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LA BATALLA DE LOS TITANES DEL SABER
La filosofía es la ciencia más caprichosa. Para explicar esto me voy a basar en un artículo de Quine[1]. Ahí se dice que la filosofía, como término, caiga donde buenamente pueda, pero me parece que la cuestión tiene un trasfondo más complejo. El propio artículo evidencia una lucha clara entre dos elementos. Bien sea la lucha en la cuestión de si el lenguaje es público o privado, o bien sea el interés común contrapuesto al interés filosófico. Y por ello, me parece preciso pensar en una lucha entre dos titanes.
Uno de los titanes defiende la filosofía estrictamente científica y profesional, puesto que es consciente de su evolución profunda junto a las ciencias, que luego se van a separar y van a volverse más complejas. Este titán ha sabido ver en Kant —además del filósofo—a un psicólogo escondido, en Leibniz, Platón y Descartes a tres brillantes matemáticos, y en Aristóteles a un físico y biólogo. Todos ellos, en cierto sentido, constituyen el saber apoyándose de las teorías científicas disponibles en su época. Y este titán representa la fuerza que exige concebir a la filosofía con los logros teóricos que se le atribuyen actualmente y su complejidad evolutiva, paralela a la de la ciencia. Este titán es el de la filosofía científica, que desde hace muchas décadas mantiene una lucha —todavía viva— contra otro titán que no es tan joven.
El otro titán sería calificado por su rival de chiflado en un discernimiento entre filósofos sabios y chiflados. Claro que dicho discernimiento es relativo. Y con esta idea y la idea de que la escritura edificante —de la que habla Quine— realmente puede verse como filosofía hallamos los pilares que motivan a este titán. La lógica formal y la naturaleza del lenguaje son cuestiones muy importantes, pero no son las más importantes para este titán en filosofía. Él se opone completamente a convertir la filosofía en una ciencia que reniegue de la metafísica, aquel elemento tan misterioso que precisamente le ha dado un aspecto sagrado a la filosofía. Este titán metafísico no se opone tanto al otro titán por cuestiones de si el lenguaje es privado o público —puesto que puede haber un consenso en ellas— sino que su oposición vendría más a la hora de definir qué es la filosofía profesional. El titán metafísico se niega a comprender que la realidad pueda explicarse solo con los engranajes científicos que se mueven en la tradición empirista y analítica. Las pseudoproposiciones del titán de la filosofía científica son en realidad verdades ocultas para el titán metafísico, que tiene mucho de estético. Su empeño por preservar aquello de lo que no podemos hablar es motivado por la belleza que posee, y sus ideales realmente confían en que eso puede mantener el equilibrio social, en contra del pensar del otro titán.
En la guerra de los dos titanes, la batalla más reciente seguramente ha sido la del interés. La gran pregunta de si el contacto entre la filosofía y la sociedad se mueve por un interés común conduce a varias posiciones. El titán metafísico afirmaría lo anterior y el titán de la filosofía científica diría que el interés filosófico es propio del filósofo, aquel movido por la curiosidad intelectual.
Pero siendo honestos, la curiosidad intelectual en diferentes dosis es algo que todo ser humano en tanto que ser racional debe poseer. Por ello, como el enjambre de abejas que se construye por engranajes de un arte social, la filosofía realmente tiene engranajes del mismo tipo. Debido a la naturaleza del pensamiento, que no puede ser privado, y a la existencia de influencias casi infinitas que constituyen el pensamiento de grandes figuras, como puede ser Aristóteles o Kant, sacamos una valiosa conclusión en la lucha de ambos titanes: la filosofía es un campo que se cosecha en sociedad, y los filósofos son los gestores de dichas cosechas. Esto es así, en parte, porque el contexto social influye en el pensamiento de los filósofos de ese tiempo. Pero puesto que ha habido algunos avanzados a sus tiempos, hay un motivo de más peso, y es la insuficiencia de la sabiduría sin amor por ella. La sociedad no puede albergar sabiduría de ningún tipo si no la ama. Por ello el amor por la sabiduría está —en distintos niveles— en toda la sociedad, que constituye un cerebro común y se pronuncia en obras de intérpretes de ese cerebro. Esos intérpretes son los filósofos, pues la naturaleza del cerebro solo deja lugar a la interpretación. A diferencia de la ciencia moderna, exacta y bien fundamentada, en filosofía cabe la pluralidad de posturas por su naturaleza.
[1] W.V. Quine: Theories and Things, The Belknap Press of Harvard U.P., Cambridge, Mass. 1981, págs 190-193. (Traducido por Sara F. Barrena).
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LA INFINITUD DEL PARAÍSO
Extraigo las ideas aquí contadas de un artículo[1]. Y sin embargo me hipnotizan tanto como si hubieran surgido sin leer nada, solamente dialogando con mi propia mente.
Imaginemos que redefinimos la realidad como un lugar donde es necesario acceder mediante nuestro uso de cualquier acción o pensamiento. Pongamos esa realidad como una meta a la que tenemos que aspirar, y no como un punto de partida de donde podamos salir. El punto de partida es irrelevante pues todavía no incide en dicha realidad. Pero hay muchos accesos a ese lugar paralelo a un lugar paradisíaco. Esa realidad tan perfecta se nos presenta de ese modo por los efectos que causa en nosotros. Nadie se pone de acuerdo cuando la describe, pero todos entienden el efecto que causa probarla de vez en cuando. Algunos —con cierta ingenuidad— creen que esa experiencia es privada porque ellos la sienten, pero no tienen en cuenta lo que ocurre cuando la prueban los demás. Pero, a mi juicio, el relativismo que señala Rorty no tiene en cuenta que ese paraíso no sería posible si no le dieran todos valor, y la perfección que ofrece ese maravilloso sitio nunca se sostiene por algo definido como privado. A su vez, la ciencia no es lo único que nos permite acceder a ese lugar. Un lugar que ofrece tanta perfección nunca podría tener una sola puerta de acceso. Y que no tenga una sola puerta de acceso no implica que no existan las puertas en general —como la conclusión que sacan los relativistas que hacen bien renunciando al cientismo dominante—.
Ahora dejemos de imaginar y creamos que ese lugar existe. Apuesto a que se debe a la existencia de ese lugar el hecho de que, por ejemplo, progresemos éticamente. Lejos de estar en un sitio abstracto o en otra vida, se nos presenta evidente —parafraseando a Wittgenstein— y no siempre lo advertimos. Vivimos en un paraíso donde, con un trabajo común —que implica un pensamiento que no puede ser privado— y mediante el uso del lenguaje, podemos disfrutar de sus perfecciones que usamos para seguir explorándolo. Pues como la vida misma, ese lugar nunca deja de tener nuevos recovecos inexplorados. Ese lugar no es otro que la verdad, y como ocurre de nuevo con la experiencia vital, tiene una realidad multilateral y por eso es un mundo infinito.
Recuperemos la imaginación para tomar a esa realidad como un lugar ajeno a todo aquello que pensamos. Pongamos que ese lugar nos va dando fórmulas de cómo pensar mejor en su mundo —y lo que precisa esa realidad en nuestra concepción social— así como pistas para descubrir qué se esconde detrás de sus terrenos misteriosos y desconocidos. Ahora pongamos que esos terrenos se van definiendo con diferentes lenguajes. Los hablan habitantes que colonizan distintas partes de dichos terrenos. Esos lenguajes podrían ser éticos, políticos, físicos, y otros medianamente inexplorados por ser descubiertos recientemente. Pero todos tienen formas de acercarse a descripciones adecuadas del lugar —y de la forma de pensar de los habitantes— que se nos aparecía como misterioso y las piezas van encajando a medida que los lenguajes se van pluralizando. Esos lenguajes se valen de las mejores teorías disponibles en ese momento, sacadas por los habitantes más hábiles, y no de fundamentos inamovibles de viejos habitantes que dificultan el avance de los propios lenguajes pretendiendo algo así como una gloria argumentativa infinita, que dificulta la aparición de nuevas formulaciones. En ese lugar reina la verdad, y es la que produce consenso entre los habitantes. Todos los habitantes intentan alcanzarla para sacar los frutos perfectos de lo que saben que es perfecto. Por eso todos los habitantes la buscan con ansia, porque saben que en el pasado han obtenido de ella frutos que les han permitido avanzar en su búsqueda. Es una búsqueda que cada generación prosigue.
Con todo lo anterior, desafío al lector a que salga de esas imágenes e intente describir la realidad como algo diferente de lo que hemos imaginado en las líneas anteriores. A mi juicio, salir de lo que pretende no dejar nada fuera de consideración sería no considerar la realidad misma. Y el que defiende únicamente un cientismo dominante desprestigiando todas las opiniones está diciendo que una parte de la realidad no es real. Asimismo, aquel que cae en un relativismo —no solo de valores, sino también en la ciencia— no solo yerra dejando un trozo de realidad fuera, sino que quita el conjunto de la realidad de aquello que percibe como real. Así, solo percibe vacío en su realidad, y actúa en consecuencia —una muy pobre—.
[1] Jaime Nubiola, “Pragmatismos y Relativismos: C. S. Peirce y R. Rorty”, Única. Revista de Artes y Humanidades de la Universidad Católica Cecilio Acosta, II/3,2001, pp. 9-21
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LA METAFÍSICA DE LA METAFÍSICA
Me dispongo a reflexionar acerca de una cuestión de vital importancia para cualquier alma filosófica que se precie. Esta cuestión, paralelamente a como empieza Wittgenstein en su prólogo al Tractatus Logico-Philosophicus[1] (y del prólogo mismo hablaremos), seguramente será mejor comprendida por aquellos que ya lo hayan pensado alguna vez.
Wittgenstein diferencia la verdad del clavo, pues él admite no tener fuerza suficiente para ser todo lo preciso que debería en los pensamientos que expresará en el Tractatus, pero la verdad que poseen estos es algo que el autor define como intocable y definitiva.
Con lo anterior expuesto, no puedo resistirme a imaginar cómo los límites de la expresión que el propio Wittgenstein pretende aclarar perfilan cada uno de los detalles más bellos que pueda albergar la verdad. La misma falta de precisión que Wittgenstein admite que tiene, a mi juicio, es producto de haber conocido esa verdad y haberse enamorado de ella. Y con ese amor, ha ocurrido lo que siempre ocurre: la imprecisión causada por la intensidad y el impacto que se produce al contemplar algo hermoso. Wittgenstein pretende remarcar la silueta de la verdad con lo lógico del lenguaje y la limitación de la expresión de lo que se puede hablar. Pero, en cierto modo, se pierde delimitando esa verdad, pues se distrae con la admiración que le produce mirarla. Como si de un poeta romántico se tratara, cuando habla sobre ella, su discurso no hace justicia del todo con lo que está sujeto a limitar en el aspecto material, esto es, con el contenido. La falta de precisión se debe a algo más que a su fuerza escasa para dar en el clavo, pero como cualquier enamorado, no va a admitir la verdadera causa de su imprecisión, y, sin embargo, todo aquel que haya estado enamorado de algo o de alguien sabe de qué se trata.
De todos modos, lo anterior no es justo decirlo en el aspecto formal de lo que el mismo autor expresa, pues él, admitiendo su imprecisión, y, a su vez, la verdad de lo que dice, exime de culpa a la verdad de los pensamientos, incluso pecando de imprecisos. Esto resulta comprensible, pues la idea anterior aquí expresada también peca de imprecisa, pero a su vez se puede captar perfectamente la verdad de la argumentación. Como cualquier persona que se entrega a una causa por amor, el compromiso de limitar y clarificar el lenguaje y asimismo los pensamientos se mueve principalmente por el amor al saber, que de tan intenso acaba consumiendo al propio autor y acaba siendo presa de su propia obra. Esto en ciertos aspectos de Wittgenstein puede ser más o menos así, pero lo que sí veo claro es que, en uno de los principales argumentos del prólogo, Wittgenstein es presa de su propio instinto de depredar el lenguaje: al trazar una línea sobre lo que se puede hablar, se está trazando desde el mismo terreno donde para él debería reinar el silencio. Él mismo afirma que no podemos trazar un límite al pensar sino a la expresión de los pensamientos, pero con ello no soluciona, a mi juicio, el propio problema que él plantea cuando afirma que tendríamos que pensar lo que no resulta pensable. Esto es así porque, siguiendo su propia argumentación, limitar lo expresable es expresar lo que no se puede expresar. Porque para limitar debes estar en una posición exterior a lo que pretendes limitar, bien sea dicha limitación al pensamiento o bien sea a la expresión del pensamiento.
Wittgenstein es víctima de su propio asesinato hacia todo aquello que intenta delimitar como no expresable, pues para trazar un límite entre lo que puede expresarse y lo que no puede expresarse con claridad, debe ser conocedor de ambos elementos, y cuando pretende asesinar uno de ellos, él mismo se está destruyendo, sin saberlo y de un modo sigiloso. Como aquel asesino en serie que, después de acabar con una víctima, se siente más muerto e insensible, cada lágrima que ve y cada gota de sangre que derrama le convierten en parte de esas víctimas a medida que aumenta el número de asesinatos. Porque, en el fondo, el asesino ve en los ojos de su víctima su propio reflejo, y en cada asesinato que ejecuta recuerda que su final cada vez está más cerca. Sin embargo, se aleja de aquello que una vez había amado tan intensamente: la verdad. Porque, paradójicamente, el dolor producido por tal intensidad es el causante del propio final del amante que asesina por amor: un despiste en la selección del método para asesinar y, así, encontrar la verdad, le cuesta muy caro: su propia verdad.
[1] L. Wittgenstein: "Prólogo", Tractatus Logico-Philosophicus (1922). Traducción castellana de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera. Alianza, Madrid, 2003, pp. 47-48
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LA AMENAZA DEL LABERINTO
Pretendo reflexionar sobre el artículo “Vaguedad” de Bertrand Russell. [1] Tras varias lecturas a diferentes velocidades del artículo que he hecho esta noche voy a disponerme a narrar la extraña experiencia que he tenido mientras cada una de las líneas del artículo se deshilaba ante mis ojos como si de una prenda de ropa ardiendo se tratase.
Lo primero que ha acontecido en mi pensamiento al reflexionar sobre los argumentos que da Russell mediante un lenguaje “vago” ha sido que por qué en mi pensar no veo vaguedad ninguna, pues noto una armonía perfecta entre las cosas, las ideas y el lenguaje.
Las ilusiones de aquellos que dicen que hay problemas entre los tres elementos imbricados provienen del afán de superar lo real para explicarlo desde una perspectiva que, a mi juicio, no existe. Y de existir, solo se daría en la mente del mismo filósofo ilusionado que, perdido en el complejo laberinto del lenguaje, solo pudo mirar hacia atrás cuando escapaba de sus propios miedos.
La aplicación de las palabras no tiene cierto grado de vaguedad, pues como si de balas se tratasen, si el que dispara bien es alguien experimentado puede dar en el blanco usando esas balas y sin necesidad de comprar otras nuevas que dicen ser perfectamente precisas a cambio de albergar menos verosimilitud. La precisión hacia la diana de lo verdadero y lo falso no depende de la naturaleza de la bala, sino de la virtud de quien dispara, y ese hábito es la precisión, que no es defecto del objeto (el lenguaje ordinario) sino en todo caso de la falta de comprensión y la carencia de precisión del sujeto.
Pese a todo, Russell afirma que el fallo que implica vaguedad se encuentra en la relación multívoca entre el sistema representativo y el sistema representado que dan el significado, y la relación biunívoca nos quitaría los problemas de vaguedad que tiene el lenguaje ordinario, aquel que no sabe diferenciar entre un vaso de agua potable y uno que no contendría agua potable. Esto que dice Russell en realidad implica la consideración de que la bala tiene que llevar consigo las consecuencias que produce, es decir, que lo exacto tiene que ser a la vez preciso y verdadero para que la bala gane en pragmatismo y se libre de vaguedad con unos límites bien forjados de lo que precisa cada definición en su relación a lo verdadero y lo falso. Esto no tiene que ser así, pues la bala no tiene que llevar dentro de sí misma el impacto, pues si no se usa no daña a nada. Es en el momento en el que la bala se usa cuando produce un impacto que no está en ella misma, sino en otro objeto, y ese impacto puede ser preciso y verdadero (independientemente de si la bala es exacta) si el que dispara tiene experiencia en saber cómo causar ese impacto incluso manejando la peor de las armas.
A mi juicio, como aquel que está perdido en un laberinto con un arma en el bolsillo que contenga solo dos balas, cuando haya que enfrentarse a una amenaza en un lugar vago como lo es un laberinto, no voy a pensar cuál de las dos balas va a ganar en pragmatismo. Esto sería así puesto que la inmediatez del momento me precisa actuar con rapidez, y la rapidez es justificación suficiente para usar una bala del modo más preciso que existe considerando en un segundo plano racional menos articulado las consecuencias que ello conlleva.
En realidad, la rapidez de la bala del lenguaje ordinario tiene más valor que cualquier otra, pues si bien es cierto que la palabra “rojo” puede tener vaguedad por sí misma, cuando el hombre apunta a una diana y tiene claro cuál es el objeto al que se refiere, esa palabra es la más precisa de todas. La efimeridad de la vida conlleva un uso del lenguaje ordinario veloz, pero no por ello necesariamente vago.
Que Russell se escude en que hay cierto grado de vaguedad siempre en nuestro lenguaje ordinario no es sino una excusa para decir que incluso en los casos en que el lenguaje no debe ser vago porque las circunstancias no lo permiten, seguirá teniendo restos de vaguedad por la imprecisión natural que tiene en su sangre dicho lenguaje. Frente a esto, la objeción más evidente que puede hacerse es aquella de la que Russell es consciente: el uso mismo de que usara el inglés para expresar la idea de que ese lenguaje es vago, le condena a creer que su propia teoría es portadora de cierta vaguedad, y con ello, imprecisa en relación con lo verdadero y lo falso.
[1] Bertrand Russell, "Vaguedad", (1923) en M. Bunge (ed.), Antología semántica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1960 (traducción de E. Arias y L. Fornasari).
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