#pseudoproposiciones
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«Nuestra declaración de que las proposiciones de la metafísica carecen completamente de sentido, de que no afirman nada, dejará, aun entre aquellos que concuerden intelectualmente con nuestros resultados, un penoso sentimiento de disgusto: ¿cómo es posible que tantos hombres pertenecientes a los pueblos y épocas más diversos, e incluyendo mentalidades eminentes entre ellos hubieran derrochado con tan genuino fervor tanta energía en la metafísica para que ella finalmente no consistiera sino en meras sucesiones verbales sin sentido?, y ¿cómo sería comprensible que estas obras ejerzan hasta el día de hoy una influencia tan fuerte sobre lectores y oyentes si no contienen ya no digamos errores, sino que son totalmente vacuas?
Estas dudas están justificadas, ya que la metafísica posee un contenido —solo que éste no es teorético. Las (pseudo)proposiciones de la metafísica no sirven para la descripción de relaciones objetivas, ni existentes (caso en el cual serían proposiciones verdaderas), ni inexistentes (caso en el cual —por lo menos— serían proposiciones falsas); ellas sirven para la expresion de una actitud emotiva ante la vida».
Rudolf Carnap: «La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje», en: El positivismo lógico. Fondo de Cultura Económica, págs. 84-85. Madrid, 1965.
TGO
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LA BATALLA DE LOS TITANES DEL SABER
La filosofía es la ciencia más caprichosa. Para explicar esto me voy a basar en un artículo de Quine[1]. Ahí se dice que la filosofía, como término, caiga donde buenamente pueda, pero me parece que la cuestión tiene un trasfondo más complejo. El propio artículo evidencia una lucha clara entre dos elementos. Bien sea la lucha en la cuestión de si el lenguaje es público o privado, o bien sea el interés común contrapuesto al interés filosófico. Y por ello, me parece preciso pensar en una lucha entre dos titanes.
Uno de los titanes defiende la filosofía estrictamente científica y profesional, puesto que es consciente de su evolución profunda junto a las ciencias, que luego se van a separar y van a volverse más complejas. Este titán ha sabido ver en Kant —además del filósofo—a un psicólogo escondido, en Leibniz, Platón y Descartes a tres brillantes matemáticos, y en Aristóteles a un físico y biólogo. Todos ellos, en cierto sentido, constituyen el saber apoyándose de las teorías científicas disponibles en su época. Y este titán representa la fuerza que exige concebir a la filosofía con los logros teóricos que se le atribuyen actualmente y su complejidad evolutiva, paralela a la de la ciencia. Este titán es el de la filosofía científica, que desde hace muchas décadas mantiene una lucha —todavía viva— contra otro titán que no es tan joven.
El otro titán sería calificado por su rival de chiflado en un discernimiento entre filósofos sabios y chiflados. Claro que dicho discernimiento es relativo. Y con esta idea y la idea de que la escritura edificante —de la que habla Quine— realmente puede verse como filosofía hallamos los pilares que motivan a este titán. La lógica formal y la naturaleza del lenguaje son cuestiones muy importantes, pero no son las más importantes para este titán en filosofía. Él se opone completamente a convertir la filosofía en una ciencia que reniegue de la metafísica, aquel elemento tan misterioso que precisamente le ha dado un aspecto sagrado a la filosofía. Este titán metafísico no se opone tanto al otro titán por cuestiones de si el lenguaje es privado o público —puesto que puede haber un consenso en ellas— sino que su oposición vendría más a la hora de definir qué es la filosofía profesional. El titán metafísico se niega a comprender que la realidad pueda explicarse solo con los engranajes científicos que se mueven en la tradición empirista y analítica. Las pseudoproposiciones del titán de la filosofía científica son en realidad verdades ocultas para el titán metafísico, que tiene mucho de estético. Su empeño por preservar aquello de lo que no podemos hablar es motivado por la belleza que posee, y sus ideales realmente confían en que eso puede mantener el equilibrio social, en contra del pensar del otro titán.
En la guerra de los dos titanes, la batalla más reciente seguramente ha sido la del interés. La gran pregunta de si el contacto entre la filosofía y la sociedad se mueve por un interés común conduce a varias posiciones. El titán metafísico afirmaría lo anterior y el titán de la filosofía científica diría que el interés filosófico es propio del filósofo, aquel movido por la curiosidad intelectual.
Pero siendo honestos, la curiosidad intelectual en diferentes dosis es algo que todo ser humano en tanto que ser racional debe poseer. Por ello, como el enjambre de abejas que se construye por engranajes de un arte social, la filosofía realmente tiene engranajes del mismo tipo. Debido a la naturaleza del pensamiento, que no puede ser privado, y a la existencia de influencias casi infinitas que constituyen el pensamiento de grandes figuras, como puede ser Aristóteles o Kant, sacamos una valiosa conclusión en la lucha de ambos titanes: la filosofía es un campo que se cosecha en sociedad, y los filósofos son los gestores de dichas cosechas. Esto es así, en parte, porque el contexto social influye en el pensamiento de los filósofos de ese tiempo. Pero puesto que ha habido algunos avanzados a sus tiempos, hay un motivo de más peso, y es la insuficiencia de la sabiduría sin amor por ella. La sociedad no puede albergar sabiduría de ningún tipo si no la ama. Por ello el amor por la sabiduría está —en distintos niveles— en toda la sociedad, que constituye un cerebro común y se pronuncia en obras de intérpretes de ese cerebro. Esos intérpretes son los filósofos, pues la naturaleza del cerebro solo deja lugar a la interpretación. A diferencia de la ciencia moderna, exacta y bien fundamentada, en filosofía cabe la pluralidad de posturas por su naturaleza.
[1] W.V. Quine: Theories and Things, The Belknap Press of Harvard U.P., Cambridge, Mass. 1981, págs 190-193. (Traducido por Sara F. Barrena).
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«Ahora podemos ver por qué es imposible encontrar un criterio para determinar la validez de los juicios éticos. No es porque tengan una validez “absoluta”, misteriosamente independiente de la experiencia sensorial ordinaria, sino porque no tienen validez objetiva de ninguna clase. Si una oración no hace ninguna declaración carece de sentido, evidentemente, preguntar si lo que dice es verdadero o falso. Y hemos visto que las oraciones que solo expresan juicios morales no dicen nada. Son puras expresiones de sentimientos, y, como tales, no corresponden a la categoría de verdad y de falsedad. Son inverificables, por la misma razón que es inverificable un grito de dolor o una palabra de mando, porque no expresan auténticas proposiciones.»
A. J. Ayer: Lenguaje, verdad y lógica. Editorial Planeta-De Agostini, pág. 130. Barcelona, 1986.
TGO
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