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German Nazism and the Origins of Argentine Anti-Semitism
🇦🇷 El antisemitismo organizado en Argentina no era desconocido antes de 1930, y ya había jugado un papel importante durante eventos como la "Semana Trágica" de 1919. Sin embargo, con la llegada del nazismo en la década de 1930, se intensificó el antisemitismo influenciado por la propaganda nazi y la llegada de miles de refugiados judíos europeos. Entre 1933 y 1945, Argentina recibió entre 35,000 y 45,000 refugiados judíos, lo que representó un aumento considerable en la población judía del país. La inmigración judía contribuyó al desarrollo comercial y cultural de Buenos Aires, aunque también provocó reacciones negativas en ciertos sectores de la sociedad, especialmente en el contexto de los movimientos fascistas locales. Durante las décadas de 1930 y 1940, el fascismo argentino se inspiró en los movimientos europeos y promovió una visión excluyente y antipopulista de la argentinidad, que, aunque no llegó a los extremos del nazismo, sentó las bases de un antisemitismo estructural y violento que se perpetuaría en las décadas siguientes, incluyendo la Guerra Sucia de los 70.
🇺🇸 Organized anti-Semitism in Argentina existed well before 1930, notably playing a significant role in events like the "Semana Trágica" of 1919. However, with the rise of Nazism in the 1930s, anti-Semitism intensified, influenced by Nazi propaganda and the arrival of thousands of Jewish refugees from Europe. Between 1933 and 1945, Argentina received between 35,000 and 45,000 Jewish refugees, leading to a significant increase in the Jewish population. Jewish immigration contributed to Buenos Aires' commercial and cultural development, although it also sparked negative reactions from certain societal sectors, particularly within local fascist movements. Argentine fascism, inspired by European movements during the 1930s and 1940s, promoted an exclusionary, anti-populist view of "argentinidad" that, while not reaching Nazi extremes, laid the groundwork for structural and violent anti-Semitism. This would later be reflected in events such as the Dirty War in the 1970s.
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Arrestos mientras España exhuma al fundador del movimiento fascista
Para recibir alertas de noticias gratuitas en tiempo real directamente en su bandeja de entrada, regístrese para recibir nuestros correos electrónicos de noticias Regístrese para recibir nuestros correos electrónicos de noticias gratuitos Ha habido varios arrestos después de que la policía se enfrentara con los partidarios de José Antonio Primo de Rivera, fundador del movimiento fascista Falange…
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“Los revolucionarios o son estúpidos o deshonestos; no se puede sacrificar la vida de toda una generación por una imaginaria felicidad futura”
Vasili Grossman
Fue un escritor y periodista soviético judeoruso, nacido en Berdychiv Imperio ruso, en diciembre de 1905. Publicó varias decenas de relatos cortos y algunas novelas largas y, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en corresponsal de guerra para el ejercito rojo.
Nace en el seno de una familia burguesa cultivada de origen judío. Su padre era bundista, es decir, afiliado a un movimiento politico judío de corte socialista, e ingeniero químico de profesión. Su madre era profesora de francés tras haberse formado en Francia.
A partir de 1927, su pasión por la ciencia decae y en su lugar lo ocupa su interés por la literatura. No obstante, en 1929, obtiene el titulo de ingeniero químico, contrayendo matrimonio en el mismo año.
En 1930, trabaja en una mina, pero tras una hambruna en la region de Ucrania, se instala en Moscú en donde trabaja en una fábrica de lápices. En 1932 se divorcia de su esposa y comienza a sufrir las consecuencias de las primeras purgas estalinistas.
En 1934, abandona definitivamente su empleo de ingeniero para dedicarse de lleno a la escritura, su primer libro titulado “La ciudad de Berdychiv” se publica en 1934, y muestra la vida de una familia judía pobre. Recibe el reconocimiento de Máximo Gorki, escritor y politico ruso, de Issak Bábel, escritor y periodista ruso que más tarde seria detenido, torturado y ejecutado durante la gran purga de Stalin, y de Mijail Bulgákov, escritor, dramaturgo y médico ruso.
En junio de 1941, cuando Alemania invade a la Unión Soviética, Grossman se alista como periodista para el diario “La estrella Roja”, el diario del Ejercito Rojo, y parte hacia el frente en agosto de 1941, en donde es testigo de la falta de preparación del ejército, escapando de la debacle surgida en la batalla de Kiev en dos ocasiones.
En 1942, es enviado a Stalingrado, en donde es testigo de meses terribles en el frente de batalla, y de donde tomaría experiencia y material para sus dos obras maestras tituladas “Por una causa justa” y ”Vida y destino”.
Cuando el ejército rojo logra recuperarse del asedio aleman, Grossman recibe la orden de dejar Stalingrado y de ser remplazado, por lo que lo considera una tradición. Es enviado a Calmuquia, participando en 1943 en las batallas de Kursk y la batalla de Dniéper
Durante el otoño de 1943, es reclutado para el comité Judío Anti-Fascista, y en Ucrania progresivamente liberada, Grossman descubre la amplitud de las masacres cometidas contra los judíos.
En julio de 1944, Grossman es testigo de los campos de concentración de Majdanek y Treblinka, lo que lo convierte en la primera persona en describir los campos de exterminio nazis. Su relato “El infierno de Treblinka”, serviría de testimonio en los juicios de Nuremberg.
Después de la guerra en 1946, el regimen optó por dar un giro en materia de literatura y en 1948, el comité Judío Anti-fascista es disuelto. El antisemitismo de estado sale a la superficie en 1949, y para Grossman ese suceso supone la demostración del paralelismo entre los regímenes nazi y soviético, que finalmente se tocan en el antisemitismo.
Aunque Grossman nunca llegó a ser arrestado por las autoridades soviéticas, sus dos obras maestras (Vida y destino y Todo Fluye) fueron censuradas durante el periodo de Nikita Jrushchov como antisoviéticas. La KGB registró su departamento después de que completase “Vida y destino” en busca de manuscritos, notas, e incluso las cintas de máquinas de escribir. Cuando Grossman falleció, en 1964, “Vida y destino” permanecía inédita.
“Vida y Destino” fue publicada en 1980 en Suiza, gracias a una pequeña red de disidentes soviéticos, pasando de contrabando microfilms con la obra fotografiada secretamente por el físico Andréi Sajárov, y finalmente, publicada oficialmente en la Unión Soviética en 1988 gracias a la política de Glasnost iniciada por Mijaíl Gorbachov. Es considerada como una de las cumbres literarias del siglo XX. “Todo Fluye”, fue también publicada en la Unión Soviética en 1989.
Fuente Wikipedia.
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Antonio Gramsci: Faro del Nuevo Mundo
Por Alessandro Fanetti
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera
«Podéis matarme, pero la idea que hay en mí nunca la mataréis»
Giacomo Matteotti
Antonio Gramsci es uno de los más grandes pensadores que ha visto Italia (y el mundo). Un pensador que podría tener decenas de títulos más, como político, filósofo y escritor. Un hombre que dio su vida por sus ideales y dedicó toda su existencia a hacer madurar conceptos que hasta entonces eran poco conocidos y comprendidos en el panorama mundial. Una vida, por lo tanto, al servicio de los demás, para la construcción de una sociedad más justa y de un mundo mejor. Sin olvidar nunca a las personas que amó hasta el último momento de su vida (a las que escribía recurrentemente incluso desde la cárcel y de las que esperaba ansiosamente cartas de respuesta) y ciertamente también gracias a las cuales consiguió soportar años de dura prisión fascista: Tania, Iulca, Mamma, Delio, Giulia, etc. [1]. El encarcelarlo (hasta la muerte) fue considerado por el régimen que gobernó Italia de 1922 al 43 como la única arma capaz de detener el impulso de las ideas de Antonio Gramsci.
Una ola arrolladora que, sin embargo, no se extinguió entre las cuatro paredes donde estuvo relegado demasiados años, sino que se desbordó imparable, barriendo los cuatro puntos cardinales del planeta. Por ello, aún hoy, casi 90 años después de la muerte del ilustre comunista sardo (líder indiscutible de los comunistas italianos desde el nacimiento del PCI en 1921), sus conceptos, pensamientos, propuestas y personalidad son estudiados, analizados y a menudo adoptados en la organización de las sociedades en su conjunto. Estudiados y analizados no sólo por quienes se inspiran en su persona y sus ideales, sino también por quienes están en las antípodas de estos ideales: en primer lugar, las élites liberal-democráticas que dirigen el llamado «Occidente político». Los estudios y “tomas de tierra” que se dan en América Latina y el Caribe han resultados ser uno de los terrenos más propicios, gracias a movimientos populares y gobiernos, que consideran los análisis de Gramsci un faro indispensable.
Algunos ejemplos:
El presidente venezolano Maduro, en su primera visita a Roma, tuvo como primer acto ir a la tumba del gran pensador sardo.
Los centros de estudios cubanos están repletos de análisis y reflexiones sobre el pensamiento gramsciano.
El socialismo del siglo XXI (latinoamericano y caribeño) y la propia Teología de la Liberación también estudian a Gramsci.
Pero, ¿cuáles es, entonces, el legado «intelectual» de Antonio Gramsci? Si los estudios y reflexiones de este gran pensador pueden encontrarse escritos en decenas de libros, creo que es útil enumerar aquí y ahora algunos de los temas que trató durante los años de su vida y que sin duda le otorgaron una eterna «vida espiritual»:
Hegemonía y dominación: Un sistema económico-social no puede basarse en la dominación, sino que debe hacerlo en el consenso. La dominación sin consenso da lugar al autoritarismo, al malestar en la sociedad y termina por causar el colapso de los gobernantes. Es necesario, por lo tanto, el consenso y la capacidad de liderazgo ideal y moral sobre otras clases sociales. Una clase social (para Gramsci obviamente el proletariado) debe obtener sus reivindicaciones (principalmente una nueva formación económico-social) que debe ser hegemónica. Debe ser hegemónica antes y después de tomar el poder, principalmente en la sociedad civil. Debe tener una gran y fuerte hegemonía desde el punto de vista ideal, político y cultural. Así, en las convicciones y propuesta de Gramsci el proletariado debe ser hegemónico en la sociedad civil incluso antes de la toma del poder, sin imponer luego sus ideas una vez alcanzado el poder (ya que esto sólo sería dominación). En todo esto, para Gramsci el papel del Partido y de los intelectuales es fundamental.
Por lo tanto, la clase que aspira a tomar el poder para realizar sus aspiraciones debe librar una gran batalla cultural e ideal en toda la sociedad, tratando de hacer hegemónicas sus ideas. Haciendo este análisis, el pensador sardo demuestra así que no basta con la batalla a nivel de la «estructura» (tratar de cambiar las relaciones económicas), sino que también es necesaria la batalla dentro de la «superestructura» (cultura, ética, política, etc.).
Gramsci condena también las simplificaciones deterministas y las concepciones dogmáticas (la estructura determina la superestructura, en una relación de dependencia mecánica) de ciertos estudiosos que tergiversan el pensamiento del propio Marx. En cambio, explica que el filósofo alemán define las superestructuras como «apariencias», pero sólo para simplificar su pensamiento y hacerlo utilizable para el mayor número posible de personas. En realidad, se entiende bien que Marx con el término «apariencias» sólo quiere subrayar la «historicidad» de las superestructuras y no negarlas ni absolutizarlas.
El papel de los intelectuales: La cuestión de los intelectuales está estrechamente ligada a la hegemonía y el consenso. Una sociedad política (o Partido o Clase), para no sólo ejercer la dominación coercitiva, también necesita intelectuales. Intelectuales que ayuden a crear consenso y, por lo tanto, hegemonía. Una sociedad de este tipo debe conseguir la adhesión del mayor número posible de intelectuales, ya sean «orgánicos» (expresión directa de una determinada clase y de sus intereses) o no. Sólo así una sociedad política (que agrupe a intelectuales y organizaciones de la sociedad civil) podrá gobernar huyendo de la «dominación» y ser un verdadero «liderazgo». Una sociedad política gobernante que, por lo tanto, sepa desempeñar un papel verdaderamente progresista, que consiga realmente hacer avanzar la sociedad a través del consenso.
Una vez en el poder, los intelectuales tienen una función decisiva en la hegemonía ejercida por el grupo dirigente, a saber, la función organizativa y «conectiva». Tienen la función de organizar la hegemonía social de los que dirigen la sociedad en su conjunto y pueden hacerlo porque gozan de prestigio dentro de ella.
El papel del Partido: Gramsci introduce la cuestión del Partido con un análisis del «Príncipe» de Maquiavelo. Explica que este «Tratado de la ciencia política» es revolucionario en la medida en que se dirige a la clase revolucionaria de la época (es decir, al pueblo, a la nación italiana, a la democracia ciudadana que expresan desde su seno Savonarola y Pier Soderini). Por lo tanto, tiene un carácter esencialmente revolucionario como la actual «Filosofía de la praxis». Por esta última entendemos una teoría indisolublemente unida a la práctica; una nueva cosmovisión alternativa y antagónica a la dominante (en el siglo XXI, el capitalismo neoliberal) no debe ser meramente abstracta y teórica, sino tener como objetivo acumular las fuerzas necesarias para llevar a cabo la revolución. Por lo tanto, debe ser una cosmovisión que se encarne en el proletariado a través del trabajo de los intelectuales orgánicos y del conflicto social. En conclusión, puede decirse que sólo la soldadura y posterior unidad indisoluble entre educación y lucha de clases puede hacer que los explotados tomen conciencia de su condición de subalternidad e intenten emanciparse.
Todos estos esfuerzos, sin embargo, no pueden dar resultados concretos si no se establece un Príncipe «moderno» (es decir, el Partido, por lo tanto, no un hombre al mando) que no ocupe el lugar que le corresponde en la realidad concreta del presente. El Partido es la forma superior de organización del Sujeto Revolucionario, es el intelectual colectivo impulsado a convertirse en el Estado mismo y a configurarlo a su imagen y semejanza (aglutinando todas las reivindicaciones y aspiraciones de la lucha general). El Partido debe ser un intelectual colectivo, un organismo, un elemento social complejo en el que se realice una voluntad colectiva. Debe ser intelectual y moralmente unificador, con una dirección y una disciplina fuertes. Sin embargo, no puede ni debe limitarse a estar formado por «revolucionarios profesionales», sino que debe ser mucho más amplio. Su papel principal es dirigir a la nueva clase que ha surgido dentro de las actuales relaciones de producción.
En esencia, en la primera fase (la «Guerra de Posición»), la tarea principal del Partido debe ser promover una reforma intelectual y moral de las masas. Esto también sirve al Partido para expandirse, para actuar como principal intermediario entre la fase inicial de la formación de la voluntad colectiva y su aceptación por el conjunto de la sociedad, construyendo así la HEGEMONÍA. El Partido, por lo tanto, tiene como objetivo educar y transformar a las masas en agentes conscientes del proceso revolucionario.
En el Partido debe prevalecer el «CENTRALISMO DEMOCRÁTICO», es decir, la mejor fórmula para garantizar una dialéctica sana y propositiva dentro y entre los tres niveles que lo componen:
El pueblo llano: la base social del Partido que participa en el trabajo desde la disciplina y la lealtad.
Los dirigentes: los cuadros, la dirección del Partido. Son el principal elemento unificador, siendo una fuerza altamente cohesionada, centralizadora y creadora.
Los «intelectuales orgánicos»: ejercen una función intermediaria, permiten la interacción e integración política, moral e intelectual entre las masas y la dirección.
Una vez en el poder, el Partido se posiciona como un «Príncipe moderno», un sujeto «absoluto» que guía y dirige la sociedad. Obviamente, una vez que toma el poder, la reforma «intelectual y moral» adoptará ante todo la forma de una reforma económica de la sociedad, para la mejora de las condiciones de vida concretas de las capas más deprimidas de la sociedad y su «renacimiento interior». Para los comunistas, el Partido debe considerarse como el organismo en el que y a través del cual se realiza la voluntad colectiva. El Partido es un ejército, una vanguardia consciente, organizada y disciplinada, no encerrada en sí misma, sino destinada a extenderse y ramificarse ganando nuevos apoyos.
Centralismo democrático: es necesario que el Partido se base en el centralismo democrático, es decir, un centralismo en movimiento, una adaptación continua de la organización al movimiento real, un equilibrio de los impulsos desde abajo con el mando desde arriba. Una inserción continua de los elementos que florecen de las profundidades de las masas en el sólido marco del aparato de dirección que garantiza la continuidad y la acumulación de experiencia. No es necesario un consenso pasivo de las masas hacia arriba, sino un consenso activo y directo. La necesaria conciencia colectiva forma (y al igual que a sí misma) las diversas manifestaciones de las ideas y su posterior síntesis unitaria.
Bloque histórico: Estamos frente a un bloque histórico cuando, dentro de determinadas situaciones históricas, se establece una relación homogénea, un vínculo orgánico, una interacción efectiva entre estructura y superestructura (en esencia entre la «base económica» y las «instituciones sociopolíticas» dominantes). Este vínculo es el resultado de la acción de la clase social hegemónica, que tiene la tarea de dirigir las actividades tanto en la estructura como en la superestructura. Así pues, esta noción está vinculada y relacionada con el ejercicio y la organización del poder por parte de las clases dominantes. Este bloque histórico no siempre está presente y no debe confundirse con la «formación económico-social», esta última siempre presente.
Estado y sociedad civil: el Estado debe ser visto y considerado como un «equilibrio de compromiso» entre grupos sociales. Resulta de la unidad de la sociedad política y civil (entendida esta última como el conjunto de organismos vulgarmente llamados «privados», como la Iglesia, los sindicatos, etc.) configurándose concretamente como una «hegemonía acorazada de coerción». Así, al menos en los países más avanzados, el Estado no es un mero instrumento de represión de clase (como el viejo Estado liberal del siglo XIX), sino que comprende, por un lado, la política y la economía y, por el otro, la sociedad política y civil (un «ESTADO INTEGRAL»). Y con respecto a la visión liberal del Estado y la sociedad, Gramsci la crítica de la siguiente manera: «La gente especula inconscientemente con la distinción entre sociedad política y sociedad civil, afirmando que la actividad económica es propia de la sociedad civil y que la sociedad política no debe intervenir en su regulación. Pero en realidad esta distinción es puramente metódica, no orgánica, y en la vida histórica concreta la sociedad política y la sociedad civil son una misma cosa. Por otra parte, incluso el liberalismo debe ser impuesto por ley, es decir, por intervención del poder político».
La sociedad política y la sociedad civil forman la superestructura y son parte integrante del Estado. Además, el Estado no produce la situación económica, sino que es su expresión. Más exactamente, sin embargo, hay que hablar del Estado como agente económico, ya que en cualquier caso forma parte de esta situación.
Por lo tanto, según los deseos de Gramsci, la hegemonía comunista debe promoverse en el seno de la sociedad civil (que forma parte del Estado) y, una vez alcanzada, el «poder hegemónico» (dirigido por el Partido Comunista como vanguardia del proletariado, así como por este último) puede hacerse realidad con el concepto de consenso. Por último, el «sujeto de clase» de este poder hegemónico, para ser verdaderamente hegemónico, sólo puede llegar a ser el Estado.
Conciencia de clase: Fundamental, pero no se debe dar por supuesta. De hecho, sin trabajo efectivo, el proletariado (la clase de los trabajadores asalariados explotados por el capital) no tiene conciencia de clase y, por lo tanto, no son conscientes ni de su condición de subordinación ni de lo que pueden hacer para cambiar la situación en la que viven. El papel del Partido (como vanguardia organizada de esta clase) y de los intelectuales (en primer lugar, los orgánicos) es crucial para conducir a los subalternos a una concepción superior de la vida, creando además un «bloque intelectual-moral» que haga políticamente posible el progreso. Esta es la herramienta necesaria y el primer paso para que los proletarios se reconozcan como una clase que trabaja para unir la teoría correcta y la práctica correcta (dando así a luz a esa “Teoría de la Praxis” marxiana).
Educación y escolarización: Gramsci considera fundamentales la cultura y el papel de la escuela. Describe la escuela como una «estructura objetiva», un lugar de elaboración cultural. Aborrece la escuela autoritaria y discriminatoria (como la de su época.... y posteriores), señala que todos los jóvenes deben ser iguales ante la cultura, está en contra de la división entre escuela clásica y profesional. Defiende una «escuela única, inicial, de cultura general, humanística y formativa, que conduzca al desarrollo intelectual y manual (técnico)» [2]. Por lo tanto, una ESCUELA UNITARIA. Junto a ella, el Partido, entendido como intelectual colectivo, debe participar también en la formación. Así pues, una relación muy estrecha entre cultura, sociedad y política.
En conclusión, puede decirse que el ejemplo y el pensamiento de Antonio Gramsci son imprescindibles para intentar comprender el mundo (e intentar cambiarlo). Un legado atemporal como herramienta indispensable para, al menos, intentar no ser los «idiotas útiles» de un sistema sólo interesado en perpetuarse en beneficio de «unos pocos elegidos».
«Educaos, porque necesitaremos toda nuestra inteligencia. Ilusionaos, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo. Organizaos, porque necesitaremos toda nuestra fuerza».
Antonio Gramsci
Notas:
[1] https://archive.org/details/gramsci-antonio.-lettere-dal-carcere.-1926-1....
[2] Carlo Ricchini, Eugenio Manca, Luisa Melograni, Gramsci, le sue idee nel nostro tempo, Editrice L’Unità, Roma, 1987.
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Holiwi, me acordé cuando los yanquis se enojaron con encanto (la película de disney, que aguarda toda una discusión en si misma) porque una de las tías era blanca y sus hermanes no... completamente incapaces de entender cómo es la demografía en latam y las consecuencias del colonialismo 💀
En antropología hablamos de eso, el racismo norteamericano tiene como base la "one-drop-rule", o sea, si tenés una gota de sangre africana sos negro y no importa el resto de tu persona porque eso prevalece, y eso luego incluso en la modernidad se extendió a gente de otros orígenes, incluso con el final legal de la esclavitud y la segregación. Por eso en EEUU siempre tenés que encajar en alguna categoría, siempre sos afro-americano, o asiático-americano, latino-americano o hispánico, anglo-americano, y así, pero siempre en alguna categoría rígida y segregada, aunque no haya más segregación legal, la segregación cultural y social permanece incluso en los movimientos progresistas.
Por eso es tan complicado para muchos norteamericanos comprender, por ejemplo, el hecho de que existan familias multiraciales, lo cual es muy común* en Latinoamérica y creo que en Encanto aunque no la vi lo muestran muy bien. También por eso les cuesta entender (no a todos, pero de vuelta, es una visión muy extendida) que no todos los países se definen por categorías raciales, como cuando ellos quieren definir países "blancos", "de color", etc., que ya de por sí es un concepto que asiste al supremacismo blanco como lo dije alguna vez.
En cambio en Latinoamérica el racismo se da en su mayoría por la política del blanqueamiento. Las categorías raciales existen en Latinoamérica, y existe el racismo donde los blancos son cosndierados "superiores", capaz no al estilo fascista pero sí en mantener una sociedad de priviegio que existe desde tiempos coloniales... pero no existe la segregación como tal, sino que prevalece el "blanqueamiento", o sea, la aspiración social de tener hijos y cultura blanca y "europea". Lo vez en comentarios "inocentes" como por ejemplo "que lindo, tiene los ojos verdes/piel blanca del padre" que son muy comunes en familias multiraciales o "no seas indio/negro" como insulto a una persona de clase baja. En Argentina, donde esto fue política de estado durante los gobiernos conservadores del siglo XIX (la intención era hacer una Argentina europea, y llegó a su cumbre más horrible con los genocidios de las Campañas al Desierto) hay muchísimas personas que serían consideradas en EEUU como afro-americanos o mestizos solamente por su apariencia, pero sus familias no reconocen, o en muchos casos, no recuerdan, sus raíces raciales porque se consideraba, hasta hace muy poco, mejor no hablar de ellas porque el blanqueamiento era, y sigue siendo, lo deseable. Pero no importa cuanto lo nieguen los racistas acá y allá, una gran parte de la población argentina tiene orígenes y también cultura afrodesciendente, mestiza, e indígena, sin mencionar todas las comunidades que llegaron por los procesos inmigratorios.
Ni hablemos que muchas personas en Argentina y el resto de Latinoamérica no se identifican con ninguna raza en particular sino con su país y con una identidad latinoamericana. Pero igual no nos confundamos, porque el racismo existe en Latinoamérica y en Argentina, pero se expresa de una forma diferente que en EEUU y entenderlo bajo su perspectiva no tiene sentido.
*por ejemplo, una ex mía tiene una abuela mapuche, ella es de piel blanca y ojos verdes, pero su cara tiene rasgos mapuches. Su hermana es morocha y de ojos marrones, físicamente son muy diferentes pese a ser hermanas. Eso es muy común en familias multiraciales. La apariencia de una persona es codificada y modificada por tan pocos genes que no tiene sentido biológico hablar de razas humanas, no existen como tales, no hay categorías genéticas o morfológicas que las puedan separar... pero eso ya es otro tema.
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Hola chicas! Hace unos días vi vuestro post sobre Unamuno, y si bien me pareció muy interesante, hay un dato que no es cierto del todo (y que además me molesta bastante porque es una idea errónea pero muy extendida). En el post mencionáis que Unamuno apoyó el fascismo, y si bien es cierto que al comienzo de la Guerra Civil apoyó a los golpistas, hay que tener en cuenta que estos no comenzaron proclamándose como abiertamente fascistas, sino como republicanos que, hartos de la radicalización política que acompañaba a la Segunda República, querían acabar con el gobierno para instaurar otro pero (MUY importante) siguiendo aún los principios republicanos y democráticos (Es decir, pluralidad de partidos, democracia, etc. etc.). Esto hizo que muchos se pusieran de su lado al dar el golpe, hasta que, cuando tuvieron poder suficiente, se "quitaron" la máscara. Por supuesto, en cuanto Unamuno se dio cuenta de sus verdaderas intenciones, se puso totalmente en su contra, pero aún hoy perdura la idea de sus simpatías fascistas, que como ya hemos visto, es errónea.
Kaixo anon!
Muchas gracias por tu mensaje 😊. Pero disiento. Los fascistas no eran fascistas de tapadillo que se quitaron las caretas cuando llegaron al poder.
En el 34 las juventudes de Falange ya estaban realizando actos violentos - palizas y muertos, concretamente - y exponiendo en los periódicos que iban a utilizar la violencia para sus políticas.
En 1935, con heridos y muertos en el haber de los falangistas, Unamuno asistió al mitin de Primo de Rivera en Salamanca, además de recibirlo en su casa. Incluso contribuyó al movimiento con 5.000 ptas que, para la época, era un pastizal.
Por supuesto nadie estamos en su cabeza y no podemos saber si realmente él sentía simpatía por estas ideas o si las apoyaba porque el enemigo de mi enemigo, es mi amigo. El caso es que apoyó un golpe contra un gobierno democráticamente electo. Que los golpistas al final eran muy fascistas y al principio parecía que no tanto es secundario, sinceramente. Me niego a creer que alguien con el intelecto de Unamuno creyera realmente que lo que empieza con violencia y autoritarismo - y presume abiertamente de ello, como la Falange - vaya a desembocar en un gobierno plural y democrático.
Unamuno apoyó al fascismo. Se equivocó, y dicen quienes lo conocieron que se arrepintió y que renegó de esa ideología. Rectificar es de sabios y nadie ha negado que él lo fuera. No pasa nada por cambiar de opinión, pero no pienso que haya que excusarlo y decir que lo apoyó por ignorancia. Él concretamente, no.
#euskal herria#basque country#pays basque#pais vasco#euskadi#miguel de unamuno#spanish#writers#anons#personal#history
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En mi “molesta” opinión.-
La franquista izquierda y extrema izquierda española.-
“Cada vez resulta más difícil ser de izquierdas, sobre todo si uno no es de derechas” (Guy Bedos, actor francés)
No logro entender por qué no se le aplica con contundencia la “ley de memoria democrática” además del delito de odio, a las manifestaciones viscerales en contra de Israel, antisionistas y en esencia – que es en verdad lo que motiva lo anterior – profundamente antijudías de la extrema izquierda, la izquierda (perdón por la redundancia) y el progresismo posmoderno global.
Estos “antifascistas” no solo mantienen sino que amplían y superan el viejo discurso del general Franco y su longeva dictadura. Hasta en su último discurso público en la Plaza de Oriente poco antes de morir, el un anciano Franco mantuvo el antiguo mantra que señalaba al enemigo como “la conspiración judéomasónica mundial” que tiene como objetivo dominar al mundo.
Franco nunca reconoció al Estado de Israel, lo que sí hizo la Unión Soviética bajo el mando del camarada Stalin que votó a favor de la creación de dos estados, israelí y árabe. Ya en democracia, el presidente Adolfo Suárez - que provenía del aparato del régimen y había sido ministro-Secretario General del Movimiento, del de Franco no del la física se entiende por movimiento al cambio de posición que experimenta un cuerpo en el espacio en un determinado período de tiempo – recibió oficialmente entre sonrisas y abrazos a Yasser Arafat, líder de la organización terrorista Fatah, hoy Autoridad Palestina.
Pero es que durante los años de dictadura Franco siempre apeló a la "tradicional amistad hispano-árabe", no sé a qué tradición se refería si volvemos la mirada a la Reconquista que los expulsó de España, y se reunió en no pocas y amigables ocasiones con jeques, jefes de estado y reyes de países árabes.
Franco apoyó el ataque de la coalición árabe a Israel durante la “guerra de los seis días” liderada curiosamente por el prosoviético Rais de de Egipto, Abdel Nasser, al que recibió en Madrid como también a los reyes de Marruecos Mohamed V y Hassan II, los reyes Saud Ibn Abdel Aziz y Faisal de Arabia Saudí, o Sadam Hussein dictador de Irak entre otros.
Es el1 de enero de 1986 cuando se anunció oficialmente que el Gobierno español establecería relaciones diplomáticas con el Estado de Israel. ¿Gobernaba Franco?, ¿Aznar?, ¿Rajoy quizás?. No, el presidente era Felipe González, líder y secretario general del PSOE.
Desde el final de la guerra civil española hasta su muerte, Francisco Franco tuvo y mantuvo una escolta pintoresca y personal que le acompañaba en desfiles y todo tipo de actos. Se llamaba la “Guardia Mora”, así de claro, sin eufemismos de ningún tipo precisamente no porque la formaron daneses, suecos o noruegos.
¿Quién continúa hoy en día la política “fascista” de Franco?. No importa, con sus “cambios de opinión” constantes, el blanqueamiento de la banda ETA, la amnistía a los golpistas catalanes (¡ojo!, el Estado les pide perdón) y el revisionismo histórico permanente el gobierno y sus voceros afirmarán sin temblarles el pulso que en realidad aquellos soldados con capa y lanza y turbante, montados en caballo que acompañaban a Franco, eran en realidad la... “Guardia Judía”
"¡Sí se puede... con Franco al frente!" (genuino clamor antifascista en estos aciagos días)
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PEONES EN EL JUEGO
Peones en el juego Un agente de los servicios secretos británicos, Willian Guy Carr tachado por muchos de conspeiranoico y antimasonico publico en su libro Peones en el juego parte de la conrrespondencia mantenida entre 1870 y 1871 entre Albert Pike y Giuseppe Mazzini dos cualificados miembros de la cúpula masónica y satánica de los Iluminados. En ellas se diseñaron las tres grandes guerras mundiales. Albert Pike:fue un abogado estadounidense, militar, escritor y destacado activista francmasón, en 1859 fue electo Soberano Gran Comendador del Supremo Consejo de grado 33 para la Southern Jurisdiction o "jurisdicción meridional", una de las dos divisiones orgánicas del Rito Escocés Antiguo y Aceptado en los EE.UU. que ejerció hasta su fallecimiento.En el siglo XIX, estableció el marco para realizar Un Orden Mundial. Basándose en una visión que tuvo, Albert Pike escribió un plan de sucesos que se desarrollarían el siglo XX, con aún más sucesos por venir. Es este plan que creemos que líderes ocultos están siguiendo hoy en día para tramar la Tercera Guerra Mundial. Giuseppe Mazzini:apodado "el alma de Italia"fue un político, periodista y activista italiano que bregó por la unificación de Italia. Ayudó al proceso de formación y unificación de la Italia independiente moderna a partir de los numerosos Estados, muchos dominados por potencias extranjeras, que existieron hasta el siglo XIX. También contribuyó a definir el movimiento europeo en pro de una democracia popular en un Estado republicano. La carta Así, en carta dirigida a Mazzini con fecha del 15 de agosto de 1871 —hace más de un siglo— Pike le comunica que la Primera Guerra Mundial se debía generar para permitir a los Iluminados derrocar el poder de los zares en Rusia, y transformar este país en la fortaleza del comunismo ateo. Las divergencias provocadas por los agentes de los Iluminados entre los imperios británico y alemán —y también la lucha entre el pangermanismo y el paneslavismo— se debían aprovechar para fomentar esta guerra. Una vez concluída, se debía edificar el comunismo y utilizarlo para destruir otros gobiernos y debilitar a las religiones. La Segunda Guerra Mundial debía fomentarse aprovechando las diferencias entre fascistas y sionistas políticos. La lucha debía iniciarse para destruir el nazismo e incrementar el sionismo político, con tal de permitir el establecimiento del Estado soberano de Israel en Palestina. Durante la Segunda Guerra Mundial se debía edificar una Internacional comunista lo suficientemente robusta como para equipararse a todo el conjunto cristiano. En este punto se la debía de contener y mantener, para el día en que se la necesitase para el cataclismo social final. El objetivo de estas dos guerras —diseñadas en el siglo pasado— se ha conseguido. Queda por ver la Tercera Guerra Mundial. La Tecera Guerra Mundial se debe de fomentar aprovechando las diferencias promovidas por los agentes de los Iluminados entre el sionismo político y los dirigentes del mundo musulmán. La guerra debe de orientarse de forma tal que el Islam y el sionismo político se destruyan mutuamente, mientras que otras naciones se verán obligadas a entrar en la lucha, hasta el punto de agotarse física, mental, espiritual y económicamente. Albert Pike escribió a Giuseppe Mazzini que al final de la Tercera Guerra Mundial, quienes pretenden la completa dominación mundial provocarán el mayor cataclismo social jamás conocido en el mundo. Las masas decepcionadas ante la nula respuesta de las autoridades politicas y religiosas,serian llevadas a tal nivel de desesperación que destruirán al mismo tiempo el cristianismo y los ateismos; ,sera la union de todas la religiones y creencias antes conocidas en el mundo.Los Iluminati presentarian al mundo a un lider capaz de devolver la paz y la normalidad al planeta(que seria el nuevo Jesucristo para los cristianos,pero tambien el mesias para los judios y el mahdi que aguardan los mulsumanes)y todo el proceso desembarcaria finalmente en el Nuevo Orden Mundial.
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«La sociedad líquida» (Umberto Eco)
La idea de modernidad o sociedad líquida se debe, como es conocido, a Zygmunt Bauman. Para aquellos que quieran entender las diversas implicaciones de este concepto les puede ser útil Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016), en donde Bauman y Carlo Bordoni discuten de éste y otros problemas.
La sociedad líquida comienza a delinearse con esa corriente llamada postmoderna (por otra parte, término paraguas bajo el cual se apiñan diversos fenómenos, desde arquitectura hasta filosofía y literatura, y no siempre de una manera coherente). El postmodernismo marcaba la crisis de las grandes narraciones que consideraban poder sobreponerle al mundo un modelo de orden; dedicado a una revisitación lúdica o irónica del pasado, en diversos modos se ha traspuesto con las pulsiones nihilistas. Pero para Bordoni también el postmodernismo se encuentra en fase decreciente. De carácter temporal, hemos pasado a través de él sin darnos cuenta y un día será estudiado como el pre–romanticismo que servía para señalar un acontecimiento en curso, simbolizando una especie de transbordador que llevaba de la modernidad hasta un presente todavía sin nombre.
Para Bauman, entre las características de este presente en estado naciente se puede contar la crisis del Estado (¿qué libertad de decisión le queda a los Estados nacionales ante los poderes de las fuerzas supranacionales?). Desaparece una entidad que le garantizaba a los individuos la posibilidad de resolver de manera homogénea los diversos problemas de nuestro tiempo, y con su crisis se ha perfilado la crisis de las ideologías y, por lo tanto, de los partidos, y en general de toda apelación a una comunidad de valores que le permitía al individuo sentirse parte de algo que sabía interpretar sus necesidades.
Con la crisis del concepto de comunidad emerge un individualismo desenfrenado: ya nadie puede ser considerado compañero de ruta, sino enemigo de cada uno de los otros, de los cuales hay que tener mucho cuidado. Este subjetivismo ha minado las bases de la modernidad, la hizo frágil, creándose una situación en la que, a falta de cualquier punto de referencia, todo se disuelve en una especie de liquidez. Se pierde la certeza del Derecho (la magistratura es vista como enemiga) y las únicas salidas para el individuo sin puntos de referencia son, por un lado, la apariencia a toda costa, la apariencia y el consumismo como valor (fenómenos de los cuales a menudo me he ocupado en los artículos de mi columna «La Bustina di Minerva»). Sin embargo, se trata de un consumismo que no busca poseer objetos de deseo con los cuales quedarse satisfechos, sino que de inmediato los vuelve obsoletos, y el individuo pasa de un consumo a otro en una suerte de bulimia sin objetivo (el nuevo teléfono celular nos ofrece muy pocas ventajas respecto al viejo, pero el viejo lo desechamos como chatarra para participar en esta orgía del deseo).
Crisis de las ideologías y de los partidos: alguien ha dicho que estos últimos ya son taxis en los que se sube un cabecilla o capo mafioso que controla los votos, escogiéndolos con desfachatez de acuerdo a las oportunidades que le permiten —y esto hace comprensibles y hasta honestos a los oportunistas que cambian constantemente de partido—. No solamente los individuos, sino la sociedad misma, viven en un continuo proceso de precarización.
¿Qué puede sustituir a esta licuefacción? Todavía no lo sabemos y este interregno durará bastante tiempo. Bauman observa cómo (terminada la fe en una salvación proveniente de lo alto, del Estado o de la revolución) es típico del interregno el movimiento de indignación. Estos movimientos saben qué es lo que no quieren pero no qué quieren. Y quisiera recordar que uno de los problemas planteados por los responsables del orden público a propósito de los «bloques negros» es que nunca se logra etiquetarlos, como sucedía con los anarquistas, con los fascistas, con las Brigadas Rojas. Ellos actúan, pero nadie sabe cuándo y en qué dirección. Ni siquiera ellos.
¿Existe una manera de sobrevivir a la liquidez? Existe, y es precisamente darse cuenta que se vive en una sociedad líquida que requiere, para ser entendida y acaso superada, nuevos instrumentos. Pero el problema es que la política y en gran parte la intelligentsia todavía no ha comprendido el alcance del fenómeno. Bauman sigue siendo, por ahora, una vox clamantis in deserto.
Traducción: María Teresa Meneses Fuente: Milenio
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Sin él no se puede comprender la historia del nacionalismo francés después de la IIª GUERRA MUNDIAL
30 de julio.
Aniversario de la muerte de Maurice Bardeche. Escritor, crítico de cine y literario, activista político, creador de la Revista Defense de l´Occident, organizador en la posguerra de los primeros movimientos neofascistas europeistas y cronista de los mismos.
Bardeche, fascista de preguerra que evitó la Colaboración durante el periodo de la ocupación alemana de Francia, se convirtió en Colaboracionista sólo cuando la Segunda Guerra Mundial acabó. Detenido por se fascista y por ser cuñado de Robert Brasillach, siempre arrastró la pena de saber que este se había entregado a la chusma gaullista, únicamente para salvarle la vida. El infame juicio a Brasillach y su posterior asesinato en el paredón, fueron los motivos que llevaron a alguien con vocación de profesor de literatura a ser entonces, y sólo entonces, autor de libros a favor del nacionalsocialismo, en contra de la depuración cuando esta estaba aún en marcha y, después, en el primer revisionista francés de la Shoah ...
La revista que fundó, Defense de l´Occident, duró una treintena de años y fue la primera en que publicaron, a veces con décadas de distancia, los últimos supervivientes de la catástrofe de 1945, como el miliciando y novelista François Brigneau, y los primeros neofascistas franceses de posguerra, como Duprat, Venner o Le Pen, pasando por todas las generaciones intermedias.
Defense de l´Occident, junto a Nation Europa, fue a la vez memoria de lo perdido y presagio de los volvería a renacer.
El nacionalismo francés no existiría, no al menos en su forma actual sin el trabajo casi en solitario de Bardeche.
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LA NUVOLA
La Nuvola, Roma, Italia Studio Fuksas 2008
Studio Fuksas, compuesto por Massimiliano y Doriana Fuksas, es uno de los estudios de arquitectura internacional con más prestigio del mundo.
Massimiliano Fuksas se graduó como arquitecto en la Facultad de Arquitectura de Roma, en 1969. Tras finalizar la carrera, funda junto a Anna Maria Sacconi el estudio “GRAMMA”. Ha recibido numerosos premios que le han colocado en uno de los protagonistas del panorama arquitectónico contemporáneo. Doriana Fuksas nació en Roma, donde se graduó en Historia de la Arquitectura Moderna y contemporánea en la Universidad de Roma. También obtuvo la licenciatura en Arquitectura de la École Spéciale d´Architectura. Ha realizado varias actividades en el Instituto de Historia del Arte de la Facultad de Letras y Artes de “La Sapienza”, además de haber recibido una gran cantidad de premios.
El proyecto trata de un Centro de Congresos situado en el distrito EUR. Al final de su construcción se estableció como el edificio más grande de Roma de los últimos años. La planificación y construcción del proyecto constó de 18 años y más de 200 millones de euros. Es una obra a prueba de catástrofes geológicas como terremotos -la dureza de su estructura vertical es capaz de soportar tanto ondas sísmicas pequeñas como grandes. Los aislantes del edificio también tienen cuentan con una rigidez horizontal que trabaja contra los movimientos de pequeños terremotos y que puede soportar oscilaciones grandes con aceleraciones bajas en episodios de temblores más violentos.
El edificio consta de tres áreas: la estructura de acero, llamada “Teca”; la “Nube”, elemento más característico; y la “Lama”, un edificio independiente en el que se encuentra un hotel.
Los 55 000 metros cuadrados de espacio público que conforman la obra, albergan auditorios, zonas expositivas y el hotel.
La “Teca” es la deslumbrante fachada, tanto del palacio de convenciones como del hotel. Es una estructura que combina metal, cristal y hormigón armado.
La “Nuvola” o “Niebla” es el elemento que da nombre a todo el complejo, se encuentra suspendida en la “Teca” y simboliza la relación entre el centro de convenciones y la ciudad que lo alberga. Está cubierta por 15 000 metros cuadrados de cristal y silicona innífuga.
La “Lámina” o “Lama” es el edificio autónomo. Consta de 17 plantas y más de 18 000 metros cuadrados. Además de incluir el hotel, se sitúan en esta parte del proyecto también varias boutiques de moda, un balneario y un restaurante.
El objetivo del “duce”, mentor de este barrio de vanguardia que también debía marcar las celebraciones de los veinte años del régimen fascista, era mostrarle al mundo el genio de la civilización italiana. Todo esto, con un estilo arquitectónico monumental y al mismo tiempo moderno, racionalista, que pudiera evocar el imperio, para lanzar a Roma como mito para el futuro.
“La nuvola de Fuksas” es una las obras más discutidas de la historia de la arquitectura contemporánea italiana porque hicieron falta más de quince años para su construcción y porque su costo levitó a más de 300 millones de euros.En los últimos meses funcionó como uno de los grandes centros de vacunación anti-coronavirus que se distinguió modelo de la región del Lazio. Otro metamensaje de un G-20 en el que el tema de la accesibilidad de las vacunas y de la necesidad de un plan global de salud para prevenir futuras pandemias estarán a la orden del día.
“Finalmente la nube de Fuksas sirve para algo”, fue el comentario de los romanos que meses atrás se vacunaron en “La nube”, un edificio mastodóntico y de lo más escenográfico, aunque poco utilizado, que, de noche, iluminado, resulta fascinante.
Bibliografía
«La Nuvola» de Massimiliano Fuksas -. (s. f.). Spanish-Architects. https://www.spanish-architects.com/es/architecture-news/obra-construida/la-nuvola-de-massimiliano-fuksas
Nuevo Palacio de Congresos de Roma. (s. f.). https://www.vidrioperfil.com/es/noticia-es/Nuevo-Palacio-de-Congresos-de-Roma
Roma Convention Center | La Nuvola. (2022, 12 octubre). Turismo Roma. https://www.turismoroma.it/es/places/roma-convention-center-la-nuvola
Fuksas. (s. f.). https://fuksas.com/º
Piqué, E. (2021, 28 octubre). Sede del G-20 en Roma: La Nuvola, el impresionante edificio en un barrio “mussoliniano” donde se reunirán los líderes mundiales. LA NACION. https://www.lanacion.com.ar/el-mundo/sede-del-g-20-en-roma-la-nuvola-el-impresionante-edificio-en-un-barrio-impulsado-por-mussolini-donde-nid28102021/
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EL CINE NAZI (I): DEL EXPRESIONISMO A HITLER
EL LIBRO
EL DOCUMENTAL
MI PEQUEÑA APORTACION AL TEMA HACE MÁS DE 50 AÑOS (SIN COMPARACIÓN POSIBLE CON LOS DOS ANTERIORES)
CALIGARI
H. K. BRESLAUER
LA CIUDAD SIN JUDIOS
1933. LOS NUEVOS CINEASTAS ALEMANES
(En estos días se cumplen 90 años de la llegada de Hitler al poder en Alemania. En los próximos capítulos desgranaré la historia del cine nazi. Un cine vomitivo en la mayoría de los casos, pero no exento de calidad en algunas de sus películas.)
Si en el principio fue Francia el lugar donde se inició la cinematografía y poco después en los Estados Unidos se desarrolló la gran industria del cine, hubo otros países que aportaron movimientos y creadores que forman parte ya de la gran historia del séptimo arte. Uno de esos países fue Alemania. En el país germánico, al final de la I Guerra Mundial se inició uno de los movimientos cinematográficos que iba a marcar una época no solo en el cine de ese país sino en el de todo el mundo y que ha venido influenciando a los grandes cineastas hasta la actualidad. Ese movimiento fue conocido como el Expresionismo Alemán y directores actuales como David Lynch o Martin Scorsese reconocen inspirarse en ese movimiento para realizar su cine.
Hasta la llegada al poder de los nazis en 1933, ese movimiento aportó al cine grandes autores y grandes películas. Sin entrar en un análisis exhaustivo sobre el expresionismo es necesario señalar directores como Murnau, Ruttmann, Leni, Lang, Von Stenberg o Lubitsch y películas como El gabinete del Dr. Caligari, M el vampiro del Dusseldorf, Amanecer, Los Nibelungos, El ángel azul, Berlín sinfonía de una ciudad, El testamento del Dr. Mabuse o Metrópolis.
Sin duda fue Siegfried Kracauer en su texto de 1947 De Caligari a Hitler, el que mejor ha estudiado la evolución del cine alemán desde su nacimiento hasta la llegada de los nazis al poder. En 2014 con el mismo título y tomando como base el texto de Kracauer se realizó un documental dirigido por Rudiger Suchsland absolutamente recomendable. Otros autores como Marco da Costa han publicado y siguen publicando trabajos sobre el cine alemán especialmente sobre el cine de los años de dominio nazi; un cine ciertamente desconocido pues parte de la obra que se realizó en esos años era pura propaganda fascista y antisemita, por lo que muchas de esas películas constituyen hoy día un serio problema para acceder a ellas ya que su difusión está restringida.
Lo que ha llamado la atención a los historiadores es que en esos años de la República de Weimar se realizaron varias películas que se han catalogado como premonitorias de lo que iba a llegar a Alemania a partir de 1933. Todavía más: hay una película austriaca de 1924 que claramente muestra la persecución de los judíos. Lo llamativo de todo esto es que el partido nazi era muy minoritario durante aquellos años y que solo se fue coinvirtiendo en un partido de masas a finales de la década de los años 20 por lo que difícilmente se podía considerar un peligro en el momento de realización de algunas de estas películas.
La más conocida de todas es una película de culto del cine silente: EL GABINETE DEL DR. CALIGARI de Robert Wienne, 1920. Poco puedo aportar yo que ya no se haya escrito sobre Caligari: historiadores, sociólogos, cineastas y hasta psiquiatras han debatido y realizado múltiples estudios sobre esta película. No voy a entrar en un análisis más, que sobraría, ante todo lo que se conoce sobre la película; tan solo hay que recordar sus grandes aportaciones formales: iluminación, sombras, composición de planos, decorados inclinados, maquillaje muy acentuado, etc. Aportaciones que años después numerosos directores hicieron suyas para realizar sus películas (recordemos el cine negro norteamericano o el neorrealismo italiano sin ir más lejos). Estas aportaciones técnicas se han analizado desde puntos de vista muy profundos haciendo especialmente análisis psicológicos sobre ese “lenguaje” de sombras propias del expresionismo. Como ocurre en muchas ocasiones, a veces las cosas son más sencillas: esos decorados propios del expresionismo, con esa especial iluminación y esas sombras tan características se debían en gran parte a que… tras la guerra y durante los primeros años de Weimar las restricciones de electricidad eran muy frecuentes y los rodajes se debían limitar a una serie de horas al día a veces con escasa iluminación. Este hecho producto de las circunstancias sociales del momento se convirtió con los años en un signo de identidad de ese movimiento cinematográfico y lo desbordó hasta convertirse en una especial forma de lenguaje fílmico.
Pero si en su expresión formal Caligari aportó numerosos cambios, no fue menos lo que aportó en el aspecto conceptual con la introducción de elementos oníricos o alucinatorios lo que suponía una enorme novedad en el cine de esos años. La crítica norteamericana llegó en su mayoría a alabar la película, pero la tacharon de “siniestra y macabra”.
En síntesis, la historia de Caligari es la siguiente: a un pequeño pueblo llega el espectáculo del Dr. Caligari con un sonámbulo con capacidad para predecir el futuro. Al mismo tiempo comienzan a suceder una serie de asesinatos. La traslación política a la que aluden los expertos sobre esta película es que Caligari se corresponde con Hitler mientras que el sonámbulo es el pueblo alemán que obedeció inconscientemente a su líder supremo.
Pero otras películas ya más cercanas al cenit del partido nazi anunciaban el terror que se aproximaba: Fritz Lang como final de su trayectoria alemana realizó M el vampiro de Dusseldorf (1931) y El testamento del Dr. Mabuse (1933, inmediatamente prohibida por Goebbels). Del cine de Lang sustrajeron los alemanes elementos para la estética nazi. Según Krakauer Los Nibelungos (1924) y Metrópolis (1927) fascinaron a los nazis que tomaron de ellas elementos ornamentales para sus fastuosos desfiles.
Pero si todas estas disquisiciones sobre la premonición nazi del cine alemán no fuesen suficientes existe una película desaparecida hasta hace 7 años que, de forma clara y absoluta, sin especulaciones psicológicas de ningún tipo, anuncia el holocausto judío que iba a suceder unos años después.
En 1924 en Austria, se realiza LA CIUDAD SIN JUDIOS, dirigida por Hans Karl Breslauer. La sinopsis no puede ser más evidente: los habitantes de la República de Utopía acusan a los judíos de ser los causantes de la grave crisis económica y social que padecen y los expulsan del país, los persiguen y los maltratan. El relato final de la película es una crítica del racismo.
Breslauer (1888-1965) fue un actor, guionista y director austriaco que comenzó a trabajar en Berlín a partir de 1910 y en 1918 comenzó a dirigir. La película está inspirada en una novela satírica del escritor judío Hugo Bettauer y el rodaje se realizó cuando Hitler estaba encarcelado y escribía su Mein Kampf. Aunque básicamente el guion de la película nos traslada a un pogromo más de los que ha habido a lo largo de la historia en muchos países, lo que hace esta película singular es que los hechos suceden coetáneamente al relato y en una ciudad reconocible (Viena es Utopía).
La ciudad sin judíos aparte del interés premonitorio de la historia puede considerarse una película maldita por las consecuencias que tuvo paras sus autores:
-el autor de la novela fue asesinado por los nazis poco después del estreno.
-Breslauer, el director no volvió a dirigir y murió en la miseria en 1965.
-la coguionista Ida Jenbach fue deportada a un gueto donde murió en 1941.
-los actores principales tuvieron un recorrido diferente en sus vidas privadas: el actor que interpretaba en la película al judío se afilió después al partido nazi y fue un activo militante de las SS, mientras que al antisemita de la película se opuso al régimen en los años siguientes.
El estreno de la película en 1924 fue accidentado pues los nazis la boicotearon de forma activa atacando a los espectadores incluso. Pero lo más curioso de esta película es que unos años después de su estreno desapareció y se dio por perdida hasta que en 1991 apareció una copia incompleta en Ámsterdam y ya en 2015 apareció en un mercadillo de París la copia completa. Gracias a aportaciones particulares se recaudaron 75.000 euros para restaurarla. Hoy La ciudad sin judíos es un documento excepcional por su singularidad histórica: anuncia lo que unos años después iba a suceder en Europa.
A finales de Enero de 1933 Adolf Hitler era nombrado Canciller de Alemania. Al día siguiente con Goebbels a la cabeza se iniciaba la etapa del cine nazi.
25/2/2023
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“El trabajo de la memoria colapsa el tiempo”
Walter Benjamin
Fue un filosofo, critico literario, traductor y ensayista alemán de origen judío, nacido en Berlin en julio de 1892.
Su pensamiento recoge elementos del idealismo alemán, el materialismo histórico y del misticismo judío.
Nació en el seno de una acomodada familia de origen judío, dedicado a los negocios. Su padre era banquero en Paris pero se traslado a Alemania para dedicarse al trabajo como anticuario en Berlin.
En 1912, Walter ingresa a la Universidad de Friburgo, a la edad de veinte años, pero regresa a Berlin para matricularse en la Universidad de Berlin para continuar sus estudios de filosofía. Allí conoció el sionismo, o movimiento político nacionalista que propuso la idea de un estado para el pueblo judío.
En 1917, se matriculó en la Universidad de Bern en donde conocería a la que fuera su esposa Dora Sophie Pollack con la que tendría un hijo.
Quiso entrar como profesor en la universidad pero lo rechazaron por ser judío. En esta etapa abrazó el materialismo y afirmó su posición ante las tendencias del momento como el sionismo, el comunismo y el fascismo. Para él, la salvación de la humanidad estaba ligada a la salvación de la naturaleza. Quedo impresionado con las obras de Marcel Proust y Charles Baudelaire, ambos observadores natos de la vida.
Entre 1924 y 1926, Benjamin entra en un doble contacto con materiales que le resultaban apenas conocidos como el marxismo y el movimiento surrealista.
Fue un duro critico de Hitler, su teoría fascista y del capital financiero e industrial que apoyo al nazismo.
En 1932, tras el ascenso de Hitler al poder, se trasladó a Ibiza y posteriormente a Niza en donde llego a pensar en el suicidio, al percibir lucidamente lo que se vendría para el pueblo alemán tras el incendio del Reichstag en 1933.
Desatada la persecución de los judíos y de los marxistas, Benjamin se trasladó a Paris, Benjamin malvivía con lo que cobraba y finalmente tras la invasión nazi a Francia, intentó con un grupo de antifascistas, llegar a España para embarcar hacia los Estados Unidos.
Tras haber salido de la localidad francesa de Port Vendres, Benjamin llegó a Portbou muy cansado, y en el puesto de policía de la estación, fue interceptado por la policía española porque carecía de la visa requerida. Su amigo Theodor Adorno le había ayudado a obtener las visas de transito en España y de Entrada en Estados Unidos, pero carecía del permiso francés de salida. Por lo que Benjamin, antes de tener que volver a Francia y caer en manos de la Gestapo, decidió acabar su vida en septiembre de 1940 en un hotel del pequeño puerto fronterizo español, ingiriendo una dosis letal de morfina que siempre llevaba consigo. Tenía 48 años.
Fue Theodor Adorno, quien se encargaría de la difusión de la obra y el pensamiento de su amigo.
Fuentes Wikipedia, nuso.org, biografiasyvidas.com
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Entrevista al historiador italiano Emilio Gentile ¿Quiénes son los fascistas?
Por Mariano Schuster
Fuentes: Nueva Sociedad
El debate sobre el fascismo está cada vez más presente en la arena pública. ¿Ha vuelto el fascismo? ¿Nunca se fue y existe un fascismo eterno? En esta entrevista, Emilio Gentile, una referencia en los estudios del fascismo italiano, vuelve sobre ese régimen y sobre el papel que tuvo en él el propio Benito Mussolini.
En un contexto político internacional en el que emergen extremas derechas, regímenes iliberales y gobiernos autoritarios, la palabra «fascismo» ha vuelto a estar a la orden del día. Hay quienes definen como «fascistas» a Donald Trump, Víktor Orbán, Marine Le Pen, Giorgia Meloni y Santiago Abascal, y quienes se refieren a un «retorno del fascismo» para explicar las oposiciones conservadoras a las agendas feministas y de los colectivos de diversidad sexual. La situación va incluso más allá: la palabra es utilizada también para acusar a izquierdas autoritarias, a movimientos y grupos religiosos y hasta para definir actitudes genéricamente «antiliberales». El concepto se ha transformado, en definitiva, en un arma arrojadiza que adversarios políticos e ideológicos se endilgan entre sí. Pero ¿qué fue realmente el fascismo? ¿Cuáles fueron sus características? ¿Qué diferencia a las extremas derechas actuales de esa experiencia?
Profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad La Sapienza de Roma hasta 2012 –y hoy profesor emérito en la misma casa de estudios–, Emilio Gentile ha historizado, a partir de documentos y de un laborioso trabajo de archivo y de interpretación de fuentes históricas, el fascismo italiano. En su extensa trayectoria historiográfica, Gentile ha escrito numerosos libros, muchos de los cuales han sido traducidos al español. Entre ellos se destacan Fascismo: historia e interpretación (Alianza, 2004); La vía italiana al totalitarismo. Partido y Estado en el régimen fascista (Siglo XXI, 2005); El culto del Littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista (Siglo XXI, 2007); El fascismo y la marcha sobre Roma (Edhasa, 2014); Mussolini contra Lenin (Alianza, 2019) y ¿Quién es fascista? (Alianza, 2019). En 2022 publicó, por el sello Laterza, Storia del fascismo, un volumen de 1.376 páginas en el que explica minuciosamente, sobre la base de una vasta documentación de archivo, el nacimiento y el desarrollo del fascismo en Italia. Su último trabajo es Totalitarismo 100. Ritorno alla storia (Editrice Salerno, 2023).
En esta extensa entrevista, Emilio Gentile dialoga con Nueva Sociedad sobre el nacimiento y el desarrollo del régimen fascista y profundiza en las características particulares de ese movimiento y de ese régimen político a poco más de un siglo de la Marcha sobre Roma.
Profesor Gentile, todavía hoy, cuando nos remontamos al tiempo en que nació el fenómeno fascista, nos encontramos con un contexto particular y específico que, por su diversidad de aristas, no siempre somos capaces de comprender por completo. Pensamos en los escuadristas, en el bienio rosso, en las consecuencias humanas y políticas de la Gran Guerra, en la fragilidad del régimen liberal-democrático. ¿Cómo era realmente el clima en Italia en la época del ascenso del fascismo?
Desde el final de la guerra hasta el advenimiento del fascismo, el clima en Italia fue muy agitado. Entre 1919 y 1920, ese clima se caracterizó por una serie de violentos enfrentamientos de clase que fueron seguidos, en los dos años posteriores, por una reacción escuadrista que desató una verdadera guerra civil contra las organizaciones del proletariado. Esas acciones violentas del escuadrismo fascista se dirigieron principalmente contra el Partido Socialista, pero también contra el Partido Popular, el partido aconfesional de los católicos, y el Partido Republicano. Se trató, en definitiva, de un periodo muy crítico para una Italia que, si bien había resultado victoriosa en la Primera Guerra Mundial –con el sacrificio de más de medio millón de hombres y la movilización de todo el país–, tendió a vivir los años posteriores a la contienda como si hubiese sido derrotada y como si se encontrara a las puertas de una revolución bolchevique.
En aquel marco posbélico, buena parte de la clase obrera –que había sido militarizada durante la guerra, pero que, a diferencia de los campesinos, había estado mayoritariamente en las oficinas y no en el campo de batalla– se sintió atraída por aquellos que habían condenado la participación italiana en la contienda: es decir, el Partido Socialista. Esa organización experimentó, en consecuencia, un fuerte crecimiento, a tal punto que resultó la fuerza más votada en las elecciones de noviembre de 1919 y consiguió 150 bancas en el Parlamento italiano. Un mes antes, el Partido Socialista había adoptado una línea revolucionaria que quedó fijada en sus estatutos partidarios, según la cual su objetivo era lograr la dictadura del proletariado mediante la conquista violenta del poder. El problema, sin embargo, era que la dirigencia de la Confederación General del Trabajo –la organización sindical más importante del país, que alcanzaba casi dos millones de miembros y era una de las que sostenían al Partido Socialista– era reformista y contraria a la revolución. Todo esto provocó una política esquizofrénica entre la voluntad de una revolución bolchevique que no podía hacerse –y ni siquiera se intentaba– y una posible revolución democrática, que habría podido producirse si el Partido Socialista hubiera apoyado a los partidos laicos y reformadores dentro del Parlamento, como los republicanos, los radicales y los socialistas reformistas. El Partido Socialista, que había condenado totalmente la guerra, y de hecho había atacado con violencia e incluso con algunos asesinatos a quienes la reivindicaban, recibió pronto la reacción de todos aquellos que creían que la guerra había sido una necesidad para que Italia se convirtiera en una gran potencia, pero que, estando dominada por las masas socialistas, el país había ganado en el campo de batalla pero había perdido en el campo de la paz. Es en ese sentido en el que hablaban de una «victoria mutilada», lo que constituía un mito sin fundamento alguno porque, con el tratado de paz con Austria, Italia obtuvo las que eran sus principales aspiraciones. No solo consiguió las tierras que se encontraban bajo el dominio del Imperio austríaco –y que eran habitadas mayoritariamente por italianos–, sino también tierras habitadas mayoritariamente por alemanes o eslavos, quienes, sin embargo, debían garantizar fronteras seguras para Italia. La idea de la victoria mutilada fue una reacción, un mito de la reacción a la condena de la guerra por parte de las masas socialistas. Y fue, además, el comienzo de un choque violento contra los socialistas por parte de los nacionalistas, a los que se sumó luego el movimiento fascista, con la fundación de los Fascios de Combate. En este sentido, suelo ser muy cauto a la hora de hablar de un biennio rosso. Lo cierto es que se produjeron agitaciones cotidianas y ataques a oficiales y generales, pero sin que nunca se desarrollara un verdadero intento de golpe revolucionario como el que Lenin había dado en Rusia, porque incluso mientras el Partido Socialista sostenía una línea revolucionaria o bolchevique, mantenía una práctica política parlamentaria y reformista. Que el país sintiera, por tanto, que la posibilidad de una revolución bolchevique era cercana no quiere decir que efectivamente lo fuera. Cuando se habla de biennio rosso, debe recordarse eso.
En definitiva, la situación italiana en vísperas de la Marcha sobre Roma, y sobre todo en los tres años anteriores, era más confusa que revolucionaria. Es una situación marcada por desórdenes muy violentos pero sin la posibilidad de que en Italia pudiera producirse realmente una revolución bolchevique, por la simple razón de que Italia había ganado la guerra, su Ejército era todavía poderoso para poder reprimir una revolución interna y no disponía de todos aquellos recursos naturales que permitieron a la Rusia bolchevique, después de 1921, iniciar su propia industrialización. Era posible, en cambio, una revolución democrática, porque después de 1919 los dos partidos más importantes en el Parlamento eran el Partido Socialista y el Partido Popular, este último fundado por el sacerdote Luigi Sturzo, de inspiración católica pero con una política democrática. Si esas dos fuerzas políticas se hubieran entendido en términos del posible desarrollo de una revolución democrática, se habría podido producir una profunda transformación capaz de impedir que fuera posible la victoria de los nacionalistas. Sin embargo, la división entre estos dos grandes partidos que podían controlar el Parlamento italiano, sumada a la división dentro del Partido Socialista entre reformistas y revolucionarios –estos últimos luego fueron expulsados y dieron nacimiento al Partido Comunista–, hicieron imposible ese proceso. La izquierda, en ese contexto, peleó más entre sí que contra el fascismo emergente: las disputas entre los socialistas maximalistas, el Partido Comunista y el Partido Socialista Unitario, que manifestaba una línea reformista, fueron constantes. Por otra parte, estaba el Partido Popular, que también tenía problemas para avanzar en la dirección de una unidad por una revolución democrática, ya que, como partido católico, no podía aliarse con un partido revolucionario y ateo, pero tampoco con los liberales dirigidos por Giovanni Giolitti, que rechazaban a un partido que era dirigido por un sacerdote. Todas estas divisiones favorecieron, a partir de 1921, el ascenso del fascismo hasta su conquista del poder.
A partir del análisis histórico, usted ha planteado que el fascismo de 1919 –el de los Fascios de Combate– no era necesariamente la semilla para la formación del fascismo de masas que nace en 1921. ¿Cuál es la diferencia entre ese primer fascismo y el de los escuadristas?
Efectivamente, yo sostengo que lo que llamamos fascismo nace en 1921 y no tiene su semilla ni su embrión en los Fascios de Combate creados por Mussolini en 1919. Al mismo tiempo, sostengo que el fascismo de 1919 no constituía un movimiento nuevo, sino que era, en rigor, una reconstitución de los Fascios de Acción Revolucionaria que Mussolini había creado en 1915 para apoyar la intervención italiana en la Gran Guerra. El fascismo diecinuevista era, de modo muy evidente, un movimiento reformista –y no revolucionario y anticapitalista como muchas veces se lo ha definido–, que no buscaba una conquista insurreccional del poder, pregonaba la colaboración de clases, hacía una fuerte defensa de la burguesía productiva, pretendía el sufragio universal masculino y femenino, esgrimía demandas como la jornada laboral de ocho horas y se manifestaba nacionalista, democrático y anticlerical. Ese fascismo, el de los Fascios de Combate, solo se refería al término «revolución» para hablar de modo genérico de una «revolución italiana», concepto que era utilizado para reivindicar a los ex-combatientes como los verdaderos representantes de la nación. Además de ser un movimiento reformista, el fascismo de 1919 estaba a favor de una mayor autonomía regional frente a la centralización estatal, hecho que también lo diferenciaba muy claramente de lo que luego sería el programa del fascismo como fuerza escuadrista y como partido político. Si quisiéramos ver en una imagen la diferencia clara entre el fascismo diecinuevista y el fascismo nacido en 1921, deberíamos acudir al símbolo de Il Fascio, el órgano oficial de los Fascios de Combate de 1919. La insignia, entonces, no era el fascio littorio –ni en su versión romana ni en su forma republicana francesa–, sino un puño cerrado sujetando un manojo de espigas.
Otro aspecto que debemos mencionar es que, en el fascismo diecinuevista, como luego sucedería también en el Partido Fascista, Mussolini no era el líder reconocido oficialmente como tal, sino solo la figura nacional más importante. Desde 1912, primero como líder socialista, después como líder intervencionista [en la guerra] y luego, sobre todo, como editor de un periódico político nacional, Il Popolo d’Italia, Mussolini estaba en escena y era conocido, mientras que el resto de los líderes eran personalidades que habían desarrollado su actividad política en la izquierda socialista o sindicalista, pero que no tenían fama nacional. A pesar de ello, Mussolini no se erigió, como lo hicieron Lenin y Hitler, como líder oficial y absoluto de su propio movimiento. Mussolini solo fue miembro del Comité Central de la Junta Ejecutiva y, siendo un gran orador, no hizo casi nada por recorrer Italia y multiplicar las inscripciones en el Fascio. Permaneció en Milán y, a diferencia de Hitler, hizo muy poca propaganda política en la península, hasta 1921.
Excepto por unos pocos hombres y por el apoyo de las organizaciones paramilitares de los Arditi (los soldados de asalto de elite del Ejército italiano en la Primera Guerra Mundial), el fascismo de 1919 no tiene nada que ver con lo que sería luego el fascismo escuadrista de 1921. Hay mucha documentación al respecto y, por ello, mi posición es muy clara en este sentido. Y es que en el fascismo de 1919 no se encontraba el germen de lo que llamamos «fascismo histórico», aunque ya en julio de 1920 una organización armada de escuadras fascistas establecida en Trieste atacó e incendió la Narodni Dom, la sede de las organizaciones de la minoría eslava. Sin embargo, este «fascismo fronterizo» no constituyó un movimiento de masas.
Ese fascismo de masas nace en 1921, se organiza de modo militar en el escuadrismo, luego toma la estructura de partido milicia [el Partido Nacional Fascista], se dedica a destruir las organizaciones del proletariado y se propone y logra la conquista del poder con la Marcha sobre Roma. En cambio, el fascismo diecinuevista no buscaba instaurar una dictadura; usaba la violencia, pero no con el objetivo de destruir sistemáticamente las organizaciones proletarias; no planeaba, como el fascismo escuadrista nacido en 1921, una insurrección revolucionaria para conquistar el poder, y tampoco quería convertirse en un partido político (a punto tal que se declaraba apartidario).
Según su perspectiva, Mussolini no creó el fascismo, sino que el fascismo creó a Mussolini. ¿Cómo consiguió hacerse con el liderazgo de ese movimiento y qué tensiones vivió en ese proceso?
Primero debemos puntualizar que Mussolini llegó a ser reconocido como el líder del fascismo, pero nunca oficialmente, en tanto no fue jamás el secretario general de los Fascios de Combate, ni el secretario general del Partido Nacional Fascista que nació en noviembre de 1921. En agosto de 1921, tras el crecimiento del escuadrismo como movimiento de masas, Mussolini pensó que reivindicando la paternidad del fascismo podría imponer su voluntad, llegando incluso a promover un pacto de pacificación con el Partido Socialista y con la Confederación General del Trabajo. Es decir que, después de que el escuadrismo destruyera el control y la hegemonía del Partido Socialista sobre las masas, Mussolini pensó en transformar a esa masa de escuadristas en un partido laborista para las clases medias. Hizo incluso un programa para hacer las paces con los socialistas y para desarmar a los escuadristas armados y, finalmente, lanzó una propuesta a los socialistas reformistas para que se desvincularan del Partido Socialista –que aún seguía inspirado en Lenin– y formaran una coalición con los fascistas y con el Partido Popular. Pero los escuadristas, que eran en su gran mayoría jóvenes de alrededor de 25 años y que se habían unido al fascismo en 1920, querían algo muy diferente.
Para ver la diferencia entre los Fascios de Combate, creados por Mussolini en 1919, y el fascismo como escuadrismo, conviene repasar los números. Los Fascios de Combate eran un movimiento marginal que en su primer año contaba apenas con unos 800 miembros. El número ascendió a unos 10.000 a finales de 1920, pero solo con el surgimiento y la explosión del escuadrismo los inscriptos pasaron a ser casi 200.000. En definitiva, Mussolini vio crecer de forma repentina y vertiginosa un movimiento que llevaba un nombre como el que él había creado, pero qué él no había inventado ni propuesto. En ese marco lanza la idea del pacto de pacificación, pero no toma en cuenta que los escuadristas no apoyan ese pacto, porque aspiraban a seguir conquistando el poder local. Es así que, en agosto de 1921, los escuadristas se rebelan contra Mussolini y lo llaman «traidor». Dicen: «El que ha traicionado al socialismo ahora traiciona al fascismo»[1]. Los escuadristas del Valle del Po marchaban cantando «Quien ha traicionado traicionará», dirigiendo ese dardo contra Mussolini. Al final de esa rebelión, los escuadristas le ofrecieron a Gabriele D’Annunzio el liderazgo del movimiento fascista, que ya se había convertido en un movimiento de masas. Pero D’Annunzio no aceptó hacerse cargo de la situación. Ese es el momento en que Mussolini renunció a su programa de transformar al escuadrismo en un partido parlamentario y aceptó seguir a los escuadristas. Y fueron los propios escuadristas quienes decidieron crear el Partido Nacional Fascista como partido armado. Por eso digo que no era Mussolini quien dirigía el fascismo, sino que Mussolini era quien seguía al fascismo. Y esto sucedió hasta la Marcha sobre Roma. Quien decidió atreverse con una insurrección armada no fue Mussolini, sino el secretario del Partido Fascista Michele Bianchi. Mussolini todavía estaba negociando en secreto con ex-líderes liberales como Giovanni Giolitti, Antonio Salandra y Francesco Saverio Nitti la posibilidad de formar un gobierno en el que el fascismo tuviera cuatro o cinco ministerios, pero que estuviera presidido por uno de esos viejos líderes liberales, cuando el 26 de octubre Bianchi lanzó la idea de un gobierno liderado por Mussolini como forma de chantaje al rey y a la dirigencia liberal. Hay una llamada telefónica del 27 de octubre a las 2:40 de la madrugada en la que Bianchi le advierte a Mussolini que la insurrección ya había comenzado y en la que Mussolini le responde: «Espera un poco».
Otra confirmación de esta situación se produce el 10 de junio de 1924, el día del asesinato del líder socialista reformista Giacomo Matteotti. En esa fecha, en la que el fascismo parecía colapsar, Bianchi le escribe una carta a Mussolini en la que lo acusa de haber obstaculizado siempre el programa revolucionario y le recuerda que fue él, y no Mussolini, quien desató la destrucción de las últimas organizaciones proletarias en agosto de 1922. Allí le dice: «Fui yo quien lanzó la Marcha sobre Roma, mientras tú me acusabas de ser un loco salvaje». En ese mismo documento Bianchi asegura que fue él, un sindicalista revolucionario calabrés, el verdadero creador de la organización político-militar fascista y el que luego se atrevió a chantajear al gobierno y al rey imponiendo el nombre de Mussolini.
¿Esto significa que Mussolini fue forzado o empujado a hacer la Marcha sobre Roma?
Forzado no, pero digamos que se enfrentaba al riesgo de ser desautorizado por Michele Bianchi, Italo Balbo y Roberto Farinacci, los verdaderos lideres revolucionarios del escuadrismo fascista, que eran quienes controlaban efectivamente a la masa armada. Tenga presente que, en octubre de 1922, los escuadristas armados controlaban las principales ciudades, las capitales y todo el Valle del Po, desde Trentino hasta Bolonia, y luego la mayor parte de Italia central. Todas estas provincias estaban ya antes de la Marcha sobre Roma bajo un dominio dictatorial del Partido Fascista. El verdadero éxito de la Marcha sobre Roma como insurrección es que, entre el 27 y el 28 de octubre, les permitió a los escuadristas ocupar grandes ciudades, organismos gubernamentales e incluso cuarteles. A partir de allí, se produce el chantaje de Bianchi al rey y a los liberales para imponer a Mussolini como nuevo jefe de gobierno. Y allí es donde sí se expresa el genio político de Mussolini, que, sabiendo que se trataba de un movimiento arriesgado, ve que no hay ninguna resistencia por parte del gobierno ni de las Fuerzas Armadas, pero tampoco por parte de los trabajadores –millones de ellos aún organizados por los partidos antifascistas–. No hubo, fíjese, ni siquiera una huelga. Con esto quiero decir que los fascistas pudieron llegar a Roma teniendo ya el control de gran parte del norte y del centro de Italia con la fuerza armada del escuadrismo, sin encontrar ninguna resistencia por parte de las organizaciones obreras. Por tanto, en el libro El fascismo y la Marcha sobre Roma [2], sostengo que no hubo compromiso para que Mussolini y el fascismo llegaran al poder, sino que se produjo la victoria completa del chantaje.
Uno de los aspectos centrales de la mitología fascista es la de haber salvado al país del «peligro bolchevique». ¿Cómo se construyó esa mitología, sobre la que usted trabaja en su libro Mussolini contra Lenin, y por qué la considera históricamente falsa?
La idea de que Mussolini evitó una revolución bolchevique en Italia fue, en rigor, una invención de la prensa conservadora inglesa, y muy particularmente del periodista Percival Phillips, quien poco después de la Marcha sobre Roma escribió un libro titulado The «Red» Dragon and the Black Shirts: How Italy Found Her Soul: The True Story of the Fascisti Movement [El dragón «rojo» y los camisas negras. Cómo Italia encontró su alma: la verdadera historia del movimiento fascista][3]. La tesis de Philips, un periodista estadounidense con claras simpatías por el fascismo, falsificaba completamente los hechos históricos, a punto tal que llegaba a afirmar que, incluso durante el proceso de la Marcha sobre Roma, había en Italia un peligro revolucionario de tipo leninista. Esta tesis fue, lógicamente, usufructuada y utilizada por el propio régimen para crear el mito del fascismo como el salvador de la nación. La realidad, por supuesto, era muy distinta, y existen numerosas pruebas documentales que permiten demostrar la falsedad de esas afirmaciones. En primer término, el movimiento fascista no había conseguido monopolizar el consenso de las masas –recordemos que en las elecciones solo obtiene 35 diputados, que luego se convierten en 30–, pero sí el de las clases medias, es decir, de ese amplísimo sector de la población italiana que se había convertido en mayoritario en los años comprendidos entre 1911 y 1921 y que no tenía representación política propia y se identificaba con la nación, con el Estado y con los valores de la burguesía. En segundo lugar, la llamada izquierda revolucionaria estaba completamente dividida y desorganizada. El conflicto y la división en su seno eran de tal magnitud que, hacia 1921, el Partido Comunista estaba mucho más claramente decidido a destruir al Partido Socialista que a luchar contra el fascismo.
Observando la completa división entre socialistas y comunistas, pero también lo que estaba sucediendo en la Rusia Soviética –donde había terminado la guerra civil, la dictadura bolchevique se había asentado y se estaba adoptando una política neocapitalista como la Nueva Política Económica (NEP)–, es el propio Mussolini quien, en el verano de 1920, afirma que el intento de exportar el leninismo a Europa ya había fracasado. Y en julio de 1921, vuelve a declarar que hablar del peligro bolchevique en Italia es «una tontería». A tal punto la consideración de Mussolini es que el peligro bolchevique está muerto que, en ocasión de la Conferencia Internacional de Génova –que es convocada por las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial para discutir los problemas económicos de la posguerra–, no se opone a la asistencia de Lenin. En aquel momento se llega a admitir la posibilidad de que Lenin viaje personalmente a Italia, y Mussolini, como si fuera el amo del país, escribe: «El señor Lenin puede venir, pero no debe hablar de política, de lo contrario nuestros escuadristas se encargarán de él».
Pero permítame agregar algo más. Que el peligro bolchevique no existía en Italia era también claro por el hecho de que, cuando se desarrolla la Marcha sobre Roma, los dirigentes maximalistas del Partido Socialista y los del Partido Comunista toman un tren y se van a Moscú para la Conferencia de la Internacional Comunista. Dicen que en Italia no pasa nada, que lo que está sucediendo es solo una disputa entre burgueses. Fíjese que el 27 de octubre de 1922, luego del gran mitin de los escuadristas fascistas en Nápoles, el periódico comunista L´Ordine Nuovo, dirigido por Antonio Gramsci, afirma que todo se trata de una farsa y sostiene que se está asistiendo a las «vísperas de la desintegración del fascismo». Frente a estos documentos, frente a estos datos, hablar todavía hoy de un peligro rojo revolucionario, de una amenaza comunista en Italia, es una de las mayores tonterías que se pueden decir. La idea del «peligro bolchevique» fue instalada y utilizada por el fascismo para construir su mito de salvación nacional, pero está completamente alejada de lo que fueron los hechos históricos.
En muchos de sus libros, pero en particular en El culto del Littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista[4], usted definió el fascismo como una religión política y lo ubicó dentro del fenómeno más amplio de la «sacralización de la política». ¿Qué es lo que constituye una religión política y qué hizo que el fascismo se constituyera como tal?
Efectivamente, la religión política es un aspecto del totalitarismo fascista y los primeros en referirse al fascismo como una «religión política» fueron los católicos antifascistas y los liberales. Ellos alegaban que el fascismo pretendía imponer su ideología, es decir, la exaltación de la nación, la exaltación del Duce y la exaltación del propio fascismo como un dogma al que todo el mundo debía someterse, constituyéndose como una «religión política de la nación». Ese tipo de práctica de imposición se desplegó incluso antes de que el fascismo desarrollara su dictadura. Ya a fines de 1923, y a través de feroces palizas, los fascistas obligaban a la gente a quitarse el sombrero y a hacer reverencias a su paso. Los católicos antifascistas, como Luigi Sturzo, entendieron que el fascismo no podía ser de ninguna manera compatible con el catolicismo y que la Iglesia no podía apoyar el fascismo porque era un movimiento pagano que sacralizaba la nación y el Estado. El término de «religión política» se extendió luego entre otros antifascistas que observaban la forma en que el régimen imponía sus ritos, sus símbolos y sus mitos a toda la población italiana por medio de la violencia. Es este el sentido en que, en 1924, el periodista Igino Giordani, que adhería al Partido Popular de Luigi Sturzo, definía el fascismo como una «religión política pagana».
Debo aclarar, sin embargo, que la religión política no es exclusiva del fascismo, sino que pertenece a todos los totalitarismos. Fue, por ejemplo, un fenómeno visible en la Rusia bolchevique de 1918 y 1919, pero sobre todo tras la muerte de Lenin en 1924. En este sentido, y atento a su pregunta, me gustaría hacer algunas puntualizaciones. La primera es que la religión política forma parte de un movimiento más extenso que, como usted bien dice, he denominado «sacralización de la política» y que concierne a todos aquellos movimientos que sitúan la política en el centro de la vida humana y la convierten en una entidad suprema a la que incluso la religión debe someterse. En este marco, debemos diferenciar lo que constituye una religión política, que es típica de los regímenes totalitarios, de lo que constituye una religión civil, que caracteriza a los países democráticos. Tenemos, de hecho, el ejemplo de Estados Unidos, donde existe pluralismo religioso, pero cuando todos los creyentes, desde protestantes a católicos, pasando por judíos, musulmanes o sijs, se reúnen y cantan «God Bless America», reconocen a un dios que no es el dios de una religión concreta: es el dios de Estados Unidos. Estados Unidos es el primer ejemplo de una sacralización de la política en la que la política misma se convierte en el centro de una devoción. Esto se difunde y se extiende de manera más decisiva con la Revolución Francesa, con la dictadura jacobina, con Napoleón y luego, durante el siglo XIX, en los diferentes países y continentes, entre los que se incluye América Latina, donde distintos movimientos políticos pretenden definir el sentido último y la finalidad de la vida en esta tierra.
El hecho de que el fascismo pretendiera erigirse como una totalidad espiritual del Estado lo llevó a contradicciones con el campo religioso, tal como usted lo documenta en Contro Cesare[5]. En su libro usted muestra una relación pragmática entre el fascismo y la Iglesia católica, a la vez que puntualiza la complejidad que el fenómeno fascista suponía para muchos cristianos, en tanto se producía un conflicto entre el primado de Cristo y el del César (el Duce). ¿Cómo fue esa relación y qué influencia tuvieron los católicos antifascistas como Luigi Sturzo y Francesco Luigi Ferrari, a la hora de sentar las bases de una oposición cristiana al fascismo?
Al aproximarnos a este tema siempre debemos hacer una distinción entre el Estado Vaticano –es decir, la Iglesia como Estado– de la Iglesia como expresión de una religión determinada. En las relaciones con el gobierno fascista –que no es lo mismo que con el fascismo–, Pío XI aceptó inmediatamente ir por el camino de un Concordato, en tanto había aspectos que el papa compartía. Estos eran el antimarxismo, el antiliberalismo, la crítica a la democracia y, sobre todo, la condena y el rechazo de la soberanía popular y del libre pensamiento. Estos aspectos del fascismo eran compartidos porque eran los mismos objetivos religiosos que tenía la Iglesia en ese momento desde el Concilio Vaticano I. En ese sentido, tenían enemigos comunes. Y ese es el motivo por el que Pío XI intenta y consigue un Concordato con el Estado italiano. Pero el mismo papa, como líder de una religión que predicaba la igualdad –aunque solo fuera en términos espirituales–, el amor entre los pueblos y la condena de la violencia, tenía enfrente un poderoso movimiento político que divinizaba a la nación, que exaltaba a Mussolini como una especie de ídolo y que, sobre todo, contaba con una organización militar armada que se lanzaba no solo contra las organizaciones socialistas, sino también contra las organizaciones católicas y los párrocos que no aceptaban los símbolos fascistas o se rehusaban a recibir a los escuadristas en la iglesia. En ese sentido, se produjo una doble situación. Por un lado, estaba el papa que, como jefe de la Iglesia, buscaba un Concordato para convivir con un Estado laico, pero, por el otro, estaba el mismo hombre que, como líder de una religión, veía ante sí un movimiento que pretendía, cada vez más explícitamente, ser él mismo una religión terrenal que quería para sí no solo la obediencia, sino también la entrega de los ciudadanos. En mi libro Contro Cesare he mostrado con documentos la falsedad de esas teorías –o más bien de esas fábulas– según las cuales el papa Pío XI era un hombre con una personalidad similar a la de Mussolini, por lo cual, supuestamente, era piadoso con él. He publicado documentos que demuestran que, desde 1925, mientras buscaba el camino para un acuerdo entre Estados, el papa manifestaba una marcada angustia por el paganismo fascista y por lo que él llamaba, en algunos de sus documentos, una «religión civil». Pero esto no sucede solo en 1925, sino que continúa en el tiempo. El papa estuvo incluso dispuesto a romper el Concordato antes de su firma, cuando Mussolini, en 1929, pronunció una frase herética, claramente blasfema, al afirmar que «sin la romanidad, sin ser trasplantado a Roma, el cristianismo seguiría siendo una pequeña secta judía en Palestina». Pese a que acabó prevaleciendo la diplomacia y el Concordato se firmó en 1929, en mayo de 1931 el Partido Fascista lanzó una guerra escuadrista contra las organizaciones católicas con la intención de destruir el intento de la Acción Católica de convertirse en una especie de refugio para el Partido Popular –que era católico y antifascista–. En ese contexto, el Papa publicó una encíclica en italiano en la que condenaba el paganismo y la estadolatría fascista. Es decir, utilizó en 1931 las mismas palabras que habían empleado Luigi Sturzo y Francesco Luigi Ferrari entre 1923 y 1925, y por las que se habían visto obligados a abandonar Italia y exiliarse. Eran estos católicos los que escribían desde 1923 contra el peligro que una religión neopagana como la fascista suponía para la fe cristiana. Aun así, a pesar de la posición del papa, el fascismo no dio marcha atrás, y fue el propio papa quien tuvo que retroceder pidiéndole a la Acción Católica que solo se ocupara de asuntos religiosos. Sin embargo, el mismo conflicto volvió a estallar en 1938 y, como demuestro en mi libro, las acusaciones de Pío XI contra el fascismo y su dimensión totalitaria volvieron a ser continuas. Cuando el papa muere, el 10 de febrero de 1939, en vísperas del décimo aniversario del Concordato, tenía ya preparada una encíclica, Humanis generis unitas, para romperlo. En esa encíclica condenaba como herejías el totalitarismo de la nación, de la raza y de la clase (es decir, el fascismo, el nazismo y el comunismo). El papa murió sin que la encíclica fuera publicada, y el nuevo pontífice, Pío XII, enfrentado a la amenaza de una guerra inminente, prefirió guardarla en un cajón. Esa encíclica fue finalmente descubierta y dada a conocer en 1995 por algunos estudiosos[7]. Por tanto, cuando nos enfrentamos a la historia de las relaciones entre el fascismo y la Iglesia, debemos siempre distinguir, por un lado, las relaciones entre un Estado y una institución que asume el carácter de Estado, y, por otro, la relación entre las dos religiones. Entre el Estado fascista y la Iglesia católica hay un Concordato, a la vez que un conflicto continuo, cada vez más grave y cada vez más aterrador para el papa. Los documentos demuestran que esos son, para el papa, diez años de sufrimiento continuo. Es absolutamente ridículo confundir un acuerdo de convivencia entre Estados –sobre todo, en un país en el que en los estatutos el catolicismo era la religión estatal– con una simpatía entre el movimiento fascista y la religión católica. No era posible una real convivencia entre una religión que quería a todo el mundo para sí y un movimiento, como el fascista, que también quería a todos los seres humanos para él en este mundo y que, por lo tanto, no aceptaba la competencia de la Iglesia.
Quisiera ir introduciendo la entrevista, si me permite, en el campo del análisis de la relación entre el fenómeno fascista y otros procesos que tienen lugar en nuestros tiempos. Actualmente se discute mucho sobre el crecimiento del apoyo de los trabajadores a las nuevas extremas derechas. Si volvemos atrás en la historia, ¿cuál era la composición de clase del movimiento fascista? ¿A qué sectores pertenecían aquellos primeros escuadristas armados?
Una pequeña porción del grupo dirigente fascista, tanto en los Fascios de Combate como luego en el escuadrismo, estaba constituida por hijos de la burguesía. Pero la mayor parte –entre la que se encontraban líderes como Italo Balbo, Dino Grandi y Roberto Farinacci– eran hijos de pequeños profesionales locales, abogados o incluso profesores de escuela secundaria. O, como en el caso de Renato Ricci, de un trabajador de las canteras de mármol de Carrara. Por su parte, la base social del movimiento fascista estuvo compuesta, desde el principio, por las nuevas clases medias. Nuevas en el sentido de que muchos de aquellos que militaban eran jóvenes, mayoritariamente del valle del Po, hijos de antiguos agricultores que habían logrado comprar tierras durante el periodo de la gran crisis –que se había extendido entre 1911 y 1921–. Esos hombres, que se habían convertido en propietarios, no querían, lógicamente, someterse a ningún sistema socialista que impusiera una socialización. Debemos tener en cuenta que, entre 1911 y 1921, a partir de la desintegración de la gran propiedad capitalista en el campo, se formó un millón de nuevos propietarios, es decir, personas que habían luchado como campesinos por tener la propiedad de la tierra y que no querían cederla para ninguna idea proletaria o socialista. Si hacemos un ejercicio y le atribuimos a cada una de esas personas un solo hijo varón, tenemos un millón de jóvenes que están en contra del socialismo y que, habiendo sido la mayoría de estos combatientes en la Gran Guerra y habiéndose identificado con la nación, se veían a sí mismos como la nueva clase dirigente. Son ellos quienes dan vida a las nuevas escuadras fascistas, a los líderes fascistas y a los que serán luego los líderes del régimen fascista durante los 20 años de gobierno.
El fascismo tuvo un componente de trabajadores, pero se trataba de trabajadores agrarios que, después de la destrucción de las organizaciones socialistas, habían sido obligados a unirse a los sindicatos fascistas con la promesa de acceder a la tierra –algo que finalmente la mayoría de ellos no obtendría–. Esto nos muestra que la composición de clase del fascismo fue muy diferente de la del nacionalsocialismo, en tanto nunca logró capturar un fuerte apoyo de la clase trabajadora. Mientras que el nazismo tenía un importante apoyo obrero, el fascismo no logró ganarse ese sostén de los trabajadores, exceptuando a los de segunda generación, es decir, a aquellos que no habían conocido la violencia escuadrista. Estos sí eran más favorables al fascismo, tal como lo reconocieron los propios dirigentes comunistas. En 1935, el líder comunista Palmiro Togliatti expresó en una conferencia en Moscú que, en ese punto histórico, ya no era necesario luchar con las armas contra los fascistas, sino entrar en el fascismo, usar los mitos fascistas como el de 1919, y finalmente así conquistar los sindicatos fascistas. Togliatti llamaba a esos obreros «hermanos con camisa negra». Lógicamente, el intento de Togliatti fracasó, porque los fascistas podían ser muy estúpidos en muchos aspectos, pero justamente no para reconocer a sus enemigos. En eso sí que eran muy inteligentes.
Por no remontarnos a muchas otras experiencias que han sido calificadas genéricamente como fascistas, le mencionaré solo algunos casos contemporáneos: un partido como Vox, en España, ha sido calificado como fascista; el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil ha sido calificado como fascista; Donald Trump ha sido calificado como fascista; Mateo Salvini ha sido calificado como fascista. Todo esto por no mencionar los casos en que la expresión se usa aún más indiscriminadamente, llegando a conceptos como «fascismo de izquierda» o «islamofascismo». Usted está manifiestamente en desacuerdo con el uso de ese apelativo. ¿Por qué en ningún caso es válido?
Porque todo lo que no hace crecer nuestro conocimiento de las nuevas realidades que produce la historia es inútil y nocivo. El conocimiento progresa a través de la distinción, no a través de la confusión ni de las analogías. El agua es un líquido, y el aceite y la gasolina también lo son. Si yo digo que todos esos líquidos son agua no avanzo en el conocimiento y puedo correr el riesgo de cocinar fideos con gasolina. Si yo digo que todos los regímenes o movimientos autoritarios son fascistas, corro el riesgo de equivocarme claramente y de no analizar y comprender, de modo concreto, un determinado fenómeno. Ahora bien, ¿por qué puede usarse de este modo extenso, confuso y equivocado el concepto de fascismo? Fundamentalmente porque en su etimología el concepto «fascismo» no significa nada precisamente político. Le daré un ejemplo. Si digo «comunismo», seguramente no apoyo la propiedad privada, sino la comunidad de bienes. Si digo «liberalismo», no apoyo la socialización de los bienes, sino la propiedad privada. Si digo «anarquismo», no apoyo el poder estatal, sino la anulación de cualquier poder. Pero si digo «fascismo» digo solo «fasci», «fascio», que significa literalmente «estar juntos». ¿Entonces todos los movimientos que proponen estar juntos son fascistas? Claramente no. Ahora bien, según el uso extenso de la palabra «fascismo», que es homologada casi a cualquier movimiento o régimen autoritario, podríamos decir, por ejemplo, que Dios es fascista. Fíjese que, si aplicamos ese criterio, el Dios de la Biblia, del Antiguo Testamento, cuando ordena exterminar a las mujeres, niños, hasta la última descendencia, debería ser considerado de ese modo. ¿Y qué diríamos de Caín? Este también podría ser considerado el primer fascista que, para colmo, ha desatado una guerra civil al matar a su hermano Abel.
Hago estas bromas, pero, como usted sabe, todo esto conforma una ironía verdaderamente trágica. Esta difusión del término fascismo ha creado una profunda incapacidad para entender nuevos fenómenos en los que, si bien hay elementos que estaban presentes en el fascismo, no está presente ninguno de los que verdaderamente lo definían, lo hacían particular. Esos elementos son el totalitarismo, el imperialismo, la religión política, la revolución antropológica y la guerra como fin principal de la vida humana. A los regímenes y expresiones políticas que usted planteó en tono jocoso, podríamos agregar los de [Silvio] Berlusconi, [Charles] De Gaulle o [Juan] Perón. ¿Encontramos en ellos algunos elementos similares a los que había en el fascismo? Sí, por supuesto, porque el fascismo siempre fue imitado, sobre todo a través del uso de símbolos, de rituales, de mitos. Pero ¿están los componentes fundamentales del fascismo, aquellos que permitían definirlo como tal? No, no están. ¿Cómo se puede calificar de fascista un movimiento como Vox, que quiere afirmar la primacía de la catolicidad sobre el Estado, sobre la nación, sobre la educación, cuando la primacía del fascismo era la de la política, la del Estado? Hemos llegado a tal punto de confusión, que hay quien no es capaz de distinguir un movimiento nacionalista de inspiración católica que sostiene posiciones de la extrema derecha católica en temas asociados a cuestiones como la familia –donde se opone decididamente al aborto y al feminismo– del propio fascismo. Lo mismo sucede con Salvini y La Liga. ¿Cómo puede ser fascista un movimiento como La Liga, que ha pregonado históricamente la secesión de una región de Italia, cuando uno de los puntos fundamentales del fascismo es el de la unidad de la nación, que fue siempre considerada de carácter sagrado?
Las cosas, como usted comentaba en su pregunta, van incluso más allá. El uso del término fascismo se ha vuelto tan simplista que se lo puede aplicar desde a Trump hasta a Putin. Cualquier régimen autoritario con culto a un líder es llamado fascismo. Corea del Norte entonces sería fascista, la misma China comunista sería fascista. Evidentemente, esto no ayuda a entender los fenómenos contemporáneos que enfrentamos. Este uso priva a la categoría «fascismo» de los componentes que realmente le son propios y que solo se encuentran si los analizamos en la historia.
En resumen, lo que intento transmitir es que muchas veces se sostiene que tal o cual movimiento es fascista porque entre sus ideas figuran posiciones racistas, o apelaciones a la pureza de la nación, o porque desprecia la democracia representativa. Pero todas esas ideas preceden al fascismo. Que haya racismo o que haya autoritarismo no quiere decir que haya fascismo. Esas no son cualidades específicas del fascismo, sino que aparecieron incluso en otras latitudes y todavía perduran. El fascismo no existía durante el tiempo del primer racismo en Francia, o en el siglo XIX cuando había racismo en Inglaterra y en Estados Unidos, país en el cual todavía desgraciadamente sobrevive en muchos estados. Mucho antes del fascismo hubo sociedades, y no solo de Occidente, que afirmaron una identidad nacional que excluyó, por ejemplo, a grupos étnicos de diverso tipo. Con esto quiero decirle, aunque usted lo sabe, que no es posible atribuir a cualquier movimiento, construyendo analogías generales, el carácter de fascista.
Le aseguro que yo me esfuerzo mucho por entender estas analogías, pero las analogías no sirven para comprender la historia, sino para hacerla más confusa. Eso es lo que yo denomino «ahistoriología», es decir, una historia hecha como la astrología, que, en lugar de estudiar científicamente los hechos, se limita a interpretarlos según los propios deseos, esperanzas y temores.
Es completamente cierto que todos esos movimientos o regímenes son nítidamente distintos del fascismo o tienen características que no pueden ser circunscriptas a él. Pero ¿qué sucede con la primera ministra italiana Giorgia Meloni, de Fratelli d’Italia, que proviene de una fuerza política que sí se ha reivindicado como neofascista, como el Movimiento Social Italiano? De hecho, en su propio símbolo, Hermanos de Italia lleva la vieja insignia del Movimiento Social Italiano, la llama encendida…
Efectivamente, entre 1946 y 1994, hubo en Italia un partido neofascista con representación parlamentaria y que llegó a ser el cuarto partido a escala nacional. Hablamos, como usted bien dice, del Movimiento Social Italiano (MSI), una organización política que fue fundada por funcionarios, jerarcas y adherentes al régimen fascista que, aunque nunca llegó a 10% de los votos, rozó esa cifra en las elecciones de 1972. Ese partido participó en la elección de al menos un par de presidentes de la República, y compitió democrática y pacíficamente en las elecciones generales y locales. Como usted sabe, el MSI se disolvió en 1994, transformándose, con el liderazgo de Gianfranco Fini, en el partido Alianza Nacional. Ese partido repudió el fascismo –aunque Fini en los años 2000 seguía diciendo que Mussolini había sido el mayor estadista de toda la historia de Italia– y formó parte de todos los gobiernos de Berlusconi. En tal sentido, desde 1994, Alianza Nacional se despegó de su matriz original de neofascismo y se encaminó a un proceso de transformación hacia una derecha nacional conservadora, posición que ahora es recogida por el partido de Giorgia Meloni.
El partido de Meloni bebe de esa experiencia y, en tal sentido, no tengo inconveniente alguno en considerarlos como posfascistas que han aceptado las reglas del Estado democrático y de la República y que han jurado sobre la Constitución, y que se inscriben en esa derecha nacional conservadora. Por supuesto, la herencia del MSI es visible en el modo de concebir la política y en la relación con los adversarios. Pondré un ejemplo. Por estos días, se habla en Italia de la reforma constitucional. Meloni quiere el presidencialismo y se dirige a la oposición diciéndole: «Si no están de acuerdo con lo que yo digo, avanzaré igual». Evidentemente, no es una actitud democrática dialogar con la oposición bajo esta premisa. Recuerda a aquello que hiciera Mussolini en 1923, cuando siendo líder de un gobierno de coalición, se dirigió a sus opositores parlamentarios –los socialistas y los liberales antifascistas– diciéndoles: «¿Pero ustedes que quieren? Pongámonos de acuerdo». Y ellos respondían: «No queremos escuadristas armados, no queremos violencia». Y Mussolini terminaba diciendo: «Si ustedes no quieren lo que yo impongo, yo seguiré mi propio camino». En esto, digamos, hay un tipo de actitud similar. A esto se suma la perspectiva mitológica que expresan algunos de los que forman parte del gobierno de Meloni, según la cual el fascista fue el mejor gobierno que Italia jamás haya tenido, «excluyendo» las leyes racistas. Esto no implica, sin embargo, que siete millones de italianos que han votado a ese partido y a ese gobierno sean fascistas. De hecho, tampoco se trata en sí de un gobierno fascista –ya hemos dicho que no hay escuadristas armados, no se propicia una revolución antropológica de la sociedad, no instala una religión política, no construye un régimen totalitario–. Es un gobierno que tiene a un partido como Fratelli d’Italia, que convive con otros muy distintos. Fíjese, sin ir más lejos, que en este gobierno convive el partido de Meloni, que reivindica el «orgullo nacional», pero aliado a un partido como La Liga, que ha negado históricamente la propia existencia de la nación italiana y buscaba la secesión de una parte del país –aunque hoy la llamen «autonomía diferenciada»–. Y participa también una fuerza como la de Berlusconi, que exalta el liberalismo y el hedonismo.
Profesor, creo que ya la respuesta surge de sus propias respuestas previas, pero de todos modos le haré la pregunta. Como usted sabe muy bien, en 1995 el ensayista Umberto Eco utilizó la categoría «fascismo eterno» en una conferencia pronunciada en la Universidad de Columbia, que sería publicada algunos años más tarde. Eco no solo apuntaba 14 rasgos que él definía como «fascistas», sino que además asumía que el fascismo era casi una identidad política móvil, que ya no usaba solo uniformes militares sino también «trajes civiles» y que volvía en «nuevos ropajes más inocentes». Su conclusión lógica era que el deber de los demócratas era «desenmascararlo». ¿Cuáles son los inconvenientes que, según su parecer, tienen esta definición y esta idea? ¿Qué problemas puede traer aparejados la idea de una «eternidad» en la política?
Permítame responderle comenzando por el final de su pregunta. Debo decirle que, en comparación con Eco, yo soy un poco avaro, porque he definido al fascismo no en 14 sino en 10 puntos, pero podría reducirlos incluso a tres. El problema con los 14 puntos de Eco es que pueden ser aplicados también a la Iglesia católica o a la Falange española. Y si se pueden aplicar de ese modo, entonces no definen algo particular del fascismo. A eso agregaría otra cuestión de igual importancia. Si los fascistas aparecen, como dice Eco, disfrazados de demócratas, ¿cómo distinguimos a los demócratas antifascistas de los demócratas fascistas? Es decir, ¿quién tiene derecho a definirse como un demócrata antifascista si, por ejemplo, como hizo Gramsci, llamamos semifascistas a socialistas como Filippo Turati, a liberales como Giovanni Amendola, a católicos democráticos como Luigi Sturzo? ¿Y cómo hacemos para decir que el verdadero antifascista fue Gramsci, que fue encarcelado en 1926, mientras que Matteotti fue asesinado en 1924, Amendola fue atacado en 1923 y 1925, y Sturzo se vio obligado a exiliarse en 1924, y Turati en 1926? Lo mismo ocurre con el concepto según el cual el fascismo puede repetirse en otras formas y depende de los demócratas desenmascararlo. Una posición de ese tipo les otorga una suerte de poder totalitario a los llamados demócratas para decidir cómo, cuándo y quién es un fascista disfrazado. Con ese criterio, todo el mundo podría decir «tú eres el fascista, yo soy el verdadero antifascista».
Yo siempre tuve una gran admiración por Umberto Eco, un semiólogo con un enorme conocimiento de la retórica y también de la historia. Pero no podía ni puedo estar de acuerdo con él cuando afirma su tesis del «fascismo eterno». ¿Cómo se puede sostener la idea de algo eterno en la historia, cuando ni siquiera las divinidades se revelan eternas? ¿Dónde están hoy Júpiter y Apolo? ¿Dónde están los dioses de Persia? ¿Estamos seguros de que el cristianismo y el islam serán eternos? Hasta ahora, de hecho, han vivido menos que la religión egipcia. En la historia nada es eterno. Es un absurdo hablar de eternidad en la historia. Y, por otro lado, ¿solo el fascismo sería eterno? No veo que nadie hable de un «liberalismo eterno» o de un «bolchevismo eterno», de un «jacobinismo eterno» o, para referirme a su país, de un «peronismo eterno». Pareciera que solo el fascismo estuviera dotado de eternidad. Pero si el fascismo es eterno, entonces todo antifascista está derrotado de antemano. Nunca ganará porque, al parecer, su adversario es poseedor de un don único que no tiene ninguna otra ideología y ningún otro régimen: la eternidad. Ese supuesto carácter de la «eternidad» se basa, tal como le decía, en la práctica de las analogías. Se basa en atribuirles a movimientos o regímenes no fascistas la categoría de fascistas.
Al mismo tiempo que se ha producido toda esta banalización con la tesis del fascismo eterno, también se ha producido el fenómeno que usted ha denominado como «desfascistización del fascismo». ¿Podría explicar en qué consiste ese proceso?
Por supuesto. Mi concepto de «desfascistización del fascismo» se refiere, sobre todo, a lo que sucedió en Italia inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando distintos grupos ideológicos se enfrentaron al problema de pensar el fascismo tras el propio fin del régimen. Lo que había sido, a todas luces, un régimen de 20 años que había tenido características opresivas y excitantes para toda la sociedad italiana, se transformó, en algunas conceptualizaciones de los propios hombres de la izquierda que lo habían derrotado, en un fenómeno que básicamente consistía en una banda de criminales que se habían quedado con el poder frente a unas masas siempre hostiles al régimen y sometidas a la miseria. Entre los mismos antifascistas que habían derrotado al fascismo se evidenció un fenómeno de falta de rigor a la hora de definir ese régimen. Lo mismo sucedió, claro, desde el lado neofascista, que definía el fascismo como un régimen que había hecho mucho bien al país pero que, desgraciadamente, se había convertido en una dictadura porque el comunismo amenazaba a Italia. Esa derecha neofascista intentaba decir que el fascismo no era totalitario, que recién se había vuelto racista en 1938, que se había convertido en un régimen de partido único solo porque Matteotti había sido asesinado y porque la izquierda y los antifascistas querían derrocarlo. En definitiva, desde la izquierda y desde la derecha se produjo una banalización del régimen que impedía ver su especificidad. Se «desfascistizaba» el fascismo. En la izquierda se llegaba incluso a afirmar que el fascismo no tenía ideología, no tenía una visión de la economía, y hasta que ni siquiera había existido un régimen fascista: solo había mussolinismo.
En torno de este tema conviene mencionar la influencia que tuvo un libro que seguramente usted conoce y ha leído. Me refiero a Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt, en el que la autora, sin saber nada del fascismo, afirmaba que el fascismo no era totalitario. En su libro, en el que el único régimen que aparece como totalitario es el estalinismo –ni siquiera considera totalitarios a Lenin y a Mao–, tampoco consideraba totalitario el nazismo: solo le atribuye esa cualidad desde el inicio de la guerra. La tesis de Arendt fue utilizada durante la Guerra Fría como un manifiesto propagandístico para ubicar en el mismo lugar la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, pero sobre todo, para justificar que Estados Unidos y distintos países de la Alianza Atlántica estuvieran aliados a regímenes como el de la España de[Francisco] Franco y el Portugal de [António] Salazar, que tenían aspectos comunes con el fascismo. El concepto de Arendt según el cual el fascismo no era totalitario sino autoritario les servía a los países aliados a regímenes que tenían algunos aspectos del fascismo para afirmar que, si era autoritario, era «menos malo» –e incluso en ocasiones podría ser bueno– que el totalitarismo, es decir, que la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin. Este tipo de posiciones contribuyeron a la desfascistización del fascismo. A ese proceso de desfascistización del fascismo también contribuyó el hecho de que muchos fascistas reales de los tiempos de Mussolini se hicieran luego democristianos, comunistas o socialistas, por lo que los partidos debían decir que el fascismo no había tenido ninguna influencia y solo se dedicaban a ridiculizarlo.
Mire, cuando yo era niño no vi ni una sola película en la que no se ridiculizara el fascismo. Nunca tuve la sensación, de niño y de joven, de que el fascismo había sido algo trágico, que había allanado el camino para el nazismo y el totalitarismo en Europa. En lugar de hacernos entender cuál había sido la tragedia del fascismo, lo tomaban todo en broma, como algo gracioso. De las atrocidades del fascismo, solo se recordaba el crimen de Matteotti y la muerte de Gramsci. Si usted mira los primeros documentales sobre el fascismo, se dará cuenta rápidamente de que todo era una caricaturización, una serie de burlas y de chistes. Esto influyó mucho. Y el beneficio, por supuesto, se lo llevaron los neofascistas reales, que se presentaban como defensores de las «buenas políticas» del fascismo, de las grandes obras arquitectónicas, de las grandes fábricas, del bienestar de los trabajadores. Utilizaban toda esa palabrería amparados en ese proceso de desfascistización del fascismo. Decían, por ejemplo, que el fascismo había hecho buenas obras, para justificarlo. Usted sabe bien aquello que decía Cervantes: que no hay ningún libro malo que no contenga algo bueno.
Permítame que insista con las cuestiones relativas al uso de la palabra «fascismo» como arma arrojadiza para calificar a los adversarios políticos e ideológicos. Usted recordaba que en 1924 Gramsci llamó «semifascistas» a Amendola, Sturzo y Turati. Podríamos mencionar también que Palmiro Togliatti aplicó conceptos similares a Carlo Rosselli, el socialista liberal que murió luego a manos del fascismo. ¿Qué incidencia tuvo en el uso extenso y equívoco del término fascismo que vemos actualmente el hecho de que los comunistas siguieran la tesis del «socialfascismo» y aplicaran el concepto indiscriminadamente contra sus adversarios políticos, incluso contra aquellos que eran claramente antifascistas?
Tuvo un gran impacto, porque como usted dice, en el antifascismo italiano hasta 1935 e incluso en algunos casos hasta 1937, para los comunistas todos los izquierdistas no comunistas eran fascistas o semifascistas. Quien no se convertía a la interpretación comunista del fascismo era un fascista. Esta interpretación se suspendió durante la guerra y durante el periodo de la Resistencia, pero volvió a ganar lugar tras la Liberación. Después de 1947, los comunistas comenzaron a llamar fascista a Alcide de Gasperi, que era democristiano y antifascista, y ese proceso comenzó otra vez. Fíjese que Lelio Basso, militante marxista antifascista, en 1951 publicó un libro titulado Dos totalitarismos: fascismo y democracia cristiana. Una homologación realmente sin ningún sentido. Y debemos tener en cuenta que esto lo decía Lelio Basso que era quien, en un artículo publicado el 2 de enero de 1925 en La Rivoluzione Liberale, dirigida por el joven antifascista Piero Gobetti –víctima de los escuadristas, obligado al exilio y muerto en París en 1926, a los 25 años— había inventado el término «totalitarismo» para definir el régimen fascista.
El uso indiscriminado del término «fascismo« en Italia se relaciona directamente con esa acusación de fascistas contra todos los antifascistas no comunistas. En términos globales, la incidencia en ese uso indiscriminado la tuvo claramente la victoria de la Unión Soviética de Stalin en la Segunda Guerra Mundial, en tanto los comunistas extendieron la idea de que, como ellos habían vencido, eran los verdaderos opositores al fascismo. En consecuencia, podían marcar como fascista a cualquiera que se les opusiera. Y de ese uso extenso y confuso de la categoría derivó su pasaje a todos los ámbitos, a punto tal que los anticomunistas empezaron a llamar fascistas a los comunistas. Se transformó en una categoría para utilizar como arma contra cualquier opositor ideológico. Por eso vuelvo a mi razonamiento inicial: si el término «fascista» en sí mismo no contiene ninguna idea política clara, fascista puede ser cualquiera. ¡Incluso usted puede ser fascista porque me está haciendo preguntas para meterme en dificultades! Cuando reprobaba alumnos y debían repetir el examen, ¿qué decían?: «¡Este es un fascista!».
El hecho de que usted no utilice, por todas las razones que ha expresado, el concepto de «fascismo» para referirse a fenómenos políticos muy diversos, no implica que no observe los graves problemas de las democracias contemporáneas y sus derivas «iliberales». En tal sentido, usted ha acuñado el concepto de «democracia recitativa». Al mismo tiempo, ha advertido que el mayor peligro en la actualidad es la presencia de líderes elegidos democráticamente pero que carecen de ideales democráticos. ¿Qué significa el concepto de democracia recitativa y cuáles son, según su perspectiva, los dilemas que atraviesa la democracia hoy?
Si nosotros utilizamos el término «fascismo» para referirnos a lo que históricamente ha sido –es decir, que se ha expresado como organización, como cultura y como régimen en una cultura irracionalista y mítica fundada en la exaltación del Estado y de la nación, en una militarización de la política, en el totalitarismo y el imperialismo, en el racismo, en la revolución antropológica de la sociedad y en la guerra como fin último de la vida humana–, entonces debemos concluir que esto no está presente en los países democráticos. Sin embargo, en todos los países democráticos, incluso en los más antiguos, se están verificando una serie de procesos muy preocupantes. Uno es el creciente descontento de la ciudadanía, expresado en términos de desconfianza y, sobre todo, en una fuerte abstención electoral. Otro es la permanente y galopante intrusión de la corrupción. Y el que considero más importante es la renuncia al ideal democrático. El ideal democrático no es lo mismo que el método democrático, que consiste en el proceso de elecciones libres y pacíficas por el cual los ciudadanos eligen a sus gobernantes. Con el método democrático, lo sabemos muy bien, es posible elegir gobiernos racistas, antisemitas, machistas o antifeministas. Por eso el ideal democrático, por el cual durante 200 años muchos ciudadanos han sacrificado su vida en manifestaciones, en agitaciones, en revoluciones y en guerras, no consiste solamente en que los ciudadanos puedan elegir pacífica y periódicamente a sus gobernantes, sino en trabajar constantemente para eliminar todos los obstáculos y discriminaciones entre los gobernados.
Si la desigualdad de riqueza, y la pobreza y la precariedad son cada vez mayores, entonces tenemos un problema democrático –y en buena medida, parte del voto de los trabajadores a la extrema derecha se vincula a estas cuestiones–. Las estadísticas mundiales nos dicen que el 10% más rico del mundo posee hoy alrededor de 76% de la riqueza global. En Italia, durante la pandemia, el 5% más rico aumentó su riqueza, mientras que todas las demás clases perdieron poder adquisitivo salarial. Esa profunda desigualdad en la riqueza hace a un problema democrático muy serio: ¿quién, sino los ricos, puede acceder a propagandas electorales televisivas?
Al problema de la desigualdad, que impacta seriamente en la democracia, se agrega otro, y es el que usted menciona: el de la recitación. Una de las razones por las cuales se produce una fuerte abstención electoral se vincula a la consideración ciudadana de que la democracia se ha transformado en un espectáculo que tiene lugar solo en el periodo electoral. Los ciudadanos sienten que son convocados a votar y que, luego, los dirigentes políticos toman decisiones arbitrarias, de espaldas a la ciudadanía. En definitiva, toman las decisiones que quieren. En el sistema político italiano, los candidatos ni siquiera son elegidos por la ciudadanía, sino por sus compañeros de partido, y la ciudadanía es obligada a aceptar lo que los partidos han decidido. Todo esto hace a la calidad democrática. Es en este sentido en el que hablo de «democracia recitativa».
Ahora bien, es importante destacar que el método democrático prevalece, a diferencia de lo que sucedía hasta 1945, cuando movimientos fascistas y nacionalsocialistas negaban el principio mismo de soberanía popular. O a diferencia de los regímenes comunistas, que predicaban el principio de la soberanía del proletariado, pero que, finalmente, sostenían dictaduras de tipo totalitaria. Hoy todos los partidos, y también los llamados «populistas», reconocen ese principio y, de hecho, se refieren directamente a él. Evidentemente, este tipo de apelación al diálogo directo entre las masas y el pueblo puede constituir un desafío a la democracia liberal, como lo vemos en casos de Europa oriental, en la Rusia de Putin, en la Turquía de [Recep Tayyip] Erdoğan. Pero eso no los vuelve fascistas. No se puede ser fascista y apelar a la soberanía popular. Sería como ser bolchevique defendiendo la propiedad privada. Por lo tanto, los principales riesgos de la democracia emergen de la democracia misma. Repito: no debemos olvidar que la democracia como método basa su acción en el propósito y el objetivo de alcanzar algo más, el ideal democrático. Sin ese ideal, tenemos una democracia recitativa en la que, efectivamente, pueden producirse mayorías racistas, nacionalistas, iliberales. Si se abandona la realización del ideal democrático y la democracia es solo una recitación, el desarrollo del individuo se obstaculiza sin que exista ningún tipo de régimen fascista. Por lo tanto, para evitar la elección de gobiernos racistas, machistas, iliberales, de lo que se trata es de que la democracia no se limite al método democrático, sino que persiga el ideal democrático.
Permítame hacerle una última pregunta asociada a su propia trayectoria como historiador. Usted tuvo entre sus maestros a Renzo de Felice, un historiador de enorme relevancia, que desarrolló una de las más importantes biografías de Mussolini que se hayan escrito hasta la fecha. ¿Cómo conoció a De Felice y qué aprendió de él en términos del quehacer historiográfico?
Déjeme comentarle que, de niño, yo tenía dos grandes pasiones. Una era la pintura y la otra era la historia. Luego, por una serie de circunstancias, no me fue permitido seguir la vocación que más apreciaba que era la pintura, así que me dediqué a mi otro campo de interés. Mis primeros intentos fueron en historia medieval, y cuando tenía 18 años y estaba terminando el bachillerato, hice un ensayo sobre la poesía de Dante. Sin embargo, el trabajo fue rechazado por el que entonces era mi profesor. Sinceramente, yo había puesto mucho empeño en ese texto, había dedicado mucho trabajo, y pensé que podía pedir otra opinión sobre aquel ensayo. Entonces se me ocurrió escribirle a Giuseppe Prezzolini, un escritor y periodista que escribía en Il Tempo, el periódico que leía mi padre. Prezzolini era un hombre muy famoso que, entre otras cosas, había sido el fundador de una revista La Voce en la que habían colaborado Giovanni Amendola, Benedetto Croce, Mussolini. Cuando le escribí yo desconocía por completo que él tenía 84 años y, en mi carta, lo traté de «tú», como si se tratara de un amigo. Él me respondió muy amablemente que, por la cultura que expresaba mi artículo, no creía que yo tuviese 18 años. Y así comenzó una relación. Luego, ya realizando mis estudios universitarios en Historia, conocí a un historiador antifascista que había sido amigo de Piero Gobetti y que tuvo una gran influencia para mí. Me refiero al gran historiador Nino Valeri, que fue el primero en estudiar el fascismo de manera científica. Yo quedé fascinado porque Valeri hablaba del periodo giolittiano y de los contestatarios de ese tiempo, entre los que se encontraba un joven intelectual que era el mismísimo Prezzolini. Lo cierto es que Valeri se convirtió en el director de mi tesis, pero se retiró de la academia antes de que yo la terminara. Mi director pasó a ser, entonces, Ruggero Moscati, pero necesitaba, sin embargo, un codirector. Y fue Prezzolini quien me dijo: «Fíjate que en Roma hay un historiador que yo admiro mucho. Se llama Renzo de Felice. Yo te daré una carta de presentación». Y así llegué a De Felice y se convirtió en mi codirector de tesis. Aun así, y a diferencia de lo que muchos creen, e incluso de lo que se afirma en la Enciclopedia Italiana, yo nunca estudié con él ni fui su discípulo directo.
De Felice era, ya entonces, un hombre muy importante en términos históricos. En 1965, cuando me estaba graduando del bachillerato, yo había leído el primer volumen de su extensa biografía de Mussolini, que había sido publicada ese mismo año. Ese libro me causó una profunda impresión. Aunque me fastidió un poco que el libro de De Felice estuviera escrito con un estilo muy difícil –yo siempre he preferido las frases breves, a lo Tácito–, quedé muy impactado por el aparato de citas bibliográficas que manejaba. De hecho, las notas casi duplicaban el tamaño del libro. Todas esas citas de archivo me fascinaron. Fue así como descubrí que no solo existía la historia que yo había leído en los libros de Benedetto Croce, que eran sintéticos y casi sin notas, sino que también estaba esto: la posibilidad de encontrar libros como el de De Felice, donde el archivo y las notas bibliográficas eran fundamentales.
Lo cierto es que, luego de graduarme, con De Felice como codirector de mi tesis, pasé un buen tiempo sin verlo, en tanto yo no comencé rápidamente la carrera académica, sino que me dediqué, algunos años, a enseñar italiano y latín, y luego historia del arte y por último historia y filosofía, en escuelas secundarias. Sin embargo, en 1971, conseguí una beca que no solo me dio una excedencia en la escuela secundaria en la que daba clase, sino que me permitió investigar en Roma. Esa beca hacía necesario tener a un profesor como garante de la investigación, y decidí pedirle ese rol a quien había sido mi codirector de tesis de grado. Acudí a De Felice y me contestó que sí, que él sería el garante de mi investigación. Fue entonces cuando comencé a colaborar en sus clases y seminarios. Esos fueron, para mí, dos años de un enorme aprendizaje. En primer lugar, aprendí la importancia de basar cada hecho histórico en la mejor documentación posible. Y, observando e interactuando con De Felice, entendí el verdadero significado de la independencia intelectual. Recuerdo que en una oportunidad le llevé unos capítulos de mi tesis para que los leyera y él, como buen profesor, me hizo una serie de observaciones. Yo le contesté, muy ingenuamente: «Muy bien, profesor, ahora mismo lo voy a modificar, voy a cambiar esto y aquello». Pero De Felice, a quien yo muchas veces veía en su casa, no me dejó ni siquiera terminar de hablar, me interrumpió y me dijo: «Escuche, Gentile, si usted cambia una palabra porque yo le he hecho una serie de observaciones, no venga más a verme». Fue entonces cuando aprendí lo que es ser un profesor universitario de gran valía pero que, como el propio De Felice decía, no quiere crear su copia en papel carbón.
Yo, que nunca fui su alumno, tampoco soy, como algunos dicen, su mejor heredero. Se dice que lo he seguido, pero en realidad, si esto es así, también lo he traicionado. De Felice argumentaba que el fascismo no había sido totalitario, pero yo llegué a la conclusión contraria a partir de mi trabajo con documentación histórica. Luego, De Felice también se convenció de ello. Fíjese que yo escribí en la década de 1980 muchos artículos sobre este tema, discutiendo la propia tesis de De Felice según la cual el fascismo no había sido totalitario. ¿Y sabe dónde se publicaron algunos de esos artículos? En la revista que dirigía el propio De Felice. Fue él mismo quien los publicó. Eso es lo que él me enseñó. Lo que realmente aprendí de De Felice es que hay que ser muy riguroso en la investigación documental y que no hay que escribir una frase que no corresponda a los documentos, a los hechos tal como resultan de los documentos, evaluándolos, por supuesto, críticamente. Y el otro gran aprendizaje que tuve fue que jamás debes oponerte a alguien que defiende una tesis distinta de la tuya si antes no compruebas si esa persona tiene razón y tú estás equivocado. Yo también he intentado enseñar esto a mis alumnos, muchos de los cuales se convirtieron luego en mis colegas. Son lecciones que hay que aprender. Aunque sea muy cansador e implique un trabajo continuo. El año pasado, en octubre, publiqué una historia del fascismo de 1.300 páginas, pero en el año 2002 publiqué una historia del fascismo de 29 páginas.[7] ¿Cuál es la verdadera? Ambas. Solo que en la primera no documenté todo lo que afirmaba. En la segunda, en cambio, no hay nada de lo que afirmo que no esté documentado. Y esto me parece importante.
Notas:
1. Se refiere a la militancia previa de Mussolini en el Partido Socialista.
2. Edhasa, Buenos Aires, 2014.
3. Carmelite House, Londres, 1922.
4. Siglo XXI, Buenos Aires, 2007.
5. Contro Cesare. Cristianesimo e totalitarismo nell’epoca dei fascismi, Feltrinelli, Milán, 2010.
6. Georges Passelecq y Bernard Suchecky: L’Encyclique cachée de Pie XI: Une occasion manqué de l’Église face a l’antisemitisme, La Découverte, París, 1995.
7. En Fascismo: Storia e interpretazione, Laterza, Roma-Bari, 2002.
Fuente: https://nuso.org/articulo/entrevista-emilio-gentile-fascismo/
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Es oficial. El fascismo neoliberal se ha vuelto dominante en Estados Unidos... Bajo el liderazgo de Donald Trump, ha nacido un movimiento político que abarca diferentes coaliciones importantes, votantes de la clase trabajadora, mujeres, fundamentalistas cristianos , minorías [votantes negros, hispanos, asiáticos] y jóvenes [en gran medida blancos y conservadores], y los ultrarricos... que están entusiasmados con la idea de asistir a la reestructuración radical del gobierno federal (la reducción de las agencias gubernamentales acompañada de la ampliación de los poderes de la presidencia) y la represalia a los enemigos políticos del gran líder; hacer retroceder los derechos civiles y humanos y aprobar una política de “ley y orden”, que incluye militarizar a la policía y deportar a millones de inmigrantes indocumentados; apoyan una agenda política que restringe las medidas que protegen el medio ambiente, aprueban aranceles masivos sobre todas las importaciones como herramienta de competencia económica, y recortes de impuestos a los ricos... Tal como están las cosas, prácticamente no hay controles sobre Trump en su segundo mandato. Y llega al cargo armado con un fallo de la Corte Suprema que otorga al presidente inmunidad procesal por actos criminales cometidos mientras estaba en el cargo. Se avecinan tiempos oscuros... La amenaza fascista es real y el Partido Demócrata tiene gran responsabilidad por la inminente desaparición de la democracia (C.J. Polychroniou)
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