#reino de asima
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Ezoitz
(...continúa)
No era así como planeaba conocer los canales de La Seda. El barrio de los telares, uno de los primeros núcleos económicos de Asima en el pasado, famoso por sus sedas, sus brocados y sus finísimos rasos. El tiempo y la afluencia de burgueses vividores convirtió paulatinamente los talleres en tabernas, las tabernas en burdeles. Con el tiempo casi cada construcción en el barrio ha llegado a alojar una mancebía de mejor o peor reputación. Las fachadas otrora orgullosas de las sedes gremiales lucen ante ellas faroles de cristal rojo. Al barrio sólo le queda el nombre, La Seda. El nombre y los canales.
Mirando la rica arquitectura de los antiguos talleres y los puentes sobre los canales, Ezoitz entiende perfectamente por qué es uno de los recorridos más habituales de las plechas. Las tranquilas aguas y las bellas vistas suelen atraer a los mercaderes presuntuosos. La profusión de burdeles sin duda también ayuda a cerrar más de un trato. Así es como ella esperaba conocer el barrio. León iba a alquilar una de las barcas jardín. Iban a pasar una tarde encantadora.
-Baja la vista -la voz de Yusuf es suave, melodiosa, pero su tono no deja lugar a réplica-, no podemos arriesgarnos a que te vean.
Ezoitz agacha la cabeza obedientemente y se cala un poco más la amplia capucha que la cubre. Deja de ver las fachadas. Centra su vista en los pies de su acompañante y camina tras él. No era así como planeaba conocer los canales de La Seda, pero así es como han salido las cosas. El plan de La Fortuna, cuando se lo planteó, le pareció una locura, pero llegados a este punto es imposible negar que ha dado el resultado esperado. La joven aprieta los dientes y traga saliva. ¿Acaso el fin no justifica los medios?
Los pies de Yusuf se detienen y Ezoitz frena tras él. Est��n ante una puerta de madera entreabierta. Sobre ella una ménsula tallada como un sátiro sobresale de la pared. Un buen trabajo de talla en madera, con esmaltes de vivos colores. Sostiene un farol de metal dorado con un millar de cristales rojos al final de su brazo extendido. La luz se proyecta contra el suelo formando un patrón geométrico incluso a la luz del día. Yusuf abre la puerta lo suficiente para dejarla pasar y queda vigilando tras ella. Cuando se cerciora de que nadie los ha visto entrar, cierra a su espalda.
La primera hora de la tarde no es, desde luego, el momento más animado en un lupanar como El Sátiro. Un rápido vistazo revela que Yusuf es el único hombre en la sala. Ezoitz esboza una sonrisa tratando de no dejar que su cara refleje sus verdaderos sentimientos. La mayoría de las muchachas allí no tienen más edad que ella misma, con la excepción de la mujer de unos cuarenta años que descansa tras la barra y la fibrosa matona que afila un puñal recostada en una silla junto a la puerta. Su repaso rápido a las caras confirma lo que temía, esas muchachas están ahí voluntariamente. Charlan y bromean mientras comen. ¿Qué han vivido para elegir esto de forma voluntaria? Una conocida oleada de rechazo recorre las entrañas de Ezoitz. La matrona atrae su mirada de odio. Parece tensa mientras habla con Yusuf. Ambos dirigen miradas hacia el otro extremo de la sala.
Su vista se detiene en el rostro de Kara Dornik. La enana está allí, sentada en un rincón. Tan derecha sobre un taburete que parece haber crecido. Ambas se miran. Kara parece enfadada, no molesta o sorprendida sino sólo enfadada. No hay ira, no hay pasión en su enfado. Es un enfado sobrio, profundo. Es la cara de alguien a quien han metido en este plan sin preguntar. Es la misma cara que había puesto Yusuf horas antes cuando había ido a recogerla en su habitación del taller de Estabio Fuegoscuro. Es la cara que ella misma habría podido poner en varios momentos de los últimos dos días si no supiese controlar su expresión mejor que ellos. Es la cara que parece provocar el plan de La Fortuna.
-Hola -Ezoitz esgrime su mejor sonrisa para la ocasión, algo tímida, algo sumisa, mientras se acerca hacia la enana-. Siento que te hayan metido en esto.
-Korh’t son-kak -gruñe en burnkhar mientras aparta la mirada. Tarda un par de segundos en descongestionar su cara antes de volver a mirarla y relajar la expresión-. Acabemos con esto cuanto antes.
Sin mediar más palabras Kara se dirige hacia una pequeña habitación contigua y baja unas escaleras. Una lámpara de aceite espera a su llegada. La enana lleva suficiente tiempo aquí como para haberse preparado. Si no estaba suficientemente enfadada con participar en esto, el tiempo de espera seguramente haya terminado por agriarle el carácter. Yusuf se despide con un leve ademán de la mano desde lejos cuando Ezoitz baja las escaleras tras su nueva acompañante. Una puerta de metal chirría al revelar ante ellas un pasillo excavado en la húmeda roca caliza. El olor a moho invade la nariz de Ezoitz. El frío se cuela por sus articulaciones. Kara cierra de nuevo la puerta sin encender la linterna. El chirrido acaba en un golpe seco de metal contra metal. La oscuridad es absoluta.
-¿A dónde vamos? -Ezoitz trata de entablar conversación tras unos minutos caminando a ciegas agarrada al hombro de Kara.
-Hasta el final de este túnel.
-¿Puedes encender la luz? -pregunta tímidamente.
Kara para en seco. Ezoitz choca contra ella, es como chocar contra un muro. Tras un leve resoplido de descontento, una chispa prende en la oscuridad. El reconfortante olor del aceite al quemar sirve de anuncio a la luz que viene después. Kara gradúa la lampara para emitir un brillo tenue. Los ojos de Ezoitz tardan unos segundos en acostumbrarse. Están en un cruce de caminos, la tierra y la roca se sustentan con unos contrafuertes de madera que forman una cúpula a tres varas del suelo. Un brasero de hierro preside la estancia, apagado y vacío, maltratado por el tiempo y la humedad.
-¿Hacia dónde vamos? -pregunta Ezoitz tratando de mitigar el mal humor de Kara con su tono.
-¿Qué forkeg sé? -resopla Kara mirando alternativamente los distintos caminos- Como soy burnkhar todo el mundo supone que sé todo lo que pasa bajo tierra.
-La parroquia está al norte -comenta Ezoitz.
-¿Y tú sabes dónde está el norte?
Kara mira fijamente a Ezoitz esperando una respuesta. Su mirada es dura como la roca. La turnalduna mira hacia el suelo y niega con la cabeza. La enana deja salir todo el aire de sus pulmones en un largo suspiro y da un paso hacia ella, entrando en su campo de visión.
-Mira, no estoy enfadada contigo. Sólo estoy enfadada.
Ezoitz se fuerza a sonreír. Más que eso, muestra una sonrisa que parece forzada. Una sonrisa más natural sería más fácil, la tiene más ensayada, pero podría parecer petulante en esta situación. Kara esboza una sonrisa franca en respuesta.
-Yusuf y esa insufrible amiga de Isto me apartaron antes en El León Agazapado -comienza a narrar la enana mientras se decide por un túnel y camina hacia él-. Jeff y yo hemos acabado con Mtomba esta mañana.
» La ciudad está intratable, dije a Jeff que corriese a encontrarse con los demás… Iba a haber un oficio especial a medio día, algo raro había planeado Chielde. No sé -Kara corta su relato, tratando de ordenar sus pensamientos sin dejar de caminar-. El caso es que volví a la taberna y allí estaban sólo León, Yusuf, Laisel y la maldita Fortuna. Es cuando me apartaron y me contaron que todo era mentira, un plan, dicen. Hemos matado a la maldita guardaespaldas de Chielde por una mentira que tramasteis La Fortuna y tú.
-Lo… lo siento -Ezoitz no necesita fingir nada esta vez, está realmente afectada.
Kara hace un gesto con la mano, sin girarse siquiera. Parece como si quitase peso al asunto.
-Lo siento de verdad -añade en el silencio posterior-. La Fortuna ideó el plan, yo llevaba dos días siguiendo a Sura Mtomba y no encontrábamos otra manera de acabar con esto.
-¿Cómo lo hicisteis? -pregunta Kara al fin- El tal Draco, el tipo que iba contigo, juró que Mtomba lo había atacado. León tiene contactos en la ciudad, joder, ellos también la vieron salir del callejón.
Ezoitz trata de ordenar sus pensamientos. ¿Cuánto debería revelar? ¿Hasta qué punto puede sincerarse con Kara? Si la enana supiese la verdad, toda la verdad, ¿sería comprensiva y se pondría de su lado o la miraría como un monstruo? Recuerda el cosquilleo en los dedos, en la mano. La sensación de un fogonazo recorriéndole la columna vertebral; la sensación de doblar la realidad. El brillo del acero inunda su mente, apartando las sensaciones placenteras. Ya sólo recuerda la sangre, caliente y espesa. La carrera por los callejones dejando atrás los gemidos de dolor de Draco. Kara estaría loca si no la mirase como un monstruo.
-Ahí delante hay una puerta -la voz de la enana la saca de sus pensamientos.
Ezoitz trata de contener un suspiro de alivio. Por mucho que se fija no consigue ver nada, está más allá del alcance de la linterna. Una hoja de madera carcomida, de no más de tres codos de altura, se revela a la luz cuando se acercan un poco más, en absoluto silencio. Sin mediar palabra, Kara saca una daga fina de su cinturón y la desliza por el hueco entre el batiente y el cerco buscando concienzudamente. Un sordo chasquido revela que ha encontrado su objetivo. La puerta se cierra por un simple pasador de madera. Una giro brusco de la daga provoca un crujido, el pasador se astilla liberando la hoja y permitiendo el paso, una pequeña pieza cae al suelo, repiqueteando. Kara y Ezoitz se quedan unos instantes más en silencio, tratando de averiguar si alguien más ha podido oír el ruido.
La tensión comienza a disiparse, nadie parece haber notado su presencia. Con cuidado abren la puerta y se deslizan en su interior. Una pequeña bodega, mal provista y peor cuidada les da la bienvenida. No parece en absoluto las catacumbas de una parroquia. Kara deja escapar una maldición en burnkhar entre los dientes. El barullo de una taberna abarrotada se filtra por le hueco de la escalera junto con el olor a guiso y pan recién hecho.
-Al menos voy a averiguar dónde estamos -murmura mientras se dirige con cautela hacia el piso superior.
Ezoitz revisa la puerta, el pasador está completamente roto. Mientras espera arrastra algunas cajas hacia la salida, quizá pueda usarlas para disimular el estropicio durante el tiempo suficiente como para alejarse de allí. Kara vuelve a bajar rápidamente, sin el cuidado ni el silencio con el que había subido.
-“La Roca Lisa” una tabernucha -anuncia la enana.
-Está al oeste del canal, cerca del camino de Carnala -Ezoitz trata de reordenar su mente-, algunos de los seguidores de Chielde pasan por aquí.
-He sobornado al pinche para que se esté callado -Kara se dirige directamente hacia la puerta-. Aún así…
Ezoitz asiente. Cuanto menos tiempo pasen allí menos riesgo correrán. Arrastra las cajas hacia la puerta, tapando en la medida de lo posible el pasador roto. Se alejan de allí a paso raudo y sin cruzar ninguna otra palabra. Apenas han recorrido la mitad del camino de vuelta a la sala del brasero cuando el crujido de la puerta recorre el pasadizo. Las inteligibles palabras de voces lejanas dejan claro que les siguen. El muchacho de la cocina ha tardado poco en dar la voz de alarma.
-Si venimos del oeste, debería ser ese túnel -señala Kara al llegar al cruce. Tiende la lámpara hacia Ezoitz- Cógela y adelántate.
La turnalduna aprieta el paso, alejándose de Kara y de las voces. No ha recorrido apenas cien pasos cuando llegan hasta ella voces de alarma. La enana viene corriendo por el túnel. Un distinguible brillo anaranjado invade el fondo del pasillo. Los gritos de sus perseguidores no dejan lugar a duda, hay fuego. La maniobra de la enana para entorpecerlos es arriesgada al quemar la madera que sustenta los pasadizos, pero resulta efectiva. Continúan avanzando a buen paso hacia el norte. Una sonrisa de satisfacción asoma a los labios de Kara.
Unos pasos más allá, la tierra compactada y los contrafuertes de madera dejan paso a la obra de sillería. Grandes losas de granito cubren el suelo. El pasadizo escavado en el suelo se une a antiguos túneles subterráneos allí donde habían sido abandonados o cegados. La parroquia de San Iramel es una de las edificaciones más antiguas de la ciudad. Anterior a la propia ciudad, en realidad. Esos viejos túneles probablemente la unieron en el pasado con las fortalezas primitivas que custodiaban el paso del río.
Tras avanzar un poco más, una puerta de hierro con barrotes del grosor de un antebrazo deja ver tras ella las criptas. Han llegado a su destino. Ezoitz acerca la linterna mientras Kara examina minuciosamente la cerradura. Es de buena factura pero está vieja y oxidada. La enana maldice por haber dejado sus ganzúas en la posada. Tras valorar algunas opciones decide quitar el asa de alambre de la lámpara y tras enderezarlo con las manos comienza a hurgar en el ojo del cierre.
¡CLANK!
La puerta emite un sonoro crujido metálico. Sus gruesos barrotes vibran y resuenan como una campanada en el silencioso túnel y su sonido se extiende por las catacumbas. El rostro de Kara refleja una mezcla de sorpresa y fastidio cuando se vuelve buscando la mirada de Ezoitz. La enana niega levemente con la cabeza, indicando que a pesar del ruido, la puerta aún no está abierta. Antes de poder volver a intentarlo, un leve brillo al otro lado de la puerta se transforma rápidamente en un torrente de luz acompañado de unos pasos acelerados.
-¿Quién vive? -la hosca voz de Huderto Doscasas resuena en las catacumbas.
Doscasas y Grac Fragnon aparecen por una esquina empuñando una linterna sorda que proyecta un haz de luz por su ojo de buey. La luz ilumina la puerta en el instante justo en que Ezoitz y Kara consiguen esconderse tras unas columnas.
Los dos guardias caminan hasta la puerta, iluminando el túnel y comprobando que aún esté cerrada. Ezoitz contiene la respiración y mira al otro lado del pasillo. Kara está escondida en una de las columnas de la pared contraria, tiene los ojos cerrados y trata de aplanar su voluminosa figura. La luz ilumina uno de los pliegues de su ropa, perfectamente visible. La garganta de la turnalduna se seca, su pulso se dispara. Un golpeteo metálico en la puerta. “Nos han descubierto”.
-Está cerrada, cretino -la voz de Fragnon suena condescendiente.
Doscasas responde con un bufido de descontento y la luz abandona el túnel. El aire arde en la garganta de Ezoitz cuando se permite volver a respirar. Los dos guardianes se alejan de nuevo. Afina el oído hasta oírlos subir por los peldaños de piedra. Sus músculos se relajan de nuevo. Increíblemente no parecen haber visto la ropa de Kara que sobresalía de su escondite. Con suavidad se acerca a la enana y le hace un gesto para que vuelva a intentar abrir la puerta.
Con sumo cuidado, Kara vuelve a introducir su improvisada ganzúa en la cerradura. El proceso parece ahora mucho más fácil. Lo que fuese que hizo el sonido ya no está y la cerradura se abre con un leve chasquido. Se entrecruzan las miradas pero, sin tiempo para celebraciones, ambas oyen los lejanos gritos al fondo del túnel. Sus perseguidores parecen haber salvado el escollo del incendio y vuelven a acercarse.
-Si hacen tanto ruido, nos van a descubrir -Kara golpea con su ancha mano el muslo de Ezoitz a modo de despedida-. Voy a frenarlos antes de que se acerquen.
Ezoitz se queda unos instantes mirando cómo la enana se aleja por el túnel. Nada queda ya del caminar furtivo con el que la había guiado hasta aquí. Un paso rápido, amplio a pesar de sus cortas piernas, de corte marcial. No necesita siquiera desenvainar sus armas para resultar intimidante. Pronto la oscuridad engulle a Kara. Un lejano grito de guerra en burnkhar informa de su encuentro con sus perseguidores. No hay sonido de batalla.
Ezoitz abre la puerta apenas lo necesario para escurrir su cuerpo entre las dos hojas y las vuelve a cerrar con suavidad, evitando hacer ningún ruido. Se quita la amplia túnica de color crudo que la cubría y, conservando sólo la soga que ejercía de cinturón, la deja caer tras los barrotes, a la sombra de la propia puerta. Suspira. Sus ropas son finas y elegantes, fueron un regalo de León, uno de los primeros. Vuelve a suspirar y de un tirón seco rasga su blusa. Metódicamente daña las rodillas de su pantalón, despeina su pelo y se araña codos y manos contra las aristas de las paredes rocosas de la cripta.
No se permite esbozar ni una sola mueca de dolor. Tampoco de asco, miedo o incertidumbre. Su cara es una máscara de porcelana. Cada movimiento, cada pequeño detalle destinado a hacerla parecer una maltratada prisionera es un clavo más en el ataúd en el que ha enterrado su decencia, su relación con la verdad. Está engañando a todo su grupo, a las personas que quiere. Todo por un plan de La Fortuna. Todo por un supuesto bien mayor.
Con movimientos precisos se ata a sí misma las muñecas y los tobillos. El nudo es más que creíble y pasaría sin problemas un examen superficial. Nadie en su sano juicio se ataría a sí mismo, lo que sin duda ayuda a que sea creíble para cualquier observador. Ya atada se revuelca por el suelo un par de veces, tratando de acumular en su pelo, su ropa y la sangre de sus arañazos tanto polvo y tierra como sea posible. No falta detalle. Su aspecto es justo el aspecto que quiere, el aspecto que debe tener.
“Sí falta un detalle” -piensa- “. Si Sura apuñaló al mago para secuestrarte, no te habrías ido voluntariamente con ella”. Ezoitz mira a su alrededor. Siente cómo le palpitan las sienes, la tensión, la mentira, están pudiendo con su máscara. Su más que ensayado autocontrol le ha servido bien en muchas ocasiones, le ha permitido engañar a incautos y tomar ventaja en muchas situaciones. Pero hay algo que no está bien. “Son tu familia” -resuena en su cabeza- “. Estás engañando a tu familia.”
Respira hondo, agacha levemente la cabeza y lentamente suelta el aire. Cierra ambos puños, haciendo una bola de nudillos al final de sus muñecas atadas. Vuelve a coger aire. “Nada de esto está bien”. Suelta todo el aire hasta que sus pulmones quedan totalmente vacíos. No puede permitirse gritar. Con un rápido movimiento dobla sus brazos con todas sus fuerzas. Sus propios nudillos se encuentran con su cara, justo bajo su ojo izquierdo. Oye un chasquido y un dolor punzante irradia desde el lugar en el que ha recibido el golpe, calentando su cara y nublando su mente.
Su cabeza golpea contra el suelo, sumiéndola en las nieblas del aturdimiento. “Mentirosa, te mereces esto y más”. Las lágrimas comienzan a rodar por sus mejillas.
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Jeffrey
(...continúa)
El tiempo se ralentiza hasta casi detenerse. Siente el peso de su coraza. Nota las correas de su enorme escudo pavés apretadas contra su brazo izquierdo. Oye la respiración de Kara a su lado, suena tan firme como la suya propia. La enana es una combatiente más que competente, como todos los burmkhar que Jeffrey ha conocido. Se alegra de contar con ella para esto. Le dedica una rápida mirada, tiene su maza en la mano, cogida cerca de la cabeza y los dientes apretados, está preparada. Asiente hacia él y él le devuelve el asentimiento mientras suelta la correa que sujeta su martillo de guerra y lo empuña balanceándolo levemente. Siente su peso en la mano. Reconfortante.
Sura Mtomba se yergue en el centro del Puente de los Meleros. Mirarla desde abajo acrecienta aún más su altura. Una cincelada estatua de ébano de más de dos varas de altura. Desafía al propio invierno vestida con un peto de cuero que deja al aire sus brazos tan musculosos como los de un herrero. Su pelo recogido sobre la cabeza deja perfectamente visible su cara. Está sonriendo, es una sonrisa salvaje, una provocación, una llamada al combate. Todo en ella es salvaje. Grita algo en kiswali hacia ellos y golpea el suelo con el asta de su larga arma, una especie de guja que Jeff no ha visto antes.
Kara y Jeff se miran entre sí, ninguno la ha entendido.
-¿¡Dónde está Ezoitz!? -grita Jeff.
Ese es el motivo de todo esto, ¿no?. Jeff se sacude los hombros para relajarlos ante el inminente combate. Sura Mtomba, uno de los lugartenientes del sedente Chielde. Cuando Kara y Zahir habían alcanzado a Jeffrey por la mañana en la plaza de Tejedores era el primer nombre que habían dicho. “Sura Mtomba ha secuestrado a Ezoitz.” Para el imperial eso significaba una cosa: es la excusa que buscaban para dejar las pesadas intrigas que tanto parecen fomentar sus compañeros y pasar a una acción más directa y violenta contra la gente de Derri Chielde. Poco después, cuando todos se habían reunido en El León Agazapado y habían empezado a farfullar en mil lenguas diferentes sobre qué hacer o cómo enfocar el problema, Isto había deslizado una bolsa de monedas sobre la mesa, una abultada, para “pagar lo que haya que pagar y sobornar a quien haya que sobornar”. El viejo contable tenía una mirada mucho más fría de lo habitual. Su intención era clara, Isto pedía sangre, en parte por la sensación de culpa de haber puesto a Ezoitz a perseguir a Mtomba. Jeff y Kara habían respondido a la llamada de Isto y habían cogido la bolsa de monedas, saliendo de la taberna mientras los demás aún pensaban cuál debía ser el siguiente paso.
Kara había demostrado ser una compañera ejemplar. Hablando con las aguadoras que habían encontrado en la Plaza de San Iramel nada más llegar al barrio del Nido. Siendo cortés y correcta, hasta amistosa cuando había sido necesario. Así se había enterado de un oficio especial a cargo del mismísimo Chielde al medio día. Nadie parecía saber sobre qué versaría. Aún con el sudor frío recorriendo su espalda por la corazonada de que eso podría ser una demostración de poder, que podrían martirizar a Ezoitz o incluso ajusticiarla ante el público, aún así había conseguido mantener la compostura hasta despedirse y había tenido suficiente sangre fría para escribir una nota y buscar a un muchacho que la llevase, por un par de monedas, a sus compañeros.
Al mismo tiempo, cuando había sido necesario pasar a la acción, había corrido junto a él y había resultado una presencia intimidante. Unas calles más allá habían dado por casualidad con el macilento y obeso gañán que había tratado de robarle en su primera visita a la ciudad. Este tipo, con su piel cerosa y su pelo grasiento, con su temblorosa papada y su oronda panza, les había hecho correr durante tres manzanas antes de cercarlo en un callejón. Aquel primer día en la ciudad, la trampa del gañan le había llevado hasta Derri Chielde. Ese tipo claramente era uno de sus agentes.
Al arrinconarlo ante su puerta se le habían caído las llaves. Se había lanzado de rodillas al suelo y había implorado perdón por su vida. No cabía duda de que él también se acordaba de Jeffrey. Había tenido que repetirle medio centenar de veces que no le haría daño para que finalmente y entre balbuceos les confesase que Sura Mtomba estaba en el Puente de los Meleros. No sabía nada de Ezoitz, al parecer la kiswali estaba allí preparándose para proteger el barrio. Tampoco había nada más que sacar, fuese lo que fuese lo que había que proteger en el Nido no era de la incumbencia de Jeff. Él había ido a por Sura, Sura había secuestrado a Ezoitz. Ya sabía dónde encontrarla.
Las carreras, los temores, las amenazas y las indagaciones; todo ha conducido a este momento. Estira el cuello a ambos lados mientras Mtomba vuelve a gritar algo en su idioma hacia ellos. Les está sonriendo con esa sonrisa que llama al combate.
-¿Dónde está Ezoitz? -vuelve a gritar Jeff, esta vez más seco, mientras se adelanta para ir a su encuentro.
-Ezoitz -el fuerte acento de Sura hace que ni siquiera parezca un nombre. Se ríe con una sonora carcajada y prepara su arma para salir al encuentro de Jeff.
“Sabe donde está, la tiene ella.” -piensa el joven imperial- “Sabe donde está y se está riendo de nosotros.”
Los acelerados pasos de unas rígidas botas a su espalda revelan el motivo de la carcajada. Cuatro matones de aspecto hosco entran en el puente tras ellos. Un rápido vistazo. Sólo uno lleva una espada, dos de ellos garrotes de madera forrados de latón, el cuarto un hacha pequeña de cabeza pesada. Se cubren con harapos. Chielde debe de tener un ejército de desposeídos como esos listos para matar o morir por él. Por un instante Jeffrey se replantea sus actos. El poder del sedente en el Nido es mayor de lo que pensaba. Es tarde para replantearse nada.
-Me los quedo -la voz de Kara es serena y firme.
La enana se da la vuelta y deja a Jeff en lo alto del puente. Con un sonoro grito carga hacia ellos. Una contra cuatro. Una seca palabra en kiswali y un destello cegador repentino sirven a Jeff como prueba de su error al apartar su atención de Sura. Trata de reaccionar con la mayor velocidad posible y con un hábil giro se parapeta detrás de su escudo de torre en el momento justo en el que la guja de su enemiga impacta contra él. El crujido es ensordecedor. El escudo se parte por la mitad y comienza a arder. Sura ríe y da un paso atrás, presentando su arma de nuevo ante Jeff. La hoja al final de su asta arde con un fuego blanquecino tan potente que el imperial entrecierra los ojos.
Jeffrey tarda unos segundos en recomponerse. Varios pedazos de lo que un instante antes era su escudo siguen colgando por los correajes de su brazo izquierdo. Las llamas se propagan por los restos de madera, lamiendo su armadura. De un tirón, el imperial consigue arrancar los restos de su brazo y los arroja con fuerza a la cara de su oponente. Viéndose libre de la impedimenta del escudo, deja caer su martillo y alza la mano sobre el hombro. La ropa de Sura Mtomba ha comenzado a arder y, mientras se sacude para apagarse, Jeff tiene el tiempo suficiente para soltar el cinturón que fija el espadón a su espalda y lo desenvaina.
El fuego del arma de Sura se desvanece antes de que ella termine de apagar las llamas de sus ropas. Jeff alza su imponente arma por encima de su cabeza y dando un paso hacia adelante descarga un potente mandoble descendente. La kiswali interpone su arma en el último momento entre el espadón y su cabeza, haciéndolo resbalar hacia un lado. El acero muerde la carne a la altura de su hombro. Se oye el crujido del hueso al romper y la coraza de cuero se abre como un libro, descubriendo un pecho ensangrentado. El suelo de roca del puente descarga una lluvia de chispas cuando el espadón completa su trayectoria contra él.
La herida es grave. La sangre brota a borbotones y chorrea por los restos de la coraza de cuero, formando un charco en el suelo. Sura se apoya un instante sobre el asta de su arma y da un paso atrás con un grito de dolor. El grito se transforma en un rugido gutural mientras vuelve a incorporarse; un rugido de rabia que hiela la sangre de Jeff. La kiswali parece ignorar el dolor de la grave laceración de su hombro. Toda su carnadura se tensa a la vez, como si su cuerpo al completo tratase de hacer un enorme esfuerzo. Cada músculo se marca bajo la piel, temblando de ira. Clava sus ojos enrojecidos en Jeff. Su mirada es una promesa de muerte.
-¡Ukhutsa! -la sangre brota entre sus dientes apretados al rugir de nuevo la orden.
La hoja de la guja se envuelve en una espiral de furibundas llamas. Sura carga contra el imperial, blandiendo su arma con amplios y frenéticos giros. Jeff se aparta, esquiva, cede terreno. Un torbellino de fuego y acero se cierne sobre él, obligándolo a retroceder y arrinconándolo contra el pretil. El calor sofocante le impide respirar y su defensa comienza a fallar. Su armadura se ennegrece con cada golpe. Siente el dolor en las costillas bajo una melladura de su coraza. La sangre gotea por su muslo. La situación parece escapar de su control.
El joven guerrero intenta abrirse hueco mediante su arma pero su rival no cede; blande la guja con tal velocidad que el espadón de Jeff resulta demasiado lento para penetrar en el ardiente ciclón. Desesperado, por la situación, agacha la cabeza y se lanza contra sus piernas. La llameante hoja vuela sobre él a menos de dos dedos de su oreja derecha. El penetrante olor a pelo tostado es el único resultado del ataque. Una vez dentro de la tormenta Jeff puede ver con claridad la situación. Sura blande el arma manteniendo un perímetro de llamas a distancia, pero dentro de él sólo está el asta. Asumiendo un golpe con la madera, el imperial cambia la trayectoria y alza el hombro, golpeando con fuerza contra la cadera de la kiswali, desequilibrándola.
Dos pasos hacia atrás. El calor del fuego se aleja lo suficiente. Jeffrey arrastra el espadón por el suelo tras él mientras se levanta y recupera el aliento. Antes de que su enemigo se estabilice, lanza un tajo diagonal desde abajo. Sura no lo ve venir hasta que es demasiado tarde. Da un salto hacia atrás, evitando que el imperial la corte por la mitad pero la punta del espadón golpea en su cadera. Sura Mtomba gira como una peonza y cae al suelo.
-¡Ríndete! -jadea Jeff, tratando de ser tan intimidante como le permite su magullado cuerpo- No quiero matarte, sólo quiero a Ezoitz.
Sura murmura algo en kiswali mientras se apoya pesadamente en el asta de su arma, tratando de retroceder cojeando. Su vista sigue clavada en Jeff.
-¡He dicho que te rindas!
La furiosa expresión de Sura comienza a desvanecerse. La pérdida de sangre hace que sus labios tiemblen cuando intenta volver a hablar. Su mano resbala por el asta de la guja mientras la kiswali cae sobre sus rodillas. Una repentina mueca desfigura su rostro. Ya no queda ira en su mirada, sólo una aterradora expresión de dolor y miedo. Las llamas que cubren la hoja pierden intensidad, se tornan rojizas y finalmente se extinguen. Sura Mtomba yace muerta sobre un charco de sangre en el puente de los Meleros.
“Kara.” -Jeff se gira bruscamente. Uno de los cuatro matones se arrastra por el suelo hacia la salida del puente con la mandíbula rota por un mazazo. Sus tres compañeros huyen sin mirar atrás. Salvo por algunas magulladuras menores, parecen suficientemente sanos para correr. El de la mandíbula sí recordará esta mañana. Kara parece estar bien. Arañazos y cortes poco profundos y algún moratón sin importancia. Está plantada en mitad del paso del puente con la maza balanceándose al final de su brazo. Su lucha no ha sido tan brutal como la de Jeff, sólo ha estado conteniéndolos. Ha sido la decisión correcta. En cuanto han visto caer a su líder han echado a correr.
Kara se acerca hacia él frotándose el hombro derecho. Para a su lado y durante un instante ambos miran el cadáver. Jeff recoge su martillo unos pasos más allá y al volver levanta la guja de Sura. Es sorprendentemente pesada. No lo parecía en sus manos cuando la blandía. La hoja está fría al tacto. Jeff golpea con el asta en el suelo un par de veces, trata de recordar infructuosamente la palabra en kiswali que ha oído pronunciar dos veces. No hay manera de hacer que vuelva a encenderse.
-Había una orden para capturarla o matarla -la voz de Kara devuelve a Jeff a la realidad-. Creo que no hay recompensa, pero al menos no nos detendrán por esto.
-¿Una orden?
-Cuando estábamos saliendo del León Agazapado Kaishun comentó algo -explica la enana-. Deberíamos llevarlo a la guardia.
Jeff mira a su alrededor buscando un guardia, un golpe de suerte. No hay nadie. El puente ha quedado completamente vacío durante el combate. Alza la vista con resignación. El sol está alto en el cielo, falta poco más de una hora para el mediodía. No pueden dejar allí el cadáver. Jeff se plantea decapitarlo y entregar la sólo la cabeza a la guardia. Ha oído a Sardo contar historias de cazarrecompensas; siempre entregan cabezas tras matar a un fugitivo escondido en alguna cueva en las montañas o dar caza a un grupo de forajidos en los bosques de algún noble. Kara se está echando ya el cadáver completo por encima de los hombros mientras lo mira. ¿Ha notado sus intenciones? Jeff desecha su idea. Incluso él es capaz de entender que eso puede hacerse en una montaña perdida o en mitad de un bosque, pero no en el centro de una ciudad atestada de gente. No pueden dejar un cadáver descabezado en mitad de un puente.
Tras un momento de vacilación deciden ir hacia el norte. La Plaza de los Meleros está atestada de gente. Los curiosos se arremolinarán a su alrededor y la historia correrá como la pólvora. Tendrán que dar mil explicaciones a los guardias cuando les paren y les acusen de perturbar el orden. Pero con todo y con eso es mucho mejor que intentar llevar el cadáver de Sura a través del Nido. Las calles están mucho menos concurridas, pero cualquier exaltado podría tratar de tomar represalias.
La plaza es un hervidero, aún peor de lo que habían pensado. Los carros de comida generan aglomeraciones de gente en los pocos espacios libres que dejan las mesas con las que las tabernas ganan espacio a la calle. Los pocos huecos libres de suelo los ocupan rápidamente charlatanes, predicadores y mendigos. La víspera de un torneo en todo su esplendor. Jeff aparta gente a empujones y codazos para dejar paso a Kara. La enana se maneja bastante bien a pesar de que el cuerpo de la kiswali duplica su altura. Cada movimiento brusco informa al imperial con precisión de sus múltiples heridas. El avance es muy lento. Cada vez que consigue avanzar un poco, Kara se queda atrás.
-Vete -dice la enana al fin-. Falta poco para el oficio de Chielde, nuestros compañeros van a ciegas. Corre.
-Pero hay que entregar…
-Yo me ocupo -Kara resopla mientras se recoloca el cadáver sobre los hombros-. Es una tontería que estemos los dos aquí.
Jeff levanta la vista por encima de su compañera. El gentío es una masa casi uniforme que amenaza con tragarse a la enana. Los pocos lo suficientemente cercanos como para fijarse en la estampa reaccionan con asco, miedo o sorpresa ante el paso de la comitiva fúnebre. La masa permanece impasible pocos metros más allá. Dirige una última mirada a su compañera. Su cara denota un esfuerzo contenido pero ante todo una férrea determinación. “Ojalá más gente fuese como los burmkhar” -piensa mientras se da la vuelta y aprieta el paso hacia el este.
El blasón de los Altamadera preside la fachada principal de su mansión en la plaza a la que da nombre. La aglomeración de gente ha quedado atrás hace unas calles. Jeff se detiene a recuperar el aliento. Casi sin darse cuenta había empezado a correr. Mira el reloj de sol sobre el escudo del duque; ya es mediodía. El sermón debe de haber empezado. Sus compañeros estarán ya allí sin saber que han matado a Sura Mtomba. Las cosas pueden torcerse muy rápido. Descarta su plan inicial de bajar hasta los puertos y rodear por completo el Nido. Debe arriesgarse. Enfila hacia el sur, para tomar el puente del santo. Es el camino más rápido. Tras unos cuantos pasos rápidos comienza a correr de nuevo. Siente el dolor de los cortes en el muslo derecho. Aprieta los dientes.
Tarda tan solo unos minutos en alcanzar la plaza de la parroquia de San Iramel. Una multitud de gente está congregada allí esperando a Chielde. Huderto Doscasas y Grac Fragnon están ante las puertas del templo, en lo alto de las escaleras, los reconoce al primer vistazo. La mayor parte de las personas están sentadas o arrodilladas en el suelo, un leve murmullo de conversación se esparce por la plaza, lo suficientemente bajo para no perturbar el ambiente sacramental. Jeff no puede evitar comparar la solemnidad de esta multitud con la alegre algarabía de la que ha dejado atrás. El torneo no ha llegado hasta aquí.
Doscasas y Fragnon bajan las escaleras rápidamente mirando hacia Jeff. Tarda un instante en comprenderlo. La adrenalina se disipa. Mira a su mano derecha. La guja de Sura está allí. Ha corrido con ella por media ciudad. ¿Cómo puede no haberlo pensado antes? Tiene el impulso de soltarla, pero es tarde. El arma se yergue a su lado como un estandarte que cuenta lo que ha ocurrido. El imperial tensa sus doloridos músculos. No puede permitirse otro combate en su estado. Valora opciones, si echa a correr ahora alguno de los hombres de Chielde podría lanzar a toda la multitud contra él.
Zahir aparece entre la multitud que se congrega cerca de la fuente en el centro de la plaza. Jeff respira aliviado, al menos no está solo. El djebel ha visto la situación y consigue ponerse junto al imperial antes de que Fragnon y Doscasas los alcancen.
-¿Qué ha pasado? -pregunta Zahir en un atropellado imperial- ¿Dónde está Kara?
-Está bien -alcanza a decir Jeff.
Va explicar que se ha quedado el cadáver de Sura para entregarlo, pero Huderto Doscasas está demasiado ya demasiado cerca como para que sea una buena idea. Jeff da un paso atrás y trata de ponerse en guardia sin llamar aún más la atención. Zahir lo imita, guardando la mano entre los ropajes, probablemente asiendo una de sus espadas. Doscasas se detiene a una distancia prudente y gruñe algo en parduense que Jeff no entiende.
La voz de Doscasas, áspera y gutural, transmite un enfado que trasciende las barreras idiomáticas. Se aparta la capa y la espesa barba entrecana y larga con un ademán de enfado, dejando ver una armadura de cuero negro tan desgastada que parece más cómoda que muchas camisas. Sus pobladas cejas forman un ceño iracundo sobre unos ojos hundidos y brillantes. El pelo más cano que negro comienza a ralear por arriba. Mide una cabeza menos que Jeff pero es ancho e imponente, con un torso amplio y brazos fornidos. Podría haber sido un enano estupendo, piensa el imperial.
-Pregunta por eso -Zahir le traduce señalando la guja.
-Ezoitz, pregunta tú por Ezoitz -Jeffrey está demasiado enfadado para modular su tono al hablar con el djebel-. A la mierda la muerta y su arma. ¿Dónde está Ezoitz?
-No sabemos nada de esa chica, cretino.
Grac Fragnon ha alcanzado a su compañero. Por suerte él sí parece hablar la lengua de Wend. Parece la antítesis de Huderto Doscasas en casi todos los aspectos. Casi tan alto como Jeff, esbelto y ágil. Con una cuidada cabellera castaña que cae rizada por un lado de su cara lampiña. Viste elegantemente, no como un noble ni un gran comerciante, pero sí con cierta elegancia al estilo de la Gran Cuenca del Caissai.
-Anoche vuestra compañera apuñaló a su acompañante y se la llevó -la voz de Zahir trata de ser más conciliadora.
Doscasas gruñe algo en parduense que hace que el djebel tuerza un poco los labios.
-Sura estuvo con nosotros anoche -interviene Fragnon, sigue sonando igual de hostil mientras lo señala-. Llevas su arma, ¿qué has hecho con ella?
-Tuvimos un combate -Jeff duda por un instante-. Ella sabía dónde estaba Ezoitz, se rió al preguntarle.
-Ella no entiende tu idioma bárbaro, cretino.
“No entendía” -piensa Jeff y su cerebro hace énfasis en el pasado- “, esa salvaje no entendía el idioma de la civilización.”
-Luchamos los dos. Ella me hubiese matado si hubiese podido -dice finalmente.
El mensaje parece haber quedado claro para Fragnon. Comenta algo en parduense con su compañero y Doscasas tuerce el gesto con una mezcla de pena y rabia, mirando a Jeff. Lo señala con un rechoncho dedo acusador y vuelve a gruñir algo en su idioma, el imperial entiende el nombre de Mtomba . Esta vez es Zahir el que ejerce de traductor.
-Dice que te respeta como guerrero, pero que no tienes derecho a llevar esa arma.
-Dile que es mi trofeo de combate y que si no quiere que me quede también con su hacha… -corta bruscamente al recordar que Grac Fragnon sí puede entenderlo.
El jaque caisanés esboza una petulante sonrisa de suficiencia. Claramente lo ha entendido. Lo más doloroso es que parece tan convencido de que Jeff no puede cumplir su amenaza como el propio Jeff.
-“Cuidado con el jaque, su estoque irradia magia” -la voz de Luzio resuena en su cabeza, Zahir parece oírla también- “. También siento algo en la armadura de Doscasas.”
Jeff mira a su alrededor, Luzio no está por ninguna parte. La cara de Zahir, aunque intenta ocultarlo, refleja que él también lo ha oído. Dirige su vista hacia el estoque de Grac. De buena factura, fino, esbelto como su propietario. Parece de muy buena calidad, pero está usado. Muy usado. Lo poco que se ve de la armadura de Huderto refleja también un uso continuado. Jeff mira la guja en su propia mano. También es mágica, también muestra una vida de largo uso. Derri Chielde se ha rodeado de combatientes competentes y veteranos.
-No queréis pelear -indica con su habitual petulancia Grac Fragnon-. Vosotros tres contra toda una plaza. No tenéis nada que hacer.
-Somos dos -Zahir suena muy poco convincente.
Fragnon hace un gesto con la cabeza por encima de su hombro. Jeff sigue el gesto con la vista hasta un florido patio junto a la parroquia. Sardo está allí, fingiendo desinterés pero mirando en su dirección. El viejo mercenario entiende lo que significa que Jeff lo haya mirado. Abandona el patio y se acerca dando un rodeo. La parte positiva, piensa el imperial, es que no parece que sepan nada del Luzio.
-Dejad el arma de Sura aquí -la voz de Fragnon suena por primera vez completamente seria-, no volváis a pisar el Nido. Alguien os ha mentido.
-Pero vuestra compañera se rió de Ezoitz cuando…
-Y el tipo apuñalado la vio huir -Zahir interrumpe a Jeff-. La describió perfectamente.
-Y yo os digo que estuvo aquí toda la noche, preparando el oficio de hoy con nosotros y el sedente -nada en la voz del jaque parece indicar que miente. Está molesto, más aún, enfadado por la acusación constante.
-Aquí hay algo raro -Zahir susurra hacia Jeff, inclinándose hacia él.
-No hace falta derramar más sangre -añade Grac Fragnon.
-¿Y qué pasa con Ezoitz?
Huderto Doscasas vuelve a intervenir, habla durante un largo rato, con una voz profunda y grandes gestos con las manos. Jeff oye en dos ocasiones el nombre de Ezoitz y una el de Mtomba. Parece conciliador aunque su tono sigue siendo hosco. Grac asiente varias veces a lo largo de la intervención de su compañero. Zahir interviene de vez en cuando respuestas afirmativas y alguna que otra pregunta breve.
Zahir apoya la mano en el hombro de Jeff. Tira de él con algo de fuerza, apartándolo de la conversación. Su mirada es grave. El imperial cede tras un instante. Se apartan del lugar mientras Doscasas y Fragnon les siguen con la mirada. Los dos se dirigen hacia la salida de la plaza, Sardo espera allí.
-Nos vamos por ahora -dice Zahir cuando alcanzan al cazarrecompensas-. Ofrecen reunirnos esta noche en el patio de la parroquia. Jeff y yo solos, con ellos dos.
-Huele mal -opina Sardo.
-Huele mal -asiente Jeff-, pero parecían sinceros.
-Sí, no parece que supieran nada de Ezoitz.
-O mienten mejor que vosotros -gruñe Sardo-, no olvidéis que aquí todo el mundo piensa que Chielde y su gente son poco menos que santos.
Caminan de vuelta al León Agazapado. La sombra de la duda les acompaña. ¿Puede que Mtomba no secuestrase realmente a Ezoitz? Han gastado mucha energía en seguir esa pista, suponiendo que la gente de Chielde la ha secuestrado. Si no han sido ellos, han perdido una cantidad de horas tan abundante como peligrosa para el bienestar de su compañera.
-¿Vais a ir? -pregunta Kaishun cuando acaban de comer.
-Hay que esperar a que vuelva Luzio. No saben que está allí, ¿no? -León mira al grupo con cautela por encima de las manos que mantiene ante su boca.
-Sería bueno saber sobre qué versaba el oficio -apunta Kara.
-Claro que vamos a ir -opina Jeff-. Claro que vamos a ir.
(continúa...)
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Compraventa.
La mañana era soleada, la luz empezaba a iluminar poco a poco las calles, el roció que cubría las hojas de los arboles y arbustos que decoraban las calles daban un aire fresco. E ahí un joven noble, rubio, guapo, tonificado, con ropa impecable y que denominaba riqueza. Caminaba alegre por la calle sonriente y saludando a todo el mundo, claramente alguien de buen conocer y como si de el mejor día de su vida se tratase trasmitía una paz tranquila.
Llegando a la gran plaza sin embargo el chico tropezó, con la mala suerte de chocarse con una gorda y fea, pero adinerada señora, claramente notoria por la calidad de sus ropajes y la cantidad de joyas que decoraban sus dedos morcillones.
-¡Pero bueno!- se giro la señora y alzando la voz grito, -¡como te atreves! idiota, ¿eres un patoso? o peor un pervertido-
El chico rápidamente se incorporo, -Oh perdone señorita, siento que este desafortunado accidente la incomodase, sim embargo me distraje, vi su belleza y camine cautivado, de tal forma que quise ir a saludarla sin embargo por desgracia tropecé- Agarrándole la mano y dándole un beso en ella, para acabar levantando la vista y sonreír ligeramente. Ruborizandose ligeramente la cara la señora esbozo un sonrisa y mientras se formaban los pliegues de su enorme papada y arrugas empezó a soltar una carcajada -jijoji- reía como si de un cerdo pareciese, donde cualquiera se reiría de ese momento el joven mantuvo su sonrisa y en ningún momento le soltó la mano -Bueno si es ese el motivo,puedo perdonarte, pero un joven como tu debería tener mas cuidado, no todo el mundo es tan amable como yo- musito la señora.
-Por supuesto- contesto el joven mientras se incorporaba y acercándose mas a ella, juntando su cuerpo y cara a su oído, le susurro, -si es así quizás usted podría enseñarme señorita, se denota a distancia que procede de gran familia, y de importancia estatus, después de todo tal belleza no podría surgir en cualquier lado- mientras la rodeaba y colocaba a un lado suyo paso su mano co un amago de acariar su pelo, pero en ultima estancia la retiro -ohhh disculpeme, quizas mas haya sobrepasado, no queria incomodarla,pero no su sedoso pelo, es una bendicion para mis ojos, y su tacto seria suave como la mejor seda, ni siquiera los tejidos de los elfos estarian a su altura- La señora no se aparto, de hecho intento pegarse mas al joven -Hmm si, hago que mis criados lo laven dos veces al dia, enjabonar enjuagar y volver a enjabonar jijoji, esa es la clave- se regocijaba la señora.
-ohh perdone, tenia una reunión, eh de retirarme, pero si no soy molestia para usted me gustaría volver a verla, y quedar para tomar algo y conocerla mejor- Mientras el chico se alejaba se paro, se giro y lanzo un beso a la señora, mientras esta feliz, parecía un tomate roja y redonda. Antes de que pudiera contestar, el joven noble giro una esquina.
Sin embargo, por el final de la calle nunca salio ese apuesto joven, pero si tras unos segundos, un hombre de mediana edad, pelo negro corto y una barba descuidada de hace un par de días asomo, su ropas eran normales demasiado normales para este barrio, por tanto llamaba ligeramente la atención, pero no era delito andar por ahí, por tanto nadie le dijo nada.
-Bien hecho Luzio- se dijo a si mismo, -si no puede cuidarlos no se los merece-
Jugaba con algo en las manos, si alguno le prestase mas atención vería en ellas varios anillos gordos grandes, como los que tendría una persona con mucho ego y sobrepeso, pero esto es el gran premio, un collar plateado con una gema ámbar en el medio asomo de entre sus dedos.
-Brillaba con algo de ilusión, supongo que para ocultar sus arrugas, parecía algo mas vieja cuando se lo quite de esa cosa que tendría que ser un cuello. Vere cuanto me dan por el y le buscan un dueño mas acorde-
Tras caminar bastante rato Luzio llego a un barrio claramente mas humilde, de otro estatus y cuna se podría decir, alli llego a una pequeña taberna, realmente no tan pequeña si fuera el edificio entero pero solo una parte esta abierta al publico, lo demás es el hogar del dueño, sin embargo si la comparamos con la del torre del reloj, si, es pequeña. La entrada se encontraba en una de las calles angostas, en las cuales solo cabrían un carro apretado. A diferencia de otras, que buscarían llamar la atención y clientela dando su entrada a zonas mas amplias esta algo mas tímida se esconde entre las calles. Espina de Rosa se leia en el cartel, debajo de un dibujo que, efectivamente era de una rosa. Entrando dentro, alrededor de 15 personas estaban en las mesas, bebiendo y jugando a las cartas, otras 4 en la barra y 3 de ellas hablando entre si además de uno algo mas apartado, borracho y dormido. De un lado a otro una joven pelirroja de unos 19 años corria de la barra a la mesas y de las mesas a las barra con pequeños parones entre viaje y a viaje para tomar aire.- Hooolaaa Luzio- grito durante uno de los descansos, agitando felizmente la mano de un lado a otro. -Hola Marta- le contesto Luzio sonriendo como un padre cuando llega a casa y ve su hogar despues de mucho tiempo.
-AAAii perdón me gustaría hablar contigo pero estoy algo liada, Sasha esta sirviendo en el piso de arriba, seguro que le gustaría verte, pasa a saludarla-
Luzio comenzó a dirigirse hacia las escaleras, estas estaban colocadas junto a la barra, pero antes de dar un paso un gran brazo peludo le corta el paso, golpeando fuerte la pared al lado de Luzio y acorralandolo en ese lateral. Lentamente girando la cabeza, del brazo al codo y del codo levantando mas la vista, un hombre muy alto y fornido de corta el camino, este salio de detrás de la barra, ya que al encontrarse la escalera al lado de esta inevitablemente se hace contacto. El ruido de la sala no ceso, ni siquiera Marta se giro hacia ellos, y eso que el golpe no paso desapercibido, claramente se oyo, y bueno, claramente la pared lo noto. -Saaaroo, ya te dige que no hagas eso, el viejo se enfadara contigo como vuelvas a dañar la pared- solto Luzio sin apartar la vista del grandullon.
Este gruño enfadado, apreto un poco mas pero acabo apartando el brazo, -pe pe pero a mi no me has saludaaddo- mascullo, -no no no es jusss to- Dijo con voz aspera y entre tartamudos, claramente le faltaba alguna luz a Saaro.
-Eso es por que estas ocupado,¿no tienes gente en la barra? tienes que estar pendiente de ellos, ya sabes que sueles distraerte fácil, aunque cada vez menos, y eso esta muy bien-
Saardo gira la cabeza. -oh oh Ciieer ttoo, Cierrto, pero-
-Ademas ya sabes que Sasha se enfada si no le digo nada, y no querras que se enfade contigo no?-
-Nooo no Sandra da miedo cunnando se mollessta- el grandullón se gira y entra en la barra, y casi como su fuese otra persona se mueve con destreza con una copa a otra, sirviendo y limpiando, casi como si otra persona fuera, Saardo tendrá poco cerebro pero si se tiene la paciencia para enseñarle algo es mas diestro que ninguno, pero tienen que ser tareas sencillas.
Paso a paso y con cuidado Luzio subía las escaleras, según avanzaba el ambiente cambiaba, algo mas relajado tranquilo, mejores sillas y sillones, mesas, alfombras y bueno todo en general, ahi arriba cinco personas sentadas en una mesa redonda, jugando a las cartas, cuando la cabeza de Luzio empezó a asomar de abajo una de ellas se dio cuenta, -ohh Luzio te apetece ju...- antes de acabar la frase el de al lado le da una colleja, -cállate idiota, la ultima vez que jugo nos dejo sin blanca, sigo opinando que hace trampa pero no consigo pillarle, no es normal tener tan buenas manos-
-ehhh lo siento tenemos la mesa llena- dijo el mismo que le dio la colleja al otro
-Nahhh tranquilos no vengo a eso- contesto riendose Luzio
-si buscas a Sasha fue a por una botella nueva, esta en la sala de ahi- señalo al otro lado de la sala.
Antes de siquiera empezar a dirigirse ahi, una chica de la edad de Luzio , bien vestida, tan guapa como la de abajo pero mas mayor que ella y digamos con un busto mucho grande apoya la botella que sacaba de dentro y corre abrazando a Luzio
-Luziio, como me alegra verte, ¿vienes a pedirme matrimonio por fin?-
Suspira, -no no es eso Sasha, vengo a ver a tu padre- dice Luzio bajo
Por el lado contrario con voz para que si prestaran atención los de abajo podrían oírla, -aii Luzio, después de lo que hiciste sigues sin tomar responsabilidad, vienes ver mas a padre que ami, empiezo a pensar que te gusta mas que yo, quizas no soy tu tipo, y los prefieres mayores-
Los de la mesa de al lado sueltan unas carcajadas, -eso Luzio, a quien vas a tomar al final a Sasha o al viejo Ger-
-Callaros lo que tenéis vosotros es envidia- les devolvió Luzio las palabras mientras para afianzar esas palabras, aprovecho el abrazo de Sasha para posar la mano en su cadera, y acercarla mas a el.
-Tsch suertudo, no se que le ve a este tipo- callaron las voces de la mesa, claramente ese gesto si, les provoco envidia.
Tras eso Sasha se alejo un poco, mientras les servia la bebida que dejo en la mesa, -mi padre esta en el almacen, pauso, no en el de la taberna, el de casa-
-Gracias- le devolvio Luzio, y se giro para volver a bajar, pero antes de dar el primer paso a un escalo, Sasha avanzo hacia el y le susurro al oido, -¿Nos vemos esta noche? Compre algo que te gustara- y se alejo de vuelta al trabajo.
Luzio siguio bajando las escaleras.
Saaro vio bajar a Luzio, -Luzio bien? estarr rojo enfermo-, claramente el grandullón parecía realmente preocupado-
-Nooo estoy bien, déjame las llaves Saaro tengo que ver a Ger-
Saaro se metió las manazas bajo la mesa, cayendo una gran maza de debajo y de detrás suyo saco un manojo de llaves, y se lo entrego a Luzio, Saaro trabajaba en la barra, sin embargo si las cosas se ponían violentas o había que recurrir a la fuerza también era bastante capaz para ello.
Luzio se dirigió a la puerta del final, uso las llaves para abrirla y entro, cerrando tras de si con el cerrojo, a partir de ahi ya era la casa de Ger y su familia por tanto esa puerta siempre debia permanecer cerrada con llave.
Las luces estaban encendidas y hacia calor comodo dentro.
Luzio cerro tras pasar y fue directo al almacen, ahi, un señor con barba en candado pelo corto y de avanzada edad, contaba monedas - 347,348,349,350- Metio los montones en un saco y abrio otra caja con otra cantidad de monedas-1,2,3,...-
En ese momento entro por la puerte y Ger levanto la cabeza,-ohh hola Luzio, estoy ocupado, sea lo que sea date prisa-
-Tranquilo no te quitare mucho tiempo, quiero que me veas esto_ dejo las joyas y el colgante apoyado en la mesa.-Las joyas no tienen nada de especial, pero el colgante algo de ilusion lo consegui de...--No importa Luzio, le corto Ger-
-¿Quieres venderlo todo?- dijo Ger levantando la mirada hacia Luzio.
-Si, si es posible- le contesto
-Ya sabes que no compro cosas sin identificar, normas de la casa-
Luzio suspiro- no tenemos que hacer este juego siempre Ger, tu puedes identificarlo, solo cobrate lo de siempre, los 100 de materiales y los 50 extra, resta los 150 de oro del precio final de las joyas y del colgante, crei que estabas ocupado y tenias prisa-
Ger solto una risa- jajaja, si cierto, es la costumbre, acabo repitiendo esto tantas veces que sale sin quererlo, ¿no vas a negociar el precio?-
-No Ger, llevamos demasiado tiempo trabajando juntos, ya se que no tiene sentido que lo haga-
-Bien dicho chico,¿sin embargo, lo necesitas ahorra? preferiria terminar esto, en unos dias te avisare que vengas-
-Gracias Ger, estare donde siempre-dijo mientras Luzio se alejaba y entrecerraba la puerta.
¡Y cierra al salir! solto un ultimo grito Ger.
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Kaishun
(...continúa)
-Tocaremos a menos cada uno.
-Debemos decírselo -media Sardo ante las quejas de Luzio-, pueden ayudarnos si las cosas se tuercen. Como siempre lo importante es dejar claras las cláusulas del contrato.
-Pues si sólo ponen músculo, cobran menos -Luzio evita dar su brazo a torcer.
Una mirada furtiva de Sardo obliga a Kaishun a tomar partido.
-Está bien que cobren menos, incluso que sólo cobren si participan, pero deberíamos decírselo. Son nuestros compañeros.
El viaje hacia La Trucha se hace un poco más largo al volver por calles estrechas y oscuras, evitan ser vistos. La séptima campanada hace tiempo que ha sonado, Zahir y Kara deben de estar ya cenando. Kaishun camina mirando sus pies, los callejones de la ciudad están llenos de desperdicios, pero Luzio parece caminar por ellos con la misma facilidad que las ratas o los gatos. Él sí pertenece a la ciudad. Su habilidad para moverse, para entender la ciudad, para respirarla, se acentúa aún más por su contraste con la tensión de la que tanto Sardo como él parecen incapaces de desprenderse. Aún parecían más fuera de lugar en la margen izquierda del Carna. Al otro lado del puente de los siete ojos, en la zona noble.
Las primeras indagaciones que habían realizado para la Fortuna habían ido sorprendentemente bien. Un nauta para encargarse del trasporte, un viejo mercenario de las Ligas para escoltar el envío y Guilem Roich, un recalcitrante noble menor a servicio de los Salá interesado en el mejor vino verde de Filí para una boda, hábilmente interpretado por Luzio. En la capitanía del puerto fluvial les habían puesto trabas para acceder a los registros, pero un tal Gilas Mavrós se había acercado a ellos para proponerles negocios. Era un subalterno de Galikasis Orfos, cuestión de suerte, suponía Kaishun. Fuese como fuese, habían dado en el clavo. El plan de la Fortuna era sabotear el envío de vino de Orfos a los Reinstaar para que estos tuviesen que comprar a un amigo suyo. Difícilmente podría haber salido mejor. Habían averiguado que tenían alquilado un pequeño almacén cerca de allí, junto a la Plaza del Rey.
Mientras repasa mentalmente los hechos de la última hora, Kaishun reconoce unos soportales. Han llegado a la pequeña calle inclinada que termina en el embarcadero del Espectro de Azur, su alojamiento. La taberna de La Trucha está un poco más arriba, en unos soportales muy similares a esos. Una trucha de madera maltratada por el tiempo, casi sin ningún resto de su policromía original marca la entrada, una puerta abierta con una mirilla enrejada y un taburete en el que no hay ahora mismo ningún portero. Tras la puerta una escalera con los peldaños desgastados por los muchos pies que la han transitado bajan a los sótanos del edificio. La Trucha es más grande de lo que esperaban. Las antiguas bodegas situadas bajo tres edificios distintos se han unido en un laberinto de túneles, nichos y grandes salas abovedadas débilmente iluminadas por innumerables velas. El ambiente es húmedo y cargado, el galimatías de más de cincuenta conversaciones simultáneas se entremezcla con las distintas músicas que provienen de los pequeños escenarios que presiden cada una de las salas más grandes.
La propia Fortuna está allí, sentada a la mesa con Ezoitz, Zahir y Kara. También Jeff está allí. Kaishun sonríe, no esperaba verlo tan pronto, el imperial se había despedido de ellos por la mañana, buscando algún lugar donde pasar una semana o más mientras ellos podían seguir yendo y viniendo a su antojo entre la ciudad y su campamento. El grupo charla animadamente Jeff se pone de pie y pide a gritos más cerveza para los recién llegados mientras Zahir acerca un par de sillas sin ocupar de una mesa cercana.
-Como os decía -Jeff se inclina acercando su cara al centro de la mesa-, yo sí he visto a Chielde fuera del Nido.
La lengua del imperio suena brusca y potente pero tiene una cosa positiva, no parece haber demasiados curiosos que la entiendan en los sótanos de La Trucha. El grupo parece algo sorprendido por las palabras de Jeff. Zahir aún parece tratar de ordenar mentalmente las palabras oídas cuando Ezoitz se lo traduce al idioma parduense en voz baja.
-Pues es como ver un unicornio -responde Luzio mientras se sienta en una de las sillas-. Nadie parece haberlo visto fuera en casi tres meses.
La Fortuna asiente con cara inexpresiva, perdida en algún pensamiento que no quiere compartir. Cuando Kaishun se sienta le dirige una mirada cómplice y esboza una media sonrisa.
-Creo que la posibilidad de acabar con la Brawentcompine lo convenció para salir -su pronunciación del idioma de Wend parece aún más fluida que la de Jeff-. Es un buen aliciente, sin duda, son los que le han obligado a quedarse prisionero en ese barrio de mala muerte.
-¿Y si le hacemos creer que hemos acabado con los Valientes? -pregunta Kaishun, poco convencido, casi impulsado por el leve tono ascendente con el que la Fortuna ha terminado su frase sin dejar de mirarlo.
-El plan es eliminar a sus lugartenientes -aclara Jeff, acabando con el incómodo silencio que sigue a la pregunta del nauta-. Estábamos hablando de ellos cuando habéis llegado.
-Huderto Doscasas, Grac Fragnon y Sura Mtomba -enumera Kara.
-Doscasas es un asesino en serie, El Carnicero del Puerto del Este, como os dije esta mañana -se apresura a añadir Sardo tras dar un largo trago de las cervezas que acaban de traer- asesino de putas y putañeros por igual e incendiario con resultado de muerte, una joya.
Kaishun ya ha oído esa misma historia, aún con más detalle, de labios del cazarrecompensas esa misma mañana. Aún así no puede evitar retorcerse levemente en su asiento. Coge la jarra que tiene ante él pero la devuelve rápidamente a la mesa con un gesto de molestia. “Cerveza” -piensa- “, siempre cerveza. Cuando no es vino, aguardiente o licor de fruta.” La Fortuna lo está mirando, su sereno rostro representa una emoción que el nauta no alcanza a descifrar. Tiene los ojos clavados en él como si anticipase algo. ¿Quiere volver a ver un truco de magia? El plan de sabotear el vino parecía haber surgido cuando él había purificado una copa de dorado de Bento en las habitaciones de Isto. La voz de Luzio le saca de sus pensamientos, tanto Kaishun como la Fortuna abandonan ese espacio extradimensional que parecían estar creando y vuelven sobre la mesa.
-Fragnon es un jaque del barrio del puerto, bastante conocido, y con fama de haber poblado de cadáveres el río durante muchas noches. Ahora casi todos coinciden en que se ha reformado.
-Yo no sé nada de la historia de Mtomba -dice Ezoitz, casi un susuro, con tono de disculpa-. Llevo dos días siguiéndola sin que me vea. Es imponente, la gente parece tenerle miedo pero nunca la he llegado a ver pelear con nadie. Sólo con amenazar parece bastarle.
La conversación comienza a decaer cuando la cena llega a la mesa. Sopa de patata. Más sopa que patata en realidad, pero servida en el interior de un pan duro. Más comida para el hambriento, menos que limpiar para el tabernero. Todo ventajas. Kaishun mira alrededor de la mesa. Puede saberse mucho de la gente al verlos comer. Cuando aún ejercía, la cena era uno de los mejores momentos del día para diagnosticar a su tripulación.
Sardo, Kara y Jeff comen de manera parecida, no saborean, no mastican más de lo estrictamente necesario, no levantan la vista del plato. Comen con la manera metódica de quien ha acostumbrado el cuerpo a los disciplinados horarios de un campamento militar. Ezoitz y Zahir comen como si cada sabor les sorprendiese, tragando con una sonrisa. Zahir mancha bastante más la mesa y es mucho más expresivo en sus gestos de placer, pero ambos parecen disfrutar cada bocado. Luzio es fino, comedido, moja el pan y lo lleva a la boca sin desperdiciar ni una sola gota, sin mancharse siquiera el bigote bien recortado. Es muy consciente de sí mismo. Es casi como si fuese un aprendiz aventajado de algún tipo de baile artístico del que la Fortuna es la máxima institución. Verla comer es como ver a un intérprete de arpa tocando una melodía dulce, como ver a un tejedor de arthali ante su telar. Domina tanto el arte de comer que incluso se permite el lujo de sonreír hacia Kaishun. El nauta deja caer un trozo de pan en mitad de la sopa, salpicando mientras se sonroja y baja la mirada.
Zahir y Sardo ríen. Las bromas invaden la mesa mientras el nauta vuelve a un color de piel más normal. No es momento de seguir analizando. Entre bromas y comentarios despreocupados, terminan de cenar. Luzio informa de que va a echar un ojo en el almacén de Gilas Mavrós. Sardo se ofrece a acompañarlo para hacer de vigía y hábilmente aprovecha para hacer partícipe al grupo del plan que la Fortuna los ha encargado a los tres. Sardo parece tener un don para dirigirse al grupo, podría haber sido contramaestre en otra vida. El nauta se dirige a la barra más cercana a por otra ronda, que pida él parece ser la única manera de conseguir algo sin alcohol. A lo largo de esa ronda, Jeff y Kara también se despiden, quedando para el día siguiente con Zahir. La Fortuna se levanta ante el sonido de un coche de caballos y deja sobre la mesa dinero suficiente para un par de rondas más.
-Estaré en la casa de maese Fuegoscuro, en el Acero -dice al marcharse, posando la mano en el hombro de Kaishun-. Si necesitáis cualquier ayuda podéis encontrarme allí.
Zahir mira divertido al nauta. Trata de serenar su rostro, si el djebel se lo ha notado, no ha podido pasar desapercibido para Ezoitz. La turnalduna tiene una sonrisa pícara en los labios. Ambos se miran entre sí y a Kaishun varias veces, dándose golpecitos con los codos. Finalmente el nauta también sonríe con ellos, es absurdo tratar de ocultar lo que ya han visto. La Fortuna tiene algo. Algo que hace que Kaishun pierda la compostura ante cualquier mirada o ante el más leve roce. Es algo sutil, casi etéreo. Nada que ver con las directas insinuaciones de Ezoitz o con las fogosas interacciones de su juventud. Es difícil saber qué es. Pero es algo.
Un violinista bastante competente interpreta una giga acelerada. Es la hora adecuada para ello, piensa Kaishun. La gente ha comido y ha bebido, sobre todo bebido. Los parroquianos más decentes se han retirado y los que quedan no dudan en bailar. El nauta sonríe amargamente pensando en el alcohol. La ebria población de bailarines parecen encontrarse sobre la cubierta de un barco en mitad de una tormenta, inclinándose y zarandeándose al ritmo de la música. Surgen algunos conflictos entre ellos debidos a los choques de unos con otros. Algunos se pelean, otros se meten mano; algunos se caen al suelo. Pero la mayoría es capaz de bailar con cierto control de sus extremidades e incluso muchos se acercan a echar una moneda o dos a la funda del violín.
Zahir se balancea en la silla, con los hombros muy sueltos. “Demasiado tímido para levantarse a bailar” -piensa Kaishun- “, pero tiene más ritmo que cualquiera de esos borrachos”. Ezoitz mira a la multitud con atención. Parece haberse separado un par de palmos de la realidad, o quizá varias millas. Sus ojos se mueven rápidamente, como se mueven los de un soñador tras los párpados, inspeccionando el gentío. Kaishun hace un par de gestos a Zahir para atraer su atención. El djebel mira a la muchacha y se ríe. Ambos ríen. Ezoitz sigue ensimismada mirando el baile hasta que el violinista concluye su pieza. Haciendo caso omiso a las risas de sus compañeros de mesa, la joven se levanta y camina con decisión hacia la barra, perdiéndose entre el gentío. Poco después Ezoitz los dirige una mirada pícara mientras sale del local agarrada al brazo de un hombre vestido con brillantes ropajes rojos y marrones. No es elegante, sólo ostentoso. El hombre ni siquiera repara en ellos, absorto en los cuchicheos de la turnalduna.
Una leve sensación de molestia invade a Kaishun. ¿Celos? Se fuerza a rechazar la idea, Ezoitz sin duda se insinúa cada vez que se quedan solos, pero no es más que un juego. Y probablemente uno interesado. ¿O no? La diferencia de edad es demasiado notable como para que no lo sea, Kaishun le dobla la edad con un generoso margen. Ezoitz podría ser su hija. Podría ser su nieta si se hubiesen dado suficiente prisa.
-Pues parece que va a tener más suerte que nosotros -el fuerte acento de Zahir tratando de hablar en imperial le saca de sus pensamientos-. O al menos más que yo, si te vas a buscar la casa de Fuegoscuro.
-¿Sólo estás aprendiendo el idioma de Wend para tocarme la moral?
Zahir sonríe y apura su bebida.
-Yo me voy a acostar -dice mientras se levanta.
Ambos salen del local. La humedad es aún mayor en la calle. Apenas un centenar de pasos los separan del río y de su posada flotante. El Espectro de Azur aguarda a su llegada firmemente amarrado a sus mohosos postes. Ni siquiera visto de noche, con poca luz y medio escondido por la bruma del río pasaría por un bote decente, pero es el único sitio que han encontrado para dormir. Desde la media cubierta a la que llegan por la pasarela de embarque puede verse sin problemas la parroquia de San Iramel al otro lado del río de la Miel, el corazón del Nido, el galeón estrella de la flota de Derri Chielde. Las farolas de aceite de la plaza que se extiende al este de la parroquia contrastan con la oscuridad general del barrio, de toda la ribera sur. Ni la noche ni el invierno consiguen vaciar por completo la plaza. Mendicantes ante las puertas del templo, aguadores en el pilón de su centro, jaques apoyados en el murete cerca del canal. No hay rastro de Chielde ni de ninguno de sus lugartenientes.
La primera luz de la mañana despierta a Kaishun en su pequeño camarote de proa. Se levanta hábilmente, evitando la viga colocada justo sobre su cabeza con la práctica que sólo dan los años y se lava la cara en la minúscula jofaina que prácticamente se incrusta en una de las esquinas. Sólo falta un día para que de comienzo el torneo. El nauta hace un repaso rápido de sus planes para hoy, es el día de poner todo en orden. Quiere ir al campamento del torneo, sondear a los participantes y dejarse ver como sanador, sus servicios serán muy apreciados cuando comiencen las justas y los combates y si todo va bien constituirá su principal fuente de ingresos. También piensa comprar algunas hogazas de pan, tantas como pueda; repartirlas en el Nido podría ayudar a obtener información relevante para hacer salir a Chielde. Un guía de las tormentas no deja de ser un clérigo, uno que adora al cielo, al viento y a las estrellas, uno que guía las almas de la tripulación como el capitán guía el barco. Kaishun puede ejercer su papel en el Nido, entre los marginados y los desposeídos; podría incluso aunque no quisiera obtener información.
Mientras piensa que quizá sería mejor buscar a Luzio o a León, puede que a Ezoitz, para adentrarse en le Nido se acerca a Sardo. Zahir y Kara han salido ya de la habitación comunitaria que ocupa casi toda la bodega del bote. El viejo mercenario está aún dormitando en su hamaca, cansado de la noche anterior. Kaishun le ayuda a incorporarse y lo conduce amablemente hacia su camarote para que descanse más tranquilo.
-Anoche Luzio se ganó los galones -comenta en voz baja tras cruzar la puerta-, entró y salió en menos de dos minutos. Ya sabemos dónde guardan los barriles.
El nauta añade mentalmente una tarea más a su lista. Si quieren hacer el trabajo que les había propuesto la Fortuna deben actuar también hoy.
-Descansa, esta tarde vemos cómo enfocarlo.
La voz de Zahir resuena en el exterior, llamando a Kaishun. Parece alarmado y el nauta se apresura a salir a su encuentro. El djebel está ya subiendo a grandes zancadas por la pasarela cuando lo alcanza. Está pálido, descompuesto y resopla por la carrera que lo ha traído de vuelta al bote. Evita parecer demasiado preocupado ante el grupo de curiosos que ha salido a cubierta al oír sus gritos. Sus ojos no mienten, lo que ha visto lo ha dejado tocado. Recupera el resuello antes de hablar, pero ya está tirando de la manga de Kaishun de vuelta hacia la calle.
-Es el tipo que se fue con Ezoitz -consigue decir cuando se recupera lo suficiente como para volver a apretar el paso-. Lo ha visto Kara. Lo he reconocido.
-Respira. Te sigo.
-Lo he reconocido -insiste Zahir entre resoplidos-. Creo que está muerto.
Kara espera con la espalda apoyada en la entrada de un callejón cercano. Su cara muestra a partes iguales la preocupación por el descubrimiento y una mueca de salvaje desprecio que mantiene alejado a cualquier otro curioso. Por encima de ella el Nauta obtiene un primer vistazo del callejón, antes aún de que la enana se aparte a un lado para dejarlos pasar. Uno de los tantos sucios rincones de la ciudad, restos rotos y amontonados de cajas, montañas de basura tan altas como un perro; tarda un instante y reparar en el bulto cubierto por una manta. Zahir se agacha junto a él y descubre su cara. Un escalofrío recorre la espalda de Kaishun, el mismo hombre que había salido junto a Ezoitz de la taberna la noche anterior yace ante él, pálido y frío. Alza su mano hacia él y aparta el pelo de la cara del cadáver, la humedad de la mañana lo ha dejado pegado. Apenas tendría veinticinco años.
Un leve temblor invade a Kaishun. Podría haber pasado desapercibido para cualquiera menos versado en anatomía que él, pero el hombre aún conserva un débil pulso. El nauta cierra los ojos, trata de pensar en la humedad matutina, en el murmullo tenue y lejano del río. Trata de evocar el sonido del mar, del viento, de una tormenta. Debió hacerlo al despertar, antes era algo tan natural. Kaishun trata de espantar los pensamientos oscuros, han pasado tres años pero aún no puede hacer frente a su expulsión. El mar… Aprieta los ojos y vuelve a pensar en el río, el apestoso viento del callejón. El mismo viento que empuja velas en alta mar es el que arrastra ese pútrido olor. Finalmente consigue imbuirse de sus poderes de antaño. Abre los ojos. Zahir sigue a su lado, ha sido apenas un instante para él. El hombre empieza a recuperar algo de color en las mejillas.
-¿Cómo te llamas? -pregunta el nauta con la suave voz de quien acostumbra a tratar con enfermos.
El herido delira y balbucea.
-¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? -el tono de Kaishun no cambia pero aprieta levemente su hombro con una mano para tratar de atraer su atención.
-Drac…
Zahir se agacha junto a ellos y le descubre un poco más. El aire frío parece animarlo un poco.
-Te vas a poner bien -dice Kaishun- te voy a curar. ¿Quién eres? ¿Qué ha pasado?
-Draco. Draco Grifus -la tos le corta antes de poder seguir.
Cada palabra escurre desde sus labios como si fuese un fluido viscoso. Habla tan quedo que Zahir y Kaishun tienen que pegar sus caras a él. Casi tiene que dar un salto para evitar los coágulos de sangre que saltan entre sus toses.
-Me ha apuñalado -consigue decir al fin.
-¿Quién? -Zahir pregunta con un tono mucho más imperioso que el nauta.
-¿Quién te apuñaló, dónde? -Kaishun palpa a su paciente mientras pregunta- ¿dónde está la chica con la que ibas ayer?
-Kiswa…
-¿Kiswali? -pregunta Zahir.
Draco asiente con la cabeza mientras tose debílmente.
-¿Te apuñaló un kiswali? -trata de reconducir Kaishun- Intenta hablar.
-Una mujer -musita Draco-. Una mujer negra, fuerte.
-Mtomba -la voz de Zahir muestra tanta sorpresa como ira.
-¿Qué pasó con la chica que te acompañaba?
-No… -Draco mira a Kaishun mientras sus ojos se van volviendo más y más vidriosos- no lo sé. Se la...
El nauta agita un poco al herido. No puede parar de hablar ahora. No puede. ¿Qué ha sido de Ezoitz? El sudor frío precede a la conocida sensación. “No puedes proteger a nadie. Ezoitz confiaba en ti igual que lo hacía tu tripulación. Esto es lo que pasa cuando confían en ti.” Kaishun trata de recordar de nuevo el mar, el viento. Trata de tranquilizarse y alejar los pensamientos que lo persiguen desde que emprendió su vida en tierra seca. “Para” -cree oír- “, para. Esto no ayuda nada.” Recuerda el viento, siente el aire en el callejón. “No ayuda en nada, justo como tú. Deberían dar gracias de no haber muerto todos como tu anterior tripulación. Es una pena que haya muerto Ezoitz, pero mejor una que todos, ¿no?”. “Para…”
-¡Para! -la voz de Zahir se acerca tanto a un grito como puede sin atraer más curiosos hacia el callejón- Kaishun, para.
Kaishun aparta las manos del herido. Ha perdido por completo la conciencia de nuevo. Lo estaba zarandeando. Se mira, casi sin reconocer sus propias manos frente a su paciente. La herida, la marca del puñal de la noche anterior, se ha vuelto a abrir y la sangre fresca comienza a separar la camisa empapada de sangre seca de su carne.
-Ezoitz…
-Aún no sabemos nada -Zahir habla con un tono tranquilizador-. Tú encárgate de él. Kara y yo vamos a reunir a los demás y a avisarles. Vamos a encontrarla.
Kaishun asiente lentamente mientras el djebel se levanta. Ahora se alegra, piensa, de que Zahir haya aprendido suficiente de la lengua de Wend como para poder hablar con él sin intermediarios. Es un buen chico, preocupado por los demás. Es tranquilizador. Intenta sacar una sonrisa para despedirse de él.
-La vamos a encontrar -dice más para sí mismo que para su compañero mientras se vuelve hacia su paciente-. Y tú no te me vas a morir.
(continúa...)
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Yusuf
(...continúa)
Laisel coloca cuidadosamente dos cucharas en paralelo hacia el bol vacío de sopa, junto a él un hueso de pollo algo ladeado. Rebusca entre los restos del guiso para sacar unas almendras y las coloca entre las cucharas.
-Nosotros entramos por aquí cuando llegue a la Plaza de los Meleros -señala el bol de sopa vacío, coloca otra almendra a la derecha del hueso de pollo-, tú harás de cebo aquí. ¿Crees que aún te reconocería si te viera?
-Sin duda -asiente Yusuf mientras tensa levemente el labio inferior.
Sin ninguna duda, si Afalkay estaba en la ciudad estaría enterado de la presencia del aprendiz de Tasfin. “Nunca reveles tus intenciones, salvo si tus intenciones son otras” -las sabias lecciones de Tasfin siguen resonando en su cerebro, más lecciones que el tiempo trasformó en hábitos- “, que crean que las descubren por sí mismos. Quieren ser inteligentes y tú debes aprovecharlo”. Afalkay no quería ser inteligente. Quizá era la persona más inteligente que el joven almuzalif había conocido jamás, quizá más inteligente que el viejo Tasfin. Lo suficientemente inteligente como para haber acabado con él y, sin lugar a dudas, lo suficientemente inteligente como para estar al tanto de que su joven aprendiz, el que juró vengarlo, estaría en Asima.
-Entonces tienes que hacer que se te vea -Laisel continúa, ajena por completo a cualquier tipo de sutileza. Coloca una ciruela pasa en el borde del bol, cerca de la almendra que representa a Yusuf- querrá fanfarronear ante ti sabiendo que no lo puedes tocar.
-Jeff, Zahir y tú, entonces atacáis por detrás -Yusuf mueve las otras almendras rápidamente entre las cucharas con gesto paternalista- y le hacéis caer en la más burda de las emboscadas.
Laisel comienza a asentir justo antes de darse cuenta del tono del almuzalif. Su rostro se enrojece y su mandíbula se tensa cuando siente el desprecio hacia su plan.
-Tenemos que ser mucho más sutiles -dice suavemente Yusuf, apoyando su mano en brazo de su compañera- y además no sabemos si Jeff y Zahir estarían dispuestos.
Sus suaves palabras y la descarga de responsabilidad en los que no están presentes surten efecto y la imperial relaja su iracunda expresión. Un par de parroquianos cuya atención habían atraído desde la mesa de al lado vuelven a sus grasientos platos. Yusuf se centra en el suyo. A primera vista nadie pensaría que la rotunda mujer de manos anchas como sartenes que se hace cargo de la cocina fuese capaz de preparar más que cocidos aguados, pero con las indicaciones del almuzalif, un par de cazuelas de barro y mucha buena voluntad, había conseguido preparar un tayín de pollo de lo más suculento.
Tras limpiarse los dedos con una servilleta tan engrasada que podría lanzarla patinando hasta la puerta Yusuf hace un gesto al muchacho que ha estado sirviéndoles para que le traiga otra jarra de cerveza y una nueva copa de vino para él. Un largo trago de su acompañante y su sonriente jadeo cuando deja la jarra con un golpe contra la mesa es la señal que necesita para seguir hablando.
-Recurrí a ti porque temía por mi vida -habla en tono bajo, aún pendiente de los otros curiosos, y conciliador-, recurrí a ti porque eres la única persona que conozco que podría parar a todo un ejército.
Dos días atrás, merodeando por los terrenos preparados para el torneo mientras buscaba alguna fuente de ingresos y evitaba los problemas asociados a estar donde no debía a base de pura labia, había visto el halcón rojo grabado en la tapa de una caja. Las alas desplegadas, catorce plumas en la derecha, doce en la izquierda, el pico apuntando hacia arriba. Dos lavanderas de algún noble, habría sido incapaz de identificar cuál a pesar de su librea, le habían preguntado si estaba bien. Debía de haber estado varios minutos con la vista clavada en la caja, en el símbolo de Afalkay. Casi en una ensoñación había vuelto al interior de la ciudad y había caminado hasta el Barrio del Acero sin pensar por dónde le llevaban sus pies.
Cuando había vuelto en sí, tras enjuagarse la cara con el agua de lluvia acumulada en un desgastado alfeizar, había entendido que ya era demasiado tarde para salir de la ciudad. Había pasado la noche a la intemperie, con una mezcla entre el odio y el miedo y rememorando cada detalle de su huida del califato. Cada detalle del asesinato de Tasfin. La ciudad amurallada de Asima no podía ni tan siquiera soñar con el tamaño de uno solo de los barrios de la metrópolis de Almuz en cuyas calles había pasado su niñez. Pero mirando sus pies contra las empedradas calles del Barrio del Acero, sin un lugar donde pasar la fría noche de principios de año, Yusuf no podía evitar recordar aquellos años antes de que el viejo comerciante lo acogiese en su seno.
Afalkay había sido una constante en sus años de aprendizaje. El rival comercial de Tasfin en muchos de sus negocios visibles. Mercader de telas, especias y tabaco; fletador de barcos, criador de caballos y tratante de arte. Nunca había oído su nombre completo y tampoco era importante, Afalkay, más concepto que hombre, había estado siempre ahí. Pero detrás de todo ello, tal y como Tasfin tenía a su pupilo y sus mercadeos de información, su enemigo tenía negocios de lo más turbio. Nunca habían faltado los rumores de asesinatos por encargo, robos planeados o falsificaciones. El joven Yusuf lo había achacado a habladurías, como las que también corrían infundadamente sobre su maestro, malintencionadas para hundir al mercader. Había dudado incluso de las confesiones que él mismo había oído, en los más pobres locales de apuestas de Almuz, de esclavos vendidos por Afalkay o sus hombres que juraban ante el propio Tabad que habían nacido libres.
Yusuf había estado años persiguiendo la rojiza y alada sombra del halcón. De la capital del Califato al mar de arena, de allí a la Cuenca. De la Cuenca al Turnal. El nombre de Afalkay era prácticamente desconocido en cuanto llegó al norte del mar, pero no así su obra. Hablaban del “Halcón Rojo” o de la “Bendición de Almuz”, pero todo conducía siempre a él. No había tardado en seguir las pistas de nombres más conocidos como Itilis Markalis, Frosnat Gerbatore o Reena Greetel que, de uno u otro modo, habían aparecido relacionados en sus negocios. Eran esos nombres los que lo habían conducido hasta su actual situación, hasta el grupo con el que compartía el viaje durante el frío invierno. No podía engañarse, era la primera vez que sentía algo parecido a un hogar desde que había abandonado Almuz.
Había sido casualidad que se encontrase con Laisel, sintiendo de nuevo ese calor hogareño en su interior tras la fría noche. La imperial estaba bebiendo en un tugurio llamado “El Viejo Yunque”, acodada en uno de los barriles que ejercían como mesa en el exterior y lo había reconocido. Tras una serie de bromas sobre su mal aspecto, Yusuf había confesado su temor a Afalkay. Quizá esa forma tan franca de ser de la ruidosa guerrera le había hecho bajar la guardia o quizá el miedo y la noche sin techo lo habían hecho perder su habitual control, pero le había contado todo. Laisel, por supuesto, se había ofrecido a ayudarlo y protegerlo de cualquier mal.
La buena de Laisel. No es, sin duda, la mujer más brillante o más imaginativa, pero no carece de inteligencia y conocimiento. Formada en el seno de una familia noble, su educación puede ser impecable si así lo desea, con buena conversación y modales propios de la mesa de un rey. Sin embargo rara vez lo desea y es habitual que oculte toda su noble cuna tras sonoras carcajadas, eructos y palmadas en la espalda que podrían romper la columna a un buey de tiro. Soltando bufidos y maldiciones que harían enrojecer a un marinero borracho que acabase de romperse una pierna. Yusuf sonríe hacia ella. Laisel es exactamente como quiere ser. El almuzalif valora eso.
-¡Ben! -Laisel grita y avanza hacia el muchacho, que acaba de entra en la taberna, agachándose para darle un abrazo.
-Laisel -sonríe el niño mientras la abraza, se suelta y gira hacia el almuzalif-. Señor Yusuf.
Bencio sí está hecho de otra pasta. El pequeño muchacho es rápido con los pies y tan ágil con las manos como con la inteligencia. Yusuf entendió rápidamente que el extremo paternalismo con que muchos miembros del grupo lo tratan estaba generando en él, a modo de respuesta, una desaforada ansia aventurera. Tras descubrir la presencia de Afalkay en Asima, Yusuf había recurrido a él. Era pequeño y pasaba desapercibido, por una moneda de plata podía seguir por toda la ciudad una caja e informarle. El muchacho lo había estado haciendo encantado durante dos días.
Yusuf abre su bolsa y lanza al aire un águila caisanesa, sonriendo ante la ironía de estar enfrentándola al halcón de su enemigo. Gracias a las plateadas águilas que ha dado a Ben, el almuzalif sabe ya dónde almacena el acero que ha traído para vender. Aún no sabe qué hacer, cómo ejecutar su venganza, pero está reuniendo tanta información como puede. El muchacho recoge la moneda antes de que toque el suelo y la guarda hábilmente en un dobladillo de su camisa.
-Seguí al tipo -comienza a decir aceleradamente. Baja la voz ante un gesto de Laisel-. Seguí al tipo, el que tiene las llaves del almacén. Llevó una caja de las de lingotes gordos a un tipo del Acero, un herrero rico, cerca de aquí.
-¿Y eso vale una pieza de plata, pequeño granuja?
-Vale más, pero te lo perdono -se ríe Ben mientras le saca la lengua-. Llevaba la caja como si tal cosa, bajo un brazo.
-Un tipo muy fuerte -observa Yusuf con sorna.
-¡No llevaba lingotes!
La cara de Bencio es la viva imagen de la teatralidad, como si hubiese descubierto el secreto mejor guardado del mundo con el final de su historia. Yusuf ríe con franqueza y le revuelve el pelo antes de entregarle una más que merecida segunda moneda. El niño es listo, tanto como para que sea demasiado peligroso para él. Había sido capaz de entender, de manera casi instintiva, que aquello era importante. Y lo era. Yusuf, consciente del valor de la información, recaba del muchacho tanta como puede sobre el herrero y su taller. Afalkay ha enviado algo allí. Algo oculto y camuflado como una de las cajas de lingotes que ha mandado a distintos artesanos. Puede ser el hilo del que tirar, aquello que esperaba.
-¿Y para tu tía Laisel qué, tapón? -gruñe la imperial con un suave puñetazo en el pecho del niño.
Ben se hace de rogar pero termina sacando un pequeño bulto de tela púrpura anudado con un cordel de su bolsa. Se lo tiende con una sonrisa.
-A la tía Arianne no le hizo tanta gracia como a ti -se ríe, al parecer a él sí- pero te lo ha hecho igual y no ha querido cobrarte nada.
Laisel guarda rápidamente el paquete en la mochila de cuero que reposa junto a la pata de la mesa. Rechaza con la mano la bolsa de dinero que Ben le tiende.
-Utilizalo para pagar… -hace una pausa, consciente de repente de que Yusuf sigue junto a ella. Baja el tono y, como si de una confidencia se tratase, guiña un ojo al muchacho- para pagar lo otro.
-¿Será posible que sea este intrigante almuzalif el que menos secretos guarde aquí? -pregunta Yusuf divertido.
-Ioseph, Ioseph -la voz de Laisel toma por un instante la noble inflexión que debió aprender de pequeña-. No te metas en los asuntos de una dama y su escudero.
Yusuf alza su copa hacia ella con una sonrisa y la situación se vuelve amena y agradable mientras terminan de comer. La guerrera no hace ni un sólo comentario sobre el paquete ni sobre el otro encargo de Ben. Yusuf tampoco comenta nada aunque en un par de ocasiones su vista se desvía hacia el brillo purpúreo del paquete en la mochila. Es tela fina, quizá seda o raso de lino.
-Arianne, ¿eh? -dice al fin- ¿Apoyando a una amiga en su nuevo negocio?
-Ya tiene apoyo suficiente, un elfista rico le ha montado un taller de arthali.
-Ah -responde Yusuf, fingiendo una sorpresa tan teatral que en ningún momento pretende ser creida-, pensé que ahora se dedicaba a bordar banderas para nobles…
Laisel mira rápidamente al bulto en su mochila y acto seguido clava una desconcertada mirada en los ojos de Yusuf.
-¿Cómo…?
-Te he oído hablar con Cael varias veces sobre ir de caballeros misteriosos -responde Yusuf, de nuevo con su voz tranquilizadora-, ¿lo vas a hacer?
-Vámonos -zanja al fin Laisel algo molesta- necesito comprar una nueva espada que poder meterte bien hondo por el culo, cotilla.
La espada de Laisel es demasiado reconocible si planea presentarse al torneo sin ser descubierta. Neugeshmiett, “la reforjada”. Yusuf pronuncia su nombre en voz baja, paladeando la sonoridad del idioma de Wend. Laisel le mira con una sonrisa amable y corrige su pronunciación mientras bajan por la calle que da nombre al barrio. El plan es ir al taller de Estabio Fuegoscuro, el lugar en el que Ben había visto entregar el sospechoso paquete. Yusuf no podría haber ni tan siquiera soñado con tener una excusa mejor que la nueva espada de Laisel. La caja, abierta y rota descansa junto a la puerta, ya vacía. A su lado una enorme estatua de un herrero fornido, tan finamente tallada que parece a punto de golpear la espada que sujeta contra el yunque, les da la bienvenida.
-Anunciame y hazme de traductor -dice Laisel entre dientes mientras abre la puerta con tachas de oro bruñido.
Una campanilla anuncia su entrada cuando acceden al amplio recibidor. La casa de Fuegoscuro muestra riqueza y buen gusto, algo muy apartado de la ostentosa decoración tan habitual entre los que han hecho fortuna de forma tan reciente. El suelo de piedra está encerado y de las paredes cuelgan estrechos tapices de tonos sobrios con escenas de su oficio, intercaladas con escenas religiosas. La cercana hora de comer permite a Yusuf averiguar qué puertas conducen hacia la cocina con tan solo seguir el olor. A la izquierda una escalera de madera de casi dos varas de anchura conduce al piso de arriba con un suave giro a la derecha, terminando en un descansillo abalconado. Al fondo del recibidor el ruido del fuelle y los martillos revelan la presencia del taller. El almuzalif está dirigiéndose hacia allá, para anunciar a su acompañante cuando un hombre corpulento aparece de una de las puertas que dan hacia el comedor y la cocina. Viste con una camisa de lino y una manta raída por el tiempo de lana basta y parduzca, probablemente su ropa de casa. Aún así vestido, es evidente que se trata del maestro Estabio, es un calco de la estatua de la entrada.
-Su señora heredera de Hetweikloss, Laisel de Hetwijg y Reinstaar, primogénita de Rotteghar, señor del Anciano Azul y heredera de Wotlwer el Degollador -Yusuf declama con fuerza, tratando de ocultar sus dudas con respecto a la ascendencia de su compañera y esforzándose en pronunciar correctamente cada nombre.
Laisel camina hacia su anfitrión con paso decidido, la descarada y ruidosa combatiente parece haber quedado al otro lado de la puerta. Dentro sólo está la dama noble. Yusuf teme haberse extralimitado en su presentación, no hace demasiado tiempo que la conoce pero desde casi el primer día tiene claro que la imperial reniega fervientemente de sus orígenes. Ella es la que ha pedido ser presentada y, a juzgar por la cara del herrero, desde luego que la presentación le ha sorprendido. Estabio Fuegoscuro ha mudado su cara, durante la enumeración de títulos, del visceral odio del hombre al que se le ha interrumpido la comida a la zalamera cara del vendedor que acaba de encontrar un cliente acaudalado. El apretón de manos entre Estabio y Laisel asemeja para Yusuf el choque de dos carros. El desmesurado brazo derecho del herrero se tensa y se sacude mientras que la imperial aprieta su mano y mira directamente a sus ojos.
-Necesito una espada, una de calidad -dice Laisel en el idioma del imperio.
-Nuestras…
-Necesita, oh, maestro herrero -interrumpe Yusuf en el idioma local a pesar de que Fuegoscuro ha entendido claramente-, una espada propia de tan insigne dama. Hemos oído maravillas de su forja.
Estabio Fuegoscuro se traga de forma casi física sus palabras, su nuez sube y baja mientras trata de relajar su cara de enfado por haber sido interrumpido. Finalmente responde, en un perfecto imperial.
-Nuestras espadas no envidian nada a las de su majestad Belnamé -dice con una leve reverencia ante la mención de la reina-. Si tiene la bondad de acompañarme a la salita haré traer algunas de las mejores piezas para su disfrute.
Intercambian un par de cordialidades más antes de conducirse hacia la sala que señala el herrero, Laisel mira a Yusuf después de cada frase, esperando ser traducida. La cara de Estabio parece crisparse más y más con cada traducción. El pequeño teatrillo de comedia, con el herrero oyendo por duplicado cada intervención a pesar de responder siempre en el idioma imperial divierte enormemente a Yusuf. Para cuando entran en el pequeño salón iluminado con lámparas de aceite y una acogedora chimenea, Fuegoscuro está tenso como las cuerdas de una cítara. Laisel se sienta con formalidad en un enorme sillón de madera de tejo y tapizado en rojo ante una ancha mesa ante el gesto de su anfitrión. El muchacho que éste ha hecho llamar deja sobre la mesa un bulto de cuero y lo desenrolla, dejando ver las hojas desnudas.
Yusuf, sin asiento asignado continúa traduciendo cada pequeña observación de Laisel hasta que Fuegoscuro, visiblemente molesto pero haciendo uso de todo su autocontrol para resultar incluso amable le ofrece dar una vuelta por la casa y conocer la forja mientras él toma un vino con su señora. El almuzalif no consigue ocultar del todo la sonrisa. Quizá Laisel sea más lista de lo que él había imaginado. Ahora tiene carta blanca para recorrer la casa. Con una leve inclinación de la cabeza, Laisel finge autorizarlo para abandonar su presencia y se queda hablando, ya sin traducir, con el herrero.
Tan pronto como Yusuf abandona la sala y vuelve al recibidor abandona sus modales y comienza a indagar. El muchacho que ha llevado las espadas está volviendo del taller con algunas piezas de armadura. Yusuf valora sus opciones. La caja no pesaba. Lo que estuviese en ella ha tenido que ser llevado a otro lugar, alguno en el que Fuegoscuro lo tenga a buen recaudo. Tras una evaluación rápida se dirige hacia las escaleras con paso raudo y sigiloso. Quizá pueda encontrar lo que busca en las habitaciones privadas del maestro herrero.
El piso de arriba se asemeja más a lo que el almuzalif había esperado encontrar en la casa de un nuevo rico. Una ostentosa alfombra roja con hilos dorados tejiendo un yunque cubre el suelo de madera. Sigiloso, Yusuf la cruza agradeciendo la facilidad que una alfombra como esa presta a los intrusos para no ser descubiertos. Se dirige hacia la enorme puerta de doble hoja del fondo de la casa. Allí debe de ser donde se encuentran las habitaciones de Estabio. Sin embargo, antes de alcanzar la puerta, un ligero chasquido lo hace estremecer. El inconfundible sonido de una cerradura a su espalda.
Una rápida mirada alrededor le hace tomar aterradora consciencia de que no hay un solo rincón en el que esconderse. Con los ojos desorbitados ve como una de las puertas laterales se entreabre, derramando sobre el oscuro pasillo un chorro de luz anaranjada contra el que se recorta una silueta a contraluz.
-¿Qué demonios haces tú aquí? -la voz parece mucho más asustada que enfadada.
(continúa..)
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Frosnat
(...continúa)
-Cuarenta barricas, a razón de quinientos dragones -el encorvado anciano parece hacer cálculos mentalmente, apretando mucho la cara, mientras marca con tiza la tapa de la última de ellas-. Veinte mil.
Veinte mil dragones. El viejo quiere cobrar a precio de vendedor lo que va a vender como comerciante. Frosnat había mostrado mucho interés en comprar las cuarenta barricas, demasiado al parecer, y el viejo había aprovechado la oportunidad. “Esto menguará enormemente mis beneficios” -piensa mientras el viejo le sirve un vaso para que lo pruebe. Tal y como la marca de tiza indica, es un vino dorado de Bento, dulce y fresco con un suave aroma floral.
“Mis viñedos” -sonríe. Dos días antes, con intención de presionar al obeso mercader pentapotamense había mencionado sus viñedos en Bento. Su idea era introducirse en el negocio de Galikasis para el torneo, una buena venta de vino para la comitiva de los Reinstaar, pagado sin duda por encima de su precio, pero el plan no había cuajado. El orondo mercader había mostrado mucho más interés en el arthali que en el vino y la conversación había derivado en otra dirección. Pero no había sido del todo inútil, había supuesto una estupenda excusa para poner en contacto a la Fortuna con ese tal Luzio Ortze. El desconcertante turnaldún, experto en robar secretos y en extraer información, le había sido útil en otras ocasiones y ahora le sería útil a ella. A ella y a Toman. Y para acabar de redondearlo, hasta donde conseguía recordar, nunca se habían visto en persona.
Ahora la Fortuna le debía un favor a él.
-Dulce, notas de manzanilla… -paladea- ¿Añada de 1108, quizá?
-Del siete -le corrige el anciano mientras palmea con dulzura la barrica más cercana-, buen año.
-Buen año -confirma Frosnat asintiendo, sin tener realmente ni la menor idea-. Me las quedo todas por doce.
El viejo arruga tanto la nariz antes de despreciar la oferta con un ademán de su mano que Frosnat teme haberse excedido. Pero tras un breve tira y afloja y un par de vasos de prueba más consigue cerrar el trato en dieciséis mil dragones, cien menos por barrica. Un buen precio para poder mostrar que tiene sus viñedos disponibles. El viejo vuelve a arrugar la nariz cuando Frosnat le tiende un pergamino lacrado con el sello de los Reinstaar. Un contrato de compra sellado y firmado por el mismísimo Lord Reinstaar con espacios a rellenar con la cantidad de barricas y el precio a pagar a la finalización del torneo.
Faltan dos días para que el torneo empiece y siete para que termine. Ya tiene el vino. Tras despedirse y convenir cuándo pasará a recogerlo, sale del pequeño almacén a la bulliciosa calle de Santa Catina. Ha pasado el medio día, y su siguiente parada es una reunión con Toman en un tugurio de la plaza de las Hilanderas. Camina a paso raudo. Toman ya está allí cuando entra en el lugar. Una taberna antaño lujosa caída en desgracia, dos pisos de madera enfoscada con innumerables desconchones y ventanas siempre cerradas. Un león de hierro articulado castañetea y repica sobre la puerta cuando las piezas entrechocan mecidas por el viento; aún se le pueden ver restos de su baño dorado original en algunos rincones. “El León Agazapado” -Frosnat sonríe mientras cruza la puerta.
Apenas unos cuantos parroquianos pueblan la oscura sala principal. Toman espera sentado junto a la chimenea con una humeante jarra de vino especiado sujeta entre sus manos y la vista perdida en el fuego. Viste con sencillez, pero su ropa es limpia y de buena factura. Un jubón marrón de lana con los pliegues en rojo vivo, una capa también de lana en verde oscuro con el cuello en piel de zorro y unos calzones verdes sujetos con un fajín de arthali. Probablemente de Lawren Vendove. Su cara arrugada y sobria, con su nariz aguileña, bien podría ser la de un gran señor si no estuviese tan curtida por el sol y el viento.
-¿Lo tienes ya? -pregunta secamente cuando Frosnat se sienta junto a él en el banco.
-Lo tendré pronto. Los Reinstaar van a pagarme por un cargamento de vino.
-Nos debes cuarenta y dos leones de oro, y mucho más que eso a la Fortuna.
-Ha sido un otoño complicado para el negocio -responde Frosnat agachando un poco la cabeza- pero ganaré una buena suma con el torneo y saldaré todas mis deudas. Adelantaré dinero, incluso.
-Siempre he sido tolerante contigo, hijo -asiente Toman-, pero otros no lo son tanto.
-Ya hablé con ella -nunca se ha sentido cómodo refiriéndose a la Fortuna, es extraño hablar de alguien sin conocer su nombre-, ha aceptado ayudarme con unas negociaciones. Será muy lucrativo para ella.
Y es verdad. Esa misma mañana, antes de ir a comprar el vino, Frosnat había ido a reunirse son la Fortuna. Se hacía llamar Dorota y por ese nombre había preguntado en la forja del maestro Fuegoscuro. Casi un palacio en la calle principal del Barrio del Acero, con tachuelas de oro adornando su puerta y una estatua del herrero a tamaño natural en el portalón. El aprendiz que lo había atendido apenas debía contar los trece inviernos, una sombra de pelusilla grisácea como el pelo de una rata asomaba en su labio superior, pero con el martillo de herrero en la mano y su torso amplio y desarrollado podría haber sido un contrincante a tener en cuenta. Por suerte la misma Fortuna había aparecido en lo alto de la escalera antes de que el muchacho intentase hacer nada y había destensado la situación.
Una vez reunidos en sus aposentos del piso superior, habían hablado de los barriles de vino y del dinero que darían. De que los Reinstaar ya tenían proveedor y de cómo librarse de él. De enviar a Luzio Ortze a colaborar con sus nuevos amigos y, en definitiva, de los pasos a dar en los siguientes días. La Fortuna se había comprometido a buscar un equipo con el que sabotear el vino que Galikasis Orfos había llevado a la ciudad e incluso a interceder con el mayordomo de los Reinstaar para ofrecer a Frosnat como nuevo proveedor. A cambio ella se quedaría la mayor parte de los beneficios de la operación, pero Frosnat Gerbatore conseguiría al menos lo suficiente para saldar todas sus deudas, quedaría en paz con ella y, con suerte, estaría algo más holgado en los meses venideros.
Antes de salir de allí ante la atenta mirada del aprendiz de herrero, la Fortuna le había tendido un pergamino. Escrito en tinta de escriba con con la caligrafía limpia y elaborada de una mano noble, un contrato de compra, un pagaré por una cantidad indeterminada de barricas de vino, y un sello lacrado de la casa Reinstaar. Frosnat no había querido preguntar de dónde podía haber sacado algo así, ni siquiera si era auténtico, pero sí había examinado minuciosamente el sello. Si no estaba sellado por el mismísimo Edowar Reinstaar debía de estarlo por el mejor falsificador del reino.
-Quedaremos en paz -continúa diciendo a Toman mientras ambos se levantan- y a ti podré pagarte lo que te debo, con un pequeño obsequio por tu paciencia.
-Eres un buen hombre, Frosnat -Toman esboza algo similar a una sonrisa que no llega a sus ojos-. Ese dinero ayuda a mucha gente decente.
El frío de la calle golpea sus rostros mientras cruzan la puerta. Se despiden allí. Toman tiene que ir a saludar a unos amigos y Frosnat tiene que encajar aún varias de las complicadas piezas de su plan.
Ya está bien entrada la noche cuando Frosnat llega a su posada en plena Plaza del Rey. Cruzar el puente de los siete ojos en pleno invierno es físicamente doloroso y la escarcha que adorna su poblado bigote comienza a gotear cuando entra al calor de la sala principal de La Corona de Artas. Una chimenea del tamaño de un carro con el tiro zigzagueando por la pared y el suelo del piso superior caldea la estancia. Una gran sala limpia y bien iluminada, con suelos de madera y un lecho de juncos frescos junto a la puerta en el que poder limpiar las botas. Los elevados precios no han hecho que falte afluencia, casi todos los comerciantes importantes que vienen a Asima por el torneo se alojan allí. Al menos los que no tienen un lugar más privado.
Tras recorrer la sala con la vista se dirige a uno de los largos bancos corridos del extremo más cercano a la chimenea. Varios patos se caramelizan cubiertos de miel y un sinfín de hierbas colgados junto al fuego, liberando un olor dulzón. Sin siquiera tener que pedirlo, la hija del tabernero, una muchacha con el pelo cobrizo y un pecho generoso y lleno de pecas en la que Frosnat no ha parado de fijarse desde que alquiló su habitación, le sirve una jarra de cerveza dulce y un muslo de uno de los patos en una escudilla de madera de olivo. Frosnat sonríe y se sienta en un hueco del banco, rodeado de comerciantes como él que mantienen una animada charla en la lengua del comercio de las Ligas.
-No han empezado el torneo y ya han quemado tres carpas -ríe un hombre joven y obeso, con varias papadas y una nariz enorme mientras arranca un bocado a la pata de pato que sujeta con sus manos llamativamente pequeñas-. Ya he vendido más seda de la que traje en el carro.
-Los malditos Salé -ríe otro, un hombre maduro pero apuesto, con el pelo blanco muy corto y una perilla puntiaguda de pelo entrecano que una vez debió ser negro como el azabache-, los muy rácanos.
-Trajeron madera desde Arno para encender hogueras -le explica ante su cara de desconcierto una mujer de unos veinte años con el pelo rubio platino y los ojos más claros que Frosnat haya visto nunca, con fuerte acento imperial mientras señala al hombre cano con la mano extendida- en lugar de comprar el buen carbón local.
-Mucha llama para unas tiendas -ríe otro.
-Pues no parecen tan tacaños -Frosnat reconoce la voz de Gilas Mavros, el mayordomo de Galikasis-, un enviado suyo, un tal Roich me preguntó por los barriles del gordo. Por lo visto quieren poner el vino en la boda de Cap de Tart.
“El Gordo”. Las risitas acompañan a la soltura con la que Gilas se refiere como el gordo a su jefe. En presencia de Galikasis Orfos nunca se atrevería ni tan siquiera a pensarlo, tampoco los demás presentes se atreverían a ni tan siquiera esbozar una sonrisa. Orfos tiene suficiente dinero y contactos como para hundir a cualquiera de los mercaderes que duermen en La Corona de Artas, comprar la propia posada y convertirla en un burdel en el que prostituir a sus acreedores. Pero Galikasis no está.
-Cuidado, Gilas -dice Frosnat uniéndose al coro de risas-. Esos Salé querrán catar gratis vuestro buen verde de Filí para ahorrarse unas perras en emborracharse.
Gilas ríe también, reconoce a Frosnat y alza una copa de vino en su dirección. “Ya tengo su atención” -piensa- “, ahora a hacer que muerda el anzuelo.”
-Deja que Galikasis haga los tratos grandes -prosigue-. Si de verdad los Fonnesu y los Cap de Tart quieren vino de Filí seguro que el gordo puede encontrar compradores más serios que los Salé.
Gilas parece algo contrariado, va a decir algo pero los sonoros gritos del hombre gordo de las manos pequeñas lo interrumpen.
-Tienes tanta visión comercial como los Salé dinero.
-Sé aprovechar una oportunidad cuando la veo, idiotas -la voz de Gilas se ha vuelto aguda y refleja su ira-. Los encontré en capitanía del puerto buscando vino y los atrapé en mis redes antes de que pudiesen ni siquiera llegar al escriba.
-Dile a tus compradores que yo tengo un vino mejor -ríe Frosnat.
-Diles lo de las redes, mejor -la mujer rubia también ríe-. Igual aún no saben que están atrapados.
Todos ríen, todos menos Gilas. Una mirada cargada de reproche se clava en Frosnat. Gilas no tarda en levantarse y marcharse de allí. Su cara está llena de determinación. Frosnat sonríe sin dejar de comer, beber y parlotear con sus nuevos amigos.
-Justo ahora voy a enseñarles el vino a Roich y sus acompañantes -escupe con dignidad el pentapotamense-. Va en serio. Se han traído a tierra un puto nauta para gestionar el envío.
Frosnat sonríe. Guilem Roich no existe, es uno de los alias que Luzio ha empleado en el pasado. La presencia del nauta sólo hace más por confirmar sus sospechas. Son los hombres de la Fortuna. El plan está ya en marcha.
(continúa...)
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Kaishun
(...continúa)
Truchas de río, almejas, mejillones y percas. Inspira, vuelve a expirar lentamente. ¿Bacalao en salazón? Desde luego algo en salazón. Entre los olores que se fuerza a reconocer percibe el inconfundible olor de la salmuera. También huele a polvo, a la contenida putrefacción de la madera en contacto con el agua salada y a algún tipo de moho. Flotando entre ellos llega el aroma acre del sudor del comerciante de pescado, no debe haberse limpiado en días y aunque lo hiciese más a menudo, Kaishun supone que seguiría presentando ese mismo olor, olor a algún otro pescado desconocido pudriéndose en la costa.
Los barriles de pescado y marisco vacío traquetean sobre la superficie desgastada del largo carro de carga de dos ejes cuando las ruedas pisan los primeros adoquines atravesando la Puerta de las Campanas. La espera se ha alargado casi una hora para entrar, la desmedida afluencia de comerciantes para el torneo hace que las vías se saturen. Al menos el conductor del carro ha pasado casi todo el tiempo de espera despotricando contra algo. Kaishun casi se alegra de no entender el idioma local, aunque los gruñidos, palmetazos en el muslo y sonoros escupitajos al lateral del camino son igual de elocuentes.
Kaishun, sentado sobre una caja cerca del pescante observa la vida que abarrota la Plaza de la Miel. Los taberneros que tienen la suerte de abrir sus negocios en la plaza que da acceso a la villa desde la zona del torneo han montado mesas y toldos en el exterior, salpicados de enormes braseros de hierro que llenan las terrazas de calor y aroma a comida. Incluso entre las atestadas calles aledañas los carros de vendedores ambulantes avanzan a trompicones, vaciando en apenas unas horas la venta de todo un día. Mira de nuevo hacia el carro, sus compañeros están allí con él.
Busca a Sardo con la mirada. El viejo cazarrecompensas le introdujo en el grupo una semana atrás pero casi no habían coincidido desde entonces hasta que la tarde anterior habían quedado atrapados en la despensa de la Alcoba del Monje. Quizá había sido la incertidumbre sobre su futuro, atrapados y desarmados entre aquellos a los que Jeff y Laisel habían causado bajas la noche anterior y a los que, al parecer, Lawren, Kara, Zahir y Caeliban habían causado una nueva en la emboscada de la mañana. Algo debía haberse torcido y si algo se torcía un poco más y descubrían que ellos tenían algo que ver…
Fuese como fuese, se abrió a Sardo más de lo que se había abierto a casi ninguna persona desde que acabó en tierra firme. Por supuesto había obviado los detalles más escabrosos de su trayectoria. No había motivo para revelar que había huido como un cobarde dejando a su suerte a la tripulación que esperaba su protección. Sardo le sonríe al cruzar sus miradas. El curtido cazarrecompensas reposa su culo en el suelo, con las piernas sobre un barril y recostado contra el pretil del carro, despreocupado. “Él también tiene sus problemas, aunque no los despliegue al viento” -piensa.
-Tendremos que buscar donde dormir -dice en alto, hacia el grupo, aunque le siga mirando a él-, pasaremos al menos un par de días en la ciudad.
-Isto está en la Torre del Reloj -dice Ezoitz con una sonrisa que prácticamente da a entender que ella también dormirá allí.
Kaishun alza la vista siguiendo el gesto de Ezoitz. La Torre del Reloj es una elegante casa de huéspedes con una reconocida taberna en su planta inferior, alojada en una antigua torre de guardia de la misma fortificación de la que aún permanece la Puerta de las Campanas. La estructura original ha sido ampliamente modificada, abriendo grandes ventanales con cristales coloreados donde antes sólo había aspilleras, elevando dos pisos más y coronándolo todo con un tejado de pizarra a cuatro aguas. El viejo reloj de sol en la fachada sur se dibuja contra el nuevo revocado blanco de las paredes, con su aguja dorada y grandes números errianos también en oro.
-Parece caro -comenta Kaishun mientras su vista recorre la torre.
-ES caro -confirma vehementemente León-, demasiado para gente como nosotros. Y su precio habrá subido con el torneo.
Mientras Jeff descarga el cofre en el que viaja su armadura, el comerciante de pescado les dice algo. Kaishun no consigue entender más que un par de palabras, improperios, y una mención al Nido. Tanto Sardo como Zahir le responden en el mismo idioma. El nombre del Nido sale varias veces a colación. Finalmente se despiden y el hombre del carro continúa su lento avance por las atestadas calles, dejándolos a su suerte en un mar de gente. Tardan un instante en darse cuenta de que no los entiende y vuelven a la lengua común del Imperio.
-Resumen rápido, no vamos a ir a dormir al Nido -le tranquiliza Zahir. Debía de parecer preocupado.
-Pero tampoco deberíamos alejarnos mucho -comenta Sardo mesándose la barba.
Sardo tiene razón. Han venido a una misión. Han venido a por el sedente Chielde. Y el sedente Chielde tiene a la mayor parte del barrio del Nido en su bolsillo. Dormir dentro sería demasiado arriesgado -y desagradable- para ellos, pero es cierto que deberían poder recorrerlo con facilidad. Tras hablarlo un instante deciden buscar alojamiento a lo largo de la margen izquierda del río de la Miel. Lo suficientemente cerca como para poder vigilar, casi lo suficiente como para olerlo, en realidad. Pero con un río de por medio, marcando una clara separación.
Ezoitz se despide de ellos en la misma plaza, se dirige a reunirse con Isto. Antes de irse les aclara que, cuando vayan a buscarlos, se refieran a él como Toman, es el nombre que está utilizando en la ciudad. Kaishun se plantea hasta que punto alguien necesita un nombre falso en un lugar así. Tampoco es que a él le incumba demasiado. Con toda la afluencia de gente en Asima y probablemente él sea el único nauta. Ríe para sí imaginando lo absurdo de emplear un nombre falso en su situación. Jeff se despide de ellos poco después. Él se quedará más tiempo en la ciudad y debe buscar algo más barato, más a largo plazo. Con los precios de la ciudad durante el torneo, pagarse una estancia en una posada, incluso en la peor de ellas, sería totalmente inasequible.
-No tienen ni un jergón libre -dice León saliendo de la tercera posada en la que preguntan.
Zahir parece agobiado por la ciudad. Parece que, al igual que Kaishun, esperaba encontrar alojamiento pronto. Caminar por las calles atestadas de gente le supone un esfuerzo visible. Se han alejado más de lo que ninguno esperaba de la Plaza de la Miel. Las opciones de encontrar alojamiento cerca de los puentes se han evaporado. Finalmente dan con algo. Al final de una de las calles que desembocan en el río, atado por dos puntos a un viejo embarcadero se alza un enorme bote viejo y descascarillado. Un cartel a la entrada del embarcadero reza: “Habitaciones”.
La mera palabra parece cegar a Zahir y Kara, que caminan hacia él, haciendo crujir las viejas tablas sobre el río. Kaishun llama a León y a Sardo para hacérselo notar. Se han parado ante la entrada de una taberna, unas escaleras que bajan al semisótano de uno de los edificios con un cartel de madera en el que una trucha torpemente tallada parece remontar una corriente. Mientras los espera echa un buen vistazo al bote. Le recuerda a una ballena varada en una playa rocosa. Dos gruesas maromas lo atan con fuerza a postes que se hunden en el agua y la pasarela que lo conecta al muelle está claveteada en sus dos extremos. Aunque no estuviese así de sujeto, Kaishun duda mucho de que pudiese flotar ni los mil pasos que le separan del Carna. Un casco panzudo e hinchado que una vez estuvo pintado de azul, de unos treinta codos; una caseta en popa, probablemente el alojamiento del dueño; y un cobertizo para almacenaje en proa. Cada tabla presenta desperfectos y la carcoma parece campar a sus anchas. Los mejillones cabra y las almejas de río en grandes cúmulos agarrados al casco y al muelle terminan por confirmar la dejadez en su mantenimiento.
-Esperemos tener más suerte aquí -comenta Kara a su lado mientras se mesa las pobladas patillas-, se nos acaban las opciones si no queremos acabar en el Nido.
-Se cae a pedazos -León no parece contento.
“No está desencaminado” -piensa Kaishun tras mirarlo con ojo crítico- “, está viejo y desportillado, pero debería aguantar en su sitio al menos un par de noches más.”
-Está bien -dice el nauta finalmente, su opinión debe tenerse en serio en este ámbito-, aguantará a flote.
-Yo no pienso dormir ahí -se queja.
Zahir llama desde el bote, agitando la mano. Kara grita que hay sitio para todos.
-Pues puedes volver a la Torre del Reloj -zanja finalmente Sardo mientras comienza a caminar.
-Ni blanco ni negro -refunfuña. Se ha quedado solo con Kaishun-. Suerte en lo que tengáis que hacer, voy a buscar algo ciudad adentro. Nos vemos donde Isto mañana.
-“Es-pec-tro de a-zur” -musita el nauta tras despedirse, leyendo el cartel iluminado por un farol de aceite.
Debería aprender a hablar la lengua parduense.
El interior es tan desalentador como el exterior. Un viejo marino manco por igual de pierna, mano y ojo izquierdos, tan viejo y decrépito como el bote y con el mismo cuidado en el mantenimiento y el aseo les recibe nada más embarcar. Su panza, pequeña y redonda, se proyecta hacia delante bajo un pecho hundido y estrecho. Su cuello largo y con colgajos de piel flácida avanza horizontal desde los hombros, casi paralelo al suelo con lo que su cabeza queda a la altura del pecho de Kaishun, teniendo una visión privilegiada de su cráneo ralo bordeado por una corona de largos mechones blancos amarillentos. A pesar de todo, el nauta siente el impulso de saludar y cuadrarse ante él. Es lo más parecido al capitán de esta nave.
Él es el único que opta por dormir tras una puerta, en una pequeña cámara con letrina en la proa. Sus compañeros cuelgan mientras tanto las hamacas que el contrahecho capitán les ha alquilado a razón de dos osos de plata por cabeza en la zona común. A Kaishun le ha costado el triple tener una puerta sin cerrojo y un agujero en el suelo por el que lanzar las deposiciones directamente al río. Pero es una puerta. Es la privacidad suficiente para que todos sus compañeros le hayan dado los objetos que no quieren pasear por la ciudad. Se para a analizar las espadas que le ha dado Zahir, la bella artesanía djebel de los pomos.
La prohibición de las espadas en todo el Reino de Asima viene de largo. Cuando embarcado en sus naves Kaishun atracaba en Benamita o en Carnala ya estaba prohibido. Le gusta pensar que cuando sus padres salieron de algún puerto de Asima en dirección a cualquier lugar tan lejano como para pagar con su hijo no nato a los nautas, cuando él aún no había nacido, la prohibición ya existía. Sin embargo, desde que está condenado a tierra ha recorrido lo suficiente las tierras del reino como para saber que rara vez la prohibición se acata. Sólo los nobles pueden portar espada. Ve y díselo al que tiene una espada.
No obstante, la profusión de nobles en la villa con ocasión del Torneo de la Reina y el refuerzo de la guardia con levas ciudadanas y mercenarios parecen haber vuelto a poner la orden en vigor, al menos en el interior de la ciudad. Un guardia vestido con el jubón cuartelado de oro y violeta pero con las tres lanzas de la Compañía Argéntea en el escudo se lo había hecho notar mientras buscaban alojamiento. Decidieron que no merecía la pena buscar un problema por algo tan nimio cuando todos podían seguir armados con cualquier otra arma que no cayese dentro de la prohibición.
Cierra la puerta tras de sí. El contrahecho capitán le mira fijamente con su único ojo. La chirriante silla en la que pasa las horas está justo frente a la puerta. No tener cerrojo no implica que esté desprotegida. Los bultos que deja dentro estarán seguros. Al menos nadie entrará sin que el dueño del establecimiento lo sepa. Es lo mejor que puede conseguir por ahora.
Zahir y Kara están hablando sobre opciones de negocio en la ciudad. El día de aporte en el campamento se acerca. Kaishun aún no entiende del todo el funcionamiento de la caja en la Retsannen Broederchaft pero el pago semanal parece importante. Él también tiene que pagar, ya pagó el séptimo y faltan sólo dos días para el decimocuarto. Tres piezas de oro, casi da igual la procedencia o acuñación, tres cada semana. Quizá se retrase algo en este pago, piensa, pero lo podrá suplir con creces cuando pueda poner sus habilidades curativas al servicio de los heridos en el torneo.
Un sol de justicia, vertical y sin nubes ilumina la Plaza de la Miel. El reloj de sol de la torre marca una línea dura y recta, perpendicular al suelo, marcando las doce. No han tardado más de una hora en ordenar sus pertenencias, preparar las hamacas, despedirse y llegar. Zahir y Kara han decidido ir a poner en funcionamiento sus planes para obtener dinero. Sardo tenía claro que, después de lo que Ezoitz les había contado la tarde anterior tenía que ver a Isto así que Kaishun, sin mucha idea de qué hacer hasta que el torneo empezase a dejar heridos, había decidido seguirlo. Sin embargo Sardo había entrado solo en la posada para buscar al contable y él se había quedado esperando. Bajo la línea de sombra del reloj, varios pisos más abajo, la cara de Isto se contrae al salir a la luz.
-¿Qué haces tú aquí? -pregunta secamente.
-He venido con…
-Con él -zanja tajante, parece claro que no quiere decir nombres ahi.
-Sí… -Kaishun duda al responder, pese a su edad Isto parece intimidante- Pero iba a…
-No tengo tiempo para balbuceos -el contable parece irritado, más que de costumbre-. Tengo cosas que hacer mientras habláis. Sube, te esperan en mi habitación.
Kaishun se despide casi hacia la espalda que ya se aleja y se apresura a entrar en la Torre del Reloj. Incluso a medio día el cambio de temperatura es notable al atravesar la puerta. Dos enormes chimeneas caldean la estancia en las paredes laterales y cuatro grandes braseros de hierro forjado en forma de cabezas de dragón se distribuyen entre las mesas redondas que pueblan la sala. Desde la madera de nogal propia de la cubierta de un galeón estrella que cubre el suelo hasta los ricos tapices de escenas de caza con hilos de oro y plata que cubren las paredes entre los grandes ventanales de cristales de mil colores, todo en la sala común desprende un halo de riqueza. El nauta siente que el mero hecho de respirar el aire caliente de dentro, de deleitarse con su aroma a carnes asadas y frutas frescas, ya es caro.
Mientras camina hacia el fondo de la sala, donde una larga barra de madera coronada en mármol verde de Ternas permite relajarse a los que no pueden optar a una mesa, pasa entre las mesas llenas de hombres de armas, coperos, escuderos, calienta camas y pajes con un millar de escudos diferentes bordados en sus ricos ropajes. La mente de Kaishun vuela hasta las banderas de los barcos que conoció, estandartes sencillos, geométricos y reconocibles desde gran distancia. Los escudos de armas de los nautas. Una escalera sube en una de las esquinas de la sala común, dando acceso a un gran balcón que cubre dos terceras partes de la planta de la torre, en forma de media luna y repleto de rincones reservados para los clientes que buscan más intimidad.
El mármol está frío al tacto en comparación con lo caldeado de la sala. Tan pronto como apoya sus manos sobre él, un muchacho de unos catorce o quince años se dirige hacia él con una sonrisa.
-¿Puedo ayudarlo, señor?
“No soy señor de nada”
-Busco a… -vacila un instante antes de decir el nombre- busco a Toman. Un hombre mayor, nariz ganchuda y pelo blanco.
-Acaba de salir por la puerta, si a mi señor le parece bien -responde el muchacho con educación, parece acostumbrado a tratar con la nobleza. Su mirada está fija un palmo por debajo de los ojos de Kaishun-. Han debido cruzarse en la puerta. ¿Puedo ofrecerle un vino especiado? ¿Una cerveza dulce, quizá?
-Agua con limón está bien.
El joven se retira para buscar la bebida. Se aleja sin dar la espalda. Kaishun mira a su alrededor. Dos más, un chico y una chica más o menos de la misma edad atienden tras la barra. Otros seis, algo mayores pero aún muy jóvenes dan vueltas por la sala con grandes bandejas de bronce, llevando comida y bebida donde se solicita y recibiendo con cortesía y sonrisas las constantes bromas, burlas, palmadas y tocamientos. Un noble a la hora de comer suele estar ya más borracho que cualquier campesino en una boda. Borracho y pendenciero. Todo el personal de la Torre del Reloj va vestido del mismo modo, con un jubón de oscura lana púrpura fina acuchillada para dejar ver el forro en seda azul. Uniformados como los guardias de un palacio.
Con un codo sobre la barra de mármol, el nauta mira la sala mientras bebe su agua con limón. El muchacho le ha puesto un par de hojas de menta. “Te esperan en mi habitación” -había dicho Isto, pero Kaishun no tiene ni idea de cuál es su habitación. Tarde para preguntar.
-¿Disfrutando del lujo? -la voz de Ezoitz suena dulce, mucho más cerca de lo que había esperado.
Kaishun consigue mantener la compostura y devolver la sonrisa mientras hace un leve gesto de brindis con su vaso. La turnalduna está junto a él, deslizando lentamente los dedos por el verde mármol de la barra hacia su brazo. Para a menos de un dedo de tocar su codo y lo mira a los ojos.
-Te están esperando arriba -señala hacia las escaleras- yo voy a ver cómo les va a Zahir y a Kara.
-¿Arriba? -el nauta no sabe cómo preguntar exactamente por la habitación.
-Tercer piso, puerta de la derecha.
Ezoitz gira a su alrededor, su cara pasa a escasas pulgadas de la de Kaishun, sonriente, le esquiva entre la gente y camina hacia la puerta como si hubiese ensayado la coreografía cien veces antes de que el nauta llegase. En ningún momento le ha rozado siquiera, pero siente su espacio tan invadido como si un kraken le hubiese abrazado. Apura su agua con limón y masca unos instantes la hoja de menta que le llega con el último trago. Deja un oso de plata en la barra como pago. Para su sorpresa no obtiene ningún tipo de vuelta de ello. Si la ciudad ha subido sus precios durante el torneo, una pieza de plata por un vaso de agua debe ser lo normal en la Torre del Reloj.
La habitación de Isto es menos lujosa que la sala común pero es suficientemente grande para alojar una gran cama de plumón con dosel una chimenea y una mesa en la que Sardo está cómodamente sentado con dos desconocidos y aún queda espacio para el nauta. En la silla frente al mercante se encuentra sentado un hombre notablemente más joven que él, de barba cuidada y pelo corto y castaño. Algo en su aspecto desconcierta a Kaishun, pero no sabe qué puede ser. No hay nada especialmente relevante en su cara o en sus ropas sencillas pero limpias y sin remiendos. Quizá sea eso. Quizá sea “demasiado” normal.
En la silla entre ambos, frente a la puerta, una mujer le hace un gesto con la mano para que se siente. A diferencia del otro desconocido, ella viste ricamente con una blusa escotada de raso verde oscuro con flores bordadas en oro. Un pelo corto y ondulado de un profundo negro, probablemente teñido, enmarca una cara hermosa y serena. Kaishun se sorprende intentando calcular su edad; desiste rápidamente, parece una empresa imposible. El nauta supone que es algo más joven que él, quizá haya visto los cuarenta inviernos. Ni una sola arruga puebla su cara con expresión serena, quizá cuando sonría o gesticule, pero sus ojos no mienten. No es tan joven como puede parecer a primera vista.
-Como os decía, un jaque, un sucio matasiete con mala fama -el desconocido continúa con la conversación que mantenían cuando el nauta se sienta-. Fue responsable de muchos de los cadáveres del Carna durante un par de años. Ahora parece haberse reformado.
-Luzio es un gran conocedor de la ciudad -señala Sardo con la palma de la mano hacia arriba-. Nos hablaba de Grac Fragnon, uno de los que no se despegan de Chielde.
Kaishun se fija en la mujer, espera algún tipo de reacción, espera la arruga. Su cara permanece igualmente serena cuando empieza a hablar.
-Luzio Ortze, es el enviado de unos amigos para ayudarnos con nuestra misión.
“Nuestra” -piensa Kaishun- “. Es la misión de Isto y no sé quiénes sois.”
-Encantado, Kaishun -dice en su lugar, dirige sus ojos hacia la mujer-. ¿Y vos?
-La Fortuna -zanja Sardo tras unos segundos de silencio.
“La Fortuna”sonríe y asiente. Una sonrisa sincera, dos leves arrugas finas se marcan junto a sus ojos.
-Soy la que sabe qué hacen y cuándo lo hacen los amigos del sedente. Fragnon, como bien dice Luzio, vive en Asima desde hace algún tiempo. Huderto Doscasas es el tipo fortachón con aspecto de enano demasiado alto y Sura Mtomba, la negra alta de la lanza. Ellos tres son vuestro mayor impedimento si queréis llegar a Chielde.
-Dos casas… Doscasas -Sardo se mesa la barba unos instantes mientras permanecen expectantes. Finalmente golpea fuertemente la mesa con el puño cerrado-. ¡Doscasas! El Carnicero de Puerto del Este.
» Lo recuerdo de mis primeros años como cazarrecompensas. Un tipo interesante, un asesino en serie que azotó el puerto comercial de Carnala durante tres años, ejecutando salvajemente a prostitutas y sus clientes. Es difícil saber a cuántos. Se conoció su nombre a raíz de sus contactos con el gremio de estibadores, alguien debió hablar de más y finalmente el asunto se zanjó con un incendio provocado y más de treinta estibadores quemados vivos.
-¿Pagó por ello? -pregunta Luzio.
Kaishun pasa la mirada de Sardo a la Fortuna. ¿Cuánto sabe ella en realidad?
-No recuerdo, hace mucho de esto -zanja Sardo.
El silencio se hace en la mesa mientras la Fortuna, ejerciendo de anfitriona, rellena cuatro copas con un vino ambarino y brillante que huele dulce. Kaishun lo acerca a su nariz. “Dorado de Bento” piensa, y una sonrisa de suficiencia se dibuja en su rostro mientras devuelve la copa a la mesa. Que lleve años sin beber no hace que haya perdido su olfato. Sardo da un largo trago, probablemente igual que si le hubiesen puesto algún avinagrado caldo de la bodega local. “Nacido mercenario, siempre mercenario.” El tal Luzio es más recatado, es difícil saber si aprecia el vino o sólo es cauto. “El enviado de unos amigos”.
-¿Y qué falta? -pregunta girando la copa con los dedos sobre la mesa.
La Fortuna sonríe. Las patas de gallo se marcan en sus ojos divertidos. Da un sorbo al vino y se humedece los labios.
-Nauta listo -dice al fin-. Necesito ayuda con una cosa. Un amigo necesita que este delicioso caldo se sirva en el pabellón de los Reinstaar.
Sardo tuerce el gesto.
-Pagará generosamente -añade la mujer-. Y yo también.
(continúa...)
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Laisel
(...continúa)
“Como si la culpa de que esos niñatos piensen que son caballeros fuese mía” -piensa Laisel mirando el polvo del camino- “. No es mi culpa que quieran jugar con espadas. No es culpa mía que encima se les dé mal.” ¿Acaso los idiotas de la Brawentcompine a los que Jeff y ella habían despachado la noche anterior no tenían intención de matarlos a ellos? Laisel no termina de entender por qué es ella la que tiene que exiliarse en una ciudad, lejos del campamento, lejos de sus gentes a las que deja a merced de la Compañía Valiente. Sardo y alguno más opinan que ahora deberían ser sus amigos. Ellos no entienden lo que son esos traidores. Al final tanto Jeff como ella tendrán que quedarse en la ciudad “por el bien del grupo”. Por el bien del grupo ella y Jeff deberían afilar las putas espadas.
Laisel no acaba de entender por qué precisamente Sardo opina así. Él y Kaishun habían pasado la tarde anterior encerrados en la Alcoba del Monje, en la despensa de la posada. No eran prisioneros, pero tampoco podían irse. El nauta había vuelto, cuando Zahir y Ezoitz habían ido a mediar para sacarlos, quejándose de que los había curado y aún así los habían tratado como prisioneros. Pero a pesar de todo querían colaborar con ellos. Al parecer el sedente Chielde era el malo. Ezoitz e Isto tenían algo en mente. Todos habían estado cuchicheando y haciendo corrillos y al final parecía que atrás quedaba la idea de desprestigiar a la Compañía Valiente.
Quedaría por ver qué opinaba la Brawentcompine. ¿De verdad pensarían colaborar? El otro gran drama nocturno había sido el enfrentamiento entre Cael y Lawren. Al parecer el elfo había ejecutado a un enemigo que se rendía. La vuelta del cadáver atado a la grupa de un caballo había generado revuelo en el pueblo y era el motivo de que Sardo y Kaishun hubiesen acabado en una situación comprometida. Cael estaba echando humo. Quizá lo mejor sea que Lawren también pase un tiempo en la ciudad, piensa al final, mientras alza la vista para fijarse en el elfo.
El polvo se le mete en los ojos, que lagrimean. El precio del lujo, supone. Camina rápidamente, casi a un trote suave, tras la ornada calesa en la que viajan Lawren y Arianne. Los elfos van al encuentro de un tal Galikasis Orfos, un pentapotamense ridículamente obeso que al parecer podría pagar su propio peso en oro antes de la hora de comer. Un enviado suyo, un tal Mavros o algo así -Laisel ha renunciado a aprender más impronunciables nombres pentapotamenses de los estrictamente necesarios- los había ido a buscar la noche anterior. Un sirviente con una corte de más sirvientes, vestido de sedas y oros con una calesa cubierta de sedas y oros.
A Laisel nunca le han gustado los ornatos del poder, la ostentación de joyas y símbolos de los nobles, siempre tratando de aparentar y de mostrar ante los demás su riqueza y su poder. Menos le gustan aún los plebeyos con ínfulas de noble que adoptan -y en muchos casos pervierten hasta el ridículo- esas mismas costumbres. El sol de invierno arranca brillos y destellos de las decoraciones en forma de hojas de acanto cubiertas en pan de oro de la calesa; se convierten en una miriada de pequeños puntitos brillantes en sus ojos llorosos por el polvo. No aguantaría esa situación si no tuviese que exiliarse en la ciudad. Pero es así y viajar como guardaespaldas de Lawren y Arianne era una tapadera creíble.
El sirviente con ínfulas de mercader -sirviente de un mercader con ínfulas de noble- ríe sutilmente con cada frase de Lawren, sea o no graciosa. Los sirvientes de éste corren junto a ella con gesto hierático tras la calesa. ¿Por qué no llevan caballos? Debería haber cogido su caballo, pero eso daría al traste con su tapadera como guardaespaldas. Lachend haría que los caballos de tiro de la calesa pareciesen burros. Un semental alto y fornido, con la cruz a tal altura que muchos hombres no ven sobre ella, de color pardo con brillos bermellones y las crines negras como el azabache. El mejor destrero de los establos de su padre y un caballo, en definitiva, que no montaría un guardaespaldas plebeyo.
Ninguno de los caballos que ve a su paso por los campamentos en su camino hacia Asima llega ni a la altura del betún de su Lachend. Y Laisel podría descabalgar de ellos a casi cualquiera de los prepotentes muchachos que han venido a lucirse si se lo propusiera. Si no tuviera que reconocer quién es para ello. Podría presentarse como caballero misterioso, le había propuesto a Cael hacerlo los dos; conseguir una buena armadura y una espada menos reconocible que la suya, coser en sus ropas un blasón desconocido, quizá algo provocativo y justar y luchar en los combates cuerpo a cuerpo. Podría ganar. Ganarían si Cael y ella participaban juntos en el combate cuerpo a cuerpo.
Un buen blasón con una cabra saliendo del culo de un sedente, o con una doncella desnuda cabalgando un cerdo. Es más, si Caeliban con todos sus remilgos finalmente no participaba junto a ella quizá llevaría algo mejor aún, un enorme falo. Una polla amarilla brillante sobre fondo púrpura con una corona en su punta. Podría prescindir del premio y de todos los honores sólo con ver a las gaviotas de Loras Cap de Tart, al guantelete y los robles de los Denattoan, los leones de Eward Reinstaar y su hijo caer ante un escudo tan obsceno.
Está cruzando a trote la Puerta de las Campanas mientras aún sonríe imaginando las caras de todos los presentes, cuando hubiesen nombrado reina de la belleza a alguna ramera y guardián de la fe a algún borracho; cuando descubriesen sus rostros y todos viesen a la hija desheredada de Rotteghar Hetwijg y al muchacho que, en el torneo del centenario, había dejado a Sargo Torrenegra -el campeón de la reina- con el miembro al aire ante la multitud.
La Plaza de la Miel es un hervidero de actividad desde primera hora de la mañana. Los carros de comida, las terrazas de las tabernas con largas mesas corridas sobre caballetes y muchos mercaderes que tratan de sacar tajada intentan alimentar a los muchos pajes, escuderos, jaques, vivanderas, herradores y lavanderas que a tan solo tres días del inicio de las festividades abarrotan toda la ciudad. Las calles son un bullir constante de carromatos, peatones y jinetes; algunos correos de la ciudad consiguen a base de gritos y agitar de fustas abrirse camino para entregar rápidamente sus mensajes. Ellos se ven obligados a avanzar despacio. Laisel y los sirvientes forman dos hileras junto a la calesa, tratando de mantener alejadas las manos que se extienden para pedir una dádiva de sus opulentos ocupantes.
Paran junto al puerto fluvial. Un círculo de lanceros custodia la pasarela que permite embarcar en la plecha de Galikasis. Visten jubones rojos y blancos, a grandes franjas, y lucen la enseña de la Compañía Argéntea. El pentapotamense tiene dinero de sobra para armar su propio ejército, pero ningún caballero que se precie combatiría para alguien como él. Sin embargo cualquiera de ellos parecía haber visto más combate que los caballeros de las puertas; nunca habrían justado en un torneo, pero todos ellos tienen cicatrices de batallas pasadas y la mirada de quien ha arrebatado muchas vidas.
Las flores que cubren el costado y la amura ocultan a los ocupantes del barco jardín. Laisel lo recorre de proa a popa con la mirada. Lirios del Valle de Agrán y crisantemos de sangre de la Boca cubren la zona noble donde se oye la potente voz del comerciante, no entiende nada pero parece estar tratando algo con otro hombre. Ciclámenes, narcisos y camelias cubren las zonas más comunes. “Skilhas don Neron” lee en letras de oro al llegar al final, está escrito con letra erriana pero no entiende nada.
-Namiir, maëlli-saluda Galikasis Orfos cuando los suben a bordo.
Laisel agacha levemente la cabeza en respuesta, no entiende más que tres o cuatro palabras de la lengua de los elfos, o de una de ellas. A saber. Pero entiende un saludo en casi cualquier lengua. Lawren comienza a hablar en lo que parece ser el mismo idioma pero enseguida es más que evidente que el comerciante no entiende mucho más maiir que ella misma.
Arianne comienza a hablar en un mercante limpio y suave rápidamente, tapando con sus formas corteses las muecas de desagrado de su esposo al darse cuenta de que ha estado hablando a la nada. Es una comerciante nata, no cabe duda. Laisel tampoco entiende casi nada del idioma de las Ligas, pero la cara del orondo Galikasis muestra una sonrisa donde antes mostraba una incipiente ira por el desprecio de Lawren. “El elfo es un tejedor excelente, no cabe duda” -acaricia el fino bordado de los guantes de lana fina que le regaló años atrás y aún lucen como nuevos- “, pero no vendería una sola pieza si no fuera por ella”. La conversación parece encauzarse y comienzan a aflorar las risas y los brindis.
-¿Tú sabes quién es? -la voz suena a su lado, no lo ha oído llegar.
Laisel mira al hombre. Quizá algo mayor que ella, rostro agradable y barba cuidada. Viste bien, ropa de lana y fieltro, sin mucho ornamento pero de buena factura y de su talla. Salta a la vista que no es parte de la corte del mercader. Carece de las ostentosas joyas y los brocados de hilo de oro que llevan todos sus sirvientes. Joder, si hasta los pertigueros de la plecha visten de seda y fina sarga entramada. No lo había visto antes, es como si hubiese brotado a su lado mientras no miraba. Algo en su mirada la desconcierta, pero parece el único al que entiende hablar.
-Luzio -se presenta tendiendo una mano en respuesta ante la cara de perplejidad de la imperial.
-Laisel -le estrecha la mano, su apretón es firme-. ¿Saber quién es quién?
-Ese tal Frosnat Gerbatore.
Laisel presta atención. El nombre sale a colación con frecuencia en la conversación entre Galikasis Orfos y los elfos, lo distingue entre su galimatías extranjero. El tal Luzio se encoje de hombros. Lawren está enseñando unas muestras de tejidos, todo atisbo de desprecio ha desaparecido de su voz mientras parece explicar cada tela. Le apasiona su labor.
-No tengo ni idea de quién es.
-Al parecer es socio de Orfos, es el que habló de ese elfo en primer lugar. Supuse que lo conoceríais. Le debo un par de favores -hace una leve pausa-, aunque a decir verdad tampoco yo lo conozco en persona.
-¿Un par de favores? -Laisel teme la respuesta. No parece un mercader, un guardia ni un sirviente. Los “favores” de los burgueses rara vez se alejan mucho del latrocinio, el asesinato o el sabotaje.
-Escucha al elfo -esquiva con una sonrisa, antes de caer en la cuenta de que Laisel no lo entiende-, al parecer voy a pagarlos pronto. Frosnat me ha ofrecido como parte del trato para que os ayude con algo, aunque son bastante crípticos.
El camino de vuelta al campamento es muy diferente al de ida. Galikasis les ha prestado la calesa y un conductor, pero el resto de sirvientes zarparon con la plecha para abandonar la ciudad por el río. Luzio Ortze, el turnaldún que había servido como traductor para Laisel los había acompañado hasta la Plaza del Duque de Altamadera. La imperial no puede quejarse, al menos el viaje de vuelta lo hace sentada en un mullido cojín de terciopelo, acunada con el suave traqueteo del vehículo.
-Es una oportunidad increíble -dice Arianne mientras mira distraída las banderas del campamento ante las puertas-, deberíamos aceptar.
“Ya han aceptado” -piensa Laisel.
-Es una gran ciudad y un buen negocio -se fuerza a decir al final-. Además Asima tiene una elfería preciosa junto a su muralla sur.
Lawren asiente complacido y musita algo en élfico que saca una sonrisa dulce a Arianne. Laisel rememora, ¿cuántos años han pasado? Casi once años atrás, cuando Laisel apenas llevaba un par de meses con la compañía, Timbo había ayudado a Arianne a dar a luz. Dos elfos asustados, empapados y cubiertos de barro del camino. Once años. Laisel había cambiado mucho en esos once años pero mirando a Lawren y a Arianne parecería que todo había sucedido apenas un par de días atrás. Hasta ese monstruito chillón que trajeron al mundo sigue pareciendo un recién nacido.
Siente una leve punzada en el pecho. ¿Han significado estos años algo para los elfos? Apenas un parpadeo para ellos. Pero las tiendas son mejores que cuando llegaron, nadie viste ya harapos. Lawren ha combatido con bravura a su lado innumerables veces, con el sutil estilo ancestral de su antigua raza, cuando su pelo y sus ojos se volvían negros y brillantes como el ébano aceitado. No puede no haber significado nada. Pero la oportunidad de volver a tener un taller propio, tantos años después no pueden dejarla pasar. Laisel conoce su historia. Lawren merece esa oportunidad.
-Os deseo lo mejor, maëlli.
(continúa...)
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Ezoitz
(...continúa)
No ha pasado aún la quinta guardia y hace un frío insoportable. Todo el mundo habla del frío invierno en las montañas, pero allí arriba saben dónde construir los pueblos, donde guarecerse de los vientos, dónde aprovechar las corrientes naturales. Asima se alza entorno a los restos de una primitiva fortaleza, el enclave fue elegido por su valor estratégico, no por su comodidad. Desde el mismo momento en que anocheció la humedad del río comenzó a invadir el barrio. Si la ciudad entera sufre el frío del invierno en sus casas de piedra y madera encalada con humeantes chimeneas, en El Nido el mismo invierno se sienta a la mesa; eso en las casas que tengan mesa.
El Nido. Oficialmente Barrio de San Iramel, por la parroquia homónima de la Iglesia de los Santos. Todo el mundo se refiere a ello como un nido de pulgas, un nido de ratas, un nido de palomas; al final el apelativo venció al nombre y para todos es el Nido. El barrio más pobre de Asima, al sur del río de la Miel, al oeste del Carna, más allá del Muelle de San Iramel que ya es, con diferencia, la parte más pobre del puerto fluvial, donde los carboneros descargan y los pescaderos venden restos de tres días atrás. La parroquia se alza con su entrada florida y su camposanto separando el barrio del Muelle del Nido en sí.
Más allá de la parroquia y hasta alcanzar el muro, las casas en las que la piedra forma parte de la construcción pueden contarse con los dedos de las manos, y sobrarían dedos para contar todas las que tienen tejados de pizarra. Aquí la madera y el adobe presiden las calles y los suelos de tierra prensada los interiores. Poca gente tiene con qué calentar la casa y no es raro que los pocos que lo tienen acaben quemando el techo. La mayoría comen en puestos callejeros, braseros de hierro con un toldo de tela en el que se hacen guisos de carne. Una forma elegante de no explicar qué animal ha entrado en la olla pero que a nadie engaña. Los más afortunados comen en las sucias tascas de cerca de la muralla, donde al menos la carne es de paloma.
Ezoitz se asoma desde el tejado. Al otro lado de la calle hay una de esas tascas. Una calabaza toscamente tallada en madera y pintada de rojo cuelga sobre la puerta. No hay ningún letrero escrito, ¿para qué?. “Probablemente nadie que sepa leer va a venir a este lugar” -piensa mientras se envuelve en la larga capa que le ha prestado León. No tarda en comprobar que se equivoca. No es demasiado listo, pero leer sí sabe. Jeffrey Shelby camina al frente de la comitiva, tras él y llevando los caballos por el ramal caminan Kara, Zahir y Kaishun. Ezoitz siente un escalofrío y se envuelve aún más en la manta a pesar de saber que no es por el frío.
La mujer dijo que sería en la sexta guardia. Aún falta, pero no puede ser casualidad que sus compañeros aparezcan. “¿Y si lo es?” -piensa de repente, preocupada- “¿Y si es casualidad que estén aquí y dan al traste con todo?” Valora sus opciones mientras ve como Zahir se queda custodiando los caballos en la desvencijada caballeriza junto a la taberna. El djebel mira hacia ella. Mientras se deja caer tras el borde del tejado para ocultarse descarta la opción de bajar a avisarles. De todos modos lo más probable es que Chielde se vaya a reunir con ellos. La mujer dijo que se reuniría a la sexta guardia.
La mujer, el contacto de Isto, Ezoitz rememora. “Estoy aquí por la fortuna” había dicho Isto en la forja de Fuegoscuro; en ese instante todo había cambiado. La receptiva turnalduna había notado un enfriamiento en el ambiente, el maestro herrero había llevado la mano hacia el martillo, presto a abrirles el cráneo a los dos si era necesario. Y podría haberlo sido de no haber dado la contraseña correcta a su seña. Nunca ha dudado de Isto pero en ese momento sintió miedo. Luego subieron al piso superior y allí estaba ella. Mordisqueando un racimo de uvas y tomando vino blanco de Benamita. Tenía el pelo oscuro y corto, dejando al descubierto una cara bella y tranquila. Ezoitz no hubiese sabido decir qué edad tenía. Era una de esas caras lisas y suaves propias de una doncella, con una expresión serena que sólo se ve en la gente de más edad y unos ojos que aparentaban haber viso más de cincuenta inviernos.
La fortuna debía ser ella, o quizá era parte de la clave para que les dejasen subir a verla. Se había presentado como Dorota, con un marcado acento anbarano que había perdido poco después para hablar un perfecto imperial sin acento. Todo en ella parecía grácil y hermoso, también falso. El nombre seguramente era tan falso como todo lo demás. Claro que Isto y ella se habían presentado como Toman y Mila.
Isto y la mujer habían hablado largo y tendido sobre un tal Chielde, al parecer el sedente que había desaparecido de Alcoba del Monje. Pero nada de lo que decían encajaba. El tal Derri Chielde había destripado a una muchacha pasaní después de que todo su grupo de salteadores de caminos la violase tras asesinar a sus padres y arrasar con todo lo que había en su granja. Había empleado su propia sangre para ungirla y perdonarla para, según palabras textuales de Isto “librarla de la carga de un bastardo”. Al parecer ese mismo cabrón se hacía pasar ahora por un sedente de la Unción y el Trono y ni siquiera se había tomado la molestia de cambiar de nombre.
Otro escalofrío devuelve a Ezoitz a la realidad. El amargo sabor de la conversación con Dorota no desaparece como no desapareció con el vino. Un tipo gordísimo y con pinta estar a punto de perder el hígado encabeza una segunda comitiva. También llegan pronto. Tras él un hombre achaparrado, no mucho más alto que un enano y con un torso propio de tal raza, no trata de ocultar el hacha que porta. “Está a más de dos horas del montón de leña más cercano” -piensa- “ese hacha es sólo un arma. Un arma y una declaración de intenciones”. Tras él un hombre alto, de unos cuarenta años, con el pelo rubio pajizo y fino en el que aún se ve la marca de la tonsura propia de los sedentes. Debe ser él.
Nada más entrar en la tasca, una pequeña multitud sale de ella. Parece que conocen al sedente o a alguno de sus acompañantes y prefieren dejar intimidad para su reunión. La mente de Ezoitz vuelve sobre Kaishun. “Me pregunto si ese bastardo también tendrá el favor de los dioses, como el nauta” -piensa con un nuevo escalofrío. Los caminos de los dioses -del único dios según León- son inescrutables y hasta donde Ezoitz conoce, los dioses tienen muy poco interés en los asuntos morales. ¿Cómo si no un dios permitiría que bestias disfrazadas de humanos violasen a una muchacha que no había visto las quince primaveras?
La reunión termina pronto. Chielde y sus hombres salen de la taberna y se dirigen hacia el este. Poco después Kaishun, Kara y Jeff se reúnen con Zahir y cabalgan de nuevo hacia la Plaza de la Miel. Ezoitz abre su capa y la echa sobre el hombro para liberar su piernas y tener más movilidad y se descuelga con cuidado por el borde del tejado.
“¿En qué momento decidí vigilar desde un tejado? Yo no soy Ben” -sonríe al pensar en el muchacho. El chico parece trepar por paredes y árboles con mayor facilidad de con la que mucha gente camina. Pero ella no. Si va a empezar a trabajar con Harmat como el hamassi parece pretender, debería aprender a trepar tan bien como Ben.
Cuando alcanza el suelo echa a caminar hacia el puerto. La capa oscura no tiene ornamentos, puede pasar desapercibida en el Nido y, recogiéndola sobre un hombro y dejando a la vista sus ropas puede parecer que nunca ha estado allí. Ve a Chielde y a sus hombres poco después. Caminan como si la calle fuese suya y de tanto en tanto algún mendigo les pide comida o dinero, alguna madre acerca a su bebé para que sea ungido o algún enfermo implora una oración por su salud. El sedente dona, bendice y ora en todas las ocasiones, dejando tras de sí gente contenta y almas sanadas. “¿No estarán equivocándose de hombre?”
Ezoitz pasa a su lado, lo escucha, camina junto a un grupo que le sigue. No se ha fijado en ella. Los hombres y mujeres que la rodean son los olvidados de la ciudad, pobres entre los pobres, los que mendigan en el Nido. Entre ellos el sedente Chielde es un salvador, es el guía espiritual de los que no tienen nada. Consigue comida para los hambrientos y, según dicen ha llegado a emplear el poder de dios para curar a un ciego. Ezoitz duda mucho que cuente con ese don, pero ¿qué más da si la gente lo cree?
Su labor es observar, aprender y volver para informar. Lo que observa es que el sedente tiene poder, quizá no el tipo de poder que uno esperaría de un hombre de fe pero tiene poder. Cuando llegan a la parroquia de San Iramel, más de sesenta personas siguen a Derri Chielde. Entre la masa está el que parece un enano. Visto más de cerca lo parece aún más, con una poblada barba entrecana y unas cejas hirsutas. También hay una mujer, de piel negra y con una marca de fuego en la mejilla derecha, probablemente una liberta, que forma parte de su círculo más cercano. Porta una lanza larga con punta de acero y controla a la multitud junto con el que parece un enano y un muchacho no mucho mayor que Ezoitz con mirada felina bajo su ancha capucha y ropajes oscuros.
En el patio florido de la parroquia Chielde se sube al borde de la fuente y pide silencio. Sus tres ayudantes trazan un pequeño perímetro ante él. Los desposeídos comienzan a arrodillarse o sentarse en el suelo mientras el sedente ora por todos ellos. Cuando se hace el silencio, comienza a predicar. No es un sermón de la Unción y el Trono, Ezoitz los conoce, ni parece tampoco ser de la Iglesia de los Santos, con perpetuas referencias a las vidas de los elegidos. Chielde escoge con cuidado sus palabras para llegar a su audiencia.
Arrodillada entre ellos escucha con atención. El sermón versa sobre el desigual reparto de la riqueza, sobre la ostentación de los nobles que vienen para el Torneo de la Reina, sobre el frío en las casas del Nido. Pero en sus palabras subyace algo más. Lo entiende cuando ruega por la donación para los que menos tienen. Los mismos desheredados que lo acompañan se levantan para donar. Ezoitz afila su vista y trata de fijarse. Los menos donan monedas, es mucho más habitual ver joyas, broches para capas con incrustaciones, algunos ropajes de buena factura… uno de ellos tiene manchas de sangre.
Trata de no parecer asustada cuando la liberta se planta ante ella con un cesto. Aparta la cara, sin mirarla a los ojos. No tiene nada que pueda donar. La recia mujer le coge la mandíbula con la mano y la obliga a mirarla a los ojos. El frío recorre la espalda de Ezoitz. Sostiene su mirada mientras trata de parecer tranquila. Consigue controlarse y finalmente libera su cara con una expresión más de tristeza que de miedo, incluso una lágrima corre por su mejilla. La mujer negra relaja su expresión y, tras soltarle la mandíbula, le entrega una moneda de plata y continúa recorriendo las filas de fieles.
Ezoitz juguetea con la moneda bajo los pliegues de la capa mientras camina junto al río. Las plechas ajardinadas están amarradas por toda la margen oriental durante la noche. No frena ante las insinuaciones de muchos de los marineros. Guarda la moneda tras su cinturón y desliza la mano hasta la empuñadura del puñal. Harmat se lo entregó para que pudiera defenderse. No es una guerrera, nunca lo ha sido, pero el puñal parece tan afilado como para poder atravesar un torso humano sin apenas hacer fuerza.
Acompañada por el frío y el miedo, Ezoitz alcanza el portalón con la estatua del herrero. Un farol de aceite luce sobre la puerta cerrada. Un relámpago interior la impulsa contra la pared, amparada por las sombras de la estatua. Ve pasar a una pareja de guardias sin siquiera entender por qué se ha escondido. El Barrio del Acero es rico y la ciudad está abarrotada de pillos que esperan sacar su tajada del torneo, es de esperar que los capas amarillas patrullen por ahí. Ella no tiene nada que esconder, aún así es difícil librarse de los comportamientos aprendidos. Permanece en la sombra hasta que los soldados se alejan y llama a la puerta.
Un muchacho de no más de trece o catorce años, vestido con un camisón demasiado largo para su altura y un peto de cuero le franquea el paso. Huele a hierro y está salpicado de manchas de agua y aceite del temple. La forja no para durante la noche, el torneo es lucrativo para todos. El muchacho no habla así que ella tampoco, sube las escaleras sin que nadie la detenga para ir a la habitación donde se había despedido de Isto y Dorota. El contable dormita recostado en una silla cerca de la chimenea encendida. El resto de la habitación está en penumbra; su anfitriona está sentada a la mesa ante los restos de una cena lujosa, apurando una copa de vino de cristal tan trasparente como el agua de un arroyo.
-¿Viste a nuestro viejo amigo? -pregunta en voz baja, respetando el sueño de Isto.
Ezoitz asiente con la cabeza manteniendo su cara totalmente inexpresiva. La amiga de Isto parece notar algo aún así. Sonríe levemente con un solo lado de la boca en una mueca que lejos de retorcer su rostro parece acrecentar su serena belleza. Una mueca ensayadísima, a ojos de Ezoitz.
-¿El curioso grupo con el que se reunió eran tus compañeros?
-Tengo la sensación de que ya lo sabes -responde la turnalduna algo modesta-. ¿Para qué me mandasteis a espiar?
-No ibas a espiar. Necesitabas verlo, entender el poder que tiene aquí -aclara suavizando su expresión hasta convertirla en una cara afable. Hace un gesto con la cabeza hacia Isto-. Él debe ser frío, no puede dejar que las emociones le dominen.
-¿Qué es lo que pretendéis? -pregunta finalmente Ezoitz, cansada.
-El viejo Isto merece una venganza. Y ese cerdo de Derri Chielde -hace una leve pausa- merece morir.
-Harmat…
-No -corta su interlocutora antes de que pueda continuar-. Harmat Ruharamashuf lo haría morir sin ruido, sin escapatoria.
-Tiene que ser público -la voz de Isto es pastosa, como si se acabase de despertar. Ezoitz no sabe cuánto ha escuchado-. Debe confesar, que la gente lo vea como el monstruo que es. Si apareciese muerto sin más no traería más que problemas. ¿No has aprendido nada?
Ezoitz agacha la cabeza, no está acostumbrada a que el viejo contable sea tan brusco, no con ella. Dorota se levanta y rodea la mesa, sentándose junto a ella y ofreciéndole una silla. Apoya una mano grácil y de largos dedos sobre su muslo y se inclina algo hacia ella.
-Piensa, has visto a Chielde, has visto a sus fieles. El Nido entero arderá si muere. Los capas amarillas responderán con todo el celo que requiere mantener limpio el Torneo de la Reina.
-Derri Chielde está buscado en Wend y en Pfain, o debería estarlo -interviene Isto, su voz se ha relajado.
Ezoitz sonríe, algo ha hecho conexión en su cabeza. Se siente algo estúpida por no haberlo sabido ver antes. Ella, la lista, la que entiende las intenciones de las personas, la que ha hecho de los secretos, la manipulación y el control emocional su forma de vida. Ella ha pasado por alto las intenciones de Isto y Dorota.
“El viejo Isto merece una venganza”. No el viejo Toman. Sabe quién es, conoce a Harmat, sabe quién soy yo. No es un contacto desconocido, Isto ha trabajado con ella en el pasado. Quizá mucho más. “¿Quién diablos era esa Floria Nemescu?”. Es lo único que le falta por entender. Algo debió activarse en el cerebro del viejo cuando oyó hablar de la Brawentcompine en el pueblo. “Está buscado en Wend”. No es casualidad que Dorota o como sea que se llame en realidad estuviese aquí, Isto no ha enviado ningún mensaje antes de ir a la ciudad, sabía dónde encontrarla. Tenían algo planeado desde hace tiempo y la Compañía Valiente ha sido un impedimento, de ahí las prisas.
El sol se filtra entre las gruesas cortinas de fieltro cuando Ezoitz despierta a la mañana siguiente. Isto está desayunando. Siempre duerme poco. No hay nadie más en la habitación. Se levanta y se estira, aún lleva al ropa de la noche anterior y la capa de León. La espalda le cruje como peaje por haber dormido en un sillón ante la lumbre. Aún le invade la placentera sensación de la victoria intelectual. Anoche había conseguido demostrar ante Isto y su anfitriona que había conseguido entender sus planes. No es tan osada como para suponer que lo comprende por completo, pero la paternal sonrisa con la que Isto le ofrece desayunar refuerza su bienestar.
-Debes volver al campamento. León ya está allí según creo. Pasó a despedirse antes de que llegases anoche pero no tuve ocasión de decírtelo -sirve una cerveza espesa y aromática en el vaso de Ezoitz-. Además necesitamos saber qué hablaron con el sedente nuestros amigos.
-¿No vuelves tú?
-No, yo tengo aún asuntos que tratar con la fortuna y unos amigos suyos.
La conversación banal que acompaña las truchas asadas y los panes dulces con mantequilla del desayuno se corta bruscamente cuando Isto se levanta y se despide. Parece tener prisa por salir de allí. Ezoitz se va poco después, nadie la interrumpe en su bajada por las escaleras, nadie la detiene al salir. La calle está cuajada de gente. Muchachas y muchachos de la edad de Ben recorren los adoquines empujando y tirando de carros cargados con pasteles, mejillones, almejas, encurtidos y quesos mientras pregonan sus mercancías. Ezoitz saca de su cinturón la moneda de plata que le había dado la fibrosa liberta que acompañaba a Chielde. Es un centavo del imperio desgastado por el tiempo y las manos. Se lo lanza a un muchacho que empuja un carro lleno de marisco hervido en cucuruchos de algas de río.
Es hora de volver hacia el campamento. Seguramente se estarán preguntando dónde han pasado la noche Isto y ella. Poco después de salir de la ciudad por la puerta de las campanas consigue que le cedan un sitio en la parte trasera de un carro que lleva pescado hacia Alcoba del Monje. El olor es fuerte pero es mejor que caminar.
“Qué es eso” -algo se dispara en la parte más primaria de su cerebro, un miedo
-Hay algo ahí -dice con su sonora voz y su pobre pronunciación el carretero.
Ezoitz se apoya en un barril de bacalao en salazón y mira por encima del pescante del carro. Una multitud se agolpa ante la taberna que da nombre a Alcoba del Monje. Gritan y alzan palos y herramientas, pero no consigue entender las palabras. El carretero parece preocupado, la taberna era probablemente el destino de su mercancía.
(continúa...)
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Frosnat
(...continúa)
-Lo mejor sería -comenta mientras mordisquea una perdiz fría con mantequilla y orejones- hacer que esos rubitos volvieran al norte.
Galikasis Orfos se limpia la grasa de la boca con el dorso de la mano y ésta en uno de los lujosos cojines de terciopelo verde que abundan en su litera. Hace mucho años que Galikasis está demasiado gordo para cabalgar. Frosnat hace memoria. Cuando lo conoció, el pentapotamense viajaba a lomos de un palafrén de Marinat dorado con las crines negras que nada tenía que envidiar a muchos destreros de combate. Ahora viaja en una litera más grande que las casas de muchos campesinos, suspendida con correas de cuero decorado de seis caballos de tiro. Y si no más grande, sí mucho más rica, alfombra de Jaenis en el suelo, cortinas de seda del Hama y cómodos cojines de plumón de ganso tapizados en terciopelo verde y rojo con hilo de oro.
El propio Galikasis parece mimetizarse entre sus almohadas. Gordo y blando, con carnes rosadas y temblorosas. Vestido con un gran caftán de seda púrpura con remates ornamentales tan anchos y dorados que prácticamente hacen desaparecer la tela y con la larga cabellera y la cuidada perilla de chivo teñidas al estilo de la moda de las baronías de un amarillo brillante que imita el oro. Una fuente de oro batido entre ambos contiene los restos de un guiso frío de perdiz con frutas secas y salsa espesa de mantequilla. Una delicia, pero si Galikasis ha comido cuatro en el trayecto, Frosnat apenas ha mordisqueado un muslo de una de ellas. Aún así ha suficientes como para alimentar a un pueblo pequeño.
-Han llegado unos artesanos del arthali, los he visto en un campamento precario a las afueras de ese pueblucho.
El campamento es grande y organizado, y Alcoba del Monje, el pueblo, si bien pequeño es bastante rico y aprovecha su situación a apenas dos horas de las puertas de Asima. Pero Frosnat Gerbatore es, ante todo, un comerciante y para un comerciante en su posición, agradar a alguien de la talla de Galikasis Orfos es un buen negocio. Para Galikasis, que no pisa fuera de una gran ciudad más que para visitar sus inversiones, para el que Eunero es un pueblo y Cania una ciudad pequeña, cualquier pueblo es un “pueblucho”. ¿Cómo referir entonces un simple campamento? Frosnat empieza a temer que incluso catalogándolo de precario se haya quedado corto.
-La trama de los elfos -murmura con una grasienta sonrisa que revela dos dientes enjoyados mientras se acaricia su fajín de arthali rojo-. ¿Son todos maires?
-No, son buenas gentes, sólo hay dos elfos que son los encargados del arthali pero incluso vi a un hombre ayudando con los tintes.
“Buenas gentes”, la forma correcta de decir humanos ante un racista de campeonato. Frosnat no se deja engañar por los elfismos con los que el orondo comerciante sazona sus frases. Hay un largo trecho entre emplear sus palabras y respetar a sus gentes. Pero Galikasis respeta el dinero y el arthali siempre trae dinero. Sólo tiene que seguir hablando para que el mercader muerda el anzuelo.
La litera se detiene suavemente y uno de los criados de Galikasis descorre una de las cortinas. Es uno de esos raros eunucos de las Éstias tan de moda como criados no sólo en la Pentapótide sino también en las Ligas. El olor a pescado invade rápidamente el habitáculo junto con los gritos que pregonan su frescura, cantidad y calidad. El río suena tras ellos, el Carna es ancho y caudaloso, con un fluir lento cuando el río de la Miel se une a él. Allí se alza el puerto fluvial de Asima, ruidoso y vivo. Gabarras enormes traen carbón o piedra por la Miel desde el Turnal. Barcas estrechas traen el pescado por el Carna desde el puerto de Carnala y desde las montañas el mismo río trae los frutos del comercio de Huena. El puerto de Asima tiene muy poco que envidiar a los puertos marítimos. Marineros de diversas naciones se cruzan en su tablas, se emborrachan en sus tabernas y copulan en sus burdeles. También la sangre de distintas naciones ha pintado en uno u otro momento muchos de los callejones durante las noches.
Frosnat asoma la cabeza antes de poner un pie en tierra. Hace poco que ha pasado el medio día y el puerto está bastante tranquilo, las tripulaciones y los mercaderes paran su bullicio para comer y sólo unos pocos continúan con su labor. Mucho mejor esto que la noche llena de jaques y matasietes sólo interesados en demostrar su soltura con el acero. El barco de Galikasis está ante él, amarrado, una plecha larga y esbelta con un castillete en la proa en el que un criado alimenta una estufa y bellos maceteros con flores de todos los colores a todo su largo. La popa alberga una pequeña cocina abierta al exterior en la que están asando pescado. Al parecer el orondo pentapotamense nunca acaba de comer. Ni de beber.
El eunuco ayuda a Galikasis a bajar de la litera, casi sepultándolo bajo sus blandas carnes hasta que sus dos pies quedan firmemente asentados en los tablones del suelo. Es fascinante ver cómo toda la operación se desarrolla sin que el mercader derrame una sola gota del vino de Bento que llena su copa de plata. Tras recoger su ornamentado bastón, Galikasis acompaña a Frosnat hasta el barco. La pasarela cruje al subir, pero ninguno de los criados parece preocupado, por lo que Frosnat continúa y sin esperar una invitación camina hasta el castillete y se acomoda cerca de la estufa, en un gran cojín blando de estilo almuzalif.
-¿Y qué ganas tú con todo esto? -pregunta finalmente Galikasis, parece que las dos horas de conversación en la litera han conseguido atraer su atención.
-¿Yo? -esboza la mejor de sus sonrisas- Yo no gano nada esta vez, amigo. Has sido muy generoso conmigo en el pasado y estoy seguro de que lo serás en el futuro.
Galikasis alza su copa y ambos brindan.
-Quizá sería mejor que le comprase el telar. ¡Qué infiernos! Le podría comprar seis telares con lo que tengo encima. Podría contratar a unos cuantos orejudos -y ahí sale el racismo- y quedarnos con el mercado de arthali en Asima. ¡Qué infiernos!¡En todo el reino! Porque ese tal Vendove es un maestro, ¿no?
-Y de los mejores -confirma Frosnat-. Tenía un taller en Bressen… cuando en el Imperio aún tenían buen gusto.
Ambos ríen con sonoras carcajadas mientras el barco inicia su travesía recreativa por el Carna.
-No voy a decirte cómo llevar tus negocios, pero yo trataría de comprar y olvidar. Tampoco creo que sea el mejor momento para invertir en el proceso de tejerlo.
Galikasis enarca una ceja. Frosnat conoce esa expresión, lleva años tratando con él. Ha picado, se ha tragado el anzuelo entero. Sólo necesita tirar.
-Invertir en él una buena cantidad, recoger los frutos y llevártelos al califato antes de que cierren todas las vías de comercio. Serías el único con arthali maiir allí abajo.
-Tengo muchos negocios abiertos aquí, he comprado colmenares en La Hondonada, tengo la mina de plata, el comercio de flores…
-Esto es dinero de verdad, amigo, y tus negocios seguirán aquí cuando vuelvas -hace una breve pausa- tienes criados que los pueden mantener en funcionamiento.
Galikasis apura su copa de vino con la vista fija en Frosnat. El ligueño reposa lánguidamente en los cojines, mirando hacia fuera del río que, a su paso por La Seda, trascurre encajonado en un canal de piedra sobre el que las casas parecen colgar. Desde que salieron del túnel del Palacio de la Seda, las cantoneras y busconas de baja ralea han estado mirándolos desde las esquinas. Finalmente una meretriz con el pecho desnudo, asomada desde una ventana grita el nombre de Galikasis. Frosnat sonríe. Ya es oficial, ya le han visto con él. El rumor comenzará a correr.
-Deberías hacerte cargo tú, querido amigo -está diciendo el pentapotamense mientras la ramera grita-. Y no me vengas con remilgos, sé que es lo que estás insinuando.
-Imposible, imposible -responde Frosnat con afectación-. Tengo que partir de inmediato hacia Bento. Con el levantamiento mis viñedos corren peligro.
La mención a los viñedos hace que Galikasis recuerde que ha vaciado su copa con un gesto de la mano hace que un criado la rellene. Frosnat alza su copa para que sea rellenada también.
-No puedo encargarme de todo. Y que los oscuros me lleven si dejo que alguno de estos inútiles tome mis negocios -habla de sus criados sin ningún reparo, inmune a cualquier sentimiento que puedan albergar-. Tienes que ayudarme Frosnat, eres el único con algo de cerebro en esta apestosa ciudad.
-Pero mis viñedos…
-Hay doce mil mercenarios aquí, te pagaré mil de ellos si quieres -Galikasis se incorpora levemente, tanto como le permite su panza, y golpea enérgicamente la mesa de caoba que los separa-. ¡Te pagaré dos mil, qué infiernos! Que se encarguen ellos de que no te pisoteen las viñas.
-Te lo agradezco de corazón, amigo, pero tengo mis propios mercenarios.
Galikasis alza las cejas en expresión de sorpresa.
-¿Quiere decir eso que te harás cargo de mis negocios mientras voy a ver al elfo y cierro ese gran trato?
Frosnat bebe un sorbo de su copa y coge una de las aceitunas que han rodado por la mesa ante los golpes de su interlocutor. Galikasis le está mirando, esperando una respuesta. Se recrea cogiendo también un panecillo untado de mantequilla y un trozo de queso.
-¿Quieres que me encargue de algo? -pregunta finalmente Frosnat- Hagamos algo grande, montemos ese maldito taller.
-Ya hablaremos de los detalles. Brindemos.
El viaje de vuelta es cómodo y silencioso. Galikasis se ha quedado en La Seda. Puede ser uno de los mayores inversores de todo el barrio de los lupanares. El pentapotamense quería celebrar el trato y a Frosnat le ha costado muchas negativas y casi más buenos deseos que le dejase volver en la barca. El trato en sí es beneficioso para ambos. Frosnat no tiene que hacer nada, sólo hablar con el elfo que ha llegado a Alcoba del Monje y convencerlo de que teja algo de arthali, ni siquiera mucho, quizá ni siquiera arthali. En realidad Frosnat sólo necesita tener algo de manufactura élfica para convencer a Galikasis de que va en serio. Por su parte el orondo mercader se encargará de los costos y las inversiones necesarias para montar un taller en la ciudad que el propio Frosnat dirigirá. Ambos se repartirán los beneficios.
El ligueño alza su copa hacia el aplastado cojín almuzalif en el que Galikasis se había sentado.
-Por tu abultada bolsa y tus aduladores conocidos -brinda hacia el vacío-, “amigo”.
(continúa...)
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Ezoitz
(...continúa)
“La doncella osa”. El nombre es horrible, le sonaba bien años atrás pero es horrible. ¿Qué implica que sea doncella una osa? Casi no quiere imaginarlo. O peor aún, ¿qué implica que una doncella sea osa?. ¿Realmente había sido tan brusca, tan hostil en niñez para recibir ese apodo? Fuera como fuese, daba igual. Ya no era una osa, se había cuidado mucho de ello, la encantadora y sonriente Ezoitz. Siempre con una palabra amable, siempre ayudando, siempre tratando de evitar que otros se pregunten qué hay detrás de esa fachada. Tampoco era ya doncella.
Ezoitz sonríe en respuesta a Ben, el muchacho debía de estarle contando algo importante mientras ella estaba perdida en sus pensamientos.
-La Doncella Osa -anuncia la joven haciendo un gesto con la mano ante el niño-, el Puente del Traidor, ¿lo ves allí? Es la frontera del Turnal.
Ben observa con atención. El camino de las montañas cruza el Arroyo de la Miel antes de unirse a la Vía Imperial por un pequeño puente de un solo ojo tan antiguo como el propio río. Al otro lado, en la gran planicie fluvial, un edificio enorme se yergue sobre el camino. La Doncella Osa, posada del camino, en una posición privilegiada, es de parada casi obligada para todos los viajeros del Caissai y de Wend que buscan llegar a Asima o embarcarse desde Carnala. A partes iguales un lugar tan limpio como el que más para dormir, cálido salón en el que disfrutar de sabrosas viandas y burdel casi por completo libre de enfermedades.
“Media vida me han llamado con el nombre de un burdel de camino” -piensa Ezoitz- “, media vida sin haber puesto un pie fuera del Turnal”. La posada se alza allí, como testigo de todo lo que Ezoitz ha dejado atrás. No siente ningún apego a todo aquello. Se promete que esta vez ese lugar no le hará sentir nada.
-...pero yo voy a dormir en la común -está diciendo Ben, otra vez estaba perdida en sus pensamientos-, allí es donde suceden las aventuras.
Ezoitz vuelve a dedicar la mejor de sus sonrisas al muchacho. Ben crece a ojos vistas, casi cada día. Hace poco más de seis o siete meses que ella entró a formar parte del grupo, casi desde el principio se encontró con el niño pegado a sus piernas y ese niño ha debido de crecer ya unas tres pulgadas. Pero sigue siendo Ben, sigue siendo ese niño que la busca para enseñarle los insectos capturados o que se esconde en su tienda después de hacer alguna trastada. La sonrisa impostada deja lugar a una mucho más real.
De cerca, La Doncella Osa es aún más imponente, la planta baja de sillería de calidad, construida con granito turnaldún aloja la sala comunal de la posada y una docena de pequeñas salas reservadas para los viajeros más distinguidos, también una gran cocina casi propia de un castillo, unos baños y unas caballerizas con espacio para dos docenas de bestias. Sobre ella dos pisos de madera enfoscada en cal, bien mantenidos y con aspecto de nuevos, con ventanales con cristales de colores y vigas vistas talladas en los troncos de cipreses vigías. Su soberbia altura está coronada con un tejado a cuatro aguas, inclinado al estilo del Turnal y cubierto en pizarra roja de Bressen. A pesar de que la arquitectura sigue el estilo turnaldún, Ezoitz es consciente de que ni los alcaldes de los pueblos más grandes de su tierra tienen edificios de tal calidad.
Nota en la baja espalda la mano de León, no lo ha oído acercarse. Ben corretea de un lado a otro desde ella hasta Quilian, desde Quilian hasta ella riendo y comentando con infantil sorpresa cada detalle del edificio. León sonríe ante la mirada de Ezoitz y se acerca a ella rodeando su cintura con el brazo izquierdo.
-Qué ganas tengo de dormir bajo techo -susurra el sibilino parduense mesándose el poblado bigote con la mano libre- y sobre un jergón mullido, por añadidura.
-Haz uso de esos baños y quítate la suciedad del camino -sonríe Ezoitz sin mirarlo, inclinando levemente la cabeza hacia su hombro- y quizá decida pasar a ver cómo de mullido es ese jergón.
Antes de que León pueda responder, Bencio llega corriendo hasta ellos de nuevo. Viene a buscarlos, se han quedado rezagados. Con la excepción de los que han decidido quedarse en el pequeño campamento improvisado, todo el grupo está ya allí. Timbo y Lofre rara vez abandonan la sencillez del campamento, no les gusta la gente ni el barullo que suele acompañarla. Sardo tampoco suele dormir en posadas, ese viejo cazarrecompensas parece contar dos veces cada perra de cobre. Para su sorpresa tampoco Lawren ha ido a la posada, a pesar de mandar allí a su apocada mujer y su chillona criaturita.
Liberándose del abrazo de León, Ezoitz corretea y juega con Ben hasta que llegan a la pequeña plaza de tierra ante las caballerizas. Isto está allí negociando con un muchacho que no tendrá más edad que ella pero al que el tiempo y el sol parecen haber tratado mucho peor. El viejo contable regatea para aparcar su recio carro junto a la pared por el precio que costaría aparcarlo a la intemperie. La mirada del muchacho cuando Ezoitz se acerca deja clara una intención que lleva sabiendo interpretar desde que era demasiado joven como para haber tenido que hacerlo. Su cara llena de espinillas y sus dientes ennegrecidos de mascar la hoja de la euforia suponen todo un revulsivo para cualquier interés de Ezoitz pero aún así le dedica una sonrisa que bien podría parecer la promesa de una visita nocturna.
Cuando el muchacho ha vuelto contento al interior de los establos, Isto le dedica una sonrisa paternal y le lanza girando en el aire un león de plata. “Es la mitad de lo que se ha ahorrado” -piensa Ezoitz complacida- “, ese viejo cuervo tiene un ábaco por cerebro”. Juguetea con la moneda entre los dedos mientras entra en la sala comunal y busca con la mirada; la mayoría de sus compañeros están sentados cerca de un extremo de una de las tres grandes mesas corridas. Kara, la enana del grupo, y ese nuevo mercader almuzalif que los acompaña están dando vueltas y molestando a unos y a otros por el salón. Un bardo errante parece ser lo suficientemente vehemente en su intento de atraer la atención como para que nadie repare demasiado tiempo en sus compañeros. La cosa debería estar tranquila, piensa, mejor para ellos.
Mientras trata de identificar algunos de los blasones visibles entre los distintos grupos, Ezoitz dirige hacia donde se encuentra sentado León. Tomisa, la ama del local, está de camino con bebidas. Tomisa la Gorda, recuerda. La primera vez que pasó por allí le había llamado enormemente la atención la gracilidad con la que una persona con un volumen tal que el apelativo “la gorda” se decía en voz tan alta y carente de insulto como un apellido, se movía entre las mesas. Ahora, cinco años después, la circunferencia de Tomisa prácticamente se había doblado pero seguía resultando igual de ágil.
-Un vino caliente y un pedazo de asado, Tomisa, por favor -sonríe Ezoitz mientras deja el león de plata de Isto sobre la bandeja.
La camarera la escudriña durante un instante como si tratase de reconocerla. “Es imposible” -se tranquiliza- “, no tenía más de doce años entonces. No puede ver en mí a aquella niña”. Mirando la moneda, Tomisa deja las bebidas que habían pedido sus compañeros en la mesa y vuelve a centrar la vista en ella. Va a decir algo, levantando la moneda ante su cara; probablemente va a decir que el vino y la carne no valen tanto, pero Ezoitz le cierra con suavidad su mano sobre la moneda y le sonríe asintiendo. No dice nada pero cuando se dirige al medio uro que gira lentamente en el espeto sobre la hoguera ve como selecciona una de las mejores tajadas.
Ezoitz se sienta en el regazo de León, ignorando el hueco que éste acababa de hacerle en el banco junto a él. Quilian está partiendo en trozos una gran hogaza de pan y repartiéndola entre ellos, Laisel coge dos pedazos y comienza a comerse uno de ellos mientras espera la comida, Ezoitz hace un gesto indicando que compartirá el de León. La comida y la bebida comienzan a invadir la mesa, prometiendo un sabroso banquete con su olor. Kara y Yusuf parecen llegar, atraídos por la cena y se hacen hueco en los bancos.
-Un tal Fonnesu, bueno, no el Ser Fonnesu en sí ni uno de sus hijos, creo -dice Yusuf mientras traga una cucharada de sopa de patatas. Se encoge de hombros-. Son tan escabrosas las relaciones familiares y políticas en vuestras tierras. El caso es que será el ganador del torneo.
-¿Banderizo? -interviene Zahir, comprensivo con el desconcierto de Yusuf.
-¡Eso! -señala el almuzalif golpeando la mesa con la cuchara- Un banderizo del Marqués de Fonnesu, no sé su nombre, lo llamaban Caballero de las Gaviotas o algo así.
-Los Cap de Tart tienen gaviotas en su blasón -interviene Laisel, acallando con su potente voz el resto de sugerencias- ¿Te suena ese nombre, Ioseph?
Yusuf niega con la cabeza y se encoge de hombros.
-Por supuesto, deberé indagar más antes de poder apostar cantidades propias de tan noble caballero.
-He visto… -Jeff se corta un instante mientras traga un gran pedazo de carne tras unos segundos de silencio- He visto un campamento enorme al otro lado del río. Llevan los tres pinchos de la Compañía Argéntea.
-El Torneo de la Reina atrae a todo el mundo -señala Caeliban con cierto desinterés-. Su majestad probablemente haya contratado a algunos para aumentar la seguridad. O algún noble menor del imperio… O algún comerciante poderoso de las Ligas. Qué mas da. Mercenarios.
-Mercenarios -conviene Laisel con tono despectivo.
Ezoitz mira a su alrededor. En la sala también hay varios de ellos. Probablemente hombres de alto rango de la Compagnia argenta con sus jubones rallados en blanco y rojo y su enseña de las tres puntas de lanza. Entre los que pueblan los largos bancos de las mesas corridas hay varios escudos, probablemente caballeros libres y a juzgar por la profusión de águilas, dragones y ciervos, la mayoría de origen imperial.
-¿Quienes son los del hombre rojo con los codos en alto? -pregunta mirando a un grupo que ocupa una de las mesas redondas del extremo cercano a la lumbre.
-Se hacen llamar Titiriteros -comenta Isto sentándose-, salvajes de las montañas trasmontinas.
-¿Titiriteros?
-Espero que no necesites averiguar por qué se llaman así -zanja Cael.
Ezoitz vuelve a dirigir la mirada hacia la compañía de Titiriteros. Un hombre rojo cuelga por los codos sobre fondo negro en cada escudo apoyado en el suelo, en cada parche cosido a las diversas ropas, en el blasón apoyado contra la pared. Un escalofrío le recorre la espalda cuando lo comprende. No se quebraron mucho la cabeza al elegir blasón. Un hombre rojo. Colgado desde los codos. Trata de evitar pensar más en ello, este será el momento que recordará cuando se despierte entre pesadillas.
La sala se va vaciando con el paso de las horas. Muchos de los comensales suben hacia sus habitaciones otros tantos salen de vuelta a sus campamentos alrededor de la posada. Ezoitz vuelve hacia la posada tras acompañar unos metros a Laisel en su vuelta hacia el campamento. Enormemente alegre y levemente ebria, Laisel necesitaba alguien con quien hablar sobre sus impresiones de la noche. Su formación la capacita para reconocer muchos más blasones que Ezoitz, ha visto Reinstaar, Fornaris, Sender y Gronnistair; a Lucanius Inasinopulis, el “Pento”, uno de los mejores duelistas a sueldo de este lado del Mar de la Grieta, a los gemelos Fren y Droller Denattoan… La buena de Laisel, no puede odiar más su trasfondo noble pero es incapaz de abandonar las viejas costumbres de los mentideros cortesanos.
Antes de llegar a la puerta de la sala común cambia de planes. A estas horas no hay nadie esperando su turno en la puerta de los baños y decide ir hacia allá. Quizá León le haya hecho caso y esté limpiándose el polvo del camino. Si juega bien sus cartas… En la puerta se cruza con un joven con una cicatriz reciente en el hombro, sale con el pelo húmedo y perseguido por una nube de vapor y una bofetada de aire caliente.
Los baños están desiertos a excepción de una de las cuatro grandes tinas de piedra, el agua jabonosa cubre por completo a su ocupante a excepción de sus rodillas. La piel es clara, más clara que la de León, piensa desanimada. Un rápido vistazo revela algunos tatuajes lineales recorriendo la pierna derecha. El nauta. Con una sonrisa se dirige hacia el lugar en el que su cabeza está sumergida. Por el camino va quitándose los pantalones de cuero fino, las polainas y el jubón, algo masculino para su gusto. Vestida sólo con su túnica interior, se asoma sobre la bañera. El nauta está sumergido, no deja salir ni una sola burbuja de aire por su nariz, sus ojos están cerrados. Ezoitz sonríe y tras meditarlo un instante hace resbalar su fina túnica de lino hasta dejar a la vista un hombro. Se inclina hasta que las puntas de su pelo rozan la superficie del agua. Kaishun abre los ojos la mira fijamente.
El nauta se incorpora en la bañera hasta quedar sentado, trata de mantener la compostura mientras mira a Ezoitz fijamente a los ojos. La muchacha se mueve suave como la seda a su alrededor, deja que los mechones mojados de su cabellera rocen sutilmente el hombro de Kaishun mientras se arrodilla junto a la bañera con un movimiento ensayado que deja una buena línea de visión hacia el interior de su fina túnica. Un fugaz desvío de los ojos del nauta hace sonreír a Ezoitz, tal y como esperaba. Cuando la mirada de su incómodo interlocutor vuelve a su cara, ésta refleja el rubor propio de una doncella a la que han mirado con lujuria.
Kaishun se tensa en la bañera mientras Ezoitz se deja caer a su lado, dejando su mano flotar despreocupadamente por la bañera, sobre el vientre y las piernas del nauta.
-¿No está un poco fría ya el agua? -el nauta no responde- Aunque el mar parece mucho más frío…
-El agua está bien, ya te dejo la bañera -consigue articular Kaishun.
-No venía buscando un baño -sonríe Ezoitz con la dosis justa de picardía en sus ojos y dejando flotar su mano hasta que reposa en el pecho del nauta.
La sensación de un cosquilleo en los dedos sorprende a la joven. Se descubre clavando los dedos en el pecho de Kaishun. Una descarga eléctrica, un temblor del suelo, un fogonazo en el interior de su cabeza… se aparta con brusquedad ante la perpleja cara del nauta. No le cuesta más que un instante devolver a su cara la juguetona sonrisa ensayada. Se levanta y se enjuaga la cara con la mano mojada para ganar unos segundos y recomponerse, prestando especial atención a que una gota se deslice por su cuello hacia su pecho. Cuando vuelve a mirar a Kaishun comprende que se ha preocupado por nada, el nauta vuelve a mirarla como antes.
-Tampoco es a ti a quién venía buscando -dice subiéndose de nuevo la túnica interior hasta tapar ambos hombros.
Mientras Kaishun abandona atropelladamente los baños, Ezoitz vierte una jarra de agua hirviendo del caldero en otra de las tinas. Tras desnudarse por completo se sumerge en el agua caliente. Sonríe para sus adentros, divertida, cuando tiene que salir a respirar unos segundos después, recordando el largo rato que el nauta había estado bajo el agua.
-El muy cabrón es uno de esos domadores del viento -se permite decir en voz alta a las volutas de vapor que tiene como única compañía en la sala de baños.
Se estira hasta sacar el torso entero del agua, tensando cada músculo del cuerpo antes de distenderlos de nuevo inmersa en el calor del ambiente. Vuelve a sumergirse por completo en el abrazo cálido del agua y cierra los ojos, sonriendo ampliamente mientras evoca en su pecho las sensaciones que Kaishun le ha dejado.
(continúa...)
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Kaishun
(...continúa)
El calor llega desde el piso de abajo, atravesando las desvencijadas tablas que los separan. Los raros momentos en los que los gritos y los improperios cesan, llega hasta él el crepitar de la hoguera que arde vivamente en la chimenea. También le llega el humo. El viejo tiro de la chimenea está partido a media altura y nadie parece haber tenido necesidad de arreglarlo.
Un guardia con un raído jubón que apenas mantiene los colores amarillo y morado de Asima entra en la estancia procedente del puesto de guardia sobre ella. Se frota frenéticamente los brazos y dice algo dirigiéndose a él. Pese a no entender su idioma, Kaishun comprende que se está quejando. Seguramente por el frío o por la humedad que impregna hasta la cálida sala de abajo. El viejo jubón descolorido rezuma agua ante la fricción de las manos. Tras entender que sus quejas caen en saco roto, deja de hablar y busca entre los desordenados petates hasta que encuentra una manta tan raída como sus ropas y se envuelve en ella antes de bajar por las escaleras.
Kaishun sonríe levemente. Su situación dista mucho de ser buena, pero ¿acaso lo ha sido en algún momento en los últimos tres años? Tras el hundimiento del Kormora, Kaishun quedó relegado a la vida en tierra, es su expiación, su penitencia por… Los gritos en el piso inferior interrumpen su línea de pensamiento. Reconoce la férrea voz del que parece ser el líder del grupo, abronca al empapado soldado que acababa de buscar el apoyo de su prisionero. Empujado y tropezando en los escalones, el guardia vuelve a aparecer en escena y corre rápidamente de nuevo al puesto del vigía.
Poco después oye ruido de caballos. El nauta trata de hacer memoria de cuándo fue la última vez. Lleva casi dos semanas encerrado allí; lo que originalmente parecía una detención arbitraria por parte de unos guardias cada vez tiene más pinta de un secuestro por parte de unos bandidos que busquen rescate. ¿Quién pagaría un rescate por él? En condiciones normales, un nauta atrapado puede esperar que su tripulación lo rescate pero él no tiene tripulación, no tiene nada. Es suficientemente listo, ha viajado lo suficiente para entender lo que pasa en esas situaciones. Un reo de rescate sólo tiene el valor que alguien pague por él. Un reo de rescate que no puede ser rescatado es sólo una boca más que alimentar. Lleva casi dos semanas encerrado allí, vuelve a pensar, y no había salido nadie a caballo desde el tercer o el cuarto día.
Se incorpora un poco y trata de desentumecer las manos. Los correajes de cuero con los que le mantienen atado de pies y manos están flojos, podría soltarse si de verdad quisiera. El paso de los días acerca a Kaishun a la muerte, eso es seguro, pero también mengua el celo de sus carceleros. Si el nudo del primer día era prieto y bien peinado, el de hoy está hecho con tan poco cuidado que casi podría deshacerse solo con agitar las muñecas. El prisionero se permite soñar con una oportunidad, si alguien pasase por ese solitario camino, si tan solo alguien pasase…
Poco después, el ruido de caballos revela la vuelta de los que habían partido. La voz del capitán, ronca y dura, parece menos hostil que antes. Sus hombres ríen al otro lado de las maderas del suelo, incluso él deja escapar una sonora risotada. Uno de los hombres sube al primer piso haciendo que Kaishun deba dejarse caer de inmediato a su posición anterior. Vocifera unas palabras en un tono alegre mientras agita por el hombro al único de ellos que permanece dormido en la sala. Deben de ser buenas noticias porque el adormilado guardia corre a la pileta del fondo de la estancia y se lava la cara sin dejar de sonreír. Poco después grita algo mirando a Kaishun y desaparece escaleras abajo.
Las siguientes dos o tres horas son un hervidero de actividad, oye abrir y cerrar la puerta varias veces e incluso cuando uno de los hombres sube a dar el relevo a media tarde al vigía, ambos parecen emocionados. Cuando Kaishun comienza a oír el rechinar de ruedas y el sonoro traqueteo, entiende su emoción. Una caravana bastante grande debe de estar pasando ante la torre. Aún tras dos semanas, el nauta no ha llegado a saber a ciencia cierta si sus captores son bandoleros disfrazados o guardias tan corruptos como la madera con broma, pero en cualquiera de los dos casos, tanto si la asaltan como si le cobran un desmesurado peaje, una caravana es un filón.
Aprovechando que lo han dejado solo, Kaishun se levanta y se arrastra hasta la pared que da a la puerta de la torre. Pasando las manos por su superficie no tarda en encontrar una corriente de aire. Estira el cuello lo suficiente como para ver a través de la grieta. La caravana es mayor de lo que había pensado, un enorme carromato de dos ejes tirado por mulas sufre bajo la excesiva carga que sujeta sobre él con una tensa lona. Un coche de caballos con dos corpulentos caballos de tiro lo sigue de cerca, parece lujoso a pesar del desgaste. Tras ellos una plétora de caballos, mulos y burros, cargan con bultos o tiran de pequeñas carretas de un eje. Cuatro jinetes se separan de la comitiva y se dirigen hacia la edificación. Kaishun es incapaz de ver sus caras en la oscuridad de la noche.
La caravana continúa por el camino. Es la mejor oportunidad hasta la fecha, si consigue salir de la torre, un grupo tan grande podría disuadir a sus captores en el uso de la fuerza. En el piso de abajo las voces son bajas y parecen cordiales. Todos parecen hablar en el idioma local pero Kaishun cree reconocer el suave y gutural acento almuzalif en uno de ellos. “Comerciantes” -piensa- “, pero Asima está en guerra con el Califato, o al menos eso dicen oficialmente.” Ningún comerciante almuzalif intentaría hacer negocios en Asima, tampoco en la Gran Cuenca, de donde viene el camino.
Se tira al suelo y pega la oreja a las tablas. Antes de dar un paso en falso tiene que intentar entender la situación. El acento del que parece ser el portavoz de la caravana ha congelado a Kaishun en su sitio. Demasiados interrogantes. ¿Un espía? ¿Algún tipo de ataque enemigo a Asima? Si escapa de unos guardias corruptos para caer en las manos de alguien así su suerte sólo empeoraría. La conversación parece haber subido de tono cuando una voz nueva interviene, parece un hombre anciano, su tono es tan conciliador como el de un sedente y tan paternal como el de un rey almirante.
Antes de poder terminar de procesar la situación, el inconfundible sonido de una bolsa de monedas contra la madera de una mesa parece terminar de un plumazo con la conversación y con sus inconclusos planes de huida. Kaishun se encoje de nuevo en su rincón, enfadado consigo mismo. Si hay otra oportunidad, la que sea, la tomará. El sueño lo alcanza aún con los dientes apretados, el frío y el suelo duro le han tenido en vela demasiado tiempo durante su cautiverio y la parca manta con la que le han obsequiado sus captores, más chinches que lana, apenas sirve como solución para ninguna de las dos cosas. Tiene que escapar.
La oportunidad despierta a Kaishun en forma de grito de alarma. Tarda unos segundos en entender qué está pasando. La voz del vigía sobre él suena fuerte y agitada. Un ataque. Kaishun corre hasta la rendija sobre la puerta y trata de vislumbrar el exterior. Sus captores han arrojado algunas antorchas al suelo que iluminan tenuemente el área empalizada. Entre las sombras más allá de la cerca, alcanza a ver una figura; se asoma y se esconde velozmente, lanzando flechas hacia la torre. Decidido a no dejar pasar otra oportunidad, Kaishun se suelta rápidamente sus ataduras. Las correas de cuero están tan gastadas y maltratadas que incluso si el nudo hubiese sido mejor, podría haberlas roto sin problemas. Los ruidos del combate llegan hasta él, han alcanzado el cuerpo a cuerpo. Un grito espantoso de dolor que se impone sobre las órdenes que brama el capitán le hacen perder pie por un instante mientras corre escaleras arriba.
En el puesto del vigía, uno de sus captores trata de devolver las flechas a los atacantes. Kaishun dista mucho de ser un tirador experto pero podría haberlo hecho mucho mejor que él. El hombre tensa pobremente el arco y no parece tener buena puntería, a pesar de ello pone en cada disparo toda su atención, apretando la cara y entreabriendo la boca lo suficiente como para poder sacar la lengua con tensión. Entre disparo y disparo trata de escudriñar la oscuridad más allá de la empalizada, como si buscase blancos aunque nunca parezca alcanzarlos.
De un potente empujón, el nauta consigue precipitar al arquero por el borde de la torre. Antes de que pueda entender qué ha ocurrido, el grotesco sonido de su cráneo contra el suelo de piedra viva esparce sus sesos entre una lluvia de astillas de la gastada barandilla de madera que, rota, cae tras él. Kaishun contiene el aliento mientras se asoma por el desprotegido borde para contemplar su obra. Su víctima es la tercera baja del combate. Otro de los guardias grita junto a la puerta de la empalizada mientras una daga sin dueño parece luchar por incrustarse más y más en la herida de su pecho. El guardia que parecía quejarse de la humedad de su ropa esa misma mañana riega ahora el suelo con la sangre que brota a borbotones de su cuello.
El capitán y su único hombre en pie tratan de ganar terreno contra sus asaltantes. Visto desde arriba, a la luz de las antorchas, Kaishun cree ver dos figuras. “¿Sólo dos hombres han hecho esto?” No tiene que perder tiempo pensando. Ve el techo de paja y hierba de las caballerizas y decide descolgarse hasta él. El techo cede ante su peso, pero amortigua lo suficiente la caída como para conseguir llegar ileso al suelo. Para entonces, el capitán ya está fuera de combate, de nuevo con esa maldita daga tratando de escarbar en sus entrañas. Grita y grita mientras Kaishun busca una vía de escape.
Con movimientos rápidos, pisando sobre una de las vallas de las caballerizas y escurriéndose con soltura entre las vigas del tejado, Kaishun consigue sobrepasar los troncos de la empalizada, saliendo a la nevada oscuridad de la noche. No lo esperaba, uno de los atacantes, el que porta el arco, está apuntándolo desde la esquina exterior del muro. Su huida parece terminar casi antes de empezar.
-¿Me entiendes? -dice el desconocido en la lengua mercante después de entender por su cara de desconcierto que no comprende la lengua local.
Kaishun asiente levemente.
-¿Estabas prisionero de estos salvajes?
Kaishun vuelve a asentir, abre la boca para decir algo pero un grito y un espeluznante gorgoteo lo interrumpen. El hombre del arco aparta la vista de él y mira hacia el interior de la empalizada. Las arrugas de su cara parecen acrecentarse, incluso oscurecerse; sus ojos revelan una emoción que el nauta no consigue interpretar, quizá miedo, quizá asco, quizá todo a la vez y algo más. La otra figura lo alcanza, es un hombre alto, la mayor parte de su cara queda oculta tras una capucha negra; la capa a la que se une está recogida por delante de su pecho y sobre su hombro, dejando a la vista dos dagas curvas y largas que parece acabar de envainar. Su boca, visible bajo la capucha, parece totalmente inmóvil, tranquila, como si la batalla no hubiese supuesto tensión alguna para él.
-¿Lo matamos también? -pregunta sin inflexión en la voz, señalando con la barbilla hacia Kaishun.
-Creo que ya has matado suficiente -responde el hombre del arco con un tono molesto. Vuelve a mirar hacia dentro-. Se estaba rindiendo.
Vuelve a mirar hacia Kaishun y le hace un gesto para que se acerque.
-Era un prisionero de esta gente. Nos lo llevamos junto con los caballos. No podemos abandonarlo aquí -se cuelga el arco a la espalda y le tiende la mano-. Soy Sardo de Naxos.
-Kaishun -consigue articular el nauta mientras empieza a asumir que no lo matarán.
Durante dos horas, Kaishun y Sardo cabalgan en silencio. El veterano mercante parece herido, pero no dice nada. El otro hombre, el de la capucha oscura ha salido por delante de ellos con los caballos robados. Finalmente ve la luz entre las ramas de los árboles. La caravana que había visto por la tarde ha cerrado un círculo entorno a una hoguera.
Sardo desmonta junto a dos guardias del campamento. Ambos tienen rasgos almuzalifes, quizá djebeles. Seguramente son los que había oído hablar durante la reunión de la tarde. Están acabando de cepillar y atar a los caballos robados. El otro hombre, Harmat si ha oído bien, llegó hace rato. Hablan entre ellos en bajo pero, al menos en parte, emplean la lengua mercante. Kaishun no puede entenderlo todo pero los vigías parecen coincidir con Sardo en que el otro, el tipo siniestro de la capucha, ha convertido un robo de caballos en un baño de sangre. El nauta no siente pena por sus difuntos captores y, aunque probablemente tienen razón en sus opiniones sobre Harmat, mirando sólo por si mismo, su situación ha mejorado ostensiblemente.
-Puede dormir en mis cómodos aposentos -Kaishun reconoce la voz, él es el que hablaba en la torre, pero no acaba de entender el tono. Se gira hacia él para añadir con una sonrisa-. Me queda toda la noche de guardia.
Se llama Yusuf, Yusuf ifn algo, no lo consigue recordar, igualmente Kaishun se lo agradece. Lo agradece más aún cuando ve la tienda. Una tienda colorida y brillante, de fina seda a través de la cual se filtra el tenue brillo de un brasero. La tienda es mucho más cálida que la habitación llena de agujeros de la torre. Antes de acostarse aprovecha para lavarse la cara frente a un espejo de bronce. “La conocida higiene de los almuzalifes” -piensa sonriendo. Sin ataduras en las muñecas, con la cara y las manos limpias y cubierto con suaves sábanas en lugar de la infestada manta, la sonrisa le acompaña hasta dormir.
-¿Kaishun?¿Un nauta? -alguien habla en imperial cerca de la tienda entre toda una jerigonza de idiomas y palabras agitadas.
El sol ilumina ya las sedas, llevaba demasiado tiempo sin dormir de un tirón.
-Nauta parecía, desde luego, con todas esos tatuajes que trata infructuosamente de ocultar -es la voz de Yusuf, parece tan fluido en la lengua común del imperio que en la lengua mercante.
-¡Kaishun! -grita la primera voz, parece acercarse a la tienda.
-¿Jeffrey Shelby? -la voz del nauta transmite la misma sorpresa que probablemente está reflejando ahora mismo su cara.
(continúa...)
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Una tumba sin nombre. Una ciudad vibrante.
Sesion V (Interludio) – 10º a 16º día de Vivei, 1108 de la 4ª Era
El cuerpo sin vida de Sanjo pendía torpemente agitado por el viento del puerto proyectando su sombra sobre las maderas del suelo como un macabro reloj de sol que marcaba las siguientes horas a su ejecución pública. Horas en las que el público congregado había ido desapareciendo de las inmediaciones. Durante los tres días siguientes, el pueblo parecería sumido en un estado de semi letargo, como si los sonidos sonasen más apagados y los colores brillasen menos. La muerte del asesino había aplacado la ira de muchos de los habitantes, pero también parecía haber apagado todo ánimo.
En esos tres días, Thalassia había hablado con Giannis, quien se había derrumbado ante ella reconociendo su malestar por haber ejecutado al prisionero. La pentapotamense no podía evitar empatizar con él, había antepuesto su deber para con la paz social a su propio interés, ahora pagaba por ello y quizá pagaría siempre.
Tras varios intentos, suaves palabras y argumentos de peso, la diplomacia de Fabiola había conseguido que el capitán de la guardia soltase a Miriam. En principio, la mediana debía permanecer detenida hasta el momento de embarcar, pero Giannis había aceptado que saliese antes con su compañera. Quizá era un modo de intentar cerrar un capítulo, de intentar quedar a buenas con esos extranjeros que habían cambiado drásticamente el devenir de su pequeño pueblo.
También a lo largo de los tres días, Jano habría intentado convencer a su tía para salir de allí. La oferta de la Caballería Negra incluía un pasaje para todo aquel que sintiese que no podía seguir en el pueblo con seguridad. Jano quería que su tía embarcase pues era, según él, la mejor manera de que pudiese llegar a la metrópolis y recuperar a Dorota. Su tía Gnira había estado dando largas a las propuestas de Jano hasta que al tercer día confesó su cansancio. Ella, demasiado mayor para las aventuras y con una enfermedad avanzada a causa de las aguas de esta isla, se sentía incapaz de ir a buscarla, y pidió a su joven sobrino que fuese él en su lugar.
Habían transcurrido ya los tres días hasta la llegada del barco cuando sonó la campana del puerto. El grupo se encontraba en la casa de Giollia disfrutando de un banquete de celebración cocinado por Yanim. El nauta parecía tener muchas más dotes de cocinero de las que había demostrado en el barco.
Onara oyó las campanas desde la parte alta del pueblo. Ella no estaba presente en la comida, de costumbres ascetas, era poco amiga de los grandes banquetes. Había sentido, durante los últimos días, el peso de la falta de justicia. No había liberado a Sanjo y no se arrepentía de no haberlo hecho, pero eso no implicaba que le pareciese bien la forma en la que el parduense había terminado sus días. Mientras sonaban las campanas, Onara terminaba de escribir unos caracteres en haok sobre la lápida sin nombre bajo la que la guardia había enterrado al asesino.
* * *
Tras cuatro días en el barco, Jano, Thalassia, Roru, Fabiola, Miriam, Onara, Yanim y Naila, a los que en el momento de embarcar se habían unido los recién liberados Keanor y Argus, sufrían por las estrecheces y la falta de privacidad de sus aposentos, más habitación que prisión pese a no poder abandonarlos, del castillete de proa. Cuatro días antes, Ruffino Assante había tomado la Capitanía de Puerto en Nica y había dado orden a la tripulación del barco recién llegado de transportarlos a todos hasta el puerto de Benamita, cumpliendo así su palabra.
Naila había tenido tiempo de hablar con Roru, sentía cierto apego por el enano, quizá debido a que era el único capaz de comunicarse con ella en su lengua materna. Algo desesperada tras la muerte de su compañera en el naufragio, la ilimana confesó al enano su misión. Debía reunirse con la mismísima reina para establecer relaciones diplomáticas entre el Reino de Asima y el Califato de Almuz. Roru, sabedor de la importancia de algo así, se comprometió a ayudarla y lo comentó con el grupo.
Ahora el grupo al completo que había sido lanzado al mar dividido en dos botes que habían sido desplegados desde el barco que los traía, incapaz de acercarse a puerto, era recogido por un barco de patrulla de la ciudad.
Filiados en el propio barco, estarían exentos de pasar por Capitanía de Puerto una vez desembarcasen. En su trayecto hasta el puerto mercante de la ciudad, el grupo, situado en proa, podía contemplar la majestuosidad de Benamita.
La ciudad, reposada sobre el estuario de un río, se elevaba por las dos paredes de un valle y se extendía por la costa. Una de las mayores ciudades en este lado del río, Benamita servía de punto de intercambio marítimo para todo el norte del Mar de la Grieta. Una ciudad rica y ostentosa, con edificaciones en piedra en su mayoría, pintadas de vivos colores las de madera y con planchas de mármol de Arno cubriendo las paredes de los templos y las casas de los más acaudalados. Una ciudad rugiente de vida, llena de comerciantes, que en nada se parecía al pequeño pueblo del que venían.
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14º a 16º día de Vivei de 1108. Camino a Benamita.
Al partir, vimos de lejos como Assante tomaba posesión de la ciudad. No se si podemos fiarnos de su palabra, y no diré esto delante de Jano por respeto a su persona, pero creo que solo irán a peor. Las ciudades y los reinos no perdonan fácilmente la rebelión según mi experiencia.
El viaje ha sido algo incomodo, mas para el resto de compañeros que para mi que por suerte, me conformo con poco espacio. Durante el mismo pude congraciarme de nuevo con Fabiola, la cual estaba de nuevo tan optimista como cuando huíamos en el Kormora, y parecía olvidar el hecho de que ��bamos a llegar con menos de un cuarto del dinero, y sin nuestro querido burro.
Por el camino supimos que Naila, la Ilimana, y su compañera venían en misión diplomática a hablar de algo con los parduenses de Asima. Se que es algo importante pero la política me aburre así que no he puesto demasiada atención. Sin embargo si me he divertido un poco retando a Jano a duelos de equilibrio: el pescador acostumbrado al mar contra la acróbata profesional. No es mal claval, un poco falto de luces, pero con buena intención. Y un gran contador de historias he de añadir, podría considerarse un adicto a los libros de fantasía.
Y finalmente vimos tierra. Tuvimos que cambiar de un barco a otro, de nuevo, por política, pero finalmente nos dejaron en el puerto. Ahora solo quedaba salir de allí, aunque primero algunos resolvimos en ayudar a la ilimana a ponerse en contacto con los lideres de aquí. Supongo que mejor llegar al a ciudad como escoltas diplomáticos que como simples refugiados.
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Juan Albarracín
Pasaní originario del Reino de Asima, poeta y escritor que se esmeró en pasar cuentos, historias y poemas pasaníes al idioma escrito de los parduenses, popularizando así a su pueblo en aquel territorio.
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Pasaní (Humanos y medianos)
El origen de la cultura Pasaní es incierto y para los pocos que se interesan por él tiende a mezclar a partes iguales mito y realidad, debido por una parte a su carencia de escritura -todo el saber se transmite oralmente, de clan a clan y de padres a hijos-, y por otra ala propia idiosincrasia de esta cultura quehace que pocos sabios quieran acercarse a la misma y saber más. Hay bastante acuerdo en que los primeros pasaníesfueron medianos y que, cuando estos se establecieron en el territorio mas allá del Hama, es cuando muchos humanos se sumaron. La misma palabra pasaní parece proceder del Hamassi antiguo psan que significaría nómada. Si bien esto son solo teorías, hoy día pueden ser encontradas comunidades medianas, humanas y sobre todo mixtas en casi cualquier parte del mundo.
No se conocen las razones de las migraciones del pueblo Pasaní, no parece responder a ninguna de las razones mayores que han fundamentado las grandes migraciones de otros pueblos, si no que su propia sangre les empuja a ir de aquí para allá. Tratan sin problema con todo el resto de culturas, razas y etnias, pero sin embargo han conseguido no dispersarse y mantener sus rasgos, usos y costumbres. Viven en clanes, familias y pequeñas comunidades, y aunque su origen es nómada, el crecimiento de las ciudades y la acumulación de riqueza en estas ha hecho que muchas de estas comunidades hayan dejado el nomadismo y se hayan asentado, siempre a los márgenes de la sociedad. A estos Pasaní sedentarios se les llama Luri o Ludar.
Personalidad: Uno de los aspectos que más llama la atención del pueblo Pasaní es el obedecimiento a la llamada Sonâo Ley Pasaní, donde el valor de la palabra y el respeto mutuo, en especial a los mayores, son dos rasgos esenciales, así como el respeto por la divinidad.
La familia es el pilar fundamental para la sociedad pasaní y es habitual que las parejas jóvenes se casen pronto y den lugar a una familia numerosa. Si bien la vertiente humana de esta cultura suele preferir y premiar los descendientes varones, la parte mediana no parece tener ningún tipo de inclinación a preferir uno u otro sexo.
Los pasaníes presentan una fuerte corriente artística en la que destaca la música y el baile, siendo famosos en todo el mundo bardos, trovadores, y familias enteras que forman grupos y tocan y bailan sus canciones. Aunque los rasgos que caracterizan a la música Pasaní recuerdan en gran medida a los sonidos Hamassís, tienen rasgos de todos los territorios por los que han pasado a lo largo de su viaje, creando interesantes y únicas mezclas. Actualmente el estilo más popular es el Bashaldé, con sonidos y bailes claramente Parduenses.
Descripción física: Los pasaníes suelen tener el pelo rizado y oscuro -siendo aún más notable en los medianos, mucho más vellosos-, así como la piel tostada, en tonos tierra. En cuanto a su vestimenta, el pueblo Pasaní cuenta con una larga tradición e historia de trajes que han ido evolucionando durante siglos y que les ha permitido distinguirse siempre del resto. Sin embargo, los medianos no cuidan tanto tu vestimenta, dejando como máximo exponente del estilo pasaní los humanos. En líneas generales, tanto hombres como mujeres se visten con ropas de múltiples colores, de estilo ancho pero sin perder nunca su funcionalidad. Tienden a diferenciar claramente y por motivos tradicionales y morales, la ropa destinada a la parte baja o impura del cuerpo de la destinada a la parte alta. Algo que tienen en común todos los pasaníes, tanto humanos como medianos, es la costumbre de cubrirse la cabeza, la parte más noble del cuerpo, ya sea con sombreros o pañuelos.
Aunque usualmente gustan de usar muchos accesorios y colgar todo tipo de baratijas, tachuelas, telas de otros colores, etc… aquí sí destacan los medianos, pues lo que en la vertiente humana puede verse como simples decoraciones pintorescas, en la parte mediana puede llegar a parecer en ocasiones demasiado recargado incluso a otros pasaníes.
Relaciones: La relación de los pasaníes con el resto de razas y etnias es complicada y plagada de prejuicios. Por un lado, la férreadefensa de sus costumbres y normas y el desdén las del resto entre los humanos y por otro la concepción algo laxa de la propiedad privada de los medianos a los que no es complicado verles robar, muchas veces sin intención sino simplemente porque creen que su legítimo dueño no lo está usando, generan diversos conflictos allá donde los pasaníes se asientan durante suficiente tiempo.
Por su parte, los pasaníes nómadas suelen dedicarse a ser tratantes de ganado, esquiladores o en muchos casos, y sin ser grandes jinetes,tratantes equinos dada su especial capacidad para conectar con los caballos. La parte oscura de esto es lo común que es ver a pasaníes organizando carreras ilegales o manejando el mundo de las apuestas en los lugares donde se asientan.
Quizá por cierta cercanía cultural, los pasaníes suelen entablar mejores relaciones con parduenses y mercantes, mientras que los encontronazos y persecuciones del pasado los hacen poco propensos a ser encontrados cerca de imperiales o hamassíes.
Alineamiento: A pesar del enorme respeto que sienten hacia la Sonâsu tendencia a los conflictos con la ley, los choques con otras culturas y su permanencia nómada ajena a las convenciones culturales de sus anfitriones, convierten a los pasaníes en una cultura tendente a los alineamientos caóticos. No obstante, a pesar de la presunción que muchos hacen por lo anterior, los pasaníes no tienden al mal ni al bien por sí mismos, pudiendo adoptar cualquier alineamiento en el eje moral, si bien es común que los alineamientos se mantengan más o menos inalterados entre los distintos miembros de una misma familia.
Tierras de los Pasaní: Los pasaníes no tienen tierras como tal. No existen reinos, repúblicas ni naciones pasaníes, como mucho ciudades como Carnala y Huena en el Reino de Asima, parduense, o la ciudad estado de Genista en la Liga Occidental, en las que se les reconoce una gran presencia. En tierras imperiales, si bien son aceptados en pequeños números, cada cierto tiempo son usados por los gobernantes como coartada para desviar la ira de sus ciudadanos, causando frecuentespogromos, matanzas y migraciones forzadas.
Religión: Los pasaníes son una comunidad muy religiosa en términos generales, aunque no obstante cada comunidad del mundo profesa una religión distinta, adaptándose a las religiones de los territorios en los que habitan. Así, por ejemplo, enterritorios como el Califato de Almuz hay pasaníesque siguen la doctrina del Tabad, e incluso javadistas. Sea cual sea la religión que profesen la profesarán con mimo y una fe férrea, aunque adaptada a sus costumbres y a la Ley Pasaní.
Idioma: El idioma pasaní o kâla no es una lengua común a todos los grupos pasaníes del mundo, sino más bien un conjunto de variedades lingüísticas propias de la etnia. El kâlatiene un origen incierto, aunque se piensa que fue creado por los primeros pasaníes para comunicarse sin que se enterasen los miembros de otras razas o etnias, sobretodo cuando estaban en problemas con estos. Es prácticamente el mismo idioma entre humanos y medianos, variando únicamente algunos usos y acentos.
No obstante, es importante destacar que este idioma ha ido incorporando diversos vocablos y expresiones prestados de las lenguas que se hablan en el territorio donde residen. Se trata de un idioma hablado y no tiene forma escrita, aunque existen variedades y versiones escritas en otros idiomas transparentes –aquellos que se escriben tal y como se pronuncian– como el parduense.
Nombres: No existen nombres propiamente pasaníes. Tanto medianos como humanos tienden a adoptar nombres de las zonas en las que viven o a mantener familiarmente nombres comunes de las zonas en las que vivieron en el pasado. Como norma general, estos nombres sufren ligeras adaptaciones para facilitar su pronunciación entre los pasaníes, siendo estas variaciones mucho más notables en los nombres que provienen del origen hamassi, debido probablemente al gran tiempo que llevan siendo usados.
Aventureros: Si bien sus leyes y su gran amor y respeto por la familia normalmente retienen a los pasaníes cerca de su clan, su tendencia al caos y su gusto por experimentar nuevas emociones, además de la marginalidad que viven en muchas sociedades, en ocasiones empujan a algunos pasaníesa la vida de aventurero. Aún así, la mayoría de los pasaníes solitarios que uno puede encontrar por los caminos son aquellos que por distintos motivos han perdido a su familia o han sido expulsados por ésta. Por otra parte, aunque poco comunes existen familias y clanes completos de aventureros pasaníes.
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