#mente turbada
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Hoy me perdí en el hermoso color de su cabello, quedé atrapado en su amplia sonrisa y el brillo de su mirada tímida me deslumbró. Fue una ilusión, un espejismo que desapareció casi tan rápido como destello de un rayo en medio de una tormenta.
Kaleb
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“—¿Por qué me das esto? —preguntó el líder de la sociedad arácnida con una sonrisa que trataba de disimular, sin éxito, mientras sostenía la ilustración impresa con ambas manos.
—Antes de ser parte de esto ni siquiera sabía que había otros universos… Mucho menos que podría haber variantes de mí misma en algunos de ellos. —Nara recordaba cuando su mundo se limitaba a México y los problemas de este. Muchas cosas habían cambiado.
Miguel levantó la vista para contemplarla, ella no lo miraba, sus ojos estaban en un punto fijo más allá de los monitores. La luz amarillenta de los mismos bañaba sus rasgos y hacía brillar sus mechones ondulados.
—No es un secreto que ni tú ni yo somos felices, jefe… Pero pensé que tal vez en otro universo, en uno que posiblemente aún no has observado, lo somos, a nuestra manera, que tal vez allá nos conocimos de pequeños y fuimos amigos, que fuimos felices. —Un nudo en su garganta amenazaba con formarse pero no estaba muy segura de por qué. —En fin, la idea me pareció graciosa, por eso le comisioné a un chico de mi universo para que dibujara esto y se lo traje impreso. —Terminó de explicar con una risita.
Al fin sus ojos se dirigieron a él. Miguel por su parte dejó que su mente jugueteara por un instante con la posibilidad de ese otro universo, uno donde todo aquello que lo mantenía despierto por las noches, preocupado y molesto, no representara nada en su vida. Ahora al menos tenía una pequeña imagen impresa que le daría confort de vez en cuando.
—Es un bello regalo, Nara, muchas gracias. —No hay de qué, jefe.
El silencio que reinó los siguientes segundos era algo a lo que ya se habían acostumbrado durante sus pláticas, era el punto en el que ya no hacía falta decir nada más, solo disfrutar la compañia del otro. Pronto la calma se vio turbada con una simple y repentina pregunta.
—¿¡Eso es refresco en bolsa!?”
¡Al fin puedo subir esto! mi participación en un hermoso collab del día del niño, junto con una mini historia. 🕸🍊
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En El Humo Del Café.
Estuve mirándola por largo tiempo. El agua caía copiosa del cielo y el viento arreciaba. Temblábamos sólo mirar hacia la calle por la ventana. Estábamos esperando, cada uno, a que se nos sirvieran nuestras bebidas; ella en su mesa y yo en la mía. Leía atenta un libro de filosofía. Lo supe al ver el grueso de su tamaño y por la letras "Sartre" en la contraportada. Aunque no era raro ver a una mujer leer dicha literatura, no dejaba de causarme curiosidad, y es que su semblante no era el de cualquier mujer. Sus ojos llevaban el azul de los mares más profundos en las pupilas y eran protegidos por un gran armazón de color negro. Sus mejillas reflejaban el colorete de su maquillaje; sutil y agraciado, mientras sus labios sonreían ligeros al pasar la mirada por las hojas de ese libro que leía.
El mesero le acercó su bebida, después de varios minutos de espera, podía verse el humo ascender desde la taza. Hacía frío, sus manos temblaban. Soltó el libro para tomar, con ambas, la taza y calentarse. ¿Qué pensaba?, eso me pregunté al verla darle un soplido a su café para después sorber un poco, entibiando así a su boca.
La sentí llenarse de calor, aun sin estar cerca de ella y sin conocerla. Pude adivinar el gozo que su cuerpo experimentaba al sumergir en su boca el sabor de esa bebida. De repente, me llegó a la mente la imagen de un varón; alguien desconocido, así como ella. ¿Sería alguien importante? Seguramente, pues sus ojos brillaron con nostalgia y sus labios profesaron una queda palabra.
"Eras tú, ¿por qué te fuiste?", se dijo entre la lengua y los dientes, con los labios pegados a la taza, rozando la humedad de la espuma de ese café.
No la escuché, pero la sentí. Su corazón se afligía por no poder latir en su compañía. Fue alguien especial, pero ya no existía; le había arrebatado la vida un evento tonto, un accidente que pudo evitarse de haber puesto atención. Ella lo sabía y se lo recriminaba.
Esa noche habían peleado, se dijeron cosas que debieron callar, más por amor que por el peso de la herida, pero se dejaron arrastrar por el dolor. Era imposible no llorar, casi podía sentir el escalofrío que experimentó al verlo salir de casa. Ella supo que no iba a volverlo a ver. Su corazón se detuvo en ese preciso momento... y desde ese entonces no ha vuelto a latir.
"Morí contigo... Dime, ¿cómo puedo volver a vivir? ¡Tonta de mí al preguntarle a tu recuerdo, viniendo al lugar en el que te vi por primera vez", turbada se llevó las manos a la cara, quitó sus gafas y respiro profundo.
Una punzada, profunda y afilada, sentí en el pecho, produciéndome escozor y una sensación de vacío que cimbró a mi corazón. Me di cuenta de su falta de latido. Todo dentro de mí estaba hueco... Me estremecí.
La escuché llorar, pero su llanto no sólo le mojaba su rostro, también empapaba el mío copiosamente. Un nudo en la garganta comenzó a asfixiarme y a enrojecerme el pálido semblante. Me envolví en una mezcla extraña de calor y frío; un sentimiento de pérdida me invadió el alma entera. De pronto, ya no era ella, sino yo el que sollozaba frente a la taza de café...
La cafetería estaba sola y con las luces apagadas. La noche sucedía tranquila, mientras la luna triste se sonreía, dándole al tiempo el arrullo de una melodía que, en silencio, retumbaba al compás de mi agonía.
"Adiós, vida mía".
In The Smoke Of Coffee.
I stared at her for a long time. The water was pouring down from the sky and the wind was picking up. We were shivering just looking out the window at the street. We were waiting, each of us, for our drinks to be served; she at her table and I at mine. She was intently reading a philosophy book. I could tell by seeing how thick it was and by the letters "Sartre" on the back cover. Although it was not unusual to see a woman reading such literature, it did not cease to make me curious, for her countenance was not that of just any woman. Her eyes bore the blue of the deepest seas in their pupils and were protected by a large black frame. Her cheeks reflected the blush of her makeup; subtle and graceful, while her lips smiled lightly as she looked through the pages of the book she was reading.
The waiter brought her her drink, after several minutes of waiting, she could see the smoke rising from the cup. It was cold, her hands were shaking. What was she thinking, I wondered as I watched her sip her coffee and then sip some, warming her mouth.
I felt her fill with warmth, even without being near her and without knowing her. I could guess the joy that her body was experiencing as the taste of that drink sank into her mouth. Suddenly, the image of a male came to my mind; someone unknown, just like her. Would it be someone important? Surely, for her eyes glowed with longing and her lips professed one remaining word.
"That was you, why did you leave?" she said to herself between her tongue and teeth, her lips pressed to the cup, brushing against the wetness of that coffee's foam.
I didn't hear her, but I felt her. Her heart ached for not being able to beat in his company. He was someone special, but he no longer existed; his life had been taken by a foolish event, an accident that could have been avoided if they had paid attention. She knew it and berated herself for it.
That night they had fought, they had said things to each other that they should have kept quiet, more out of love than because of the weight of the wound, but they let themselves be dragged down by the pain. It was impossible not to cry, she could almost feel the shiver she experienced as she watched him leave the house. She knew she was never going to see him again. Her heart stopped at that very moment… and it hasn't beat again since.
"I died with you… Tell me, how can I live again, foolish of me to ask your memory, coming to the place where I first saw you," troubled she put her hands to her face, removed her glasses and took a deep breath.
A pang, deep and sharp, I felt in my chest, giving me a stinging and empty feeling that tingled my heart. I became aware of its lack of beat. Everything inside me was hollow…. I shuddered.
I heard her crying, but her tears were not only wetting her face, they were also soaking mine copiously. A lump in my throat began to choke me and redden my pale countenance. I was enveloped in a strange mixture of warmth and cold; a feeling of loss invaded my whole soul. Suddenly, it was no longer her, but me sobbing in front of the coffee cup….
The coffee shop was alone and the lights were off. The night passed quietly, while the sad moon smiled, giving time the lullaby of a melody that, in silence, rumbled to the beat of my agony.
"Farewell, my life."
— Esu Emmanuel©
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13. DEL CUERPO Y DE COSAS EN PEQUEÑOS PENSAMIENTOS Pequeñas cosas. El roce de manos entrelazadas. Una caricia en la oreja izquierda. Dedos incansables que recorren y surcan los cabellos un sinnúmero de veces. Ojos rojos de tanto llorar. Una febril y sudorosa frente. Una palabra secreta susurrada al oído. Y, quizás, un par de ingeniosos sobrenombres. Un enojo sobreactuado. Una carcajada espontanea. Una silenciosa complicidad de miradas. El pequeño gesto de acomodar en el otro una bufanda desarreglada. El reposar del rostro en un hombro ajeno en un abrazo que parece no tener fin. Una tijera que corta pequeños mechones de pelos, empuñada por mano de suma confianza. Una cabeza que encuentra calma en un regazo que aleja todos los temores de la mente turbada. Un pequeño moretón en el cuello. Una pequeña figurilla de algún personaje de la infancia que es obsequiada sin motivo ni razón. El olor de la c��rcuma sazonando un platillo casero. El gusto de semillas de amapolas en una masa integral. El caer de una pequeña lluvia sobre el endeble techo de lona de una carpa. Labios que besan con delicadeza parpados cerrados. Una perfecta esfera de gota de lágrima que perdura en su balance eterno sobre la punta de una lengua. Sin pensarlo demasiado se pone un disco. Nadie dice nada. Segundos después, los primeros esbozos de torpes pasos de baile empiezan a aparecer. Es el final: los cuerpos se reúnen en un maravilloso ser de dos espaldas. Como dije: pequeñas cosas. Como aquella sonrisa que supo ocupar un lugar en la memoria, y que ahora solo existe en ella y para ella, y que, por momentos, acentúa la ausencia del que ya no está.
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USAPEGD V1 – 22
Episodio 22: Salida (II) Como Esther esperaba, Dennis no regresó por mucho tiempo. “Ya es hora de que vuelva”. Esther se apoyó en la pared y murmuró para sí misma distraídamente. Ya habían pasado dos horas desde que esperó a Dennis. Su mente estaba turbada ante la idea de que podría haber sido realmente abandonada. Aun así, le dijo que esperara, así que por ahora, ella permaneció en su lugar. En…
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La Buena Semilla
Hola, quisiera compartir con usted el texto del 4 abril 2024 del calendario “La Buena Semilla”.
De la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio. (Hebreos 9:27)
Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento. (Salmo 23:4)
Se acabó
La muerte está aquí, muy cerca. Hasta ahora no hemos pensado mucho en ella, salvo en los funerales de otras personas… Pero rápidamente alejamos de nuestra mente la idea de que pudiera llegar a nosotros. Debemos admitir que la muerte, ese salto a lo desconocido, da miedo…
Ayer el médico fue suficientemente claro en cuanto al diagnóstico, aunque se sintió un poco incómodo y no quiso dar un plazo. Confirmó lo que el paciente sentía interiormente, tras meses de luchar contra la enfermedad. Además, no hacía falta un diagnóstico médico: bastaba con ver la mirada turbada de los familiares para comprender, en esa mezcla de compasión y fatalismo, que era el final.
¿Se acabó? No, antes de que nuestra mente se hunda en un letargo ineludible, debemos tomar una decisión. Si hasta ahora siempre hemos dejado de lado a Dios, si hemos vivido la vida sin preocuparnos por él, porque para nosotros la religión no es más que una serie de limitaciones absurdas, un condicionamiento mental destinado a hacer que la gente se sienta culpable… ¡podemos optar por no hacer nada, y enfrentarnos solos a la muerte y a lo que vendrá después! Pero también podemos dirigirnos a Jesús pidiéndole que nos acompañe en este último paso.
Entonces dejaremos de lado nuestro orgullo para decir a Jesús: «Durante toda mi vida no quise saber nada de ti, merecería que me dejaras solo, pero ahora tengo miedo, y te necesito… Tú perdonas, lo sé, me tomarás de la mano y me llevarás al cielo».
Lectura: Isaías 9 – Gálatas 5 – Salmo 39:1-6 – Proverbios 12:27-28
Otros textos del calendario en https://labuenasemilla.net
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La Desesperación
La esfera de color se acercó hacia mí.
No sabía lo que quería; los susurros que transmitía, parecían dar voz a su turbada mente, pero, no me llegaba nada, parecía... ¿una llamada de socorro?.
Al tocarla sentí el universo, mi cabeza volaba por toda Runeterra. No sabía que hacer, que sentir o ,simplemente, que escuchar.
Las voces de mi cabeza me repetían que abriese la puerta, que me esperaba el bien supremo, que me arroparían riquezas, tierras y cientos de amantes si solo hacía ese acto tan simple.
Abrir una puerta.
Al hacerlo, mi vientre se contrajo, mis dientes se cayeron al suelo, las piernas no me respondían y simplemente podía observar lo que había hecho. Soltar a los mismísimos demonios.
Icathia caería por mi culpa, mi hogar pasto de las llamas, mi familia asesinada por esas bestias y yo solo me podía repetir... Riquezas...
Cercus Ashimbo, el castigador de Icathia
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El Vuelo
Siento un cosquilleo cuyo surco desemboca en mis labios arqueando una sonrisa que ilumina mi rostro, y ahí resto encandilada. Mas, al apercibirme de que ese hormigueo no es sino tu cauta, silente y discreta retirada se desorienta mi mente, confusa y turbada hasta que aprehendo que el roce de tus dedos me advierte de que no haces más que surcar las leyes de la naturaleza. Y te toca partir, y ya…
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La luz de mis ojos, parte 12 (esto es solo una historia inventada y una continuación del cuento «Las flores»)
Me encontraba muy amargada, porque sabía que existía toda una ciudad subterránea, custodiada por la policía federal en la ciudad de Buenos Aires, y que no podía decirle nada a la gente, porque mi vida corría peligro. No me quedaba otra cosa que contarlo en cuentos, para que alguien inteligente se diera cuenta de que todo lo que escribía resultaba una verdad, camuflada de ficción. No obstante, debía inventar una historia para que le interese al lector. Por otro lado, dentro de la ficción, explicaba cosas ciertas, mechadas con fantasía. No sabía cómo terminar el cuento, pero tampoco deseaba terminarlo. Tal vez, debía hacerlo como uno de mis cuentos: la Biblia, en pequeñas partes o libritos. «¿Y qué vendria después de "La luz de mis ojos"?», me preguntaba. Lo cierto era que la promesa debía cumplirse y yo no sabía cómo comunicarme con el cantante. El joven hombre se pasaba publicando vídeos con su perrito o modelando para revistas de Corea. La posibilidad de que mi hijo naciera resultaban casi nulas.
Sonó mi celular y escuché la voz de Mariela, que me dijo que me esperaba en el club Geba, en la sede de San Martín. Entonces, me vestí y fui para allá. Me tomé un colectivo que me dejó en la puerta. Me encontré con varias socias que ya conocía. El lugar, verde e inmenso, me hizo bien, puesto que necesitaba descansar. Y llegué hasta un lugar en donde estaban haciendo como un picnic. Ahí me contaron el plan. Estaban Mariela, Rukahia, el ingeniero y el topo. Esta última me dijo que los illuminatis planeaban asesinarme. Después de tomar algo, me llevaron hasta una camioneta. Me dijeron que pensaban dispararme en la cabeza. Por tal motivo, habían preparado a un robot, para que pensaran que era yo. Abrirían la ventanilla, para facilitarles el trabajo. Yo iría atrás, sentada, agachada y cuando me dieran la orden, haríamos el traspaso con otro auto, que se estacionaria al lado. Yo debería bajar, sin que se dieran cuenta. Entonces, me introducirían en el otro vehículo y me esconderían. Y así lo hicimos.
La camioneta comenzó a arrancar con rapidez. Repentinamente, un auto rojo se estaciono a nuestro lado y me pasaron ahí. Ellos sabían que nos estaban siguiendo. El auto rojo arrancó y la camioneta quedó atrás. Yo miré, disimuladamente, por la ventanilla trasera. Estaba a mi lado el ingeniero, Mariela conducía; y a mi otro lado, sentada, el topo. Y vi una enorme explosión, la camioneta había estallado en mil pedazos.
—Haz una oración por Rukahia, Hala, porque ella dio la vida por vos —dijo el ingeniero.
—¡¡¡Noooooooo!!! —grité y comencé a llorar. Traté de rezar, pero mi mente se sentía turbada.
El viaje fue largo y llegamos hasta una casa. Me taparon con un burka, para que nadie me viera al salir del auto. Al entrar, estaban algunos jeques y otras personas que no conocía. Algunos hablaban en otros idiomas. Yo me senté y me sirvieron un té. Todos me miraban.
—Necesito hablar, porque hoy perdió la vida una amiga —dije.
—Hablá, Hala —me contestó el jeque del turbante blanco.
—Yo no conocía esa palabra: «sempiterno», pero por la voz que escucho de Dios, la busqué en el diccionario y la encontré. Eso es lo que hizo Dios conmigo —les dije.
—No mientas, Hala, solo Dios no tiene principio ni fin, eso deberías saberlo, porque sos musulmana —protestó el ingeniero.
Seguimos hablando y le expliqué al ingeniero que él tenía mi misma confusión entre eterno y sempiterno. También, le dije que Dios es eterno, porque nunca tuvo un principio ni tendrá un fin; pero en mi caso, yo sí tuve un principio. Sin embargo, Dios me dijo que ya no tendría un fin.
—Eso es imposible, Hala, no es un poder que Dios te pueda dar, porque es la esencia de Allah. ¡No mientas! Estamos aquí porque confirmamos todo lo que cuentas en tus cuentos. Necesitamos saber todo lo que sabes de ellos, los illuminatis —exclamó el ingeniero.
—Es verdad. Dios hizo algo terrible y me explicó eso mismo, que no puede dar su poder a nadie, pero Él se hizo una operación.
Un silencio sepulcral invadió el lugar. Los jeques dijeron que era la hora del rezo. Y los musulmanes se levantaron para rezar. El topo me confesó que ella había sido capturada por ellos y que ahora representaba solo un botín de guerra.
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“ ¿ qué ? no , no , no . oye , espera . no puedes encargarte de eso tu solo . debes ir con alguien . ” su ceño se frunce , no solo por el dolor ardiente en su piel , sino por las palabras de dawn . no dudaba de él ni de sus habilidades , carajo , eso nunca . dawn eran tan bueno como él en lo que hacía , hasta creía que era mejor , pero el tan solo imaginarlo peleando con ese bastardo y sus perros , lo asustaba . lo asustaba perder la única cosa realmente valiosa que tenía . “ dame tiempo para sanar un poco e iré contigo . cubriré tu espalda como siempre . ” enuncia , su pulgar dejando trazos suaves contra su pómulo mientras sus ojos preocupados examinan su rostro .
thomas corresponde aquel beso , sus manos manchadas ligeramente con sangre envuelven las muñecas del otro , apretándolas suavemente , instándolo a dejar sus manos cálidas sobre su cuello , como si lo necesitara para recordarse a sí mismo que está vivo y que dawn está con él . está herido , su cuerpo duele y su mente está jodida , pero dawn tiene aquel superpoder de calmarlo ; el dolor , su corazón y su mente turbada . a él .
el muchacho asiente y susurra un suave ‘sí’ antes de apoyarse sobre su hombro . thomas reúne fuerzas para levantar su cuerpo del piso e intenta ahogar un gruñido cuando lo hace , maldiciendo entre dientes . se afirma bien y con cuidado de dawn y cojea hasta la cama , dejando caer su cuerpo en el colchón sin importarle la ropa fina o algunos que hay sobre ella . “ podrías coser esto también , por favor . . . ” pide jalando la tela de su pantalón , rasgándolo para exhibir el corte en su muslo . thomas lo examina un poco y entonces vuelve su mirada al otro . lo conocía y sabía que probablemente su pequeña cabecita estaba llena de pensamientos intrusos en ese preciso momento . “ dawn , ” llama , aun mirándolo . “ si sabes que no fue tu culpa , ¿ verdad ? ”
lo que thomas cuenta le hace todo el sentido del mundo. el enfado flamea en su pecho cuando todo hace click, incluso deteniendo lo que estaba haciendo por un momento. ’ ¿dominick? ese hijo de puta ’ musita entre dientes, empujando el interior de su mejilla con su lengua después. dawn cree que habían sido bastante condescendientes con él y su tropa de imbéciles, pero no volvería a repetirse. claro que no, jamás se permitiría cometer ese error otra vez. dawn iba a borrar a ese jodido cabrón de la faz de la tierra, costara lo que costara. ’ la entrega puede esperar ’ ya se encargaría de ella luego, mientras thomas reposaba. ’ primero debo arreglar el problema que tenemos con dominick. ’ tenía los días contados, por decir menos.
no es nada consciente de lo tenso que está hasta que contrario detiene su tarea, logrando que sus facciones se suavicen al instante. observa el rostro ajeno con dulzura, dejando caricias en la mano sobre su rostro. ’ no, yo estoy bien— no te preocupes por mí ’ asegura, ya que su estado no era nada grave en comparación a thomas. había recibido un par de golpes, lo usual, aunque jamás se perdonaría por no recibir esa bala en vez de thomas y no deshacerse del culpable en el momento, siendo todo demasiado rápido para poder llevarlo a cabo. ’ no tengo heridas, estoy bien ’ tranquiliza, inclinándose para dejar un suave beso en los labios foráneos, permitiéndose calmarse a sí mismo también. a pesar de que intenta mantenerse sereno, una ola de pensamientos inundan su cabeza; ¿y si todo terminaba peor? ¿si no hubiese sido un novato el del gatillo? ¿y si llegaba a perderlo…? no existía nada más que le atemorizara más que perder a thomas, nada. rápidamente el enfado se convierte en un miedo inexplicable, pero el tenerlo justo al frente lo vuelve a la realidad. es entonces que manos se posan sobre el cuello ajeno, retomando otra vez la poca distancia entre ambos para besarlo otra vez, obligándose a empujar esos pensamientos lejos para no lidiar con ellos.
’ ¿duele mucho? ¿crees que tengas fuerzas para levantarte? ’ inquiere, chequeando a thomas una vez más. ’ la cama es mucho más cómoda y debo seguir curando tus heridas— yo te ayudaré, ¿sí? apóyate en mí. ’
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Año 1. Capítulo 3 (VI).
Las manos de Petunia Evans alisaron la hoja de papel, deshicieron cualquier mancha de grafito que pudiera haber quedado en ella, releyó la misiva más de seis veces y contempló la carta que pondría en el buzón al día siguiente. Era una noche fresca y la risa alegre de su hermana saltando en el jardín, llegaba a ella a través de la ventana abierta. Se puso de pie y miró el alboroto que su hermana estaba armando allá abajo. Y no necesitó preguntarse a que se debía ni con quien lo estaba haciendo. Ahí abajo, sentados en la franja de escaso césped, su hermana reía a carcajadas mientras ese detestable niño intentaba ganarle en un juego de cartas. Por un momento, Petunia sintió vergüenza de ella misma. No necesitaba estar en ese mismo sitio. ¿Para qué? ¿Qué tenía de especial? A su hermana siempre la rodeaba cierta aura de misterio cuando estaban en el colegio, a pesar de no tener muchas amigas —al contrario de ella, Petunia siempre había sido muy popular—, y movidas por cierta curiosidad, alguna chica se acercaba de vez en cuando y una vez hecho esto, quedaba encantada de forma inmediata con ella, como si esta tuviera algo diferente, distinto, algo mágico, algo sorprendente. Como hechizados.
Era una escuela para chicos especiales, había dicho su madre, mientras lloraba de alegría porque lo que su hija hacía era natural y además, aceptado de alguna forma. Como si alguien la rechazara, solía pensar Petunia, con desdén. Era ella misma quien se alejaba de las personas, cuando no podía hacer “eso” cerca de ellas, cuando no podía hacer su voluntad, su capricho, estar a sus anchas, se dijo así misma. Ella, Petunia, tenía que cuidarla, andar detrás de ella, cuidar que no le fuera a descubrir alguna persona. Cruzó los brazos y recargó la frente en el marco del ventanal, con el ceño fruncido; Petunia ya no tenía que cuidarla. Él lo hacía.
Era una escuela para chicos especiales, había dicho su madre. Pero él también estaba invitado, él también iba a ir. Ese chico odioso tenía un sitio y ella, Petunia Evans, no. Como si lo hubiese invocado con la mente, el chico levantó los oscuros ojos y la miró directo a la cara, casi como si escuchara sus pensamientos. Petunia brincó hacia atrás de inmediato, algo turbada. A veces, le parecía que podía leer la mente. Esperó un momento para volver a estirar el cuello y mirar abajo, pero descubrió que él no había apartado la vista de la ventana de ningún modo, con un gesto de desagrado en el rostro. Torció la boca y se apartó definitivamente de la ventana.
Caminó hacia su tocador, alisó su cabello (la cena no tardaría mucho), y en la oscuridad de su habitación, contempló los objetos sobre el mueble en perfecto orden. La niña estiró la mano y tomó un botón de rosa del diminuto florero. Lo observó con atención.
Carraspeó; cerró la palma de su mano con el adentro y volvió a abrirla. Nada sucedió.
Alzó una ceja; no podía ser tan difícil (¿o sí?). Cerró nuevamente la palma de su mano, justo como veía a su hermana hacer y volvió a abrirla de nuevo, pero el botón seguía intacto. A Lily le bastaba solo hacer eso para que el botón floreciera. “Que estúpido”, pensó. Si iba a aprender magia, aprendería cosas útiles, no cosas como esas, tonterías, juegos de niña pequeña. Arrojó el botón marchito al bote de basura y salió de su habitación. Caminó con paso enérgico por el descanso y se detuvo frente a la habitación de su hermana. Golpeó el suelo repetidas veces con la planta del pie y una vez que decidió que entrar no estaba mal porque era la hermana mayor, abrió la puerta. Observó el panorama con recelo; pasó los dedos por las marcas en el marco de la puerta, figuras y símbolos extraños que Lily Evans solía trazar desde que era más pequeña. Avanzó en la habitación oscura y estuvo a punto de encender la luz, pero pensó que ella la vería desde allá abajo y entonces se darían cuenta. Caminó despacio, mirándolo todo, ligeramente oprimida en el pecho. El colegio era un internado. Y una vez que su hermana se marchara, no la vería hasta las navidades y aquella habitación estaría vacía.
Sujeta con una chinche contra un pizarrón de corcho, la carta de admisión del colegio Hogwarts se mecía con la suave brisa. Tomó la misiva y la releyó de nuevo, como había hecho varias veces a escondidas desde que su hermana la había recibido:
Túnicas.
Un sombrero (se rió burlonamente de esto).
Un caldero.
— Guía de transformación para principiantes, de Emeric Switch —leyó en voz alta.
—Tuney.
Brincó a la voz de su madre, que la miraba con dulzura desde la puerta.
—Es hora de cenar, princesa.
Petunia sonrió de forma parca y los ojos de su madre la miraron agudamente. Devolvió la carta al pizarrón con nerviosismo y esta cayó al suelo una vez antes de poder pincharla en su sitio nuevamente. Se sintió terriblemente estúpida de haber sido descubierta ahí, leyendo aquello.
—¿Estás bien?
—Estoy perfecta.
—Aun no se va y ya la extrañas, ¿no? Yo también. No sé qué haré con una de ustedes tan lejos de mi —susurró Daisy Evans, casi al borde del llanto —. Gracias a Dios estarás aquí conmigo.
Petunia no respondió. No tenía una respuesta porque no sabía si se equivocaba.
—Lávate y baja, anda. Tu padre muere de hambre.
Con mesura, ayudó a su madre a poner la mesa mientras miraba de reojo a la pareja en el jardín, jugando a la luz de la lámpara de la entrada. Depositó la última cuchara junto al último plato y se acercó a la puerta para llamar a su hermana dentro. Pero aguardó un instante antes de pronunciar su nombre.
—¡¿Viste como lo hice, Sev?! ¡Será fantástico tener una varita!
—Será fantástico hacer llover cuando me dé la gana…
—¿Quién quiere hacer llover solo por diversión?
—Yo, yo quiero hacerlo. Cuando tenga mi varita, crearé una nube de lluvia permanente para Tobías. Va a combinar con él.
Lily soltó una carcajada y le dio un empujón al chico.
—Y después te castiga.
—Después le haré tocar el pomo de la puerta del ático y lo olvidará todo, ya lo verás…
—No podrás obligarlo.
—Sí, si se puede.
—¡Juegas!
—No, es cierto, con un malefi…
—Lily —interrumpió Petunia —. Dice mami que es hora de cenar.
Lily Evans se levantó de un brinco. Sus ojos verdes brillaron en la noche.
—¡Quédate a cenar, Sev!
—No —dijo el chico de inmediato. Bajo la escasa luz no se vislumbró el rubor que había teñido su rostro.
—¡Anda!
—No.
—¡No seas amargado!
—¡No!
—Mami no te ha dado permiso —intervino Petunia. Su mirada despectiva recorrió al chico de arriba abajo y recibió la misma respuesta. Si ese chico podía ir, seguro que también ella podría hacerlo, se dijo. Lily resopló; miró a su hermana muy molesta y apenas abrió la boca, el chico se escabulló por la puerta delantera y se echó a correr por la calle oscura y vacía, dejando ambas niñas perplejas. Resignada, Lily entró en su casa, se lavó las manos y se sentó a la mesa.
—No entiendo cómo es que compraremos una varita mágica —murmuró Henry Evans, mientras cortaba un trozo de carne en su plato —. ¿Hay tiendas para eso?
—Sí, se llama Ollivanders —dijo Lily —. Sev dice que ahí venden varitas y que esa tienda está ahí desde hace mil años —susurró con mucho misterio.
—¡Que tonterías! —soltó Petunia.
—¿Mil años? —exclamó la madre de Lily, con cierta emoción —. ¿Tú te crees eso, Harry?
—No irás a creer lo que “ese” dice, ¿verdad mamá? —recriminó Petunia.
—“Ese” tiene nombre —reclamó Lily.
—Yo me creo que si la señora Meadowes no se aparece como prometió, tendremos que secuestrar a ese amigo tuyo para saber a dónde rayos ir —contestó el hombre con seriedad.
Petunia torció la boca y bajó la mirada al plato. ¿Cuánto tiempo tomaría una respuesta? ¿Una semana?, ¿Un mes? No se podía, septiembre se acercaba. Lily recién había puesto en el correo su respuesta para el colegio. Petunia suspiró profundamente y terminó su cena. No podía esperar más. Aguardó a que su madre y su hermana se levantaran de la mesa y su padre tomara asiento en su escritorio a repasar detalles del trabajo y se deslizó fuera de la casa. Con su carta muy apretada en la mano, se detuvo frente al buzón, en la esquina de la calle. Una cortina se levantó en una de las casas, la de la señora Andrews, que nunca dejaba pasar ningún detalle. Estuvo a punto de echarse a correr de regreso pero decidió ignorarla.
“Vi a su hija echar un sobre en el buzón la otra noche. No la aceptaron en ese colegio donde está su otra hija, ¿verdad? ¡Qué pena! Bueno, es que no todos los niños pueden ser especiales…”
Ya se imaginaba a la vieja arpía diciendo cosas como esas.
Pero se equivocaba.
Aun temblorosa, dejó caer el sobre dentro del buzón y volvió presurosa a su casa.
* * *
Los ojos verdes de Lily se abrieron mucho. Los oscuros ojos de su amigo se abrieron aún más.
—¿Cuándo envió esto? —preguntó él.
—Ni idea, ella no me dijo nada. ��Cómo supo? No hay una dirección en el sobre de Hogwarts…
—Quizá la echó en el buzón normal. ¡Qué estúpida!
—¡Sev!
—¡No puedes escribir cosas así del colegio y dejarlas por ahí, para que cualquiera las lea! ¡Menos ahora que vas allá!
—¿Entonces cómo llegó al colegio?
—No lo sé. Supongo que deben tener espías en el servicio postal, alguien que se dedique especialmente a esto. Así cualquier carta como esta no cae en las manos de los muggles.
Muy consternados, ambos niños se miraron el uno al otro.
—¿Y ella que te ha dicho?
—Nada —repuso Lily —No me ha dicho nada…
El sonido de las voces de los padres los alertaron; ágiles, devolvieron la carta al sobre y Lily la deslizó dentro del bolsillo de su vestido. Miró nerviosamente la puerta de la entrada de su casa y tras cruzar una mirada con Severus, se levantó de la banqueta y entró en la casa, para depositar la carta de nuevo en su sitio, uno de los cajones del tocador de Petunia. Sentado con las piernas extendidas, Severus contempló la calle medio vacía. ¿Ella quería ir? “Que tonta”, pensó.
Petunia se tomó su tiempo para bajar a cenar esa noche. Tanto, que la pequeña Lily fue enviada a averiguar porque su hermana demoraba tanto en hacer acto de presencia. La encontró sentada frente a la ventana, mirando el cielo nocturno en total y absoluto silencio. Apenas Petunia descubrió a su hermana de pie frente a la puerta, limpió apresuradamente su rostro de las lágrimas que lo manchaban y no la miró a la cara, mientras su afligida hermana daba un par de pasos hacia ella cautelosamente.
—¿Tuney?
—¿Qué quieres? —increpó, de forma hosca.
—Mamá y papá te esperan para cenar —murmuró Lily.
Petunia se encogió de hombros. No dijo otra palabra y Lily la miró impaciente.
—¿Qué tienes?
—Nada.
—Tuney…
La niña la ignoró de nuevo garabateando con furia sobre su cuaderno. En algunos días, su hermana se iba al colegio. La respuesta la había decepcionado mucho. ¿Qué tenía de especial? ¿Por qué era más especial ella?
—Tuney…
Los ojos de Petunia Evans buscaron a su hermana. Había tal expresión en ellos que Lily dio un paso atrás algo confundida. Miró sus manos nerviosamente y volvió a su hermana.
—Quisiera que estuvieras allá conmigo —murmuró muy bajo Lily —Quisiera que pudiésemos ir las dos juntas…
—No soy como tú —espetó Petunia.
Lily parpadeó confundida.
—Pero…
—No soy como tú, Lily. A ese lugar van solo los chicos como tú, ¿no? Solo los que son iguales, los que hacen esas cosas que tú haces, diferentes y extrañas de los demás, ¿no?
—Si…bueno…
—¿Por qué nadie puede saber dónde van? ¿Por qué tienen que ocultarlo? —demandó.
Lily pensó un momento antes de responder nerviosamente:
—Sev ha dicho que…podría ser peligroso…
Petunia la miró de forma helada. Intentó no sonreír demasiado.
—¿Peligroso?
—Sev dice que…
—¡Sev, Sev, Sev, Sev, Sev! ¡Estoy harta de ese andrajoso! ¿Peligroso para quién?
—Para…supongo que…para nosotros… —balbuceó Lily.
—¿Para ustedes? ¿Y nosotros?
—¿Ustedes? —preguntó la niña.
Petunia se levantó abruptamente y avanzó hacia ella.
—Ustedes flotan en el aire. Ustedes hacen que las cosas se muevan —la señaló acusadoramente —. Ustedes encienden luces en otras habitaciones, desaparecen objetos, hacen estallar cosas, controlan animales y dejan caer ramas sobre las personas. ¿Por qué es peligroso para ti y no para mí?
Lily la miró perpleja. Aun sin saber exactamente de que hablaba su hermana, avanzó hacia ella y trató de abrazarla.
—Tuney…
Petunia retrocedió de inmediato. Pasó una mano por su cabello y lo echó a su espalda en un gesto soberbio.
—Yo entiendo perfectamente por qué es que vas allá, Lily. Y por qué yo no. Porque tú y Snape tienen que ir allá y estar encerrados sin que nadie sepa dónde están.
—Pero, Tuney… —susurró Lily, algo confundida.
—No soy como tú. Y por nada del mundo querría estar en ese lugar.
Con paso decidido y orgulloso, Petunia Evans pasó al lado de su hermana y salió de la habitación, extrañamente más calmada.
Anormales, pensó. Todos ellos.
Y ella, Petunia Evans, no era anormal y no necesitaba estar en un sitio como ese —no debía estar encerrada—, tan lleno de…fenómenos.
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Se alejó despacio, con el cigarrillo pendiendo de sus labios, las manos dentro de los bolsillos del gabán y la mente turbada con miles de pensamientos oscuros.
Él la quería suya, la quería sonriendo y siendo su pequeña reina. Ella, sin embargo, lo dejó tirado justo cuando más lo necesitaba.
"Sólo un poco más, es todo lo que pido", había dicho esa última noche. Ella lo miró con dureza, mientras sonreía con desprecio a través del espejo, pintando sus labios con ese color carmín que tanto lo enloquecía.
Recordó las veces que su polla estuvo dentro de esa boca, llevándolo al cielo de un modo único. También recordó los amaneceres abrazados y los atardeceres de poesía.
Ella decía que no a todo ese pasado. Esas vida compartida se caía en mil pedazos.
" Dejá, que me voy yo" fueron sus últimas palabras antes de alejarse para siempre. Con el alma rota y silbando uno de esos tangos lastimeros, se alejó de su amada.
Ésta noche, no era la primera que caminaba por aquel callejón. De hecho, lo había convertido en un hábito. La espiaba desde lejos. Sufría en silencio.
Su bella musa ahora pertenecía a otro. Ella era feliz con ese que decía amarla y sólo la compraba con riquezas banales.
Ella jamás supo que él logró publicar su libro. Tampoco supo que, detrás de aquel extraño seudónimo, era su eterno enamorado quién se escondía.
Nunca pudo festejar, junto a ella, que logró ser bestsellers , mucho menos, de todo el dinero que eso trajo consigo.
Ella seguía en su burbuja.
Él seguía con el alma rota.
En definitiva, ese siempre será el secreto del éxito para un gran poeta: La soledad y un corazón lastimado.
Ara💗
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Is.
Verla evocaba un horrible sentimiento de inquietud. Compuesta y recompuesta de confusa lucidez, Is era la antítesis de lo que representaba a primera vista; en otras palabras, evadiendo toda su fachada de inocencia, las personas lograban adivinar con un único vistazo su turbada naturaleza. Y es que podía tener cara redondeada, estatura pequeña y ojos vivaces, y pese a ello su aura despertaba una deformidad indescriptible detrás de su extraña ropa holgada. Sus ademanes infantiles le eran incomodos a quien la viera, su falsete de voz aniñada causaba una repulsión inmediata. Toda ella, dulce hasta la enfermedad, recreaba una falsa imagen de chiquilla vulnerable que se deshacía en cuanto sus ojos regresaban a su tonalidad lunática. De cerca, no era para nada linda. Sus cristalizados ojos rojos daban la impresión de pequeño roedor insolente sin abandonar nunca la fijeza de su mirada perdida.
Tampoco sabía cuidar de sí misma. Llevaba, arrugado en el fondo de su chaquetón, una hoja de papel con temblorosas instrucciones escritas en tinta negra, cuyas pautas le advertían las cosas más simples y obvias incluso para la gente tonta; también aquello era perturbador. Verla sacando la lista para recordar que debía lavarse los dientes, cepillarse el cabello, bañarse con agua caliente y comer tres veces al día era, para quien tuviera la desdicha de presenciarlo, una acción antinatural, más aún cuando con cierta dificultad su mente comprendía poco a poco las palabras y asentía con efusividad al aire en un acto de falso albor.
No era una niña y no era inocente. Era de una idiotez indiferente que completaba con magnificencia su disfraz de monstruo de caramelo. Estúpida, bobalicona, maniática. Ni remotamente adorable aunque hiciese una rabieta. Si sonreía, lo hacía mal; si reía, sonaba mal. Incluso manejando un negocio de helados, se ponía nerviosa cuando alguien se acercaba a comprarle. Su estatura apenas de 1.40 en vez de amainar su presencia, acrecentaba la impresión de duende malvado.
Tiene el porte desequilibrado.
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Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. (Romanos 5:1)
Un día le pregunté a una camarera que me servía a la mesa. “Si usted pudiera pedirle algo a Dios, ¿que le pediría?” Su respuesta fue inmediata: “Quiero sentir paz”. Con lágrimas en los ojos, me dijo que su abuela había muerto y esto la tenía turbada emocionalmente.
Muchos en nuestro mundo son como esta joven, desean tener paz interior, pero no tienen ninguna relación con el Señor. Muchas veces, las personas buscan satisfacción intentando mejorar su aspecto, su condición física, su situación económica, o su nivel social —o consumiendo drogas. Pero tales cosas no pueden dar paz al corazón o a la mente. Solo una relación con el Señor Jesús lleva a tener una paz verdadera.
Antes de ser salvos, éramos esclavos del pecado y vivíamos enfrentados a Dios (Col 1.21). Nuestras rebeliones habían creado una barrera entre Él y nosotros, que no podíamos atravesar con nuestras propias fuerzas. Sin la mediación de Dios, no podríamos haber encontrado el sendero de la paz. Pero nuestro Padre celestial proporcionó la solución perfecta para nuestro problema del pecado. Envió a su Hijo para que Él pagara por nuestras transgresiones y eliminara la separación que había entre Dios y nosotros.
Cuando pusimos la fe en Cristo como nuestro Salvador, fuimos reconciliados con Dios (Ro 5.10). En Cristo, tenemos paz para con el Padre.
Nuestro Dios ha dado todo lo necesario para que tengamos paz interior. El Padre celestial nos abrió el camino para que seamos parte de su familia. Jesús ofrece su paz para que podamos experimentar serenidad (Jn 14.27). Y el Espíritu Santo cultiva el fruto de la paz en nuestras vidas (Gá 5.22).
Palabra Diaria: Señor, pongo mi vida en Tus manos, para que me guíes por los caminos que conducen a la paz verdadera que solo Tu puedes brindarme, protegiéndome de todas las cosas que me impidan encontrarte.
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Ya caía la tarde después de un día de calor insoportable. Todo el día las temperaturas habían hecho de mi cerebro un hervidero y de mi blusa un paño de sudor. Lo peor es que tenía que trabajar hoy hasta tarde y sólo Dios sabía cuándo iba a poder llegar a casa a darme un segundo duchazo. Para colmo de males las nubes habían soltado su furia ante esos arrebatos locos de calor, a las cuales las había sometido el Sol durante el día. Había ya llovido durante dos horas seguidas para cuando el Sol se ocultó y la noche había llegado con su frío ímpetu, tratando de hacernos olvidar el endiablado calor que nos atormentó todo día. Parada en la puerta de salida de la oficina de contabilidad en la que trabajaba en un modesto edificio que había visto mejores días, y cuya renta no aportaba el suficiente dinero a sus dueños como para invertir en pintura, la misma que ya se descascaraba en partes grises, pero no tanto como para interesar a sus dueños en reemplazarla. Por suerte para ellos, el edificio estaba tan bien ubicado cerca del centro de la ciudad que lo hacía un lugar ideal para pequeños despachos como en el que yo trabajaba. Me ajusté la chamarra gris que traía puesta. Maldije mi falta de previsión de esa mañana por haberme calzado unas sandalias en vez de unas botas. Ya sentía el frío, se me colaba hasta los huesos, y lo peor es que sabía que iba a sentir aún más cuando se me mojaran los pies. Era prácticamente inevitable al ver los charcos relucientes en la calle, la cual parecía ya más bien un tablero de ajedrez. La niebla era espesa, producto del amor desbocado entre el caliente asfalto y la demencial lluvia, y se colgaba de todo como esa fina película con la que uno se despierta en el cielo de la boca, en la lengua y en los dientes, y la que no se puede quitar hasta que se los cepilla. Apenas se distinguían los faroles que parecían moribundos fósforos dando sus últimos suspiros. Maldije nuevamente mi falta de previsión y la decisión de irme caminando a casa en vez de pagar un taxi. En realidad, no vivía lejos. Apenas unas cuantas manzanas separaban mi oficina del modesto edificio de apartamentos donde vivía con mis padres. El dinero no abundaba, así que pensé en ahorrarme unos cuantos pesos al irme caminando. Ahora lo estaba reconsiderando, pero no había ningún taxi que se asomara por la oscura calle. Era bien sabido por los taxistas que, a esas horas de la noche, ya todas las oficinas se habían vaciado y que los potenciales clientes ya hace rato se habían ido para sus casas. Me resigné a lo que seguramente sería un miserable trayecto, me amarré más fuerte la faja que afianzaba la chamarra a mi cuerpo y empecé a caminar. Solo se oía el modesto tacón de mis sandalias en el asfalto y ya llevaba varias cuadras cuando, de repente, sentí una ola de frío azotarme. Me sorprendió tanto que me detuve, porque nada ameritaba esto. No había brisa ni viento ni lluvia que pudiera justificar este cambio tan abismal de temperatura. Sentía que se me engrifaban los pelos y cómo me caminaba un escalofrío por la espalda que me besaba el cuello y me subía por la nuca. Habían pasado 15 años desde que sentía algo igual. Me paralicé. Era un secreto que había guardado y refundido en el fondo del olvido. Yo podía ver, y con esto no me refiero a ver como la mayoría de la gente mira.A la tierna edad de 8 años me di cuenta de que no era del todo normal. Nunca me olvidaré de la primera vez que los vi. Habíamos ido a visitar la casa de unos viejos amigos de mis padres. Vivían en una casona muy vieja tipo victoriana, la cual parecía que tenía un alma propia, ya que al entrar podías palpar la melancolía en el aire, así como infinidad de historias podían percibirse entre el polvo que emanaba de las paredes. Mis padres me habían informado esa tarde que me alistara ya que íbamos a visitar a unos amigos. Ellos se quedaron con nuestros anfitriones, platicando en la sala, y la señora de la casa, al verme aburrida y sentirme inquieta, me dijo que si quería ir a jugar al patio.
"Allí hay unos columpios que podrían gustarte.”
Yo, entusiasmada, volteé a ver a mi madre para pedirle permiso y ella asintió con la cabeza. Me excusé y salí corriendo al patio. Allí había un set de columpios de metal notablemente viejo y oxidado, pero todavía funcional. Yo, feliz, me senté en uno y empecé a columpiarme lentamente para probar la fuerza de los viejos lazos que lo sostenían. No quería salir volando. Después de comprobar que sostendrían mi peso me empecé a columpiar, lento al principio y después más rápido; así jugué por espacio de media hora. Ya después, cansada, me dediqué a sentarme en el columpio que ya se movía apenas cual péndulo que ha agotado su energía, y me enfoqué en un grupo de hormigas que transitaba en fila india por el borde de la grama. En eso sentí, repentinamente, un frío recorrerme la espalda. Era una sensación muy particular. No era un frío que hubiese sentido antes, éste no parecía emanar de afuera de mi piel, sino de adentro, como cuando un cubo de hielo deja ir el vapor de agua que lo consume por dentro. Esta sensación tan desconocida me hizo enderezarme de un solo golpe como un resorte. Allí, al par de uno de los columpios, había una niña que calculé tendría unos años menos que yo. Tenía una tez pálida, como de muñeca de porcelana, que se le asomaba en medio de los cabellos largos del más puro azabache. Tenía puesto un vestido blanco que le daba a la rodilla y unas sandalias. La saludé con un tímido “Hola”, pero no me contestó. Me imaginé que era penosa como yo, ya que solo se me quedaba viendo con curiosidad y extrañeza. “¿Cómo te llamas?”, le pregunté. No me contestó nada. Pensé que si le hablaba entraría en confianza. “Me llamo Lucia, he venido con mis papás a visitar a los Mejía. ¿Vives aquí cerca?”. Tampoco me contestó, solo se me quedaba viendo con esos intensos ojos negros; los sentía penetrándome hasta los tuétanos y, la mera verdad, ya me sentía incómoda. Volteé para ver hacia la casa y percatarme si había alguien que la hubiese acompañado hasta allí, pero no vi a nadie. Cuando volví a voltear hacia ella, se había ido ya. “Qué raro, debe de ser alguna hija de algún vecino.”, pensé para mis adentros. Ya aburrida de estar afuera y, más que nada, turbada por aquel incidente, emprendí de nuevo el camino a la casa. Mi mamá ya estaba esperándome para irnos, así que nos despedimos de los Mejía, prometiendo volver a visitarlos pronto y nos subimos al carro.
“Mamá, ¿alguna niña vive en esa casa?”
“No, no desde hace 3 años cuando murió Silvana, la hija de los Mejía. Fue realmente un caso lamentable. Imagínate que tuvo un accidente. Se cayó en un pozo que había en la propiedad y se ahogó. Por eso te vivo diciendo que tengas cuidado donde juegas, Lucia.”
Se me helo la sangre. Tratando de disimular mi voz temblorosa, pregunté cómo era Silvana y si ella la había conocido.
“Si, hija, yo la conocí. Silvana tenía 6 años cuando murió, era una niña muy dulce y bella, con unos ojos negros inmensos que le llenaban la cara y un pelo negro muy hermoso. Sufrieron mucho Susana y Jorge cuando murió.”
El resto del camino de vuelta a casa no volví a pronunciar palabra. La había visto. Estaba segura de que esa niña era la niña ahogada. Era Silvana. No le dije nada a mi madre. No quería que pensara que estaba loca. Ella era sumamente escéptica a esas cosas y, pues, yo no le iba a decir así de sopetón que había visto un fantasma, pero esa experiencia se me quedó grabada. No podía olvidarla. Me daba terror acercarme a cualquier cementerio. Ese día resolví vivir la vida más normal que pudiera y alejarme de cualquier cosa que pudiera hacerme repetir la experiencia, y por largos años así fue. No volví a ver a ningún fantasma, aparición, espíritu o como quieran llamarlo. Creo que había caído en la complacencia de sentirme libre y a salvo hasta esta noche que he vuelto a sentir ese frío tan glacial y extraño.
Vi para atrás. No podía ver nada entre las sombras y la bruma. Sentía que había algo allí. Algo que me miraba. Algo maligno. Sentía como me taladraba la espalda. “¿Hay alguien allí?”. No hubo respuesta.
Empecé a caminar más rápido. Ya poco me importaba mojarme completamente los pies. La posibilidad de contraer una neumonía estaba lo más lejos de mi mente en ese momento. Mis oídos se esforzaban por dilucidar cualquier sonido que viniera de la intensa bruma, la cual me abrazaba como un frío sudario. Mi cerebro revoloteaba entre la duda y el terror, pero siempre es bien sabido que frente a una duda o un posible peligro mejor tirársela de cobarde que de valiente y huir, o al menos eso siempre me había aconsejado Pedro, mi hermano, pero yo no sabía de lo que estaba huyendo, solo sabía que lo estaba haciendo. El corazón me latía a mil y un sudor frío me bañaba la frente y todo el cuerpo. Dios, quería gritar, pero quien me iba a escuchar si estaba completamente sola. Sentía que la oscuridad me pisaba los talones. Ya estaba cerca del Puente de San Juan que cruzaba el río para llegar a mi casa. Si solo podía llegar al otro lado estaría segura, pues allí siempre había gente. Reconocí la calle empedrada del puente debajo de mis pies y me dispuse a correr, ya toda noción de hacer el ridículo era reemplazada por el absoluto terror que me consumía. Mis ojos yacían fijos en la lámpara que, del otro lado del río, relucía en mi mente como el triunfo más deseable antes de alcanzar la meta de cualquier carrera olímpica. Ya iba por la mitad del puente cuando lo vi. Era muy alto, como de dos metros de estatura, y estaba parado justo a la mitad del puente. Era un hombre grande y fornido. No me fijé en qué traía puesto porque lo único que podía ver era el resplandor que emanaba de él. Era como si tuviera mil bombillas eléctricas prendidas por dentro. La neblina parecía despegarse de él como por arte de magia. Mi único pensamiento fue tratar de frenar mi loca carrera para no estrellarme con él. Quedé a medio metro de distancia de él cuando al fin pude detenerme. Extrañamente el terror se evaporaba de mi pecho como si fuera agua. Sentía una paz que se me colaba por los poros y reemplaza el terror absoluto de los últimos minutos. Solo alcance a ver su cara por un instante. Tenía la piel de alabastro y unos ojos de arcoíris. Yo no podía despegar los míos; corrían extasiados por su faz. Todo lo demás se me había olvidado, tal cual cuando uno despierta de una pesadilla de repente. El corazón se me había callado y solo podía mirarlo embobada; así, de repente, me sonrió suavemente y desapareció.
Una vez que olvidé el terror, me acerqué con cuidado adonde había estado parado; así descubrí que había un hoyo de unos dos metros aproximadamente de profundidad a la mitad del puente. No había nada allí más que aire y el río que fluía como tren desbocado hacia abajo. No podía creerlo. Si hubiera seguido mi alocada carrera habría caído allí y me hubiera matado. De eso no tenía ninguna duda. La bruma que tan vorazmente me había abrazado ya no estaba. Se había evaporado como un milagro.
Nunca olvidaré lo que pasé ese día en el puente de San Juan y cómo el ángel de la bruma me salvó. Todavía ahora, cuando camino por la calle, a veces me parece que puedo sentir su aliento cobijándome al rodearme la bruma. Ya no le temo a poder ver, porque si bien sé que existe el mal, también sé, a ciencia cierta, que existe el bien y lo siento cerca. Sé que allí está siempre cuidándome, mi ángel de la bruma.
e.v.e. ( El angel de la bruma)
Un agradecimiento muy especial a @esuemmanuel que me ayudo a editar,este, mi primer relato en español. ¡Mil gracias!
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