#punta seca
Explore tagged Tumblr posts
liberatedlilgirlblue · 8 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
María Carmen Portela ( 1898 - 1983)
7 notes · View notes
ladyoranges · 10 months ago
Text
Tumblr media
Final drypoint stamp
3 notes · View notes
faebianceruleo · 2 years ago
Text
Tumblr media Tumblr media
0 notes
sunandra2 · 2 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Paul Emile Bécat
Nació el 2 de febrero 1885 en París. fallecio en 1960 Pintor y grabador y el mejor y más conocido de todos los ilustradores de libros eróticos, obtuvo el Grand Prix de Roma en 1920.Tuvo como maestros a Gabriel Ferrier et François Flameng y participó en el Salón de Artistas Franceses en 1913. Su fama le llegó con retratos para importantes escritores, y además de sus ilustraciones eróticas, por los dibujos que realizó a su vuelta de un viaje al Congo, Gabón y y Sudán, hechos con la técnica de punta seca. Realizó así mismo las famosas barajas de naipes «Le Florentin», que fue editada por «Les Jarres d’Or» de Paris.
Son recurrentes y escandalizantes las escenas lésbicas de religiosas entregadas al placer erótico, como así también las escenas de amor de alcoba, castigos religiosos en conventos, triángulos amorosos y voyeurismo con personas que fisgonean a otros
Posiblemente sea el ilustrador más prolífico de literatura erótica , expuso por primera vez en el Salón de París en 1913. Pintor consumado, expuso regularmente, especializándose en retratos y desnudos. Como miembro activo de la Société Coloniale des Artistes Français (Sociedad Colonial de Artistas Franceses), realizó varios viajes a África durante los años 1920 y 1930, y ganó dos premios importantes relacionados con África: el de África Occidental Francesa y el de África Ecuatorial Francesa. Este interés por África continuó durante toda su vida, y en 1947 ilustró la primera novela africana que ganó el prestigioso Premio Goncourt, la semiautobiográfica Batouala del poeta y novelista francoguyanés René Maran. Se casó con Marie Monnier, una consumada artista y bordadora que, cuando se conocieron, era la amante del poeta y autor Léon-Paul Fargue. Marie era hermana de Adrienne Monnier, la primera mujer de París que abrió su propia librería en La Maison des Amis des Livres, y que, junto con su amante estadounidense Sylvia Beach, dirigía la famosa librería parisina de libros en inglés Shakespeare and Company, que todavía existe en la actualidad. Estas conexiones literarias y editoriales mantuvieron a los Bécat en el centro de la escena artística francesa.
La década de 1930 fue una época de auge para los editores franceses de libros ilustrados, y las características del trabajo de punta seca de Paul-Émile eran exactamente lo que querían sus clientes; a diferencia de algunos ilustradores, Bécat también podía trabajar con rapidez y fiabilidad. A finales de la década de 1950 había ilustrado más de noventa libros, incluidos todos los títulos eróticos y ligeramente eróticos habituales. Aunque la mayoría de sus ilustraciones siguen un estilo y una temática similares, estaba abierto a tratamientos diferentes, tanto como los antes citados diseños de naipes para Le Florentin como para las Mémoires de Casanova; también le gustaba claramente el sexo, como atestiguan sus propias imágenes
10 notes · View notes
rubimoon45 · 1 month ago
Text
Bonten´s influence
-Sanzu Haruchiyo x fem!reader
Tumblr media Tumblr media
/ If you want to read it, you can translate it into English or another language /
Words: 11.565
Synopsis: She is Mikey's girlfriend. It's not the best situation, but it's still better than being alone, right? In the end, the best option is to stay with the strongest and the one who loves you... Is that true?
First chapter, second chapter, three chapter, four chapter
Tumblr media
Habían pasado unas semanas desde el día que le dio a Kakucho el papel con lo que iba a hacerle frente a Mikey. Y habían pasado unas semanas sin tener más noticias de nadie. Por eso, y cansada de esperar y convertir todo en una situación peor, decidió llamar aun amiga para que la acompañase a la cita que tenía programada.
La búsqueda de un nuevo apartamento estaba solucionada, en parte. Solo necesitaba hacer una criba de lo que realmente se iba a llevar consigo a su nueva vida sin Mikey y estaría listo. Su amiga, Victoria, una chica de intercambio de la que se había conseguido hacer amiga en el instituto la acompañaría en todo ese proyecto. No tenía fuerzas para hacerlo todo sola. Literalmente.
-Voy a empezar a pensar que me estás acosando -dijo, después de despedirse de Victoria con la promesa de que volverían a verse pronto, y se acercaba al coche aparcado en la calle.
Ese día llevaba un traje de dos piezas únicamente. La camiseta blanca del interior sobresalía ligeramente, como si lo hubieran pillado desprevenido, y el traje rosa de siempre. Ya empezaba a ser costumbre encontrárselo en plena calle, ya fuera por casualidad o porque era el fiel perro loco de Bonten. Había un dicho entre los ejecutivos que pronto llegó a oídos de Mikey, y que Mikey le había contado riéndose de lo tontos que podían llegar a ser esas personas.
«-Le llaman perro loco porque parece un perro -le dijo, mientras hacían una ensalada en la comida de ese apartamento de lujo en el que él vivía y que pocos pisaban-. Pero hasta un perro necesita atención de más gente, ¿no?».
Dudaba que fuera su caso, dada la tensión que siempre hubo entre ellos hasta en los mejores momentos. Si es que ella podía considerarlos buenos momentos a cómo una empresa criminal crecía hasta llegar a controlar al propio gobierno.
-Mikey me manda -respondió, sin más, y sin mirarla. Volvía a estar fumando. Por el olor, era tabaco, y no hierba-. Le ha llegado la notificación del seguro del médico. Quiere hablar contigo.
Por un momento, se maldijo a sí misma por ser tan estúpida de pensar que iba a quedar entre ella y una amiga alejada de ese mundo. Claro que iba a tener todavía formas de controlarla, aún sin saber a qué grado de cercanía podían continuar.
-¿Qué quiere ahora?
-Y yo qué coño voy a saber -escupió de mala gana, tirando el cigarrillo al suelo y pisándolo con la punta del zapato. Mocasines, cómo no-. Hablar, supongo. Estaba calmado cuando me llamó. Sino ya estarías en el coche amordazada.
Se permitió el lujo de mirarle como si la estuviera vacilando. Aunque bien sabía que era cierto. Un jefe criminal no se andaba con tonterías. Y ella al parecer tenía las de perder en muchas ocasiones. Ella respiró, asintiendo.
-Puede llamarme. No es como si tuviera un imperio a mis hombros que no tuviera tiempo para preocuparme por los demás.
-¿Puedes dejar de ser tan perra por un momento y pensar? Quiere hablar contigo, ya es algo. Suficiente tiene con haberme mandado a buscarte.
Lo que sí que quiso decirle era llamarlo estúpido. O imbécil. O el primer insulto que se le viniera a la cabeza por la forma en la que la hubo llamado. Acabó suspirando, y evitando la profundidad de su mirada y clavándola en el suelo. Las ganas de llorar eran fuertes por la medicación que le habían mandado tomar los días previos.
-Dile la verdad y quítatelo de encima. Así nos ahorras tu presencia y saber qué haces.
-Tampoco os lo he pedido.
-Él sí, porque al parecer su pequeña esposa no es suficiente que necesita a la mocosa con la que lleva años saliendo -soltó una risotada seca, guardándose las manos en los bolsillos del pantalón-. Lo mínimo que tienes que hacer es acudir a su llamada para que te arregle
Por alguna razón, el que le dijeran la verdad a la cara dolía más que pensarlo ella misma. Y como siempre, era esa persona la que llevaba el clavo ardiendo a clavárselo en la piel desnuda. Se mordió el labio, y luego el interior de la mejilla hasta que los nervios le dijeron que se detuviera si quería no destrozarse el interior de la boca. Apretó el asa del bolso, pasándose la otra mano por la cara para apartar el desanimo que empezaba a aparecer en los rincones de sus ojos.
-Dile que se meta eso por el culo -le respondió, con el mismo tono despectivo que tenía reservado para reírse de ella. Ahora, era su turno de abrir el cajón de mierda-. Y tu, lo mismo. Seguro que os gusta.
Iba a irse cuando sintió una punzada en el estómago. Dolor. Desesperación. Porque estaba dejando todo atrás de aquella forma. Incluso cuando Mikey podía haberla convencido de dejar todo en tablas y ser simplemente amigos.
Los dedos de Sanzu se clavaron en su piel de un solo movimiento y rápido. A ella hasta le sorprendió que pudiera haberlo hecho a ojos de toda la gente en plena calle y en pleno día. Tenía los ojos bien abiertos y los dientes le chirriaban por apretar la mandíbula.
-A Mikey no le gustará -advirtió, tal vez con un cierto toque suave para no espantarla a la primera. Pero eso no le quitaba el grado de amenaza-. Estás jugando a un juego que no te conviene.
-¿Y a mí qué? -le encaró-. Llevo semanas volviéndome loca en ese apartamento, sabiendo que puede entrar en cualquier momento, y sorpresa, no ha aparecido. El otro día se coló para dejarme su llave y para decirme que prácticamente era una estúpida si pensaba que podría seguir habiendo un nosotros. Todo lo que vivimos es pasado. Dile de mi parte que se concentre en su esposa y en su futuro hijo, si es que alguna vez puede ser feliz con todo lo que tiene en esa cabeza -la amargura en su voz salió incontrolable, alimentada por la forma en la que la vena del cuello de Sanzu se hinchaba e hinchaba presa de la furia que ella le generaba-. Y que deje de mandarme a sus perros cuando quiera un momento de paz en lo que él ha montado.
Se lo quitó de encima de un movimiento, si bien se tambaleó y tardó unos instantes en recuperar el equilibrio en esos tacones. La gente a su paso no les prestaba mucha atención. Debían de pensarse que estaban en una discusión de pareja y que no eran los protagonistas de una historia mientras ellos se rompían el lomo a trabajar. A pesar de ya no estar en sus brazos, aún sentía la sombra de sus dedos clavados en su piel como las garras de una máquina.
En el forcejeo, se le cayó el bolso y todo lo que llevaba dentro. Incluyendo la receta de sus pastillas y el parte médico que le permitía ir a recogerlas a la farmacia; antes y después. Antes de que pudiera recogerlas, él se había doblado por la mitad y recogido los papeles. Ella se lanzó a intentar arrebatárselo, sacándole una risa burlona mientras lo leía desde lo más alto para que ella no lo alcanzara. La sonrisa desapareció tan pronto como el contenido de los papeles entraron en su cabeza.
-¿Qué cojones es esto?
De un salto, ella le quitó los papeles, ahora arrugados, y con las mejillas rojas de vergüenza y rabia a la vez clavándole una de sus peores miradas.
-Estoy embarazada, ¿y qué?
-¿Mikey lo sabe? -fue lo único que preguntó, apoyándose en el coche. La miraba como si fuera una cosa nueva y extraña.
-Eso no es asunto tuyo ni de nadie -se guardó las últimas cosas en el bolso, entre los papeles y el maquillaje-. Solo mío.
Sanzu se apartó del coche y la volvió a agarrar del brazo cuando la vio intentar marcharse. Ella apretó los dientes reuniendo todas sus fuerzas para no darle una bofetada que lo mandara lejos de ella.
-¿Vas a tenerlo? -miró a un lado y luego a ella, y por primera vez le pareció ver algo más en su mirada aparte de maldad natural-.
Se le escapó una risa amarga y cortante.
-¿Ahora es asunto suyo? -quiso saber, ya por desesperación.
-¿No es su hijo?
-Eso tampoco es asunto tuyo.
Sacudió la cabeza. Tal vez eso pudo haber sido su primer error. Sin saber que Sanzu no entendía el idioma de las mujeres cuando se sentían sofocadas por tantas preguntas sin sentido.
-¡Te has tirado a alguien más estando con él, zorra! -los dedos de Sanzu le envolvieron el antebrazo para detenerla, aunque ella no se había movido de donde estaba. Ella frunció el ceño, mirándole con la boca abierta.
-¿Qué coño haces? Claro que es de él
Sin poder resistirlo, ella abrió la boca y le clavó los dientes en la mano que la agarraba. Sanzu le gruñó y la sujetó por la cabeza, tirándole del pelo y la cabeza hacia atrás. Gritó de dolor, y más cuando sintió su cuerpo impactar contra el coche. La cara de Sanzu estaba cerca de la suya cuando abrió los ojos empañados en lágrimas y le vio con los ojos envueltos en pestañas rubias mirándola de cerca.
-No vuelvas a pensar en hacer eso, mocosa.
-Que te den -escupió.
-Le diré a Mikey que te has tirado a otro mientras estabais juntos. ¿Te crees que no lo haré? Y él te matará. O mejor: me mandará a matarte. Y puede que disfrute cada minuto por lo que has hecho. Tal vez te arranque a ese bastardo él mismo.
Una de las manos la soltó y la agarró por el cuello, sujetándola con una fuerza brutal que sin dudas le dejaría marcas cuando la soltara... Si la soltaba. La furia en sus ojos, el fuego que esta vez ya no escondía detrás de una fachada, ardía en llamaradas dispuesto a llevársela con él sin pestañear. La amenaza quedó en el aire envenenado por ellos. Sanzu, entonces, bajó la cabeza, acercando los labios a la concha de su oreja para que solo ella pudiera escuchar lo que decía.
-Te dije que no jugaras con fuego. Solo eres una zorra más de ese tipo. Un juguete para usar y tirar, ¿entiendes? Ahora mismo, podía aplastarte con una mano y...
Su agarre sigue siendo doloroso, haciéndola revolverse y apretarle las muñecas para que la soltara. Pero no lo hacía. No retrocedía pese a sus advertencias. Por un momento, pensó en que él le estaba haciendo un favor en llevarla por ese camino. Quitándole el sufrimiento, el dolor, todo lo de ese tiempo de encima. Casi podía olvidar quién era, y por qué estaba ahí y en esa situación. ¿Y si ese siempre había sido su destino? Morir a manos del perro que seguía a Mikey como un ídolo a respetar.
Pero entonces, desde las sombras que no había percibido que existían en ese día soleado, una voz cortó el silencio.
-Sanzu.
El agarre de él se aflojó ligeramente, pero no acabó de soltarla. La voz calmada de Mikey siempre conseguía sus objetivos, en vez de usar la fuerza directamente. Sanzu fue el primero en volver la cabeza, con cierta sorpresa si pudiera decirse, seguido del turno de ella. Entre sus lágrimas vislumbró una pizca de él.
Mikey. Él estaba ahí. Esperando a unos pocos pasos de ellos, con las manos en los bolsillos de sus pantalones piratas. Al menos eso no había cambiado. Ese estilo simplista suyo... Solo verlo y pensar en los momentos juntos hizo que le empañasen los ojos nuevamente, y el dolor le presionara el pecho ante la vista. ¿Cuánto tiempo hacía que no se veía? ¿Cuánto tiempo hacía que se había estado mintiendo a sí misma y sí quería verlo? ¿Kakucho le habría dato la nota, o la habría tirado a la basura cuando ella le dijo que le daba igual el destino del contenido dentro.
-Es una zorra, Mikey. Te ha engañado todo este tiempo -le explicó, moviéndola como un muñeco de trapo-. Y ahora lleva tu bastardo.
Mikey no pestañeó, como si no escuchase. A la gente siempre le había aterrado la oscuridad de sus ojos, porque no podían saber en qué estaba pensando o qué se le pasaba por la cabeza... En ese momento, ella tampoco pudo adivinarlo.
-Déjala. Es suficiente por tu parte.
Aunque al principio no se movió primero, los dedos que envolvían su cuello y la presión que aún ejercía se disolvió como si nada. Se sentía sucia, manchada, mancillada. Como si fuera la puta que él anunciaba que era ella.
Los ojos de Mikey se posaron sobre ella por un momento, no muy largo, y luego volvieron a Sanzu.
-Vete.
-Como quieras. Lo que te de puta la gana con esta -respondió él, en voz baja, a pesar de que por él corría una rabia que solo ella había visto en esos minutos. Con una mueca burlona, él se giró y caminó hacia las sombras que envolvían a Mikey, dejándolos a solas.
El silencio que les siguió fue pesado.
Tumblr media
Sanzu Haruchiyo siempre había sido un desastre, pero realmente no lo conoció.
Tenía recuerdos vagos de una persona que estaba en la Toman de Mikey, pero incluso con eso... Suponer que por ese entonces eran cercanos era un error. En ese tiempo, solo los más cercanos a Mikey eran sus amigos de la infancia, las personas a la que más quería, y todavía en un momento los había apartado de su vida para que no fueran un obstáculo a sus objetivos.
Llevar la Toman a lo más grande. Ser la mejor banda de motoristas... ¿Dónde quedaba todo eso ahora? ¿En los recuerdos en unas fotos que todavía acompañaban a su líder en su vida, pero que por seguridad rechazaba antes de volver a ser una buena persona? Con ella también había sido egoísta. Nunca le dio la oportunidad de quedarse o marcharse. Siempre era él. Y cuando Bonten nació, Sanzu se volvió cada vez más cercano hasta el punto de pasar horas y días en el apartamento de ellos. Una persona normal hubiera dicho basta ante eso, pero ella.... Ella le necesitaba. Necesitaba las palabras reconfortantes de Mikey por las noches, sus brazos que la envolvían cuando se acostaban y que sus ojos brillaran, aunque fuera por unos instantes. Ella se quedó por Mikey.
Y lo que quedaba de ella ahora que él no estaba, la arrastraba a lo profundo de esa oscuridad que una vez inundó y plagó los pensamientos de Mikey. Ahora, en ese coche, el silencio era asfixiante. Como una cadena que le envolviera el cuello, apretando y apretando hasta que solo quedase ella inmóvil y azul en el asiento. Mikey no la miraba, no directamente. Sus ojos negros miraban más a la nada que a las personas, pero eso siempre había sido así. En momento como ese, le hacían darse cuenta de que ella estaba realmente indefensa si de repente sus impulsos oscuros surgían de nuevo; aunque él siempre lo había evitado.
-¿Es cierto? -fue lo primero que preguntó. Continuaba mirando al suelo, con los codos apoyados en las rodillas y el cuerpo relajado.
-¿El qué?
Mikey la miró unos segundos en silencio, antes de sacar de los bolsillos de sus pantalones un papel doblado en trozos y que quedó entre ellos. Los ojos de ella miraron al contenido, aunque sabía de primera mano el contenido. Y lo que significaba.
-¿Es mío?
-Tú qué crees.
-Tendrías que habérmelo dicho en persona, y no dejar que otro me diera la noticia -le dijo. Una parte de ella se levantó en armas por la parsimonia estúpida que le estaba enseñando. Él no era así. Su Mikey no era así con nadie-. Kakucho me dio la nota.
-Estabas ocupado -murmuró, entre dientes. El espacio en el coche era asfixiante. Se sentía encerrada, como un perro en una jaula. ¿Sanzu se sentiría alguna vez así? No pudo evitar preguntarse cómo esa persona podía vivir en ese estado, siempre al servicio de su fiel ídolo... Casi se sorprendió estar pensando en él cuando había estado cerca de matarla en plena calle por un malentendido-. Siempre puedes colarte en mi casa. Ah, no, que me diste las llaves.
Sus ojos oscuros la taladraron por un momento. No pudo evitar ver de reojo, con el cuerpo tenso, la forma en la que él apretaba los puños. Estaba jugando con fuego; Sanzu la había advertido de eso. ¿Qué más quería que hiciera? No iba a callarse. No ahora.
No después de todo lo que tenía que decirle.
-¿De cuánto estás? -preguntó, con cuidado. Ella le miró arrastrando los ojos.
-Unas semanas. Probablemente nuestra última noche.
Una persona atenta y malvada hubiese dicho que era muy conveniente haberse quedado embarazada de él la última semana que estuvieron juntos. Pero en vez de echárselo en cara, Mikey la miró con sus ojos oscuros y rasgos delicados y pálidos. Tenía las mejillas más hundidas, como si no hubiera comido en días, pero de alguna forma se le veía con un mejor aspecto que antes. Probablemente por las comidas que su esposa le estaría haciendo. Algo que ella tampoco había podido darle.
-Estás pálida -señaló, prestando atención en ella-. ¿Estás comiendo bien?
La verdad escondía dolor. Por supuesto que no estaba bien. ¿No la veía? ¿No sabía la razón por la que se había ido de ese lugar? ¿De verdad estaba tan ciego? Su preocupación, sin embargo, se sentía como una herida a la que se le echaba sal. Es como si él estuviera interpretando el papel del salvador cuando era él quien había jodido todo.
-Si hay algo que pueda hacer...
-¿El qué? -cortó-. ¿Te crees que no puedo sobrevivir sola, que voy a morir tan fácil?
Al principio, él no le respondió, y el silencio que les siguió fue peor que la picadura de una avispa. Su vacilación la estaba volviendo loca, pero era peor que verlo suave y sintiendo pena. Solo le haría hervir la sangre. También sabía que de alguna manera estaba clavando su propia tumba, al levantarle la voz y vacilarle. Era obvio que ella sobreviviría más que él si seguía con esa vida, en teoría. Pero desafiarle... Ya casi moría a manos de Sanzu.
-Sé lo fuerte que eres. Lo respeto. Pero te dije que podíamos ser amigos, a pesar de no estar juntos.
Sus palabras eran dulces al oído y fáciles de masticar. Una parte de ella quería pensar así. Pensar que en el fondo, ellos podían ser algo más que antiguos amantes y poder llevarse bien, por el cariño que todavía se guardaban... Pero la otra... La otra era la más lógica, y a la vez la más rencorosa, quería echarle en cara lo destrozada que estaba. Lo que había pensado en la boda, el lugar en el que había acabado el pastel, lo que opinaba de la mujer que ahora era su esposa, su hijo... Todo. Quería decirle todo. Quería que la viera llorar a moco tendido y enseñarle la persona que había pasado de esa confianza habitual a llorar todas las noches antes de dormirse.
Y que ahora, estaba embarazada de él. Un niño nacido del amor, de las noches de conversaciones y abrazos, y que sin embargo, no era más que un extraño para ella. Y un problema para él por lo que significaba.
-No necesito tu ayuda. No necesito nada de ti -continuó ella, su voz alzándose a medida que avanzaba-. Y antes de que tu perro se volviera loco, iba a mandarle que te dijera que te preocupases más en tu nueva familia ahora. Porque no te necesito más.
Mentiras y mentiras. Todo mentiras.
Lo necesitaba como al agua. No estaba bien decirle eso cuando le necesitaba, le amaba hasta lo más profundo de su ser... Y sin embargo, lo odiaba por haber elegido a otra persona. Por haber decidido continuar con esa boda a pesar de todas las indirectas que ella le había dado mientras la planeaban. ¿Tenía que decirle de verdad lo destrozada que estaba porque él no lo había entendido? ¿O es que acaso a él no le interesa nada de eso, lo había entendido, y hubo continuado con la boda a pesar de todo? Ya daba igual, estaba hecho. Estaba casado con una mujer buena, una mujer que le podría hacer feliz, y darle hijos.
-Lo que me pase ya no es asunto tuyo -dijo, apretando los puños en sus muslos-. Vuelve a jugar a las casitas con tu esposa perfecta y tu vida perfecta, Mikey.
Las noches en vela mirando al techo antes de la vela, esperando que él la llamase o le diera un golpe en el brazo y le dijera que se fueran juntos. Que dejasen todo atrás, los preparativos y todo, y él tomase la decisión para ella. Por ella. Pero en vez de eso, ahí estaban. En esa situación insostenible para ambos. Tendría que recoger las piezas de su fragmentado corazón y unirlas para convertirlo en un caparazón.
-Y no te preocupes por este niño. No va a ser una molestia para ti.
Salió del coche, con una última esperanza de que él la detuviera y le dijera que aún así lucharía con ella. Un craso error. Porque a medida que sacaba el cuerpo, él no hizo ni el más mínimo esfuerzo por detenerla. Ni por agarrarla un último momento para hacerla reflexionar. Simplemente salió del coche como una mujer despechada por el amor y traicionada. Ni cuando cerró la puerta, Mikey hizo nada.
Pero de alguna forma, se sintió liberada.
Tumblr media
Manjiro Sano era un mentiroso compulsivo. Primero, diciendo que Toman y sus amigos dominarían Japón como la mejor banda de motoristas, y en qué se había convertido aquello. Segundo, diciendo que la amaba y la protegería y algún día, cuando llegase, se casarían y tendrían una familia. Mira en qué situación estaba ella.
Con las cosas que le había obligado a hacer... Bueno, ella tampoco era un ángel después de lo que había hecho en el pasado. Por la forma en la que había tratado a sus padres cuando le dijeron que tenía prohibido salir con chicos malos y motoristas, y ella había acabado fugándose de casa siguiendo la idea de un amor falso que ahora mostraba sus consecuencias. Durante semanas, había intento adivinar dónde sus padres vivían ahora, o si continuaban en su vieja casa. Pero sin los recursos tan amplios de Bonten... Tendría que ir por su cuenta, aunque tardase meses o años en conseguirlo. No se imaginaba acercándose a ellos una tarde cuando descubriera dónde estaban y diciéndoles algo; probablemente la tacharían de mala hija, de desconocida para ellos... Y cuando supieran que estaba embarazada de un hombre que la había abandonado y soltera...
-Dicen que las niñas le roban la belleza a la madre -dijo Victoria desde su sofá. Tenía una copa de vino en la mano y en la otra el teléfono, al que atendía mientras hablaban.
-Eso son leyendas de ancianas.
-Pero son verdad, ¿no? -por un momento, levantó la vista del teléfono-. Mi abuela me lo contaba cuando era niña.
Rodó los ojos sin poder evitarlo. Estaban hablando de bebés. Y la conversación había empezado hablando de casas y muebles. La vida de una adulta siempre la sorprenderían.
Por la tarde, el corazón de ella martilleaba fuerte contra su pecho a medida que bajaba la calle. Tal vez había tomado decisiones absurdas en lo que llevaba de vida. Cada una peor a la otra. Pero la que estaba tomando ese día... La iba a llevar directa a la tumba. Pero era débil y todo el mundo podía saberlo con mirarla a la cara.
Con la mano temblando y la vacilación corriendo por su sistema, tocó el timbre. El silencio que le siguió fue ensordecedor, interrumpido únicamente por la sangre que su corazón bombeaba a toda prisa. Cada segundo que pasaba parecía una eternidad, y no dudaba de que hubieran pasado horas mientras esperaba bajo el tejado de aquel bloque tan...humilde. Le recordaba a su adolescencia, a la casa que sus padres tenían en un bloque familiar. La única diferencia es que aquel sitio tenía un muy mejor aspecto de lo que sus padres podrían haberse permitido.
Sus padres nunca podrían haberse permitido un lugar como aquel. Con paredes impolutas y un suelo del que dudaba que pudiera mantener cinco segundos sucio, de baldosas oscuras en contraste con las paredes blancas. El minimalismo parecía ser el tema principal de la gente rica; la casa principal de Mikey también era así, se recordó a sí misma, con la diferencia de que un diseñador tuvo que decorarlo porque de haber sido por él no tendría muebles. Aquel pensamiento le generó un dolor temporal y un revoltijo de emociones en el estómago. ¿Lo habría cambiado todo en ese tiempo? ¿Habría hecho alguna modificación por su esposa, o habría sido ella quien metió mano? Muchas preguntas que ya no eran de su incumbencia...
La puerta se abrió con un crujido y se le cortó la respiración. Una sensación de alivió la invadió, pero solo durante unos pocos segundos... Hasta que le vio.
-Tienes la cara horrible -fue lo que se le ocurrió decir. La expresión de Sanzu no cambió. Tal vez porque no pudiera mover muchos músculos de la cara con tanta hinchazón... Aquello solo hizo que su corazón se encogiera y se sintiera una peor persona de lo que ya era.
«Es mi culpa. Él está así por mí».
Por la forma en la que se había despedido de Mikey y cómo le había hablado. Porque Manjiro Sano nunca olvidaba una ofensa, por mucho amor que sintiera por esa persona, seguía siendo un monstruo. Y lo demostraba con cada gesto.
-Ya, no me digas. Por qué será -dijo, sin importancia pero con sarcasmo en su voz grave y la forma en la miró hacia arriba. Aún con ese aspecto, se las arreglaba para mantener se pie-. ¿Qué haces aquí? ¿Quién de esos inútiles te ha dicho donde vivo?
Por el silencio que ella guardó, la verdad salió a la luz por sí misma. Cómo no iba a saber dónde vivía el perro leal de Bonten alguien que había estado con el líder. Cualquier cosa podía pasar a partir de eso, pero Sanzu decidió maldecir entre dientes y apoyar el brazo en el marco de la entrada. Algunos moratones salieron a la vez con ese gesto, cuando la tela de la camisa se levantó ligeramente y dejó algunos de ellos a la vista. Realmente tenía mejor apariencia de muchas cosas que vio en el pasado; al menos, pensó, seguía vivo.
Apartando todos los pensamientos de lo que podría haberle pasado con dolor de su cabeza, levantó el brazo que sujetaba la bolsa de plástico. Una pequeña bolsa con algo en el interior que parecía pesado. Sanzu lo miró con escepticismo.
-¿Qué coño es eso?
-Lo he comprado ahí abajo -comentó, rápida y con el corazón a mil por la confesión-. En mi barrio la tienda estaba cerrada y... Es para ti. Son frutas y algunas cosas... La verdad es que no me he fijado bien.
-Te has gastado el dinero en nada. Ya tengo comida -respondió, apartando la mirada de la bolsa y de ella. Instintivamente ella bajo el brazo. Estaba acostumbrada a su rechazo, pero no de esa manera tan...¿suave?-. Y tengo a gente que puede conseguir mejor cosas que fruta y lo que diablos sea esto.
En Japón, la fruta era casi un bien preciado. Era cara por las exportaciones y algunas costaban muchísimo dinero. Tenía sentido que alguien con un sueldo estelar pudiera permitírsela a la primera, así como conseguir que gente para que la adquiera. Y por lo demás... Lo había metido en el carro de la compra porque el azúcar nunca venía mal. A ella, por lo menos, le alegraba tener un cajón lleno de dulces para emergencia. Pero adivinó en ese mismo instante que, aparte de ser una tontería para un hombre como Sanzu, él preferiría un subidón de otras cosas en vez del azúcar.
Bajó la bolsa y la cabeza, poniéndola detrás de ella como si intentara esconderla. Aunque la verdad estaba ahí. Se había esforzado para nada. Y ahora estaba quedando como una ridícula mostrando sus intenciones. Al menos, le ahorraba verlo drogado para soportar el dolor. Puede que estuviera pasando por los efectos secundarios de alguna de sus dosis "diarias".
-¿Algo más?
-¿Puedo entrar?
-No.
Fue directo. Y casi que le alegró... En parte. Porque no se imaginaba entrando en la casa de una persona que podría haberla matado a plena luz del día y en medio de la calle y que todavía estaba pasando por los efectos de la paliza de su jefe. El ex de ella. Desde ese punto de vista, tenía razones de más para sacar su katana y cortarla en pedacitos. ¿Dónde la guardaría? Era una pregunta estúpida, pero se moría de curiosidad en esa posición. ¿En un armario? ¿En un expositor? Probablemente dormiría con ella al lado de la cama sin importarle que pudiera cortarse en un tropiezo.
La dulzura de Manjiro contrastaba con la amargura de Sanzu. Lo cual, era extrañamente placentero porque le demostraba que no todos eran amables con ella en ese mundo. Se dio cuenta de ello mientras guardaba las medicinas que necesitaría después de la intervención. No todos fueron amables con ella, pero para fingir sonreían con esa falsedad que caracterizaba a ese mundo de engaños y traiciones por la espalda. Un enemigo de Bonten pagaba el precio con su vida. Ella, lo estaba pagando con la sinceridad que había necesitado en el pasado.
Una bola de emociones se arremolinó en su pecho y mente. Los ojos pronto se le empaparon al darse cuenta de ello. La nariz le picó, y tuvo que pasarse la manga de la chaqueta fingiendo que se la limpiaba o algo le molestaba.
-Lo siento.
-Ya -respondió él.
No se percató de nada de lo que ella sentía. Se agradeció. Porque lo último que necesitaba era una burla en su cara de lo imbécil que era por ir allí pensando que unas frutas le ayudarían. Las lágrimas de principiante cayeron.
-¡Dios, vete ya! ¡Eres insufrible!
Y ella lo hizo, tambaleándose. Le obedeció. Se marchó limpiándose las lágrimas que le resbalaban por las mejillas sin control y la cara roja.
Tumblr media
Manjiro Sano siempre la avisaba: nunca debía de acercarse a Sanzu estando drogado. Por su seguridad, o para no alterar el orden interno de Bonten. Cuanto más drogado estuviera, al parecer hacía las cosas de su trabajo más motivo y enserio. Tenerlo con el mono solo empeoraba las cosas. Se volvía irascible y quería matar a cualquiera que estuviera en su camino.
Hacía un par de días que no le veía. Lo cual, en parte, era sorprendente dado el afán que tenía su ex a enviarle a su perro. Lo último que supo de Sanzu fue cuando se marchó de su casa llorando y con lo puesto encima. Al llegar al apartamento había tirado la bolsa en una esquina y llorado tan fuerte que se durmió con la cara pegada al sofá. Verlo ahora, con los moratones y los cortes aún en la cara, le hacían pensar en los motivos que lo llevaban a buscarla en su gimnasio. ¿Burlarse de ella? No. No era tan estúpido de coger su coche solo para aquello. ¿Pena? Alguien como él no podía sentir pena por nadie. Debían de ser cosas de su trabajo; por ende, órdenes de Manjiro.
-Sube al coche.
Eran tres palabras que se habían repetido dos veces. Y esa era la tercera. Probablemente la última antes de que él se lanzara de nuevo a por ella y la arrastrara dentro.
-No voy a subir a ese coche -era su respuesta.
Al final había acabado dentro de ese coche, en los asiento de detrás sentada como una niña, sin saber muy bien cómo. Solo recordaba haber suspiro y arrastrado los pies lentamente hasta el interior. Tal vez porque una parte de ella ya no podía luchar.
El coche se movía en silencio por las calles. Desde dentro, el silencio era tenso y capaz de ser cortado con un cuchillo. O katana, ya dependiendo de los favoritismos que tuviera Sanzu en ese momento. No recordaba haber compartido ningún momento bonito o para almacenar en sus recuerdos con un hombre con él. Solo miradas largas en el apartamento de Mikey mientras preparaba café, maldiciones dirigidas a ella directamente sin ocultar su desprecio a la acompañante de su jefe y momentos como el ocurrido hacía unos días. En otro momento, jamás le habría hecho eso. De haber seguido con Mikey, la idea de haberle puesto una mano a su pareja jamás se le habría pasado por la cabeza. A menos que fuera un suicida. Y menos, de una mujer embarazada.
Ese pensamiento amargo le recordó su práctica despedida con Mikey. La forma en la que le había dicho que no quería volver a verle ni formar parte de su vida de nuevo. Y él no se había arrepentido.
-¿De verdad ella está embarazada?
Hubo un silencio extraño entre ellos. Sin decir nada más podía adivinar que supo a quién se refería; como para no hacerlo. Normalmente, Sanzu le respondía al instante con una broma cruel o con un insulto que ella o ignoraba o respondía de vuelta.
-Y yo qué diablos voy a saber -escupió con desagrado evidente-. No me pagan por saber cuándo le viene la regla a la novia de mi jefe. Ni cuántas veces follan.
Pensar en eso era realmente espeluznante; el que él pudiera haber sabido cuándo ella tenía la regla, cuántas veces lo hacía con su ex, cuánto tiempo podían haber llevado buscando un bebé... Le ponía los pelos de punta.
-Ahora es su esposa -se sorprendió defendiéndola de voz alta.
-¿No es lo mismo? Los dos términos llevan a lo mismo: os lo folláis. Y yo cobro por arreglar lo que destrozáis.
Por un momento, ella se lo pensó. Ciertamente en eso tenía sentido. Las dos estaban vinculadas con Mikey por tener relaciones sexuales con él, dejando de lado el tema afectivo y sentimental que tantos dolores de cabeza le habían dado. Se miró las manos en el regazo, con la mirada perdida en cada uno de los detalles que la conformaban. Manos pequeñas, pero de dedos largos y finos, con uñas largas y cuidadas que siempre había mantenido decoradas con pintauñas de colores llamativos. Y que ahora se sentían como vómito de unicornio. Y un puñetazo en la boda del estómago por todo el tiempo y cuidado de sí misma que le había entregado sin darse cuenta.
«El futuro es nuestro. Siempre», le prometió una vez, bajo la luz de la luna y en una mesa del restaurante más caro de la ciudad. Y una mierda. La iba a tirar a la basura en dos años.
-La única diferencia es que una tiene el título de esposa legítima y la otra de amante.
-Lo hemos dejado -confesó-. Le dejé antes de la boda.
Otro silencio. Casi podía notar sus ojos a través del retrovisor puestos sobre ella. Antes de apartarlos y volver a ponerlos en la carretera por la que iban. Ella seguía con la cabeza apoyada en la ventanilla.
-Eres idiota hasta para eso -le respondió sin cortarse la lengua-. Arrastrándote aún con esas. Tu bastardo será un bastardo sin reconocer entonces.
Para su sorpresa, se vio no respondiendo a su juego. Pudiendo haberle dicho tantas cosas, ella prefirió bajar la cabeza y guardar silencio. Sus ojos perdidos en la nada se la llevaron consigo a lo más profundo de su mente. El resto del camino fue en silencio y bajo la amenaza invisible de otro insulto. Pese a eso, podía sentir que de vez en cuando él le echaba miradas cortas por el retrovisor. Como si pensara que se había desvanecido en el aire.
-¿Te ha enviado Mikey?
No hubo respuesta. Lo cual, significaba queo ya estaba cansado de ella o prefería no hablar de las motivaciones que lo habían llevado a presentarse en la puerta de su gimnasio y arrastrado con él.
-¿Vais a matarme?
Silencio. Por cada pregunta que hacía, el silencio se volvía cada vez más pesado. Miró fuera del vehículo. Aún estaban en la ciudad, en calles conocidas del centro que reconocía de haber pasado tantas veces. Reconocería esa calle como en cualquier lado. Tiendas de lujos, restaurantes de ensueño... Lugares a los que había ido y que evocaban recuerdos de una manera dolorosa. Algunas prendas de su armario eran de esas tiendas, desde zapatos y vestidos hasta pendientes y guantes de invierno.
El coche se detuvo suavemente en la acera delante de una. La calle no estaba tan llena como para decir que toda esa gente iba a entrar en la tienda en concreto. Probablemente gente como ella pasaría por ahí y ni entraría. Otras, con bastante dinero para derrochar, comprarían un solo bolso
La puerta de la tienda se abrió. Vio como Sanzu de reojo atendía a la escena. Reconoció a las personas de inmediato como Ran, el hermano mayor de los Haitani, y una mujer pelirroja... Su mente divagó brevemente por la imagen que le estuvo enseñando a su hermano el día que fue a la oficina de Bonten a ver a Mikey. Debía de ser ella. Por la forma en la que iban vestidos, los dos debían de ganar suficiente dinero como para ducharse en él y que todavía sobrara. El brazo de él le envolvía la cintura, y la sonrisa de ella... Nunca había visto una sonrisa tan transparente en una persona como la de esa mujer. Era bonita, de esa clase de belleza común pero que por alguna razón destacaba en la sociedad por su forma de comportarse.
-Ese idiota -se burló, sin sonreír o apartar la mirada de la escena que se desarrollaba-. Al menos es bueno eligiendo mujeres. ¿Pelirroja? Lo veía más por rubias.
Ella no dijo nada. Se limitó a observarlos marcharse en silencio. En un momento, él le abrió la puerta del asiento del acompañante en la parte de atrás, y vio cómo ella desaparecía con sus bolsas dentro del vehículo. El conductor, un hombre vestido de negro y gafas, salió del coche para reunirse con él. La puerta se cerró. Los dos tuvieron una conversación lenta pero seria. No pudo lo que estaban hablando, pero se intuía la situación. Ella. Mikey se había comportado tantas veces así que era igual de fácil de leer en las personas ajenas a su vida pero que compartían la capacidad de sentir.
Los ojos le escocieron por alguna razón. El recuerdo, seguro, de haber vivido esa escena un millar de veces y haberse sonreído de la misma manera que esa mujer le regalaba sus sonrisas a Ran. Hubo un tiempo en el que pensaba que sus mejores sonrisas tenían que pertenecer a su pareja. ¿Ahora quién se las quedaba? ¿Iba a volver a sonreír alguna vez tras todo aquello? Con Bonten detrás de ella acechando como lobos y la presencia de Mikey sobre ella a esas alturas...
Otra persona salió de la tienda. Esta vez, un hombre vestido de negro con una sonrisa en unos rasgos juveniles. Uno de los dependientes, pensó ella. La puerta de su lado se abrió para su sorpresa. En algún momento de sus divagaciones Sanzu había salido y ahora le sujetaba la puerta. Vacilante, salió con una expresión confundida sin aparta los ojos de ambos. Ahora sujetaba la bolsa del que, que se daba la vuelta y se retiraba de nuevo a la tienda.
Estiró el brazo, y agarró la cuerda de la bolsa que se le tendía. Por un instante, sus manos se rozaron, pero solo unos instantes que no llegaban ni a segundos ni significaban nada. Aún así, sabía que sus manos eran ásperas con conocerle, para su sorpresa. Unas manos grandes y bonitas, marcadas por la pólvora y la práctica con la katana. Seguramente tendría callos en las palmas, y algún dedo roto arreglado con torpeza durante una misión. Apartó esos pensamientos de ella sacudiendo la cabeza.
-Paso de soltarte el discurso. Ya se entiende por sí solo.
Sus ojos se posaron en la bolsa, ya con ella, y en el interior de esta. La curiosidad podía con ella. De un borde colgaba una nota. Esta vez, escrita en digital; perdía todo el sentimentalismo, al no poder descifrar cómo se encontraba mientras la escribía. ¿Nervioso? ¿Calmado? ¿Enfadado? La tecnología había destrozado el sentimentalismo. La leyó. Y se rio. Por primera vez, se rio. Una risa amarga pero sincera que salió de ella sin pensarlo.
-¿Cree que esto se va a arreglar con un bolso? -repitió las palabras de la carta en voz alta, con la voz temblorosa-. «No quiero molestarte más. Acepta esto. Te lo mereces». ¿Me veis de verdad tan estúpida?
Miró brevemente a Sanzu, que había apartado la mirada y se cruzaba de brazos. La flexión de sus músculos, si bien no muy marcados, era evidente a través de la camisa ajustada y la chaqueta. No necesitó una respuesta directa, porque ella ya la sabía.
-¡Estoy embarazada! -exclamó, tirando la bolsa a un lado del coche. Le daba igual el contenido, la bolsa, el producto, lo que diablos fuera que hubiese ahí dentro. La cólera solamente la inundaba y no le hacía razonar-. Estoy embarazada de un niño que no se merece nada de esto. ¿Y el muy imbécil se piensa que puede venir y regalarme un bolso para compensarlo...? ¡Que os den! ¡A todos vosotros!
Le dio una patada. Y lo pisó. Varias veces. Cegada por rabia, no se daba cuenta del escenario que estaba haciendo en medio de la calle- De la imagen que se estaba generando de ella públicamente. Debían de pensar que era una loca más, enfurecida porque su pareja no le había comprado lo que quería o porque ese precio era escandalosamente barato a lo que ella estaba acostumbrada. ¡Pero le daba igual! En ese momento, se sentía como si pudiera arrasar con todo. Con Mikey, con Bonten, con toda la perfecta vida que esa mujer tendría y que egoístamente no se merecía. ¡Se lo merecía ella! ¡Había sido ella quien había pasado noches en vela haciendo la boda, no esa mujer que ahora llevaba un anillo de oro puro con un lema escrito por ella!
Con los Haitani, con la vida de lujo que tenían y el misterio que arrastraban con ellos. Con Kakucho, que había decidido darle la nota en vez de lanzarla a la basura junto con sus tacones. De Mochi y Koko... Aunque a ellos no les conocía, seguro que tenían algo que opinar. Pero sobre todo, quería acabar con ese hombre que la miraba como si no fuera más que una pieza de decoración en la estantería de trofeos de Mikey. Arrancarle esos precios ojos azules verdoso que siempre que la miraban parecía insultarla en silencio, su boca y sus cicatrices, escupirle... Pero a la vez, era el único que conocía aquello. Cómo realmente se sentía sin necesidad de hablarlo. Porque estúpidamente era tan transparente que él había sabido leerle desde el principio.
La mujer que se había abierto de piernas para el jefe. La zorra que se esconde en su cueva cuando algo sale mal. La mocosa que conoce información clasificada y que podría ser la ruina de toda la organización... Y la mujer que todavía seguía viva por órdenes de un jefe al que necesitaban concentrado. La única debilidad que no podían quitarle a Mikey.
Eso era ella.
Y ni siquiera alguien como Sanzu podría quitársela.
-Mikey dice que haces tus propias pastillas -murmuró, dando un paso hacia delante
-Estás embarazada del jefe. No es una buena idea.
-¿Ahora estoy embarazada de él? Hace poco dijiste que era una zorra que se abría de piernas a todo el mundo cuando no me prestaban atención -le dijo, acercándose tanto como pudo a él, con el rostro contorsionado y rojo-. ¿Y ahora quieres proteger a un niño que ni siquiera es nada? No me lo creo.
Por primera vez, vio como la sonrisa burlona de Sanzu no aparecía en lo que respetaba a su seguridad. Solamente una larga mirada puesta sobre ella, como la de un padre advirtiendo a su hijo de no poner las manos en el fuego. ¿Qué más daba ya? ¿Qué iba a perder ahora?
-Te pagaré. ¿Cuánto por unas?
-Eres una niñata jugando con algo que no es tuyo. Este no es tu mundo.
Sus dedos se apretaron en puños con esa respuesta vaga. Ni él debía de creérsela por cómo lo decía. Debía de seguir pensando en ella como la chica inútil que se había juntado con Mikey de adolescentes y que necesitaba de su atención. Tal vez lo fuera. Tal fuese esa chica desesperada. Pero ahora... En ese momento no quería ser nadie.
-¡Este es mi mundo desde que estoy con él! -exclamó, con las manos en la cabeza y golpeando en el suelo con el pie, como los niños pequeños. La sangre le quemaba las venas, la respiración se le cortaba y sentía que su mente iba a estallar en cualquier momento con cosas que nadie necesitaba saber-. ¡Era yo quien se sentaba con él en la cama mientras lo veía volverse loco por las cosas que hacía, cuando despertaba del sueño en el que estaba por vuestras mierdas! ¡Era yo la que se despertaba corriendo porque escuchaba la puerta de casa abrirse y no sabía si era él o alguno de sus enemigos! ¡Y todavía sigue siéndolo si no puede entender que ha sido su decisión el final de lo nuestro! Todo este tiempo hemos sido él y yo.
-¿Y él te conoce? Deja de ser estúpida y piensa por una vez. Lo único que estás haciendo es comportandote como una niña por atención. Asumelo ya. No te queda otra.
Una niña. La palabra se repitió en su cabeza mientras intenta asimilar todo lo que estaba pasando. Primero, en el bolso destrozado en el suelo. Luego, en el lugar en el que estaba y cómo actuaba. ¿Pero ella era la niña? ¿Ella era la que tenía que comportarse cuando era la que su corazón había quedado roto y habian hecho con los restos lo que les dio la gana...?
Sanzu suspiró, pero no dijo nada. Abrió el chaleco de su chaqueta y de él sacó una pequeña bolsita, no más sangre de la mitad de la palma de su mano, y se la dio. Dentro, habían pastillas de colores y con marcas que no reconocía.
-Esto no va a solucionar tus problemas. ¿Quieres unas? Adelante. Hazlo. Jodete la vida que los demás ya la limpiaremos. ¿No sois Mikey y tu siempre? Ya nos encargaremos de recoger lo que quede de nuestro jefe por tu comportamiento suicida.
Lo vio inclinarse hacia ella con cierta ligereza, como si nada de lo ocurrido hubiera pasado. Para él, solo era dinero perdido en un bolso de lujo. Para ella, el recordatorio de una humillación pública. Y la obsesión de una persona a no dejarla marcharse ni por las buenas.
-Tal vez nos hagas un favor y te tomes la bolsa entera.
Se quedó un rato ahí, con la bolsa colgando de sus dedos tan despreocupadamente que le hacia pensar en que la policía de la zona estaba comprada o acostumbrada a verle por ahí tan amenudo. Ella no recogió las pastillas aunque su cuerpo se hubiese lanzado a por ellas a la desesperada... La conocía mejor de lo que pensaba. Sabía que ella era debil, pero una clase de debilidad diferente a la del resto porque se basaba en su fuerza mental. También sabía que en eso ella más fuerte que Mikey, y que por eso era fácil engañarla de esa manera.
Pero era débil en cuanto a los demás.
No iba a mancharse las manos de sangre y quedarse quieta. Ni con la sangre de un latido que todavía no era nada.
Simplemente las miró en esa bolsa que colgaba delante de su cara como si así todos sus problemas fueran a solucionarse. Por última vez miró a su alrededor, asintiendo para sí misma, comprendiendo por primera vez la posición en la que estaba. No iba a ser fácil deshacerse de ellos, pero no imposible. Y sabía por dónde empezar. Después de un rato que se hizo largo para ambos, la mirada de ella se clavó con fuerza en él.
-Dile a tu dueño que si quiere que le perdone, que me deje en paz -le dijo, agachándose por la mitad y recogiendo la bolsa aplastada con el bolso-. ¿Quieres serle útil? Llévame a casa.
Por primera vez, vio los ojos de Sanzu iluminarse con algo que no fuera la droga que tomaba siempre entrar en su cuerpo. Guardó la bolsa de nuevo en su lugar, y sin decir nada, entró en el coche cerrando la puerta de un portazo a su paso. Ella le siguió al poco tiempo. Nadie dijo ni intentó nada en todo el camino hacia el apartamento que todos conocían. El lugar donde Mikey iba para pasar el rato con su antigua amante. Recordaba las bromas, y las ignoraba cuando podía y se sentía con fuerzas. Otras, simplemente se echaba a llorar. Ese día, iba con la cabeza bien alta a ese lugar que ahora era un agujero vacío en la memoria de ella.
Su mente ya no sentía pena por la paliza que Manjiro le había dado, aunque siguiera pesando en su corazón como un recordatorio al mundo que todavía los unía. Su mente ya no sentía lástima por el futuro que le esperase. Porque él nunca la había sentido por ella. Él solo la quería fuera de en medio desde el principio. Siempre se lo había dejado claro.
Lo haría.
Cuando llegaron, se bajó del coche. Pero antes de irse, le dejó unos billetes en el asiento que sabía que al volver a su casa comprobaría que estuvieran limpios y vería. Sin duda, eso lo enfadaría; el ser considerado un chófer por la puta de su jefe era peor que ser el perro de su ídolo. Cerró la puerta de un portazo, como él había hecho, y se alejó sin siquiera despedirse. Escuchó a sus espaldas las llantas pulir el suelo mientras se marchaba.
Ya finalmente en la segufidad de su casa, comió sola, se duchó sola y vio la televisión sola. En ese espresso orden.
Después de eso, durmió sola.
Y por primera vez en semanas, las pesadillas no vinieron a ella. Solo una cama amplia que era para compartir pero que ahora era para ella.
Y lo disfrutó.
Tumblr media
Mikey la amaba, pero eso era mentira. Solo había una persona que amaba por encima de ella. A él mismo. Lo demostró cuando al convertirse en jefe de Bonten no dejó que nadie le tocase. Ni la mirara a ella por encima del hombro. Para proteger su honor. Semanas de silencio absoluto.
Su nuevo apartamento era pequeño pero sencillo. Justamente lo que necesitaba para una vida tranquila. Los muebles eran lo último en lo que había pensado, pero su hogar poco a poco estaba cogiendo forma. Nadie sabía dónde vivía, tal vez Victoria y alguna amiga que no estaba relacionada con Bonten ni conocía nadie. Ni siquiera su antiguo amante.
Con el dinero que había conseguido devolviendo el bolso de su ex a la tienda original pudo comprarse ropa nueva en una tienda normal. Lo cual, en parte, la hizo sentirse cómoda consigo misma. Una de las promesas que le habían hecho era no preocupare por el dinero, que pensase en el futuro. Ahora, con su vida normal, con su trabajo golpeando fuerte como un recordatorio a sus deberes mundanos y una casa con deudas... Se sentía extraña regresando a la vida que sus padres y familiares tuvieron alguna vez. Con el dinero de la casa pudo comprarse aquella, y tener una fuente de emergencia en el banco para protegerse de amenazas que vinieran; un despido, la crisis... Cualquier cosa.
El seguro médico, por ejemplo. Quitó a Mikey de su servicio y se puso al servicio público. No sin antes aprovechar la operación que llevaba días esperando y que el médico le había recomendado por su bien corporal. Aunque eso le sonaba más a una escusa de intentar ganar tiempo para evitarlo. Victoria estaba con ella, tomándola de la mano, en el pasillo mientras esperaban al medico. Sin saberlo se había convertido en su confidente, lo cual era...una sorpresa y un soplo de aire fresco. Conocía su historia, no toda, pero de alguna manera parecía intuir que detrás de sus palabras había algo más. Incluso sin ella decirlo.
-Cuando acabes, estaré aquí esperándote, ¿vale? Y comeremos en tu casa lo que quieras. Pero prométeme que te tomarás la medicación aunque sepa a hospital.
Ella la pudo evitar reír. Victoria le sonrió por última vez, dándole un apretón en la mano antes de quedar al otro lado de las puertas. Lo que las separaba del mundo normal y del quirófano.
Una vez había escuchado a su madre decir que las mujeres sabían cuándo debían tener hijos y cuándo no. Y le había contado la historia de su abuela después de casarse con su abuelo. Su historia y, en algunos matices, la historia de ellas dos. Si ese era su destino, vivir a la sombra y no poder tener hijos porque su cuerpo ya estaba agotado, entonces lo abrazaría con gusto. Ella sabía que nunca podría ser una buena madre; no podía serlo consigo misma, ese bebé sufriría estando con ella y sola. Y cederlo al Estado... No. Tampoco le haría eso a un niño que no tenía la culpa. No. A veces una madre tenia que optar por el camino rápido; incluso si ella dejaba de ser considerada madre.
Victoria se quedó con ella una hora más en la camilla después de la intervención. Lloró con ella, acariciandole la espalda como hubiese deseado que el padre de ese niño hubiera estado. Pero la fuerza de Victoria y la forma en la que le hizo reír fue un apoyo que en ese momento necesitaba con ella. Y no llantos, palabras bonitas y... Lo que fuera que Manjiro Sajo pudiera haberle proporcionado. Ya no le quedaba nada de él, nada que los atase... Y eso era lo que más le dolió. Porque entonces significaba que había salido de su vida completamente y abría camino a esa vida que ella necesitaba de paz y esperanza.
Fuera de la clínica hacia el mismo tiempo que con el, que hubieron entrado. Despejado, decente para pasear durante horas bajo la luz suave del sol con una sudadera por si refrescado más tarde. No pudo evitar pensar en que se acercaba el mal tiempo de finales de año y aquello se convertiría en un lugar concurrido por turistas y nativos enfermos que pasaban más tiempo en el hospital resfriados que en sus casas. Victoria le estaba hablando de un nuevo juego para la Nintendo que podrían jugar esos días mientras ella se recuperaba, aprovechando que tenía la consola para ella sola. Un regalo. Solo Victoria podía quitarle pelos a un asunto como ese... Pero lo agradecía.
Las dos se detuvieron a la salida poco abarrotada del hospital. Una ambulancia no muy lejos de ellas sonaba. Fue como si la actitud de Victoria hacia los demás cambiase drásticamente solo con ver a esa persona.
-Está bien -le dijo a Victoria, que miraba a Sanzu con tan mala cara que podría haberse lanzado a por él directamente.
-¿Seguro? Tiene muy mala pinta.
La tenía. El pelo ligeramente revuelto y el traje descolocado. Ya era costumbre verlo tan de seguido, a pesar de haber notado su falta aquellas semanas. No podía dejar de mirarle, como si ella fuera un imán y él el metal. Se veía tan extraño que estuviera ahí a pesar de su último intercambio de palabras. También respecto a Mikey. Se había acostumbrado a su insistencia más que a su falta. Y ahora enviaba a Sanzu como si nada. Debía de estar muy desesperado.
-Puedo manejarlo. No te preocupes.
Victoria se marchó, no sin antes darle una mirada altiva a Sanzu, que prácticamente la ignoró y siguió mirándola como si nada. Se quedaron solos. Una parte de ella le decía que huyera, que saliera corriendo aunque lo que quedase de ella fueran restos para lanzar a los cerdos y que se lo comieran. Y la otra, le recordaba encarecidamente lo que todos ya sabían: nadie huía de Bonten.
Nadie huía y vivía para contarlo del perro loco de Bonten.
Las manos le temblaron cuando dio los primeros pasos, con el bolso apretado a ella como si lo peor que fuera a pasarle pudiera estar ahí dentro con los yenes que le quedaban. No. La realidad era otra. Con Bonten te aliabas o te enemistabas; en ese momento, ella no sabía a quien temer más. A su ex, incapaz de olvidar una ofensa y al cargo de la organización más poderosa. O del perro fiel que le acompañaba en sus negocios y que no dudaría en meterle una bala en la cabeza.
-¿Te envía Mikey?
-No.
Ella asintió, sin mucho más que decir.
Y así, se fue con Sanzu Haruchiyo.
Tumblr media
El coche estaba en silencio. Era mutuo.
La radio sonaba encendida, pero sólo voces en murmullos que apenas le entraban en los oídos con el motor del coche ronroneando. Los dedos de ella se curvaban en su regazo sin apartar la mirada de enfrente, a la carretera que avanzaba con ellos en sentido contrario. La tensión que arrastraban entre ambos venía de largo, pero la discusión del otro día la acentuaba.
No podía evitar mirarle de reojo, sin embargo. O pensar en los motivos que lo arrastraron a ir y recogerla en el hospital. Dudaba que alguno supiera la razón con seguridad de por qué estaba en el hospital, más allá de un chequeo rápido por el embarazado o algo. ¿Mikey sabía algo? Eso la aterrorizada de verdad. Porque significaba que entonces la tenía más controlada de lo que pensaba. ¿Significaba eso que entonces sabía dónde vivía ahora? No. Imposible. Era imposible que algunos de ellos supieran dónde estaba ahora con todo el revuelo que había generado. Le lanzaba miradas rápidas a Sanzu de vez en cuando, sin saber bien qué hacer o decir. O si debía decir algo en un momento así. Ninguno se soportaba. Él la habría matado a la primera oportunidad que tuviera, pero era por Mikey que continuaba sin poder hacerlo.
Había entrado en ese coche por no hacer una escena, por no meter a Victoria en sus problemas ni para llamar la atención de personas que pudieran estar mirando aquello con curiosidad externa. Si metía a Victoria en aquello nunca se lo perdonaría. Ni a Victoria ni a nadie cercano fuera de ese mundo de oscuridad y sangre.
-¿Vas a matarme por fin? -preguntó, lanzándole una larga mirada. Sonaban estúpida volviendo a repetir la pregunta que la había llevado a una tienda de lujo hace unas semanas.
Las manos le temblaron durante un instante, cuando la de él se apartó del volante y se movió...hacia la palanca de cambios. El motor ronroneó en una suave sacudida cuando tomaron una carretera que giraba a la izquierda, abandonando la serie de coches que continuaron de frente y otros pocos que les siguieron de cerca. La expresión de él tampoco cambió, como si lo tuviera todo mecanizado. Los músculos se movieron al tensar el brazo en el proceso, con las mangas de la camisa remangadas. Por su rostro ya no había rastro de la paliza que su jefe le había dado semanas atrás, más allá de las cicatrices que lo acompañarían el resto de su vida. Una pequeña parte de ella quería saber si tenía más cicatrices, no de ese estilo tan...brutal. Pero era difícil pensar que alguien como él que siempre estaba al frente de las misiones no tuviera heridas.
-Sí que era de Mikey -dijo, rompiendo el tenso silencio. Ni la calefacción encendida consiguió calentarle el cuerpo-. Nunca le he sido infiel.
-A mi me da igual.
Casi le dieron ganas de reír. Lo decía la persona que de haber podido la habría ahogado.
-Claro que sí.
Se notaba que la conversación no era lo suyo. La única tarea que él hacía era obedecer, como un perro, y no se quejaba. No podía creerse que esa persona hubiera llegado a mano derecha de la banda más peligrosa del país. Apartó la vista y la volvió a posar en el exterior del vehículo. Habían salido a las afueras de la capital, pero no del todo. A saber qué es lo que se le pasaba por la cabeza en ese momento...
Se mordió el labio. La inseguridad empezaba a inundarle, producto de que los efectos de los sedantes estaban perdiendo efecto. Y no tenía las medicinas a mano, no las había sacado de casa, porque pensaba que después de la intervención volvería a la soledad de su casa cogida de la mano por Victoria.
-No puedo tener hijos -se vio confesando, con la mirada perdida y la respiración atascada.
-¿Necesitas una ecografía?
Sus ojos perdidos se clavaban en el suelo de aquel coche. Como si le diera vergüenza decir algo que no estuvo en sus manos hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Tuvo ganas de abrir la boca y de decirle el procedimiento al que se había sometido hacía poco, pero le fallaron las palabras. También porque la influencia en Sanzu acabaría a oídos de Mikey, y no quería volver a ver a ese hombre en lo que le quedaba de vida.
-Me ligué las trompas hace mucho. Decían que ese 1% era muy poco probable a la hora de tener hijos, que tendría que revertir el proceso. Sonaba bien en ese entonces, y sigue sonando bien. No traer un niño a este mundo que acabe en una cuneta o metiéndose donde no le llamen.
Movida por un deseo de tener un destino juntos, ella había entregado muchas cosas. Desde su virginidad, si bien eso en esta sociedad era un discurso machista, hasta su capacidad de tener hijos. ¿Acaso Mikey podía haberse hecho una idea de lo que significaba ser padre? Ahora lo sabría, pero con otra mujer. Después de años y años negando ese reconocimiento a poder serlo cuando ella se hizo esa intervención para no poner en peligro la vida que habían construido. Una lágrima traicionera acabó deslizándose por su mejilla hasta empapar su ropa. Seguida de otra y otra.
-Sigues estando embarazada de Mikey -le respondió sin apartar la mirada de la carretera-. Y nada va a cambiarlo. Hacerte eso probablemente sea un problema cuando tengas a ese bastardo.
Solo esperaba que el niño que naciera de esos dos tuviera una vida medianamente normal, y feliz. Era incapaz de odiar a un ser que todavía no había nacido... Ni a su madre. No podía. No iba con ella echarles la culpa solo a ellos de una decisión tomada por otros hacía mucho tiempo. Se apartó esa lágrimas traidora de la mejilla, arrastandola lejos.
-Pregúntale a tu jefe eso.
-No voy a preguntarle a Mikey sobre los asuntos que tú amante tenga con él. Ni voy a hablarle de su bastardo.
Su bastardo. Eso era ese pequeño grano en su vientre para él. Un bastardo, una molestia... No era como si eso la sorprendiera. La única persona que podría amar alguien como Sanzu era a Mikey. Mikey, Mikey y únicamente Mikey.
-¿De verdad te sirve de algo? Lamerle el culo a Mikey. Serle tan fiel... ¿Lo necesitas tanto?
Sanzu no pestañeó, pero no de la sorpresa. Un reflejo del cuerpo que le pedía descanso o algo más. «Tiene mono», se dijo. Podía verlo en las gotas que le caían por el cuello y de las que ella no se había percatado. Estaba conduciendo un coche con una pasajera teniendo el mono de meterse algo en el cuerpo que lo sacase de la realidad o lo llevara al otro barrio.
-Eso ya lo sabes tu, ¿no?
-Yo he podido dejarle, y seguir adelante -dijo. Casi podía verle sonreír con esa petulancia suya, recordandole que no era nadie más que una mentirosa si se creía sus propias palabras-. ¿Tienes vida fuera de Bonten? ¿Tienes algo -hizo enfasis- que no sea Bonten?
Vio sus ojos entrecerrarse, y una leve sombra de irritación cruzando sus rasgos, pero no dijo nada. De hecho, no dijo nada, solo condujo. Los dedos clavados en el volante se apretaba. ¿Se estaría imaginando que era su cuello?
-¿Tienes personalidad? Una que no sea obedecer cada orden o vivir una mentira. ¿Tienes familia, a alguien? ¿O es que no puedes mantener a nadie cerca porque eres demasiado inútil para valerte por ti mismo?
Su mandíbula se tensó y la expresión vaciló por fin, perdiendo la compostura de persona ajena a los asuntos hasta que actuaba. Una postura peligrosa, porque ahora sabía de lo que era capaz en sus carnes.
Pero no se detuvo.
-Bonten tiene todo, pero tú no tienes nada. Siempre jugando con fuego, ¿eh? Como si fueras intocable, con tus armas y tus drogas. Pero no eres nadie, ni mucho menos más importante que yo. Lo único que nos diferencia es lo que tú me dijiste una vez: yo me abría de piernas y consolaba a Mikey, sí, pero tú solo eres un chiste. Uno triste y patético que algún día se deseará con toda la mierda que se mete dentro.
Eso dio en el blanco, y ella cerró la boca tan pronto como vio que su mano salía disparada a la máquina de cambios. El impacto la golpeó antes que el sonido el llegó a los oídos, seguido del pitido que inundó su cabeza en un lado de su cabeza. Se llevó la mano a la zona que había golpeado, pero sinceramente no sabía qué le dolía más; que hubiese tenido el valor de hacerlo después de todo ese tiempo o el segundo golpe contra la ventanilla.
-Espero que te de una sobredosis y te mate -le escupió, por primera vez con puro odio. Lo de antes solo había sido un reto movido por la repulsión que le daba estar con él en esa situación. Aquello... Aquello era ella diciéndole la verdad.
Sanzu apretó los dedos en la palanca de cambios.
-Fuera.
Sus ojos se posaron en em exterior. Debía de estar de broma. ¿No? ¿Iba a dejarla ahí fuera poniéndola en peligro ante cualquier cosa? ¿En su estado? No lo sabe. Claro, porque no es cosa suya. Y sin un dueño que tirase de su correa, Sanzu se estaba comprando como el mismo desgraciado de siempre.
-¿Lo dices de verdad o es un farol?
-He dicho que salgas del coche -repitió, poniendo la voz más grave y apretando las manos en el volante hasta dejar los nudillos blancos-. Antes de que te arrastre fuera por el pelo.
No bromeaba. No era un farol. Iba a dejarla a su suerte en una carretera que no conocía y donde podía pasar cualquier cosa. Fue el turno de ella de apretar la mandíbula, acompañado del dolor en el lado de la cara.
-Ya que eres tan generoso, me llevo esto, perro.
No se lo merecía. Realmente no. Pero ella quería castigarlo por cómo se comportaba con ella y cómo la trataba. Y que de alguna manera, si le pasaba algo ahí fuera, cargase con la culpa de haber participado en la muerte de una chica inocente que tenía ADN suyo en las manos. Pero Sanzu era demasiado estúpido estando drogado que no se daría cuenta de eso. No le extrañó verle ignorarla con un gesto despectivo mientras agarraba su chaqueta de diseño y al sacaba con ella del coche. Dio un portazo contra el coche al cerrar la puerta, pero ni eso le hizo reaccionar.
El motor rugió. En cuestión de segundos, el coche se marchaba carretera arriba... Lejos y hasta convertirse en nada más que una pequeña luz más y más diminuta en el espacio. Sus dedos alrededor de la chaqueta se apretaron, y la prenda acabó en el suelo.
La arrugó, la ensució, la rompió por zonas que no sabía ni existían... También le gritó. A la chaqueta, a Mikey, a Sanzu, hasta que su garganta dolió y los ojos se le empaparon de frustración. No importaba lo que hiciera: cada vez era más idiota. Sus dedos urgaron en los bolsilos. Una tarjeta de recomendación con su número y una bolsa de pastillas; la que se había tomado antes de recogerla. Y todavía con esas, ella no se quedó a gusto.
Una punzada de dolor la golpeó en la zona baja. Un recordatorio a su estado. Y a lo idiota que fue en confiar en que esa persona sería medianamente decente y sincera estando drogado. ¿Qué más le quedaba por hacer más que caminar y volver a la ciudad? ¿Iba a encontrar un autobús activo a esas horas...?
Contuvo las lágrimas. Cada paso suponían un esfuerzo corporal y mental que no podía permitirse. Tal vez en otro momento. Pero así...
Tendría que haberse ido a casa con Victoria, y no con ese cabronazo.
-Puto bastardo. Deberías morir...
Tumblr media
9 notes · View notes
nebulamorada · 9 months ago
Text
"first time sleeping together" sihtric kjartansson x fem! reader
Tumblr media
Mantiene sus ojos abiertos con dificultad unos momentos, mientras se acostumbra a la pequeña luz que la vela en la mesa de luz proporciona, sorprendiendose ligeramente al verte despierta. Había pasado un buen rato desde que ambos se habían acostado, esta siendo la primera noche en la que los dos habían decidido comenzar a dormir juntos.
—¿Estás incómoda?—murmura en un tono bajo, sintiendo la boca ligeramente seca. La duda plasmada en su mirada y la ansiedad comenzando a aparecer en su pecho.
—No, no eso...—tu contestación vaga le preocupa un poco, separándose ligeramente mientras el brazo que no usa para apretarte contra su pecho por la cintura lo usa para incorporarse.
¿El colchón era incómodo? ¿Las almohadas no eran lo suficientemente mullidas? ¿Acaso las pieles no te abrigaban los suficiente? Te escuchó suspirar mientras su mente planeaba más posibilidades, comenzando a dejarse alcanzar por viejos fantasmas cuando se consideró a sí mismo como el problema.
—Veo humo salir de tus orejas—tus manos sobre sus mejillas lo devuelven a vos, sabiendo que más que nadie sos la que conoce la forma en la que funciona su cabeza, tus lindos ojos se conectan con los suyos y para él es el mejor momento de su vida, ¿para ti no?—Es solo que no sé si dormir así sea lo que más me parezca cómodo—presta más atención cuando te ve dudar en expresar tus pensamientos, acariciando tu nariz con la suya, incitandote a continuar—¿crees que podamos acomodarnos en otra posición?
Sihtric resopla una pequeña risita por la nariz ante eso, feliz de saber que no era algo realmente grave y que no era un problema sin solución, asintiendo con suavidad antes de besar la punta de tu nariz y tu frente antes de llegar a tus labios; pero antes de profundizar el beso, tu agarre en su cadera se vuelve duro cuando lo acomodas de espaldas a ti, siendo vos la que lo apretar entre tus brazos, como él hizo pocos momentos antes. Una de tus piernas se abre lugar entre las suyas mientras tu mano toma la suya y siente tus pechos apretados contra su espalda, mientras tu mentón descansa en el lugar entre su cuello y hombro.
Quiere decir algo, cualquier cosa, pero honestamente parece paralizado, no va a mentir, le gusta, pero no era algo que había pasado por su mente.
—Yo...
—¿No te gusta?—tu aliento cálido contra su oreja le causa escalofríos, pero vuelve nuevamente en sí cuando nota el tono de tu vos denotando tu preocupación.
—No, no, no—niega rápidamente, apretando tu mano entre la suya mientras se hace hacía atrás, apegándose más a tu cuerpo—e-es cómodo en realidad, muy cómodo—asegura, mirándote sobre su hombro.
—Duerme bien, Sihtric—el beso que dejas detrás de su oreja antes de acurrucarte nuevamente lo hace temblar, mientras se termina acomodando también, soltando una pequeña risita entre dientes mientras se acomoda para dormir, está vez soplando la vela de la mesita de noche, quedando completamente a oscuras.
Sí, esto es algo a lo que definitivamente le gustará acostumbrarse.
35 notes · View notes
josecarrozap · 2 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
acercamiento a la calcografía
el comienzo de la técnica calco grafica, ejercicio de lineas con la técnica punta seca en distintas materialidades como acercamiento a la técnica.
el manejo de la linea es sumamente importante para encontrar las tramas necesarias para desarrollar las temáticas, de igual manera esto de debe acompañar con el ejercicio de dibujar objetos a mano con tiralíneas, fue el primer paso antes de saltar a la punta seca previa a la calcografía.
los materiales usados son:
-mica plástica
-CD
-lata de bebida
-radiografía
-tetrapak
ademas de ejercicio, también hubo exploración de la técnica, buscando soportes para trabajarlas a modo de matriz.
4 notes · View notes
lesbianneopolitan · 10 months ago
Text
˜”*°•.˜”*°• Solo: Pure Imagination (ES) •°*”˜.•°*”˜
TW: Violencia; Tortura.
Tumblr media
Las luces de la habitación mal iluminada parpadeaban- el olor a sangre seca era notable para aquellos con un buen sentido del olfato, y el Pecador abría el ojo para despertarse -por desgracia- en esta sala de mala muerte.
Estaba atado a una silla, con fuertes cuerdas y unas sencillas pero eficaces esposas de plástico en las muñecas, por si acaso.
"No...¡no me jodas!" Sabía por qué estaba aquí. Hace un momento, (o tal vez horas) la asesina encontró el sitio en el que vivía, entró por la fuerza, y no tardó mucho en ponerlo a dormir para traerlo aquí.
No era la primera vez que hacía esto contra alguien, pero es que tampoco era la primera vez que este Pecador en concreto se intentaba escaquear de pagar lo que la muda y él acordaron.
Dejando su móvil encima de la única mesa que había, la ángel caída dejaría que una sola canción sonase de fondo para ellos dos, en bucle, no muy fuerte pero tampoco muy bajita.
◸Vaya, por fin despiertas.◿
Su mente invadía la del otro para poder comunicarse con esa voz que resonaba casi con eco, y por una razón u otra, eso solo consiguió que el pobre desgraciado dejase escapar un gritito.
Este no tardó en intensificarse cuando Neo caminó más cerca, pillando el cigarro que descansaba en sus labios, y sujetándolo entre índice y pulgar para presionar la punta encendida contra el hombro expuesto del Pecador.
"¡AAAAUGH! ¡Joder!-" La voz del demonio se rompió un poco con algo tan simple como eso, pero el sadismo en la cara de la ex-Exorcista solo se alimentaba, aparente en forma de sonrisa de medio lado.
"Joder...joder joder joder...¡lo siento! S-Se que voy tarde con el pago-" El Pecador respiraba fuerte a la que intentaba buscar una excusa, pero ya era la tercera vez, y eso significaba que la paciencia de la asesina había llegado a su límite.
Andando en círculos alrededor de la silla con el sonido de sus tacones resonando en la habitación, -casi como si de un depredador se tratase- Neo se paró una vez que estaba tras la silla, arrimándose un poco por detrás con una respiración calmada, y la sonrisa aun haciendo acto de presencia antes de que sujetase la redonda barbilla del demonio por detrás, con una de sus manos enguantadas.
◸Te di opciones para pagar la espera hace unos meses, pero necesito el dinero. Ya. No es nada personal, solo negocios. Y sabes bien cuáles eran las condiciones cuando decidiste contratarme. A la tercera va la vencida, cariño. Y una servidora también necesita sobrevivir.◿
Honestamente, a Neo no le gustaría estar en el lugar de todos estos desgraciados, sin poder, sin talento, y en este punto, sin familia o amigos.
◸Me ofreciste la vida de tus únicos amigos y la única familia que te quedaba. Vaya cabrón estás hecho. Todo por salvarte el culo a tí mismo, ¿y de qué ha servido eso al final?◿
Dejando la barbilla ir, la muda dio un paso hacia atrás para tener espacio, y luego le dio una patada a la silla para que esta cayese de cara, consiguiendo que el Pecador se diese de bruces con el duro y frío suelo, y que soltase otro sollozo de dolor.
Antes siquiera de que pudiese intentar moverse para caer de lado, la ex-Exorcista manifestó su arma Angelical en mano, y desenvainó la espada oculta de su parasol para hacer un rápido y limpio corte tras las rodillas del demonio.
"¡¡A-AAAAAAAAAAAAAH!!" Del dolor mismo, el Pecador se intentó mover como pudo, bien atado al asiento y finalmente moviéndose para ponerse de lado; lágrimas aparentes en su único ojo.
El olor a nueva sangre tenía a Neo sonriendo algo más, hasta el punto de enseñar algo de diente, e inevitablemente, la ángel caída dejó que su lengua pasase sobre sus labios.
◸Shhh...tsch, tsch, tsch...◿ Acercándose, la asesina se apoyó en una rodilla, apretando el puño alrededor del mango de su espada, y acercando el filo ensangrentado de esta a su propia boca para limpiarlo con su lengua.
Tras dejar que una pequeña risa escapase de su defectuosa garganta, la mujer dejó la punta de la espada descansar a pocos centímetros de la cara del Pecador.
◸Puedes sobrevivir siendo inválido si eres ingenioso, pero será tu elección. O me dices dónde guardas el dinero en ese cuchitril tuyo, o te mato aquí mismo.◿ Tras hacer una pequeña pausa, Neo no podía evitar el regocijarse en el miedo absoluto que podía leer en la cara del demonio, quien estaba teniendo dificultad para responder, por lo mucho que estaba llorando.
◸¿Y bien?◿ Ladeando la cabeza hacia un lado, la ex-Exorcista sonrió con falsa amabilidad. Siempre ayudaba que se presentase a los Pecadores con su apariencia más humanoide. Les ayudaba a recordar que era más cercana a ser una Exorcista que un demonio, o eso pensaba ella, pero era eficaz.
"El...el...el armario de mi habitación tiene doble fondo- por favor, te lo juro...¡te lo juro!...está todo el dinero que tengo, quédatelo todo- pero por favor...déjame vivir...¡te lo ruego!" Entre sollozo y sollozo, el Pecador cerró su ojo y evitó mirar directamente a la ajena, la cual dejó que su expresión se suavizase algo.
◸¿Ves? ¡Al final no era tan difícil!◿ Mientras comunicaba aquello, dejó que la mano libre diese unas palmaditas en la mejilla del desgraciado, y luego, Neo se levantó y se acercó a la mesa en la que se encontraba su móvil, cogiéndolo, y guardándolo en un bolsillo.
"¿N-No me vas a liberar? Por favor- te he dicho que no mentía-...p-por favor...no me dejes aquí-"
Mordiéndose el labio, y riéndose de nuevo, la asesina miró sobre su hombro y luego se dio la vuelta, escondiendo su espada de nuevo en la otra parte del parasol, y dejando que este descansase sobre su hombro.
◸Te puedes averiguar la manera de salir de aquí, pero no quiero que llegues muy lejos por si acaso me estás mintiendo. No te fíes ni de tu propia sombra en este sitio, ¿eh?◿
Sonreía de medio lado, de manera confiada. Daba asco, pero tampoco es que el demonio pudiese hacer mucho en esta situación.
Dándose la vuelta de nuevo, la muda dejó que los sonidos profundos que podía hacer con la garganta tarareasen un poco la canción que había tenido puesta, y luego, se puso en marcha para salir por la puerta principal.
En vez de comunicar nada por telepatía, miró hacia atrás por última vez, y se despidió con la mano libre antes de salir de allí, cerrando la puerta y dejando al Pecador en completo silencio. Solo en la oscuridad.
13 notes · View notes
saturday-byte · 9 months ago
Note
Holaaa, disculpa la molestia compatriota, pero me gustaría preguntar sobre cuales materiales usa usted para dibujar en tradicional /signo de pregunta
Tumblr media
Helloooo ^^ que se hacía el gringo ahre
Para tradicional uso cualquier lápiz q este tirado en mi casa y alguna goma q sea suave ahí no hay recomendaciones lol, la microfibra para el lineart puede ser cualquiera con tinta q safe y que sea de 0.1 minimetros. Tmb tengo otras más gruesas para el contorno pero ya están medias secas así q no las uso mucho
Después para pintar uso sharpies, pero para más gama de colores tengo otra marca trucha pq no hay plata (los nüwa doble punta / touchnew). Esos tmb traen uno q es solo alcohol para difuminar y tampoco lo uso mucho pero está bueno
Después lápices de colores uso menos así q son los q me han ido regalando de chiquito no tengo recomendaciones ahí,, me tengo q comprar algunos nuevos
Gracias por la pregunta me encanta decir boludeces :]
6 notes · View notes
edicionesneutrinos · 9 months ago
Text
Tumblr media
novedad!
CLICK
V. V. Fisher
Poesía argentina, 2024
ISBN 978-987-4430-32-8
110 páginas
Las ventanas mentales que se nos abren cada día cuando nos solicitan explicar nuestro género, las que se cierran en nuestro corazón de telaraña por el rechazo al deber de dar explicaciones sobre qué somos podrían ser más de noventa, como la cantidad de poemas de este libro, o tal vez infinitas y encumbradas, como lo es la poesía liberada en CLICK. No llevamos a cuesta nuestro género: nuestro género nos conduce a espacios antes no habitados. En el acto de ocupar un lugar, V. V. Fisher pone otro pie/ sin asco/ donde se pueda/ pisar. Sus letras abren ventanas, su voz avanza decidida: si no alcanzan/ las palabras del yo/ braman. Un yo nómad, empecinad y mamarracho, embiste contra/ bajos golpes […] corre como flecha/ sin punta pero ante/ la duda siempre/ con dirección. Su yo desembocad* y sin emboce teje en la pausa los hilos de araña con que devora el cisexismo. I Acevedo
V. V. Fisher nació en 1974 en Buenos Aires. Trabaja como bibliotecarie. Publicó los libros de poesía Hacer sapito (Nusud, 1995; Gog & Magog, 2005; Liberteca, 2022), A boca de jarro (Edición a Secas, 2002), Arveja negra (Vox, 2005), Notas para un agitador (La Calabaza del Diablo, 2008; Todas las Fiestas, 2022), Boomerang (27 Pulqui, 2015), Pavadas (El Autor, 2017; Liberteca, 2021), Había una vez (Caleta Olivia, 2019) y Pavadas platónicas (Liberteca, 2021).
3 notes · View notes
unglitchonline · 2 years ago
Text
este poema se llama no necesariamente escribir cartas, sino tener a quién entregarlas
tomé la cesta para recoger los corazones rotos que quedaron de la fiesta de graduación
andábamos por la calle cantando canciones de belly rose hasta las 3 de la mañana y me preguntaste si me podías besar
teníamos diecisiete años y estábamos enamoradas. creí que el viaje nos duraría otro año pero caducó tres meses después de que ambas entramos a la universidad
caminaba por debajo de los árboles esperando una sombra para poder abrir los ojos
caminaba debajo del sol y yo no usaba bloqueador solar
¿así se siente un corazón roto?
las esquirlas de las memorias llegaban cada que el pitido del autobús anuncia la salida de la estación
el empuje del arranque me guiaba a tu cuerpo
luego dejé de tomar el autobús
sin pitido
no arranque
sin empuje
no cuerpos
a veces me pongo guantes de goma para lavar los trastes sucios
a los guantes se les han hecho un par de agujeros en las puntas de los dedos por su roce con las aspas de la licuadora
el agua se filtra y las manos quedan húmedas
no totalmente mojadas
no totalmente secas
en el limbo de lo húmedo
tiptoeing sobre la línea de lo mojado
¿así se siente la tristeza?
y archivo este poema en las notas de mi computadora porque no sé exactamente si alguna vez podré leerte de nuevo en voz alta
no necesariamente enviar cartas sino tener a dónde entregarlas
10 notes · View notes
birralover · 2 years ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Mi chapa de punta seca, para grabado en aguafuerte ✨
8 notes · View notes
mantecol · 2 years ago
Text
🥐 MEDIALUNAS DE MANTECA 🥐
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Dificultad: Moderada
Tiempo: Demasiado, todo un día.
Porciones: 24 o menos si las queres más grandes.
Tumblr media
INGREDIENTES
222ml leche
500gr de harina 000
100gr de azúcar
200gr de manteca (recomiendo La Paulina)
25gr de levadura fresca (Calsa o cualquier otra marca) o pueden ser 10gr de levadura seca (Levex u otra marca)
15gr de sal (opcional)
1 huevo
20gr de miel (preferentemente la de consistencia más liquida)
Tumblr media
PROCEDIMIENTO
Colocar la leche tibia en un bowl y disolver allí la levadura (de ser levadura seca de paquete, seguir las instrucciones)
En otro bowl, volcar la harina y esparcirla formando una corona (hacer un hueco en el medio de la montañita)
Agregar en el hueco el huevo, el azúcar y la mezcla de leche con levadura (si usaste paquete, incorporar la premezcla)
Incorporar todos los ingredientes y llevar la masa a una mesada para terminar de amasar y homogeneizar (5-10 minutos de amasado) y dejar reposar con repasador encima.
Colocar la manteca pomada (manteca a temperatura ambiente. Fría pero maleable) en un bowl y mezclarla con 25GR de harina (formar un empaste)
Estirar la masa con un palo de amasar. Tiene que ser una masa de forma rectangular más chata que gruesa.
Esparcir el empaste sobre la masa. Doblar la masa por la mitad (como un papel) para "sellar" el empaste y que no se escape. Va a tener forma de paquete.
Envolverlo en papel film o lo que tengan y llevar a la heladera por una hora y media.
Una vez fuera de la heladera, espolvorear harina sobre el "paquetito" para doblar nuevamente por la mitad. Esto se lleva nuevamente a la heladera por 1h30min y se repite el proceso 4 veces. Estirar -> Doblar -> Heladera -> Repetir.
Ya está lista tu masa de hojaldre !!! ✨️👍🏼😭
Estirar la masa una última vez y cortar triángulos (es recomendable cortar la masa horizontalmente para tener dos mitades).
Estirar un poquito la base del triangulo y enrollar. Luego doblar las puntas hasta que tenga forma de medialuna.
Colocarlas sobre una placha con papel manteca (o enmantecada) y dejar levar 40min en un espacio cálido.
Mientras levan, precalentar el horno a una temperatura alta (200ºC).
Una vez pasados los 40 minutos, llevar las medialunas al horno por aproximadamente 30 minutos o hasta dorar.
Tumblr media
OPCIONAL - EL ALMÍBAR 🍯
INGREDIENTES
200gr azúcar
100ml agua
PROCEDIMIENTO
Colocamos el agua junto con el azúcar en una cacerola y los llevamos a fuego medio–bajo.
Una vez disuelto el azúcar, dejar sobre el fuego de 3 a 4 minutos aproximadamente.
Listo el almíbar !!! ✨️‼️‼️
Una vez fuera del horno, podes pintar las medialunas con el almíbar que acabas de preparar.
Tumblr media
MÁS RECETAS EN ESTE LINK
Tumblr media
4 notes · View notes
cuadernodeliteratura · 2 years ago
Text
«Kunicki», Olga Nawoja Tokarczuk.
Agua I
Es media mañana, no sabe exactamente qué hora es, no ha mirado el reloj, pero no debe de llevar esperando más de un cuarto de hora. Se reclina cómodamente en su asiento y entorna los ojos; el silencio es tan penetrante como un persistente sonido agudo, no puede ordenar sus pensamientos. Todavía no sabe que lo que suena es una alarma. Aparta el asiento del volante y estira las piernas. Le pesa la cabeza, un peso que zambulle su cuerpo en un aire tórrido, blanco. No piensa moverse, esperará.
Seguro que se ha fumado un pitillo, tal vez incluso dos. Al cabo de varios minutos baja del coche y orina en la cuneta. Parece que mientras tanto no ha pasado ningún coche, aunque ahora ya no está tan seguro. Vuelve al coche y bebe agua de una botella de plástico. Finalmente, empieza a impacientarse. Toca con furia el claxon, cuyo ruido ensordecedor desencadena una oleada de ira que, en cierto modo, lo devuelve a la tierra. A partir de este momento lo ve todo mucho más claro: mentalmente ya enfila el mismo sendero por el que ellos se han ido, concibiendo para sus adentros las palabras que en breve va a pronunciar: «¿Por qué tardas tanto? ¿¡Qué diablos crees que estás haciendo!?».
Es un olivar, reseco como un hueso. La hierba cruje bajo los zapatos. Entre los retorcidos olivos crecen zarzamoras silvestres; sus tiernos brotes intentan alcanzar el sendero y agarrarlo de los pies. Hay basura por todas partes: pañuelos desechables, compresas asquerosas, excrementos humanos infestados de moscas… Otras personas también se paran para hacer sus necesidades junto a la carretera. No se toman la molestia de internarse un poco en los matorrales, tienen prisa, incluso aquí.
No hay viento. No hay sol. El cielo blanco e inmóvil recuerda al sobretecho de una tienda de campaña. Hace bochorno. Partículas de agua se expanden en el aire y en todas partes se percibe el olor del mar: de electricidad, de ozono, de pescado.
Ve movimiento, pero no allí, entre los árboles, sino aquí mismo, bajo sus pies. Un enorme escarabajo negro avanza hasta el sendero; durante un rato analiza el aire con sus antenas, se detiene, a todas luces consciente de la presencia humana. El blanco cielo se refleja en su perfecto caparazón formando una mancha lechosa, y a Kunicki, por un instante, le parece que desde la tierra lo observa un ojo extraño que no pertenece a ningún cuerpo, un ojo intempestivo e indiferente. Kunicki escarba con la punta de su sandalia. El escarabajo cruza el sendero haciendo susurrar la hierba seca. Desaparece entre las zarzamoras. Es todo.
Maldiciendo, Kunicki da media vuelta para volver al coche, aún alberga la esperanza de que ella y el crío hayan regresado ya dando un rodeo, sí, está seguro de ello. Les va a decir: «¡Llevo una hora buscándoos! ¿¡Qué diablos creéis que estáis haciendo!?».
Ella dijo: «Para el coche». Cuando lo detuvo, ella bajó y abrió la puerta de atrás. Desató al niño de su sillita, lo tomó de la mano y se alejaron juntos. Kunicki no tenía ganas de salir, se sentía soñoliento y cansado, aunque no habían recorrido más que unos pocos kilómetros. Apenas les echó un vistazo con el rabillo del ojo, sin darles importancia; no sabía que debía prestar atención. Ahora intenta evocar esa imagen borrosa, enfocarla, acercarla y fijarla. Así que los está viendo caminar por el sendero que cruje, de espaldas. Cree recordar que ella lleva unos pantalones claros de lino y una camiseta negra, y el pequeño, una camiseta con un elefante, de eso está seguro porque él mismo se la puso por la mañana. Mientras caminan, se dicen cosas, él no oye qué cosas; no sabía que debía escuchar. Desaparecen entre los olivos. No sabe cuánto rato, pero no mucho. Un cuarto de hora, tal vez un poco más, ha perdido la noción del tiempo, no miró el reloj. No sabía que debía controlar el tiempo. Detestaba que ella le preguntara: «¿En qué piensas?». Le contestaba que en nada, pero ella no le creía. Decía que era imposible no pensar, se ofendía. Pero sí que es capaz —ahora Kunicki experimenta una especie de satisfacción— de no pensar en nada. Sabe hacerlo.
Sin embargo, de repente se detiene en medio de la selva de zarzamoras, se queda quieto, como si su cuerpo, al alcanzar el rizoma de la zarza, encontrase involuntariamente un nuevo punto de equilibrio. El zumbido de las moscas y otro que está solo en su propia cabeza acompañan el silencio reinante. Por un momento se ve a sí mismo desde arriba: un hombre que viste camiseta blanca y un vulgar pantalón safari, con una pequeña calva en la coronilla, en medio de los matorrales, un intruso, un invitado en casa ajena. Un hombre expuesto al bombardeo, caído en el epicentro de un efímero alto el fuego en la batalla que libran el cielo incandescente y la tierra abrasada. Cae presa del pánico; querría ocultarse cuanto antes, esconderse en el coche, pero el cuerpo no obedece: es incapaz de mover el pie, de forzar el ponerse en marcha. Dar un paso: nunca creyó que fuese tan difícil. Se han cortado las conexiones. El pie metido en su sandalia es el ancla que lo ata a la tierra: ha encallado. Conscientemente, con esfuerzo, sorprendiéndose a sí mismo, lo obliga a moverse. No hay otra manera de abandonar este tórrido espacio infinito.
Llegaron el 14 de agosto. El ferry desde Split estaba abarrotado: muchos turistas, aunque el pasaje estaba formado mayoritariamente por gente del país. Llevaban las compras hechas en tierra firme, donde todo es más barato. Las islas no producen muchas cosas. Era fácil distinguir a los turistas porque, cuando el sol empezó a caer irremisiblemente en el mar, se trasladaron a estribor apuntando los objetivos de sus cámaras hacia él. El ferry fue sorteando lentamente los desperdigados islotes y, tras superarlos, pareció salir a mar abierto. Una sensación desagradable, unos instantes de pánico sin importancia.
Encontraron sin dificultad su hostal; se llamaba Poseidón. El propietario, Branko, con barba y una camiseta con una concha estampada, insistió en que lo tutearan y, dando a Kunicki palmaditas cómplices en la espalda, los condujo al primer piso de la angosta casa de piedra construida sobre el mismísimo mar, donde, orgulloso, les mostró el apartamento. Disponían de dos dormitorios y una pequeña cocina rinconera amueblada con los tradicionales armarios de conglomerado de madera laminada. Las ventanas daban directamente a la playa y a mar abierto. Bajo una de ellas acababa de florecer un agave: la flor, en su fuerte tallo, se elevaba triunfalmente sobre el agua.
Saca el mapa de la isla y estudia las posibilidades. Quizá ella se ha desorientado y ha salido en otro lugar de la carretera. Seguramente estará ahí, puede que pare un coche y se dirija… ¿hacia dónde? Advierte en el mapa que la carretera dibuja una línea sinuosa por toda la isla y que se la puede recorrer en circunvalación sin descender en ningún momento hasta el mar. Así es como visitaron Vis hace unos días. Deja el mapa en el asiento de ella, sobre su bolso, y arranca. Conduce despacio, buscándolos con la vista entre los olivos. Pero al cabo de un kilómetro el paisaje cambia: sustituyen al olivar rocosas tierras baldías cubiertas de hierba seca y zarzamoras. Las blancas piedras calizas parecen enormes dientes perdidos por un ser salvaje. Tras recorrer varios kilómetros, da media vuelta. A la derecha, ante sus ojos se extienden viñedos de un verde deslumbrante, salpicados aquí y allá por pequeños cobertizos de piedra para guardar herramientas: vacíos y lóbregos. En el mejor de los casos se ha perdido, pero… ¿y si se ha desmayado, ella o el pequeño? Hace tanto calor, tanto bochorno… A lo mejor necesitan auxilio inmediato, mientras que él, en vez de hacer algo, da vueltas por la carretera. Pues sí, solo un idiota como él puede tardar tanto en darse cuenta. Su corazón empieza a latir con más fuerza. ¿Y si ha sufrido una insolación? ¿O se ha roto una pierna?
Regresa y pega varios bocinazos. A su lado pasan dos coches alemanes. Calcula el tiempo: ha pasado hora y media, lo que significa que el ferry ya ha zarpado. El imponente barco blanco ha engullido los coches, ha cerrado las puertas y se ha echado a la mar. Con cada minuto que pasa, los separan extensiones cada vez más vastas de un mar indiferente. Kunicki tiene un mal presentimiento que le deja la lengua seca, un presentimiento de algo relacionado con la basura junto a la carretera, con las moscas y los excrementos humanos. Ha comprendido. No están. Han desaparecido los dos. Sabe que no los encontrará entre los olivos, pero aun así toma el seco sendero y lo recorre llamándolos a gritos, aunque ya sin esperanza de que le contesten.
Es la hora de la siesta, la pequeña ciudad está casi desierta. En la playa, justo al lado de la carretera, tres mujeres hacen volar una cometa azul. Las distingue perfectamente mientras aparca. Una de ellas lleva pantalones de color crema claro que ciñen sus rollizas nalgas.
Encuentra a Branko sentado en una mesa de un pequeño café. En compañía de dos hombres. Beben pelinkovac con hielo como si fuera whisky. Branko, sorprendido, sonríe al verlo.
—¿Has olvidado algo? —pregunta.
Le acercan una silla, pero no se sienta. Quiere contarlo todo por orden, pasa al inglés al tiempo que en otra parte de la cabeza, como si se tratara de una película, se pregunta qué se hace en tales situaciones. Dice que Jagoda y el pequeño han desaparecido, y precisa dónde y cuándo. Los ha buscado y no los ha encontrado. Branko entonces le pregunta:
—¿Os habéis peleado?
Responde que no, sin faltar a la verdad. Los otros dos hombres apuran sus copas de pelinkovac. A él también le gustaría tomar un trago. Siente en la boca ese sabor agridulce que tiene el licor. Branko, con parsimonia, recoge de la mesa el paquete de tabaco y el mechero. Los otros también se levantan, a regañadientes, como si se concentraran antes de entrar en combate, o tal vez, simplemente, porque preferirían seguir disfrutando de la sombra del toldo. Irán todos con él, pero Kunicki insiste en que primero hay que avisar a la policía. Branko vacila. Vetas canosas entreveran su negra barba. En su camiseta amarilla destaca, en rojo, el dibujo de una concha con la palabra Shell.
—¿Y si ha bajado hasta el mar?
Puede ser. Quedan en lo siguiente: Branko y Kunicki irán a aquel lugar, y los otros dos, al puesto de policía, desde donde telefonearán a Vis. Branko explica que Komiža cuenta con un solo agente, que la verdadera comisaría está en Vis. Sobre la mesa quedan las copas con el hielo derritiéndose.
Kunicki reconoce enseguida la pequeña entrada al borde de la carretera donde ha permanecido aparcado. Le parece que han transcurrido siglos desde entonces, ahora el tiempo corre de otra manera, espeso y acre, compuesto por secuencias. El sol asoma entre las blancas nubes, de pronto hace mucho calor.
—Toca el claxon —dice Branko, y Kunicki obedece.
El sonido es prolongado y lastimero como una voz animal. Al cesar se diluye en vagos ecos de cigarras.
Se internan en la espesura entre los olivos, llamándose de vez en cuando. Se vuelven a encontrar junto al viñedo y, tras intercambiar unas palabras, deciden inspeccionarlo de punta a punta. Avanzan por las sombreadas hileras, llamando a la mujer desaparecida: «¡Jagoda, Jagoda!». Kunicki se percata del significado de este nombre, arándano, ya se le había olvidado, y de pronto cree estar participando en un rito ancestral, borroso y grotesco. De los arbustos penden carnosas bayas violeta oscuro, perversos pezones multiplicados, mientras él deambula por los frondosos laberintos gritando: «Jagoda, Jagoda». ¿A quién se dirige? ¿A quién está buscando?
Tiene que detenerse unos segundos al notar un pinchazo en el costado; se dobla en dos entre las hileras de las plantas. Sumerge la cabeza en la umbría frescura, la voz de Branko, amortiguada por el follaje, ya no le llega, y Kunicki solo oye el zumbido de las moscas, la familiar textura del silencio.
Tras un viñedo empieza otro, separado tan solo por un angosto sendero. Se detienen y Branko habla por el móvil. Repite las palabras žena y dijete, «esposa» e «hijo», las únicas que Kunicki es capaz de entender en croata. El sol, ya de color naranja, enorme e hinchado, se debilita a ojos vistas. Pronto podrán mirarlo a la cara. Los viñedos adquieren a su vez un intenso verde oscuro. Dos figuras humanas están en medio de ese verde mar a rayas, impotentes.
Al anochecer, en la carretera hay ya algunos vehículos y un grupo de hombres. Kunicki, en el coche en que pone Policija, con ayuda de Branko contesta unas preguntas que le resultan caóticas, formuladas por un policía fornido y bañado en sudor. Habla en un inglés básico. «We stopped. She went out with the child. They went right, here», y señala con la mano. «I was waiting, let’s say, fifteen minutes. Then I decided to go and look for them. I couldn’t find them. I didn’t know what had happened». Le ofrecen agua mineral recalentada, la bebe con avidez. «They are lost». Y repite: «lost». El policía marca un número en su móvil. «It is impossible to be lost here, my friend», le dice mientras espera a que le contesten. A Kunicki le llama mucho la atención ese «my friend». Luego se oye un walkie-talkie. Pasará aún una hora antes de que formen filas irregulares para emprender una batida por la isla.
En este lapso de tiempo, el hinchado sol desciende sobre los viñedos; para cuando alcancen la cima, ya tocará el mar. Lo quieran o no, asisten a esa puesta de sol operísticamente prolongada. Finalmente encienden las linternas. Ya a oscuras, bajan hasta el abrupto acantilado desde donde ven muchas pequeñas calas. Inspeccionan dos de ellas; en cada una hay una casita de piedra en la que se alojan esos turistas excéntricos que reniegan de los hoteles y prefieren pagar más por no tener agua corriente ni luz eléctrica. Cocinan en fogones de piedra u hornillos de butano. Pescan peces que del agua pasan directamente a la parrilla. No, nadie ha visto a una mujer con un niño. Se disponen a cenar; aparecen en las mesas pan, quesos, aceitunas y esos pobres pescaditos que esa misma tarde vivían absortos en sus frívolas ocupaciones marinas. De vez en cuando Branko llama al hotel de Komiža; se lo pide Kunicki porque cree que ella, después de perderse, habrá logrado llegar hasta allí por otro camino. Pero después de cada llamada, Branko se limita a darle unas palmaditas en la espalda.
Alrededor de la medianoche resulta que el grupo de hombres ha menguado, pero entre los que quedan están los dos que Kunicki vio en la mesa del café en Komiža. Ahora, al despedirse, hacen las presentaciones: Drago y Roman. Juntos se dirigen al coche. Kunicki les está muy agradecido por la ayuda, pero no sabe cómo se dice «gracias» en croata; debe de parecerse al polaco «dziękuję», algo así como «diákuyu» o «diákuye» o una cosa por el estilo. En realidad, con un poco de buena voluntad, podrían crear una versión eslava de koiné, un conjunto de palabras parecidas y prácticas para comunicarse sin necesidad de la gramática, en vez de recurrir a una versión sosa y simplona del inglés.
En plena noche un bote atraca frente a su casa. Deben evacuar la zona, es una inundación. El agua alcanza ya el primer piso de los edificios. En la cocina se cuela por las juntas entre los azulejos y sale con cálidos chorritos de los enchufes. Los libros se han hinchado por la humedad. Abre uno y constata que las letras se corren como el maquillaje, dejando manchas en las páginas en blanco. Resulta que todo el mundo ha salido ya en el bote anterior; solo queda él.
Entre sueños oye las gotas de agua que caen perezosamente del cielo y que al cabo de un instante se convertirán en un breve y violento aguacero.
Agua II
—Tampoco es que sea tan grande la isla —dice por la mañana Djurdżica, la mujer de Branko, al tiempo que le sirve un café bien cargado.
Se lo repiten todos como un mantra. Kunicki comprende lo que intentan decirle, él mismo sabe que la isla es demasiado pequeña como para perderse en ella. A lo largo de sus poco más de diez kilómetros, tiene solo dos ciudades dignas de tal nombre: Vis y Komiža. Es posible registrarla a conciencia, centímetro a centímetro, como un cajón. Y los habitantes de ambas localidades se conocen bien. Las noches son cálidas, los campos están cubiertos de viñedos y los higos ya casi maduros. Aunque se hubieran perdido, nada malo les podría pasar, no iban a morir de hambre ni de frío, ni tampoco devorados por fieras salvajes. Pasarían la cálida noche tumbados sobre la hierba abrasada por el sol, bajo un olivo, acunados por el soñoliento susurro del mar. No más de tres o cuatro kilómetros separan cualquier lugar de la carretera. En los campos hay casitas de piedra con barriles y prensas de vino, algunas provistas de víveres y velas. Desayunarán un jugoso racimo de uva o compartirán el desayuno habitual de los veraneantes de las calas.
Bajan hasta el hotel, donde los espera un policía, pero no el mismo, uno más joven. Por un momento Kunicki alberga la esperanza de oír buenas noticias, pero este le pide el pasaporte. Copia concienzudamente los datos y anuncia que buscarán también en tierra firme, en Split. Y en las islas vecinas.
—Es posible que caminara hacia el ferry por la orilla —explica.
—No llevaba dinero. No money. Está todo aquí. —Y Kunicki muestra el bolso del que saca un monedero, rojo y bordado con pequeñas cuentas. Lo abre y se lo enseña al policía, que se encoge de hombros y copia la dirección polaca.
—¿Cuántos años tiene el niño?
Kunicki contesta que tres.
Conducen por la serpenteante carretera de vuelta al mismo lugar, el día promete ser despejado y tórrido, sobrexpuesto a la luz como una película sacada del carrete. A mediodía todas las imágenes habrán desaparecido. Kunicki piensa en la posibilidad de escrutarlo todo desde lo alto, desde un helicóptero, al fin y al cabo la isla está casi desnuda. También piensa en los chips, en que se los injertan a los animales, a las aves migratorias, cigüeñas y grullas, y ya no quedan para las personas. Todo el mundo debería llevar uno, por su propia seguridad. Posibilitaría el rastreo en internet de todo movimiento humano: caminos, lugares donde la gente descansa y donde se pierde. ¡Cuántas vidas podrían salvarse! Cree estar viendo la imagen en la pantalla de un ordenador: líneas de colores correspondientes a cada individuo, huellas y señales constantes. Círculos y elipses, laberintos. Quizá también ochos sin acabar, quizá espirales malogradas, abruptamente truncadas.
Hay un perro pastor de color negro; le dan a oler un jersey de ella desde el asiento de atrás. El perro olfatea los alrededores del coche y luego se interna entre los olivos por el sendero. Kunicki siente una súbita inyección de energía, pronto se aclarará todo. Corren tras el perro, que se detiene en el sitio donde habrán hecho sus necesidades, pese a que no se distingue huella alguna. Se le ve muy satisfecho de sí mismo, pero, querido pastor, no has hecho más que empezar. ¿Dónde están, adónde se fueron? El perro no entiende qué más esperan de él, pero retoma la marcha, a regañadientes, en dirección opuesta, alejándose de los viñedos a lo largo de la carretera.
Así que caminó a lo largo de la carretera, piensa Kunicki, seguramente se equivocó. Pudo salir más adelante y haberlo esperado a unos cientos de metros. Pero ¿no oyó el claxon? ¿Y después? Quizá los recogió alguien, pero teniendo en cuenta que no los han encontrado, ¿dónde puede haberlos llevado ese alguien? Alguien. Una figura vaga, difusa, ancha de hombros. Cogote recio. Un secuestro. ¿Los habrá noqueado y metido en el maletero? Después los habrá trasladado a tierra firme en el ferry, podrían estar en Zagreb o en Múnich o en cualquier otra parte. ¿Y cómo pudo cruzar la frontera con dos cuerpos inconscientes?
Sin embargo, el perro no tarda en torcer hacia un barranco que va en diagonal a la carretera, una brecha larga y pedregosa que desciende sorteando las piedras. Al fondo se extiende un pequeño viñedo descuidado donde hay una casa de piedra, parecida a un quiosco, con techo de hojalata ondulada llena de herrumbre. Ante la puerta hay un montoncito de tallos de vid secos, reunidos probablemente para ser quemados. El perro describe círculos concéntricos alrededor de la casa y acaba regresando siempre a la puerta. Sin embargo, constatan con sorpresa que la puerta está cerrada con candado. Habrá sido el viento el que ha acumulado las ramitas en el umbral. Resulta evidente que nadie ha podido entrar por ahí. El policía mira al interior a través de los cristales sucios, después empieza a tirar de la ventana, cada vez más fuerte, hasta que la arranca. Entonces se asoman y les golpea un persistente olor a cerrado y a mar.
El walkie-talkie crepita, el perro bebe agua y recibe nueva orden de oler el jersey. Da tres vueltas a la casa, regresa a la carretera y, tras dudar un rato, la recorre en dirección a unas rocas prácticamente desnudas, apenas cubiertas de hierba seca en muy contados lugares. Desde el acantilado se ve el mar. Todos los del grupo de búsqueda están allí, de cara al agua.
El perro pierde el rastro, da media vuelta, finalmente se tumba en medio del sendero.
—To je zato jer je po noći padala kiša —dice alguien en croata, y Kunicki entiende perfectamente que habla de la lluvia de anoche.
Viene Branko y se lo lleva a comer. La policía se queda allí mientras ellos dos van a Komiža. Casi no hablan. Kunicki intuye que Branko seguramente no sabe qué decirle, y más aún en una lengua extranjera, en inglés. De acuerdo, que no diga nada. Piden pescado frito en un restaurante a orillas del mar; de hecho ni siquiera es un restaurante, sino la cocina de unos amigos de Branko. Todos lo son aquí, incluso tienen un aire de familia, rasgos afilados, caras curtidas por el viento, una tribu de lobos de mar. Branko le sirve una copa de vino e insiste en que se la beba. Apura la suya de un trago. No acepta dinero para pagar la cuenta. Recibe una llamada.
—They manage to get a helicopter, an airplane. Police —dice.
Elaboran un plan de expedición bordeando la costa, con la barca de Branko. Kunicki telefonea a Polonia, a casa de sus padres, oye la familiar voz ronca de su padre, le dice que deben quedarse tres días más. No le cuenta la verdad. Todo va bien, sencillamente deben quedarse. También llama al trabajo, dice que le ha surgido un pequeño problema y pide tres días más de vacaciones. No sabe por qué dice «tres días».
Espera a Branko en el embarcadero. Este aparece otra vez con su camiseta con una concha estampada, pero es una camiseta nueva, limpia, fresca, debe de tener para dar y regalar. Entre las barcas amarradas encuentran un pequeño bote de pesca. Unas letras azules torpemente escritas en el borde pregonan su nombre: Neptuno. En ese momento Kunicki recuerda que el ferry que los trajo se llamaba Poseidón, al igual que muchos bares, tiendas y barcas. Poseidón o Neptuno, nombres que el mar expele como conchas. Sería interesante averiguar cómo se compran los derechos de autor a un dios. ¿Con qué se le paga?
Se acomodan en el bote. Pequeño y estrecho, es más bien una barca a motor con una minúscula cabina de madera, de tablones toscamente armados. Branko guarda en ella botellas de agua, llenas y vacías. Algunas contienen vino de su propio viñedo, blanco, bueno, fuerte. Todos tienen aquí su propio viñedo y hacen su propio vino. Branko saca de allí un motor y lo fija en la popa. Arranca al tercer intento. A partir de entonces hay que gritar para oírse. El ruido es espantoso, pero al cabo de un rato el cerebro se acostumbra a él como a la gruesa ropa de invierno que separa el cuerpo del resto del mundo. Poco a poco el ruido se impone a la vista de la bahía, cada vez más pequeña, y del puerto. Kunicki divisa la casa en la que se alojaban, incluso las ventanas de la cocina y la flor de agave disparándose hacia lo alto desesperadamente, como un fuego artificial petrificado, una eyaculación triunfante.
Todo disminuye y se funde ante sus ojos: las casas en una oscura línea irregular, el puerto en una caótica mancha blanca entreverada por las rayas de los mástiles; sobre la ciudad, a su vez, emergen las montañas, desnudas, grises, salpicadas aquí y allá por el verdor de los viñedos. No paran de crecer, ya son enormes. Desde su interior, desde la carretera, la isla parecía pequeña, ahora exhibe su poderío: un macizo de rocas formando un cono monumental, un puño que sobresale del agua.
Al virar a babor dejando atrás la bahía y adentrarse en mar abierto, la costa de la isla parece escarpada y amenazadora.
A consecuencia de la maniobra las blancas crestas de las olas golpean las rocas y los pájaros se asustan por la presencia del bote. Cuando vuelven a arrancar el motor, los pájaros desaparecen. Y aún hay más: la línea vertical de un avión que va rumbo al sur y parte el cielo en dos.
Reemprenden la marcha. Branko enciende un par de cigarrillos y ofrece uno a Kunicki. Resulta difícil fumar: gotas minúsculas salpican desde debajo de la proa alcanzándolo todo.
—Mira el agua —grita Branko—, cualquier movimiento.
Al aproximarse a una bahía con una gruta, ven un helicóptero. Vuela en sentido contrario. Branko se pone en pie en medio del bote y hace señales. Kunicki mira el artefacto, casi feliz. La isla no es grande, piensa por centésima vez, nada puede escapar a la mirada de esa libélula mecánica que vuela alto, todo se verá claro y cristalino.
—Pongamos rumbo al Poseidón —grita a Branko, pero este se muestra reticente.
—Por allí no se puede pasar —grita a su vez como respuesta.
Sin embargo, el bote vira y aminora la marcha. Se mete entre las rocas con el motor apagado.
Esta parte de la isla también debe de llamarse Poseidón, como todo lo demás, piensa Kunicki. El bueno del dios se ha construido aquí sus propias catedrales: naves, cuevas, columnas y coros. Las líneas son imprevisibles, el ritmo falso y desacompasado. La humedad da brillo a las negras rocas ígneas, como forradas con un oscuro y raro metal. Ahora, al anochecer, estas construcciones resultan tristísimas, la quintaesencia del abandono, nadie ha rezado nunca aquí. Kunicki tiene de pronto la sensación de encontrarse ante prototipos de los templos creados por el hombre, de que los grupos de turistas deberían ser traídos aquí antes de visitar Reims o Chartres. Quiere compartir con Branko este descubrimiento, pero hay demasiado ruido como para poder hablar. Ven otro bote, más grande, donde pone Policie. Split. Sigue la línea de la escarpada costa. Los botes se aproximan y Branko se pone a hablar con los policías. No hay ni rastro, nada. Al menos eso imagina Kunicki, pues el estruendo del motor ahoga la conversación. Deben de entenderse leyendo los labios e interpretándolo todo por la manera suave e impotente de encogerse de hombros que no casa con sus camisas blancas con chatarreras de uniforme policial. Indican que hay que volver porque pronto se hará de noche. Es lo único que oye Kunicki: «Volved». Branko pisa el acelerador, emitiendo un ruido que suena como una explosión. El agua se contrae levantando olas minúsculas como escalofríos.
Llegar ahora a la isla resulta muy distinto que hacerlo de día. Primero ven luces centelleantes que por momentos se separan formando hileras. Crecen sumidas en una oscuridad cada vez más profunda, se independizan y diferencian: las luces de los yates amarrados junto al muelle en nada se parecen a las que se filtran por las ventanas de las casas; las que iluminan los rótulos de los comercios en nada se parecen a los movedizos faros de los coches. La imagen segura de un mundo domesticado.
Finalmente Branko apaga el motor y el bote alcanza la orilla. De repente, los bajos rozan terreno pedregoso: han llegado a la pequeña playa municipal, justo enfrente del hotel, lejos del embarcadero. Kunicki adivina el porqué. Al lado de la rampa, en el límite mismo de la playa, ve un coche de policía, dos hombres con camisas blancas que evidentemente los están esperando.
—Me parece que quieren hablar contigo —dice Branko mientras amarra el bote. Kunicki por poco se desmaya, tiene miedo de lo que quizá esté a punto de oír. Que han encontrado sus cuerpos. Eso es lo que le da miedo. Se acerca a ellos, las rodillas le tiemblan.
Gracias a Dios, se trata de un simple interrogatorio. No, no hay ninguna novedad. Pero ha pasado tanto tiempo que el asunto se ha vuelto serio. Lo llevan a la comisaría de Vis por la misma carretera, la única que hay en la isla. Ha oscurecido ya del todo, pero por lo visto conocen bien el camino, pues no aminoran la marcha ni siquiera en las curvas cerradas. No tardan en dejar atrás el lugar fatídico.
En la comisaría lo esperan personas nuevas. Un traductor alto y apuesto que habla un polaco que, seamos sinceros, deja bastante que desear —lo han traído expresamente desde Split—, y un oficial. Indiferentes, le hacen preguntas de rutina. Empieza a darse cuenta de que se ha convertido en sospechoso.
Lo devuelven al hotel. Baja del coche y hace ademán de entrar. Pero solo lo finge. Aguarda en un oscuro pasillo a que se marchen, a que cese el ruido del motor, y luego sale a la calle. Se encamina hacia donde se concentran más luces, al bulevar junto al embarcadero donde están todos los bares y restaurantes. Pero es tarde y a pesar de ser viernes ya no hay aglomeraciones; debe de ser la una o las dos de la madrugada. Entre los escasos clientes en las mesas busca con la vista a Branko, pero no lo ve, no divisa su conocida camiseta con una concha. Hay unos italianos, toda una familia, están acabando de cenar, también ve a dos personas mayores, sorben algo con una pajita mientras observan a la ruidosa familia italiana. Dos mujeres rubias, en actitud de íntima complicidad, los hombros tocándose, absortas en su conversación. Hay algunos lugareños, pescadores, otra pareja. Nadie le presta atención, qué alivio… Camina por el límite de la sombra, casi tocando el agua, percibe el olor a pescado y la cálida y salada brisa del mar. Le entran ganas de dar media vuelta y subir por una de las empinadas callejuelas en dirección a la casa de Branko, pero no se atreve, ya deben de estar dormidos. Así que se sienta en una pequeña mesa al borde de una terraza. El camarero lo ignora.
Observa a los hombres que llegan a la mesa de al lado. Se sientan y acercan otra silla. Son cinco. Antes de que venga el camarero, antes de pedir bebidas, reina entre ellos una intangible complicidad.
De distintas edades, dos lucen una barba tupida, pero toda diferencia pasa inadvertida una vez formado el círculo que, queriéndolo o no, han creado. Hablan, aunque no importa lo que dicen: podría pensarse que se preparan para cantar a coro, que prueban la voz. El círculo se llena de risas: los chistes, aun los más trillados, son pertinentes, incluso deseables. Una risa que susurra, vibrante, conquista el espacio y acalla a las turistas de la mesa vecina, dos mujeres de mediana edad, consternadas. Atrae miradas curiosas.
Preparan al público. La entrada del camarero con una bandeja de bebidas se convierte en una obertura, y el joven camarero en un maestro de ceremonias que, inconsciente de su papel, anuncia un baile o una ópera. Al verlo se animan, una mano le indica dónde ponerlas: aquí. Breves momentos de silencio, y los bordes de cristal alcanzan sus labios. Algunos de ellos, los más impacientes, no consiguen evitar cerrar los ojos, igual que en la iglesia cuando el cura, solemne, deposita en la lengua extendida una oblea blanca. El mundo está listo para dar un vuelco: solo en apariencia el suelo sigue bajo los pies y el techo sobre la cabeza, el cuerpo ya no pertenece exclusivamente a cada uno, sino que forma parte de una cadena viva, el eslabón de un círculo que ha cobrado vida. Ahora igual, vasos viajando hasta los labios, casi no se percibe el instante mismo de vaciarlos, es un momento de máxima concentración, de efímera seriedad. Estarán a partir de ahora aferrados a ellos: a los vasos. Los cuerpos sentados a la mesa empezarán a dibujar sus círculos, las coronillas marcarán en el aire los suyos, al principio pequeños, mayores después. Se superpondrán, dibujando nuevos arcos. Al final se levantarán las manos, primero probarán su fuerza en el aire, gesticulando para ilustrar las palabras, luego caerán sobre los hombros de los compañeros, sobre nucas y espaldas, propinando golpecitos de apoyo. En esencia, gestos de amor. La confraternización de manos y espaldas no resulta inoportuna, es un baile.
Kunicki lo contempla con envidia. Le gustaría salir de la sombra y unirse al grupo. Desconoce esa intensidad. Él pertenece al norte, donde los hombres se comportan con mayor timidez. Pero en el sur, donde el sol y el vino dan al cuerpo espontaneidad sin retraimiento, ese baile cobra absoluta realidad. Solo al cabo de una hora se desploma el primer cuerpo sobre el respaldo de la silla.
La cálida brisa nocturna lo empuja hacia las mesas posándole su pata en la espalda, insistiéndole: «Venga, hombre, ven». Quisiera unirse a ellos, vayan a donde vayan. Quisiera que lo llevaran con ellos.
Regresa a su hotelito por el costado no iluminado del bulevar, cuidándose mucho de no cruzar el límite de la sombra. Antes de entrar en la estrecha y asfixiante escalera, toma una bocanada de aire y se queda quieto un rato. Luego sube la escalera, tanteando los peldaños en la oscuridad, y enseguida cae desplomado en la cama, sin quitarse la ropa, boca abajo, con los brazos extendidos hacia los lados, como si alguien le hubiera pegado un tiro en la espalda y él contemplase esa bala durante unos instantes y luego se muriera.
Se levanta a las pocas horas, dos o tres, pues todavía está oscuro. Y baja a tientas hasta el coche. La alarma chasquea, el coche, lleno de añoranza, parpadea con guiños cómplices. Kunicki descarga el equipaje, todo, sin orden ni concierto. Sube los bártulos escaleras arriba y los arroja al suelo de la cocina y de la habitación. Dos maletas y un sinfín de hatillos, bolsas, cestas, también la de las provisiones para el viaje, un juego de aletas en su saco de plástico, las caretas de buceo, el parasol, las esterillas de playa y la caja de vino que compraron en la isla, así como el ajvar, ese condimento de pimientos rojos que tanto les había gustado, y unos tarros de aceitunas. Enciende las luces y se sienta en medio de todo este desorden. Después coge el bolso de ella y vacía suavemente su contenido sobre la mesa de la cocina. Se sienta y posa la mirada en el patético montoncito de objetos como si se tratase de un complicado juego de palillos chinos y le tocara a él hacer la siguiente jugada: extraer uno sin mover ningún otro. Tras vacilar un instante elige la barra de labios y desenrosca la tapa. De color rojo oscuro, casi nueva, apenas la había usado. Se la lleva a la nariz. Huele bien, es difícil decir a qué. Se arma de valor, va cogiendo uno a uno los demás objetos y los deposita por separado sobre la mesa. El pasaporte: viejo, con tapas azules, en la foto está bastante más joven, lleva una melena larga y suelta, con flequillo. Su firma en la última página aparece borrosa, por eso a menudo la retienen en las fronteras. El pequeño bloc de notas negro, con cierre de goma. Lo abre y lo hojea: unos apuntes, el dibujo de una chaqueta, una columna de cifras, la tarjeta de un bistró del balneario de Polanica, un número de teléfono al dorso, un mechón de pelo, oscuro, ni mechón siquiera, tan solo unas docenas de cabellos sueltos. Lo deja a un lado. Ya lo examinará más adelante. El estuche de maquillaje hecho de tela exótica hindú, en el interior: un perfilador de ojos verde oscuro, una polvera (sin apenas polvos), un rímel verde con cepillo en espiral, un sacapuntas de plástico, brillo de labios, unas pinzas, una cadenita ennegrecida rota. También encuentra una entrada del museo de Trogir con una palabra extranjera escrita al dorso; acerca a los ojos el pedazo de papel y lee con dificultad: καιρóς, debe de leerse K-A-I-R-Ó-S, pero no está seguro, la palabra no le dice nada. Y mucha arena en el fondo.
El móvil, casi descargado. Comprueba el registro de llamadas recientes; se repite su propio número, pero también hay otros, dos o tres, no le dicen nada. «Mensajes recibidos», solo uno, de él, cuando se perdieron en Trogir: Estoy junto a la fuente de la plaza principal. «Mensajes enviados»: vacío. Vuelve al menú principal, en pantalla la iluminada aparece un dibujo, al cabo de unos instantes se apaga.
Un paquete de pañuelos de papel, abierto. Un lápiz, dos bolígrafos, uno es un Bic naranja, el otro lleva escrito «Hotel Mercure». Calderilla, céntimos de zloty y de euro. Un monedero, con billetes croatas, poca cosa, y diez zlotys polacos. La tarjeta Visa. Un paquete de pósits naranja, manchado. Un alfiler de cobre con un grabado antiguo, parece roto. Dos caramelos Kopiko. La cámara de fotos, digital, en su estuche negro. Un clavo. Un clip blanco. Un envoltorio de chicle, dorado. Migas. Arena.
Coloca todo esto cuidadosamente sobre la encimera negra mate, cada cosa equidistante de la siguiente. Se acerca al grifo, bebe agua. Vuelve a la mesa y enciende un cigarrillo. Después saca fotos con la cámara de ella, objeto a objeto. Los fotografía despacio, con solemnidad, el zoom al máximo, el flash puesto. Solo lamenta que esta pequeña cámara no pueda fotografiarse a sí misma. También ella es una prueba en todo este asunto. A continuación va a la entrada, donde están las bolsas y las maletas, y toma una instantánea de cada una de ellas. Sin embargo, no se detiene ahí, deshace las maletas y se pone a fotografiar cada prenda, cada par de zapatos, cada tubo de crema y el libro. Los juguetes del niño. Incluso saca de una bolsa de plástico la ropa sucia y a ese montoncito informe también le hace una foto.
Encuentra una botellita de rakia, se la bebe de un trago, sin soltar la cámara, y toma una instantánea de la botella vacía.
Ya se ha hecho de día cuando conduce en dirección a Vis. Lleva los bocadillos, resecos, que ella había preparado para el camino. Con el calor, la mantequilla se ha derretido, empapando las rebanadas de pan con una fina y reluciente capa de grasa, el queso está duro y medio transparente, parece plástico. Se come un par al abandonar Komiža, se limpia las manos en el pantalón. Conduce despacio, con cuidado, mirando a los lados, a todo lo que ve al pasar, consciente de que lleva alcohol en la sangre. Pero se siente fuerte e infalible como una máquina. No mira hacia atrás, aunque sabe que allí, a sus espaldas, el mar crece metro a metro. La limpidez del aire permitiría seguramente divisar la costa italiana desde lo alto. De momento se para en el arcén y examina con la mirada todo lo que hay a su alrededor, cada pedacito de papel, cada desperdicio. También tiene los prismáticos de Branko, los usa para observar las laderas. Ve los pedregosos declives cubiertos por un fino colchón grisáceo de hierba reseca, ve los inmortales arbustos de zarzamoras oscurecidos por el sol, aferrándose a las piedras con sus largos brotes. Miserables olivos asilvestrados de tronco retorcido, pequeñas tapias de piedra vestigio de viñedos abandonados.
Al cabo de más o menos una hora, despacio, como un coche patrulla de la policía, empieza a adentrarse en Vis. Pasa junto a un supermercado, hace la compra, vino sobre todo, y en un momento se planta en la ciudad.
El ferry ya ha atracado en el muelle. Es inmenso, enorme como un edificio, un bloque flotante. Poseidón. Su portalón ya está abierto, ya hay formada una cola de coches y gente medio dormida para alimentar sus fauces. Enseguida empezará el embarque. Kunicki se detiene junto a la barandilla y observa el grupo de personas que están comprando billetes. Algunas cargan con mochilas, entre ellas una preciosa muchacha tocada con un turbante multicolor; la mira, no puede quitarle los ojos de encima. Junto a esta beldad, un muchacho alto de tipo escandinavo.
Hay mujeres con niños, supone que del lugar, sin equipaje, un hombre trajeado, con un maletín. También una pareja: ella, acurrucada contra el pecho de él, tiene los ojos cerrados, como si quisiera completar el sueño de una noche demasiado corta. Y varios coches, uno cargado hasta los topes, con matrícula alemana, dos italianos… Y unas furgonetas locales que van a buscar pan, verduras, el correo. La isla debe subsistir. Kunicki, con disimulo, echa un vistazo al interior de los coches.
Por fin la cola se mueve, el ferry engulle a personas y vehículos, nadie protesta, avanzan como borregos. Todavía llegan unos moteros franceses, son los cinco últimos, y también desaparecen dócilmente en las fauces del Poseidón.
Kunicki espera a que el portalón se cierre con su chirrido metálico. El taquillero cierra de golpe la ventanilla y sale a fumarse un cigarrillo. Los dos son testigos de cómo el ferry, con un escándalo repentino, se aleja de la orilla.
Le dice que está buscando a una mujer con un niño, saca del bolsillo el pasaporte de ella y se lo planta delante de las narices.
El taquillero se inclina para examinar la foto del pasaporte. Dice en croata algo así como:
—La policía ya ha preguntado por ella. Nadie la ha visto por aquí. —Da una calada y añade—: No es una isla grande, alguien se acordaría.
De pronto le da una palmada en el hombro, como si se conocieran de toda la vida.
—¿Un café? ¿Te apetece? —Y señala con la cabeza el cafetín del puerto que abre en ese justo momento.
Pues sí, un café, ¿por qué no?
Kunicki toma asiento en una mesita y el otro viene enseguida con sendos expresos dobles. Beben en silencio.
—No te preocupes —dice el taquillero—. Aquí es imposible perderse. Aquí estamos todos siempre a la vista, como expuestos en la palma de una mano abierta —dice, y le muestra la palma de la mano, surcada por varias líneas gruesas. Después le trae un panecillo con carne y lechuga. Finalmente se va, dejando a Kunicki con el café a medio tomar. Cuando desaparece, un breve sollozo lo sacude; es como un bocado de pan, así que se lo traga. No sabe a nada.
No logra evitar la sensación de estar expuesto en la palma de una mano. Para ser visto. ¿Por quién? ¿Quién querrá observar a todo el mundo, esa isla en medio del mar, esos hilos de caminos asfaltados que van de un puerto a otro puerto, a varios miles de personas derretidas por el sol, turistas y lugareños, en constante movimiento? En su cabeza centellean imágenes como captadas por satélite, al parecer se puede leer en ellas lo que pone en una caja de cerillas. ¿Será eso posible? ¿También será visible desde ahí arriba su incipiente calvicie? Un cielo inmenso, templado, poblado por incansables satélites armados con ojos escrutadores.
Regresa al coche atravesando un pequeño cementerio junto a la iglesia. Todas las tumbas miran al mar, como en un anfiteatro, de manera que los muertos observan el ritmo del puerto, lento, repetitivo. Probablemente les alegra el blanco ferry, a lo mejor incluso lo toman por un arcángel que escolta las almas en su aéreo viaje.
Kunicki nota que algunos apellidos se repiten. La gente y los gatos de aquí deben de parecerse: crecen en entornos endogámicos, se mueven en ambientes formados por contadas familias, rara vez salen de ellos. Se detiene una sola vez: al ver una lápida pequeña con apenas dos filas de letras:
Zorka 9-02-21 – 17-02-54
Srečan 29-01-54 – 17-07-54
Durante un rato busca en esas fechas un orden algebraico, parecen una clave. Madre e hijo. Una tragedia encerrada entre dos fechas, desarrollada por etapas. Una carrera de relevos.
Aquí se acaba la ciudad. Está cansado, el calor ha alcanzado su cénit y el sudor le inunda los ojos. Subiendo de nuevo en coche al interior de la isla, constata que el sol pertinaz hace de ella el lugar más inhóspito de la tierra. El calor emite el tictac de una bomba de relojería.
En la comisaría le ofrecen una cerveza bien fresca, como si quisieran ocultar su impotencia bajo la blanca espuma. «No los ha visto nadie», dice un funcionario fornido y, cortésmente, dirige hacia él el ventilador.
—¿Qué hago? —pregunta al policía desde la puerta.
—Debería irse a descansar —responde el policía.
Pero Kunicki se queda en la comisaría y, todo oídos, escucha cada conversación telefónica, cada chasquido de los walkie-talkie, cargado siempre de algún significado oculto, hasta que viene a buscarlo Branko y se lo lleva a comer. Casi no hablan. Después pide que lo dejen en el hotel, se siente débil y se tumba en la cama sin quitarse la ropa. Huele su propio sudor; el repulsivo olor del miedo.
Vestido, permanece tumbado boca arriba entre las cosas que había sacado de las bolsas. Con vista atenta calibra sus constelaciones, sus interrelaciones, las direcciones que señalan y las figuras que forman. Tal vez sea un presagio. Hay en todo ello un mensaje para él, en torno a su mujer y su hijo, pero sobre todo acerca de él mismo. Desconoce esta escritura y estos signos, seguro que no son obra de mano humana. La relación que los une resulta evidente, el mero hecho de que los esté mirando reviste importancia, y el verlos encierra un gran misterio, misterio es que pueda mirar y ver, misterio es que exista.
Tierra
El verano se cerró tras él dando un portazo. Kunicki se va adaptando, cambia las sandalias por unas zapatillas, las bermudas por el pantalón largo, afila los lápices de su escritorio, ordena facturas. El pasado ha dejado de existir, se convierte en retazos de vida: nada que lamentar. Así que eso que siente debe de ser un dolor fantasma, irreal, un dolor de toda forma incompleta, mellada, que por su propia naturaleza tiende a un todo. No hay otra manera de explicarlo.
No logra conciliar el sueño últimamente. Es decir, sí se duerme por la noche, agotado, pero se despierta hacia las tres o cuatro de la madrugada, como tras la gran inundación de hace años. Solo que entonces sabía el porqué de su insomnio: le había asustado el cataclismo. Ahora es distinto, no se ha producido ningún desastre. Sin embargo, se ha abierto un agujero, una interrupción. Kunicki sabe que las palabras podrían recomponerlo; si encontrase un número razonable de palabras sensatas, adecuadas para explicar lo sucedido, del agujero no quedaría ni rastro y él dormiría hasta las ocho. Algunas veces, pocas, le parece oír dentro de su cabeza una o dos palabras pronunciadas en voz alta, lacerantes. Palabras arrancadas tanto de la noche de insomnio como del frenesí del día. Algo chispea en las neuronas, impulsos saltando de un lugar a otro. ¿No es eso lo propio del proceso de pensar?
Se trata de espectros prêt-à-porter apostados a las puertas de la razón, fabricación en serie. No resultan nada aterradores, no son comparables con ningún diluvio bíblico, no encierran escenas dantescas. Se trata simplemente de la terrible inevitabilidad del agua, de su omnipresencia. Impregna las paredes del piso. Kunicki examina con el dedo el enfermo revoque empapado, la pintura húmeda deja huella en su piel. Las manchas trazan en la pared mapas de países que no conoce, que no sabe nombrar. Las gotas se filtran por el marco de las ventanas, se cuelan bajo la alfombra. Clava una alcayata en la pared y verás salir un reguerito, abre un cajón y oirás un chapoteo. Levanta una piedra y me descubrirás a mí, susurra el agua. Chorros incontrolables inundan los teclados, se apaga la pantalla bajo el agua. Kunicki sale corriendo de su bloque de pisos y constata que han desaparecido los cajones de arena para niños y los parterres, el bajo seto vivo ha dejado de existir. Con el agua hasta los tobillos, va hacia su coche, con él intentará salir del barrio y alcanzar un terreno más elevado, pero no le dará tiempo. Resultará que están sitiados, es una ratonera.
Alégrate de que todo haya acabado bien, se dice al levantarse en la oscuridad para ir al cuarto de baño. Claro que me alegro, se contesta. Pero no se alegra. En absoluto. Vuelve a acostarse entre las sábanas aún calientes y permanece tumbado con los ojos abiertos, hasta la mañana. Sus pies, inquietos, se dirigen a alguna parte en un paseo irreal e impedido por los pliegues del edredón, escuecen por dentro. A ratos descabeza un sueñecito del que lo despierta su propio ronquido. Ve clarear el día al otro lado de la ventana, oye el ruido de los basureros y los primeros autobuses; los tranvías salen de sus cocheras. A primera hora de la mañana se pone en movimiento el ascensor, se oyen sus chirridos desesperados, chillidos de una existencia encerrada en un espacio bidimensional, arriba y abajo, nunca en diagonal o a los lados. El mundo sigue adelante, con ese agujero irreparable, lisiado. Cojea.
Kunicki cojea junto con él hacia el cuarto de baño, después, de pie, toma un café junto a la encimera de la cocina. Despierta a su mujer. Medio dormida, desaparece en el baño.
Le ha encontrado una ventaja a su insomnio: escuchar lo que ella pueda decir mientras duerme. Así se desvelan los mayores secretos. Escapándose involuntariamente cual diminutos haces de humo para enseguida desaparecer; hay que atraparlos justo al asomar por la boca. Así que piensa y aguza el oído. Ella duerme boca abajo, silenciosamente, su aliento es apenas perceptible, suspira a veces, pero esos suspiros no contienen palabras. Cuando se da la vuelta para cambiar de lado, su mano busca instintivamente otro cuerpo, intenta abrazarlo, su pierna aterriza en las caderas de él. Por un instante se queda petrificado, pues ¿qué querrá decir? Finalmente concluye que se trata de un movimiento mecánico y se lo consiente.
Aparentemente nada ha cambiado salvo que el sol le ha aclarado el pelo y salpicado con unas cuantas pecas su nariz. Pero al tocarla, al pasar la mano por su espalda desnuda, le parece haber descubierto algo. No acierta a saber qué. Esa piel le opone resistencia, se ha vuelto más dura, más compacta, como una lona.
No puede permitirse nuevas búsquedas, tiene miedo, retira la mano. En un duermevela imagina que su mano da con un terreno ignoto, algo que pasó por alto en los siete años de su matrimonio, algo vergonzoso, un estigma, una tira de piel peluda, una escama de pez, un plumón de pollo, una estructura atípica, una anomalía.
Por eso se aparta hasta el borde de la cama y mira desde ahí esa forma que es su mujer. A la tenue luz del barrio que penetra por la ventana, su cara no es más que un pálido contorno. Se queda dormido con los ojos clavados en esa mancha y ya clarea en el dormitorio cuando despierta. La luz del amanecer, metálica, cubre de ceniza los colores. Por un instante le asalta la estremecedora sensación de que está muerta: ve su cadáver, un cuerpo vacío y reseco del que el alma ha volado tiempo atrás. No le da miedo, solo le sorprende, y acto seguido, a fin de ahuyentar esta imagen, le toca la mejilla. Ella suspira y se vuelve hacia él poniéndole una mano sobre el pecho, el alma regresa. Su respiración recupera el ritmo acompasado, pero él no osa moverse. Espera a que el despertador lo libre de tan incómoda situación.
Le preocupa su propia inacción. ¿No debería apuntar todos estos cambios para no pasar nada por alto? Levantarse en silencio, escurrirse de la cama y en la mesa de la cocina dividir una hoja de papel en dos columnas y escribir: antes y ahora. ¿Qué escribiría? La piel, más áspera: a lo mejor envejece, sin más, o a causa del sol. ¿Camiseta en vez de pijama? A lo mejor los radiadores están regulados a mayor potencia que antes. ¿Su olor? Ha cambiado de crema.
Recuerda el pintalabios que tenía en la isla. ¡Ahora usa otro! El anterior era claro, beis, suave, del color de los labios. Este es rojo intenso, carmesí, no sabe cómo definirlo, nunca ha sido bueno en esto, nunca ha sabido cuál es la diferencia entre rojo y carmesí y ya no digamos púrpura.
Abandona con cuidado las sábanas, toca el suelo con los pies desnudos y, a oscuras, para no despertarla, va al cuarto de baño. Solo en él se deja deslumbrar por su cegadora luz. En el estante de debajo del espejo está su estuche de maquillaje bordado con cuentas. Lo abre con delicadeza para cerciorarse de sus suposiciones. El pintalabios es diferente.
Por la mañana consigue llevar a cabo una actuación perfecta, eso cree: perfecta. Que ha olvidado algo y tiene que quedarse en casa, cinco minutos más.
—Ve sola, no me esperes.
Finge tener prisa por encontrar unos papeles. Ella, mientras tanto, se pone la chaqueta frente al espejo, se envuelve el cuello con una bufanda roja y coge al niño de la mano. La puerta se cierra de golpe. Los oye bajar corriendo la escalera. Se queda inclinado encima de los papeles mientras el eco del portazo resuena repetidas veces en su cabeza como si rebotase un balón, bum, bum, bum, hasta que vuelve el silencio. Respira hondo y se yergue. Silencio. Nota cómo lo envuelve, a partir de este momento se mueve despacio y con precisión. Se dirige al armario, descorre su puerta acristalada y se sitúa frente a los vestidos de ella. Alarga el brazo hacia una blusa blanca, nunca se la ha puesto, es demasiado elegante. La roza con la punta de los dedos, después la toca con toda la mano, que desaparece en sus pliegues de seda. Pero como la blusa no le dice nada, continúa; reconoce un traje chaqueta de cachemira, también casi sin usar, y unos vestidos de verano, así como unas cuantas camisas, una encima de otra; un jersey de invierno, envuelto aún en la bolsa de plástico de la tintorería, y el largo abrigo negro. Tampoco la ha visto a menudo con él puesto. Se le ocurre que esta ropa colgada está ahí para confundirlo, despistarlo, llamarlo a engaño.
Están en la cocina hombro con hombro. Kunicki corta el perejil. No quiere volver a empezar, pero no consigue contenerse. Siente cómo las palabras se le agolpan en la garganta, no se ve capaz de tragarlas. Así que vuelta a empezar:
—Venga, ¿qué pasó?
Ella responde con voz cansada, su tono es de quien repite lo mismo por enésima vez, que él es un pelma y un aburrido:
—Otra vez: me mareé, debí de intoxicarme, ya te lo dije.
Pero él no se rendirá tan fácilmente:
—No te encontrabas mal al salir del coche.
—Es verdad, pero luego me sentí mal, muy mal —repite con sorna—. Creo que por un momento perdí el conocimiento, el pequeño se puso a chillar y sus gritos me hicieron volver en mí. Se asustó y yo también me asusté. Quisimos ir hacia el coche, pero con la confusión tomamos otra dirección.
—¿Qué dirección? ¿Hacia Vis?
—Sí, hacia Vis. No, no sé si hacia Vis, ¿cómo iba a saberlo?, de haberlo sabido habría regresado al coche, te lo dije mil veces —levanta la voz—. Cuando comprendí que me había perdido, nos sentamos en una floresta, el pequeño se durmió y yo seguía mareada…
Kunicki sabe que miente. Sigue cortando el perejil sin levantar la vista de la tabla y dice con voz de ultratumba:
—Por allí no había ninguna floresta.
Y ella casi gritando:
—¡Claro que sí!
—No, había olivos solitarios y viñedos. ¿Qué floresta?
Se hace un silencio. Ella lo interrumpe diciendo en tono mortalmente grave:
—Pues bien. Lo has descubierto todo. Bravo. Se nos llevó un platillo volante, experimentaron con nosotros, nos insertaron chips, mira, aquí. —Y levanta la cabellera enseñando la nuca; su mirada es fría.
Kunicki ignora su sarcasmo.
—De acuerdo, sigue.
Y ella sigue:
—Encontré una casita de piedra. Nos dormimos, se hizo de noche…
—¿Así, de repente? ¿Y en qué se os fue el día? ¿Qué hicisteis?
Ella no hace caso, continúa su relato:
—… Por la mañana nos gustó. Pensé que te preocuparías un poco y te acordarías de nuestra existencia. Una especie de terapia de choque. Comíamos uva y salíamos a nadar…
—¿Tres días sin comer?
—Comíamos uva, te lo acabo de decir.
—¿Y qué bebíais?
Ella tuerce el gesto.
—El agua del mar.
—¿Por qué no me dices simplemente la verdad?
—Esta es la verdad.
Kunicki se esmera en cortar los carnosos tallos.
—Vale, ¿qué pasó después?
—Nada. Finalmente volvimos a la carretera y paramos un coche que nos llevó hasta…
—¡Tres días más tarde!
—¿Y qué?
Él lanza el cuchillo contra el perejil. La tabla cae al suelo.
—¿Te das cuenta del lío que armaste? Te buscaron con un helicóptero. ¡Movilizaste toda la isla!
—Innecesariamente. Que las personas desaparezcan por un tiempo es algo que sucede, ¿no es cierto? No hacía falta desatar el pánico. Digamos que me encontré mal y luego mejoré.
—¿Dónde está mi mujer de siempre? ¿Qué demonios te ocurre? ¿Cómo piensas explicarlo?
—No hay nada que explicar. Te he dicho la verdad, pero tú no quieres escucharla.
Le grita y enseguida, bajando la voz:
—Dime lo que piensas, cómo te imaginas que pasó todo.
Pero él no contesta. Semejante conversación se ha repetido ya varias veces. Y no parece que ninguno de los dos tenga el ánimo para mantener otra.
En ocasiones, ella se apoya en la pared, entorna los ojos y se burla de él:
—Se acercó un autobús lleno de proxenetas y me llevaron a un burdel. Mantenían al pequeño en el balcón a pan y agua. Tuve sesenta clientes en aquellos tres días.
Entonces él se aferra con las manos a la mesa para no golpearla.
Nunca se lo había planteado ni se ha preocupado por no recordar el transcurso de los días uno tras otro. No sabe qué hizo tal o cual lunes, no solo tal o cual, sino el último o el penúltimo. No sabe qué hizo anteayer. Intenta evocar el jueves anterior a que salieran de Vis y… no ve nada. Pero cuando se concentra, los ve caminar por el sendero, oye el crujido de arbustos y hierbajos secos al ser pisados, que la hierba estaba tan reseca que quedaba reducida a polvo bajo sus pies. También recuerda la pequeña tapia baja, pero seguramente tan solo porque allí vieron una serpiente que escapó al verlos. Ella le mandó coger al niño en brazos. Y mientras él lo llevaba cuesta arriba, arrancó algunas hojas de una planta y las restregó entre los dedos. «Ruda», dijo. Entonces es cuando recuerda que toda la isla olía así, precisamente a esa hierba, incluso el rakia, metían en las botellas ramitas enteras. Pero ya no sabe decir cómo volvían ni lo que sucedió aquella tarde. Tampoco recuerda otras tardes. No recuerda nada, lo pasó todo por alto. Y lo que no se recuerda, es que nunca existió.
Los detalles, la importancia de los detalles; antes no los había tomado en serio. Ahora está seguro de que, si logra organizarlos en una cadena coherente de causa efecto, todo se aclarará. Debería sentarse tranquilamente en su despacho, desplegar un papel, a poder ser de gran tamaño, el más grande que encuentre, tiene uno así, en paquetes de libros, y anotarlo todo punto por punto. Al fin y al cabo, la verdad existe.
Pues bien. Corta las cintas de plástico de un paquete de libros, los apila sin siquiera mirarlos. Es uno de esos superventas recientes, al cuerno con él. Saca la hoja de papel gris y la extiende sobre la mesa. La vasta superficie gris, un poco arrugada, lo intimida. Con un rotulador negro escribe: frontera. Allí se pelearon. ¿Debería remontarse a los días anteriores al viaje? No, se quedará en la frontera. Habrá enseñado el pasaporte sacando la mano por la ventanilla del coche. Fue entre Eslovenia y Croacia. Recuerda que después circularon por una carretera entre aldeas abandonadas. Casas de piedra sin tejado, con huellas de incendios o bombardeos. Inconfundibles vestigios de la guerra. Campos de cultivo cubiertos de malas hierbas, una tierra seca y yerma, desamparada. Sus propietarios, desterrados. Senderos muertos. Mandíbulas apretadas. Nada, no pasa absolutamente nada, están en el purgatorio. Circulan contemplando en silencio estos desolados paisajes. Pero no se acuerda de ella, estaba sentada a su lado, demasiado cerca. Tampoco recuerda si se detuvieron por allí o no. Sí, repostan en una gasolinera pequeña. Le parece que compran helados. Y el tiempo: bochorno bajo un cielo lechoso.
Kunicki tiene un buen empleo. Le permite ser un hombre libre. Trabaja como representante comercial de una gran editorial capitalina; representante, que quiere decir que vende libros. Tiene asignados varios puntos en la ciudad que debe visitar de vez en cuando, promocionando ofertas, recomendando novedades, tentando con descuentos.
Detiene su coche delante de una pequeña librería de los suburbios y saca del maletero el pedido realizado. La librería se llama «Librería. Papelería», es demasiado pequeña para permitirse un nombre propio, de todos modos la mayor parte de su facturación la constituye la venta de cuadernos y libros de texto. El pedido cabe en una caja de plástico: manuales, dos ejemplares del sexto tomo de una enciclopedia, las memorias de un actor famoso y el último superventas de un título que no dice nada: Constelaciones, la friolera de tres ejemplares. Kunicki se promete a sí mismo leerlo más adelante. Le sirven un café y bizcocho casero, les cae bien. Da cuenta de los bocados de bizcocho con unos sorbos de café, muestra el nuevo catálogo de la editorial. Esto se vende bien, dice, y se lleva un nuevo pedido. En esto consiste su trabajo. Antes de salir, compra un calendario rebajado.
Por la tarde, en su minúscula oficina, anota los datos del pedido en formularios corporativos; los envía por correo electrónico. Al día siguiente recibirá los libros.
Qué alivio, disfruta de una calada, ha terminado su jornada laboral. Ha estado esperando este momento desde la mañana para poder mirar tranquilamente las fotos. Conecta la cámara al ordenador.
Son sesenta y cuatro. No elimina ninguna. Aparecen en modo presentación, unos segundos cada una. Las fotos son aburridas. Su único mérito radica en que inmortalizan instantes que de otro modo se perderían para siempre. Pero ¿vale la pena copiarlas? Pues sí. Kunicki las copia en un CD, apaga el ordenador y se va a casa.
Todos sus movimientos obedecen a actos reflejos: girar la llave de contacto, desactivar la alarma, abrocharse el cinturón de seguridad, encender la radio con el toque de un dedo, meter la primera. El coche rueda despacio desde el aparcamiento hacia la concurrida calle, en segunda. La radio da el pronóstico del tiempo: va a llover. Y precisamente en este momento empieza a llover, como si las gotas de la lluvia, preparada de antemano, estuvieran a la espera del conjuro de la radio. Arrancan los limpiaparabrisas.
Y de repente algo cambia. No se trata del tiempo ni de la lluvia ni de lo que ve desde el coche, sino de él, todo se le aparece de manera diferente. Es como si se acabara de quitar las gafas de sol o como si los limpiaparabrisas hubieran quitado algo más que el polvo de la ciudad. Sufre un acceso de calor y por un reflejo quita el pie del acelerador. Le pitan. Se obliga a recuperar el autocontrol y acelera hasta alcanzar a un Volkswagen negro. Empiezan a sudarle las manos. De buena gana se apartaría a un lado, pero no hay donde meterse, tiene que seguir.
Constata con estremecedora clarividencia que todo el camino, tan de sobra conocido, está lleno de señales chillonas. Una información destinada tan solo a él. Círculos sobre una pata, triángulos amarillos, cuadrados azules, paneles verdes y blancos, flechas, indicadores. Rojo, verde, naranja. Líneas pintadas sobre el asfalto, letreros informativos, advertencias, recordatorios. La sonrisa de una valla publicitaria, también importante. Las ha visto por la mañana, pero entonces no le decían nada, podía ignorarlas, ahora ya no podrá. Le hablan en tono bajo y categórico, son más numerosas que nunca, en realidad no dejan espacio para nada más. Rótulos de comercios, anuncios, logos de Correos, de farmacias, de bancos, la paleta STOP de una maestra de infantil que vigila a los niños en el paso cebra, una señal superponiéndose a otra, cruzando una segunda, indicando la de más allá; un poco más adelante, una señal tomando el relevo de otra y esta última relevando la siguiente, un contubernio de señales, una red de señales, una connivencia de señales a sus espaldas. Nada es inocente ni carente de significado, es un gran rompecabezas sin fin.
Presa del pánico, busca sitio para aparcar, tiene que cerrar los ojos, si no, se volverá loco. ¿Qué le pasa? Empieza a temblar. Divisa una parada de autobús y, aliviado, allí se detiene. Intenta controlarse. Piensa que tal vez haya tenido un derrame. Teme mirar a su alrededor. A lo mejor ha encontrado otra forma de ver, otro Punto de Vista, con mayúsculas, todo con mayúsculas.
La respiración no tarda en normalizarse, pero las manos le siguen temblando. Enciende un pitillo, sí, se envenenará un poco con nicotina, se aturdirá con el humo, fumigará los demonios. Ya sabe que no va a seguir conduciendo, no podría con ese nuevo conocimiento que lo abruma. Jadea con la cabeza apoyada en el volante.
Aparca el coche en la acera —seguro que le pondrán una multa— y sale con cuidado. La calzada de asfalto le parece viscosa.
—Señor Intocable —dice ella.
Kunicki no cae en la provocación: no contesta. Ella abre ruidosamente la puerta de un armario de cocina, saca un paquete de té y espera el lapso de tiempo que le ha concedido para que reaccione.
—¿Qué te ocurre? —pregunta agresivamente esta vez. Kunicki sabe que si tampoco contesta a esta pregunta, ella le lanzará un ataque en toda regla, de manera que, con calma, dice:
—No ocurre nada. ¿Qué quieres que ocurra?
Ella pega un bufido y enumera con voz monótona:
—No me hablas, no permites que te toque, te apartas a la otra punta de la cama, no duermes por las noches, no ves la tele, vuelves tarde de no se sabe dónde oliendo a alcohol…
Kunicki sopesa cómo comportarse. Sabe que haga lo que haga, estará mal. Así que se queda quieto. Se incorpora sobre la silla, clava los ojos en la mesa. Está tan incómodo como si hubiera algo negándose a pasar por su garganta. Detecta un movimiento amenazador en la cocina. Intenta una vez más:
—Hay que llamar a las cosas por su nombre… —Arranca, pero ella le interrumpe:
—Vaya, pues ojalá supiéramos ese nombre.
—De acuerdo. No me contaste lo que de verdad…
Pero no termina, porque ella tira el té al suelo y sale corriendo de la cocina. Un segundo después se oye el portazo de la entrada.
Kunicki piensa que es una actriz consumada. Podría hacer carrera.
Siempre ha sabido qué quería. Ahora no lo sabe. No sabe nada, ni siquiera sabe qué debería saber. Va abriendo secciones del catálogo general y, sin prestar demasiada atención, ojea las fichas atravesadas por una varilla. No sabe ni cómo ni qué buscar.
Pasó la última noche en internet. ¿Y qué encontró? Un mapa no muy exacto de Vis, una página del departamento de turismo croata, un horario de ferrys. Cuando tecleó el nombre de Vis, aparecieron decenas de páginas. Solo un par sobre la isla. Precios de hoteles y atracciones turísticas. Asimismo, Visible Imaging System, con fotografías de satélite, le pareció entender. Y Vaccine Information Statements. Victorian Institute of Sport. Y una más: System for Verification and Synthesis.
Internet lo conducía de una palabra a otra, ofrecía enlaces, señalaba con el dedo. Cuando no sabía algo, callaba discretamente o mostraba las mismas páginas hasta aburrir. Fue cuando Kunicki tuvo la impresión de haber alcanzado los límites del mundo conocido, el muro, la membrana de la bóveda celeste. Imposible romperlo a cabezazos y asomarse al exterior.
Internet es un estafador. Promete mucho: que cumplirá la tarea que le encomiendes, que encontrará aquello que busques; tarea, cumplimiento, premio. Pero a la hora de la verdad la promesa no es más que un reclamo, pues enseguida caes, hipnotizado, en trance. Los senderos se bifurcan, se multiplican a gran velocidad, los enfilas persiguiendo un objetivo que no tarda en desdibujarse y sufrir una serie de metamorfosis. Pierdes el suelo bajo los pies, el punto de partida queda olvidado y el objetivo desaparece definitivamente de tu vista, se extravía en el parpadeo de más y más páginas y tarjetas de visita que siempre prometen más de lo que pueden dar, fingen descaradamente que detrás de la superficie de la pantalla existe un cosmos. Nada más ilusorio, querido Kunicki. ¿Qué estás buscando, Kunicki? ¿Hacia dónde crees que vas? Tienes ganas de extender los brazos y lanzarte a él, a ese abismo, pero no existe nada más ilusorio: el paisaje resulta ser el fondo de la pantalla, no puedes dar un solo paso más.
Su pequeño despacho ocupa una sola habitación que alquila por cuatro perras en la cuarta planta de un desconchado edificio de oficinas. Al lado hay una agencia inmobiliaria y un poco más allá un salón de tatuajes. Tiene un escritorio y un ordenador. Paquetes de libros por el suelo. En el alféizar de la ventana hay una tetera eléctrica y un bote de café.
Arranca el ordenador y espera a que la máquina se recupere del susto. Mientras tanto enciende su primer pitillo. Vuelve a mirar las fotos, y esta vez las examina prestando mucha atención y dedicando tiempo a cada una, hasta que llega a las últimas que hizo: el contenido de su bolso desparramado por encima de la mesa y esa entrada con la palabra kairós, sí, incluso la aprendió de memoria: καιρóς. Sí, esta palabra se lo explicará todo.
De modo que ha encontrado algo que antes pasó por alto. Necesita fumar otro cigarrillo, hasta tal punto está excitado. Observa la palabra misteriosa que a partir de ahora lo guiará, la soltará al viento como una cometa y la seguirá. «Kairós», lee Kunicki, «kairós», repite sin estar seguro de cómo se pronuncia. Debe de ser griego clásico, piensa contento, ¡griego!, y se lanza hacia las estanterías de su biblioteca, donde no hay ningún diccionario griego, solo uno titulado Proverbios útiles en latín, al que apenas ha dado uso. Ya sabe que sigue la pista correcta. No podrá parar. Coloca las fotografías del contenido de su bolso, qué bien que las haya hecho. Las dispone una al lado de otra en filas iguales, como en un solitario. Enciende otro cigarrillo y da vueltas alrededor de la mesa como si fuera un detective. Se detiene, da una calada, clava los ojos en el pintalabios y el bolígrafo fotografiados.
De repente percibe que hay diferentes maneras de mirar. Con una solo se ven objetos, cosas útiles para la persona, concretas e inofensivas, y enseguida se sabe para qué sirven y cómo utilizarlas. Pero también existe una manera de mirar panorámica, generalizadora, gracias a la cual se descubren vínculos entre los objetos, su red de reflejos. Las cosas dejan de ser cosas, el hecho de que sirvan para algo es irrelevante, mera apariencia. Se convierten en señales, indican algo que no aparece en la fotografía, remiten más allá del marco de la instantánea. Hay que concentrarse mucho para mantener esa mirada, que en esencia es un don, un estado de gracia. El corazón de Kunicki late cada vez más fuerte. El bolígrafo rojo con la palabra «Septolete» aparece profundamente enraizado en un significado oscuro, inescrutable.
Reconoce ese lugar, estuvo en él por última vez cuando bajaban las aguas, justo después de la inundación. La biblioteca, la honorable Ossolineum, está situada junto al río, frente a él, y es un error. Los libros deberían guardarse en terreno elevado.
Recuerda aquella imagen, el momento en que salió el sol y bajaron las aguas. La inundación había dejado cieno y fango, pero ya habían limpiado algunos lugares y los trabajadores de la biblioteca ponían allí los libros a secar. Los colocaban medio abiertos en el suelo; eran cientos, miles. En esa posición tan poco natural para ellos, recordaban a seres vivos, un cruce entre pájaro y anémona. Manos enfundadas en finos guantes de látex despegaban pacientemente las páginas unas de otras para que frases y palabras se secaran por separado. Lamentablemente, las páginas se habían marchitado, oscurecido por el cieno y el agua, retorcido. La gente se movía entre ellas con sumo cuidado, mujeres con bata blanca, como en un hospital, dejaban los volúmenes abiertos hacia el sol, que fuera el sol quien leyese. Pero en el fondo era un panorama desolador, algo así como un encontronazo entre dos elementos. Kunicki lo contempló con horror hasta que, animado por el ejemplo de un transeúnte, se unió al grupo de voluntarios entusiastas.
Hoy se siente incómodo en esa biblioteca del centro de la ciudad, espléndidamente reconstruida tras el desastre de la inundación y oculta en una serie de edificios que circundan un claustro. Al entrar en la espaciosa sala de lectura ve mesas dispuestas en filas regulares y distancia discreta entre una y otra. Ante casi todas ellas hay sentada una espalda: inclinada, jorobada. Árboles sobre tumbas. Un cementerio.
Los libros colocados en los estantes solo muestran el lomo, es como si, piensa Kunicki, se pudiera mirar a la gente solo de perfil. No seducen con abigarradas cubiertas, no presumen de fajas que invariablemente rezan «el mayor», «la más grande»; disciplinados cual reclutas, solo presentan sus insignias básicas: autor y título, nada más.
Catálogos en lugar de reclamos publicitarios, carteles y bolsas con su logo. La igualdad de las fichas embutidas en cajones estrechos infunde respeto. Información básica, número, breve descripción, ningún alarde.
Nunca había estado allí. Durante la carrera frecuentaba únicamente la moderna biblioteca de la universidad. Entregaba una hoja con el título y el autor y al cabo de un cuarto de hora le traían el libro. Tampoco es que la frecuentara muy a menudo, en situaciones excepcionales más bien, porque la gente fotocopiaba la mayoría de los textos. Una nueva generación de la literatura: texto sin lomo, una fotocopia fugaz, una especie de kleenex que se hizo con el poder tras la abdicación del pañuelo de algodón tradicional. Los pañuelos de papel hicieron una modesta revolución: abolieron las diferencias de clase. Un solo uso y a la basura.
Tiene delante tres diccionarios. Diccionario griego-polaco. Autor: Zygmunt Węclewski, Lvov, 1929. Librería Samuela Bodeka, calle Batorego 20. Pequeño diccionario griego-polaco. Teresa Kambureli, Thanasis Kambureli, Wiedza Powszechna, Varsovia, 1999. Y los cuatro volúmenes del Gran diccionario griego-polaco, Zofia Abramowiczówna (ed.), 1962, Editorial PWN. En él descifra no sin dificultad la palabra καιρóς, ayudándose con un cuadro comparativo de alfabetos.
Lee solo lo que está escrito en polaco, en alfabeto latino: «1. “De la medida”, medida correcta, adecuación, moderación; diferencia; importancia. 2. “Del lugar”, lugar vital, sensible del cuerpo. 3. “Del tiempo”, tiempo crítico, adecuado, oportunidad, ocasión, momento favorable, el momento propicio es fugaz; los que han aparecido inesperadamente; perder la ocasión; cuando llega el momento adecuado, ayudar a tiempo en caso de tormenta, cuando se presenta la ocasión, prematuramente, períodos críticos, estados periódicos, orden cronológico de los hechos, situación, estado de cosas, posición, peligro definitivo, provecho, utilidad, ¿con qué fin?, ¿qué te ayudaría?, ¿dónde sería conveniente?».
Esto pone en el primer diccionario. En el segundo, más antiguo, Kunicki echa un vistazo somero a las diminutas entradas saltándose los términos griegos y tropezando con maneras de expresión anticuadas: «buena medida, moderación, relación correcta, alcanzar un objetivo, desmesura, instante correcto, tiempo adecuado, momento oportuno, maestría, asimismo, solamente, tiempo, hora, y en pl.: circunstancias, relaciones, tiempos, casos, incidentes, momentos revolucionarios decisivos, peligros; buena es la ocasión, la ocasión se brinda, a tiempo se presenta». El diccionario más reciente ofrece la pronunciación entre paréntesis cuadrados: [keirós]. Además: «tiempo atmosférico, tiempo cronológico, temporada, ¿qué tiempo hace?, temporada de uva, pérdida de tiempo, de cuando en cuando, una vez, ¿cuánto tiempo?, hace mucho que se debía hacer».
Desesperado, Kunicki pasea la vista por la sala de lectura. Ve las coronillas de cabezas inclinadas sobre libros. Vuelve a los diccionarios, lee la entrada anterior, que se parece mucho, en realidad solo difiere en una letra: καιριος. También difiere la explicación: «ejecutado a tiempo, certero, eficaz, mortal, fatal, pregunta decisiva» y: «sitio vulnerable del cuerpo, allí donde las heridas son eficaces, lo que siempre se produce a tiempo, será lo que tenga que ser».
Kunicki recoge sus cosas y regresa a casa. Por la noche encuentra en la Wikipedia una página dedicada a Kairós por la que se entera de que se trata de un dios, de poca importancia, olvidado, helénico. Y de que fue descubierto en Trogir. Su efigie estaba en aquel museo, por eso su mujer apuntó esta palabra. Nada más.
Cuando su hijo era pequeño, cuando era un lactante, Kunicki no pensaba en él como persona. Y eso estaba bien porque se encontraban muy cerca el uno del otro. La persona siempre está lejos. Aprendió a cambiarle los pañales con mucha destreza, lo hacía con un par de movimientos de manos, casi imperceptibles, solo se oía el débil sonido de los pañales. Sumergía su pequeño cuerpo en la bañera, le enjabonaba la barriga, después, envuelto en una toalla, lo llevaba a la habitación y le ponía el buzo. Aquello era fácil. Cuando se tiene un niño pequeño, no hace falta preguntarse nada, todo resulta obvio y natural. El niño abrazándose a tu pecho, su peso y su olor, tan familiar y enternecedor. Pero el niño no es una persona. Lo es a partir del momento en que se libra del abrazo y dice no.
Ahora le preocupa el silencio. ¿Qué hará el pequeño? Kunicki se planta en la puerta y ve a su retoño en el suelo entre juguetes Lego. Se sienta a su lado y toma entre las manos uno de los cochecitos de plástico. Lo conduce por una carretera pintada. Tal vez debería empezar por el cuento de érase una vez un cochecito que se perdió. Está a punto de abrir la boca cuando el niño le arrebata el juguete para entregarle otro: un camión de madera cargado de bloques.
—Vamos a construir —dice.
—¿Qué quieres construir? —Kunicki entra en el juego.
—Una casa.
Muy bien, una casa pues. Forman un cuadrado con los bloques. El camión va trayendo materiales.
—¿Y si construyéramos una isla? —pregunta Kunicki.
—No, una casa —contesta el pequeño y coloca más bloques sin orden ni concierto, uno encima de otro. Kunicki los arregla con delicadeza para que la construcción no se derrumbe.
—Esto…, ¿recuerdas el mar?
El niño asiente, el camión descarga una nueva remesa de suministros. Kunicki ya no sabe qué decir ni por qué preguntar. Señalando la alfombra, dirá que es una isla, que ellos se encuentran en esa isla, que papá está muy preocupado porque no sabe dónde puede estar su hijito. Pensado y hecho, pero no resulta convincente.
—No —se obstina el niño—. Construyamos la casa.
—¿Recuerdas cómo os perdisteis mamá y tú?
—¡No! —espeta el pequeño y, alegremente, descarga más bloques para la construcción.
—¿Te perdiste alguna vez? —insiste Kunicki.
—No —responde el pequeño, momento en que el camión se empotra con ímpetu en la casa recién levantada, las paredes se derrumban—. Bum, bum. —El niño se ríe.
Kunicki, con paciencia, se pone a reconstruirla.
Cuando ella vuelve a casa, Kunicki la ve desde la alfombra, como el niño. Es grande, está sospechosamente excitada. Tiene la cara encendida por el frío y la boca roja. Arroja al respaldo de la silla su chal rojo (¿no será carmesí o púrpura?) y abraza el niño. «¿Tenéis hambre?», pregunta. Kunicki tiene la impresión de que con ella ha irrumpido el viento en la habitación, un viento marino racheado. Le gustaría preguntarle «¿Dónde has estado?», pero no puede permitírselo.
Por la mañana tiene una erección y se ve obligado a darle la espalda, a ocultar esas vergonzantes ideas del cuerpo, para que no las lea como una invitación, un intento de reconciliación, un gesto de intimidad. Se vuelve hacia la pared y celebra esa erección, esa disposición inútil, ese estado de alerta, esa extremidad glutinosa dura; la tiene para sí mismo.
La punta del pene, como un vector, apunta a lo alto, a la ventana, al mundo.
Piernas. Pies. Incluso cuando se sienta, ellos siguen caminando, se mueven virtualmente, no pueden parar, salvan cada distancia con precipitados pasitos. Cuando intenta detenerlos, se rebelan. Kunicki teme que sus piernas estallen y echen a correr, llevándolo por derroteros que él no elegiría, que en contra de su voluntad peguen saltos como si bailasen una cracoviana o se internen en lúgubres patios de bloques mohosos, suban escaleras ajenas, lo arrastren por una escotilla a tejados empinados y resbaladizos, obligándole a pasear como un sonámbulo por las escamas de sus tejas.
Kunicki no puede dormir, probablemente a causa de esas piernas tan inquietas; de cintura para arriba está tranquilo, relajado y soñoliento; de cintura para abajo, imparable. A todas luces se compone de dos personas. Arriba anhela paz y justicia; abajo se muestra transgresor y quebranta todos los principios. Arriba tiene nombre, apellido, dirección y número de carnet de identidad; abajo no tiene nada que decir sobre su persona, en realidad está harto de sí mismo.
Quisiera sosegar las piernas, untarlas con una pomada calmante; en realidad el cosquilleo interno resulta doloroso. Acaba tomando un somnífero. Llama al orden a sus piernas.
Kunicki intenta dominar sus extremidades. Inventa un método: les permite moverse ininterrumpidamente, incluso a los dedos de los pies dentro del zapato cuando el resto del cuerpo está quieto. Y cuando se sienta, también los libera, que se debatan solitos. Mira las puntas de los zapatos y ve el suave movimiento del cuero, señal de que sus pies siguen su obsesiva marcha sin moverse del sitio. Aunque también da largos paseos por la ciudad. Le parece que esta vez ha cruzado todos los puentes sobre el Odra y sus canales. Que no se ha dejado ni uno.
La tercera semana de septiembre trae lluvia y viento. Habrá que bajar del altillo la ropa de otoño, chaquetas y botas de goma del niño. Lo recoge de la guardería y se dirigen deprisa hacia el coche. El niño salta en medio de un charco y el agua lo salpica todo a su alrededor. Kunicki no se da cuenta, piensa en lo que va a decir, barrunta frases. Por ejemplo: «Temo que el niño haya podido ser víctima de un shock» o, más seguro de sí mismo: «Me parece que nuestro hijo sufrió un shock». Se acuerda de la palabra «trauma»: «sufrir un trauma».
Atraviesan la ciudad mojada, los limpiaparabrisas funcionan a cien por hora para quitar el agua, por unos instantes muestran un mundo sumido en la lluvia, desdibujado.
Es su día: el jueves. Los jueves recoge a su hijo de la guardería. Ella está ocupada, trabaja por la tarde, frecuenta sus cenáculos, regresa tarde, así que Kunicki tiene al pequeño para él solo.
Se acercan a un edificio recién renovado sito en el corazón de la ciudad y pasan un rato buscando sitio para aparcar.
—¿Adónde vamos? —pregunta el niño, y ya que Kunicki no contesta, se pone a repetir la pregunta machaconamente—: ¿Adónde vamos, adónde vamos?
—Cállate —dice el padre, pero poco después le explica—: Vamos a ver a una señora.
El niño no protesta, debe de picarle la curiosidad.
No hay nadie en la sala de espera; enseguida aparece ante ellos una mujer alta que ronda la cincuentena y los invita a pasar a su consulta. La estancia es luminosa y agradable, una mullida alfombra multicolor en el centro exhibe juguetes y bloques Lego. Un poco más allá hay un tresillo, un escritorio y una silla. El niño, prudente, se sienta en la punta de un sillón, pero sus ojos viajan hacia los juguetes. La mujer sonríe y estrecha la mano de Kunicki, y también saluda al niño. Habla precisamente con él, como si ignorara por completo al padre. Así que Kunicki es el primero en tomar la palabra, adelantándose a sus posibles preguntas:
—Mi hijo lleva un tiempo con problemas de insomnio, se ha vuelto nervioso y… —Miente, pero la mujer no le deja terminar.
—Primero vamos a jugar —dice.
Suena absurdo, Kunicki no sabe si también piensa jugar con él. Atónito, se queda de una pieza.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta la mujer al niño, que enseña tres dedos.
—Cumplió tres en abril —dice Kunicki.
Se sienta sobre la alfombra junto al niño, le pasa unos bloques y dice:
—Papá se quedará un rato leyendo en el pasillo mientras tú y yo jugamos. ¿Te parece?
—No —contesta el pequeño, se levanta y corre hacia su padre. Kunicki ha entendido. Convence al niño para que se quede.
—La puerta estará abierta —asegura la mujer.
El ala de la puerta se cierra suavemente, pero no del todo. Kunicki se queda en la sala de espera, desde donde oye sus voces, si bien muy amortiguadas; no sabe lo que dicen. Esperaba muchas preguntas, incluso lleva encima el historial médico del chico; ahora lee que nació dentro del plazo, de parto natural, diez puntos en la escala Apgar, vacunas, peso 3,750 kg, longitud 57 centímetros. Las personas adultas son «altas», los niños «largos». Coge de la mesa una revista, la abre mecánicamente y enseguida encuentra anuncios de novedades editoriales. Reconoce títulos, compara precios. Le embarga una agradable oleada de adrenalina: él las vende más baratas.
—Dígame, por favor, qué ha pasado. ¿Qué espera de mí? —le pregunta la mujer.
Kunicki se siente avergonzado. ¿Qué se supone que debe decir? ¿Que su mujer y su hijo desaparecieron durante tres días? Cuarenta y nueve horas, las ha contabilizado desde la primera hasta la última. Y que no sabe dónde estuvieron. Siempre lo había sabido todo de ellos y ahora no sabe lo más importante. En una fracción de segundo se imagina diciendo:
—Ayúdeme, por favor. Hipnotícelo y reconstruya minuto a minutos aquellas cuarenta y nueve horas. Tengo que saber.
Ella, esa mujer alta y erguida como un mástil, se le acerca tanto que Kunicki percibe el olor a antiséptico de su jersey —así olían las enfermeras cuando era niño— y tomándole la cabeza entre sus grandes y cálidas manos la estrecha contra su pecho.
Sin embargo, la realidad es muy distinta. Kunicki miente:
—Últimamente está muy inquieto, se despierta en plena noche, llora. En agosto estuvimos de vacaciones, he pensado que tal vez haya vivido algo que no alcanzamos a comprender, que se haya llevado un susto…
Está convencido de que no le creerá. La mujer toma un bolígrafo entre los dedos y juega con él. Esboza una sonrisa cálida y encantadora, y dice:
—Tiene usted un hijo más que espabilado, inteligente y sociable. Efectos como estos los puede causar una simple película de dibujos animados. Que no abuse del consumo de televisión. A mi juicio no le ocurre nada, nada en absoluto.
Y lo mira con preocupación, así se lo parece.
Cuando salen, mientras el pequeño acaba de despedirse de la doctora agitando el brazo, empieza a llamarla «puta» para sus adentros. Su sonrisa se le antoja falsa. También ella oculta algo. No se lo ha dicho todo. Ahora sabe que no debería haberla visitado. ¿Acaso no hay en la ciudad psicólogos infantiles hombres? ¿Acaso las mujeres ostentan el monopolio de los niños? Nunca resultan inequívocas, nunca se sabe a primera vista si son débiles o fuertes, ni cómo reaccionarán, ni qué quieren; hay que permanecer alerta. Recuerda el bolígrafo en su mano. Bic naranja, idéntico al de la foto del bolso.
Hoy es martes, el día libre de ella. Agitado desde primera hora, no duerme, finge no mirarla en su deambular matutino entre el dormitorio y el cuarto de baño, entre la cocina y la entrada, y otra vez el cuarto de baño. Un breve e impaciente grito del niño: debe de atarle los zapatos. El silbido del desodorante. El pitido de la tetera.
Cuando por fin se van, se planta junto a la puerta, aguzando el oído, atento a si ya ha llegado el ascensor. Cuenta hasta sesenta, el tiempo que les llevará bajar. Después se calza deprisa y saca de una bolsa de plástico la chaqueta que ha comprado en una tienda de segunda mano. Servirá de camuflaje. Cierra la puerta silenciosamente tras de sí. Ojalá no tenga que esperar el ascensor demasiado rato.
De momento todo sale a pedir de boca. La sigue a una distancia prudencial, con la chaqueta de otro. No quita la vista de su espalda, se pregunta si sentirá alguna incomodidad, lo más probable es que no, pues camina deprisa, con garbo, él podría decir: con alegría. Madre e hijo saltan por encima de los charcos, no los bordean, sino que saltan por encima de ellos, ¿por qué? ¿De dónde sacará tanta energía en una lluviosa mañana de otoño? ¿O ya habrá surtido efecto el café? Los demás le parecen lentos y soñolientos, ella destaca, su chal rosa rabioso constituye una mancha llamativa sobre el fondo del día. Kunicki se agarra a él como a un clavo ardiendo.
Finalmente llegan a la guardería. La ve despedirse del pequeño, pero el adiós no lo conmueve. A lo mejor mientras lo envuelve con sus tiernos mimos y abrazos deja caer un susurro en el oído del niño, quién sabe si precisamente esa palabra que Kunicki busca con tanta desesperación. Si la conociera, podría teclearla en el buscador cósmico, el cual le proporcionaría en una fracción de segundo una respuesta sencilla y concreta.
Ahora la está viendo esperar el semáforo verde en un paso de peatones, sacar el móvil y marcar un número. Por un momento Kunicki abriga la esperanza de que el móvil empiece a sonar en su bolsillo; el sonido asignado a ella es el canto de la cigarra, un insecto tropical. Pero su bolsillo permanece en silencio. Ella cruza la calle, manteniendo una breve conversación con alguien. Ahora es él quien tiene que esperar a que cambie el semáforo, cosa peligrosa porque ella dobla la esquina y desaparece, así que él, en cuanto puede, aprieta el paso, temiendo haberla perdido, furioso consigo mismo y con los semáforos. Vaya, perderla a doscientos metros de casa. Pero no, ahí está, el chal entra en la puerta giratoria de una gran tienda. Más que tienda, es un centro comercial, lo acaban de inaugurar, está casi desierto, de modo que Kunicki duda de si debe entrar tras ella, si logrará ocultarse entre las diferentes secciones. Pero no tiene más remedio, porque hay una segunda salida que da a otra calle, así que se cala la capucha —gesto justificado, al fin y al cabo está lloviendo— y entra. La ve caminar entre los puestos, despacio, como si la retuviese algo; mira cosméticos y perfumes, se detiene ante una estantería y alarga el brazo en busca de algo. Sostiene un frasco en la mano. Kunicki rebusca entre calcetines rebajados.
Mientras, absorta en sus pensamientos, avanza hacia la sección de bolsos, Kunicki coge el frasco. Carolina Herrera, lee. ¿Grabar este nombre en la memoria o desecharlo? Algo le dice que grabar. Todo significa algo, solo que no sabemos el qué, repite para sus adentros.
La ve desde lejos, plantada ante un espejo con un bolso rojo en la mano, contemplando su imagen ya de un lado, ya del otro. Después se dirige hacia la caja, precisamente hacia donde se encuentra Kunicki, que, presa del pánico, se oculta tras el aparador de los calcetines, agacha la cabeza. Ella pasa a su lado. Como un fantasma. Pero no tarda en volverse, como si se hubiera olvidado de algo, y su mirada cae directamente sobre él, encorvado y con la capucha tapándole la frente. Kunicki ve sus pupilas dilatadas por el asombro, siente su mirada tocándolo, escrutándolo, palpándolo.
—¿Qué haces aquí? ¿Sabes qué pinta tienes?
Pero enseguida sus ojos pierden dureza, los envuelve una neblina, parpadean.
—¡Dios! ¿Qué te ocurre? ¿Ha sucedido algo malo?
Qué extraño, no es eso lo que se esperaba Kunicki. Sí una bronca. Ella, en cambio, lo abraza y se acurruca contra él, hunde la cara en su estrafalaria chaqueta de segunda mano. Él deja escapar un suspiro, un pequeño «oh» redondo, no sabe si de sorpresa ante tan inesperada reacción o de verse llorando con ganas en su fragante parka de plumón.
Llama un taxi, lo esperan en silencio. Solo en el ascensor ella le pregunta:
—¿Cómo te encuentras?
Kunicki contesta que bien, pero sabe que van hacia el enfrentamiento definitivo.
El campo de batalla será la cocina; ocuparán sendas posiciones de ataque: él probablemente ante la mesa, ella de espaldas a la ventana, como de costumbre. Y sabe que no debe tomar a la ligera ese momento crucial, tal vez el último posible para enterarse de lo que pasó. Conocer la verdad. Pero también sabe que se halla en un campo minado. Cada pregunta será una bomba. No es ningún cobarde y no cejará en su empeño de intentar establecer los hechos. Según el ascensor va subiendo, se siente un poco como un terrorista portador de una bomba bajo la ropa, bomba que estallará en cuanto abran la puerta del piso y lo reducirá todo a escombros.
Sujeta la puerta con el pie para primero meter las bolsas con la compra, después, entra. En realidad no nota nada raro, enciende la luz y vacía las bolsas sobre la encimera de la cocina. Pone agua en un vaso en el que mete un manojo de perejil, un tanto marchito. Es lo que lo espabila: el perejil.
Deambula como un fantasma por su propio piso, le parece atravesar las paredes. Las habitaciones están vacías. Kunicki es el ojo que juega al pasatiempo «Encuentra las X diferencias». Y las busca. No le cabe duda de que los dibujos, el piso antes y el piso después, difieren en detalles. Es un juego para los poco observadores. Al fin y al cabo en el colgador no está el abrigo de ella, ni su chal, ni la cazadora del pequeño, ni el desfile de zapatos (solo quedan las solitarias chancletas de él), tampoco el paraguas. La habitación del niño parece totalmente abandonada, de hecho solo quedan los muebles. Sobre la alfombra yace un cochecito de juguete cual vestigio de una colisión cósmica inimaginable. Pero Kunicki debe saber a ciencia cierta, así que avanza hacia el dormitorio con el brazo extendido, hacia el armario acristalado que, al descorrer Kunicki su pesada puerta, emite un triste gemido de disgusto. Tan solo queda la blusa de seda, demasiado elegante para llevarla. Cuelga solitaria en el armario. El movimiento de la puerta mueve suavemente la manga: parece alegrarse de que por fin la han encontrado, abandonada. Kunicki observa los estantes vacíos del cuarto de baño. Solo quedan sus accesorios de afeitado, arrinconados. Y el cepillo de dientes a pilas.
Necesitará mucho tiempo para comprender lo que ve. Toda la tarde, toda la noche y, además, la mañana siguiente.
Hacia las nueve se prepara un café muy cargado y luego mete en la bolsa de viaje unas cuantas cosas del cuarto de baño, unas camisetas y unos pares de pantalones del armario. Antes de salir, en realidad cuando ya está ante la puerta, comprueba el contenido del billetero: los documentos y las tarjetas de crédito. Después baja corriendo al coche. Como durante la noche ha nevado, tiene que quitar la nieve del parabrisas. Lo hace de cualquier manera, con la mano. Espera poder llegar a Zagreb al anochecer y al día siguiente a Split. O sea, mañana verá el mar.
Emprende camino por una carretera recta como una aguja rumbo al sur, en dirección a la frontera checa. Autor: Olga Tokarczuck
8 notes · View notes
davidsoto666 · 1 year ago
Text
TU CABELLO NO ES CASUALIDAD...
Nuestro cabello es la extensión física de nuestros pensamientos, nos brinda la dirección a lo largo de nuestra vida; cada uno de nuestros cabellos nos representa a nosotros mismos, son puntos de conexión fuertes tanto de nuestro cuerpo como de nuestro espíritu según los pueblos indígenas.
Los hombres y mujeres de sabiduría han llevado el cabello largo; en cambio en los lugares donde se ha presentado la tiranía en cualquiera de sus formas, el cabello corto ha sido obligatorio y éste, junto a otros factores ha culminado con la derrota espiritual y física de los pueblos.
El cabello tiene su propio lenguaje y carácter, y la forma en que sea peinado es sumamente importante para quien lo porte:
La raya en medio representa la alineación del pensamiento.
La trenza, la unidad del pensamiento con el corazón.
El cabello suelto significa seguridad.
El cabello recogido, convicción.
Actualmente las personas se peinan sin conocer el significado de sus acciones y el estilo en que se use, el cabello es importante pues haciendo a un lado la vanidad o practicidad, la forma en que uno lleve el cabello repercutirá directamente sobre nuestro estado de ánimo.
Adentrándonos al pensamiento de los pueblos indígenas encontraremos que la forma de llevar peinado el cabello era de suma importancia pues de esta manera se describía y anunciaba su participación en diversos eventos: matrimonio o guerra, alegría o duelo.
A través del cabello y los tocados que se llevaba sobre él se podía saber la madurez de las personas, su estatus en la sociedad o los tiempos de paz y guerra.
Los peinados eran como las estaciones; cambiaban en ocasiones públicas, privadas y ceremoniales. El cabello representaba los pensamientos y el estado espiritual del individuo; mostrando los vínculos y la unidad espiritual de su familia y definiendo la armonía cultural y el alineamiento espiritual de su comunidad.
El cabello representaba los estados de la naturaleza, fluían en línea recta como las cascadas o eran ondulados como el agua del río.
A los niños indígenas se les enseñaba a lavar y enjuagar el cabello.
En las enseñanzas de muchas tribus indígenas el cortar el cabello representaba un proceso de duelo o la proximidad con la muerte.
El cabello era un elemento místico en todas ellas.
No permitían que nadie tocara su cabello sin su permiso.
Sobre la importancia del cabello largo:
Desde hace mucho tiempo, pueblos de diferentes culturas, no cortan su cabello, porque es una parte de lo que son.
Cuando al cabello se le permite alcanzar su máxima longitud, entonces fósforo, calcio y vitamina D son producidos, y entran en el líquido linfático y finalmente al líquido cefalorraquídeo a través de dos conductos en la parte superior del cerebro.
Este cambio iónico hace a la memoria más eficiente y conduce a una mayor energía física, mayor resistencia y estoicismo.
Si decides cortar el pelo, no sólo se perderá esta energía extra y nutrientes, si no que tu cuerpo deberá proporcionar una gran cantidad de energía vital y nutrientes para que vuelva a crecer el cabello perdido.
Además, los cabellos son las antenas que recogen y canalizan la energía del sol o (prana) a los lóbulos frontales, la parte del cerebro que se utiliza para la meditación y la visualización.
Estas antenas actúan como conductos para lograr una mayor cantidad de energía sutil, energía cósmica. Se tarda aproximadamente tres años desde la última vez que se cortó el pelo para formar nuevas antenas en las puntas del cabello.
Cabello mojado:
Cuando te recoges el cabello húmedo, tenderá a disminuir y apretar un poco, e incluso romperse mientras se seca.
Una mejor idea es tomar de vez en cuando el tiempo para sentarse al sol y permitir que su cabello limpio y húmedo se seque de forma natural y absorba parte extra de vitamina D.
Los yoguis recomiendan lavar el cabello cada 72 horas (o más frecuentemente si el cuero cabelludo suda mucho). También puede ser beneficioso lavarse el pelo después de estar molesto o enojado, para ayudar a procesar las emociones.
Corte de Pelo:
A menudo, cuando las personas eran conquistadas o esclavizadas, les cortaban su cabello como un signo de esclavitud, impotencia y humillación.
Los huesos de la frente son porosos y su función es de transmitir la luz a la glándula pineal, que afecta la actividad cerebral, así como a la tiroides y a las hormonas sexuales.
Así como tribus y sociedades enteras fueron conquistadas, el corte de pelo se hizo tan frecuente que la importancia del cabello se perdió después de unas pocas generaciones, y los peinados y la moda llegaron a ser el foco.
Cerrando ciclos:
Nuestro cabello como cada célula de nuestro cuerpo tiene memoria, por ello es común que cuando cerramos un capítulo de nuestra vida, nuestro ser nos pida un corte de pelo, inconscientemente se debe a la necesidad de renovación como cuando los árboles sueltan su corteza, hasta que recupere su vitalidad.
Peine de madera
Los yoguis también recomiendan el uso de un peine de madera o un cepillo para peinarse el cabello, ya que ofrece una gran cantidad de circulación y la estimulación en el cuero cabelludo, y la madera no genera electricidad estática, lo que provoca una pérdida de energía del cabello hacia el cerebro.
Te darás cuenta de que, si te peinas desde la frente hacia atrás, de atrás hacia delante, y luego varias veces hacia la derecha y hacia la izquierda, te refrescará, no importa el largo de tu pelo. Todo el cansancio del día se habrá ido.
Para las mujeres, se dice que el uso de esta técnica para peinar el cabello dos veces al día puede ayudar a mantener la juventud, un ciclo menstrual saludable y buena vista.
Si tienes problemas de calvicie, la falta de energía del cabello puede ser contrarrestada con más meditación. Si estás encontrando algunas hebras de plata (canas) en el cabello, ten en cuenta que la plata o el color blanco aumentan el flujo de energía y vitaminas para compensar el envejecimiento.
Para la salud del cerebro, a medida que envejece, trata de mantener tu pelo lo más sano y natural posible.
Se dice que cuando permites que el pelo crezca en toda su longitud y lo enrollas en la corona de la cabeza, la energía del Sol, el prana, la energía vital, baja en la columna vertebral. Para contrarrestar esa tendencia a la baja, la energía vital Kundalini se eleva para crear equilibrio.
Tu cabello no está allí por error. Tiene un propósito.
Tumblr media
4 notes · View notes
prontaentrega · 2 years ago
Text
Había sido hombre de poderes y misterios, era cosa de no creer. Su mirada abría o cerraba heridas y despertaba o desmayaba bichos y cristianos. En un clavar de ojos dejaba bobos al potro más bravío y al toro más toro.
Ventura, el vaquero andante de Minas Gerais, pasaba como viento. Tenía muchos rumbos y muchas mujeres y casa ninguna.
Se le conoció un solo amigo, que los dos fueron tientos del mismo lazo.
Deambulaban por el secarral. Llevaban varios días sin probar bocado. Defendiendo alguna causa perdida, se habían quedado sin caballo y sin rumbo. Nada para comer: lagartijas, espinas, arbustos sin fruto ni sombra. Ventura tenía costumbre, pero su amigo no daba más. Y cuando el amigo se tendió a morir en aquellas soledades, Ventura se hizo tigre para salvarlo del hambre. Antes de entigrarse, entregó al amigo una hoja azul, con puntas de estrella, que no era hoja de árbol conocido, y le dijo:
—Cuando vuelva, me pondrás esta hoja sobre la lengua.
Y le dijo que no había otra manera de desentigrarse.
Se fue lejos, pasó la noche cazando.
Regresó al alba, con la primera luz blanca, cargando un venado sobre el lomo. Cuando el amigo lo vio venir, cuando vio venir al tigre aquel con las fauces abiertas, huyó despavorido. El tigre lo miró correr. No lo persiguió.
Por donde él andaba, nada vivo quedaba. Partía las piedras, demolía los montes, desplomaba las barrancas. Echado entre los altos pastos, el tigre alzaba la cabeza y olía el viento y rugía su rabia triste; y nadie dormía.
Fue largo el acoso. Un ejército de buitres, que le seguía las huellas, delataba su paso al ejército de hombres que se lanzó tras él.
Y el cerco se fue cerrando, sudor de caballada, estrépito de avíos de guerra, trueno de voces y ladridos, hasta que una noche de luna el tigre pegó su último salto, en el aire alto, y bramó y cayó. Y ya estaba muerto de mucho balazo cuando el amigo de Ventura le hundió el caño del fusil en la boca y apretó el gatillo.
Muy lejos de allí, Ventura despertó. Despertó todo sucio de sangre seca y atormentado de dolores desde el sombrero hasta los pies.
Hasta respirar dolía. Caminar fue muy difícil, enorme sombra tambaleante, y recordar fue muy difícil. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién? Luna alta, mala luna. Había caído la noche, dentro de él había caído la noche, y la noche ya no era la hora del amor ni de la guerra. Sus ojos habían perdido el habla, y sólo tenía oídos para las goteras de la muerte. Puta vida, vida sin fuego. ¿Sobreviviendo? Sobremuriendo. Quiera Dios soplar esta ceniza.
Blanco de polvo, negro de mugre, rojo de sangre, viene Ventura por el callejón. Pesado de dolores, arrastra los pies. Mal cargan las piernas este demolido cuerpo de gigante. Ventura atraviesa el mercado, sordo al clamor de las vivanderas, y pestañeando vislumbra, allá, al fin de todo, la cantina. La cal de la cantina brilla al pie de la cresta de dragón de los cerros, y más acá brillan de sudor los caballos atados a los palenques.
Bajo el portal, un ciego canta las noticias. La boca del ciego canta lo que han visto sus oídos, mientras una alcancía de lata va marcando el compás. El ciego canta las coplas del tigre del horror, maldición de estos campos, que ha muerto matando y que muchas muertes debía.
Con mano tembleque, Ventura alza el ala rota del sombrero, se limpia el sudor que le nubla la mirada y ve: ve la piel del tigre, colgada de un alambre, secándose al sol. Es imposible contar los agujeros. Poca comida han dejado las balas a las polillas.
Y entra en la cantina.
El amigo lo ve venir, ve venir esta piltrafa, y el vaso de caña le resbala de los dedos y se estrella contra el piso.
Todos callan, calla todo.
Historia del vaquero que fue tigre, Eduardo Galeano
11 notes · View notes