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Laisel
(...continúa)
“Como si la culpa de que esos niñatos piensen que son caballeros fuese mía” -piensa Laisel mirando el polvo del camino- “. No es mi culpa que quieran jugar con espadas. No es culpa mía que encima se les dé mal.” ¿Acaso los idiotas de la Brawentcompine a los que Jeff y ella habían despachado la noche anterior no tenían intención de matarlos a ellos? Laisel no termina de entender por qué es ella la que tiene que exiliarse en una ciudad, lejos del campamento, lejos de sus gentes a las que deja a merced de la Compañía Valiente. Sardo y alguno más opinan que ahora deberían ser sus amigos. Ellos no entienden lo que son esos traidores. Al final tanto Jeff como ella tendrán que quedarse en la ciudad “por el bien del grupo”. Por el bien del grupo ella y Jeff deberían afilar las putas espadas.
Laisel no acaba de entender por qué precisamente Sardo opina así. Él y Kaishun habían pasado la tarde anterior encerrados en la Alcoba del Monje, en la despensa de la posada. No eran prisioneros, pero tampoco podían irse. El nauta había vuelto, cuando Zahir y Ezoitz habían ido a mediar para sacarlos, quejándose de que los había curado y aún así los habían tratado como prisioneros. Pero a pesar de todo querían colaborar con ellos. Al parecer el sedente Chielde era el malo. Ezoitz e Isto tenían algo en mente. Todos habían estado cuchicheando y haciendo corrillos y al final parecía que atrás quedaba la idea de desprestigiar a la Compañía Valiente.
Quedaría por ver qué opinaba la Brawentcompine. ¿De verdad pensarían colaborar? El otro gran drama nocturno había sido el enfrentamiento entre Cael y Lawren. Al parecer el elfo había ejecutado a un enemigo que se rendía. La vuelta del cadáver atado a la grupa de un caballo había generado revuelo en el pueblo y era el motivo de que Sardo y Kaishun hubiesen acabado en una situación comprometida. Cael estaba echando humo. Quizá lo mejor sea que Lawren también pase un tiempo en la ciudad, piensa al final, mientras alza la vista para fijarse en el elfo.
El polvo se le mete en los ojos, que lagrimean. El precio del lujo, supone. Camina rápidamente, casi a un trote suave, tras la ornada calesa en la que viajan Lawren y Arianne. Los elfos van al encuentro de un tal Galikasis Orfos, un pentapotamense ridículamente obeso que al parecer podría pagar su propio peso en oro antes de la hora de comer. Un enviado suyo, un tal Mavros o algo así -Laisel ha renunciado a aprender más impronunciables nombres pentapotamenses de los estrictamente necesarios- los había ido a buscar la noche anterior. Un sirviente con una corte de más sirvientes, vestido de sedas y oros con una calesa cubierta de sedas y oros.
A Laisel nunca le han gustado los ornatos del poder, la ostentación de joyas y símbolos de los nobles, siempre tratando de aparentar y de mostrar ante los demás su riqueza y su poder. Menos le gustan aún los plebeyos con ínfulas de noble que adoptan -y en muchos casos pervierten hasta el ridículo- esas mismas costumbres. El sol de invierno arranca brillos y destellos de las decoraciones en forma de hojas de acanto cubiertas en pan de oro de la calesa; se convierten en una miriada de pequeños puntitos brillantes en sus ojos llorosos por el polvo. No aguantaría esa situación si no tuviese que exiliarse en la ciudad. Pero es así y viajar como guardaespaldas de Lawren y Arianne era una tapadera creíble.
El sirviente con ínfulas de mercader -sirviente de un mercader con ínfulas de noble- ríe sutilmente con cada frase de Lawren, sea o no graciosa. Los sirvientes de éste corren junto a ella con gesto hierático tras la calesa. ¿Por qué no llevan caballos? Debería haber cogido su caballo, pero eso daría al traste con su tapadera como guardaespaldas. Lachend haría que los caballos de tiro de la calesa pareciesen burros. Un semental alto y fornido, con la cruz a tal altura que muchos hombres no ven sobre ella, de color pardo con brillos bermellones y las crines negras como el azabache. El mejor destrero de los establos de su padre y un caballo, en definitiva, que no montaría un guardaespaldas plebeyo.
Ninguno de los caballos que ve a su paso por los campamentos en su camino hacia Asima llega ni a la altura del betún de su Lachend. Y Laisel podría descabalgar de ellos a casi cualquiera de los prepotentes muchachos que han venido a lucirse si se lo propusiera. Si no tuviera que reconocer quién es para ello. Podría presentarse como caballero misterioso, le había propuesto a Cael hacerlo los dos; conseguir una buena armadura y una espada menos reconocible que la suya, coser en sus ropas un blasón desconocido, quizá algo provocativo y justar y luchar en los combates cuerpo a cuerpo. Podría ganar. Ganarían si Cael y ella participaban juntos en el combate cuerpo a cuerpo.
Un buen blasón con una cabra saliendo del culo de un sedente, o con una doncella desnuda cabalgando un cerdo. Es más, si Caeliban con todos sus remilgos finalmente no participaba junto a ella quizá llevaría algo mejor aún, un enorme falo. Una polla amarilla brillante sobre fondo púrpura con una corona en su punta. Podría prescindir del premio y de todos los honores sólo con ver a las gaviotas de Loras Cap de Tart, al guantelete y los robles de los Denattoan, los leones de Eward Reinstaar y su hijo caer ante un escudo tan obsceno.
Está cruzando a trote la Puerta de las Campanas mientras aún sonríe imaginando las caras de todos los presentes, cuando hubiesen nombrado reina de la belleza a alguna ramera y guardián de la fe a algún borracho; cuando descubriesen sus rostros y todos viesen a la hija desheredada de Rotteghar Hetwijg y al muchacho que, en el torneo del centenario, había dejado a Sargo Torrenegra -el campeón de la reina- con el miembro al aire ante la multitud.
La Plaza de la Miel es un hervidero de actividad desde primera hora de la mañana. Los carros de comida, las terrazas de las tabernas con largas mesas corridas sobre caballetes y muchos mercaderes que tratan de sacar tajada intentan alimentar a los muchos pajes, escuderos, jaques, vivanderas, herradores y lavanderas que a tan solo tres días del inicio de las festividades abarrotan toda la ciudad. Las calles son un bullir constante de carromatos, peatones y jinetes; algunos correos de la ciudad consiguen a base de gritos y agitar de fustas abrirse camino para entregar rápidamente sus mensajes. Ellos se ven obligados a avanzar despacio. Laisel y los sirvientes forman dos hileras junto a la calesa, tratando de mantener alejadas las manos que se extienden para pedir una dádiva de sus opulentos ocupantes.
Paran junto al puerto fluvial. Un círculo de lanceros custodia la pasarela que permite embarcar en la plecha de Galikasis. Visten jubones rojos y blancos, a grandes franjas, y lucen la enseña de la Compañía Argéntea. El pentapotamense tiene dinero de sobra para armar su propio ejército, pero ningún caballero que se precie combatiría para alguien como él. Sin embargo cualquiera de ellos parecía haber visto más combate que los caballeros de las puertas; nunca habrían justado en un torneo, pero todos ellos tienen cicatrices de batallas pasadas y la mirada de quien ha arrebatado muchas vidas.
Las flores que cubren el costado y la amura ocultan a los ocupantes del barco jardín. Laisel lo recorre de proa a popa con la mirada. Lirios del Valle de Agrán y crisantemos de sangre de la Boca cubren la zona noble donde se oye la potente voz del comerciante, no entiende nada pero parece estar tratando algo con otro hombre. Ciclámenes, narcisos y camelias cubren las zonas más comunes. “Skilhas don Neron” lee en letras de oro al llegar al final, está escrito con letra erriana pero no entiende nada.
-Namiir, maëlli-saluda Galikasis Orfos cuando los suben a bordo.
Laisel agacha levemente la cabeza en respuesta, no entiende más que tres o cuatro palabras de la lengua de los elfos, o de una de ellas. A saber. Pero entiende un saludo en casi cualquier lengua. Lawren comienza a hablar en lo que parece ser el mismo idioma pero enseguida es más que evidente que el comerciante no entiende mucho más maiir que ella misma.
Arianne comienza a hablar en un mercante limpio y suave rápidamente, tapando con sus formas corteses las muecas de desagrado de su esposo al darse cuenta de que ha estado hablando a la nada. Es una comerciante nata, no cabe duda. Laisel tampoco entiende casi nada del idioma de las Ligas, pero la cara del orondo Galikasis muestra una sonrisa donde antes mostraba una incipiente ira por el desprecio de Lawren. “El elfo es un tejedor excelente, no cabe duda” -acaricia el fino bordado de los guantes de lana fina que le regaló años atrás y aún lucen como nuevos- “, pero no vendería una sola pieza si no fuera por ella”. La conversación parece encauzarse y comienzan a aflorar las risas y los brindis.
-¿Tú sabes quién es? -la voz suena a su lado, no lo ha oído llegar.
Laisel mira al hombre. Quizá algo mayor que ella, rostro agradable y barba cuidada. Viste bien, ropa de lana y fieltro, sin mucho ornamento pero de buena factura y de su talla. Salta a la vista que no es parte de la corte del mercader. Carece de las ostentosas joyas y los brocados de hilo de oro que llevan todos sus sirvientes. Joder, si hasta los pertigueros de la plecha visten de seda y fina sarga entramada. No lo había visto antes, es como si hubiese brotado a su lado mientras no miraba. Algo en su mirada la desconcierta, pero parece el único al que entiende hablar.
-Luzio -se presenta tendiendo una mano en respuesta ante la cara de perplejidad de la imperial.
-Laisel -le estrecha la mano, su apretón es firme-. ¿Saber quién es quién?
-Ese tal Frosnat Gerbatore.
Laisel presta atención. El nombre sale a colación con frecuencia en la conversación entre Galikasis Orfos y los elfos, lo distingue entre su galimatías extranjero. El tal Luzio se encoje de hombros. Lawren está enseñando unas muestras de tejidos, todo atisbo de desprecio ha desaparecido de su voz mientras parece explicar cada tela. Le apasiona su labor.
-No tengo ni idea de quién es.
-Al parecer es socio de Orfos, es el que habló de ese elfo en primer lugar. Supuse que lo conoceríais. Le debo un par de favores -hace una leve pausa-, aunque a decir verdad tampoco yo lo conozco en persona.
-¿Un par de favores? -Laisel teme la respuesta. No parece un mercader, un guardia ni un sirviente. Los “favores” de los burgueses rara vez se alejan mucho del latrocinio, el asesinato o el sabotaje.
-Escucha al elfo -esquiva con una sonrisa, antes de caer en la cuenta de que Laisel no lo entiende-, al parecer voy a pagarlos pronto. Frosnat me ha ofrecido como parte del trato para que os ayude con algo, aunque son bastante crípticos.
El camino de vuelta al campamento es muy diferente al de ida. Galikasis les ha prestado la calesa y un conductor, pero el resto de sirvientes zarparon con la plecha para abandonar la ciudad por el río. Luzio Ortze, el turnaldún que había servido como traductor para Laisel los había acompañado hasta la Plaza del Duque de Altamadera. La imperial no puede quejarse, al menos el viaje de vuelta lo hace sentada en un mullido cojín de terciopelo, acunada con el suave traqueteo del vehículo.
-Es una oportunidad increíble -dice Arianne mientras mira distraída las banderas del campamento ante las puertas-, deberíamos aceptar.
“Ya han aceptado” -piensa Laisel.
-Es una gran ciudad y un buen negocio -se fuerza a decir al final-. Además Asima tiene una elfería preciosa junto a su muralla sur.
Lawren asiente complacido y musita algo en élfico que saca una sonrisa dulce a Arianne. Laisel rememora, ¿cuántos años han pasado? Casi once años atrás, cuando Laisel apenas llevaba un par de meses con la compañía, Timbo había ayudado a Arianne a dar a luz. Dos elfos asustados, empapados y cubiertos de barro del camino. Once años. Laisel había cambiado mucho en esos once años pero mirando a Lawren y a Arianne parecería que todo había sucedido apenas un par de días atrás. Hasta ese monstruito chillón que trajeron al mundo sigue pareciendo un recién nacido.
Siente una leve punzada en el pecho. ¿Han significado estos años algo para los elfos? Apenas un parpadeo para ellos. Pero las tiendas son mejores que cuando llegaron, nadie viste ya harapos. Lawren ha combatido con bravura a su lado innumerables veces, con el sutil estilo ancestral de su antigua raza, cuando su pelo y sus ojos se volvían negros y brillantes como el ébano aceitado. No puede no haber significado nada. Pero la oportunidad de volver a tener un taller propio, tantos años después no pueden dejarla pasar. Laisel conoce su historia. Lawren merece esa oportunidad.
-Os deseo lo mejor, maëlli.
(continúa...)
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Isto
(...continúa)
-El joven imperial preguntó vehementemente donde encontrarnos, dijo que no serían más de dos o tres días.
-Pues ya van dos, y ni él ni el nuevo han aportado su contribución -se queja Isto Tomalles, encorvado sobre su libro de cuentas-, y bien que se ha beneficiado de la tienda que le hemos puesto.
-Es una lona vieja para tapar el grano -sonríe Caeliban Ragnenne-, aunque se fuese sin pagarla, no habrías perdido nada, viejo usurero.
Isto tuerce el gesto y clava en el joven caisanés una mirada larga y fría.
“Ni siquiera entiendo qué pintas tú aquí”
-Sin mi supuesta usura -responde tratando de tragarse un tono demasiado hostil- tendrías que seguir ganándote la vida como espada a sueldo. Entre putas, curanderos, charlatanes y rufianes. Es una vieja lona, sí, pero limpia, abrigada y gratis. ¿No recuerdas ya cómo empezaste tú?
-El joven imperial -repite Quilian despacio,dejando que cada palabra pese- preguntó donde encontrarnos. No te preocupes, Isto, hermano. Ambos volverán cuando terminen sus asuntos con las brillantes monedas que te deben. Quizá sean chicos del invierno, pero buenos chicos.
Cael parece tentado de decir algo más, Isto no ha retirado ni por un instante su afilada mirada de la cara del caisanés, pero antes de que llegue a articular palabra Quilian le posa una mano en el hombro y el espadachín parece tragarse literalmente lo que fuese que iba a decir. Su nuez sube y baja con un chasquido casi audible y finalmente mira a algún lugar indeterminado de la vieja mesa de caoba.
Isto sonríe casi imperceptiblemente y vuelve a echar un vistazo rápido a su libro.
-Pues eso es todo -zanja mientras se levanta-, que alguien me acerque algo de desayuno al carro cuando esté listo. Huevos si hay.
El contable cierra su libro y lo recoge bajo el brazo derecho. El cofre con las monedas bajo el izquierdo y entre medias, medio sujeto con las manos medio apoyado en el pecho su material de escritura, su ábaco y la lámpara de aceite que parece acompañarlo a todas partes. Lo que en otras personas podría parecer desorden, la fuerza de la costumbre de años lo hace parecer en Isto algo tan natural como respirar. Con paso vivo se encamina hacia la entrada de la tienda y sale al exterior.
No hay rastro de Jeffrey ni de Kaishun, aunque sus tiendas están montadas y cerradas. Laisel, Kara y Timbo parecen estar preparando algo junto al fuego. León y Ezoitz se acaramelan recostados contra un árbol sin hojas. Zahir mira al horizonte, hacia la ciudad. Harmat está cerca de su coche, mirando en la dirección contraria. Hace un gesto con la cabeza al hamassi mientras pasa a su lado. El encapuchado le sigue en silencio y sin preguntar nada abre la recia puerta de rojo desgastado y comienza a descargar a Isto de todo lo que porta, ayudándolo a guardarlo.
-Llegaron anoche. No están heridos -la voz carente de inflexión de Harmat es casi un susurro cuando termina de ayudar con los bártulos.
-¿Alguien los vio?
-No.
El hamassi nunca emplea tres palabras si con una es suficiente. Habla la lengua mercante casi como un nativo, dejando sentir algo su acento tan solo las escasas veces que alarga las frases más allá de cuatro o cinco palabras. “Un hombre directo y pragmático” -piensa Isto con complacencia- “, ojalá tuviésemos a más como él”. No más como Harmat Ruharamashuf, la sombra del este, el despiadado asesino hamassi. Más como Harmat Ruharamshuf, el noble, el diligente, el que de verdad haría cualquier cosa para proteger a los suyos. Si los demás pudieran verlo como lo ven Quilian o él…
Isto dirige una sonrisa a Harmat. No es una sonrisa amplia, es más un leve fruncimiento del labio superior y una pérdida de tensión en los ojos. Un gesto sutil, algo seco. Isto rara vez dedica una sonrisa a nadie, ni siquiera una como esa. Harmat cierra los ojos un instante y agacha levemente la cabeza como respuesta.
-¿Qué más han averiguado nuestros amigos? -pregunta el contable, su voz es aún baja, como si no quisieran perturbar con sus frías formas la algarabía habitual del campamento.
-La Brawentcompine está en el pueblo -debe de percibir la sorpresa en la cara de su interlocutor, añade-. No LA Brawentcompine, según Sardo se topó con un tal Ulfred Forka, parece su líder. Todo muchachos jóvenes.
-Probablemente tan cobardes como sus predecesores -asiente Isto-. Pero no deja de ser un contratiempo que gente así comparta pueblo con nosotros. ¿Está Laisel al tanto?
-Sí.
Isto vuelve a asentir, complacido. Laisel es la que más problemas puede tener con la Compañía Valiente. Si es que siquiera son la Compañía Valiente. Hasta donde él sabe, la Brawentcompine era la camarilla de nobles desposeídos y clérigos ultrajados que habían luchado por la vuelta de la casa Aussterle al trono imperial tras la Guerra de los Ancianos y la muerte del Emperador Rojo. “Compañía Valiente”. No habían disputado más batalla que el sitio a Hetweikloss, con la intención de rendir por hambre al Hetwijg de turno. Isto ni siquiera recuerda el nombre, debía de ser al menos el bisabuelo o el tatarabuelo de Laisel, si no más. Lo importante es que finalmente cargó fuera de Hetweikloss y los dispersó. Después había muerto a manos de otros. Tampoco tiene demasiada importancia la historia del Imperio.
-Tenle un ojo encima, si descubren quién es puede que nos den problemas.
Harmat asiente con firmeza. No dice nada.
-¿A quién más tenemos? -pregunta Isto con la desaprehensión de quién pide un informe.
-Unos malabaristas. “Danzarines del Ocaso”. Al mando de un tal Gruskanir -comienza a enumerar Harmat-. Algunos hombres de armas de Arno. No sé quién los dirige. El resto son pueblerinos molestos porque un tal Chielde se ha ido.
-Derri Chielde -recuerda Isto-. El sedente Chielde. Un tipo pálido y rubio de algún lugar más allá de Bressen. Lo recuerdo.
Derri Chielde. El santurrón que el pueblo echa de menos es sólo una fachada. Isto intenta recordar la primera vez que oyó hablar de él. Debió de ser en algún pueblucho no mayor que Alcoba del Monje, quizá por los montes de Appertaan o La Garganta. Un ungido de la Iglesia Wendiana que dispensaba últimos óleos a campesinos asesinados por la misma panda de salvajes a la que acompañaba. Un hombre santo que ofrecía ante los ojos de Dios el perdón por cada tortura, violación o asesinato que cometían sus camaradas. Confesor a punta de cuchillo del paradero de las pocas riquezas de muchas familias.
Isto no recuerda la primera vez, pero sí recuerda la última. No puede olvidar a Floria Nemescu. La hija de un granjero, un pasaní asentado en una granja cerca de Huena, al otro lado de las montañas, en la frontera imperial. Sus ojos estaban casi cegados por la locura y no paraba de hablar de San Derri. La había ungido para librarla de la carga de un bastardo. Con la cara hinchada del llanto y los brutales golpes recibidos. No tendría más de quince años, apenas una mujer.
-Dile a Ezoitz que me traiga dos huevos y algo de carne -espeta secamente a Harmat mientras se introduce rápidamente en su gran coche de caballos, tratando de no mostrar su cara.
Harmat asiente y se va sin mediar palabra.
Con la puerta entreabierta, Isto oye el bullicio del campamento. Yusuf, el almuzalif, ha vuelto de pasar la noche en la ciudad. Parece venir cargado de historias y su forma de contarlas siempre hace que los demás escuchen como si fuese el mejor de los juglares. Quizá es tan mentiroso como un juglar. Las sonoras voces de Kara y Laisel pregonan su planes del día. Deja de prestar atención al bullicio cuando Ezoitz asoma la cabeza por el ventanuco de la puerta con una amplia sonrisa en su juvenil rostro.
-El desayuno -canturrea mientras abre la puerta metiendo un brazo por la ventana.
-Siéntate -su voz suena áspera, trata de suavizarla con un trago de vino de su pellejo y se lo ofrece a Ezoitz-. Siéntate, querida, necesito pedirte un favor.
La joven se sienta en el asiento de contramarcha, frente a su anfitrión, y bebe un comedido trago del pellejo de vino. Lo devuelve y espera con paciencia mientras Isto pela uno de los huevos duros que le ha traído.
-Necesito que me acompañes a la ciudad, tengo que ver a unos viejos amigos y quizá necesite ojos y oídos que algunos no conozcan.
-León me ofreció dar un paseo por la ciudad esta tarde -interviene Ezoitz algo sonrojada- quiere enseñarme el Puente de los Siete Ojos, las Dulces y el Mercado de Cristales. También daremos un paseo en una de esas flechas por el Carna.
-Plechas, las barcas jardín -corrige Isto con suavidad-. Parece que tenéis bastantes planes para una sola tarde.
-Mi intención es buscar alojamiento allí -se sonroja más aún.
“¿Cómo es capaz de hacer eso?” -es más que evidente para Isto que Ezoitz parece poder sonrojarse a voluntad, tanto como es capaz de sonreír, llorar o tiritar- “¿León es tan estúpido como para no darse cuenta?”
-Tendré que quitarle a León algo de tu tiempo, querida. Avisadme cuando queráis salir, os llevaré en el coche y os contaré mis planes -zanja Isto, algo cansado de las zalamerías de la turnalduna. Cambia de tema-. ¿Cómo está el campamento?
-Kara habla de un tal Grolardo, el herrero, como si fuese a casarse con él y formar una familia herreritos barbudos. Sardo por su parte parece obsesionado con otro tipo de enano, un deforme del circo que hay acampado al otro lado del pueblo. Zahir está intentando convencer a gente para ir a buscar al sedente perdido a la ciudad… -se interrumpe mirando a Isto a los ojos.
Fugazmente, la cara de Ezoitz ha trasmitido algo que Isto no ha sido capaz de asimilar del todo. ¿Sorpresa? No puede evitar preguntarse por qué. ¿Qué ha trasmitido la suya? Le ha traicionado el rostro ante la mención de Derri Chielde. Mordisquea la carne tostada en las brasas que tiene ante sí y da otro trago al pellejo de vino. Ezoitz, como si nada hubiera pasado, continúa hablando despreocupada.
-...Yusuf viene hablando de los campamentos que hay ante la Puerta de las Campanas. Nobles y más nobles, caballeros errantes, duelistas profesionales… todos esperando lucirse ante las masas.
Ezoitz sigue hablando y hablando. Laisel intenta convencer a Cael de que participen ambos como caballeros misteriosos, Timbo ha estado rondando el campamento de los acróbatas en la piel de uno de esos felinos de sus tierras cuyo nombre desconoce, Lawren ha hecho negocios con Sardo y lo tiene tiñendo telas para hacer ropas que vender en el torneo, Ben no para de hablar de un terrorífico león bailarín gigante…
Isto termina de desayunar mientras escucha el incesante parloteo sobre los pormenores del campamento y sus gentes. Sin necesidad de decir nada, Ezoitz se levanta y se excusa poco después, llevándose los restos del desayuno y dejándolo de nuevo a solas con sus pensamientos mientras termina de guardar sus pertenencias en los compartimentos bajo los asientos.
Para la hora de comer el carro está cruzando bajo la Puerta de las Campanas. Más de ocho pasos de ancho y casi una vez y media esa medida de alto en un arco levemente apuntado en el centro enmarcado entre dos torreones cuadrados con aspilleras en su cara exterior que se elevan dos varas por encima de las murallas. Una construcción defensiva que ahora se encuentra abierta, con su pesado rastrillo de hierro negro recogido y sus dos anchas puertas de roble tachonado abiertas de par en par a la Plaza de los Meleros. Por lo que recuerda Isto, es la única de las puertas de la ciudad que cuenta con rastrillo, vestigio de la fortaleza original.
-Mi anciano padre -oye responder a León en el pescante-, y mi esposa.
Uno de los guardias que le habían preguntado se asoma desapasionadamente al interior del carro. Isto no le dirige ni una simple mueca mientras Ezoitz le sonríe y saluda gentilmente con la mano. El guardia se separa del carro cuando su capitán les da paso. Isto corre de nuevo la cortina del carro cuando comienzan a moverse y abre la portezuela que da al banco en el que se encuentra León.
-¿Todo en orden?
-El acceso es libre, sólo que el carro es llamativo -responde León, tras unos segundos añade-. Allí delante está Jeff, parece que discute con un fornido gañán local.
Desde el ventanuco, el contable ve la escena. Jeff está encarado con un joven enorme y feo. Una melena corta y descuidada de pelo negro y grasiento se pega a una frente algo bulbosa que corona una cara macilenta e hinchada. Proyecta la cabeza algo hacia adelante desde los hombros encorvando la espalda y los hombros rechonchos y redondeados. El jubón de lana basta y desgastada puede verse a través de las junturas de un motebage de cuero de cabra ceñido con cintas que parecen a punto de estallar. Su pecho es ancho, sus brazos como troncos y luce una enorme panza cervecera dura y redonda como una garripeltxa del Turnal. Parece tan fuerte como enfermo e Isto tuerce el gesto con sólo imaginar su olor.
Es ruidoso, hace exagerados aspavientos e interpela a los viandantes sobre alguna ofensa que Jeff ha cometido. Es a todas luces un cebo, está llamando deliberadamente su atención. No parece del tipo de persona que idea un plan elaborado. Más bien es el músculo cuando hace falta fuerza y la distracción cuando hace falta sigilo. Evidentemente trabaja con alguien más listo que él...
“Ante una iglesia y a cien pasos de la plaza” -piensa Isto- “y es demasiado idiota para entender que le están robando”.
-Déjalo -dice al fin- le están presentando la ciudad. Tenemos cosas que hacer. Gira allí delante, hacia el Barrio del Acero y déjanos en el segundo portal. Busca un sitio respetable donde puedan atender a las bestias y cuidar del coche y date una vuelta por ahí.
-Pero…
-Sin peros -ataja Isto-. Te prometo que te devolveré a Ezoitz en cuanto acabemos con lo que tenemos que hacer. Ya tendrás días de sobra para tratar de conquistarla con las maravillas de la ciudad.
Ezoitz se encoge con una risita apenas audible, escondiendo entre los pliegues del cuello de su capa una cara que comienza a ruborizarse. Seguramente es algo ensayado mil veces, Isto no tiene dudas de que nada de lo que ha dicho podría ruborizar ni a una doncella de doce años, pero Ezoitz interpreta su papel. León se mueve incómodo en el asiento del pescante. Desde su perspectiva Isto no puede verle la cara, pero probablemente él sí se ha ruborizado de verdad.
El Barrio del Acero luce moderno y limpio. Son buenos tiempos para los herreros. La mayoría de las fachadas han sido remodeladas y recubiertas con mampuestos de las más bellas rocas. Las tallas y relieves mostrando espadas, hachas, tenedores, clavos y candados son visibles en cada pared. Algunas de las casas más grandes y ostentosas presentan también gárgolas e incluso, en un alarde de sus poderes gremiales, hay quien se atreve con blasones. El enorme portal al que se dirigen abre a la calle un arco de mármol ternas que reposa sobre dos columnas talladas para aparentar una acumulación de yunques contrapuestos. En el portal una estatua de tamaño natural en el mismo material refleja a un herrero golpeando una espada en su forja. Tras la puerta de roble tachonado en oro que se abre al final puede verse un recibidor ricamente adornado.
“Si no es el herrero más rico de la ciudad, claramente debí haber sido herrero.”
Al atravesar la puerta suena una campana suspendida sobre ella. El repiqueteo de martillos para un instante e Isto saluda en voz alta. Poco después un hombre mayor, con la cabeza rala y una temblorosa papada disimulada por una barba de duras cerdas negras, aparece por la puerta del fondo de la sala. Lleva el torso desnudo con la excepción de un delantal de cuero y el abundante sudor revela que estaba ante la forja. A pesar de la papada y una oronda panza, el hombre sigue en forma, con un brazo derecho enormemente desarrollado y un pecho amplio. Es una versión más vieja de la estatua del portal.
-Maestro Estabio Fuegoscuro -se presenta con una reverencia- ¿Qué se le ofrece a su señoría?
-Toman Aurgus -se presenta Isto con un gesto para que se levante- y mi hija Mila.
“Mila” sonríe y saluda con la mano como si la mentira hubiese sido ensayada con anterioridad. El maestro herrero no tiene motivo alguno para desconfiar. Ambos van bien vestidos, como se debe para hablar con un maestro herrero que ha reducido su trabajo a armas y armaduras para los nobles y los pocos burgueses poderosos que se lo pueden permitir.
-Me honra al ofrecer su famoso trabajo a alguien como yo -continúa Isto- y aunque estoy interesado en puntas de lanza y cuchillos cortos para mi escolta, no querría que obras de la calidad de las que salen de este taller acabasen en manos tan mundanas. Estoy aquí por la fortuna.
En herrero, que asentía con la clara intención de partirse su grueso cuello ante las adulaciones del viejo contable para bruscamente y clava sus ojos en los de Isto. Parece arder en ellos el fuego de la fragua. Los músculos de su cuello se tensan y su mano derecha se dirige hacia el martillo que cuelga de su cinturón.
-¿Hemos tenido mejor madre que la reina Belnamé? -pregunta el maestro Estabio con lentitud, marcando cada palabra.
(continúa...)
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Ezoitz
(...continúa)
“La doncella osa”. El nombre es horrible, le sonaba bien años atrás pero es horrible. ¿Qué implica que sea doncella una osa? Casi no quiere imaginarlo. O peor aún, ¿qué implica que una doncella sea osa?. ¿Realmente había sido tan brusca, tan hostil en niñez para recibir ese apodo? Fuera como fuese, daba igual. Ya no era una osa, se había cuidado mucho de ello, la encantadora y sonriente Ezoitz. Siempre con una palabra amable, siempre ayudando, siempre tratando de evitar que otros se pregunten qué hay detrás de esa fachada. Tampoco era ya doncella.
Ezoitz sonríe en respuesta a Ben, el muchacho debía de estarle contando algo importante mientras ella estaba perdida en sus pensamientos.
-La Doncella Osa -anuncia la joven haciendo un gesto con la mano ante el niño-, el Puente del Traidor, ¿lo ves allí? Es la frontera del Turnal.
Ben observa con atención. El camino de las montañas cruza el Arroyo de la Miel antes de unirse a la Vía Imperial por un pequeño puente de un solo ojo tan antiguo como el propio río. Al otro lado, en la gran planicie fluvial, un edificio enorme se yergue sobre el camino. La Doncella Osa, posada del camino, en una posición privilegiada, es de parada casi obligada para todos los viajeros del Caissai y de Wend que buscan llegar a Asima o embarcarse desde Carnala. A partes iguales un lugar tan limpio como el que más para dormir, cálido salón en el que disfrutar de sabrosas viandas y burdel casi por completo libre de enfermedades.
“Media vida me han llamado con el nombre de un burdel de camino” -piensa Ezoitz- “, media vida sin haber puesto un pie fuera del Turnal”. La posada se alza allí, como testigo de todo lo que Ezoitz ha dejado atrás. No siente ningún apego a todo aquello. Se promete que esta vez ese lugar no le hará sentir nada.
-...pero yo voy a dormir en la común -está diciendo Ben, otra vez estaba perdida en sus pensamientos-, allí es donde suceden las aventuras.
Ezoitz vuelve a dedicar la mejor de sus sonrisas al muchacho. Ben crece a ojos vistas, casi cada día. Hace poco más de seis o siete meses que ella entró a formar parte del grupo, casi desde el principio se encontró con el niño pegado a sus piernas y ese niño ha debido de crecer ya unas tres pulgadas. Pero sigue siendo Ben, sigue siendo ese niño que la busca para enseñarle los insectos capturados o que se esconde en su tienda después de hacer alguna trastada. La sonrisa impostada deja lugar a una mucho más real.
De cerca, La Doncella Osa es aún más imponente, la planta baja de sillería de calidad, construida con granito turnaldún aloja la sala comunal de la posada y una docena de pequeñas salas reservadas para los viajeros más distinguidos, también una gran cocina casi propia de un castillo, unos baños y unas caballerizas con espacio para dos docenas de bestias. Sobre ella dos pisos de madera enfoscada en cal, bien mantenidos y con aspecto de nuevos, con ventanales con cristales de colores y vigas vistas talladas en los troncos de cipreses vigías. Su soberbia altura está coronada con un tejado a cuatro aguas, inclinado al estilo del Turnal y cubierto en pizarra roja de Bressen. A pesar de que la arquitectura sigue el estilo turnaldún, Ezoitz es consciente de que ni los alcaldes de los pueblos más grandes de su tierra tienen edificios de tal calidad.
Nota en la baja espalda la mano de León, no lo ha oído acercarse. Ben corretea de un lado a otro desde ella hasta Quilian, desde Quilian hasta ella riendo y comentando con infantil sorpresa cada detalle del edificio. León sonríe ante la mirada de Ezoitz y se acerca a ella rodeando su cintura con el brazo izquierdo.
-Qué ganas tengo de dormir bajo techo -susurra el sibilino parduense mesándose el poblado bigote con la mano libre- y sobre un jergón mullido, por añadidura.
-Haz uso de esos baños y quítate la suciedad del camino -sonríe Ezoitz sin mirarlo, inclinando levemente la cabeza hacia su hombro- y quizá decida pasar a ver cómo de mullido es ese jergón.
Antes de que León pueda responder, Bencio llega corriendo hasta ellos de nuevo. Viene a buscarlos, se han quedado rezagados. Con la excepción de los que han decidido quedarse en el pequeño campamento improvisado, todo el grupo está ya allí. Timbo y Lofre rara vez abandonan la sencillez del campamento, no les gusta la gente ni el barullo que suele acompañarla. Sardo tampoco suele dormir en posadas, ese viejo cazarrecompensas parece contar dos veces cada perra de cobre. Para su sorpresa tampoco Lawren ha ido a la posada, a pesar de mandar allí a su apocada mujer y su chillona criaturita.
Liberándose del abrazo de León, Ezoitz corretea y juega con Ben hasta que llegan a la pequeña plaza de tierra ante las caballerizas. Isto está allí negociando con un muchacho que no tendrá más edad que ella pero al que el tiempo y el sol parecen haber tratado mucho peor. El viejo contable regatea para aparcar su recio carro junto a la pared por el precio que costaría aparcarlo a la intemperie. La mirada del muchacho cuando Ezoitz se acerca deja clara una intención que lleva sabiendo interpretar desde que era demasiado joven como para haber tenido que hacerlo. Su cara llena de espinillas y sus dientes ennegrecidos de mascar la hoja de la euforia suponen todo un revulsivo para cualquier interés de Ezoitz pero aún así le dedica una sonrisa que bien podría parecer la promesa de una visita nocturna.
Cuando el muchacho ha vuelto contento al interior de los establos, Isto le dedica una sonrisa paternal y le lanza girando en el aire un león de plata. “Es la mitad de lo que se ha ahorrado” -piensa Ezoitz complacida- “, ese viejo cuervo tiene un ábaco por cerebro”. Juguetea con la moneda entre los dedos mientras entra en la sala comunal y busca con la mirada; la mayoría de sus compañeros están sentados cerca de un extremo de una de las tres grandes mesas corridas. Kara, la enana del grupo, y ese nuevo mercader almuzalif que los acompaña están dando vueltas y molestando a unos y a otros por el salón. Un bardo errante parece ser lo suficientemente vehemente en su intento de atraer la atención como para que nadie repare demasiado tiempo en sus compañeros. La cosa debería estar tranquila, piensa, mejor para ellos.
Mientras trata de identificar algunos de los blasones visibles entre los distintos grupos, Ezoitz dirige hacia donde se encuentra sentado León. Tomisa, la ama del local, está de camino con bebidas. Tomisa la Gorda, recuerda. La primera vez que pasó por allí le había llamado enormemente la atención la gracilidad con la que una persona con un volumen tal que el apelativo “la gorda” se decía en voz tan alta y carente de insulto como un apellido, se movía entre las mesas. Ahora, cinco años después, la circunferencia de Tomisa prácticamente se había doblado pero seguía resultando igual de ágil.
-Un vino caliente y un pedazo de asado, Tomisa, por favor -sonríe Ezoitz mientras deja el león de plata de Isto sobre la bandeja.
La camarera la escudriña durante un instante como si tratase de reconocerla. “Es imposible” -se tranquiliza- “, no tenía más de doce años entonces. No puede ver en mí a aquella niña”. Mirando la moneda, Tomisa deja las bebidas que habían pedido sus compañeros en la mesa y vuelve a centrar la vista en ella. Va a decir algo, levantando la moneda ante su cara; probablemente va a decir que el vino y la carne no valen tanto, pero Ezoitz le cierra con suavidad su mano sobre la moneda y le sonríe asintiendo. No dice nada pero cuando se dirige al medio uro que gira lentamente en el espeto sobre la hoguera ve como selecciona una de las mejores tajadas.
Ezoitz se sienta en el regazo de León, ignorando el hueco que éste acababa de hacerle en el banco junto a él. Quilian está partiendo en trozos una gran hogaza de pan y repartiéndola entre ellos, Laisel coge dos pedazos y comienza a comerse uno de ellos mientras espera la comida, Ezoitz hace un gesto indicando que compartirá el de León. La comida y la bebida comienzan a invadir la mesa, prometiendo un sabroso banquete con su olor. Kara y Yusuf parecen llegar, atraídos por la cena y se hacen hueco en los bancos.
-Un tal Fonnesu, bueno, no el Ser Fonnesu en sí ni uno de sus hijos, creo -dice Yusuf mientras traga una cucharada de sopa de patatas. Se encoge de hombros-. Son tan escabrosas las relaciones familiares y políticas en vuestras tierras. El caso es que será el ganador del torneo.
-¿Banderizo? -interviene Zahir, comprensivo con el desconcierto de Yusuf.
-¡Eso! -señala el almuzalif golpeando la mesa con la cuchara- Un banderizo del Marqués de Fonnesu, no sé su nombre, lo llamaban Caballero de las Gaviotas o algo así.
-Los Cap de Tart tienen gaviotas en su blasón -interviene Laisel, acallando con su potente voz el resto de sugerencias- ¿Te suena ese nombre, Ioseph?
Yusuf niega con la cabeza y se encoge de hombros.
-Por supuesto, deberé indagar más antes de poder apostar cantidades propias de tan noble caballero.
-He visto… -Jeff se corta un instante mientras traga un gran pedazo de carne tras unos segundos de silencio- He visto un campamento enorme al otro lado del río. Llevan los tres pinchos de la Compañía Argéntea.
-El Torneo de la Reina atrae a todo el mundo -señala Caeliban con cierto desinterés-. Su majestad probablemente haya contratado a algunos para aumentar la seguridad. O algún noble menor del imperio… O algún comerciante poderoso de las Ligas. Qué mas da. Mercenarios.
-Mercenarios -conviene Laisel con tono despectivo.
Ezoitz mira a su alrededor. En la sala también hay varios de ellos. Probablemente hombres de alto rango de la Compagnia argenta con sus jubones rallados en blanco y rojo y su enseña de las tres puntas de lanza. Entre los que pueblan los largos bancos de las mesas corridas hay varios escudos, probablemente caballeros libres y a juzgar por la profusión de águilas, dragones y ciervos, la mayoría de origen imperial.
-¿Quienes son los del hombre rojo con los codos en alto? -pregunta mirando a un grupo que ocupa una de las mesas redondas del extremo cercano a la lumbre.
-Se hacen llamar Titiriteros -comenta Isto sentándose-, salvajes de las montañas trasmontinas.
-¿Titiriteros?
-Espero que no necesites averiguar por qué se llaman así -zanja Cael.
Ezoitz vuelve a dirigir la mirada hacia la compañía de Titiriteros. Un hombre rojo cuelga por los codos sobre fondo negro en cada escudo apoyado en el suelo, en cada parche cosido a las diversas ropas, en el blasón apoyado contra la pared. Un escalofrío le recorre la espalda cuando lo comprende. No se quebraron mucho la cabeza al elegir blasón. Un hombre rojo. Colgado desde los codos. Trata de evitar pensar más en ello, este será el momento que recordará cuando se despierte entre pesadillas.
La sala se va vaciando con el paso de las horas. Muchos de los comensales suben hacia sus habitaciones otros tantos salen de vuelta a sus campamentos alrededor de la posada. Ezoitz vuelve hacia la posada tras acompañar unos metros a Laisel en su vuelta hacia el campamento. Enormemente alegre y levemente ebria, Laisel necesitaba alguien con quien hablar sobre sus impresiones de la noche. Su formación la capacita para reconocer muchos más blasones que Ezoitz, ha visto Reinstaar, Fornaris, Sender y Gronnistair; a Lucanius Inasinopulis, el “Pento”, uno de los mejores duelistas a sueldo de este lado del Mar de la Grieta, a los gemelos Fren y Droller Denattoan… La buena de Laisel, no puede odiar más su trasfondo noble pero es incapaz de abandonar las viejas costumbres de los mentideros cortesanos.
Antes de llegar a la puerta de la sala común cambia de planes. A estas horas no hay nadie esperando su turno en la puerta de los baños y decide ir hacia allá. Quizá León le haya hecho caso y esté limpiándose el polvo del camino. Si juega bien sus cartas… En la puerta se cruza con un joven con una cicatriz reciente en el hombro, sale con el pelo húmedo y perseguido por una nube de vapor y una bofetada de aire caliente.
Los baños están desiertos a excepción de una de las cuatro grandes tinas de piedra, el agua jabonosa cubre por completo a su ocupante a excepción de sus rodillas. La piel es clara, más clara que la de León, piensa desanimada. Un rápido vistazo revela algunos tatuajes lineales recorriendo la pierna derecha. El nauta. Con una sonrisa se dirige hacia el lugar en el que su cabeza está sumergida. Por el camino va quitándose los pantalones de cuero fino, las polainas y el jubón, algo masculino para su gusto. Vestida sólo con su túnica interior, se asoma sobre la bañera. El nauta está sumergido, no deja salir ni una sola burbuja de aire por su nariz, sus ojos están cerrados. Ezoitz sonríe y tras meditarlo un instante hace resbalar su fina túnica de lino hasta dejar a la vista un hombro. Se inclina hasta que las puntas de su pelo rozan la superficie del agua. Kaishun abre los ojos la mira fijamente.
El nauta se incorpora en la bañera hasta quedar sentado, trata de mantener la compostura mientras mira a Ezoitz fijamente a los ojos. La muchacha se mueve suave como la seda a su alrededor, deja que los mechones mojados de su cabellera rocen sutilmente el hombro de Kaishun mientras se arrodilla junto a la bañera con un movimiento ensayado que deja una buena línea de visión hacia el interior de su fina túnica. Un fugaz desvío de los ojos del nauta hace sonreír a Ezoitz, tal y como esperaba. Cuando la mirada de su incómodo interlocutor vuelve a su cara, ésta refleja el rubor propio de una doncella a la que han mirado con lujuria.
Kaishun se tensa en la bañera mientras Ezoitz se deja caer a su lado, dejando su mano flotar despreocupadamente por la bañera, sobre el vientre y las piernas del nauta.
-¿No está un poco fría ya el agua? -el nauta no responde- Aunque el mar parece mucho más frío…
-El agua está bien, ya te dejo la bañera -consigue articular Kaishun.
-No venía buscando un baño -sonríe Ezoitz con la dosis justa de picardía en sus ojos y dejando flotar su mano hasta que reposa en el pecho del nauta.
La sensación de un cosquilleo en los dedos sorprende a la joven. Se descubre clavando los dedos en el pecho de Kaishun. Una descarga eléctrica, un temblor del suelo, un fogonazo en el interior de su cabeza… se aparta con brusquedad ante la perpleja cara del nauta. No le cuesta más que un instante devolver a su cara la juguetona sonrisa ensayada. Se levanta y se enjuaga la cara con la mano mojada para ganar unos segundos y recomponerse, prestando especial atención a que una gota se deslice por su cuello hacia su pecho. Cuando vuelve a mirar a Kaishun comprende que se ha preocupado por nada, el nauta vuelve a mirarla como antes.
-Tampoco es a ti a quién venía buscando -dice subiéndose de nuevo la túnica interior hasta tapar ambos hombros.
Mientras Kaishun abandona atropelladamente los baños, Ezoitz vierte una jarra de agua hirviendo del caldero en otra de las tinas. Tras desnudarse por completo se sumerge en el agua caliente. Sonríe para sus adentros, divertida, cuando tiene que salir a respirar unos segundos después, recordando el largo rato que el nauta había estado bajo el agua.
-El muy cabrón es uno de esos domadores del viento -se permite decir en voz alta a las volutas de vapor que tiene como única compañía en la sala de baños.
Se estira hasta sacar el torso entero del agua, tensando cada músculo del cuerpo antes de distenderlos de nuevo inmersa en el calor del ambiente. Vuelve a sumergirse por completo en el abrazo cálido del agua y cierra los ojos, sonriendo ampliamente mientras evoca en su pecho las sensaciones que Kaishun le ha dejado.
(continúa...)
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Kaishun
(...continúa)
El calor llega desde el piso de abajo, atravesando las desvencijadas tablas que los separan. Los raros momentos en los que los gritos y los improperios cesan, llega hasta él el crepitar de la hoguera que arde vivamente en la chimenea. También le llega el humo. El viejo tiro de la chimenea está partido a media altura y nadie parece haber tenido necesidad de arreglarlo.
Un guardia con un raído jubón que apenas mantiene los colores amarillo y morado de Asima entra en la estancia procedente del puesto de guardia sobre ella. Se frota frenéticamente los brazos y dice algo dirigiéndose a él. Pese a no entender su idioma, Kaishun comprende que se está quejando. Seguramente por el frío o por la humedad que impregna hasta la cálida sala de abajo. El viejo jubón descolorido rezuma agua ante la fricción de las manos. Tras entender que sus quejas caen en saco roto, deja de hablar y busca entre los desordenados petates hasta que encuentra una manta tan raída como sus ropas y se envuelve en ella antes de bajar por las escaleras.
Kaishun sonríe levemente. Su situación dista mucho de ser buena, pero ¿acaso lo ha sido en algún momento en los últimos tres años? Tras el hundimiento del Kormora, Kaishun quedó relegado a la vida en tierra, es su expiación, su penitencia por… Los gritos en el piso inferior interrumpen su línea de pensamiento. Reconoce la férrea voz del que parece ser el líder del grupo, abronca al empapado soldado que acababa de buscar el apoyo de su prisionero. Empujado y tropezando en los escalones, el guardia vuelve a aparecer en escena y corre rápidamente de nuevo al puesto del vigía.
Poco después oye ruido de caballos. El nauta trata de hacer memoria de cuándo fue la última vez. Lleva casi dos semanas encerrado allí; lo que originalmente parecía una detención arbitraria por parte de unos guardias cada vez tiene más pinta de un secuestro por parte de unos bandidos que busquen rescate. ¿Quién pagaría un rescate por él? En condiciones normales, un nauta atrapado puede esperar que su tripulación lo rescate pero él no tiene tripulación, no tiene nada. Es suficientemente listo, ha viajado lo suficiente para entender lo que pasa en esas situaciones. Un reo de rescate sólo tiene el valor que alguien pague por él. Un reo de rescate que no puede ser rescatado es sólo una boca más que alimentar. Lleva casi dos semanas encerrado allí, vuelve a pensar, y no había salido nadie a caballo desde el tercer o el cuarto día.
Se incorpora un poco y trata de desentumecer las manos. Los correajes de cuero con los que le mantienen atado de pies y manos están flojos, podría soltarse si de verdad quisiera. El paso de los días acerca a Kaishun a la muerte, eso es seguro, pero también mengua el celo de sus carceleros. Si el nudo del primer día era prieto y bien peinado, el de hoy está hecho con tan poco cuidado que casi podría deshacerse solo con agitar las muñecas. El prisionero se permite soñar con una oportunidad, si alguien pasase por ese solitario camino, si tan solo alguien pasase…
Poco después, el ruido de caballos revela la vuelta de los que habían partido. La voz del capitán, ronca y dura, parece menos hostil que antes. Sus hombres ríen al otro lado de las maderas del suelo, incluso él deja escapar una sonora risotada. Uno de los hombres sube al primer piso haciendo que Kaishun deba dejarse caer de inmediato a su posición anterior. Vocifera unas palabras en un tono alegre mientras agita por el hombro al único de ellos que permanece dormido en la sala. Deben de ser buenas noticias porque el adormilado guardia corre a la pileta del fondo de la estancia y se lava la cara sin dejar de sonreír. Poco después grita algo mirando a Kaishun y desaparece escaleras abajo.
Las siguientes dos o tres horas son un hervidero de actividad, oye abrir y cerrar la puerta varias veces e incluso cuando uno de los hombres sube a dar el relevo a media tarde al vigía, ambos parecen emocionados. Cuando Kaishun comienza a oír el rechinar de ruedas y el sonoro traqueteo, entiende su emoción. Una caravana bastante grande debe de estar pasando ante la torre. Aún tras dos semanas, el nauta no ha llegado a saber a ciencia cierta si sus captores son bandoleros disfrazados o guardias tan corruptos como la madera con broma, pero en cualquiera de los dos casos, tanto si la asaltan como si le cobran un desmesurado peaje, una caravana es un filón.
Aprovechando que lo han dejado solo, Kaishun se levanta y se arrastra hasta la pared que da a la puerta de la torre. Pasando las manos por su superficie no tarda en encontrar una corriente de aire. Estira el cuello lo suficiente como para ver a través de la grieta. La caravana es mayor de lo que había pensado, un enorme carromato de dos ejes tirado por mulas sufre bajo la excesiva carga que sujeta sobre él con una tensa lona. Un coche de caballos con dos corpulentos caballos de tiro lo sigue de cerca, parece lujoso a pesar del desgaste. Tras ellos una plétora de caballos, mulos y burros, cargan con bultos o tiran de pequeñas carretas de un eje. Cuatro jinetes se separan de la comitiva y se dirigen hacia la edificación. Kaishun es incapaz de ver sus caras en la oscuridad de la noche.
La caravana continúa por el camino. Es la mejor oportunidad hasta la fecha, si consigue salir de la torre, un grupo tan grande podría disuadir a sus captores en el uso de la fuerza. En el piso de abajo las voces son bajas y parecen cordiales. Todos parecen hablar en el idioma local pero Kaishun cree reconocer el suave y gutural acento almuzalif en uno de ellos. “Comerciantes” -piensa- “, pero Asima está en guerra con el Califato, o al menos eso dicen oficialmente.” Ningún comerciante almuzalif intentaría hacer negocios en Asima, tampoco en la Gran Cuenca, de donde viene el camino.
Se tira al suelo y pega la oreja a las tablas. Antes de dar un paso en falso tiene que intentar entender la situación. El acento del que parece ser el portavoz de la caravana ha congelado a Kaishun en su sitio. Demasiados interrogantes. ¿Un espía? ¿Algún tipo de ataque enemigo a Asima? Si escapa de unos guardias corruptos para caer en las manos de alguien así su suerte sólo empeoraría. La conversación parece haber subido de tono cuando una voz nueva interviene, parece un hombre anciano, su tono es tan conciliador como el de un sedente y tan paternal como el de un rey almirante.
Antes de poder terminar de procesar la situación, el inconfundible sonido de una bolsa de monedas contra la madera de una mesa parece terminar de un plumazo con la conversación y con sus inconclusos planes de huida. Kaishun se encoje de nuevo en su rincón, enfadado consigo mismo. Si hay otra oportunidad, la que sea, la tomará. El sueño lo alcanza aún con los dientes apretados, el frío y el suelo duro le han tenido en vela demasiado tiempo durante su cautiverio y la parca manta con la que le han obsequiado sus captores, más chinches que lana, apenas sirve como solución para ninguna de las dos cosas. Tiene que escapar.
La oportunidad despierta a Kaishun en forma de grito de alarma. Tarda unos segundos en entender qué está pasando. La voz del vigía sobre él suena fuerte y agitada. Un ataque. Kaishun corre hasta la rendija sobre la puerta y trata de vislumbrar el exterior. Sus captores han arrojado algunas antorchas al suelo que iluminan tenuemente el área empalizada. Entre las sombras más allá de la cerca, alcanza a ver una figura; se asoma y se esconde velozmente, lanzando flechas hacia la torre. Decidido a no dejar pasar otra oportunidad, Kaishun se suelta rápidamente sus ataduras. Las correas de cuero están tan gastadas y maltratadas que incluso si el nudo hubiese sido mejor, podría haberlas roto sin problemas. Los ruidos del combate llegan hasta él, han alcanzado el cuerpo a cuerpo. Un grito espantoso de dolor que se impone sobre las órdenes que brama el capitán le hacen perder pie por un instante mientras corre escaleras arriba.
En el puesto del vigía, uno de sus captores trata de devolver las flechas a los atacantes. Kaishun dista mucho de ser un tirador experto pero podría haberlo hecho mucho mejor que él. El hombre tensa pobremente el arco y no parece tener buena puntería, a pesar de ello pone en cada disparo toda su atención, apretando la cara y entreabriendo la boca lo suficiente como para poder sacar la lengua con tensión. Entre disparo y disparo trata de escudriñar la oscuridad más allá de la empalizada, como si buscase blancos aunque nunca parezca alcanzarlos.
De un potente empujón, el nauta consigue precipitar al arquero por el borde de la torre. Antes de que pueda entender qué ha ocurrido, el grotesco sonido de su cráneo contra el suelo de piedra viva esparce sus sesos entre una lluvia de astillas de la gastada barandilla de madera que, rota, cae tras él. Kaishun contiene el aliento mientras se asoma por el desprotegido borde para contemplar su obra. Su víctima es la tercera baja del combate. Otro de los guardias grita junto a la puerta de la empalizada mientras una daga sin dueño parece luchar por incrustarse más y más en la herida de su pecho. El guardia que parecía quejarse de la humedad de su ropa esa misma mañana riega ahora el suelo con la sangre que brota a borbotones de su cuello.
El capitán y su único hombre en pie tratan de ganar terreno contra sus asaltantes. Visto desde arriba, a la luz de las antorchas, Kaishun cree ver dos figuras. “¿Sólo dos hombres han hecho esto?” No tiene que perder tiempo pensando. Ve el techo de paja y hierba de las caballerizas y decide descolgarse hasta él. El techo cede ante su peso, pero amortigua lo suficiente la caída como para conseguir llegar ileso al suelo. Para entonces, el capitán ya está fuera de combate, de nuevo con esa maldita daga tratando de escarbar en sus entrañas. Grita y grita mientras Kaishun busca una vía de escape.
Con movimientos rápidos, pisando sobre una de las vallas de las caballerizas y escurriéndose con soltura entre las vigas del tejado, Kaishun consigue sobrepasar los troncos de la empalizada, saliendo a la nevada oscuridad de la noche. No lo esperaba, uno de los atacantes, el que porta el arco, está apuntándolo desde la esquina exterior del muro. Su huida parece terminar casi antes de empezar.
-¿Me entiendes? -dice el desconocido en la lengua mercante después de entender por su cara de desconcierto que no comprende la lengua local.
Kaishun asiente levemente.
-¿Estabas prisionero de estos salvajes?
Kaishun vuelve a asentir, abre la boca para decir algo pero un grito y un espeluznante gorgoteo lo interrumpen. El hombre del arco aparta la vista de él y mira hacia el interior de la empalizada. Las arrugas de su cara parecen acrecentarse, incluso oscurecerse; sus ojos revelan una emoción que el nauta no consigue interpretar, quizá miedo, quizá asco, quizá todo a la vez y algo más. La otra figura lo alcanza, es un hombre alto, la mayor parte de su cara queda oculta tras una capucha negra; la capa a la que se une está recogida por delante de su pecho y sobre su hombro, dejando a la vista dos dagas curvas y largas que parece acabar de envainar. Su boca, visible bajo la capucha, parece totalmente inmóvil, tranquila, como si la batalla no hubiese supuesto tensión alguna para él.
-¿Lo matamos también? -pregunta sin inflexión en la voz, señalando con la barbilla hacia Kaishun.
-Creo que ya has matado suficiente -responde el hombre del arco con un tono molesto. Vuelve a mirar hacia dentro-. Se estaba rindiendo.
Vuelve a mirar hacia Kaishun y le hace un gesto para que se acerque.
-Era un prisionero de esta gente. Nos lo llevamos junto con los caballos. No podemos abandonarlo aquí -se cuelga el arco a la espalda y le tiende la mano-. Soy Sardo de Naxos.
-Kaishun -consigue articular el nauta mientras empieza a asumir que no lo matarán.
Durante dos horas, Kaishun y Sardo cabalgan en silencio. El veterano mercante parece herido, pero no dice nada. El otro hombre, el de la capucha oscura ha salido por delante de ellos con los caballos robados. Finalmente ve la luz entre las ramas de los árboles. La caravana que había visto por la tarde ha cerrado un círculo entorno a una hoguera.
Sardo desmonta junto a dos guardias del campamento. Ambos tienen rasgos almuzalifes, quizá djebeles. Seguramente son los que había oído hablar durante la reunión de la tarde. Están acabando de cepillar y atar a los caballos robados. El otro hombre, Harmat si ha oído bien, llegó hace rato. Hablan entre ellos en bajo pero, al menos en parte, emplean la lengua mercante. Kaishun no puede entenderlo todo pero los vigías parecen coincidir con Sardo en que el otro, el tipo siniestro de la capucha, ha convertido un robo de caballos en un baño de sangre. El nauta no siente pena por sus difuntos captores y, aunque probablemente tienen razón en sus opiniones sobre Harmat, mirando sólo por si mismo, su situación ha mejorado ostensiblemente.
-Puede dormir en mis cómodos aposentos -Kaishun reconoce la voz, él es el que hablaba en la torre, pero no acaba de entender el tono. Se gira hacia él para añadir con una sonrisa-. Me queda toda la noche de guardia.
Se llama Yusuf, Yusuf ifn algo, no lo consigue recordar, igualmente Kaishun se lo agradece. Lo agradece más aún cuando ve la tienda. Una tienda colorida y brillante, de fina seda a través de la cual se filtra el tenue brillo de un brasero. La tienda es mucho más cálida que la habitación llena de agujeros de la torre. Antes de acostarse aprovecha para lavarse la cara frente a un espejo de bronce. “La conocida higiene de los almuzalifes” -piensa sonriendo. Sin ataduras en las muñecas, con la cara y las manos limpias y cubierto con suaves sábanas en lugar de la infestada manta, la sonrisa le acompaña hasta dormir.
-¿Kaishun?¿Un nauta? -alguien habla en imperial cerca de la tienda entre toda una jerigonza de idiomas y palabras agitadas.
El sol ilumina ya las sedas, llevaba demasiado tiempo sin dormir de un tirón.
-Nauta parecía, desde luego, con todas esos tatuajes que trata infructuosamente de ocultar -es la voz de Yusuf, parece tan fluido en la lengua común del imperio que en la lengua mercante.
-¡Kaishun! -grita la primera voz, parece acercarse a la tienda.
-¿Jeffrey Shelby? -la voz del nauta transmite la misma sorpresa que probablemente está reflejando ahora mismo su cara.
(continúa...)
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Yusuf
(...continúa)
Las finas sedas de la tienda, brillantes y coloridas, estaban rígidas por la escarcha de la mañana. La vistosa tienda con la que Yusuf ha viajado tantas y tantas leguas desde su partida del Califato no está pensada para las frías madrugadas de los inicios del año en las montañas del Turnal. Recogerlas, en ese estado, había sido una labor mucho más penosa de las que Yusuf solía acometer. “Todo el mundo tiene que trabajar en el campamento” – piensa mientras calienta sus entumecidos dedos junto a la hoguera de la mañana, justo sobre las dos liebres que Sardo ha cazado para el desayuno y ya impregnan los restos del campamento con un delicioso aroma.
Al resguardo del valle, o eso le han dicho Lofre y Ezoitz, el frío es menor que cuando acometan la subida al Collado de Tzurena. Yusuf aprieta sus dientes mientras se frota las manos. Espera que todo salga según lo previsto y hayan cruzado ya el collado para la hora de acampar de nuevo. La vertiente asimana de la cordillera también debe estar resguardada. Al menos eso espera, tratando de espantar los temores a una noche aún más fría. No tiene motivo para desconfiar de los turnaldunes, ellos deberían conocer esta zona.
Durante el desayuno, Yusuf ha conseguido recuperar suficiente calor corporal como para mostrarse de nuevo encantador. Comparte sus impresiones sobre el frío clima con un más que comprensivo Zahir, tan acostumbrado como él a las cálidas arenas del otro lado del mar, charla animadamente con León y con Caeliban o aguanta las chanzas y chascarrillos sobre sus tiritonas de parte de Kara y Laisel. Mientras tanto, acostumbrado a no dejar de prestar atención a su entorno, oye las conversaciones entre Quillian e Isto.
“La información, hijo mío” –resuenan en su cabeza las palabras siempre sabias de su maestro Tasfin- “, el tesoro mayor y menos cuidado de los hombres. Escava en la información, indaga en sus recovecos y atesora cada secreto que encuentres.” Las enseñanzas de su malogrado maestro se clavaron en lo más profundo del joven Yusuf. Su vida ha girado entorno a pilares fundamentales que Tasfin construyó con esmero antes de su prematura desaparición. Las lecciones se convirtieron en hábitos.
No hay ningún secreto que desentrañar en la conversación entre Isto y Quillian, nada que atesorar, pero aún así, y mientras habla con otros, Yusuf presta atención. Los ancianos hablan de una torre de guardia en Tzurena. Un puesto fronterizo de Asima en uno de los caminos menos transitados en la región turnalduna, donde salvo por torres como esa resulta prácticamente imposible determinan dónde rigen las leyes de Asima, el Trasmonte o la Gran Cuenca. Parecen barajar posibilidades sobre si estará habitada o no.
Lawren y Sardo están ensillando los caballos. El altivo elfo ha dejado a su mujer con los preparativos finales del desmontaje y estibado de sus pertenencias para acompañar al viejo cazarrecompensas a investigar la torre. Sardo ha terminado de empacar ya todo cuando salen, todas sus pertenencias caben casi en la grupa de su caballo. Yusuf no puede evitar pensar en la comodidad que supone esa forma de vida, si el llevase una tienda tan pequeña y sin amueblar, ya habría acabado con su labor. Tras un pronunciado suspiro, lanza al fuego los huesos de la liebre que hace rato que ha terminado de comer y se levanta, desentumeciéndose, aún le queda mucho por recoger para partir.
Las risas y chanzas que parecen acompañar siempre al grupo cuando levanta uno de sus campamentos han quedado atrás hace rato cuando Yusuf para un instante a un lado del camino. El burro que tira de la carreta de un solo eje en la que porta sus cosas aprovecha para mordisquear unas ramas yermas de la parte baja de un enebro mientras el almuzalif se sacude los pies con vigor para despegar la nieve que se le ha acumulado. Sus compañeros parecen lidiar mejor que él con las nieves, quizá con la excepción de Zahir pero él tiene la suerte de viajar sentado junto a Quillian en el pescante de su gran carromato.
Pero Zahir hace también un par de horas que partió junto con Jeff hacia la torre. No pudo oírlo todo cuando Lawren llegó, pero al parecer habían encontrado bandoleros en la torre y necesitaba ayuda. Los dos jóvenes que la noche anterior habían estado intercambiando puñetazos por diversión no habían dudado en acompañarlo, temerosos de lo que podría pasar con Sardo, que había quedado en solitario en el paso del collado, vigilando el lugar.
No queriendo desaprovechar la oportunidad, Yusuf guía su asno hasta el frente de la comitiva. Situado tras el carromato de Quillian, como si de lo más natural del mundo se tratase, ata firmemente su ramal a una de las argollas de hierro macizo en las que tensa lona que cubre el más que abultado cargamento principal del campamento encuentra su anclaje. Se sacude la nieve de los hombros, descubre su cara y, con la mejor de las sonrisas se dirige directo hacia Quillian.
-¿Acaso no es exponerse a estos fríos lo que mantiene a Quillian tan lozano? -dice Yusuf con teatralidad mientras se sienta en el pescante junto al pasaní- ¿No creería un observador casual al mirarnos que mi piel ajada por el sol y la arena es la del más viejo de los dos?
Quillian sonríe ante las zalamerías de su flamante compañero de banco. Yusuf sabe que el viejo es demasiado listo para dejarse engatusar, pero confía en que lo tome con humor y sea ese mismo humor el que le permita quedarse allí sentado, lejos del suelo cubierto de nieve al que sus botas parecen querer aferrarse hasta no dejarlo caminar.
La noticia de que en la torre hay guardias y no bandoleros llega cuando ya ha conseguido entrar en calor, al menos tanto como es capaz en estos climas. Aún con la orden expresa de entrar a dar parte de su grupo cuando pasen, parece algo mejor que enfrentarse a bandoleros y asaltantes de caminos. Zahir no le reclama el asiento, por lo que Yusuf se mantiene arrebujado en su manta, agradecido por no caminar. El djebel parece inquieto, tanto él como Sardo hablan sobre el guardia que han visto en la torre. No parecen mucho más contentos que si hablasen de un bandido.
-Nunca he visto mucha diferencia entre guardias y bandidos -señala Caeliban Ragnenne acercándose a los dos exploradores-, y menos en tierras fronterizas. Incluso Lawren parece estar de acuerdo.
-No parecía trigo limpio… -apunta Zahir.
-Llevaba los colores de Asima, de eso no hay duda -señala Sardo, mesándose la barba-, sabe Dios si alguien se los otorgó o si los arrancó de un cadáver.
Zahir parece apuntar más en la segunda dirección cuando siguen hablando, quedando cada vez más atrás del carro. Yusuf vuelve sus ojos hacia Quillian. El viejo parece meditabundo.
-¿Tú qué crees? -pregunta tras un largo rato, tanto que Yusuf tarda unos segundos en hilar sus pensamientos para saber a qué se refiere.
-Yo creo que no importa lo que yo crea -responde finalmente con una sonrisa. Ante la insistente mirada de Quillian prosigue-. Lo importante es que ellos están en la torre y la torre en nuestro camino. Si son bandoleros querrán nuestro oro, nuestros caballos y quizá una mujer, todo para dar rienda suelta a sus vicios. Si son guardias fronterizos probablemente querrán nuestro oro, nuestros caballos y quizá una mujer, todo para dar rienda suelta a sus vicios por el gracioso nombre de su majestad la reina Belnamé. ¿Qué importa?
-Importa -musita Quillian quedamente-. Importa.
La torre se ve iluminada a lo lejos cuando el viejo pasaní parece volver en sí de sus largas cavilaciones. Es una estructura bastante vieja, de buena factura pero descuidada y maltratada por el tiempo y el clima. En el punto más alto del camino, en el exterior de la amplia curva que cruza el Collado de Tzurena, se yergue la mole de piedra de más de cinco varas que sirve como peana y primer piso de la edificación, mitad tallada en la roca viva, mitad construida con grandes sillares de corte tan preciso que apenas dejan ver el resquicio entre ellos. Sobre ella, un piso de madera encalada en la que las inclemencias han dejado cicatrices visibles. Coronándola, un tejado de pizarra con casi más huecos que tejas, tapa un espacio vacío y con barandillas que sirve para emplear como punto de vigía. Aprovechando dos de los laterales de la planta cuadrada inferior, desde la torre se extiende una empalizada de unas tres varas de altura, de madera endurecida y picos afilados en la que el moho y los líquenes campan a sus anchas.
-Tzurenaen emakalzua -canturrea Lofre, que se ha puesto al lado del carromato, agarrándose al pedal-, tzurenaen emakazua, amma kaztoa, arba tzarra…
Para de cantar cuando ve la mirada de Yusuf. Lofre Larnanz, otrora uno de los mejores montaraces del Turnal, mano derecha de Quillian. En el poco tiempo que Yusuf ha acompañado a la Retsannen Broederchaft no ha tenido ocasión de indagar lo suficiente en su historia. El decrépito Lofre debe ser algo más joven que Quillian y, por lo que ha conseguido averiguar, lleva en el grupo desde el principio, aunque pasó un largo tiempo fuera. En ese tiempo alguna enfermedad, unida seguramente a un apasionado gusto por la bebida, le habría destruido, arrojando de vuelta a la compañía los despojos humanos de lo que un día fue. El tema es demasiado escabroso para preguntar abiertamente.
La mirada de Lofre, con sus ojos lechosos y hundidos en sus cuencas amoratadas, hiela la sangre a Yusuf. Casi desearía no haberlo entendido. Por algún motivo desconocido, que pueda entenderlo en su turnaldún natal parece ser algún tipo de afrenta para él. El almuzalif busca con la mirada a Quillian, busca su siempre conciliadora sonrisa, y la encuentra a su lado. Lofre parece amansarse tan pronto como el viejo pasaní sonríe.
-Hermano, sube -dice Quillian sin dejar de sonreír-, toma las riendas y no detengas el carromato. ¡Compañía! -grita volviéndose hacia el grupo- Estos amables soldados de su majestad quieren vernos, Yusuf y yo mismo entraremos a ofrecer nuestros respetos el resto seguid adelante.
-Déjame ir como escolta, Quillian -grita desde retaguardia Laisel, irguiéndose cuan alta es.
Quillian parece musitar algo para sus adentros antes de responder. Mira a Yusuf y le sonríe.
-De acuerdo, hija. Y lleva a Jeff contigo, si en algo se parece a ti ese imperial, seréis suficiente para parar un ejército.
La mirada cómplice de Quillian deja a Yusuf pensando durante todo el camino hasta la torre. No quiere preguntar qué quería trasmitirle, pero parece totalmente incapaz de averiguarlo por su cuenta. Han tomado cuatro caballos para ir a la fortificación. El grupo se aleja ya por el camino, con su lento avance, cuando cruzan la empalizada. La tensión en la mandíbula de Jeff es evidente. Laisel, aunque aparentemente calmada, estudia con ojos vivos y rápidos todo su alrededor.
Un soldado, un hombre que aparenta unos cuarenta años, con la cara picada de viruelas y pelo que empieza a clarear les conduce a los establos. Apenas unas caballerizas techadas junto a la torre. Su cota de malla muestra puntos de óxido y algunos aros desprendidos. El morado y amarillo de Asima no está por ninguna parte en su vestimenta. Tampoco es perceptible esa habitual compostura de los militares profesionales. Si no es un bandolero, es un guardia de tan baja estofa que sería indistinguible de uno.
Espera que Laisel haya prestado al menos la mitad de la atención que ha prestado él. Si es así, no duda que será capaz de despacharlo a él y a tres como él, pero ahora ya no puede hablar con ella. Su desabrido anfitrión les conduce por los gastados peldaños de roca hasta la puerta de madera tachonada en hierro de la torre. El guardia y Jeff quedan fuera mientras Laisel los acompaña a él y a Quillian al caldeado interior.
-Veamos qué sabes hacer -cree oír musitar a Quillian tras de él cuando un fornido hombre con coraza y la sobrevesta cuartelada en morado y oro con el león de Asima se levanta de la mesa y se dirige hacia ellos.
(continúa...)
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Prólogo
Quillian se arrebuja en su capa, la desgastada piel de zorro que ribetea su borde le traslada a tiempos mejores cuando la aprieta contra su flácido cuello tratando de buscar calor. Podría sentarse más cerca de la hoguera, eso seguro, pero prefiere ceder el espacio a los más jóvenes. Echa un vistazo hacia ellos; la compañía ha crecido mucho desde aquellos tiempos, ha crecido y ha perdido parte de su identidad. Quillian rememora la última vez que la cara de alguno de sus miembros había aparecido en un cartel de búsqueda por robar a algún recaudador o por fomentar alguna revuelta campesina. Desde luego hace mucho, no puede recordarlo.
La Retsannen Broederchaft no es ya aquella hermandad de bandoleros defensores del débil que él soño. El viejo sonríe, ahora la compañía es algo más, es una extensa familia no unida por la sangre. Es una extensa familia unida por el desprecio de los que debían cuidarlos; exiliados, apátridas, perseguidos, abandonados… Es su familia y esperan de él que les provea como su viejo patriarca.
Las risotadas de Laisel lo devuelven a la realidad. “Esa muchacha -piensa Quillian- es tan ruidosa como un oso”. Sonríe, pondría su vida en sus manos sin dudarlo; es, de lejos, la guerrera más fiera que ha conocido y es, ante todo, la responsable de haberle hecho recobrar algo de fe en las gentes del Imperio. Junto con las sonoras carcajadas de la moza, Quillian escucha vítores y ánimos, el jolgorio general de las apuestas menudas con las que sus hijos se divierten mientras que dos de sus compañeros protagonizan una pequeña liza al estilo pugno.
Zahir, el djebel que Quillian adoptó como uno de sus hijos cuando vio en él el reflejo de su propia justicia, está bailando alrededor de un muchacho de rasgos imperiales y gesto militar. Es una de las más recientes incorporaciones del grupo, Jeffry, cree. Un muchacho del invierno, Quillian ha vivido lo suficiente como para haber visto ir y venir a muchos muchachos como él, chicos perdidos y hambrientos que se acercan al campamento durante el invierno. No los culpa pero desea que Jeff sea diferente y no desaparezca cuando la primavera aleje las nieves y traiga más oportunidades.
Zahir rueda como una peonza y termina tumbado boca abajo en el suelo mientras Laisel levanta a Jeff por los aires entre risas, celebrando su victoria. El fornido muchacho parece casi un muñeco en brazos de la enorme moza. El djebel se levanta del suelo limpiándose la sangre de una ceja, aún sonríe. Quillian sonríe hacia él. “¿Por qué siempre acaba sangrando?”.
Apretándose aún más la desgastada piel de zorro hasta cubrirse casi la nariz, Quillian se levanta. Algunos de los que aún permanecen sobre la hoguera le hacen algún gesto o le desean buenas noches. El viejo pasaní estira un brazo hasta sacar una de sus manos por debajo de su capa a la fría noche y les devuelve un gesto amable antes de retirarse a su pabellón.
Ben, el niño, está durmiendo encima de unos cojines, fuera de su cama. El ambiente dentro es cálido y acojedor. Las paredes de vieja seda sin brillo salpicada por todas partes de parches de lino y lana basta siguen siendo más que capaces de retener el calor del gran brasero de hierro que Isto parece haber estado alimentando mientras lo esperaba. Nada más entrar, el también viejo contable clava en él sus ojos sin levantar su aguileña nariz del enorme libro de cuentas que siempre viaja con él.
-¿A qué venían tantas voces?
-Se están divirtiendo -Quillian sonríe afablemente encogiéndose de hombros mientras se quita la capa.
-Timbo ha hecho un verdadero festín para celebrar el año nuevo -responde, malhumorado, Isto levantando la vista mientras deja un dedo señalando en el libro-. Y por mucho que hayamos cazado y recolectado, ha gastado más de lo debido en lujos.
Quillian cuelga la capa en un perchero pero antes de soltarla lo piensa mejor y acercándose al muchacho que duerme en el suelo, se la tiende por encima.
-No va bien -interrumpe a Quillian cuando iba a empezar a hablar-, el invierno está siendo duro y tenemos tres bocas más que alimentar.
-Llevan alimentándose de ese mismo festín cuatro días, hermano -interviene Quillian con una sonrisa afable-, necesitan disfrutar, el invierno es duro para todos. Además, pronto tendremos buenos ingresos.
El contable mantiene los ojos clavados en la sonrisa del paternal pasaní durante unos segundos con un gesto indescifrable. Las aletas de su nariz algo ganchuda se ensanchan levemente cuando deja escapar un suspiro y asiente, distendiendo algo su gesto. Isto ha estado ahí desde el principio, puede que no sea la mejor compañía para una fiesta, pero si alguien de verdad vela por el bienestar del grupo ese es él. Con la ayuda de Quillian, Isto guarda en un pequeño cofre los montones de monedas que ha estado contando, casi con la intención de ver si se multiplicaban ante sus ojos.
Hay una pequeña fortuna; ochenta osos de plata del Trasmonte, dieciseis águilas caisanesas, también de plata y un buen puñado de piezas y medias piezas de cobre de las más diversas procedencias. Por último cuenta las piezas de oro, y se las pasa en pequeños montones a Quillian para que las vuelva a contar. Veintiuna piezas más entre escudos imperiales, taleros mercantes y dos leones de Asima. Es mucho más de lo que algunos campesinos verían en toda su vida pero sabe lo caro que resulta mantener fuera de la sociedad a un grupo tan grande.
-Y esto acabando de recaudar -bufa Isto.
-¿Tendremos suficiente hasta el torneo?
-Hay que comprar muchas cosas aún, intentaré hacerlo rendir.
Ha pasado casi una hora desde que Isto se fue a su carromato cuando Quillian se acuesta por fin. Ha estado pensando. “Isto Tomalles puede hacer que dos leones machos se apareen -le decía entre risas Autolf Hetwijg siempre que veía al contable hacer malabares con las cuentas-, dale dos monedas de oro y si las frota lo suficiente las convertirá en tres”. Quillian no está tan preocupado como Isto con la situación económica del grupo. Espera que dirigiéndose al torneo que la reina ha organizado en la capital de Asima puedan abultar lo suficiente su bolsa como para terminar de pasar el invierno. Pero ¿y si no? Quillian sonríe. Ojalá Autolf tuviese razón. Ojalá Autolf aún estuviese con ellos.
(continúa...)
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Quilian Ruschu
El indiscutible, paternal en el mejor de los sentidos y carismático líder de la Retsannnen Broederchaft -o de aquello en lo que el tiempo, los arrestos, los abandonos y el caritativo acogimiento de los desahuciados de la sociedad la han convertido- es muchas cosas. Es compasivo, sabio, generoso, organizado y afectuoso con los suyos; es un nómada desde su nacimiento y, si le preguntas, un nómada hasta la muerte. Es viejo, francamente viejo, aunque nunca diga cuánto y nadie en el grupo parezca saberlo -o quiera arriesgarse a perder su confianza desvelándolo-, las arrugas de una vida de gesticulación, risas y caminos, su pelo cano o sus historias que parecen narrar sin mencionar explícitamente los tiempos de La Gran Purga corroboran la extensión de su existencia.
Nacido en el seno del Clan Ruschu Almensilla Hamarizz en algún lugar de la fría costa nororiental del Sacro Imperio, poco o nada parece trascender de él antes de los 33 años. En las noches en las que el vino entona su voz y recuerda, rasgando su cistre, canciones de su niñez, no es extraño que acabe mencionando los oscuros tiempos en los que el Emperador Wiltmer Austwendenn decretó la expulsión de todos los pasaníes de las tierras del Sacro Imperio. Para los que han prestado atención a sus historias y, estando más sobrios que él al contarlas, recuerdan lo suficiente como para hilarlas entre sí, el pequeño Quilian vivió desde sus más tiernos años la desintegración de su clan, el abandono y la persecución.
En algún momento de su juventud, cuando al parecer -y de manera dolorosa para cualquier pasaní- ya había perdido casi por completo el contacto con sus familiares, Quilian Ruschu comenzó a interesarse en política. Militando aquí y allí en diversos grupos organizados que de un modo u otro le permitían encauzar el dolor que la edad había transformado en ira contra el Imperio.
Tras épocas convulsas en las que conoció de primera mano las más atroces formas de brutalidad por parte de las diversas guardias imperiales y el olor, temperatura y forma de no pocos calabozos por todos los territorios wendianos y alguna escapada ocasional a las no menos acogedoras prisiones pfainesas, su interés por la política decreció. Es en ese momento cuando aparecen las primeras menciones a la Retsannen Broederchaft -la Hermandad del Sol Rojo o Hermandad del Crepúsculo-, los rescoldos de la última hoguera de idealistas a la que había pertenecido. Junto con sus viejos compañeros Isto Tomalles, Autolf Hetwijg y Lofre Larnanz, con los que había compartido sus inquietudes de juventud, decidió que hasta el fin de sus días se mantendrían fuera del sistema que les era hostil.
Con los años y tras muchos viajes y trabajos de toda índole, Ruschu puede decir que ha cumplido su sueño. Es el patriarca de un nuevo clan -él mismo se refiere así al grupo, no usando ya casi nunca su nombre- en el que la raza o procedencia no importan, una gran familia en la que todos cuidan de todos que no acabó nunca de perder aquellas viejas costumbres adquiridas en sus años de lucha.
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Lofre Larnanz
Con un brazo y una pierna casi paralizados por completo, un ojo prácticamente muerto y más que frecuentes y dolorosos espasmos musculares, que Lofre Larnanz mantenga el humor de su juventud -siempre fue bastante seco- y no se haya agriado más roza lo milagroso. Miembro de la Retsannen Broederchaft desde sus mismos orígenes, el turnaldún sigue considerándose a sí mismo el guía del grupo y su explorador. Nadie más se lo considera, pero todo el mundo le respeta demasiado para decírselo.
Durante muchos años, Lofre había participado en todo tipo de incursiones contra la Gran Cuenca del Caissai, batidas para romper líneas de suministros, ataques a campamentos… Prácticamente autodidacta como casi todo su equipo de turnaldunes, el Trasmonte le debía mucho más de su autonomía de lo que nunca habrían estado dispuestos a pagarle. Cuando el estado caisanés cejó en su breve empeño de expandir sus fronteras más allá de la Cuenca y se centró en no perder territorio ante el avance almuzalif, Lofre y su equipo viajaron hasta la mismísima Cania con la intención de que su labor fuese reconocida.
Nadie ha oído nunca de ninguna condecoración militar para ellos, de hecho probablemente nadie haya oído nunca hablar de los turnaldunes que valientemente defendieron las fronteras de un reino que los desprecia fuera del turnal. Nadie lo ha oído porque nunca pasó. Cuando las protestas terminaron en refriegas y estas en ejecuciones, Lofre Larnanz fue el único que había conseguido escapar. Con sus compañeros moría su historia.
Cuando conoció a Quilian Ruschu ambos se sintieron profundamente identificados. Sus historias, aunque diferentes, dejaban el mismo poso de abandono. Lo que Quilian tenía y a él parecía faltarle era el empeño en que historias como las suyas no ocurriesen a más gente. El pasaní traía ya a sus espaldas una larga trayectoria como forajido y luchador por la libertad y Lofre la abrazó y se metió de lleno en ella. Años después, un enfado con el por entonces novato Harmat Ruharamshuf acabó con él y Autolf Hetwijg separándose del grupo y buscando su propio camino.
Hace ya más de quince años que Lofre volvió con la Retsannen Broederchaft. Volvía tullido y visiblemente enfermo. Para entonces Timbo formaba ya parte del clan y pudo curar su enfermedad, pero el viejo turnaldún nunca recuperó los daños neurológicos sufridos. Reacio a hablar del tema, lo único que sus más cercanos amigos han conseguido sacar de él es la mención a la mash-lakaar, la muerte temblorosa en la lengua de las llanuras, una enfermedad que en el lejano este parece causar terror.
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Zahir
A Quilian Ruschu le gusta pasearse por el campamento al anochecer, pasar lista de los integrantes de su diversa familia elegida. Hoy su mirada se centra en el joven de barba descuidada y largo pelo oscuro sentado oteando las planicies del este con una expresión indescifrable. Hace ya un par de años que lo vio por primera vez, en una riña en una posada cuando unos borrachos intentaron pasarse de la raya con una joven pasaní que por casualidad, era el contacto que estaban buscando para un trabajo. El chaval acabó la noche con un labio partido, una trifulca en tablas por la intervención de Ruschu, un beso de agradecimiento de la joven y uniéndose a la cuadrilla. De alguna manera su clan sabía cuál sería su destino, o quizá fue su nombre lo que forjó su carácter; Zahir, protector, el nombre que le dieron los que lo vieron nacer, no es muy dado a reflexionar sobre profecías autocumplidas. Él estaba destinado a ayudar, a defender a los suyos, desde muy pequeño siempre tuvo un espíritu guiado por un sentido muy fuerte de la justicia. Aunque a veces esa justicia estaba muy clara a sus ojos y no tanto así ante la perspectiva de los que lo rodeaban. El jóven Zahir mira al horizonte mientras juega perezosamente con un cuchillo entre sus dedos; está atardeciendo, ya se vislumbra la luna llena y la planicie donde han establecido su campamento está rodeada de campos de trigo que brillan con un dorado no demasiado distinto a las arenas entre las que creció. La nostalgia no es un sentimiento que se permita con frecuencia, cada uno de sus pasos lo ha llevado hasta su presente y aunque alguno fuese cuestionable, no se arrepiente de ninguno. -Idir, hijo, ¿en qué piensas tan taciturno? No te pega. Zahir levanta la mirada y sonríe al escuchar la voz del viejo Quilian hablarle; Idir, el nombre que le dio su madre; muy pocas personas se han ganado el derecho a utilizar ese apelativo. -Nada importante, viejo, recordaba a alguien de mi viejo clan - Responde quitándole importancia a las imágenes que el trigo y la luna habían traído a su mente, Badr, con su cabello claro, su cuerpo esbelto y sonrisa torcida corriendo entre las tiendas, comiendo sin cuidado algún un trozo de carne robado del plato de alguien descuidado e ignorando la punzada dolorosa que sentía en el pecho. -¿Nadie importante, seguro? - El viejo era perspicaz. -Su nombre significaba "luna llena" - Zahir devuelve la mirada a la luna y Quillian asiente siguiendo el tren de pensamiento del Djebel - fuimos buenos amigos, cercanos. El patriarca calla, deja al joven organizar sus ideas, sabe que no es muy de hablar y mucho menos de su pasado. Nuevos recuerdos llenan los pensamientos de Zahir; Badr en el suelo, con heridas y cardenales cubriendo su cuerpo, a penas capaz de respirar; Faris, el futuro guerrero del clan, alto como una torre, imponente y altivo, el responsable del estado de Badr. Rabia ciega, sangre derramada en la arena… Zahir cierra los ojos, respira profundamente, de pronto consciente de la cicatriz que le recorre desde medio torso hasta la ingle. Ese día selló su destino, casi mata al sucesor del guerrero del clan y en consecuencia fue desterrado. -A veces me planteo en dónde estará… Creo que abandonó el clan poco después de mi… partida - Quillian conoce parte de la historia, y no le pasa desapercibido el gesto de Zahir llevándose la mano al costado - Espero que haya aprendido a cuidarse las espaldas, no era la persona más prudente. -Las amistades, si son fuertes, sobreviven largas distancias… Quizá el destino hará que os reencontréis - El patriarca concede, mientras apoya la mano en su hombro, sabe que el joven que está delante de él es leal a rabiar y aprecia la cercanía de las personas más que la gloria o el dinero. -El futuro no es predecible, viejo, prefiero centrarme en el hoy y en quienes me rodean ahora ¿Crees que la cena estará lista pronto? El djebel vuelve a sonreir, relajado, apartando los malos recuerdos de su cabeza y centrándose en el aroma que le ha llegado de pronto del caldero. Quillian le observa alejarse, la actitud melancólica olvidada.
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Isto Tomalles
Cualquier grupo que pretenda autogestionarse, lo cual incluye a las pandillas de inadaptados como en la que se ha convertido la Retsannen Broederchaft, necesita un cierto nivel de control de sus ganancias y gastos, un inventario de sus bienes y una buena planificación económica. Por desgracia para muchos de esos grupos, las personas entregadas devotamente al mundo de la contabilidad no abundan entre los aventureros, guerrilleros ni viajantes. Por suerte para la propia Retsannen Broederchaft, Isto Tomalles es sin lugar a dudas la mejor encarnación del contable que uno puede convencer para dormir en una tienda.
Nacido en el puerto de Benamita, hijo de una larga tradición de zapateros, el joven Isto pronto se hizo cargo de las cuentas del negocio. Su facilidad para los números y el pensamiento abstracto complementaban con las artes de venta que su padre le inculcaba hasta tal punto que con tan solo 13 años Isto Tomalles era uno de los cuatro representantes del Gremio de Zapateros de la ciudad. Carismático, pragmático y directo, fue uno de los instigadores de las Revueltas Gremiales en su Benamita natal. Su derrota fue, como es sabido, absoluta. El poder real de Asima castigó a los gremios implicados, redobló su carga fiscal y derogó algunos de los avances que habían conseguido durante años.
Sólo por su oposición a los impuestos, Isto Tomalles ya habría podido abrazar la vida del forajido. Sin embargo, las fuerzas del orden de Benamita, aún dolidas por los enfrentamientos y sabedoras que tras la victoria contra los gremios tenían la sartén por el mango, aprovecharon para perseguir a los cabecillas. Isto no estaba en su casa, por pocos minutos, cuando el incendio la destruyó. Nadie sabe qué hizo después, sólo que los carteles de búsqueda con su joven cara -contaba entonces 17 años- inundaron Asima. Los que lo conocen dudan que alguien con tan poco apego a la violencia pudiese asesinar a sangre fría a seis oficiales.
Perseguido, Isto partió hacia el norte. En algún lugar del Gran Ducado de Arno, el fugitivo se encontró con Quilian Ruschu y Autolf Hetwijg. Parecían compartir con él el desprecio hacia los estados y sus impuestos, quizá por motivos diferentes, pero carecían de cualquier tipo de organización o estructura. Como era su costumbre, hizo un rápido balance de los riesgos y beneficios de aliarse con ellos. Debió salirle bastante positivo, pues casi cuarenta años después sigue ejerciendo como su tesorero.
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Harmat Ruharamashuf
Su mirada, la primera vez que uno ve a Harmat Ruharamashuf, parece una sentencia de muerte. Tras un natural intento de dejar a un lado el racismo aprendido contra los hamassies y tratar de ver en él más allá del asesino, una segunda ojeada revelará que sus negras dagas que al parecer nunca dejan de ser el juguete predilecto de sus hábiles manos lanzan un mensaje bastante acorde al de su mirada.
Sin embargo, Harmat Ruharamashuf puede decir en su defensa que ya no es un asesino a sueldo del Suruniam Maharabistuk y lleva un buen tiempo sin serlo. Su primera misión se torció -mucho se especula sobre si su misión era matar a Quilian Ruschu pero si bien éste parece esquivar el tema con una sonrisa paternal, el propio Harmat suele ser más drástico en su oposición a hablar sobre ello- o si la Retsannen Broederchaft fue la causante involuntaria del fracaso. Harmat tenía entonces sólo quince años y ya era un asesino más que competente y un conocedor del Código. No siendo muy hablador, y menos aún de su pasado, es difícil conocer el contenido de ese Código que menciona, pero es fácil comprender que el fracaso en su primera misión probablemente implicaba un castigo que el joven Harmat no estaba dispuesto a asumir.
Acogido como uno más por Ruschu, Tomalles, Hetwig y Larnanz a pesar de que prácticamente doblaban su edad. La perspectiva que Ruharamashuf tenía del mundo se profundizó, abandonando la dicotomía aprendida cazador-presa y, sobre todo, se ensanchó. La primera vez que Autolf Hetwijg e Isto Tomalles se enfrentaron con éxito a un enviado del Suruniam Maharabistuk, Harmat decidió en su fuero más interno que esa era ahora su familia.
Algunos han venido y se han ido desde que Harmat Ruharamashuf se unió a la Retsannen Broederchaft y casi todos lo han mirado con recelo, reprobación o miedo. Todos menos los viejos fundadores que, ante la atónita mirada de aquellos que no pueden entender que personas tan aparentemente bondadosas defiendan a un asesino hamassi. Sin embargo, esa oposición frontal de muchos de ellos han impedido que Harmat alcance nunca posiciones de más relevancia en el grupo.
El asesino no parece sentirse mal al respecto. Bebe una vez a la semana un buen vino con Isto Tomalles, se entretiene en la fabricación de sus venenos -de los que además suele obtener una buena cantidad de dinero en los territorios apropiados y un cartel de búsqueda en los que no- y goza de las atenciones que la joven Ezoitz Olasuegi le profesa haciendo caso omiso a las más que evidentes muestras de que es una relación interesada.
Aunque no guste admitirlo en voz alta, sus habilidades resultan útiles al grupo como carta de último recurso cuando los métodos normalmente más sutiles que emplean no dan frutos o cuando la situación es desesperada. Puede que con la primera generación muera el sentimiento de camaradería, puede que muera la sensación familiar, pero Harmat no quiere separarse del grupo. Aunque le cueste admitirlo le ha cogido cariño. El resto del grupo haría bien en entender que esa es la mejor opción.
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