan a la banca. Tampoco alcanzó a decirle que no le atraían las mujeres, y que era gay.
A mi parecer, no había una razón para que estuviera llorando el domingo, pero vaya que sí: su reloj marcó 35:57 al terminar el chequeo de diez kilómetros que nos puso el entrenador en preparación para nuestros respectivos maratones. «Es que soy bueno, soy un buen corredor y tengo que creérmelo. Me cuesta trabajo porque crecí lleno de inseguridades y a veces no me la creo», nos explicaba mientras Mayu mi mujer lo abrazaba. «De niño viví impuesto al futbol y me hacían sentir el más malo de todos. Siempre me escogían al último en los equipos. Y luego el rollo gay».
Hay días en que nos sorprendemos a nosotros mismos y nos damos cuenta de lo que somos capaces, y a esos días tenemos que aferrarnos. Se requiere tanto valor para correr a 3:30 durante diez kilómetros, como para salir del clóset, y todos tenemos un armario al cual deseamos romperle las puertas.
«La primera vez que salí deliberadamente a correr fue precisamente cuando mi papá estaba grave. Necesitaba sacar lo que traía y sentí una libertad, una paz y una adrenalina tal que, eso sí, llegué al hospital a contarle de la magia que experimenté. Fue de las últimas cosas que le compartí».
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Correr fondo es ir a tus profundidades; es que aparezcan muchas sensaciones, planes, personas que ya no están y gente que conservamos; es que surjan mensajes, recuerdos, consciencia, lágrimas y certezas. Es llegar a ti.
Diego trabaja —con ayuda de Rubén, nuestro coach— en cruzar por primera vez la meta de su próximo maratón, Chicago, por debajo de las tres horas. Y, sobre todo, en creerse un atleta. Mayu y yo, aunque no seremos sub 3, entrenamos para poder levantar los brazos y sonreír al cielo una vez que finalicemos nuestros siguientes 42.195 kilómetros.
Buena suerte a todos, corredores o no, en sus muy personales maratones de vida.
Mayu, FJ Koloffon y Diego
Estoy en Twitter, FB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en Koloffon Eureka y en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.
Armarios que romper (El Universal)
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Correr con el corazón roto.
Hay gente a la que le gusta hacer preguntas estúpidas. Y existe igual número de personas que disfrutan responderlas. Yo soy lo suficientemente amargado para que no me entretenga ese pasatiempo. Huyo de las conversaciones estúpidas, no por creerme inteligente, sólo es que no dispongo del sentido del humor ni de la paciencia. Soy de evadir los malos chistes tanto como de evitar las risas fingidas.
En mi Facebook tengo silenciado a cuanto individuo lanza preguntas absurdas en los distintos grupos de corredores a los que pertenezco. No tardan en expulsarme tras publicar este texto, pero da igual, qué más da un seguidor más o uno menos, un grupo, un comentario positivo, un insulto o una crítica. ¡Bah!
“¿Cuánto debo correr para bajar tres kilogramos de peso?”, preguntó en uno de ellos un tipo al que me dieron ganas de contestarle “Corre hasta que desaparezcas”. Así le respondo a todos en mi cabeza, y quizá por ello me mantengo en esos grupos, para ejercitar la creatividad y construir diálogos sarcásticos para mis historias. Aunque a lo mejor es por la misma razón que ellos, para que mis publicaciones se lean y compartan a pesar de ser también tonterías.
“¿Si quiero ser más rápido en la pista, cuántas vueltas debo darle?”. “¿Qué necesito hacer para bajar de 3:30 en un maratón?”. “¿Cómo le hago para correr si nunca he corrido?”, y mil preguntas por el estilo. “¡Pues corre, infeliz, corre y ya!”, escribo en la casilla de respuesta y mejor lo borro. “Compañeros, si nos persigue en la calle un perro, ¿qué es más efectivo, espantarlo con la mano derecha o con la izquierda?”…
Sin embargo, recientemente me topé con una pregunta que no sólo llamó mi atención por diferente, sino porque realmente me cuestioné cuál sería la respuesta: “¿Ustedes creen que es recomendable correr si se tiene el corazón roto?”.
De inmediato me remonté a los momentos en los que he tenido el corazón roto —que por fortuna no han sido muchos— y traté de recordar si me daban ganas de correr o en lo absoluto. Y creo no, con trabajos quería pararme y sentía un hueco frío en el estómago por el que se me escapaban las fuerzas. Pero finalmente, un día volví a hacerlo, no tengo claro cuánto después, ni el instante, ni si tomé la decisión o si un día simplemente amanecí otra vez con ganas.
“Mientras no tengas el pie roto, no hay problema”, le contestó otro irónico. “Corre, campeón, correr lo cura todo”, escribió uno más empático.
¡Corran, infelices, corran!
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Columna publicada en el periódico El Universal.
¿Te cae?
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La cita de la humanidad.
Tuvieron que pasar cinco años, y no los cuatro de costumbre, para que la humanidad se reencontrara de nuevo en los Juegos Olímpicos. Pero esta vez no ha sido como en aquel maravilloso anuncio que Alejandro Gonzalez Iñarritu dirigió para Procter and Gamble en Londres 2012: las mamás y los papás no pudieron estar presentes con sus hijos, la pandemia impidió que acompañaran en su máxima gesta a sus grandísimos atletlas, esos a los que hace no mucho llevaban a diario a sus entrenamientos, cuando niños.
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Los comunicadores nos hemos hecho conscientes de que la mejor publicidad es la que apela a las emociones. Por eso la recordamos, porque nos llena de sentimientos, y no por destacar los atributos de un producto. Lo mismo ocurre con el cine, las películas más memorables son con las que lloramos. Quien no se jacte de ser un crítico del séptimo arte probablemente coincidirá conmigo en que, a pesar del plano secuencia, de la técnica de filmación y del Óscar de Birdman, 21 gramos (escrita por Guillermo Arriaga) es una historia mucho más conmovedora.
«Dicen que todos perdemos 21 gramos de peso en el momento exacto de nuestra muerte. 21 gramos, el peso de cinco monedas de un centavo de dólar juntas; el peso de un colibrí; una barra de chocolate. ¿Cuánto pesan 21 gramos?», concluye Paul Rivers (Sean Penn) al final de la cinta en su lecho de muerte, haciendo alusión al peso del alma que abandona el cuerpo de una persona en el preciso instante de su última exhalación.
Es un final inolvidable, tanto como varios de los finales que hemos atestiguado recientemente en un Tokio 2020 que en realidad es 2021, un entretiempo en el que no es casualidad que lo más grandioso de todo estén siendo los abrazos. A pesar de que —con razón y justificaciones de sobra— mucha gente cuestionaba y se oponía a la celebración de estos Juegos, hoy queda claro que necesitábamos esta justa, de la que más que acordarnos de los récords, las medallas o la tabla de posiciones, recordaremos la fraternidad, el acercamiento y las celebraciones compartidas entre supuestos contrincantes.
El catarí y el italiano que vencieron juntos a la soberbia y el ego y declinaron continuar la batalla para mejor empatar. No para dividir el oro, sino para multiplicarlo. La española que obtuvo el tercer lugar en salto triple y festejó como propio el récord del mundo impuesto por la venezolana que finalizó primera. El de Botswana, favorito en los 800 metros, quien luego de ser trompicado por el corredor de los Estados Unidos prefirió estrecharle la mano que reprocharle o inculparlo. Sifan Hassan, la holandesa de origen etíope que se levantó de una caída y ganó su hit, y sus competidoras que le aplaudieron.
Esas serán nuestras memorias, eso es lo que permanecerá, esos choques de manos, las sonrisas, las lágrimas, el consuelo, las miradas que se alzaron agradecidas al cielo y aquellas que decaídas apuntaron con frustración al tartán, pues esta película —así como la vida misma— se compone de escenas triunfales y descalabros. Sí, las puertas del Olimpo no se abren para todos, pero tampoco cualquiera cierra en este escenario un capítulo de su vida con una ovación de sus colegas tras dar su último salto desde un trampolín de tres metros. Nunca me había tocado ver que en plena final olímpica se hiciera una pausa para decirle adiós a un atleta.
El tenaz clavadista yucateco, Romel Pacheco Marrufo, participó en cuatro ediciones de los Juegos Olímpicos (Atenas 2004, Beijing 2008, Río 2016 y Tokio 2020). A pesar de su entrega, calidad, disciplina y profesionalismo, en ninguna logró subir al podio. Sin embargo, la noche del 3 de agosto de 2021 permanecerá intacta en sus recuerdos para siempre. Al salir por última vez del agua de una fosa de clavados, el gremio de los mejores clavadistas del mundo interrumpi�� la competencia para aplaudirle al mexicano y reconocerlo como a un triunfador. Otro final inolvidable.
Para quienes nos frustramos y criticamos que los atletas de nuestros países no alcancen la gloria con una medalla, a lo mejor deberíamos comenzar a ver las cosas desde otra perspectiva, con otros lentes, quizá con unos parecidos a los de Tonatiu López, un corredor todo pundonor que al igual que Alexa Moreno y cientos de deportistas se han abierto camino solos ante la falta de atención y apoyo de nuestros gobiernos latinoamericanos, tan campeones en los discursos.
Después de tantos cuartos, quintos y sextos lugares, yo mismo me he preguntado varias veces cuándo veremos los mexicanos levantar los brazos a un compatriota en lo más alto. Pero ellos han dado su máximo, no hay nada que reprocharles. Al contrario, más bien hay que ayudarlos a levantarse como a los atletas que han sufrido caídas en sus competiciones, porque cuando ellos caen, caemos juntos, y necesitamos volver a ponernos de pie y seguir.
Además, estas Olimpiadas han ido mucho más allá de las nacionalidades, pues, otra vez, se han tratado de una cita de la humanidad, de un reencuentro entre mujeres y hombres universales que padecieron de lejanía y que han vuelto a acercarse, y eso es lo importante y lo que recordaremos. La nacionalidad —la verdadera nacionalidad—, no se elige, y la humanidad sí. Y eso es lo que han hecho precisamente estos atletas, ser humanos por encima de atletas y de geografías.
Nos queda la esperanza, nos queda París y la ilusión de brillar en la Ciudad de la Luz. Ahí, estoy seguro, veremos resplandecer a Alegna González y al carismático Tona, el Buddy Holly del atletismo mexicano con sus anteojos de pasta negra, esos que no se quita para correr porque dice que no ve, pero que yo estoy seguro que es también porque tan sólo pesan 21 gramos.
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I’m so sorry, guys (Lo siento muchísimo, chicos).
Pedir perdón es de las cosas más difíciles que existen sobre la faz de la tierra. A veces hasta más que dar un salto de dos metros de altura, o que vencer a un campeón del mundo de lo que sea. Es muy complicado, sobre todo para algunas personas. Para las que no lo sienten, por ejemplo, o para aquellos cuyo ego es tan inmenso que no son capaces de enfrentarlo.
La incapacidad de los seres humanos para pedir perdón mantiene territorios fraccionados, familias separadas, naciones divididas, grupos musicales disueltos. Cuántos discos más habría sacado Oasis, Los Beatles, Mecano. Con tanta cosa, seguido pienso que lo que el mundo necesita es un nuevo disco de Pink Floyd.
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El asunto es que el domingo me levanté temprano para votar y de pronto en la fila me encontré inmerso en la cuestión del perdón. Me da pena decirlo, pero desde la elección de Calderón no iba a las urnas. Acabé tan hastiado de los políticos que no quise cederles ni un ápice de mi energía, ni una partícula de mi poder, ni un pensamiento y, mucho menos, mi voz ni mi voto. ¿Por qué tendrían que representarme semejantes sinvergüenzas y granujas?
Lamentablemente, luego es peor, y ni cómo quejarse. Así que ahí estaba, listo para hacer valer mi derecho a las 9:00 a.m., en plena bandera roja del Gran Premio de Azerbaiyán, con la carrera a punto de reiniciar en mi teléfono y el Checo Pérez en la punta de la parrilla, a tres vueltas del triunfo. Apagaron los semáforos rojos y Lewis Hamilton —el siete veces campeón del mundo— pisó el acelerador a fondo. Sergio, a pesar de ir adelante, optó por cortarle el paso, aunque no lo logró.
Sin embargo, el británico bloqueó sus llantas y se siguió de frente en la primera curva. Por fortuna, Checo retomó el liderato y, conforme desaparecía de sus espejos, Lewis se disculpó por el radio con su escudería: «I’m so sorry, guys (Lo siento mucho, chicos)». Me gustó el gesto, la disculpa, que no pude evitar trasladar a la fila. Todos los que estábamos ahí formados merecíamos una por parte de todos y cada uno de los políticos por los que votaríamos: por la corrupción, por los engaños, los contubernios, los desfalcos, el enriquecimiento ilícito, los errores, el abuso, las porquerías de sus partidos.
Antes de continuar, cuánto bien nos haría que reconocieran el daño causado, pues, si bien ellos son el vehículo y los que conducen el rumbo, detrás estamos todos. No un equipo, ni una escudería ni un partido político, sino todo un país que se llama México.
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El regreso a nuestros espacios.
Cada día último de mes, en mi bandeja de entrada recibo un correo de Rubén Ordoñez, mi entrenador, con el plan de entrenamiento del mes por venir. Siempre comienza con un saludo, seguido de una breve perspectiva del plan, el panorama de lo que ve para mí.
“¿Cómo estás, Francisco? Hay que aprovechar el regreso a ‘nuestros espacios’. Se empieza a sentir el retorno y sabemos bien las ventajas que nos ofrecen las sesiones en la pista de Villa Olímpica. Es el lugar para entrenar rápido. Piénsalo”.
Los lunes —como era de esperarse—, tocan cuestas. Últimamente las hago en Ciudad Universitaria, junto al hermoso estadio de beisbol de nuestra gran Universidad Nacional Autónoma de México. Cuando voy de bajada junto al pedregal volcánico y los pastizales secos, inevitablemente me da por imaginar que se me aparece una víbora de cascabel y me manda directo al asteroide B 612, el pequeño planeta de El Principito. Pero aquí sigo.
Martes y jueves son de cardio, trotes de 60 a 75 minutos para aflojar además los músculos. Por lo regular, voy a Víveros de Coyoacán, donde la última vez casi me peleo con un tipo que, muy orgulloso y sin conciencia alguna, se la pasó sonándose la nariz con la mano por todo el circuito. —¡Ya párale!, ¡nos estamos tragando tus mocos! —No vi que ibas a pasarme —me respondió el cínico—. Pero ya, no armes bronca y sigue tu camino —todavía me dijo muy desafiante el puerco. —¡Y tú respeta el de los demás! —y sí, lo rebase y seguí mi camino para no respirar ni su idiotez.
Miércoles y viernes hago fartleks o repeticiones en la pista, mi talón de aquiles. Procuro cumplir los tiempos del plan y acabo rendido. Me frustra cuando no lo logro, y el coach no es que me consuele: «¡A ver si ya vienes más seguido, Koloffon! ¡Hay que ser constantes!».
“Hay que ser constantes”, me repito el sábado durante la distancia que marca el programa de entrenamiento y que me sirve para reflexionar. “Hay que ser constantes”, sí, porque transcurren los meses y llega un plan de entrenamiento y otro, los estados de cuenta de las tarjetas y los teléfonos. También, las confirmación de pagos de las igualas de los clientes —por fortuna— y, claro, las colegiaturas. Los mismos correos de todos los meses, que me recuerdan el paso del tiempo y todas las cosas importantes que no realizo: las mías, aquellas por las que vine a la Tierra y por las que no me quiero ir todavía al asteroide B 612.
Por más ocupado que esté, siento que realmente no hice nada en el día si no le dedico por lo menos una hora a lo mío. Esta columna es un tranquilizante, una aspirina, pero ya me toca escribir un buen cuento. Queda aquí asentado el compromiso.
Al final del plan de entrenamiento, mi coach suele concluir con un breve mensaje: “Espacios que hace poco permanecían vacíos debido a nuestra ausencia. Estadios añorando multitudes, recordando vítores, tal vez haciendo eco de hazañas memorables. Pistas que aguardan la energía de sus atletas, pues sólo así vuelven a tener sentido y a reencontrar su razón de ser. Celebremos este retorno”.
Somos nuestros propios estadios, por eso a veces nos sentimos vacíos. Es hora de regresar a nosotros, a lo nuestro, llenos de ese gozo que cimbra nuestra propia cancha, entusiasmados por la pasión que nos movía antes de que adquiriéramos tantas responsabilidades y de que nos bombardearan mes a mes con tantos estados de cuenta.
Volvamos a nosotros, regresamos a nuestro espacio y celebremos este retorno.
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Las vueltas olímpicas a las glorietas, alrededor de la cama o sobre tu propio eje.
Cuando voy en mi coche y encuentro una glorieta, o cuando salgo a correr a la calle y paso junto a un kiosco en la plaza que sea, casi sin pensarlo le doy una vuelta. O dos o tres. Suelo hacerlo nada más si voy solo, es un ritual muy personal que me saqué de la película “Once Around”, o “Mi querido intruso”, como tuvieron a mal traducirla.
La cinta, que se estrenó en 1991, es protagonizada por el magnífico Richard Dreyfuss, quien da vida a Sam Sharpe, un exitoso vendedor de tiempos compartidos que adquiere la extraña fascinación de dar vueltas a las glorietas en su limusina para celebrar sus éxitos. A mis 15 años de edad, pensé que yo un día haría lo mismo. Y aquí estoy, confesándoselos a mis 45.
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Desde muy chico me volví algo supersticioso. A mi papá no le gustaba coger el salero de la mano de nadie, tampoco pasaba por debajo de las escaleras, tocaba madera si alguien contaba que le había ocurrido algo malo (para que a él no le sucediera) y confiaba en la benevolencia de los años nones.
Mi pap´á y yo
Sus manías no me sorprendían, crecí con ellas y —claro—, yo salí también un poco obsesivo. Quizá por ello me hice a la idea de que, rotonda o kiosco que se cruzara en mi camino, yo le daría la vuelta para invocar el triunfo. Cada que salgo a correr por mi casa, invariablemente cruzo la plaza de Coyoacán, donde hay un kiosquito pintoresco, y lo rodeo unas tres veces. Si, ya de por sí, correr te hace sentir victorioso, levantar los brazos mientras le doy vueltas, es como mi vuelta olímpica, mi pequeño instante de gloria matutina.
Según Wikipedia, la primera vuelta olímpica tuvo lugar en los Juegos Olímpicos de París en 1924. Uruguay participaba por vez primera en una competición intercontinental y, sorpresivamente, fue derrotando rivales, hasta que acabó por ganarse el corazón de los franceses. En la final contra Suiza, los apoyaron como si hubieran sido los locales. En agradecimiento, los sudamericanos dieron una vuelta a la cancha para mostrarle el trofeo a todo el público.
Son tiempos de dar nuestras propias vueltas olímpicas: a las glorietas, quienes conducen; a las plazas, los que corren; al patio, aquellos que les cuesta caminar y se cansan; alrededor de la cama o la silla, los convalecientes de alguna enfermedad, y sobre su propio eje, los que ya casi no tienen fuerza pero desean sentirse —aunque sea una vez más— como bailarines. Da igual el sentido, da igual todo, aquí se viene a sentir.
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El que pise raya, pierde.
Una de las cosas que más recuerdo de mis paseos de infancia con mis papás y mis hermanos, es el juego de “El que pise raya, pierde”. Apenas poníamos un pie en la banqueta, mi papá comenzaba: «¡El que pise raya, pierde!». Los cinco reíamos y nos poníamos alerta. Dábamos saltos, buscábamos un cacho liso de concreto a la izquierda, volvíamos a la derecha, esquivábamos las grietas, titubeábamos, empujábamos al otro como no queriendo la cosa, y al poco rato perdía el primero.
Lo más difícil eran las banquetas cuadriculadas, íbamos de puntitas. Pobre de mi madre con sus tacones.
Con mis hijos traté de implementarlo, pero nunca les gustó mucho. Preferían el de “El primero que vea un coche rojo gana”. Cada familia inventa sus propias tonterías, que ya hasta que es tarde te das cuenta que no había cosa más inteligente: perderte en la simpleza con quienes amas, así la vida pierde grados de complejidad.
Hoy me acordé del juego de las rayas, a mis 45 años de edad, mientras corría. En algún momento del recorrido clavé la mirada en la calle y me percaté de las líneas. Iba a un paso tranquilo y se me ocurrió ponerme a jugar solo. “Si piso raya dentro del siguiente minuto, los de Charly no me van a comprar la campaña de publicidad de tenis para corredores que se me ocurrió” pensé y comencé a atentar contra mis propios negocios en un juego sinsentido que practico desde adolescente. “Si pierdo contra la computadora, significa que la que niña que me gusta se va a ir con otro”, me decía apenas a los 14 años cuando jugaba futbol en el Nintendo.
La única regla de mi juego de esta mañana era mantener siempre el mismo paso y no alterar la zancada. Si a la misma cadencia pisaba raya, ni modo, ya estaría escrito. Lo curioso es que, después de un rato, conforme llevaba puesta la atención en las rayas y en mis zapatos, me di cuenta de algo: con por lo menos siete pasos de antelación, mi mente ya sabía si al acercarme a la siguiente raya la pisaría con alguno de mis pies o no. Bastaba pasar una raya para que automáticamente mi cerebro trazara sus cálculos y premeditara si —al mismo paso— caería en la siguiente o la libraría.
Entonces me propuse no pisar ninguna y comencé a eludir los obstáculos y a prevenirlos desde varios metros antes. Me concentré y me permití sentir si debía acortar o extender una zancada para librar la próxima raya sin necesidad de ajustes bruscos de último momento. Y así regresé a mi casa, con varios negocios bajo el brazo y sintiéndome un rompecorazones.
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Las súper preguntas.
Justo cuando más te replanteas las cosas y te cuestionas el mundo como lo conoces, de pronto te acomete una andanada de preguntas que no veías venir. «¿Papá, tú crees que Jesús sí existió?», me preguntó Lorenzo, el pequeño, camino a casa de su abuela el domingo.
Veníamos solos en el coche, así que tuve vía libre para explayarme en mi respuesta, sin temor a que mi mujer fuera a excomulgarme o a ponerme una multa. Le contesté que sí, y que a mí entender había sido un gran hombre, un maestro que predicaba acerca del amor, la justicia y los principios, así como distintos seres ilustres que le han devuelto un poco de consciencia a la humanidad en momentos clave: Buda, Platón, Gandhi, Martin Luther King y otros como el propio José Mujica, a quienes resulta hermoso escuchar.
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«¡No, no, papá!», me respondió entre confundido y desesperado porque no le entendía. «A ver, ¿tú crees que Jesús fue Dios?». Y entonces le dije que, según yo, todos somos un poco de eso, y que Jesús y los demás somos más o menos iguales, sólo que algunos lo tienen más claro que otros. El pobre se quedó un poco en las mismas, aunque me parece que en el fondo no tanto. «Pero no es que Dios haya bajado de las alturas convertido en Jesús, no», todavía le aclaré y después ya mejor me preguntó cuánto faltaba para llegar.
Lorenzo
Por la noche, ya recostado con mi mujer en la cama, a medio capítulo de Luis Miguel escuché —proveniente del cuarto de mis hijas— uno de esos gritos que denotan seriedad y que es preciso atender. Uno ya sabe cuando es cualquier cosa y cuando no. «¡Papá! ¡Papá, ven!», era Paula, la de en medio, la de 13 años, algo le pasaba. De inmediato le pregunté y, muy desconcertada, me enseñó su celular.
Se trataba de una nota sobre la tal Superliga Europea, y mi hija se veía verdaderamente descompuesta. «¿¡Pero qué es esto?!, ¿¡qué va a pasar, papá?!». El comunicado advertía que los clubes que participen en este torneo (doce de los principales de Europa) serían desafiliados de sus respectivas ligas, y que sus jugadores no podrían representar a sus países en el Mundial. O sea, adiós, Messi, Cristiano, Zlatan, Mo Salah, De Bruyne, Sergio Ramos…
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Paula y su hermana Regina juegan en una escuela del Necaxa. Desde chiquitas aman el futbol, se saben más nombres de jugadores que yo y me ganan en dominadas y jugadas de fantasía. Cómo le explicas a unas apasionadas niñas de 13 y 15 años de edad que el futbol es una industria donde prevalece el dinero y no el pundonor, y en la que ahora los grandes equipos parecería que buscan clientes más que hinchas. ¿Qué va a pasar con ellas y con quienes aman el futbol por encima de sus propios intereses, con quienes honran su camiseta, con los que esperamos cada diez años esa hazaña del equipo modesto que se alza con el trofeo?
Paula
«¿Por qué hacen eso, pa?», insistió y yo le pregunté si no prefería que habláramos de Krishna.
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Los sonidos en los estadios vacíos y la música en tiempos difíciles.
Ponle música a lo que estés viendo en la calle o a tu alrededor. Si vas en el transporte público, usa tus audífonos; si estás abordo de tu automóvil, súbele al volumen. Elige, por ejemplo, “Carnaval de los animales: XIII. The Swan” de Camille Saint-Saëns, o alguna otra melodía nostálgica. Mira a esa muchedumbre que —como tú y como yo— va rumbo a sus trabajos. Tantas mujeres y hombres cabizbajos, con sus mochilas pesadas al hombro y la mirada clavada en sus zapatos. Parecerán desolados, la imagen en su conjunto es desesperanzadora.
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Ahora, ahí mismo, haz sonar el “Galop infernal”, de la opereta de Orfeo en los infiernos. El cuadro definitivamente cambia, el ambiente se vuelve otro. Las mismas personas, sin saber que protagonizan una secuencia para ti, pronto se transforman. La nueva pieza devela que, debajo de ese desencanto que las condenaba, están ataviadas de suspicacia. Se voltean a ver unas a otras, con intriga, a la espera de que uno se descare, rompa filas y comience a correr a toda velocidad. Al compás de la obra de Jacques Offenbach, ese ir y venir de gente en las aceras, se asemeja a una carrera interminable, a la maratón de los godínez.
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“El sonido modifica radicalmente la realidad”, pensé mientras veía el primer gol que le clavó el Real Madrid al Barcelona. En medio de un estadio vacío, Karim Benzema festejaba su tanto de taquito, celebrado no sólo por sus compañeros, sino por una efusiva afición virtual que La Liga —con el apoyo de EA Sports— tiene pregrabada para los goles, para los tiros a puerta, para los contraataques, las faltas y las cámaras húngaras.
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A raíz de que se juega a puerta cerrada para evitar contagios, las principales ligas de futbol optaron por usar en sus transmisiones —al más puro estilo de las risas enlatadas de Chespirito— pistas de audio de público para ambientar los partidos. Y, es que sí, los ecos de un estadio vacío son tan deprimentes como el ruido del tráfico a las 8:00 A.M., cuando nos dirigimos a nuestras oficinas. El silencio desalienta a los fanáticos, pero los sonidos artificiales del graderío imaginario les permiten olvidar a ratos que el mundo está de cabeza.
La música y los sonidos estimulan emociones, despiertan los sentidos, cambian perspectivas, estados y atmósferas completas. Si los sonidos son capaces de transformar un partido de futbol, la música tiene el poder de hacerte la vida distinta. Cuántos momentos no se vuelven inolvidables gracias a una canción, instantes de nuestra existencia que asociamos con nuestras canciones favoritas, esas que conforman nuestro soundtrack. La música nos sana en los tiempos difíciles, una siesta y la pieza adecuada y voilà! Y qué decir de quien muere oyendo en voz de Pavarotti el “Ave María”, o la de su preferencia. Es un camino al cielo.
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Por eso, como reza la canción de Rogers y Hammerstein, cuando te sientas temeroso, sostén tu cabeza en alto y silba una tonada alegre que te convenza de que no tienes miedo”.
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El ahora y las nuevas primeras veces.
A diario me entero de más gente que últimamente ha tomado las decisiones más radicales de su vida. Si existiera algún estudio para medir las épocas donde la humanidad ha tomado más decisiones disruptivas, probablemente el resultado sería: Ahora.
Vivimos un período de grandes cambios, motivados en buena parte por la necesidad: profesionistas y meseros que se pusieron a vender galletas; mujeres y hombres sin empleo que prueban suerte en los oficios más insólitos, o que armaron al vapor negocios de comida china a domicilio; familias que se mudaron al bosque, al campo o a otro país; empresarios que vaciaron sus negocios para convertirlos en bodegas de Amazon; los que que dejaron todo para dedicarse a lo que les gusta, porque la vida es corta.
Cada vez confluimos más en “el ahora”, un territorio al que nos trasladamos para reinventarnos y empezar de cero, una tierra llena de novedades y de nuevas primeras veces.
La madrugada del domingo me tocó ver el medio maratón de Estambul. Además de la magia seductora de la ciudad, me impactó que no sólo participaron atletas elite, sino alrededor de cinco mil corredores amateurs, en lo que supongo es uno de los primeros eventos masivos desde que detonó la pandemia.
Se les veía la felicidad en la cara, como si fuera la primera vez que corrían en multitud, como un esplendoroso río humano, inmersos en una poderosa corriente de emociones contagiosas. La keniana Ruth Chepngetich, campeona mundial de maratón, cruzó la meta pletórica, como si nunca antes lo hubiera hecho. No sé si se debía a que impuso un nuevo récord (1h04:02), o si más bien su fulgor provenía de ese sentimiento esperanzador.
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La sensación me trasladó al Palau Sant Jordi de Barcelona, al primer concierto en el que también recientemente más de cinco mil asistentes —que se sometieron a una prueba de antígenos— corearon las canciones de Love of Lesbian. «¡Bienvenidos a uno de los conciertos más emocionantes de nuestra vida! ¡El mundo nos mira, esta es una pequeña batalla dentro de la guerra!», reivindicó el líder de la banda, Santi Balmes, al saltar al escenario.
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Me conmueve imaginar las palabras de las maestras el primer día de clases; las de los compañeros de trabajo al volver a la oficina; las del árbitro en ese primer partido entre escuelas; las de quienes se gusten en un bar o una biblioteca; las de inauguración de los Juegos Olímpicos de Tokio, los primeros de estos nuevos tiempos.
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Paseo violeta (con clima extraño).
Suena en mi cabeza ��Strange Weather” de Keren Ann. No llevo audífonos ni dispositivos, mi cerebro es un tocadiscos. Desde hace tiempo corro sin artefactos y —mucho menos— con celular. Me estorba y disfruto correr libre, sin otro peso que el mío, sin llamadas entrantes ni alarmas de WhatsApp o recordatorios.
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Hace unos años, mi buen amigo Emilio me recomendó ir mejor atento al silencio, y le hice caso. No sólo aprendes a oír cosas que no se oyen, sino también a percibir lo que no necesariamente se ve. El silencio es la puerta de entrada a nuestro cuarto oscuro, donde se nos revela lo sensible, lo sutil.
Me tocan cincuenta minutos a paso medio para aflojar la carga de la semana, aunque pienso más bien en la dureza de los recientes acontecimientos. El clima es, en efecto, extraño. La sensación en el aire es rara, la misma de hace ya un año cuando se vaciaron las calles, a pesar de que otra vez están llenas. El cielo se pintó de gris y las majestuosas jacarandas contrastan arriba tanto como con el pavimento. Es un espectáculo de otro mundo ese violeta intenso, como sacado de la imaginación más insólita.
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Casi nadie las vio el año pasado, nos encontrábamos encerrados, con la preocupación de si sobreviviríamos. Muchos no lo lograron, pero ellas sí volvieron. Tienen una suerte parecida a la de la música, que es como si reencarnara. Les pasa como a las melodías, que nunca se extinguen y viven simplemente a la espera de que alguien las descubra. Para eso existen.
No deja de sonar la canción, la escucho claro. Coincido con más corredores en el camino. Antes saludaba a todos y no me molestaba si no me devolvían el saludo. Hoy no vengo de humor y directamente ignoro a los chungos que llevan la mirada clavada al suelo con tal de no decir “Hola”. Siento ganas, la verdad, de mandar a chingar a su madre a más de uno. O de, cuando menos, decirle: «Caray, un poquito de cordialidad, pinche ojete (chinga tu madre)». Pero prefiero devolver mi concentración al violeta intenso que de cierto modo me sana en estos grises instantes. El mundo no necesita más apáticos.
Cuentan, de hecho, que el color violeta es sanador, que su luz es tan poderosa que almacena fuerzas como el amor, la misericordia, el perdón y la transmutación. Quizá por eso nos tranquilizan; a lo mejor por ello nos enamoran; tal vez por eso las extrañábamos.
Probablemente como ellas, que —a su manera— se preguntarán por qué varios de los nuestros no regresaron.
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Foto de portada de post: Yarov Rivera
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Las razones para seguir.
En el último año, la vida ha dado demasiadas vueltas. Tantas que últimamente me mareo y por las noches de repente le pido al mundo que se detenga. Me viene a la mente el final de la película de Superman, cuando el superhéroe por antonomasia descubre a Lois Lane sin vida y se lanza furioso a dar vueltas alrededor del planeta, en sentido contrario a su rotación. Así, Kal-El hace retroceder el tiempo y logra devolverle a su amada el aliento.
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Pero no todo es tragedia. Como bien me dijo mi madre: «Qué cantidad de pandemias tan distintas: unas, sí, en hospitales, en el filo de la butaca; otras en la playa, entre cocteles; algunas en cinco metros cuadrados, otras en palacios con jardines; en soledad, en familia, con Wi-Fi o apenas con lo básico». Hay pandemias donde se muere y en las que se sobrevive. Y también están las de quienes siguen viajando.
El sábado pasado, marchistas de todas las nacionalidades se dieron cita en Dudinska, Eslovaquia, para participar en la reunión atlética europea. Las mexicanas Valeria Ortuño, Ilse Guerrero y Alegna González arrasaron en los 20 km femeniles. Consiguieron el 1-2-3 y sus boletos a los Juegos Olímpicos de Tokyo. Andrés Olivas y Noel Chama firmaron el 1-2 en la misma especialidad para hombres y —junto con Horacio Nava, quien quedó cuarto en los 50 km— aseguraron también sus plazas en la justa olímpica.
Mexicanas hacen el 1-2-3 en Dudinska, Eslovaquia, y confirman su boleto a los JJOO de Tokyo.
El mundo está lleno de realidades distintas, aunque todos coincidimos en algo: nadie puede echar atrás el tiempo, ni para traer de regreso a quien ama, ni para borrar las cosas. Lo único que cada quien puede hacer es encontrar las razones para seguir.
«Deseo que mi nombre se escuche a lo largo de la historia del atletismo», declaró Alegna González a los medios.
«Después de todo lo que pasó, si Dios permitió que me curara, es para algo. Voy a tratar de estar tranquila y vivir contenta», comentó mi mamá en la sobremesa y enseguida me puse a pensar yo en mis razones, en mi lista:
1. Experimentar la esperanza, que muere al último. 2. Una buena charla sobre la posibilidad de que haya vida en Marte. 3. Correr Berlín. 4. Una verdadera pizza napolitana con toda la familia y el vino de la casa, per favore. 5. Los días en que amaneceremos mejor. 6. Jugar a las miradas cuando se me quiten las ojeras. 7. El cuento que prometí escribirle a mi hija y que traducirán a otros idiomas. 8. Que no hay de otra.
¿Y cuáles son las tuyas?
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Esto no se acaba hasta que se acaba.
Hay una frase que tiende a revolotear cuando se acerca el final de ciertas contiendas, sobre todo deportivas, como una invocación al milagro: “Esto no se acaba hasta que se acaba”.
Yogi Berra, el popular catcher de los Yankees de Nueva York allá en los años 50’s, la pronunció por primera vez en 1973, cuando ya más bien portaba la casaca y la gorra de coach de los Mets. Su equipo caía por varias carreras en el partido por el banderín de la Liga Nacional, y —cuentan— él no se cansaba de repetirlo a sus jugadores: «Esto no se acaba hasta que se acaba». Al final, los metropolitanos remontaron para ganar el título de división.
Su expresión, adoptada por cronistas y deportistas, es un llamado a esperar, a no dar las batallas por concluidas con anticipación, pues el devenir de las cosas puede cambiar. Cuando un mensaje lleno de esa fuerza consigue penetrar en la mente de quienes protagonizan la lucha, el colofón de los combates suele ser electrizante. Y todo puede pasar.
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Hace dos semanas, mientras mi papá se enfrentaba con la muerte ante la expectación de sus aficionados más leales y cercanos, yo sólo pensaba: “No puede ser que todo termine aquí, que no haya nada más, que no volvamos a vernos”. La batalla estaba perdida, no cabía la posibilidad de una voltereta. Tenía los ojos cerrados, segundo a segundo su respiración caía, las alarmas sonaban, la vida se le escapaba.
En medio de la conmoción, nosotros atestiguábamos su partida. Él lucía en paz, no como si estuviera sufriendo una derrota, sino más bien como si se tratara de su gran despedida: la noche de su retiro. Le pusimos música, su favorita. Estamos seguros que, entre los sonidos de los aparatos, la oía. Y quise imaginar que los aplausos que sonaban en mi corazón también. Y que iba y venía, que daba saltos entre las dimensiones, como queriéndonos decir que al final hay una puerta que se abre, que se escuchan ovaciones y que esto tampoco se acaba aquí, que esto tampoco se acaba hasta que se acaba.
“Ojalá, porque no creo que ni siquiera el amor celestial sea capaz de superar al amor que tenemos la fortuna de experimentar los humanos”, pensé —absolutamente electrizado— en este inesperado desenlace.
La perspicaz frase de Yogi Berra, quien murió en 2015 —seguramente entre aclamaciones y vítores espectrales— a los 90 años de edad, nos recuerda que siempre queda la esperanza. Deportistas o no, aferrémonos a ella, porque incluso con todas las probabilidades en contra, y por más desfavorable que luzca el panorama, puede surgir un milagro.
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Los edenes de mi padre.
Si quieren encontrar a mi papá, búsquenlo en el Ritz Carlton de Laguna Niguel, en el brunch de los domingos, devorando caviar y pasándoselo con champagne, mientras contempla desde los ventanales a los surfers dominar las olas.
«Justo en estas playas de California empezó el movimiento y la música surf, niños», nos decía hace muchos años entre cucharadas de esos pequeños huevecillos negros que de vez en cuando nos invitaba a paladear como una recompensa de la vida, cuando todavía vivíamos y viajábamos los cinco juntos. «En serio, aquí es donde agarraron fama los Beach Boys», insistía.
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Surfin’ USA (The Beach Boys).
En estos días hemos recibido cientos de muestras de cariño y condolencias. Todos los mensajes son muy parecidos, nos transmiten cariño, buenos deseos y en uno que otro —quienes compartieron vivencias con mi papá— nos cuentan anécdotas que nos emocionan.
“Siento en el alma su pena. Sé que no hay mucho que decir en estos momentos, todas las palabras están dichas”, me escribió un amigo de Facebook. Sin embargo, entre tantos comentarios, de pronto me resaltan algunos que sí se diferencian y me hacen ver que no todo está necesariamente dicho, bien sea por la cercanía, por alguna peculiaridad o por frases que inconscientemente resuenan en mí.
“Lo siento, Paco. No tengo palabras. Realmente es algo sumamente doloroso. Te deseo pronta resignación. Y que Dios lo tenga en un lugar donde se sienta feliz”, decía el mensaje de una amiga mía de la infancia, y entonces vi a mi papá en el brunch de los domingos del Ritz Carlton de Laguna Niguel, porque ese era uno de sus paraísos donde se sentía feliz.
Acto seguido, no pude evitar dar un recorrido por sus distintos edenes, por todos aquellos lugares donde Dios podría tenerlo ahora mismo porque lo hacían sentir feliz: en Broadway, en la función nocturna de El Fantasma de la Ópera; en las primeras filas de un concierto de Brian Wilson, o en el de Frankie Valli, aunque fuera en gayola; en su restaurante de mariscos favorito en el muelle de San Clemente; en un partido de la NFL o en una maquinita de Las Vegas; en la sección de caballeros de Neiman Marcus; en la sala de su casa con su CD de las gaitas a todo volumen; en un Cointreau on the rocks; con su falda escocesa en la cena de Navidad o Año Nuevo; en primera clase de un vuelo trasatlántico luego de pasar al Duty Free por sus corbatas Hermés; en las caladas de uno de sus cigarros Camel sin filtro; en un coche nuevo; en una buena película de Robert De Niro y Al Pacino con un bote extra grande de palomitas con mantequilla doble.
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Mi papá fue un hombre sumamente exquisito. Sin embargo, hace cosa de cinco años, cuando se vio obligado a dejar de hacer todo eso que antes lo alegraba, vivió varios años triste, bastante triste. Tuvo que encontrarse los últimos días del 2018 al borde de la muerte y luchar durante más de cuatro meses por su vida en el hospital para arrancarse de tajo varios pensamientos que condicionaban su felicidad a esos pequeños placeres y lujos de la vida que a veces tanto nos confunden a las personas.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la auténtica felicidad que le provocaban aquellos extravagantes sitios, provenía más bien de poder compartirlos con nosotros. Ahí estaba la magia. Y no lo digo yo, me lo dijo él.
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Los dos últimos años de su vida, Francisco José Koloffon Duncan vivió en paz y se reconcilió con la sencillez. Pocas veces volvió a ponerse una corbata de seda; solo se subió a un avión, con destino a Mérida, y nunca más probó el champagne ni nada que alterara su percepción de las cosas. Mi papá fue feliz en su casa, los domingos, cuando nos reuníamos a comer todos. Por eso es probable que Dios lo tenga por ahí, entre nosotros, cada que nos juntemos en el comedor o en la sala de su casa, o cuando nos tomemos todos juntos una foto.
Ya habrá tiempo para que te vayamos a buscar a los demás lados.
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God Only Knows (The Beach Boys).
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Los récords de mi padre.
¿Qué queda de una persona cuando muere? Su aroma, por un breve tiempo, en un suéter. Sus fotografías. Las frases que repetía. Alguna nota suya a mano que aparece en algún libro, en un cajón o en la bolsa de un saco en el momento indicado. Los recuerdos en sus deudos y las canciones que oía. Sus historias.
Última foto con mi papá, el día de mi cumpleaños 45 (16 de enero, 2021).
Si habláramos de deporte —que es de lo que supuestamente trata esta columna—, tendríamos que referirnos a los récords de ese atleta que se va.
Mi padre jugó futbol de niño hasta pasada su adolescencia. Luego, ocasionalmente, cascaritas conmigo y mis primos de niños. Pases de futbol americano en Chapultepec y en la playa, donde también peloteábamos con las típicas raquetas de madera. Me enseñó a jugar ping-pong y a hacerme el nudo de la corbata, aunque siempre le quedaba mejor a él.
Murió el 2 de marzo pasado, a los 70 años, con cuatro victorias contra la muerte (un duro choque del que sobrevivió a los 18 años de edad; una osteomielitis vertebral por una mala cirugía de columna, pasados los 50; un infarto a los 55 y una gravísima infección en el cerebro a los 68) y una derrota en el último asalto a manos del virus. Se defendió hasta el final. No tiramos la toalla, sacamos el pañuelo blanco.
De mi papá aprendí muchas cosas. La más importante, quizá, arrepentirme y pedir disculpas. Desde que se fue no he soñado con él. Sin embargo, la otra vez mientras corría, me sucedió algo curioso:
Salí con el sentimiento de su muerte muy vivo. Pasé junto a unos jóvenes y en mi mente les dije: “Hablen más con su papá, no se aburran de que los llame mucho por teléfono”, como solía marcarme a mí. Acto seguido, como si estuviera planeado, una de ellos se puso el celular en la oreja y contestó: «Hola, Pa», y yo me quedé atónito. Saludó a su padre y yo sentí con claridad que era el mío. “En este instante me estaría llamando”, pensé y enseguida escuché dentro de mí: “Lo estoy haciendo”.
Como me dijo Maru mi suegra: «Es un tiempo privilegiado porque estamos muy sensibles, receptivos a lo sobrenatural y todo puede sentirse más. Vivimos en un in-tiempo, no estamos allá pero tampoco acá, y podemos percibir esas presencias que nos acompañan».
Cuando muere tu papá te sientes inconsolable e incomprendido. Pero después piensas: “Bueno, no soy el único ni el primero al que se le ha muerto su papá”. Y luego reflexionas: “No, sí lo soy”.
Descansa en paz, Francisco Koloffon Duncan.
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El fallecido 187,187: mi papá.
El 2 de marzo, a las 17:31 hrs, se fue mi papá: Francisco José Koloffon Duncan. Podríamos decir que, oficialmente, fue la persona 187,187 que murió a causa del coronavirus.
Recuerdo hace cerca de 17 años, cuando en la sobremesa de su cumpleaños le entregué de regalo un engargolado de unas 250 páginas. Cuando lo vio se le iluminó el rostro y me dijo: «¡Oh, tu tesis de la maestría de criminología!, ¡qué gran regalo me das, Paquín!».
El engargolado de “El astronauta terrestre”.
Cuando lo abrió y lo hojeó y se percató de que más bien se trataba de mi primera novela, que llevaba escribiendo varios años a escondidas, no supo bien qué decir.
Él siempre quiso que fuera abogado o contador o economista, y le costó mucho procesar la noticia de que yo deseaba dedicarme a escribir y a contar historias.
Dos días después, en mi casa, me preguntó: «¿Como cuánto cuesta convertir ese engargolado en un libro bien impreso?». Y así fue que me pagó la primera edición de mil ejemplares de mi primer libro.
La primera edición (de mil ejemplares) de “El astronauta terrestre”, patrocinada por mi papá en 2005.
Así fue mi papá, le costaba un poco de trabajo hacerse a la idea de las cosas que se salían de sus planes, pero al final le ganaba el amor y te apoyaba con todo el corazón y con todos los recursos a su alcance. Tuve un padre muy generoso que me amaba con su alma.
Mi papá y yo en 2016, en el AT&T Park: Chicago Cubs VS San Francisco Giants, Juego 7 de los playoffs.
Quise contarles una de tantas cosas que hizo Francisco José Koloffon Duncan por mí, para que su vida no quede en un simple número y para que sepan lo afortunado que fui de ser su hijo. Cuando escribí este “Ensayo para aprender a morir de la mejor manera posible”, jamás imaginé que él y nosotros seríamos parte de esto. Descanse en paz.
Mi papá y yo, hace muchos años.
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