#matorrales
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While I don't have enough for a sideblog, I got enough for more details for this post.
"Man" refers to any bipedal sophont. An elf is a Man. A dwarf (who'll get another post) is a Man. Beastkin, who run the gamut from catgirl to furry, are collectively seen as Men (if only because the similar Critterkin are not like Man despite walking on two legs).
Elfs are what we would call "Homo Sapiens", with the only elfish traits being their long ears, with more "full-blooded" elfs being little different than their "thin-blooded" counter parts. Unlike other fantasy elves, these elfs are not long-lived. An elf who lived to over 100 is considered remarkable and long lived. If an elf is 200-years-old is seen as "witchy" and should be both feared and respected.
The rider's steed is literally a giant dog. With the earlier domestication of dogs and the use of magic, dogs filled the niche horses, donkeys, and mules do in our world. One type of dog is a "perro burro" or just "burro" who act as beasts of labor.
Industry is present in the world but limited to powerful guilds who control the expensive machinery and years of training to operate these mysterious mechanical monsters. As such, guns are limited to single-action and single shots. You're much more likely to find a double-barrel than a revolver and the further you're from the imperial core, the more likely you'll find caplock guns or even flintlocks. Since guns are much more likely to be single shots, having a bandoleer and brace for more shots. Hence the sword, having a melee weapon when you miss always helps.
The area around the small frontier town of Los Matorrales is a wide valley with a major river flowing through. The majority of the valley, named Valle Garceta, is a oak savanna with forests growing in the mountain's gullies and hills.
And lastly our setting and the gunslinger's destination: El Pueblo de Los Matorrales. A small and sleepy frontier town built around the clay rich Rio Garceta and for the economic benefit of El Rancho Los Matorrales, the town is mostly a stopping point for traders with the local economy built heavily around ranching and pottery working.
Maybe I'll show more of the Weird West flavor later, if you guys want more
I got this little setting for personal enjoyment as one does, and I had this realization (again) that this is a pretty unique Weird West I made.
"A lone sellsword, a lone gunslinger, raced across the grassy savannah. This Man was human, this Man was an elf. His steed a hound, his saddle a serape upon the beast's back. His guns double barrled, braced upon his breast. His sword long and curved. He rode outwards, the hills rolling far across the valley, the oaks waving in the breeze. Onwards he ran... to Los Matorrales..."
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El cuento más triste del mundo.
Dicen que en sus ojos entraban todos los océanos fríos del sur, que sus manos eran inmensamente grandes, y que bastaba una palabra, para querer vivir entre las cosechas de sus historias.
Había llegado con la escarcha del invierno eterno, los ojos congelados traían promesas de aventuras entre el aroma movedizo del algodón, y las nubes de mosquitos impregnadas en el aire; todas las palabras de la vida se deshacían en el simple hecho de verlo caminar, no es que callara con el ruido natural de los pájaros hablando en las mañanas arrinconadas de trabajo, sino que al silencio le agradaba tanto verlo caminar, que rara vez se despegaba de sus suaves pasos enamorados del tiempo.
Cuentan que hacía reír a los árboles, los paraísos, los espinillos, los robles y los matorrales… una vez rió hasta el cansancio, y dicen que la tierra plantó un ciruelo en honor a la canción más larga del mundo. Se perdía en las madreselvas, jugaba con los nacimientos de cada huerta, inventaba poemas cortos que pudieran recordar los cosmos y las abejas… llamaba Mangangá a los abejorros, antes de que los días olvidaran sus nombres, y podía dormir cada noche, bajo el color de una hoja diferente.
No se llevaba bien con los jeroglíficos de la gente, hablaba el idioma viejo y sereno del viento y las corrientes, y se sentaba tardes enteras conversando con las brizas anaranjadas de esas despedidas que quedan allá a lo lejos, donde la voz le tiembla inclusive al tiempo.
Quienes lo escucharon cantar nunca se olvidarán del nombre de sus sueños, cuentan que espantaba a los angelitos y dejaba ser felices a los niños en las travesuras venideras, creaba estelas de patos y lagunas con estrellas para calmar la necesidad de los cuentos de su tierra. Y en los días de tormenta, se peleaba a muerte con dios como las primaveras, y los curiosos gritan, que harto de las injusticias de sus vidas y sus tierras, lo encerró como a un bichito de luz o una luciérnaga, para no hacer las paces nunca en esta vida tan incierta.
Sin embargo, nadie pudo contar cuando se marchó, solo que consigo se fueron todas las canciones de cuna más dulces y el aroma a pan dorado en las noches, a la luz de las llamas del horno a leña; sus pasos fueron tan lentos, que el mundo no termino en guerras, pero las estrellas nunca pudieron decirle a los niños a ciencia cierta, si por fin soltó a la luciernaga o sintió la ultima briza fresca, de las madreselvas.
-danielac1world ~ PD: te extraño aquí y en el mar~
#mi vida#pensamientos#pensamientos aleatorios#pensamientos nocturnos#literatura#frases#fragilidad#poesía en prosa#un poeta#realidadalterada#realidad#escape#escrituras#escritura#escribir#escribiendo#cosas que escribo#cosas de la vida#cosas que pienso#escritos#cosas que siento#cosas sobre mi#cosas que pasan#cosas del alma#almas#mi alma#un vacío dentro de mi#un viaje a la vida#desolada#desolación
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Estabas tú allí… De alguna forma, estoy seguro, estabas allí, expectante como siempre, aguardando a que yo te encuentre, mas no puedo nunca verte pues siempre alguna extraña figura se interpone y a mí me parece estar viéndote cuando no es así. Te veo y no te miro, en todos lados: en los cielos cuando me postro debajo del plátano; entre los matorrales y las madreselvas, cuando a la distancia suaves risas se escuchan borlotear; y en la apacible madrugada cuya nívea luz se extiende cual velo sobre las aceras grises… Te veo y no te encuentro; yo sé que estás allí aunque no te muestres, como un tenue susurro, o acaso la leve brizna que llora entre mis pestañas…
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Cronica #3
Los recuerdos infantiles, frágiles como los recuerdos del nacimiento. Los recuerdos son las primeras muertes.
Mamá nos desnudaba el día que lavaba toda la ropa. Amontonaba bultos de trapos en el fondo de la casa y con 20 Bólivares alquilaba una lavadora que solo lavaba en dos direcciones y daba la impresión de desarmarse cuando drenaba el agua. Los cuerpos desnudos de mi hermano y yo alargados por las sombras de la tarde eran cubiertos por una toalla limpia, y quedábamos allí sentados con un vaso de papelón con limón bien frio, esperando la primera tanda de ropa que no tardaba en secarse bajo el ardiente sol de julio. Eran vacaciones del colegio. Nos levántabamos a las 10:00 am y ya las arepas estaban listas. Caminaba luego con mis pantaloncitos cortos por la polvorada del camino que daba de la casa de mis padres a la de mi abuela. Los perros movían las colas, el helecho gigante con raíces peludas daba la impresión de ser una araña verde, cerraba los ojos cuando pasaba cerca y así me imaginaba invisible.
Aun con ese miedo me gustaba sembrar plantas. El jardín gigante de abuela se extendía por el costado de la casa con sus piedras negras, orquídeas que alborotaban a las moscas con su olor a basura y que parecía que comían hormigas cuando no eran vistas, tulipanes rojos de pistilos largos y enredaderas que trepaban por las paredes y oxidaban hasta el metal de las ventanas con la humedad de las flores. Me entregaba a la fantasía; recordaba a Alicia cuando hablaba con las flores y estas les respondían cantando y cantaba yo allí solito mientras cortaba unos ramitos y me los guardaba en los bolsillos para luego, en el callejón de la casa ponerlos en agua y esperar que salieran las raíces blancas de los tallos verdes.
"Una casa sin flores es como una casa sin hijos" decía abuela y yo me quedaba embelesado viendo crecer esos matorrales que se subían al techo y abrazaban la casa enfriándola cuando el calor se tornaba insoportable.
En ocaciones me regalaba los hijitos enraizados. Yo los sembraba en las latas de sardinas o en los potes de leche en polvo que rellenaba con tierra de los potreros del frente. Hasta que un mal día mi otra abuela me dijo que los hombres de verdad sembraban frutas y no flores. Sentí el golpe de las palabras en el pecho. Me enfrentaba a la realidad de ser un hombre en esa casa. Yo queriendo sembrar flores y luego ponerlas en mis cabellos. Nunca me dejaron, pero mi espíritu no se dejaba opacar y escondido recolectaba las mas bonitas y me hacia collares con las izoras y colocaba flores de cayena en mis cabellos ondulados de niño miedoso a que los ojos inquisidores descubrieran ese horrible secreto que el hijo menor de la familia Garcia guardaba con recelo.
Me invadía la felicidad cuando descubría los botones colorados de las flores, o los cogollos de las hojas que retaban a ese sol bravo que quemaba todo. Miraba a mi abuela y a sus manos arrugadas llenas de anillos que lograban enraizar cualquier cosa, y admiraba el árbol de ramo de novia que se levantaba elegante frente a la casa. gigante con sus ramos de rosas blancas, olorosas y del tamaño de mi cuerpo. ¿Cómo podía abuela con tanto dolor en el pecho, tantas perdidas acumuladas y quehaceres de la casa hacer que semejante monumento de flores creciera de ese modo majestuoso? yo quería mi árbol de rosas blancas, mi árbol de ramo de novia, yo le preguntaba y ella sabiendo de mis mañas de niño amanerado me decía que sembrara en menguante y no en creciente, enseñándome a leer la luna y a saber cuando los tallos estaban listos para enraizar. "Esta vez no se van a morir" decía yo. No se van a morir como se murieron los perros de la casa.
El secreto, no duraría mucho. me había ido de viaje a Maracaibo con mi madre a una cita medica por un problema neuronal que sabia que tenia desde que nací. de regreso no había una planta en pie, las latas de sardina estaban vacías y en los potes de leche ahora guardaban un polvo blanco para matar a los bachacos. Lloré como solo un niño solitario puede llorar. no volví a sembrar flores pero seguían yendo al jardín a acompañar a mi abuela cuando regaba las plantas en la caída del sol para que el agua no se evaporara y quemara las hojas y los pétalos de los crisantemos. Mi otra abuela me miraba rodeada de periquitos verdes y gatos despelucados, colocaba flores en su cabeza y me escondía con sus brazos de arrugas colgantes, de vez en cuando cuando se sentía no vista insertaba temblorosa flores pequeña en mis cabellos mientras me sonreía y me contaba de cuando era joven y era mas guapa y dormía en literas al ras del suelo. Yo la veía y sonreía. corría a mi casa y en hojas sueltas dibujaba flores con creyones de cera y guardaba con recelo en una carpeta folios de papel con mis dibujos prohibidos, paisajes de fantasía con los colores de Monet y me abrazaba a la idea de la libertad del ser.
#relato#cuento#cronica#literatura venezolana#historia#relatos en tumblr#niñez#queer#muerte#flores#realismo magico
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Taiwan Rosefinch, Carpodacus formosanu by Alberto Estefanía Hurtado Via Flickr: El Camachuelo de Taiwán es una ave endémica de las montañas de la Isla de Formosa. Habita en las zonas altas de la isla y se alimenta en el suelo y en matorrales. Es el único camachuelo que se reproduce en la isla. La belleza y el colorido del macho lo hacen inconfundible entre la avifauna taiwanesa.
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ETEL ADNAN & ANA MARÍA MATUTE
Antes de saber leer, los libros eran para mi como bosques misteriosos. Me acuciaba una pregunta: ¿Cómo era posible que aquellas paginas de papel, de aquellas hormiguitas negras que las surcaban se levantara un mundo ante mis ojos mis oídos y mi corazón de niña?¿Qué clase de magia, era que sobrepasaba cuanto yo vivía y cuanto vivía a mi alrededor? Criaturas, deseos, sueños, personas y personajes, y tiempos desconocidos bullían allí. De pronto la palabra se orientaba entre los árboles y los matorrales, descorría el velo y hacía que apareciesen ante mis ojos cuentos innumerables miradas, memorias y atropellos que pueblan el mundo. "Cuando yo sea mayor-pensaba- haré esto" ni siquiera sabía que "esto" era participar del mundo de la literatura.
Ana María Matute, fragmento de su discurso de entrada en la Real Academia.
Etel Adnan , Horizon 1, 2020. Oil on canvas.
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Llegue como todas las veces a casa; sentía ese venir e ir de un silencio a otro...
-Hoy estuve por alcanzar la sombra de una mariposita, tocar sus alas y sus movimientos...
Al llegar hasta mitad de la sala ahí estaba él, su rostro nadaba en una profundidad inalcanzable. A lo que quise continuar con mi relato sobre la escuela como de costumbre, me interrumpió inesperadamente.
-¡ven, siéntate. Me tengo que ir. !, Te debo esa pregunta que me hiciste de niña, ¿Lo recuerdas...? Me dijiste con un tono casual, "¿Tengo mamá... ¿Y sí es así a dónde fue?" Parecías No, aun lo pareces, uno de esos renacuajos saltarín. -
Guardo silencio con los ojos empañados de llanto, y soltó una risa con esa forma de decirme "renacuajo", ese apodo que a mí tanto me molestaba, más en aquella ocasión me pareció tan dulce y tierno que sin darme cuenta también reía con gotas de llanto en los ojos.
-solo preguntaste como quien pregunta ¿por qué el pasto se vuelve otoño...? yo solo me enojé y me fui, sin antes reprochar que no necesitábamos de nadie más que nosotros, que simplemente no estaba. dando media vuelta te deje a ti con ese sabor que me invadía y no puede evitar. Toda la noche me castigue, me quebrante una y otra vez... ¿Recuerdas lo que hiciste a la mañana siguiente? traías una mariposa que no salió de su crisálida, solo te sentaste a mi lado y dejaste suave la crisálida en mis manos; Podría preguntar tanta cosas... más solo son ideas que vagan, a veces mías otras no, podría decir un sin fin de pensamiento que solo son eso; me gusta solo meditar como si fuera brisa, más no lo tomes como que acuso algo en ti, solo que me gusta platicarlo, hablarlo, y si me siento cómoda lo hago con más amplitud. Estuve mirando esta crisálida durante meses atrás, en el árbol pequeño del patio, esperando que abriera... y de repente me pregunte por sus padres y por primera vez me pregunté por mamá, solo así. Es curioso que ni siquiera cuando los otros niños iban con sus madres a la escuela me lo preguntará, más allí en aquella vigilancia me pregunté sobre ella ... ¿Sobre su voz, su nombre, su aroma... ¿Si quizás le gustaban los sonidos del tren o sí al igual que yo se tapa los oídos antes de que se perdieran los últimos rezagos del tren?, No dijiste nada más sobre aquel tema, mirabas hacia el vacío. Fruncí el ceño sin querer, solo fue el calor de una respuesta que no puede dar, de unas palabras que me sentía incapaz de pronunciar, de no saber que hacer conmigo mismo. Note que me mirabas de regreso, y como de costumbre tan detallista en lo mínimo no hizo falta decirte como actuar, ya lo sabías antes de tan siquiera insinuarlo. Te levantaste, diste la vuelta, sacudiste tus pantalones de bota larga y con una risa solo agregaste; comprendo. Nada más que estos matorrales, mis juegos con la brisa, los libros en su estante, y saber que harías cualquier cosa por mí y yo igual, solo esto me suficiente. nada más. !Apito, Hoy quiero acompañarte a la siembra y el cargue del maíz! ¿Puedo ir...?, Y Con esa mirada tan tuya; clara e intensa, te recogiste el cabello en una cola, para subir la colina en donde estaba la siembra del maíz-
Volvió aguarda silencio, su llanto no puedo reprimirse por más tiempo. Tomo la maleta, la extendió y me dio un beso en la frente. Allí lo supe, iría a donde ella. Aunque eran suficientes los matorrales, los libros en sus estantes, su cariño infinito por mí como su hija y mi cariño de hija por él, era un adiós, lo era sin marcha atrás, lo era como solo sucede por algún infortunio, por la marcha irrefutable de una ley que nadie entiende. La ausencia y el tiempo por primer vez en mi vida...
- ¡no, no quiero. A caso no basta que yo vaya a estudiar. que tú tengas cultivos que te hacen feliz, que yo te lleve en la tarde un jugo de limón y me queje porque tengo dos pies izquierdos y me caí por todo el camino... Y tú solo te rías diciéndome mi renacuajo saltarín. ¡A caso no basta! -
Ahogada en llanto traté de no seguir con mi reproché que acusaba tanto llanto en sus ojos... Más no puede detenerme.
- ¡acaso el gripar de los grillos, el ver estrellas y reír con alguna de tus historias no bastan, acaso reír antes de dormir y estar sentados en la entrada de la casa contentos de vivir ...!
No puede sostener su mirada, no pudo sostener mi llanto. Y solo me abrazo, colgando la maleta a mis brazos, llevándome arrastras por el camino que daba a la hacia el pueblo. No puede decir o hacer, solo me vi envuelta en un hecho tras otro. Solo ante el andamio del bus, volví en sí. Me aferre a su brazo, mientras buscaba entender<<¿Por qué..? Debe de ser algo irremediable, Solo una cosa lo es en esta vida. Solo una cosa es irreversible) cada pensamiento golpeaba en mi cabeza, una y otra vez, sentí necesidad de ser fuerte, le solté despacio e intenté hablar. Cuando mire sus ojos estos se aferraban a mis ojos. Tanta fortaleza para soltar unas palabras...
- Ada luz. Hoy debo presentarme a un descargue de cuentas. En mi vida no hubieron buenas decisiones, esto es todo lo que diré. Tus ojos y sus ojos mi mundo, por eso quiero mantener ese brillo por mí, sé que lo entenderás. Solo puedo decirte esto. Bájate en la quinta parada, sujeta tu pelo con este listón verde, se sabrán a la primera mirada y esto me alivia. No estuve con quienes debía, no hice lo adecuado, cometí una falta y toda falta reprochable ante los ojos de la bondad y la inocencia en algún momento tiene su consecuencia y está suele ser a su medida y el brutal paso del tiempo. Hace unas semanas le escribí a ella, "Alice"
Al decir su nombre su voz caía como un dulce entre el pico de un colibrí, su latido se agitaba como alas.
-La carta decía lo siguiente; "a partir de mañana, el 06 dejaré de vivir, y como aquella vez que me la dejaste en los brazos besando su rostro pequeñuelo, yo te lo digo a ti por medio de esta carta; besando entre cada dedo tú aroma y la calma que desde hace unos años siento en ti al dormir con tu nombre en el mío. tú y yo cometimos errores, debo asumirlos. cuídala. pronto vendré, más sigo aquí entre cada rendija de tu luz y sombra, no le digas nada de mí, sé que tú amor le bastará para siempre reír. sí por alguna razón la envías conmigo entenderé que llegó tu momento, entonces yo seré como tú, más espero que no sea así, que lleguen los dos, que bajen los dos del tren, que atraviesen hacia mí por el sendero de los robles, ondeando sus colores entre cada pitazo. estaré mejor y así lo haré, esto es un juramento. Y como aquella vez que me besaste diciéndome esto, yo le hago un arreglo a ese juramento. No iré con ella como lo quisimos, como lo acordamos, no me será posible aquel Sueño de una casita con dos piezas; una cama para dos latidos y una cama para un latido que crecer y crece entre nosotros, una mesa con tres tacitas, y tres oraciones en las noches al dormir" ada luz, Crece como esos matorrales en los que tanto te gusta jugar, esos que no se detienen aunque sea implacable el sol y la lluvia, aunque nadie les vea o todos se le lancen encima a derribarles -
Me contrajo a sus brazos, coloco sus manos en mi cabeza.
- sube y no mires atrás, permíteme que sea yo quien te vea partir, permítele esto a tu padre; que tú me has dado ya bastantes alegrías y me has enseñado tanto, que nazco de nuevo en cada una de tus caídas y cada que te levantas de ellas-
- no te preocupes. Seré así de grande como un sueño para cubrir tu cielo. Esto me decías cada que yo enfermaba estando en la cabecera de la cama. ¿Lo recuerdas Apito? -
Me picaba el mido, la tristeza, y un agujero tan profundo me llenaba el pecho hasta no dejarme respirar. Quería decir todo y derribar cada centímetro de lo que sucedía. Más aún era más fuerte mi compresión y cariño, que solo le abrace, y reí al hacerle cosquillas mientras le decía como si todo se hubiera borrado, tan solo con el ahora.
- creo que los limones del patio se extenderán al caer y al no ser jugo, ya que la tierra los tomará... Apito lo tuyo no es llorar, déjame eso a mí y las crisálidas que siempre lo son-
Soltó su risa y su entrecejo era suave, más con esa mirada solemne de siempre avanzar.
- así es mi renacuajo saltarín. Mi risa y llanto es mi corazón y amor -
Me dio un beso en la cabeza. Y se colocó su sombrero, subí el peldaño. Sonó el primer pitido. Comenzó a moverse, más todo se detuvo y se guardó a su propio tiempo. Le puede ver seguir con su mirar el bus. Luego revolver su llanto y risas. Ponerse en marcha, caminar por los mismos matorrales más aún faltaban. Cerré los ojos, pegué mi rostro a la ventana. Como todo busque silencio y paz, sin pensar en el dolor, solo en lo mucho que vivía la felicidad y ahora lo sabía y ahora la dejaba, y volvía entre tragos a ella. De la misma manera que él y Alice. Lo mismo que cada uno de los que se quedaba en el andamio y los que no subían
....
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Jorge Teillier
"No me interesa hablar de poesía, prefiero hablar con mi gato o el jardinero. Aprendo más y me aburro menos. No me interesa ser personaje, porque cuando te ven así, tu poesía pasa a segundo plano. No me interesa si escribes o no escribes. En cambio ser poeta en serio es una responsabilidad. La gente no debe escribir poesía, deben ser poetas. La poesía no es una carrera, eso queda para la hípica. La poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo y un intento de integrarse a la muerte, de la cual tuve conciencia desde muy niño. La poesía no me interesa sólo como acto estético, sino ético. Una manera de cambiar el mundo es empezando a cambiarse a sí mismo. No importa ser bueno o mal poeta, sino transformarse en poeta, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, de nada vale escribir poemas si somos personajes antipoéticos".
Jorge Teillier
22 de abril de 1996
Jorge Octavio Teillier Sandoval, conocido como Jorge Teillier, nació en Lautaro, al sur de Chile, el 24 de Junio de 1935. Fue un poeta chileno perteneciente a la llamada generación del 50.
La concepción de la poesía propuesta por Jorge Teillier oscila entre estas dos variantes. Por una parte está impregnada por el deseo del poeta de configurar un espacio propio, de carácter mítico, relacionado con un modo de vivir particular, aquel que alude a la idea del "lar", al lugar del tiempo perdido, y a la empresa de recuperarlo en la poesía, a través de ciertos íconos recurrentes, como el sur de Chile, los bosques pluviosos y mágicos, los trenes que se pierden en la bruma, los pequeños fantasmas familiares. Por otra, subyace la idea de la soledad urbana, los bares y los marginados boxeadores, la bohemia y ese "gastar los codos en todos los mesones" que le haría tan conocido entre sus lectores. Constante resulta además una cierta noción de desencanto en su poesía, la que, unida a otras características epocales nos revelará a un poeta perteneciente a un grupo generacional bastante influyente en la literatura nacional, la Generación literaria de 1950.
Su producción literaria comenzó en 1956 con Para ángeles y gorriones, al que siguieron Los trenes de la noche y otros poemas en 1964, Poemas secretos en 1965 y Muertes y maravillas en 1971. No obstante, es reconocida también su labor como traductor, de la que destaca su traducción de La confesión de un granuja de Sergei Esenin; como cuentista, por la que recibió el Premio Estímulo de la CRAV (Compañía de refinería de azúcar de Viña del Mar) por "Las persianas"; y como colaborador en diversos diarios y revistas nacionales. Además, impulsado por el afán de dar a conocer la poesía chilena olvidada por el canon, en 1962 publicó "Romeo Murga: Poeta adolescente" y un año más tarde fundó la revista Orfeo junto a Jorge Vélez.
En mayo de 1965, movido por aquel impulso de configurar aquel espacio mítico antes mecionado, publicó "Los poetas de los lares", ensayo en el que revisa la obra de todo un grupo de poetas que centraron su obra en la provincia, la infancia y el respeto por las tradiciones, inaugurando una importante vertiente de la poesía nacional, la poesía lárica o de los lares.
Sus obras han sido traducidas al francés, italiano, sueco, ruso, polaco, alemán y portugués; y cuenta con dos colecciones bilingües: In order to talk with the Dead y From the country of Never-more Jorge Teillier.
Algunos de sus libros son: El árbol de la memoria, 1961; Poemas del país de nunca jamás, 1963; Los trenes de la noche y otros poemas, 1964; Crónica del forastero, 1968; Muertes y maravillas, 1971; Para un pueblo fantasma, 1978; Cartas para reinas de otras primaveras, 1985.
Murió el 22 de abril de 1996 en Viña del Mar, Chile.
En la secreta casa de la noche
Jorge Teillier
Cuando ella y yo nos ocultamos en la secreta casa de la noche a la hora en que los pescadores furtivos reparan sus redes tras los matorrales, aunque todas las estrellas cayeran yo no tendría ningún deseo que pedirles.
Y no importa que el viento olvide mi nombre y pase dando gritos burlones como un campesino ebrio que vuelve de la feria, porque ella y yo estamos ocultos en la secreta casa de la noche.
Ella pasea por mi cuarto como la sombra desnuda de los manzanos en el muro, y su cuerpo se enciende como un árbol de pascua para una fiesta de ángeles perdidos.
El temporal del último tren pasa remeciendo las casas de madera.
Las madres cierran todas las puertas y los pescadores furtivos van a repletar sus redes mientras ella y yo nos ocultamos en la secreta casa de la noche.
-Jorge Tellier
Para hablar con los muertos
Para hablar con los muertos hay que elegir las palabras que ellos reconozcan tan fácilmente como sus manos reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad.
Palabras claras y tranquilas como el agua del torrente domesticada en la copa o las sillas ordenadas por la madre después que se han ido los invitados.
Palabras que la moche acoja como a los fuegos fatuos los pantanos.
Para hablar con los muertos hay que saber esperar: ellos son miedosos como los primeros pasos de un niño.
Pero si tenemos paciencia un día nos responderán con una hoja de álamo atrapada por un espejo roto, con una llama de súbito reanimada en la chimenea, con un regreso oscuro de pájaros frente a la mirada de una muchacha que aguarda inmóvil en el umbral.
Poema de invierno
Jorge Teillier
El invierno trae caballos blancos que resbalan en la helada. Han encendido fuego para defender los huertos de la bruja blanca de la helada. Entre la blanca humareda se agita el cuidador. El perro entumecido amenaza desde su caseta al témpano flotante de la luna.
Esta noche al niño se le perdonará que duerma tarde. En la casa los padres están de fiesta. Pero él abre las ventanas para ver a los enmascarados jinetes que lo esperan en el bosque y sabe que su destino será amar el olor humilde de los senderos nocturnos.
El invierno trae aguardiente para el maquinista y el fogonero. Una estrella perdida tambalea como baliza. Cantos de soldados ebrios que vuelven tarde a sus cuarteles. En la casa ha empezado la fiesta.
Pero el niño sabe que la fiesta está en otra parte, y mira por la ventana buscando a los desconocidos que pasará toda la vida tratando de encontrar.
-Jorge Tellier
Jorge Teillier (1935-1996)
Literatura, arte, cultura y algo más
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Peyote 🇲🇽
( Es una Cactus prohibido en México )
Es un cactus pequeño redondo sin espinas que alcanza alturas de 2 a 7 cm y diámetros de 4 a 12 cm.
La parte superior que está por encima de la superficie se llama corona, que consta de botones en forma de disco que contienen mescalina.
Las flores pueden ser de color blanco, rosa, ligeramente amarillentas o rojizas. Estas se abren durante el día, variando de 1 a 2,4 cm de largo, y alcanzan un diámetro de 1 a 2,2 cm.
Al producir flores, son seguidas por pequeños frutos rosados los cuales son carnosos, en su madurez son de color
blanco pardusco y secos, miden de 1,5 a 2 cm de largo.
Contienen semillas negras con forma de pera de 1 a 1,5 mm de largo y 1 mm de ancho. Y el sabor del peyote es amargo.
El peyote es endémico del norte de México y además crece en el suroeste de los Estados Unidos.
Puede encontrarse en altitudes entre 100 a 1.500 metros sobre el nivel del mar.
Crece sobre suelos calizos y bajo los matorrales espinosos del desierto, protegiendo así de los depredadores, además tienen un crecimiento lento tardando más de 30 años para alcanzar edad de floración.
Dentro del género Lophophora, L. williamsii es la que contiene mayor cantidad de mescalina. Este compuesto es una β-fenetilamina y tiene una estructura química similar a la de la dopamina.
Sus efectos psicodélicos parecen estar mediados por la activación de los receptores 5-HT2A y 5-HT2C, donde existe una alta afinidad; sin embargo, esta afinidad es significativamente menor que la de LSD-25.
La dosis oral de 5 mg/kg de peso corporal, genera efectos psicoactivos y cada botón (corona) de esta especie posee alrededor de 45 mg de mescalina. Asimismo, la mescalina puede absorberse por el tracto gastrointestinal, donde el efecto inicia después de 30 min de su ingesta.
Cabe señalar que los peyotes con más edad son los que contienen mayor cantidad de mescalina, dependiendo también de los factores ambientales y las condiciones del terreno, variando entre el 0,7% y el 3,5% del peso.....Créditos a quien corresponda
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El Refugio soporta muchas cosas. Esto es lo que soporta: la tristeza infinita de mamá, la ira a rachas de Septiembre, mi disimulada ineptitud para hacer lo que me piden los demás, el paso de las estaciones, la muerte de animalillos en los matorrales que la rodean, todas las palabras de amor y odio que nos decimos las unas a las otras.
Hermanas, Daisy Johnson.
#hermanas#daisy johnson#read 2023#frases libros#frases literatura#frases literarias#libros#literatura#leo autoras
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Aquí estoy yo, Leopoldo María Panero
hijo de padre borracho
y hermano de un suicida
perseguido por los pájaros y los recuerdos
que me acechan cada mañana
escondidos en matorrales
gritando porque termine la memoria
y el recuerdo se vuelva azul, y gima
rezando a la nada por temor.
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Primer viaje del año
¡Hola a todos! Espero que su semana vaya bien.
A principios del año se realizó por medio de la escuela, lo organizaron unas amigas de mi grupo como trabajo escolar, fue para conocer más sobre el municipio de Tecozautla, Hidalgo.
A pesar de que fue un viaje corto y cerca, estuvo súper bien, empezando por el clima, no sabíamos cómo nos iba a tocar así que técnicamente a la mera hora supimos más o menos que show, nos tocó un día nublado y lluvioso, a pesar de que si fue un poco más complicado por el simple hecho de que lo que se realizaría seria al aire libre, además de acampar en una zona turística de la zona.
Lo primeo a visitar fue la zona arqueológica “El Pañu”, este sitio es el único de cinco adecuado para su visita, Aqui encontramos un area designada como un mini museo con informacion del lugar, esto para que aprendas y/o conoscas un poco mas hacerca de la zona que se vera a continuacion.
Bueno, despues de recorrer esa area, nos dirigimos por un caminito pintoresco lleno de vegetacion asociada a los matorrales (Cactus, magueyes, mezquites, etc) aqui pude encontrar muchas biznagas con los famosos "chilitos" en realidad no se cual es su nombre pero parecen chiles miniatura color rosa, estos no pican, al contrario son como dulces, muy ricos, ¡vaya! toda una experiencia.
¡Ah, si! este camino es el que nos orientaba hacia la zona arqueologica. Esta no es muuy grande, pero es bonita y un espacio diferente a otros, ademas considero que canada una tiene lo suyo. Aqui tuvimos la oportunidad de estar entre unas rocas como si fueran tipo tuneles, fue increible, haciendo de lado la parte de que es muy estrecho.
En fin, despues de ahi, nos dirigimos a un balneario "El Arenal" en el cual acampamos, fue magnifico, estuvo lloviendo, hacia mucho frio, el armar la casa de campaña en esas condiciones se sintio como si fuera de pelicula. Sumemosle que a pesar del clima si se logro hacer la fogata, ademas de bombones, degustamos unos vinitos a la luz... y calor de ella.
Para finalizar, el dia siguiente no la pasamos en las albercas, deslizandonos por un tobogan de piedra, jugando y gozando de aguas termales de aproximadamente 38º centigrados. El lugar lo he visitado ya dos veces, una de niña y en esta ocasión, me parece muy agradable y claro que lo recomiendo.
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Pueblo; infierno.
Capitulo 1: Pueblo; infierno.
Las chicharras chillaban fervientemente, entre tanta humedad y tanto campo ahí estaba yo, con la bicicleta tirada al lado mio, estaba dándole la espalda al inicio de un pequeño monte y dándole la cara a atardecer que se desvanecía rosado en el horizonte, el rosa es mi color favorito, y creo que jamas se lo dije a nadie, por estúpido que suene. Necesitaba alejarme un poco de la soledad del pueblo para internarme a una soledad en la que realmente nadie me notaria, pues estoy en medio de la nada, a nadie le interesa donde estoy, nadie lo sabe, a nadie le… un disparo se escucha a lo lejos, me dispongo en dirección de la detonación y con una mirada afilada intento ver que esta pasando. Entre los matorrales veo como lucas y Atahualpa, mis dos vecinos, corren hacia la camioneta y se van a toda velocidad, estos dos hicieron una pelotudez, seguramente.
Me acerque lentamente, un fino sollozo me guio a esa escena… le había pegado un tiro en la cabeza a un pobre perro, no lo terminaron de matar y se fueron… cobardes. Nunca había visto a un animal asesinado, me frene y lo observe por un segundo, mis manos se fueron a mi boca y las lagrimas comenzaron a brotar...hijos de puta.
Por la noche me senté en el porche, en una de las reposeras que se situaban fuera del techo de chapa, mi viejo y mi vieja tomaban mates y charlaban por lo bajo, por suerte sobre los años desarrolle la habilidad de no escucharlos mientras miraba las estrellas y e perdía en el ritmo hipnótico de las constelaciones, pero esa noche o pude, la imagen del perro desparramado en el piso como si fuera un trapo destruido me perturbaba y no me permitía disfrutar de mi cielo nocturno, posiblemente lo que mas amaba de las noches de verano, posiblemente de las pocas cosas que amo de este infierno, digo pueblo. El sonido del silbar de mi viejo me hizo darme vuelta, tal como si me hubieran despertado de un mal sueño, ~Lucas, ¿vos te enteraste de lo que hicieron los tarados de acá al lado?~ lo mire confundido por un segundo y atine a decirle ~Si, los tarados esos mataron a un perro, son unos enfermos...~ mi viejo me sonrió ligeramente ~Esta bien lo que hicieron, son medio loquitos, pero ese perro jodía todos los días, mataba a las gallinas y le toreaba a las vacas, perro de...~ me di la vuelta antes de dejarlo terminar, escuche demasiado y siendo sincero que objeto tenia si quiera responderle, mi viejo es igual que los tarados, solo que nunca se animaría a matar a un perro o hacer cualquiera de las estupideces que aquellos dos hicieron.
Mi viejo se fue a dormir, quede yo solo, dándole la espalda a mi vieja que aun se aferraba al mate. Che resoplo mi vieja, aliviada que mi viejo no este mas acá, acerco su reposera y se sentó junto a mi ~No le des bola, vos sabes que el no es asi, no te enojes con nosotros...~ decidí seguir viendo el cielo, no pensaba responder a eso, no pensaba seguir escuchando a mi vieja intentando defender a mi padre. Mis ojos se desviaron un momento y logre notar que ella miraba a las estrella tambien, como intentando buscar palabras, algo que me hiciera sentir mejor.. Lo entiendo mama, no tenes que decir nada, pensé para mi interior, se lo deje saber sonriendo, eso es mucho, debe ser la segunda vez en el año que sonrió verdaderamente, nunca hubo muchas razones para hacerlo… ~¿Sabes?… mucha gente te tiene envidia, yo también...~ mi mama sonrió, dejando caer una tímida lagrima que se hizo charco en su cara arrugada ~Te vas a ir a Buenos Aires a estudiar, acá la gente no suele tener mas expectativas en la vida que vivir del campo, pero vos si… Yo también te envidio, me hubiese gustado a tu edad poder haber tenido...un sueño. Te va a ir muy bien hijito, ya vas a ver, no te vas a tener que bancar mas a tu padre~ el nudo de mi garganta se comenzó a desatar y le susurre, procurando que mi voz no se quiebre, procurando que el no me escuche ~No me voy a bancar mas que me diga que soy un maricón… te voy a extrañar mama, y no te culpo, jamas lo pudiste detener, ni cuando me pegaba de chico. Te perdono, mama~ mi vieja se mortifico en un silencio desgarrador donde solo se escuchaban sus lamentos, esos que no se permitía llorar, ~Te amo~
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«Kunicki», Olga Nawoja Tokarczuk.
Agua I
Es media mañana, no sabe exactamente qué hora es, no ha mirado el reloj, pero no debe de llevar esperando más de un cuarto de hora. Se reclina cómodamente en su asiento y entorna los ojos; el silencio es tan penetrante como un persistente sonido agudo, no puede ordenar sus pensamientos. Todavía no sabe que lo que suena es una alarma. Aparta el asiento del volante y estira las piernas. Le pesa la cabeza, un peso que zambulle su cuerpo en un aire tórrido, blanco. No piensa moverse, esperará.
Seguro que se ha fumado un pitillo, tal vez incluso dos. Al cabo de varios minutos baja del coche y orina en la cuneta. Parece que mientras tanto no ha pasado ningún coche, aunque ahora ya no está tan seguro. Vuelve al coche y bebe agua de una botella de plástico. Finalmente, empieza a impacientarse. Toca con furia el claxon, cuyo ruido ensordecedor desencadena una oleada de ira que, en cierto modo, lo devuelve a la tierra. A partir de este momento lo ve todo mucho más claro: mentalmente ya enfila el mismo sendero por el que ellos se han ido, concibiendo para sus adentros las palabras que en breve va a pronunciar: «¿Por qué tardas tanto? ¿¡Qué diablos crees que estás haciendo!?».
Es un olivar, reseco como un hueso. La hierba cruje bajo los zapatos. Entre los retorcidos olivos crecen zarzamoras silvestres; sus tiernos brotes intentan alcanzar el sendero y agarrarlo de los pies. Hay basura por todas partes: pañuelos desechables, compresas asquerosas, excrementos humanos infestados de moscas… Otras personas también se paran para hacer sus necesidades junto a la carretera. No se toman la molestia de internarse un poco en los matorrales, tienen prisa, incluso aquí.
No hay viento. No hay sol. El cielo blanco e inmóvil recuerda al sobretecho de una tienda de campaña. Hace bochorno. Partículas de agua se expanden en el aire y en todas partes se percibe el olor del mar: de electricidad, de ozono, de pescado.
Ve movimiento, pero no allí, entre los árboles, sino aquí mismo, bajo sus pies. Un enorme escarabajo negro avanza hasta el sendero; durante un rato analiza el aire con sus antenas, se detiene, a todas luces consciente de la presencia humana. El blanco cielo se refleja en su perfecto caparazón formando una mancha lechosa, y a Kunicki, por un instante, le parece que desde la tierra lo observa un ojo extraño que no pertenece a ningún cuerpo, un ojo intempestivo e indiferente. Kunicki escarba con la punta de su sandalia. El escarabajo cruza el sendero haciendo susurrar la hierba seca. Desaparece entre las zarzamoras. Es todo.
Maldiciendo, Kunicki da media vuelta para volver al coche, aún alberga la esperanza de que ella y el crío hayan regresado ya dando un rodeo, sí, está seguro de ello. Les va a decir: «¡Llevo una hora buscándoos! ¿¡Qué diablos creéis que estáis haciendo!?».
Ella dijo: «Para el coche». Cuando lo detuvo, ella bajó y abrió la puerta de atrás. Desató al niño de su sillita, lo tomó de la mano y se alejaron juntos. Kunicki no tenía ganas de salir, se sentía soñoliento y cansado, aunque no habían recorrido más que unos pocos kilómetros. Apenas les echó un vistazo con el rabillo del ojo, sin darles importancia; no sabía que debía prestar atención. Ahora intenta evocar esa imagen borrosa, enfocarla, acercarla y fijarla. Así que los está viendo caminar por el sendero que cruje, de espaldas. Cree recordar que ella lleva unos pantalones claros de lino y una camiseta negra, y el pequeño, una camiseta con un elefante, de eso está seguro porque él mismo se la puso por la mañana. Mientras caminan, se dicen cosas, él no oye qué cosas; no sabía que debía escuchar. Desaparecen entre los olivos. No sabe cuánto rato, pero no mucho. Un cuarto de hora, tal vez un poco más, ha perdido la noción del tiempo, no miró el reloj. No sabía que debía controlar el tiempo. Detestaba que ella le preguntara: «¿En qué piensas?». Le contestaba que en nada, pero ella no le creía. Decía que era imposible no pensar, se ofendía. Pero sí que es capaz —ahora Kunicki experimenta una especie de satisfacción— de no pensar en nada. Sabe hacerlo.
Sin embargo, de repente se detiene en medio de la selva de zarzamoras, se queda quieto, como si su cuerpo, al alcanzar el rizoma de la zarza, encontrase involuntariamente un nuevo punto de equilibrio. El zumbido de las moscas y otro que está solo en su propia cabeza acompañan el silencio reinante. Por un momento se ve a sí mismo desde arriba: un hombre que viste camiseta blanca y un vulgar pantalón safari, con una pequeña calva en la coronilla, en medio de los matorrales, un intruso, un invitado en casa ajena. Un hombre expuesto al bombardeo, caído en el epicentro de un efímero alto el fuego en la batalla que libran el cielo incandescente y la tierra abrasada. Cae presa del pánico; querría ocultarse cuanto antes, esconderse en el coche, pero el cuerpo no obedece: es incapaz de mover el pie, de forzar el ponerse en marcha. Dar un paso: nunca creyó que fuese tan difícil. Se han cortado las conexiones. El pie metido en su sandalia es el ancla que lo ata a la tierra: ha encallado. Conscientemente, con esfuerzo, sorprendiéndose a sí mismo, lo obliga a moverse. No hay otra manera de abandonar este tórrido espacio infinito.
Llegaron el 14 de agosto. El ferry desde Split estaba abarrotado: muchos turistas, aunque el pasaje estaba formado mayoritariamente por gente del país. Llevaban las compras hechas en tierra firme, donde todo es más barato. Las islas no producen muchas cosas. Era fácil distinguir a los turistas porque, cuando el sol empezó a caer irremisiblemente en el mar, se trasladaron a estribor apuntando los objetivos de sus cámaras hacia él. El ferry fue sorteando lentamente los desperdigados islotes y, tras superarlos, pareció salir a mar abierto. Una sensación desagradable, unos instantes de pánico sin importancia.
Encontraron sin dificultad su hostal; se llamaba Poseidón. El propietario, Branko, con barba y una camiseta con una concha estampada, insistió en que lo tutearan y, dando a Kunicki palmaditas cómplices en la espalda, los condujo al primer piso de la angosta casa de piedra construida sobre el mismísimo mar, donde, orgulloso, les mostró el apartamento. Disponían de dos dormitorios y una pequeña cocina rinconera amueblada con los tradicionales armarios de conglomerado de madera laminada. Las ventanas daban directamente a la playa y a mar abierto. Bajo una de ellas acababa de florecer un agave: la flor, en su fuerte tallo, se elevaba triunfalmente sobre el agua.
Saca el mapa de la isla y estudia las posibilidades. Quizá ella se ha desorientado y ha salido en otro lugar de la carretera. Seguramente estará ahí, puede que pare un coche y se dirija… ¿hacia dónde? Advierte en el mapa que la carretera dibuja una línea sinuosa por toda la isla y que se la puede recorrer en circunvalación sin descender en ningún momento hasta el mar. Así es como visitaron Vis hace unos días. Deja el mapa en el asiento de ella, sobre su bolso, y arranca. Conduce despacio, buscándolos con la vista entre los olivos. Pero al cabo de un kilómetro el paisaje cambia: sustituyen al olivar rocosas tierras baldías cubiertas de hierba seca y zarzamoras. Las blancas piedras calizas parecen enormes dientes perdidos por un ser salvaje. Tras recorrer varios kilómetros, da media vuelta. A la derecha, ante sus ojos se extienden viñedos de un verde deslumbrante, salpicados aquí y allá por pequeños cobertizos de piedra para guardar herramientas: vacíos y lóbregos. En el mejor de los casos se ha perdido, pero… ¿y si se ha desmayado, ella o el pequeño? Hace tanto calor, tanto bochorno… A lo mejor necesitan auxilio inmediato, mientras que él, en vez de hacer algo, da vueltas por la carretera. Pues sí, solo un idiota como él puede tardar tanto en darse cuenta. Su corazón empieza a latir con más fuerza. ¿Y si ha sufrido una insolación? ¿O se ha roto una pierna?
Regresa y pega varios bocinazos. A su lado pasan dos coches alemanes. Calcula el tiempo: ha pasado hora y media, lo que significa que el ferry ya ha zarpado. El imponente barco blanco ha engullido los coches, ha cerrado las puertas y se ha echado a la mar. Con cada minuto que pasa, los separan extensiones cada vez más vastas de un mar indiferente. Kunicki tiene un mal presentimiento que le deja la lengua seca, un presentimiento de algo relacionado con la basura junto a la carretera, con las moscas y los excrementos humanos. Ha comprendido. No están. Han desaparecido los dos. Sabe que no los encontrará entre los olivos, pero aun así toma el seco sendero y lo recorre llamándolos a gritos, aunque ya sin esperanza de que le contesten.
Es la hora de la siesta, la pequeña ciudad está casi desierta. En la playa, justo al lado de la carretera, tres mujeres hacen volar una cometa azul. Las distingue perfectamente mientras aparca. Una de ellas lleva pantalones de color crema claro que ciñen sus rollizas nalgas.
Encuentra a Branko sentado en una mesa de un pequeño café. En compañía de dos hombres. Beben pelinkovac con hielo como si fuera whisky. Branko, sorprendido, sonríe al verlo.
—¿Has olvidado algo? —pregunta.
Le acercan una silla, pero no se sienta. Quiere contarlo todo por orden, pasa al inglés al tiempo que en otra parte de la cabeza, como si se tratara de una película, se pregunta qué se hace en tales situaciones. Dice que Jagoda y el pequeño han desaparecido, y precisa dónde y cuándo. Los ha buscado y no los ha encontrado. Branko entonces le pregunta:
—¿Os habéis peleado?
Responde que no, sin faltar a la verdad. Los otros dos hombres apuran sus copas de pelinkovac. A él también le gustaría tomar un trago. Siente en la boca ese sabor agridulce que tiene el licor. Branko, con parsimonia, recoge de la mesa el paquete de tabaco y el mechero. Los otros también se levantan, a regañadientes, como si se concentraran antes de entrar en combate, o tal vez, simplemente, porque preferirían seguir disfrutando de la sombra del toldo. Irán todos con él, pero Kunicki insiste en que primero hay que avisar a la policía. Branko vacila. Vetas canosas entreveran su negra barba. En su camiseta amarilla destaca, en rojo, el dibujo de una concha con la palabra Shell.
—¿Y si ha bajado hasta el mar?
Puede ser. Quedan en lo siguiente: Branko y Kunicki irán a aquel lugar, y los otros dos, al puesto de policía, desde donde telefonearán a Vis. Branko explica que Komiža cuenta con un solo agente, que la verdadera comisaría está en Vis. Sobre la mesa quedan las copas con el hielo derritiéndose.
Kunicki reconoce enseguida la pequeña entrada al borde de la carretera donde ha permanecido aparcado. Le parece que han transcurrido siglos desde entonces, ahora el tiempo corre de otra manera, espeso y acre, compuesto por secuencias. El sol asoma entre las blancas nubes, de pronto hace mucho calor.
—Toca el claxon —dice Branko, y Kunicki obedece.
El sonido es prolongado y lastimero como una voz animal. Al cesar se diluye en vagos ecos de cigarras.
Se internan en la espesura entre los olivos, llamándose de vez en cuando. Se vuelven a encontrar junto al viñedo y, tras intercambiar unas palabras, deciden inspeccionarlo de punta a punta. Avanzan por las sombreadas hileras, llamando a la mujer desaparecida: «¡Jagoda, Jagoda!». Kunicki se percata del significado de este nombre, arándano, ya se le había olvidado, y de pronto cree estar participando en un rito ancestral, borroso y grotesco. De los arbustos penden carnosas bayas violeta oscuro, perversos pezones multiplicados, mientras él deambula por los frondosos laberintos gritando: «Jagoda, Jagoda». ¿A quién se dirige? ¿A quién está buscando?
Tiene que detenerse unos segundos al notar un pinchazo en el costado; se dobla en dos entre las hileras de las plantas. Sumerge la cabeza en la umbría frescura, la voz de Branko, amortiguada por el follaje, ya no le llega, y Kunicki solo oye el zumbido de las moscas, la familiar textura del silencio.
Tras un viñedo empieza otro, separado tan solo por un angosto sendero. Se detienen y Branko habla por el móvil. Repite las palabras žena y dijete, «esposa» e «hijo», las únicas que Kunicki es capaz de entender en croata. El sol, ya de color naranja, enorme e hinchado, se debilita a ojos vistas. Pronto podrán mirarlo a la cara. Los viñedos adquieren a su vez un intenso verde oscuro. Dos figuras humanas están en medio de ese verde mar a rayas, impotentes.
Al anochecer, en la carretera hay ya algunos vehículos y un grupo de hombres. Kunicki, en el coche en que pone Policija, con ayuda de Branko contesta unas preguntas que le resultan caóticas, formuladas por un policía fornido y bañado en sudor. Habla en un inglés básico. «We stopped. She went out with the child. They went right, here», y señala con la mano. «I was waiting, let’s say, fifteen minutes. Then I decided to go and look for them. I couldn’t find them. I didn’t know what had happened». Le ofrecen agua mineral recalentada, la bebe con avidez. «They are lost». Y repite: «lost». El policía marca un número en su móvil. «It is impossible to be lost here, my friend», le dice mientras espera a que le contesten. A Kunicki le llama mucho la atención ese «my friend». Luego se oye un walkie-talkie. Pasará aún una hora antes de que formen filas irregulares para emprender una batida por la isla.
En este lapso de tiempo, el hinchado sol desciende sobre los viñedos; para cuando alcancen la cima, ya tocará el mar. Lo quieran o no, asisten a esa puesta de sol operísticamente prolongada. Finalmente encienden las linternas. Ya a oscuras, bajan hasta el abrupto acantilado desde donde ven muchas pequeñas calas. Inspeccionan dos de ellas; en cada una hay una casita de piedra en la que se alojan esos turistas excéntricos que reniegan de los hoteles y prefieren pagar más por no tener agua corriente ni luz eléctrica. Cocinan en fogones de piedra u hornillos de butano. Pescan peces que del agua pasan directamente a la parrilla. No, nadie ha visto a una mujer con un niño. Se disponen a cenar; aparecen en las mesas pan, quesos, aceitunas y esos pobres pescaditos que esa misma tarde vivían absortos en sus frívolas ocupaciones marinas. De vez en cuando Branko llama al hotel de Komiža; se lo pide Kunicki porque cree que ella, después de perderse, habrá logrado llegar hasta allí por otro camino. Pero después de cada llamada, Branko se limita a darle unas palmaditas en la espalda.
Alrededor de la medianoche resulta que el grupo de hombres ha menguado, pero entre los que quedan están los dos que Kunicki vio en la mesa del café en Komiža. Ahora, al despedirse, hacen las presentaciones: Drago y Roman. Juntos se dirigen al coche. Kunicki les está muy agradecido por la ayuda, pero no sabe cómo se dice «gracias» en croata; debe de parecerse al polaco «dziękuję», algo así como «diákuyu» o «diákuye» o una cosa por el estilo. En realidad, con un poco de buena voluntad, podrían crear una versión eslava de koiné, un conjunto de palabras parecidas y prácticas para comunicarse sin necesidad de la gramática, en vez de recurrir a una versión sosa y simplona del inglés.
En plena noche un bote atraca frente a su casa. Deben evacuar la zona, es una inundación. El agua alcanza ya el primer piso de los edificios. En la cocina se cuela por las juntas entre los azulejos y sale con cálidos chorritos de los enchufes. Los libros se han hinchado por la humedad. Abre uno y constata que las letras se corren como el maquillaje, dejando manchas en las páginas en blanco. Resulta que todo el mundo ha salido ya en el bote anterior; solo queda él.
Entre sueños oye las gotas de agua que caen perezosamente del cielo y que al cabo de un instante se convertirán en un breve y violento aguacero.
Agua II
—Tampoco es que sea tan grande la isla —dice por la mañana Djurdżica, la mujer de Branko, al tiempo que le sirve un café bien cargado.
Se lo repiten todos como un mantra. Kunicki comprende lo que intentan decirle, él mismo sabe que la isla es demasiado pequeña como para perderse en ella. A lo largo de sus poco más de diez kilómetros, tiene solo dos ciudades dignas de tal nombre: Vis y Komiža. Es posible registrarla a conciencia, centímetro a centímetro, como un cajón. Y los habitantes de ambas localidades se conocen bien. Las noches son cálidas, los campos están cubiertos de viñedos y los higos ya casi maduros. Aunque se hubieran perdido, nada malo les podría pasar, no iban a morir de hambre ni de frío, ni tampoco devorados por fieras salvajes. Pasarían la cálida noche tumbados sobre la hierba abrasada por el sol, bajo un olivo, acunados por el soñoliento susurro del mar. No más de tres o cuatro kilómetros separan cualquier lugar de la carretera. En los campos hay casitas de piedra con barriles y prensas de vino, algunas provistas de víveres y velas. Desayunarán un jugoso racimo de uva o compartirán el desayuno habitual de los veraneantes de las calas.
Bajan hasta el hotel, donde los espera un policía, pero no el mismo, uno más joven. Por un momento Kunicki alberga la esperanza de oír buenas noticias, pero este le pide el pasaporte. Copia concienzudamente los datos y anuncia que buscarán también en tierra firme, en Split. Y en las islas vecinas.
—Es posible que caminara hacia el ferry por la orilla —explica.
—No llevaba dinero. No money. Está todo aquí. —Y Kunicki muestra el bolso del que saca un monedero, rojo y bordado con pequeñas cuentas. Lo abre y se lo enseña al policía, que se encoge de hombros y copia la dirección polaca.
—¿Cuántos años tiene el niño?
Kunicki contesta que tres.
Conducen por la serpenteante carretera de vuelta al mismo lugar, el día promete ser despejado y tórrido, sobrexpuesto a la luz como una película sacada del carrete. A mediodía todas las imágenes habrán desaparecido. Kunicki piensa en la posibilidad de escrutarlo todo desde lo alto, desde un helicóptero, al fin y al cabo la isla está casi desnuda. También piensa en los chips, en que se los injertan a los animales, a las aves migratorias, cigüeñas y grullas, y ya no quedan para las personas. Todo el mundo debería llevar uno, por su propia seguridad. Posibilitaría el rastreo en internet de todo movimiento humano: caminos, lugares donde la gente descansa y donde se pierde. ¡Cuántas vidas podrían salvarse! Cree estar viendo la imagen en la pantalla de un ordenador: líneas de colores correspondientes a cada individuo, huellas y señales constantes. Círculos y elipses, laberintos. Quizá también ochos sin acabar, quizá espirales malogradas, abruptamente truncadas.
Hay un perro pastor de color negro; le dan a oler un jersey de ella desde el asiento de atrás. El perro olfatea los alrededores del coche y luego se interna entre los olivos por el sendero. Kunicki siente una súbita inyección de energía, pronto se aclarará todo. Corren tras el perro, que se detiene en el sitio donde habrán hecho sus necesidades, pese a que no se distingue huella alguna. Se le ve muy satisfecho de sí mismo, pero, querido pastor, no has hecho más que empezar. ¿Dónde están, adónde se fueron? El perro no entiende qué más esperan de él, pero retoma la marcha, a regañadientes, en dirección opuesta, alejándose de los viñedos a lo largo de la carretera.
Así que caminó a lo largo de la carretera, piensa Kunicki, seguramente se equivocó. Pudo salir más adelante y haberlo esperado a unos cientos de metros. Pero ¿no oyó el claxon? ¿Y después? Quizá los recogió alguien, pero teniendo en cuenta que no los han encontrado, ¿dónde puede haberlos llevado ese alguien? Alguien. Una figura vaga, difusa, ancha de hombros. Cogote recio. Un secuestro. ¿Los habrá noqueado y metido en el maletero? Después los habrá trasladado a tierra firme en el ferry, podrían estar en Zagreb o en Múnich o en cualquier otra parte. ¿Y cómo pudo cruzar la frontera con dos cuerpos inconscientes?
Sin embargo, el perro no tarda en torcer hacia un barranco que va en diagonal a la carretera, una brecha larga y pedregosa que desciende sorteando las piedras. Al fondo se extiende un pequeño viñedo descuidado donde hay una casa de piedra, parecida a un quiosco, con techo de hojalata ondulada llena de herrumbre. Ante la puerta hay un montoncito de tallos de vid secos, reunidos probablemente para ser quemados. El perro describe círculos concéntricos alrededor de la casa y acaba regresando siempre a la puerta. Sin embargo, constatan con sorpresa que la puerta está cerrada con candado. Habrá sido el viento el que ha acumulado las ramitas en el umbral. Resulta evidente que nadie ha podido entrar por ahí. El policía mira al interior a través de los cristales sucios, después empieza a tirar de la ventana, cada vez más fuerte, hasta que la arranca. Entonces se asoman y les golpea un persistente olor a cerrado y a mar.
El walkie-talkie crepita, el perro bebe agua y recibe nueva orden de oler el jersey. Da tres vueltas a la casa, regresa a la carretera y, tras dudar un rato, la recorre en dirección a unas rocas prácticamente desnudas, apenas cubiertas de hierba seca en muy contados lugares. Desde el acantilado se ve el mar. Todos los del grupo de búsqueda están allí, de cara al agua.
El perro pierde el rastro, da media vuelta, finalmente se tumba en medio del sendero.
—To je zato jer je po noći padala kiša —dice alguien en croata, y Kunicki entiende perfectamente que habla de la lluvia de anoche.
Viene Branko y se lo lleva a comer. La policía se queda allí mientras ellos dos van a Komiža. Casi no hablan. Kunicki intuye que Branko seguramente no sabe qué decirle, y más aún en una lengua extranjera, en inglés. De acuerdo, que no diga nada. Piden pescado frito en un restaurante a orillas del mar; de hecho ni siquiera es un restaurante, sino la cocina de unos amigos de Branko. Todos lo son aquí, incluso tienen un aire de familia, rasgos afilados, caras curtidas por el viento, una tribu de lobos de mar. Branko le sirve una copa de vino e insiste en que se la beba. Apura la suya de un trago. No acepta dinero para pagar la cuenta. Recibe una llamada.
—They manage to get a helicopter, an airplane. Police —dice.
Elaboran un plan de expedición bordeando la costa, con la barca de Branko. Kunicki telefonea a Polonia, a casa de sus padres, oye la familiar voz ronca de su padre, le dice que deben quedarse tres días más. No le cuenta la verdad. Todo va bien, sencillamente deben quedarse. También llama al trabajo, dice que le ha surgido un pequeño problema y pide tres días más de vacaciones. No sabe por qué dice «tres días».
Espera a Branko en el embarcadero. Este aparece otra vez con su camiseta con una concha estampada, pero es una camiseta nueva, limpia, fresca, debe de tener para dar y regalar. Entre las barcas amarradas encuentran un pequeño bote de pesca. Unas letras azules torpemente escritas en el borde pregonan su nombre: Neptuno. En ese momento Kunicki recuerda que el ferry que los trajo se llamaba Poseidón, al igual que muchos bares, tiendas y barcas. Poseidón o Neptuno, nombres que el mar expele como conchas. Sería interesante averiguar cómo se compran los derechos de autor a un dios. ¿Con qué se le paga?
Se acomodan en el bote. Pequeño y estrecho, es más bien una barca a motor con una minúscula cabina de madera, de tablones toscamente armados. Branko guarda en ella botellas de agua, llenas y vacías. Algunas contienen vino de su propio viñedo, blanco, bueno, fuerte. Todos tienen aquí su propio viñedo y hacen su propio vino. Branko saca de allí un motor y lo fija en la popa. Arranca al tercer intento. A partir de entonces hay que gritar para oírse. El ruido es espantoso, pero al cabo de un rato el cerebro se acostumbra a él como a la gruesa ropa de invierno que separa el cuerpo del resto del mundo. Poco a poco el ruido se impone a la vista de la bahía, cada vez más pequeña, y del puerto. Kunicki divisa la casa en la que se alojaban, incluso las ventanas de la cocina y la flor de agave disparándose hacia lo alto desesperadamente, como un fuego artificial petrificado, una eyaculación triunfante.
Todo disminuye y se funde ante sus ojos: las casas en una oscura línea irregular, el puerto en una caótica mancha blanca entreverada por las rayas de los mástiles; sobre la ciudad, a su vez, emergen las montañas, desnudas, grises, salpicadas aquí y allá por el verdor de los viñedos. No paran de crecer, ya son enormes. Desde su interior, desde la carretera, la isla parecía pequeña, ahora exhibe su poderío: un macizo de rocas formando un cono monumental, un puño que sobresale del agua.
Al virar a babor dejando atrás la bahía y adentrarse en mar abierto, la costa de la isla parece escarpada y amenazadora.
A consecuencia de la maniobra las blancas crestas de las olas golpean las rocas y los pájaros se asustan por la presencia del bote. Cuando vuelven a arrancar el motor, los pájaros desaparecen. Y aún hay más: la línea vertical de un avión que va rumbo al sur y parte el cielo en dos.
Reemprenden la marcha. Branko enciende un par de cigarrillos y ofrece uno a Kunicki. Resulta difícil fumar: gotas minúsculas salpican desde debajo de la proa alcanzándolo todo.
—Mira el agua —grita Branko—, cualquier movimiento.
Al aproximarse a una bahía con una gruta, ven un helicóptero. Vuela en sentido contrario. Branko se pone en pie en medio del bote y hace señales. Kunicki mira el artefacto, casi feliz. La isla no es grande, piensa por centésima vez, nada puede escapar a la mirada de esa libélula mecánica que vuela alto, todo se verá claro y cristalino.
—Pongamos rumbo al Poseidón —grita a Branko, pero este se muestra reticente.
—Por allí no se puede pasar —grita a su vez como respuesta.
Sin embargo, el bote vira y aminora la marcha. Se mete entre las rocas con el motor apagado.
Esta parte de la isla también debe de llamarse Poseidón, como todo lo demás, piensa Kunicki. El bueno del dios se ha construido aquí sus propias catedrales: naves, cuevas, columnas y coros. Las líneas son imprevisibles, el ritmo falso y desacompasado. La humedad da brillo a las negras rocas ígneas, como forradas con un oscuro y raro metal. Ahora, al anochecer, estas construcciones resultan tristísimas, la quintaesencia del abandono, nadie ha rezado nunca aquí. Kunicki tiene de pronto la sensación de encontrarse ante prototipos de los templos creados por el hombre, de que los grupos de turistas deberían ser traídos aquí antes de visitar Reims o Chartres. Quiere compartir con Branko este descubrimiento, pero hay demasiado ruido como para poder hablar. Ven otro bote, más grande, donde pone Policie. Split. Sigue la línea de la escarpada costa. Los botes se aproximan y Branko se pone a hablar con los policías. No hay ni rastro, nada. Al menos eso imagina Kunicki, pues el estruendo del motor ahoga la conversación. Deben de entenderse leyendo los labios e interpretándolo todo por la manera suave e impotente de encogerse de hombros que no casa con sus camisas blancas con chatarreras de uniforme policial. Indican que hay que volver porque pronto se hará de noche. Es lo único que oye Kunicki: «Volved». Branko pisa el acelerador, emitiendo un ruido que suena como una explosión. El agua se contrae levantando olas minúsculas como escalofríos.
Llegar ahora a la isla resulta muy distinto que hacerlo de día. Primero ven luces centelleantes que por momentos se separan formando hileras. Crecen sumidas en una oscuridad cada vez más profunda, se independizan y diferencian: las luces de los yates amarrados junto al muelle en nada se parecen a las que se filtran por las ventanas de las casas; las que iluminan los rótulos de los comercios en nada se parecen a los movedizos faros de los coches. La imagen segura de un mundo domesticado.
Finalmente Branko apaga el motor y el bote alcanza la orilla. De repente, los bajos rozan terreno pedregoso: han llegado a la pequeña playa municipal, justo enfrente del hotel, lejos del embarcadero. Kunicki adivina el porqué. Al lado de la rampa, en el límite mismo de la playa, ve un coche de policía, dos hombres con camisas blancas que evidentemente los están esperando.
—Me parece que quieren hablar contigo —dice Branko mientras amarra el bote. Kunicki por poco se desmaya, tiene miedo de lo que quizá esté a punto de oír. Que han encontrado sus cuerpos. Eso es lo que le da miedo. Se acerca a ellos, las rodillas le tiemblan.
Gracias a Dios, se trata de un simple interrogatorio. No, no hay ninguna novedad. Pero ha pasado tanto tiempo que el asunto se ha vuelto serio. Lo llevan a la comisaría de Vis por la misma carretera, la única que hay en la isla. Ha oscurecido ya del todo, pero por lo visto conocen bien el camino, pues no aminoran la marcha ni siquiera en las curvas cerradas. No tardan en dejar atrás el lugar fatídico.
En la comisaría lo esperan personas nuevas. Un traductor alto y apuesto que habla un polaco que, seamos sinceros, deja bastante que desear —lo han traído expresamente desde Split—, y un oficial. Indiferentes, le hacen preguntas de rutina. Empieza a darse cuenta de que se ha convertido en sospechoso.
Lo devuelven al hotel. Baja del coche y hace ademán de entrar. Pero solo lo finge. Aguarda en un oscuro pasillo a que se marchen, a que cese el ruido del motor, y luego sale a la calle. Se encamina hacia donde se concentran más luces, al bulevar junto al embarcadero donde están todos los bares y restaurantes. Pero es tarde y a pesar de ser viernes ya no hay aglomeraciones; debe de ser la una o las dos de la madrugada. Entre los escasos clientes en las mesas busca con la vista a Branko, pero no lo ve, no divisa su conocida camiseta con una concha. Hay unos italianos, toda una familia, están acabando de cenar, también ve a dos personas mayores, sorben algo con una pajita mientras observan a la ruidosa familia italiana. Dos mujeres rubias, en actitud de íntima complicidad, los hombros tocándose, absortas en su conversación. Hay algunos lugareños, pescadores, otra pareja. Nadie le presta atención, qué alivio… Camina por el límite de la sombra, casi tocando el agua, percibe el olor a pescado y la cálida y salada brisa del mar. Le entran ganas de dar media vuelta y subir por una de las empinadas callejuelas en dirección a la casa de Branko, pero no se atreve, ya deben de estar dormidos. Así que se sienta en una pequeña mesa al borde de una terraza. El camarero lo ignora.
Observa a los hombres que llegan a la mesa de al lado. Se sientan y acercan otra silla. Son cinco. Antes de que venga el camarero, antes de pedir bebidas, reina entre ellos una intangible complicidad.
De distintas edades, dos lucen una barba tupida, pero toda diferencia pasa inadvertida una vez formado el círculo que, queriéndolo o no, han creado. Hablan, aunque no importa lo que dicen: podría pensarse que se preparan para cantar a coro, que prueban la voz. El círculo se llena de risas: los chistes, aun los más trillados, son pertinentes, incluso deseables. Una risa que susurra, vibrante, conquista el espacio y acalla a las turistas de la mesa vecina, dos mujeres de mediana edad, consternadas. Atrae miradas curiosas.
Preparan al público. La entrada del camarero con una bandeja de bebidas se convierte en una obertura, y el joven camarero en un maestro de ceremonias que, inconsciente de su papel, anuncia un baile o una ópera. Al verlo se animan, una mano le indica dónde ponerlas: aquí. Breves momentos de silencio, y los bordes de cristal alcanzan sus labios. Algunos de ellos, los más impacientes, no consiguen evitar cerrar los ojos, igual que en la iglesia cuando el cura, solemne, deposita en la lengua extendida una oblea blanca. El mundo está listo para dar un vuelco: solo en apariencia el suelo sigue bajo los pies y el techo sobre la cabeza, el cuerpo ya no pertenece exclusivamente a cada uno, sino que forma parte de una cadena viva, el eslabón de un círculo que ha cobrado vida. Ahora igual, vasos viajando hasta los labios, casi no se percibe el instante mismo de vaciarlos, es un momento de máxima concentración, de efímera seriedad. Estarán a partir de ahora aferrados a ellos: a los vasos. Los cuerpos sentados a la mesa empezarán a dibujar sus círculos, las coronillas marcarán en el aire los suyos, al principio pequeños, mayores después. Se superpondrán, dibujando nuevos arcos. Al final se levantarán las manos, primero probarán su fuerza en el aire, gesticulando para ilustrar las palabras, luego caerán sobre los hombros de los compañeros, sobre nucas y espaldas, propinando golpecitos de apoyo. En esencia, gestos de amor. La confraternización de manos y espaldas no resulta inoportuna, es un baile.
Kunicki lo contempla con envidia. Le gustaría salir de la sombra y unirse al grupo. Desconoce esa intensidad. Él pertenece al norte, donde los hombres se comportan con mayor timidez. Pero en el sur, donde el sol y el vino dan al cuerpo espontaneidad sin retraimiento, ese baile cobra absoluta realidad. Solo al cabo de una hora se desploma el primer cuerpo sobre el respaldo de la silla.
La cálida brisa nocturna lo empuja hacia las mesas posándole su pata en la espalda, insistiéndole: «Venga, hombre, ven». Quisiera unirse a ellos, vayan a donde vayan. Quisiera que lo llevaran con ellos.
Regresa a su hotelito por el costado no iluminado del bulevar, cuidándose mucho de no cruzar el límite de la sombra. Antes de entrar en la estrecha y asfixiante escalera, toma una bocanada de aire y se queda quieto un rato. Luego sube la escalera, tanteando los peldaños en la oscuridad, y enseguida cae desplomado en la cama, sin quitarse la ropa, boca abajo, con los brazos extendidos hacia los lados, como si alguien le hubiera pegado un tiro en la espalda y él contemplase esa bala durante unos instantes y luego se muriera.
Se levanta a las pocas horas, dos o tres, pues todavía está oscuro. Y baja a tientas hasta el coche. La alarma chasquea, el coche, lleno de añoranza, parpadea con guiños cómplices. Kunicki descarga el equipaje, todo, sin orden ni concierto. Sube los bártulos escaleras arriba y los arroja al suelo de la cocina y de la habitación. Dos maletas y un sinfín de hatillos, bolsas, cestas, también la de las provisiones para el viaje, un juego de aletas en su saco de plástico, las caretas de buceo, el parasol, las esterillas de playa y la caja de vino que compraron en la isla, así como el ajvar, ese condimento de pimientos rojos que tanto les había gustado, y unos tarros de aceitunas. Enciende las luces y se sienta en medio de todo este desorden. Después coge el bolso de ella y vacía suavemente su contenido sobre la mesa de la cocina. Se sienta y posa la mirada en el patético montoncito de objetos como si se tratase de un complicado juego de palillos chinos y le tocara a él hacer la siguiente jugada: extraer uno sin mover ningún otro. Tras vacilar un instante elige la barra de labios y desenrosca la tapa. De color rojo oscuro, casi nueva, apenas la había usado. Se la lleva a la nariz. Huele bien, es difícil decir a qué. Se arma de valor, va cogiendo uno a uno los demás objetos y los deposita por separado sobre la mesa. El pasaporte: viejo, con tapas azules, en la foto está bastante más joven, lleva una melena larga y suelta, con flequillo. Su firma en la última página aparece borrosa, por eso a menudo la retienen en las fronteras. El pequeño bloc de notas negro, con cierre de goma. Lo abre y lo hojea: unos apuntes, el dibujo de una chaqueta, una columna de cifras, la tarjeta de un bistró del balneario de Polanica, un número de teléfono al dorso, un mechón de pelo, oscuro, ni mechón siquiera, tan solo unas docenas de cabellos sueltos. Lo deja a un lado. Ya lo examinará más adelante. El estuche de maquillaje hecho de tela exótica hindú, en el interior: un perfilador de ojos verde oscuro, una polvera (sin apenas polvos), un rímel verde con cepillo en espiral, un sacapuntas de plástico, brillo de labios, unas pinzas, una cadenita ennegrecida rota. También encuentra una entrada del museo de Trogir con una palabra extranjera escrita al dorso; acerca a los ojos el pedazo de papel y lee con dificultad: καιρóς, debe de leerse K-A-I-R-Ó-S, pero no está seguro, la palabra no le dice nada. Y mucha arena en el fondo.
El móvil, casi descargado. Comprueba el registro de llamadas recientes; se repite su propio número, pero también hay otros, dos o tres, no le dicen nada. «Mensajes recibidos», solo uno, de él, cuando se perdieron en Trogir: Estoy junto a la fuente de la plaza principal. «Mensajes enviados»: vacío. Vuelve al menú principal, en pantalla la iluminada aparece un dibujo, al cabo de unos instantes se apaga.
Un paquete de pañuelos de papel, abierto. Un lápiz, dos bolígrafos, uno es un Bic naranja, el otro lleva escrito «Hotel Mercure». Calderilla, céntimos de zloty y de euro. Un monedero, con billetes croatas, poca cosa, y diez zlotys polacos. La tarjeta Visa. Un paquete de pósits naranja, manchado. Un alfiler de cobre con un grabado antiguo, parece roto. Dos caramelos Kopiko. La cámara de fotos, digital, en su estuche negro. Un clavo. Un clip blanco. Un envoltorio de chicle, dorado. Migas. Arena.
Coloca todo esto cuidadosamente sobre la encimera negra mate, cada cosa equidistante de la siguiente. Se acerca al grifo, bebe agua. Vuelve a la mesa y enciende un cigarrillo. Después saca fotos con la cámara de ella, objeto a objeto. Los fotografía despacio, con solemnidad, el zoom al máximo, el flash puesto. Solo lamenta que esta pequeña cámara no pueda fotografiarse a sí misma. También ella es una prueba en todo este asunto. A continuación va a la entrada, donde están las bolsas y las maletas, y toma una instantánea de cada una de ellas. Sin embargo, no se detiene ahí, deshace las maletas y se pone a fotografiar cada prenda, cada par de zapatos, cada tubo de crema y el libro. Los juguetes del niño. Incluso saca de una bolsa de plástico la ropa sucia y a ese montoncito informe también le hace una foto.
Encuentra una botellita de rakia, se la bebe de un trago, sin soltar la cámara, y toma una instantánea de la botella vacía.
Ya se ha hecho de día cuando conduce en dirección a Vis. Lleva los bocadillos, resecos, que ella había preparado para el camino. Con el calor, la mantequilla se ha derretido, empapando las rebanadas de pan con una fina y reluciente capa de grasa, el queso está duro y medio transparente, parece plástico. Se come un par al abandonar Komiža, se limpia las manos en el pantalón. Conduce despacio, con cuidado, mirando a los lados, a todo lo que ve al pasar, consciente de que lleva alcohol en la sangre. Pero se siente fuerte e infalible como una máquina. No mira hacia atrás, aunque sabe que allí, a sus espaldas, el mar crece metro a metro. La limpidez del aire permitiría seguramente divisar la costa italiana desde lo alto. De momento se para en el arcén y examina con la mirada todo lo que hay a su alrededor, cada pedacito de papel, cada desperdicio. También tiene los prismáticos de Branko, los usa para observar las laderas. Ve los pedregosos declives cubiertos por un fino colchón grisáceo de hierba reseca, ve los inmortales arbustos de zarzamoras oscurecidos por el sol, aferrándose a las piedras con sus largos brotes. Miserables olivos asilvestrados de tronco retorcido, pequeñas tapias de piedra vestigio de viñedos abandonados.
Al cabo de más o menos una hora, despacio, como un coche patrulla de la policía, empieza a adentrarse en Vis. Pasa junto a un supermercado, hace la compra, vino sobre todo, y en un momento se planta en la ciudad.
El ferry ya ha atracado en el muelle. Es inmenso, enorme como un edificio, un bloque flotante. Poseidón. Su portalón ya está abierto, ya hay formada una cola de coches y gente medio dormida para alimentar sus fauces. Enseguida empezará el embarque. Kunicki se detiene junto a la barandilla y observa el grupo de personas que están comprando billetes. Algunas cargan con mochilas, entre ellas una preciosa muchacha tocada con un turbante multicolor; la mira, no puede quitarle los ojos de encima. Junto a esta beldad, un muchacho alto de tipo escandinavo.
Hay mujeres con niños, supone que del lugar, sin equipaje, un hombre trajeado, con un maletín. También una pareja: ella, acurrucada contra el pecho de él, tiene los ojos cerrados, como si quisiera completar el sueño de una noche demasiado corta. Y varios coches, uno cargado hasta los topes, con matrícula alemana, dos italianos… Y unas furgonetas locales que van a buscar pan, verduras, el correo. La isla debe subsistir. Kunicki, con disimulo, echa un vistazo al interior de los coches.
Por fin la cola se mueve, el ferry engulle a personas y vehículos, nadie protesta, avanzan como borregos. Todavía llegan unos moteros franceses, son los cinco últimos, y también desaparecen dócilmente en las fauces del Poseidón.
Kunicki espera a que el portalón se cierre con su chirrido metálico. El taquillero cierra de golpe la ventanilla y sale a fumarse un cigarrillo. Los dos son testigos de cómo el ferry, con un escándalo repentino, se aleja de la orilla.
Le dice que está buscando a una mujer con un niño, saca del bolsillo el pasaporte de ella y se lo planta delante de las narices.
El taquillero se inclina para examinar la foto del pasaporte. Dice en croata algo así como:
—La policía ya ha preguntado por ella. Nadie la ha visto por aquí. —Da una calada y añade—: No es una isla grande, alguien se acordaría.
De pronto le da una palmada en el hombro, como si se conocieran de toda la vida.
—¿Un café? ¿Te apetece? —Y señala con la cabeza el cafetín del puerto que abre en ese justo momento.
Pues sí, un café, ¿por qué no?
Kunicki toma asiento en una mesita y el otro viene enseguida con sendos expresos dobles. Beben en silencio.
—No te preocupes —dice el taquillero—. Aquí es imposible perderse. Aquí estamos todos siempre a la vista, como expuestos en la palma de una mano abierta —dice, y le muestra la palma de la mano, surcada por varias líneas gruesas. Después le trae un panecillo con carne y lechuga. Finalmente se va, dejando a Kunicki con el café a medio tomar. Cuando desaparece, un breve sollozo lo sacude; es como un bocado de pan, así que se lo traga. No sabe a nada.
No logra evitar la sensación de estar expuesto en la palma de una mano. Para ser visto. ¿Por quién? ¿Quién querrá observar a todo el mundo, esa isla en medio del mar, esos hilos de caminos asfaltados que van de un puerto a otro puerto, a varios miles de personas derretidas por el sol, turistas y lugareños, en constante movimiento? En su cabeza centellean imágenes como captadas por satélite, al parecer se puede leer en ellas lo que pone en una caja de cerillas. ¿Será eso posible? ¿También será visible desde ahí arriba su incipiente calvicie? Un cielo inmenso, templado, poblado por incansables satélites armados con ojos escrutadores.
Regresa al coche atravesando un pequeño cementerio junto a la iglesia. Todas las tumbas miran al mar, como en un anfiteatro, de manera que los muertos observan el ritmo del puerto, lento, repetitivo. Probablemente les alegra el blanco ferry, a lo mejor incluso lo toman por un arcángel que escolta las almas en su aéreo viaje.
Kunicki nota que algunos apellidos se repiten. La gente y los gatos de aquí deben de parecerse: crecen en entornos endogámicos, se mueven en ambientes formados por contadas familias, rara vez salen de ellos. Se detiene una sola vez: al ver una lápida pequeña con apenas dos filas de letras:
Zorka 9-02-21 – 17-02-54
Srečan 29-01-54 – 17-07-54
Durante un rato busca en esas fechas un orden algebraico, parecen una clave. Madre e hijo. Una tragedia encerrada entre dos fechas, desarrollada por etapas. Una carrera de relevos.
Aquí se acaba la ciudad. Está cansado, el calor ha alcanzado su cénit y el sudor le inunda los ojos. Subiendo de nuevo en coche al interior de la isla, constata que el sol pertinaz hace de ella el lugar más inhóspito de la tierra. El calor emite el tictac de una bomba de relojería.
En la comisaría le ofrecen una cerveza bien fresca, como si quisieran ocultar su impotencia bajo la blanca espuma. «No los ha visto nadie», dice un funcionario fornido y, cortésmente, dirige hacia él el ventilador.
—¿Qué hago? —pregunta al policía desde la puerta.
—Debería irse a descansar —responde el policía.
Pero Kunicki se queda en la comisaría y, todo oídos, escucha cada conversación telefónica, cada chasquido de los walkie-talkie, cargado siempre de algún significado oculto, hasta que viene a buscarlo Branko y se lo lleva a comer. Casi no hablan. Después pide que lo dejen en el hotel, se siente débil y se tumba en la cama sin quitarse la ropa. Huele su propio sudor; el repulsivo olor del miedo.
Vestido, permanece tumbado boca arriba entre las cosas que había sacado de las bolsas. Con vista atenta calibra sus constelaciones, sus interrelaciones, las direcciones que señalan y las figuras que forman. Tal vez sea un presagio. Hay en todo ello un mensaje para él, en torno a su mujer y su hijo, pero sobre todo acerca de él mismo. Desconoce esta escritura y estos signos, seguro que no son obra de mano humana. La relación que los une resulta evidente, el mero hecho de que los esté mirando reviste importancia, y el verlos encierra un gran misterio, misterio es que pueda mirar y ver, misterio es que exista.
Tierra
El verano se cerró tras él dando un portazo. Kunicki se va adaptando, cambia las sandalias por unas zapatillas, las bermudas por el pantalón largo, afila los lápices de su escritorio, ordena facturas. El pasado ha dejado de existir, se convierte en retazos de vida: nada que lamentar. Así que eso que siente debe de ser un dolor fantasma, irreal, un dolor de toda forma incompleta, mellada, que por su propia naturaleza tiende a un todo. No hay otra manera de explicarlo.
No logra conciliar el sueño últimamente. Es decir, sí se duerme por la noche, agotado, pero se despierta hacia las tres o cuatro de la madrugada, como tras la gran inundación de hace años. Solo que entonces sabía el porqué de su insomnio: le había asustado el cataclismo. Ahora es distinto, no se ha producido ningún desastre. Sin embargo, se ha abierto un agujero, una interrupción. Kunicki sabe que las palabras podrían recomponerlo; si encontrase un número razonable de palabras sensatas, adecuadas para explicar lo sucedido, del agujero no quedaría ni rastro y él dormiría hasta las ocho. Algunas veces, pocas, le parece oír dentro de su cabeza una o dos palabras pronunciadas en voz alta, lacerantes. Palabras arrancadas tanto de la noche de insomnio como del frenesí del día. Algo chispea en las neuronas, impulsos saltando de un lugar a otro. ¿No es eso lo propio del proceso de pensar?
Se trata de espectros prêt-à-porter apostados a las puertas de la razón, fabricación en serie. No resultan nada aterradores, no son comparables con ningún diluvio bíblico, no encierran escenas dantescas. Se trata simplemente de la terrible inevitabilidad del agua, de su omnipresencia. Impregna las paredes del piso. Kunicki examina con el dedo el enfermo revoque empapado, la pintura húmeda deja huella en su piel. Las manchas trazan en la pared mapas de países que no conoce, que no sabe nombrar. Las gotas se filtran por el marco de las ventanas, se cuelan bajo la alfombra. Clava una alcayata en la pared y verás salir un reguerito, abre un cajón y oirás un chapoteo. Levanta una piedra y me descubrirás a mí, susurra el agua. Chorros incontrolables inundan los teclados, se apaga la pantalla bajo el agua. Kunicki sale corriendo de su bloque de pisos y constata que han desaparecido los cajones de arena para niños y los parterres, el bajo seto vivo ha dejado de existir. Con el agua hasta los tobillos, va hacia su coche, con él intentará salir del barrio y alcanzar un terreno más elevado, pero no le dará tiempo. Resultará que están sitiados, es una ratonera.
Alégrate de que todo haya acabado bien, se dice al levantarse en la oscuridad para ir al cuarto de baño. Claro que me alegro, se contesta. Pero no se alegra. En absoluto. Vuelve a acostarse entre las sábanas aún calientes y permanece tumbado con los ojos abiertos, hasta la mañana. Sus pies, inquietos, se dirigen a alguna parte en un paseo irreal e impedido por los pliegues del edredón, escuecen por dentro. A ratos descabeza un sueñecito del que lo despierta su propio ronquido. Ve clarear el día al otro lado de la ventana, oye el ruido de los basureros y los primeros autobuses; los tranvías salen de sus cocheras. A primera hora de la mañana se pone en movimiento el ascensor, se oyen sus chirridos desesperados, chillidos de una existencia encerrada en un espacio bidimensional, arriba y abajo, nunca en diagonal o a los lados. El mundo sigue adelante, con ese agujero irreparable, lisiado. Cojea.
Kunicki cojea junto con él hacia el cuarto de baño, después, de pie, toma un café junto a la encimera de la cocina. Despierta a su mujer. Medio dormida, desaparece en el baño.
Le ha encontrado una ventaja a su insomnio: escuchar lo que ella pueda decir mientras duerme. Así se desvelan los mayores secretos. Escapándose involuntariamente cual diminutos haces de humo para enseguida desaparecer; hay que atraparlos justo al asomar por la boca. Así que piensa y aguza el oído. Ella duerme boca abajo, silenciosamente, su aliento es apenas perceptible, suspira a veces, pero esos suspiros no contienen palabras. Cuando se da la vuelta para cambiar de lado, su mano busca instintivamente otro cuerpo, intenta abrazarlo, su pierna aterriza en las caderas de él. Por un instante se queda petrificado, pues ¿qué querrá decir? Finalmente concluye que se trata de un movimiento mecánico y se lo consiente.
Aparentemente nada ha cambiado salvo que el sol le ha aclarado el pelo y salpicado con unas cuantas pecas su nariz. Pero al tocarla, al pasar la mano por su espalda desnuda, le parece haber descubierto algo. No acierta a saber qué. Esa piel le opone resistencia, se ha vuelto más dura, más compacta, como una lona.
No puede permitirse nuevas búsquedas, tiene miedo, retira la mano. En un duermevela imagina que su mano da con un terreno ignoto, algo que pasó por alto en los siete años de su matrimonio, algo vergonzoso, un estigma, una tira de piel peluda, una escama de pez, un plumón de pollo, una estructura atípica, una anomalía.
Por eso se aparta hasta el borde de la cama y mira desde ahí esa forma que es su mujer. A la tenue luz del barrio que penetra por la ventana, su cara no es más que un pálido contorno. Se queda dormido con los ojos clavados en esa mancha y ya clarea en el dormitorio cuando despierta. La luz del amanecer, metálica, cubre de ceniza los colores. Por un instante le asalta la estremecedora sensación de que está muerta: ve su cadáver, un cuerpo vacío y reseco del que el alma ha volado tiempo atrás. No le da miedo, solo le sorprende, y acto seguido, a fin de ahuyentar esta imagen, le toca la mejilla. Ella suspira y se vuelve hacia él poniéndole una mano sobre el pecho, el alma regresa. Su respiración recupera el ritmo acompasado, pero él no osa moverse. Espera a que el despertador lo libre de tan incómoda situación.
Le preocupa su propia inacción. ¿No debería apuntar todos estos cambios para no pasar nada por alto? Levantarse en silencio, escurrirse de la cama y en la mesa de la cocina dividir una hoja de papel en dos columnas y escribir: antes y ahora. ¿Qué escribiría? La piel, más áspera: a lo mejor envejece, sin más, o a causa del sol. ¿Camiseta en vez de pijama? A lo mejor los radiadores están regulados a mayor potencia que antes. ¿Su olor? Ha cambiado de crema.
Recuerda el pintalabios que tenía en la isla. ¡Ahora usa otro! El anterior era claro, beis, suave, del color de los labios. Este es rojo intenso, carmesí, no sabe cómo definirlo, nunca ha sido bueno en esto, nunca ha sabido cuál es la diferencia entre rojo y carmesí y ya no digamos púrpura.
Abandona con cuidado las sábanas, toca el suelo con los pies desnudos y, a oscuras, para no despertarla, va al cuarto de baño. Solo en él se deja deslumbrar por su cegadora luz. En el estante de debajo del espejo está su estuche de maquillaje bordado con cuentas. Lo abre con delicadeza para cerciorarse de sus suposiciones. El pintalabios es diferente.
Por la mañana consigue llevar a cabo una actuación perfecta, eso cree: perfecta. Que ha olvidado algo y tiene que quedarse en casa, cinco minutos más.
—Ve sola, no me esperes.
Finge tener prisa por encontrar unos papeles. Ella, mientras tanto, se pone la chaqueta frente al espejo, se envuelve el cuello con una bufanda roja y coge al niño de la mano. La puerta se cierra de golpe. Los oye bajar corriendo la escalera. Se queda inclinado encima de los papeles mientras el eco del portazo resuena repetidas veces en su cabeza como si rebotase un balón, bum, bum, bum, hasta que vuelve el silencio. Respira hondo y se yergue. Silencio. Nota cómo lo envuelve, a partir de este momento se mueve despacio y con precisión. Se dirige al armario, descorre su puerta acristalada y se sitúa frente a los vestidos de ella. Alarga el brazo hacia una blusa blanca, nunca se la ha puesto, es demasiado elegante. La roza con la punta de los dedos, después la toca con toda la mano, que desaparece en sus pliegues de seda. Pero como la blusa no le dice nada, continúa; reconoce un traje chaqueta de cachemira, también casi sin usar, y unos vestidos de verano, así como unas cuantas camisas, una encima de otra; un jersey de invierno, envuelto aún en la bolsa de plástico de la tintorería, y el largo abrigo negro. Tampoco la ha visto a menudo con él puesto. Se le ocurre que esta ropa colgada está ahí para confundirlo, despistarlo, llamarlo a engaño.
Están en la cocina hombro con hombro. Kunicki corta el perejil. No quiere volver a empezar, pero no consigue contenerse. Siente cómo las palabras se le agolpan en la garganta, no se ve capaz de tragarlas. Así que vuelta a empezar:
—Venga, ¿qué pasó?
Ella responde con voz cansada, su tono es de quien repite lo mismo por enésima vez, que él es un pelma y un aburrido:
—Otra vez: me mareé, debí de intoxicarme, ya te lo dije.
Pero él no se rendirá tan fácilmente:
—No te encontrabas mal al salir del coche.
—Es verdad, pero luego me sentí mal, muy mal —repite con sorna—. Creo que por un momento perdí el conocimiento, el pequeño se puso a chillar y sus gritos me hicieron volver en mí. Se asustó y yo también me asusté. Quisimos ir hacia el coche, pero con la confusión tomamos otra dirección.
—¿Qué dirección? ¿Hacia Vis?
—Sí, hacia Vis. No, no sé si hacia Vis, ¿cómo iba a saberlo?, de haberlo sabido habría regresado al coche, te lo dije mil veces —levanta la voz—. Cuando comprendí que me había perdido, nos sentamos en una floresta, el pequeño se durmió y yo seguía mareada…
Kunicki sabe que miente. Sigue cortando el perejil sin levantar la vista de la tabla y dice con voz de ultratumba:
—Por allí no había ninguna floresta.
Y ella casi gritando:
—¡Claro que sí!
—No, había olivos solitarios y viñedos. ¿Qué floresta?
Se hace un silencio. Ella lo interrumpe diciendo en tono mortalmente grave:
—Pues bien. Lo has descubierto todo. Bravo. Se nos llevó un platillo volante, experimentaron con nosotros, nos insertaron chips, mira, aquí. —Y levanta la cabellera enseñando la nuca; su mirada es fría.
Kunicki ignora su sarcasmo.
—De acuerdo, sigue.
Y ella sigue:
—Encontré una casita de piedra. Nos dormimos, se hizo de noche…
—¿Así, de repente? ¿Y en qué se os fue el día? ¿Qué hicisteis?
Ella no hace caso, continúa su relato:
—… Por la mañana nos gustó. Pensé que te preocuparías un poco y te acordarías de nuestra existencia. Una especie de terapia de choque. Comíamos uva y salíamos a nadar…
—¿Tres días sin comer?
—Comíamos uva, te lo acabo de decir.
—¿Y qué bebíais?
Ella tuerce el gesto.
—El agua del mar.
—¿Por qué no me dices simplemente la verdad?
—Esta es la verdad.
Kunicki se esmera en cortar los carnosos tallos.
—Vale, ¿qué pasó después?
—Nada. Finalmente volvimos a la carretera y paramos un coche que nos llevó hasta…
—¡Tres días más tarde!
—¿Y qué?
Él lanza el cuchillo contra el perejil. La tabla cae al suelo.
—¿Te das cuenta del lío que armaste? Te buscaron con un helicóptero. ¡Movilizaste toda la isla!
—Innecesariamente. Que las personas desaparezcan por un tiempo es algo que sucede, ¿no es cierto? No hacía falta desatar el pánico. Digamos que me encontré mal y luego mejoré.
—¿Dónde está mi mujer de siempre? ¿Qué demonios te ocurre? ¿Cómo piensas explicarlo?
—No hay nada que explicar. Te he dicho la verdad, pero tú no quieres escucharla.
Le grita y enseguida, bajando la voz:
—Dime lo que piensas, cómo te imaginas que pasó todo.
Pero él no contesta. Semejante conversación se ha repetido ya varias veces. Y no parece que ninguno de los dos tenga el ánimo para mantener otra.
En ocasiones, ella se apoya en la pared, entorna los ojos y se burla de él:
—Se acercó un autobús lleno de proxenetas y me llevaron a un burdel. Mantenían al pequeño en el balcón a pan y agua. Tuve sesenta clientes en aquellos tres días.
Entonces él se aferra con las manos a la mesa para no golpearla.
Nunca se lo había planteado ni se ha preocupado por no recordar el transcurso de los días uno tras otro. No sabe qué hizo tal o cual lunes, no solo tal o cual, sino el último o el penúltimo. No sabe qué hizo anteayer. Intenta evocar el jueves anterior a que salieran de Vis y… no ve nada. Pero cuando se concentra, los ve caminar por el sendero, oye el crujido de arbustos y hierbajos secos al ser pisados, que la hierba estaba tan reseca que quedaba reducida a polvo bajo sus pies. También recuerda la pequeña tapia baja, pero seguramente tan solo porque allí vieron una serpiente que escapó al verlos. Ella le mandó coger al niño en brazos. Y mientras él lo llevaba cuesta arriba, arrancó algunas hojas de una planta y las restregó entre los dedos. «Ruda», dijo. Entonces es cuando recuerda que toda la isla olía así, precisamente a esa hierba, incluso el rakia, metían en las botellas ramitas enteras. Pero ya no sabe decir cómo volvían ni lo que sucedió aquella tarde. Tampoco recuerda otras tardes. No recuerda nada, lo pasó todo por alto. Y lo que no se recuerda, es que nunca existió.
Los detalles, la importancia de los detalles; antes no los había tomado en serio. Ahora está seguro de que, si logra organizarlos en una cadena coherente de causa efecto, todo se aclarará. Debería sentarse tranquilamente en su despacho, desplegar un papel, a poder ser de gran tamaño, el más grande que encuentre, tiene uno así, en paquetes de libros, y anotarlo todo punto por punto. Al fin y al cabo, la verdad existe.
Pues bien. Corta las cintas de plástico de un paquete de libros, los apila sin siquiera mirarlos. Es uno de esos superventas recientes, al cuerno con él. Saca la hoja de papel gris y la extiende sobre la mesa. La vasta superficie gris, un poco arrugada, lo intimida. Con un rotulador negro escribe: frontera. Allí se pelearon. ¿Debería remontarse a los días anteriores al viaje? No, se quedará en la frontera. Habrá enseñado el pasaporte sacando la mano por la ventanilla del coche. Fue entre Eslovenia y Croacia. Recuerda que después circularon por una carretera entre aldeas abandonadas. Casas de piedra sin tejado, con huellas de incendios o bombardeos. Inconfundibles vestigios de la guerra. Campos de cultivo cubiertos de malas hierbas, una tierra seca y yerma, desamparada. Sus propietarios, desterrados. Senderos muertos. Mandíbulas apretadas. Nada, no pasa absolutamente nada, están en el purgatorio. Circulan contemplando en silencio estos desolados paisajes. Pero no se acuerda de ella, estaba sentada a su lado, demasiado cerca. Tampoco recuerda si se detuvieron por allí o no. Sí, repostan en una gasolinera pequeña. Le parece que compran helados. Y el tiempo: bochorno bajo un cielo lechoso.
Kunicki tiene un buen empleo. Le permite ser un hombre libre. Trabaja como representante comercial de una gran editorial capitalina; representante, que quiere decir que vende libros. Tiene asignados varios puntos en la ciudad que debe visitar de vez en cuando, promocionando ofertas, recomendando novedades, tentando con descuentos.
Detiene su coche delante de una pequeña librería de los suburbios y saca del maletero el pedido realizado. La librería se llama «Librería. Papelería», es demasiado pequeña para permitirse un nombre propio, de todos modos la mayor parte de su facturación la constituye la venta de cuadernos y libros de texto. El pedido cabe en una caja de plástico: manuales, dos ejemplares del sexto tomo de una enciclopedia, las memorias de un actor famoso y el último superventas de un título que no dice nada: Constelaciones, la friolera de tres ejemplares. Kunicki se promete a sí mismo leerlo más adelante. Le sirven un café y bizcocho casero, les cae bien. Da cuenta de los bocados de bizcocho con unos sorbos de café, muestra el nuevo catálogo de la editorial. Esto se vende bien, dice, y se lleva un nuevo pedido. En esto consiste su trabajo. Antes de salir, compra un calendario rebajado.
Por la tarde, en su minúscula oficina, anota los datos del pedido en formularios corporativos; los envía por correo electrónico. Al día siguiente recibirá los libros.
Qué alivio, disfruta de una calada, ha terminado su jornada laboral. Ha estado esperando este momento desde la mañana para poder mirar tranquilamente las fotos. Conecta la cámara al ordenador.
Son sesenta y cuatro. No elimina ninguna. Aparecen en modo presentación, unos segundos cada una. Las fotos son aburridas. Su único mérito radica en que inmortalizan instantes que de otro modo se perderían para siempre. Pero ¿vale la pena copiarlas? Pues sí. Kunicki las copia en un CD, apaga el ordenador y se va a casa.
Todos sus movimientos obedecen a actos reflejos: girar la llave de contacto, desactivar la alarma, abrocharse el cinturón de seguridad, encender la radio con el toque de un dedo, meter la primera. El coche rueda despacio desde el aparcamiento hacia la concurrida calle, en segunda. La radio da el pronóstico del tiempo: va a llover. Y precisamente en este momento empieza a llover, como si las gotas de la lluvia, preparada de antemano, estuvieran a la espera del conjuro de la radio. Arrancan los limpiaparabrisas.
Y de repente algo cambia. No se trata del tiempo ni de la lluvia ni de lo que ve desde el coche, sino de él, todo se le aparece de manera diferente. Es como si se acabara de quitar las gafas de sol o como si los limpiaparabrisas hubieran quitado algo más que el polvo de la ciudad. Sufre un acceso de calor y por un reflejo quita el pie del acelerador. Le pitan. Se obliga a recuperar el autocontrol y acelera hasta alcanzar a un Volkswagen negro. Empiezan a sudarle las manos. De buena gana se apartaría a un lado, pero no hay donde meterse, tiene que seguir.
Constata con estremecedora clarividencia que todo el camino, tan de sobra conocido, está lleno de señales chillonas. Una información destinada tan solo a él. Círculos sobre una pata, triángulos amarillos, cuadrados azules, paneles verdes y blancos, flechas, indicadores. Rojo, verde, naranja. Líneas pintadas sobre el asfalto, letreros informativos, advertencias, recordatorios. La sonrisa de una valla publicitaria, también importante. Las ha visto por la mañana, pero entonces no le decían nada, podía ignorarlas, ahora ya no podrá. Le hablan en tono bajo y categórico, son más numerosas que nunca, en realidad no dejan espacio para nada más. Rótulos de comercios, anuncios, logos de Correos, de farmacias, de bancos, la paleta STOP de una maestra de infantil que vigila a los niños en el paso cebra, una señal superponiéndose a otra, cruzando una segunda, indicando la de más allá; un poco más adelante, una señal tomando el relevo de otra y esta última relevando la siguiente, un contubernio de señales, una red de señales, una connivencia de señales a sus espaldas. Nada es inocente ni carente de significado, es un gran rompecabezas sin fin.
Presa del pánico, busca sitio para aparcar, tiene que cerrar los ojos, si no, se volverá loco. ¿Qué le pasa? Empieza a temblar. Divisa una parada de autobús y, aliviado, allí se detiene. Intenta controlarse. Piensa que tal vez haya tenido un derrame. Teme mirar a su alrededor. A lo mejor ha encontrado otra forma de ver, otro Punto de Vista, con mayúsculas, todo con mayúsculas.
La respiración no tarda en normalizarse, pero las manos le siguen temblando. Enciende un pitillo, sí, se envenenará un poco con nicotina, se aturdirá con el humo, fumigará los demonios. Ya sabe que no va a seguir conduciendo, no podría con ese nuevo conocimiento que lo abruma. Jadea con la cabeza apoyada en el volante.
Aparca el coche en la acera —seguro que le pondrán una multa— y sale con cuidado. La calzada de asfalto le parece viscosa.
—Señor Intocable —dice ella.
Kunicki no cae en la provocación: no contesta. Ella abre ruidosamente la puerta de un armario de cocina, saca un paquete de té y espera el lapso de tiempo que le ha concedido para que reaccione.
—¿Qué te ocurre? —pregunta agresivamente esta vez. Kunicki sabe que si tampoco contesta a esta pregunta, ella le lanzará un ataque en toda regla, de manera que, con calma, dice:
—No ocurre nada. ¿Qué quieres que ocurra?
Ella pega un bufido y enumera con voz monótona:
—No me hablas, no permites que te toque, te apartas a la otra punta de la cama, no duermes por las noches, no ves la tele, vuelves tarde de no se sabe dónde oliendo a alcohol…
Kunicki sopesa cómo comportarse. Sabe que haga lo que haga, estará mal. Así que se queda quieto. Se incorpora sobre la silla, clava los ojos en la mesa. Está tan incómodo como si hubiera algo negándose a pasar por su garganta. Detecta un movimiento amenazador en la cocina. Intenta una vez más:
—Hay que llamar a las cosas por su nombre… —Arranca, pero ella le interrumpe:
—Vaya, pues ojalá supiéramos ese nombre.
—De acuerdo. No me contaste lo que de verdad…
Pero no termina, porque ella tira el té al suelo y sale corriendo de la cocina. Un segundo después se oye el portazo de la entrada.
Kunicki piensa que es una actriz consumada. Podría hacer carrera.
Siempre ha sabido qué quería. Ahora no lo sabe. No sabe nada, ni siquiera sabe qué debería saber. Va abriendo secciones del catálogo general y, sin prestar demasiada atención, ojea las fichas atravesadas por una varilla. No sabe ni cómo ni qué buscar.
Pasó la última noche en internet. ¿Y qué encontró? Un mapa no muy exacto de Vis, una página del departamento de turismo croata, un horario de ferrys. Cuando tecleó el nombre de Vis, aparecieron decenas de páginas. Solo un par sobre la isla. Precios de hoteles y atracciones turísticas. Asimismo, Visible Imaging System, con fotografías de satélite, le pareció entender. Y Vaccine Information Statements. Victorian Institute of Sport. Y una más: System for Verification and Synthesis.
Internet lo conducía de una palabra a otra, ofrecía enlaces, señalaba con el dedo. Cuando no sabía algo, callaba discretamente o mostraba las mismas páginas hasta aburrir. Fue cuando Kunicki tuvo la impresión de haber alcanzado los límites del mundo conocido, el muro, la membrana de la bóveda celeste. Imposible romperlo a cabezazos y asomarse al exterior.
Internet es un estafador. Promete mucho: que cumplirá la tarea que le encomiendes, que encontrará aquello que busques; tarea, cumplimiento, premio. Pero a la hora de la verdad la promesa no es más que un reclamo, pues enseguida caes, hipnotizado, en trance. Los senderos se bifurcan, se multiplican a gran velocidad, los enfilas persiguiendo un objetivo que no tarda en desdibujarse y sufrir una serie de metamorfosis. Pierdes el suelo bajo los pies, el punto de partida queda olvidado y el objetivo desaparece definitivamente de tu vista, se extravía en el parpadeo de más y más páginas y tarjetas de visita que siempre prometen más de lo que pueden dar, fingen descaradamente que detrás de la superficie de la pantalla existe un cosmos. Nada más ilusorio, querido Kunicki. ¿Qué estás buscando, Kunicki? ¿Hacia dónde crees que vas? Tienes ganas de extender los brazos y lanzarte a él, a ese abismo, pero no existe nada más ilusorio: el paisaje resulta ser el fondo de la pantalla, no puedes dar un solo paso más.
Su pequeño despacho ocupa una sola habitación que alquila por cuatro perras en la cuarta planta de un desconchado edificio de oficinas. Al lado hay una agencia inmobiliaria y un poco más allá un salón de tatuajes. Tiene un escritorio y un ordenador. Paquetes de libros por el suelo. En el alféizar de la ventana hay una tetera eléctrica y un bote de café.
Arranca el ordenador y espera a que la máquina se recupere del susto. Mientras tanto enciende su primer pitillo. Vuelve a mirar las fotos, y esta vez las examina prestando mucha atención y dedicando tiempo a cada una, hasta que llega a las últimas que hizo: el contenido de su bolso desparramado por encima de la mesa y esa entrada con la palabra kairós, sí, incluso la aprendió de memoria: καιρóς. Sí, esta palabra se lo explicará todo.
De modo que ha encontrado algo que antes pasó por alto. Necesita fumar otro cigarrillo, hasta tal punto está excitado. Observa la palabra misteriosa que a partir de ahora lo guiará, la soltará al viento como una cometa y la seguirá. «Kairós», lee Kunicki, «kairós», repite sin estar seguro de cómo se pronuncia. Debe de ser griego clásico, piensa contento, ¡griego!, y se lanza hacia las estanterías de su biblioteca, donde no hay ningún diccionario griego, solo uno titulado Proverbios útiles en latín, al que apenas ha dado uso. Ya sabe que sigue la pista correcta. No podrá parar. Coloca las fotografías del contenido de su bolso, qué bien que las haya hecho. Las dispone una al lado de otra en filas iguales, como en un solitario. Enciende otro cigarrillo y da vueltas alrededor de la mesa como si fuera un detective. Se detiene, da una calada, clava los ojos en el pintalabios y el bolígrafo fotografiados.
De repente percibe que hay diferentes maneras de mirar. Con una solo se ven objetos, cosas útiles para la persona, concretas e inofensivas, y enseguida se sabe para qué sirven y cómo utilizarlas. Pero también existe una manera de mirar panorámica, generalizadora, gracias a la cual se descubren vínculos entre los objetos, su red de reflejos. Las cosas dejan de ser cosas, el hecho de que sirvan para algo es irrelevante, mera apariencia. Se convierten en señales, indican algo que no aparece en la fotografía, remiten más allá del marco de la instantánea. Hay que concentrarse mucho para mantener esa mirada, que en esencia es un don, un estado de gracia. El corazón de Kunicki late cada vez más fuerte. El bolígrafo rojo con la palabra «Septolete» aparece profundamente enraizado en un significado oscuro, inescrutable.
Reconoce ese lugar, estuvo en él por última vez cuando bajaban las aguas, justo después de la inundación. La biblioteca, la honorable Ossolineum, está situada junto al río, frente a él, y es un error. Los libros deberían guardarse en terreno elevado.
Recuerda aquella imagen, el momento en que salió el sol y bajaron las aguas. La inundación había dejado cieno y fango, pero ya habían limpiado algunos lugares y los trabajadores de la biblioteca ponían allí los libros a secar. Los colocaban medio abiertos en el suelo; eran cientos, miles. En esa posición tan poco natural para ellos, recordaban a seres vivos, un cruce entre pájaro y anémona. Manos enfundadas en finos guantes de látex despegaban pacientemente las páginas unas de otras para que frases y palabras se secaran por separado. Lamentablemente, las páginas se habían marchitado, oscurecido por el cieno y el agua, retorcido. La gente se movía entre ellas con sumo cuidado, mujeres con bata blanca, como en un hospital, dejaban los volúmenes abiertos hacia el sol, que fuera el sol quien leyese. Pero en el fondo era un panorama desolador, algo así como un encontronazo entre dos elementos. Kunicki lo contempló con horror hasta que, animado por el ejemplo de un transeúnte, se unió al grupo de voluntarios entusiastas.
Hoy se siente incómodo en esa biblioteca del centro de la ciudad, espléndidamente reconstruida tras el desastre de la inundación y oculta en una serie de edificios que circundan un claustro. Al entrar en la espaciosa sala de lectura ve mesas dispuestas en filas regulares y distancia discreta entre una y otra. Ante casi todas ellas hay sentada una espalda: inclinada, jorobada. Árboles sobre tumbas. Un cementerio.
Los libros colocados en los estantes solo muestran el lomo, es como si, piensa Kunicki, se pudiera mirar a la gente solo de perfil. No seducen con abigarradas cubiertas, no presumen de fajas que invariablemente rezan «el mayor», «la más grande»; disciplinados cual reclutas, solo presentan sus insignias básicas: autor y título, nada más.
Catálogos en lugar de reclamos publicitarios, carteles y bolsas con su logo. La igualdad de las fichas embutidas en cajones estrechos infunde respeto. Información básica, número, breve descripción, ningún alarde.
Nunca había estado allí. Durante la carrera frecuentaba únicamente la moderna biblioteca de la universidad. Entregaba una hoja con el título y el autor y al cabo de un cuarto de hora le traían el libro. Tampoco es que la frecuentara muy a menudo, en situaciones excepcionales más bien, porque la gente fotocopiaba la mayoría de los textos. Una nueva generación de la literatura: texto sin lomo, una fotocopia fugaz, una especie de kleenex que se hizo con el poder tras la abdicación del pañuelo de algodón tradicional. Los pañuelos de papel hicieron una modesta revolución: abolieron las diferencias de clase. Un solo uso y a la basura.
Tiene delante tres diccionarios. Diccionario griego-polaco. Autor: Zygmunt Węclewski, Lvov, 1929. Librería Samuela Bodeka, calle Batorego 20. Pequeño diccionario griego-polaco. Teresa Kambureli, Thanasis Kambureli, Wiedza Powszechna, Varsovia, 1999. Y los cuatro volúmenes del Gran diccionario griego-polaco, Zofia Abramowiczówna (ed.), 1962, Editorial PWN. En él descifra no sin dificultad la palabra καιρóς, ayudándose con un cuadro comparativo de alfabetos.
Lee solo lo que está escrito en polaco, en alfabeto latino: «1. “De la medida”, medida correcta, adecuación, moderación; diferencia; importancia. 2. “Del lugar”, lugar vital, sensible del cuerpo. 3. “Del tiempo”, tiempo crítico, adecuado, oportunidad, ocasión, momento favorable, el momento propicio es fugaz; los que han aparecido inesperadamente; perder la ocasión; cuando llega el momento adecuado, ayudar a tiempo en caso de tormenta, cuando se presenta la ocasión, prematuramente, períodos críticos, estados periódicos, orden cronológico de los hechos, situación, estado de cosas, posición, peligro definitivo, provecho, utilidad, ¿con qué fin?, ¿qué te ayudaría?, ¿dónde sería conveniente?».
Esto pone en el primer diccionario. En el segundo, más antiguo, Kunicki echa un vistazo somero a las diminutas entradas saltándose los términos griegos y tropezando con maneras de expresión anticuadas: «buena medida, moderación, relación correcta, alcanzar un objetivo, desmesura, instante correcto, tiempo adecuado, momento oportuno, maestría, asimismo, solamente, tiempo, hora, y en pl.: circunstancias, relaciones, tiempos, casos, incidentes, momentos revolucionarios decisivos, peligros; buena es la ocasión, la ocasión se brinda, a tiempo se presenta». El diccionario más reciente ofrece la pronunciación entre paréntesis cuadrados: [keirós]. Además: «tiempo atmosférico, tiempo cronológico, temporada, ¿qué tiempo hace?, temporada de uva, pérdida de tiempo, de cuando en cuando, una vez, ¿cuánto tiempo?, hace mucho que se debía hacer».
Desesperado, Kunicki pasea la vista por la sala de lectura. Ve las coronillas de cabezas inclinadas sobre libros. Vuelve a los diccionarios, lee la entrada anterior, que se parece mucho, en realidad solo difiere en una letra: καιριος. También difiere la explicación: «ejecutado a tiempo, certero, eficaz, mortal, fatal, pregunta decisiva» y: «sitio vulnerable del cuerpo, allí donde las heridas son eficaces, lo que siempre se produce a tiempo, será lo que tenga que ser».
Kunicki recoge sus cosas y regresa a casa. Por la noche encuentra en la Wikipedia una página dedicada a Kairós por la que se entera de que se trata de un dios, de poca importancia, olvidado, helénico. Y de que fue descubierto en Trogir. Su efigie estaba en aquel museo, por eso su mujer apuntó esta palabra. Nada más.
Cuando su hijo era pequeño, cuando era un lactante, Kunicki no pensaba en él como persona. Y eso estaba bien porque se encontraban muy cerca el uno del otro. La persona siempre está lejos. Aprendió a cambiarle los pañales con mucha destreza, lo hacía con un par de movimientos de manos, casi imperceptibles, solo se oía el débil sonido de los pañales. Sumergía su pequeño cuerpo en la bañera, le enjabonaba la barriga, después, envuelto en una toalla, lo llevaba a la habitación y le ponía el buzo. Aquello era fácil. Cuando se tiene un niño pequeño, no hace falta preguntarse nada, todo resulta obvio y natural. El niño abrazándose a tu pecho, su peso y su olor, tan familiar y enternecedor. Pero el niño no es una persona. Lo es a partir del momento en que se libra del abrazo y dice no.
Ahora le preocupa el silencio. ¿Qué hará el pequeño? Kunicki se planta en la puerta y ve a su retoño en el suelo entre juguetes Lego. Se sienta a su lado y toma entre las manos uno de los cochecitos de plástico. Lo conduce por una carretera pintada. Tal vez debería empezar por el cuento de érase una vez un cochecito que se perdió. Está a punto de abrir la boca cuando el niño le arrebata el juguete para entregarle otro: un camión de madera cargado de bloques.
—Vamos a construir —dice.
—¿Qué quieres construir? —Kunicki entra en el juego.
—Una casa.
Muy bien, una casa pues. Forman un cuadrado con los bloques. El camión va trayendo materiales.
—¿Y si construyéramos una isla? —pregunta Kunicki.
—No, una casa —contesta el pequeño y coloca más bloques sin orden ni concierto, uno encima de otro. Kunicki los arregla con delicadeza para que la construcción no se derrumbe.
—Esto…, ¿recuerdas el mar?
El niño asiente, el camión descarga una nueva remesa de suministros. Kunicki ya no sabe qué decir ni por qué preguntar. Señalando la alfombra, dirá que es una isla, que ellos se encuentran en esa isla, que papá está muy preocupado porque no sabe dónde puede estar su hijito. Pensado y hecho, pero no resulta convincente.
—No —se obstina el niño—. Construyamos la casa.
—¿Recuerdas cómo os perdisteis mamá y tú?
—¡No! —espeta el pequeño y, alegremente, descarga más bloques para la construcción.
—¿Te perdiste alguna vez? —insiste Kunicki.
—No —responde el pequeño, momento en que el camión se empotra con ímpetu en la casa recién levantada, las paredes se derrumban—. Bum, bum. —El niño se ríe.
Kunicki, con paciencia, se pone a reconstruirla.
Cuando ella vuelve a casa, Kunicki la ve desde la alfombra, como el niño. Es grande, está sospechosamente excitada. Tiene la cara encendida por el frío y la boca roja. Arroja al respaldo de la silla su chal rojo (¿no será carmesí o púrpura?) y abraza el niño. «¿Tenéis hambre?», pregunta. Kunicki tiene la impresión de que con ella ha irrumpido el viento en la habitación, un viento marino racheado. Le gustaría preguntarle «¿Dónde has estado?», pero no puede permitírselo.
Por la mañana tiene una erección y se ve obligado a darle la espalda, a ocultar esas vergonzantes ideas del cuerpo, para que no las lea como una invitación, un intento de reconciliación, un gesto de intimidad. Se vuelve hacia la pared y celebra esa erección, esa disposición inútil, ese estado de alerta, esa extremidad glutinosa dura; la tiene para sí mismo.
La punta del pene, como un vector, apunta a lo alto, a la ventana, al mundo.
Piernas. Pies. Incluso cuando se sienta, ellos siguen caminando, se mueven virtualmente, no pueden parar, salvan cada distancia con precipitados pasitos. Cuando intenta detenerlos, se rebelan. Kunicki teme que sus piernas estallen y echen a correr, llevándolo por derroteros que él no elegiría, que en contra de su voluntad peguen saltos como si bailasen una cracoviana o se internen en lúgubres patios de bloques mohosos, suban escaleras ajenas, lo arrastren por una escotilla a tejados empinados y resbaladizos, obligándole a pasear como un sonámbulo por las escamas de sus tejas.
Kunicki no puede dormir, probablemente a causa de esas piernas tan inquietas; de cintura para arriba está tranquilo, relajado y soñoliento; de cintura para abajo, imparable. A todas luces se compone de dos personas. Arriba anhela paz y justicia; abajo se muestra transgresor y quebranta todos los principios. Arriba tiene nombre, apellido, dirección y número de carnet de identidad; abajo no tiene nada que decir sobre su persona, en realidad está harto de sí mismo.
Quisiera sosegar las piernas, untarlas con una pomada calmante; en realidad el cosquilleo interno resulta doloroso. Acaba tomando un somnífero. Llama al orden a sus piernas.
Kunicki intenta dominar sus extremidades. Inventa un método: les permite moverse ininterrumpidamente, incluso a los dedos de los pies dentro del zapato cuando el resto del cuerpo está quieto. Y cuando se sienta, también los libera, que se debatan solitos. Mira las puntas de los zapatos y ve el suave movimiento del cuero, señal de que sus pies siguen su obsesiva marcha sin moverse del sitio. Aunque también da largos paseos por la ciudad. Le parece que esta vez ha cruzado todos los puentes sobre el Odra y sus canales. Que no se ha dejado ni uno.
La tercera semana de septiembre trae lluvia y viento. Habrá que bajar del altillo la ropa de otoño, chaquetas y botas de goma del niño. Lo recoge de la guardería y se dirigen deprisa hacia el coche. El niño salta en medio de un charco y el agua lo salpica todo a su alrededor. Kunicki no se da cuenta, piensa en lo que va a decir, barrunta frases. Por ejemplo: «Temo que el niño haya podido ser víctima de un shock» o, más seguro de sí mismo: «Me parece que nuestro hijo sufrió un shock». Se acuerda de la palabra «trauma»: «sufrir un trauma».
Atraviesan la ciudad mojada, los limpiaparabrisas funcionan a cien por hora para quitar el agua, por unos instantes muestran un mundo sumido en la lluvia, desdibujado.
Es su día: el jueves. Los jueves recoge a su hijo de la guardería. Ella está ocupada, trabaja por la tarde, frecuenta sus cenáculos, regresa tarde, así que Kunicki tiene al pequeño para él solo.
Se acercan a un edificio recién renovado sito en el corazón de la ciudad y pasan un rato buscando sitio para aparcar.
—¿Adónde vamos? —pregunta el niño, y ya que Kunicki no contesta, se pone a repetir la pregunta machaconamente—: ¿Adónde vamos, adónde vamos?
—Cállate —dice el padre, pero poco después le explica—: Vamos a ver a una señora.
El niño no protesta, debe de picarle la curiosidad.
No hay nadie en la sala de espera; enseguida aparece ante ellos una mujer alta que ronda la cincuentena y los invita a pasar a su consulta. La estancia es luminosa y agradable, una mullida alfombra multicolor en el centro exhibe juguetes y bloques Lego. Un poco más allá hay un tresillo, un escritorio y una silla. El niño, prudente, se sienta en la punta de un sillón, pero sus ojos viajan hacia los juguetes. La mujer sonríe y estrecha la mano de Kunicki, y también saluda al niño. Habla precisamente con él, como si ignorara por completo al padre. Así que Kunicki es el primero en tomar la palabra, adelantándose a sus posibles preguntas:
—Mi hijo lleva un tiempo con problemas de insomnio, se ha vuelto nervioso y… —Miente, pero la mujer no le deja terminar.
—Primero vamos a jugar —dice.
Suena absurdo, Kunicki no sabe si también piensa jugar con él. Atónito, se queda de una pieza.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta la mujer al niño, que enseña tres dedos.
—Cumplió tres en abril —dice Kunicki.
Se sienta sobre la alfombra junto al niño, le pasa unos bloques y dice:
—Papá se quedará un rato leyendo en el pasillo mientras tú y yo jugamos. ¿Te parece?
—No —contesta el pequeño, se levanta y corre hacia su padre. Kunicki ha entendido. Convence al niño para que se quede.
—La puerta estará abierta —asegura la mujer.
El ala de la puerta se cierra suavemente, pero no del todo. Kunicki se queda en la sala de espera, desde donde oye sus voces, si bien muy amortiguadas; no sabe lo que dicen. Esperaba muchas preguntas, incluso lleva encima el historial médico del chico; ahora lee que nació dentro del plazo, de parto natural, diez puntos en la escala Apgar, vacunas, peso 3,750 kg, longitud 57 centímetros. Las personas adultas son «altas», los niños «largos». Coge de la mesa una revista, la abre mecánicamente y enseguida encuentra anuncios de novedades editoriales. Reconoce títulos, compara precios. Le embarga una agradable oleada de adrenalina: él las vende más baratas.
—Dígame, por favor, qué ha pasado. ¿Qué espera de mí? —le pregunta la mujer.
Kunicki se siente avergonzado. ¿Qué se supone que debe decir? ¿Que su mujer y su hijo desaparecieron durante tres días? Cuarenta y nueve horas, las ha contabilizado desde la primera hasta la última. Y que no sabe dónde estuvieron. Siempre lo había sabido todo de ellos y ahora no sabe lo más importante. En una fracción de segundo se imagina diciendo:
—Ayúdeme, por favor. Hipnotícelo y reconstruya minuto a minutos aquellas cuarenta y nueve horas. Tengo que saber.
Ella, esa mujer alta y erguida como un mástil, se le acerca tanto que Kunicki percibe el olor a antiséptico de su jersey —así olían las enfermeras cuando era niño— y tomándole la cabeza entre sus grandes y cálidas manos la estrecha contra su pecho.
Sin embargo, la realidad es muy distinta. Kunicki miente:
—Últimamente está muy inquieto, se despierta en plena noche, llora. En agosto estuvimos de vacaciones, he pensado que tal vez haya vivido algo que no alcanzamos a comprender, que se haya llevado un susto…
Está convencido de que no le creerá. La mujer toma un bolígrafo entre los dedos y juega con él. Esboza una sonrisa cálida y encantadora, y dice:
—Tiene usted un hijo más que espabilado, inteligente y sociable. Efectos como estos los puede causar una simple película de dibujos animados. Que no abuse del consumo de televisión. A mi juicio no le ocurre nada, nada en absoluto.
Y lo mira con preocupación, así se lo parece.
Cuando salen, mientras el pequeño acaba de despedirse de la doctora agitando el brazo, empieza a llamarla «puta» para sus adentros. Su sonrisa se le antoja falsa. También ella oculta algo. No se lo ha dicho todo. Ahora sabe que no debería haberla visitado. ¿Acaso no hay en la ciudad psicólogos infantiles hombres? ¿Acaso las mujeres ostentan el monopolio de los niños? Nunca resultan inequívocas, nunca se sabe a primera vista si son débiles o fuertes, ni cómo reaccionarán, ni qué quieren; hay que permanecer alerta. Recuerda el bolígrafo en su mano. Bic naranja, idéntico al de la foto del bolso.
Hoy es martes, el día libre de ella. Agitado desde primera hora, no duerme, finge no mirarla en su deambular matutino entre el dormitorio y el cuarto de baño, entre la cocina y la entrada, y otra vez el cuarto de baño. Un breve e impaciente grito del niño: debe de atarle los zapatos. El silbido del desodorante. El pitido de la tetera.
Cuando por fin se van, se planta junto a la puerta, aguzando el oído, atento a si ya ha llegado el ascensor. Cuenta hasta sesenta, el tiempo que les llevará bajar. Después se calza deprisa y saca de una bolsa de plástico la chaqueta que ha comprado en una tienda de segunda mano. Servirá de camuflaje. Cierra la puerta silenciosamente tras de sí. Ojalá no tenga que esperar el ascensor demasiado rato.
De momento todo sale a pedir de boca. La sigue a una distancia prudencial, con la chaqueta de otro. No quita la vista de su espalda, se pregunta si sentirá alguna incomodidad, lo más probable es que no, pues camina deprisa, con garbo, él podría decir: con alegría. Madre e hijo saltan por encima de los charcos, no los bordean, sino que saltan por encima de ellos, ¿por qué? ¿De dónde sacará tanta energía en una lluviosa mañana de otoño? ¿O ya habrá surtido efecto el café? Los demás le parecen lentos y soñolientos, ella destaca, su chal rosa rabioso constituye una mancha llamativa sobre el fondo del día. Kunicki se agarra a él como a un clavo ardiendo.
Finalmente llegan a la guardería. La ve despedirse del pequeño, pero el adiós no lo conmueve. A lo mejor mientras lo envuelve con sus tiernos mimos y abrazos deja caer un susurro en el oído del niño, quién sabe si precisamente esa palabra que Kunicki busca con tanta desesperación. Si la conociera, podría teclearla en el buscador cósmico, el cual le proporcionaría en una fracción de segundo una respuesta sencilla y concreta.
Ahora la está viendo esperar el semáforo verde en un paso de peatones, sacar el móvil y marcar un número. Por un momento Kunicki abriga la esperanza de que el móvil empiece a sonar en su bolsillo; el sonido asignado a ella es el canto de la cigarra, un insecto tropical. Pero su bolsillo permanece en silencio. Ella cruza la calle, manteniendo una breve conversación con alguien. Ahora es él quien tiene que esperar a que cambie el semáforo, cosa peligrosa porque ella dobla la esquina y desaparece, así que él, en cuanto puede, aprieta el paso, temiendo haberla perdido, furioso consigo mismo y con los semáforos. Vaya, perderla a doscientos metros de casa. Pero no, ahí está, el chal entra en la puerta giratoria de una gran tienda. Más que tienda, es un centro comercial, lo acaban de inaugurar, está casi desierto, de modo que Kunicki duda de si debe entrar tras ella, si logrará ocultarse entre las diferentes secciones. Pero no tiene más remedio, porque hay una segunda salida que da a otra calle, así que se cala la capucha —gesto justificado, al fin y al cabo está lloviendo— y entra. La ve caminar entre los puestos, despacio, como si la retuviese algo; mira cosméticos y perfumes, se detiene ante una estantería y alarga el brazo en busca de algo. Sostiene un frasco en la mano. Kunicki rebusca entre calcetines rebajados.
Mientras, absorta en sus pensamientos, avanza hacia la sección de bolsos, Kunicki coge el frasco. Carolina Herrera, lee. ¿Grabar este nombre en la memoria o desecharlo? Algo le dice que grabar. Todo significa algo, solo que no sabemos el qué, repite para sus adentros.
La ve desde lejos, plantada ante un espejo con un bolso rojo en la mano, contemplando su imagen ya de un lado, ya del otro. Después se dirige hacia la caja, precisamente hacia donde se encuentra Kunicki, que, presa del pánico, se oculta tras el aparador de los calcetines, agacha la cabeza. Ella pasa a su lado. Como un fantasma. Pero no tarda en volverse, como si se hubiera olvidado de algo, y su mirada cae directamente sobre él, encorvado y con la capucha tapándole la frente. Kunicki ve sus pupilas dilatadas por el asombro, siente su mirada tocándolo, escrutándolo, palpándolo.
—¿Qué haces aquí? ¿Sabes qué pinta tienes?
Pero enseguida sus ojos pierden dureza, los envuelve una neblina, parpadean.
—¡Dios! ¿Qué te ocurre? ¿Ha sucedido algo malo?
Qué extraño, no es eso lo que se esperaba Kunicki. Sí una bronca. Ella, en cambio, lo abraza y se acurruca contra él, hunde la cara en su estrafalaria chaqueta de segunda mano. Él deja escapar un suspiro, un pequeño «oh» redondo, no sabe si de sorpresa ante tan inesperada reacción o de verse llorando con ganas en su fragante parka de plumón.
Llama un taxi, lo esperan en silencio. Solo en el ascensor ella le pregunta:
—¿Cómo te encuentras?
Kunicki contesta que bien, pero sabe que van hacia el enfrentamiento definitivo.
El campo de batalla será la cocina; ocuparán sendas posiciones de ataque: él probablemente ante la mesa, ella de espaldas a la ventana, como de costumbre. Y sabe que no debe tomar a la ligera ese momento crucial, tal vez el último posible para enterarse de lo que pasó. Conocer la verdad. Pero también sabe que se halla en un campo minado. Cada pregunta será una bomba. No es ningún cobarde y no cejará en su empeño de intentar establecer los hechos. Según el ascensor va subiendo, se siente un poco como un terrorista portador de una bomba bajo la ropa, bomba que estallará en cuanto abran la puerta del piso y lo reducirá todo a escombros.
Sujeta la puerta con el pie para primero meter las bolsas con la compra, después, entra. En realidad no nota nada raro, enciende la luz y vacía las bolsas sobre la encimera de la cocina. Pone agua en un vaso en el que mete un manojo de perejil, un tanto marchito. Es lo que lo espabila: el perejil.
Deambula como un fantasma por su propio piso, le parece atravesar las paredes. Las habitaciones están vacías. Kunicki es el ojo que juega al pasatiempo «Encuentra las X diferencias». Y las busca. No le cabe duda de que los dibujos, el piso antes y el piso después, difieren en detalles. Es un juego para los poco observadores. Al fin y al cabo en el colgador no está el abrigo de ella, ni su chal, ni la cazadora del pequeño, ni el desfile de zapatos (solo quedan las solitarias chancletas de él), tampoco el paraguas. La habitación del niño parece totalmente abandonada, de hecho solo quedan los muebles. Sobre la alfombra yace un cochecito de juguete cual vestigio de una colisión cósmica inimaginable. Pero Kunicki debe saber a ciencia cierta, así que avanza hacia el dormitorio con el brazo extendido, hacia el armario acristalado que, al descorrer Kunicki su pesada puerta, emite un triste gemido de disgusto. Tan solo queda la blusa de seda, demasiado elegante para llevarla. Cuelga solitaria en el armario. El movimiento de la puerta mueve suavemente la manga: parece alegrarse de que por fin la han encontrado, abandonada. Kunicki observa los estantes vacíos del cuarto de baño. Solo quedan sus accesorios de afeitado, arrinconados. Y el cepillo de dientes a pilas.
Necesitará mucho tiempo para comprender lo que ve. Toda la tarde, toda la noche y, además, la mañana siguiente.
Hacia las nueve se prepara un café muy cargado y luego mete en la bolsa de viaje unas cuantas cosas del cuarto de baño, unas camisetas y unos pares de pantalones del armario. Antes de salir, en realidad cuando ya está ante la puerta, comprueba el contenido del billetero: los documentos y las tarjetas de crédito. Después baja corriendo al coche. Como durante la noche ha nevado, tiene que quitar la nieve del parabrisas. Lo hace de cualquier manera, con la mano. Espera poder llegar a Zagreb al anochecer y al día siguiente a Split. O sea, mañana verá el mar.
Emprende camino por una carretera recta como una aguja rumbo al sur, en dirección a la frontera checa. Autor: Olga Tokarczuck
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Flores de Coyoacán
Lilia es la mujer que lleva una flor escondida en su mochila. Llegó a casa y su flor murió. Al día siguiente lo intentó de nuevo, pero tampoco funcionó. Pasaron años hasta que encontró un cactus fuera del trabajo, lo guardó y sobrevivió hasta el hogar. Al día siguiente empacó sus maletas y nunca volvió a México. Dejó su cactus en la puerta, con una nota para su hermano: “Espérame, que no tardo.”
Natasha es la mujer que perdió el habla. Vende paletas y chicles, a cinco y dos pesos. Bailó y cantó en los mejores bares del norte de la ciudad, cuando tenía veinte y veinticinco años. Hoy sobrevive con muestras de pena y miedo. Al anochecer solo le queda tararear sobre las bancas y entre los borrachos. Sueña con el escenario, su pasión más intensa, su último amor.
Irma es la mujer que tiene un tatuaje en forma de flor en el tobillo. Extranjera con padre mexicano. Hermana de un chico desaparecido a sus quince años. Hoy escribe de México como si en verdad lo conociera. Mañana es el funeral de su padre. Piensa que la flor de cempasúchil se da todo el año. Ingenua, hermosa, y va por la vida tan perdida.
Las mujeres del turbante blanco se enseñan a leer las manos y el tarot. Odian el humo de mi cigarro. En una pizarra blanca hablan del futuro, presente y del copretérito. Beben mate y entretienen sus conversaciones con magdalenas y croissants. Conocen mi futuro mas no mi pasado. Conozco su presente mas no su futuro. Nos acompañamos durante el cáncer de una de ellas. Nos leemos para olvidar las voces de nuestras cabezas. Me cubren con turbantes blancos en forma de amor y compañía. Ahora puedo ver mi futuro, pero no mi presente ni pasado.
Gustavo y su grupo de actores caminan en círculo. Me miran con desconfianza. La obra se presenta en quince días. La protagonista se fue a vivir a Noruega. Dos jóvenes comienzan a enamorarse entre sus parlamentos. Dos gritos al cielo terminan con la obra. Salen y toman vino sobre los matorrales. Ellos no saben que los estoy inventando. Uno de ellos emprende el vuelo, y otro se hunde en la tierra. Dos siguen bebiendo y fumando. Uno se vuelve ceniza y otro cae al suelo en forma de río. Todos aplauden por la obra. Todos menos yo, que no puedo recuperarme de lo que acabo de ver.
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Haikus del muladar
Acapulco beach
a las seis de la mañana
mirando a los muertos
Un cuerpo desnudo
Pezones de leona
Pulpa de luz
Guerrero, México
Lugar de maldiciones
y nacimientos
Vaga, humana sombra
Vaga, mi corazón
por los matorrales
Inyección
de fría droga humana,
Renacimiento
Balaceados
Muertos en la banqueta,
papando moscas
Cuervos negros
comiéndose los ojos
de un soldado
Hay lluvia en México,
no hay nieve ni justicia,
solo pura lluvia
Que el sueño me borre
todo lo que no sea
pasión fogosa
Lo quiero todo:
fornicar con Dios,
matar la muerte.
-Villa
Eve and Adam - Vasan Sitthiket
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