#la dura vida de un bandido
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Un día con mi novia Luz, aunque diga que no la cuyeya
@cazlz
#mazatlan#cruz azul#la dura vida de un bandido#ahora va la mia#el incomprendido#amor#indirectas#morena#amlo#galerias serdan#novios#Spotify
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CLEPTOMANIA
CLEPTOMANÍA
“Soy un bandido tú amante bandido...” “ Se me perdió la cartera, ya no tengo más dinero...” “Está cajita feliz te deja mac Caco, reloco de la cabeza...” “El baile del saqueador no nací maldito pero el humano me creoooo...” ·Pedro Navaja ladrón de esquina...”
Canta sus canciones preferidas mientras acecha sus próximas adquisiciones, en la iglesia del santo sepulcro, está el Jesús de madera, con ojos de vidrio, azul, sábado a medio día, es la señal, ni el portero.
“La vida te da sorpresa, sorpresa te da la vida” en el hospital del niño, escenificarán navidad con niños en vivo, ya vio el niño que le dará un obsequio.
En el banco de la Nación “No se puede corregir a la naturaleza...” ya seleccionó el niñito tan elegantemente vestido. De raso amarillo y blondas doradas, cabello natural ensortijado.
En la escuela de música “José María Arguedas” los estudiantes se van antes de navidad, el niño cusqueño, tallado de madera. ”Se acerca la navidad...a todos nos va a alegrar”
Ya anuncian la navidad “Ya llego la alegre navidad, bailando bien acaramelado...”en el centro comercial El Hueco, sus manos maravillosas, ha obtenido en un cerrar de ojos seis niños de diferentes tamaños y colores de piel, esta tan feliz, que salta de alegre cantando “Si el año pasado tuvimos problemas... a comer pastel a comer lechón... a gozarlo todo”.
La gran mesa, tan amplia, en cada sector la enigmática figura, adquirida y seleccionada, acechada y estudiada para obtenerla, un gran libro, su biblia, en donde escribe las aventuras, para que los hermanos estén juntos.
“Pa fuera pa la calle, no se acepta nada roto o quebrado” baila entrelazando los pies, adelante, atrás, saltito, a gozar, silva y danza besando a cada niñito.
Sentado en su cama revisa sus apuntes y rememora cada uno de sus rescates, con voz gutural, Tamborilero “En el camino que lleva a Belén, ro pom pom, ha nacido en un portal de Belén el niño Dios...ro pom pom”
Cuando empezó todo, no sabe, está fechado el libro, navidad de 1979, el año que murió su madre y se sintió abandonado. “Soy el niño cantor, el rey de navidad, soy un pastor con una buena faena, uniendo a los niños de Belén...”
El niño negro lo obtuvo en uno de sus viajes a África en el monasterio de las monjas Clarisas, es cerámica horneada, el brillo es esmalte marrón oscuro y la bemba rojo, está fechado con el año 2,000 del siglo XXI.
“Canta ríe y bebe, que hoy es noche buena...” El tiempo ha pasado, las cámaras de seguridad lo han filmado. !Feliz navidad próspero año y navidad! !Sopa le dieron al niño!
La policía se sorprende al detenerlo en su casa “Todo tiene su final, nada dura para siempre.”
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Κόραξ καὶ ἀλώπηξ
Esopo me dió unas cuantas palizas.
Los golpes en el estómago te dejan un rato tumbado en el suelo. Te arrancan los pelos y te arrastran un buen tramo. Te siguen dando. Duchas de agua fría, manoseo, empujones, lascivia, malevolencia. Disfrute por la mala pasada. La caída del premio de los abogados cuervos en el podio de los decuriones. Tienen un estrado. Los monitores comenianos silenciados y ocultos.
Queda la fábula fundida en el fondo. Tenés que ser un secreto. Tu cara, tu vida, tu obra, un secreto, un escondite. Tenés que ocultarte del todo. Cualquier halago es peligroso. No creo en palabras bonitas. Mucho menos en los tonitos. Los engaños de los que hablan bonito me los sé a todos. Encima se ofenden. Te dejan sin morfi y hay que prenderles la vela. ¿Cuándo termina todo esto? Se premian a los bandidos. Los justos son señalados por impuros. A los demonios se les da el asiento. Se les brinda la palabra. Hablan los ignorantes que modulan bien el aire. Hablan de lo que no saben y se jactan de su falta de elocuencia. Un tropiezo constante. Usan el silencio y lo ensucian con arrogancia. Copian susurros que no les encaja para nada. Hay que mirar lo bueno en todos. Hay que destacar el brillo hasta del demonio. ¿Qué sadhana se hará ahí que son tan pedantes? Que dura que sos con la crítica. Bueno, yo veo que algunos brotes salen del cemento. Ahí con tanta tierra fértil solamente veo almohadonados de peluche.
Quiero que pase lo que tiene que pasar.
Quiero que se eleve lo que tenga que elevarse.
Quiero que salir al frente no sea una nueva jugarreta tibia.
Quiero hablar en primera persona sin ser arrogante.
Quiero que se terminen las indirectas.
Quiero prestar mi oído a algo sincero y crudo.
Quiero dedicarle mi tiempo y lo que me quede al viridiarium que tengo planeado.
Quiero un zorrito jardinero que lo pueda contemplar.
Quiero que exista alguien que valore la vida y el esfuerzo que conlleva estar cerca de lo sano habiendo pasado por el purgatorio.
Quiero dejar de estar en el féretro del otro.
Estoy viva.
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Es la madre de Dylan y su hermano, la misma que abandonó a Dylan en aquel viejo almacén cuando apenas tenía tres años. Le dejó en ese lugar en concreto porque ya conocía a Jonas del instituto, eran buenos amigos y consumieron juntos ciertas sustancias ilegales con las que empezó a jugar en aquella época. De hecho el lenguaje de símbolos, gestos y dibujos en las paredes que ahora usa Jonas y le ha enseñado a Dylan es el mismo que usaban entre ellos cuando eran más jovenes. Pero ella conoció al padre de los niños del que se enamoró y vió como su mejor amigo empezaba a ser consumido por aquello que vendía. Al no poder hacer nada por ayudarle decidió ir por su lado, dejando ese mundo. Cuando la hirieron unos bandidos para robarle el coche y todo lo que llevara encima mientras regresaba a casa de su padre se vió forzada a huir con su hijo en el tiroteo, los llantos de Dylan provocaron que la hirieran al ser fácil localizarla, le sedó, pues estudio medicina, de hecho era cirujana antes de la pandemia.
En su huida mientras se desangraba encontró los símbolos de su viejo amigo Jonas, siguiendo las pistas que conocía a la perfección llegó a un viejo almacén que hacia poco que se habia usado. Tuvo que tomar la decisión de abandonarle por su propia seguridad, la bala dañó una arteria y sola no podía operarse, los utensilios se los llevaron con el coche, pues acababa de atender a un paciente cuando regresaba. La razón por la que solo llevaba consigo y no a los dos niños era porque Dylan necesitaba tratamiento por un catarro que no pintaba nada bien, llevárselo consigo y tratarle al momento fue lo más seguro, con lo que no contaba era con que sucediera aquello.
Mas o menos esa es la base que tengo pensada para el personaje, en la historia de Dylan no se menciona que sea la madre quien le abandonó, sino ambos padres, pero por cuestiones de búsqueda ignoremos eso (?). A partir de aquí la historia es bastante libre, como sugerencia puede que la hayan encontrado un grupito mientras huida tras abandonar a su hijo junto a la medicina, la curaran porque la reconocieron de lo que hacia (Se dedicaba a ir de un lado a otro atendiendo personas que necesitaban cuidados médicos) o que haya perdido la memoria a posteriori por un golpe. El padre de los niños y abuelo de estos (El padre de la madre vamos) estaba a cargo del otro hermano, nunca los encontró de haber regresado al hogar del anciano, y el marido era militar, fue a detener el brote pero jamás regreso. Los motivos por los que haya dejado de buscar, o no, podemos hablarlo los tres, cuadrar las tres historias y que te sientas cómodo/a con el personaje es posible si lo hablamos. Como ya dije en la búsqueda del hermano cualquier cosita es discutible si se adapta bien a la trama o idea general que aquí expuse.
Lo que busco en concreto de este personaje es que sea una mujer con sus propios dramas personales, que sepa cerrar su corazón cuando toque y tomar la decisión más difícil, ya sea el abandonar a sus hijos o matar a un paciente que esta sufriendo. Ella no era asi antes, el cambio puede deberse a haberlo perdido todo, quedarse sola, o lo que pasara en su vida después de sobrevivir a la herida de bala tras abandonar a Dylan. Puede incluso que se haya cruzado con su hijo mientras viajaba con Jonas, pero nunca se haya interesado en acercarse a él porque se siente culpable, no se, esta faceta depende del personaje que tome al personaje pero si que la visualizo como una mujer dura de roer e independiente. Por lo demás creo que esta todo dicho, es un personaje complejo pero interesante desde mi punto de vista, asi que si te agrada la idea contactame sin miedo que seguro que podemos cuadrar algo.
Ofrezco buen nivel de rol, calidad media, alta y pido más o menos lo mismo. Además de constancia con el personaje (1-2 post a la semana mínimo) y sobretodo que no me dejen tirado, o al menos avisar.
PD: El personaje es libre de tener sus propias tramas personales, no tiene porque estar pegada a Dylan todo el dia siempre y cuando haya algo de drama entre ellos, o intente acercarse a él, o tengan un encuentro difícil, etc.
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Kaishun
(...continúa)
El calor llega desde el piso de abajo, atravesando las desvencijadas tablas que los separan. Los raros momentos en los que los gritos y los improperios cesan, llega hasta él el crepitar de la hoguera que arde vivamente en la chimenea. También le llega el humo. El viejo tiro de la chimenea está partido a media altura y nadie parece haber tenido necesidad de arreglarlo.
Un guardia con un raído jubón que apenas mantiene los colores amarillo y morado de Asima entra en la estancia procedente del puesto de guardia sobre ella. Se frota frenéticamente los brazos y dice algo dirigiéndose a él. Pese a no entender su idioma, Kaishun comprende que se está quejando. Seguramente por el frío o por la humedad que impregna hasta la cálida sala de abajo. El viejo jubón descolorido rezuma agua ante la fricción de las manos. Tras entender que sus quejas caen en saco roto, deja de hablar y busca entre los desordenados petates hasta que encuentra una manta tan raída como sus ropas y se envuelve en ella antes de bajar por las escaleras.
Kaishun sonríe levemente. Su situación dista mucho de ser buena, pero ¿acaso lo ha sido en algún momento en los últimos tres años? Tras el hundimiento del Kormora, Kaishun quedó relegado a la vida en tierra, es su expiación, su penitencia por… Los gritos en el piso inferior interrumpen su línea de pensamiento. Reconoce la férrea voz del que parece ser el líder del grupo, abronca al empapado soldado que acababa de buscar el apoyo de su prisionero. Empujado y tropezando en los escalones, el guardia vuelve a aparecer en escena y corre rápidamente de nuevo al puesto del vigía.
Poco después oye ruido de caballos. El nauta trata de hacer memoria de cuándo fue la última vez. Lleva casi dos semanas encerrado allí; lo que originalmente parecía una detención arbitraria por parte de unos guardias cada vez tiene más pinta de un secuestro por parte de unos bandidos que busquen rescate. ¿Quién pagaría un rescate por él? En condiciones normales, un nauta atrapado puede esperar que su tripulación lo rescate pero él no tiene tripulación, no tiene nada. Es suficientemente listo, ha viajado lo suficiente para entender lo que pasa en esas situaciones. Un reo de rescate sólo tiene el valor que alguien pague por él. Un reo de rescate que no puede ser rescatado es sólo una boca más que alimentar. Lleva casi dos semanas encerrado allí, vuelve a pensar, y no había salido nadie a caballo desde el tercer o el cuarto día.
Se incorpora un poco y trata de desentumecer las manos. Los correajes de cuero con los que le mantienen atado de pies y manos están flojos, podría soltarse si de verdad quisiera. El paso de los días acerca a Kaishun a la muerte, eso es seguro, pero también mengua el celo de sus carceleros. Si el nudo del primer día era prieto y bien peinado, el de hoy está hecho con tan poco cuidado que casi podría deshacerse solo con agitar las muñecas. El prisionero se permite soñar con una oportunidad, si alguien pasase por ese solitario camino, si tan solo alguien pasase…
Poco después, el ruido de caballos revela la vuelta de los que habían partido. La voz del capitán, ronca y dura, parece menos hostil que antes. Sus hombres ríen al otro lado de las maderas del suelo, incluso él deja escapar una sonora risotada. Uno de los hombres sube al primer piso haciendo que Kaishun deba dejarse caer de inmediato a su posición anterior. Vocifera unas palabras en un tono alegre mientras agita por el hombro al único de ellos que permanece dormido en la sala. Deben de ser buenas noticias porque el adormilado guardia corre a la pileta del fondo de la estancia y se lava la cara sin dejar de sonreír. Poco después grita algo mirando a Kaishun y desaparece escaleras abajo.
Las siguientes dos o tres horas son un hervidero de actividad, oye abrir y cerrar la puerta varias veces e incluso cuando uno de los hombres sube a dar el relevo a media tarde al vigía, ambos parecen emocionados. Cuando Kaishun comienza a oír el rechinar de ruedas y el sonoro traqueteo, entiende su emoción. Una caravana bastante grande debe de estar pasando ante la torre. Aún tras dos semanas, el nauta no ha llegado a saber a ciencia cierta si sus captores son bandoleros disfrazados o guardias tan corruptos como la madera con broma, pero en cualquiera de los dos casos, tanto si la asaltan como si le cobran un desmesurado peaje, una caravana es un filón.
Aprovechando que lo han dejado solo, Kaishun se levanta y se arrastra hasta la pared que da a la puerta de la torre. Pasando las manos por su superficie no tarda en encontrar una corriente de aire. Estira el cuello lo suficiente como para ver a través de la grieta. La caravana es mayor de lo que había pensado, un enorme carromato de dos ejes tirado por mulas sufre bajo la excesiva carga que sujeta sobre él con una tensa lona. Un coche de caballos con dos corpulentos caballos de tiro lo sigue de cerca, parece lujoso a pesar del desgaste. Tras ellos una plétora de caballos, mulos y burros, cargan con bultos o tiran de pequeñas carretas de un eje. Cuatro jinetes se separan de la comitiva y se dirigen hacia la edificación. Kaishun es incapaz de ver sus caras en la oscuridad de la noche.
La caravana continúa por el camino. Es la mejor oportunidad hasta la fecha, si consigue salir de la torre, un grupo tan grande podría disuadir a sus captores en el uso de la fuerza. En el piso de abajo las voces son bajas y parecen cordiales. Todos parecen hablar en el idioma local pero Kaishun cree reconocer el suave y gutural acento almuzalif en uno de ellos. “Comerciantes” -piensa- “, pero Asima está en guerra con el Califato, o al menos eso dicen oficialmente.” Ningún comerciante almuzalif intentaría hacer negocios en Asima, tampoco en la Gran Cuenca, de donde viene el camino.
Se tira al suelo y pega la oreja a las tablas. Antes de dar un paso en falso tiene que intentar entender la situación. El acento del que parece ser el portavoz de la caravana ha congelado a Kaishun en su sitio. Demasiados interrogantes. ¿Un espía? ¿Algún tipo de ataque enemigo a Asima? Si escapa de unos guardias corruptos para caer en las manos de alguien así su suerte sólo empeoraría. La conversación parece haber subido de tono cuando una voz nueva interviene, parece un hombre anciano, su tono es tan conciliador como el de un sedente y tan paternal como el de un rey almirante.
Antes de poder terminar de procesar la situación, el inconfundible sonido de una bolsa de monedas contra la madera de una mesa parece terminar de un plumazo con la conversación y con sus inconclusos planes de huida. Kaishun se encoje de nuevo en su rincón, enfadado consigo mismo. Si hay otra oportunidad, la que sea, la tomará. El sueño lo alcanza aún con los dientes apretados, el frío y el suelo duro le han tenido en vela demasiado tiempo durante su cautiverio y la parca manta con la que le han obsequiado sus captores, más chinches que lana, apenas sirve como solución para ninguna de las dos cosas. Tiene que escapar.
La oportunidad despierta a Kaishun en forma de grito de alarma. Tarda unos segundos en entender qué está pasando. La voz del vigía sobre él suena fuerte y agitada. Un ataque. Kaishun corre hasta la rendija sobre la puerta y trata de vislumbrar el exterior. Sus captores han arrojado algunas antorchas al suelo que iluminan tenuemente el área empalizada. Entre las sombras más allá de la cerca, alcanza a ver una figura; se asoma y se esconde velozmente, lanzando flechas hacia la torre. Decidido a no dejar pasar otra oportunidad, Kaishun se suelta rápidamente sus ataduras. Las correas de cuero están tan gastadas y maltratadas que incluso si el nudo hubiese sido mejor, podría haberlas roto sin problemas. Los ruidos del combate llegan hasta él, han alcanzado el cuerpo a cuerpo. Un grito espantoso de dolor que se impone sobre las órdenes que brama el capitán le hacen perder pie por un instante mientras corre escaleras arriba.
En el puesto del vigía, uno de sus captores trata de devolver las flechas a los atacantes. Kaishun dista mucho de ser un tirador experto pero podría haberlo hecho mucho mejor que él. El hombre tensa pobremente el arco y no parece tener buena puntería, a pesar de ello pone en cada disparo toda su atención, apretando la cara y entreabriendo la boca lo suficiente como para poder sacar la lengua con tensión. Entre disparo y disparo trata de escudriñar la oscuridad más allá de la empalizada, como si buscase blancos aunque nunca parezca alcanzarlos.
De un potente empujón, el nauta consigue precipitar al arquero por el borde de la torre. Antes de que pueda entender qué ha ocurrido, el grotesco sonido de su cráneo contra el suelo de piedra viva esparce sus sesos entre una lluvia de astillas de la gastada barandilla de madera que, rota, cae tras él. Kaishun contiene el aliento mientras se asoma por el desprotegido borde para contemplar su obra. Su víctima es la tercera baja del combate. Otro de los guardias grita junto a la puerta de la empalizada mientras una daga sin dueño parece luchar por incrustarse más y más en la herida de su pecho. El guardia que parecía quejarse de la humedad de su ropa esa misma mañana riega ahora el suelo con la sangre que brota a borbotones de su cuello.
El capitán y su único hombre en pie tratan de ganar terreno contra sus asaltantes. Visto desde arriba, a la luz de las antorchas, Kaishun cree ver dos figuras. “¿Sólo dos hombres han hecho esto?” No tiene que perder tiempo pensando. Ve el techo de paja y hierba de las caballerizas y decide descolgarse hasta él. El techo cede ante su peso, pero amortigua lo suficiente la caída como para conseguir llegar ileso al suelo. Para entonces, el capitán ya está fuera de combate, de nuevo con esa maldita daga tratando de escarbar en sus entrañas. Grita y grita mientras Kaishun busca una vía de escape.
Con movimientos rápidos, pisando sobre una de las vallas de las caballerizas y escurriéndose con soltura entre las vigas del tejado, Kaishun consigue sobrepasar los troncos de la empalizada, saliendo a la nevada oscuridad de la noche. No lo esperaba, uno de los atacantes, el que porta el arco, está apuntándolo desde la esquina exterior del muro. Su huida parece terminar casi antes de empezar.
-¿Me entiendes? -dice el desconocido en la lengua mercante después de entender por su cara de desconcierto que no comprende la lengua local.
Kaishun asiente levemente.
-¿Estabas prisionero de estos salvajes?
Kaishun vuelve a asentir, abre la boca para decir algo pero un grito y un espeluznante gorgoteo lo interrumpen. El hombre del arco aparta la vista de él y mira hacia el interior de la empalizada. Las arrugas de su cara parecen acrecentarse, incluso oscurecerse; sus ojos revelan una emoción que el nauta no consigue interpretar, quizá miedo, quizá asco, quizá todo a la vez y algo más. La otra figura lo alcanza, es un hombre alto, la mayor parte de su cara queda oculta tras una capucha negra; la capa a la que se une está recogida por delante de su pecho y sobre su hombro, dejando a la vista dos dagas curvas y largas que parece acabar de envainar. Su boca, visible bajo la capucha, parece totalmente inmóvil, tranquila, como si la batalla no hubiese supuesto tensión alguna para él.
-¿Lo matamos también? -pregunta sin inflexión en la voz, señalando con la barbilla hacia Kaishun.
-Creo que ya has matado suficiente -responde el hombre del arco con un tono molesto. Vuelve a mirar hacia dentro-. Se estaba rindiendo.
Vuelve a mirar hacia Kaishun y le hace un gesto para que se acerque.
-Era un prisionero de esta gente. Nos lo llevamos junto con los caballos. No podemos abandonarlo aquí -se cuelga el arco a la espalda y le tiende la mano-. Soy Sardo de Naxos.
-Kaishun -consigue articular el nauta mientras empieza a asumir que no lo matarán.
Durante dos horas, Kaishun y Sardo cabalgan en silencio. El veterano mercante parece herido, pero no dice nada. El otro hombre, el de la capucha oscura ha salido por delante de ellos con los caballos robados. Finalmente ve la luz entre las ramas de los árboles. La caravana que había visto por la tarde ha cerrado un círculo entorno a una hoguera.
Sardo desmonta junto a dos guardias del campamento. Ambos tienen rasgos almuzalifes, quizá djebeles. Seguramente son los que había oído hablar durante la reunión de la tarde. Están acabando de cepillar y atar a los caballos robados. El otro hombre, Harmat si ha oído bien, llegó hace rato. Hablan entre ellos en bajo pero, al menos en parte, emplean la lengua mercante. Kaishun no puede entenderlo todo pero los vigías parecen coincidir con Sardo en que el otro, el tipo siniestro de la capucha, ha convertido un robo de caballos en un baño de sangre. El nauta no siente pena por sus difuntos captores y, aunque probablemente tienen razón en sus opiniones sobre Harmat, mirando sólo por si mismo, su situación ha mejorado ostensiblemente.
-Puede dormir en mis cómodos aposentos -Kaishun reconoce la voz, él es el que hablaba en la torre, pero no acaba de entender el tono. Se gira hacia él para añadir con una sonrisa-. Me queda toda la noche de guardia.
Se llama Yusuf, Yusuf ifn algo, no lo consigue recordar, igualmente Kaishun se lo agradece. Lo agradece más aún cuando ve la tienda. Una tienda colorida y brillante, de fina seda a través de la cual se filtra el tenue brillo de un brasero. La tienda es mucho más cálida que la habitación llena de agujeros de la torre. Antes de acostarse aprovecha para lavarse la cara frente a un espejo de bronce. “La conocida higiene de los almuzalifes” -piensa sonriendo. Sin ataduras en las muñecas, con la cara y las manos limpias y cubierto con suaves sábanas en lugar de la infestada manta, la sonrisa le acompaña hasta dormir.
-¿Kaishun?¿Un nauta? -alguien habla en imperial cerca de la tienda entre toda una jerigonza de idiomas y palabras agitadas.
El sol ilumina ya las sedas, llevaba demasiado tiempo sin dormir de un tirón.
-Nauta parecía, desde luego, con todas esos tatuajes que trata infructuosamente de ocultar -es la voz de Yusuf, parece tan fluido en la lengua común del imperio que en la lengua mercante.
-¡Kaishun! -grita la primera voz, parece acercarse a la tienda.
-¿Jeffrey Shelby? -la voz del nauta transmite la misma sorpresa que probablemente está reflejando ahora mismo su cara.
(continúa...)
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miércoles 22º febrero 2023, Roubaix, 11.56am.
#62.936 — Una hija liberada y feminista intenta que su madre reconozca que ha tenido una vida dura y amargada como consecuencia de su incapacidad de rebelarse ante un marido intolerante y adúltero. Pero el emisario es interceptado por los bandidos y obligado a contar otra historia muy diferente al señor de la guerra.
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Avis
Después de muchos años vuelvo a escribir, tardé varios años demás, motivación, pereza, quizá un poco de todo, siendo honesto tuve motivos para escribir, pero no me atrevía por el dolor que me representaba hacerlo y más aun sabiendo hacia quienes va dirigido.
Queridos abuelos, sé que es tarde pero solo quiero dejar huella de lo que siento desde el día de sus partidas, quiero pedir disculpas por tardar tanto, no solo por la carta sino también porque aún no voy a visitarlos ni despedirme por última vez de ustedes.
El dolor es grande, no solo mío sino de toda la familia, se los ama y se los extraña. Me alegra saber que se reunieron pronto, aunque eso representó un dolor aún más grande de lo esperado a todos.
Mi conciencia está tranquila porque hice todo lo que estuvo a mi alcance mientras ambos estuvieron con vida, las experiencias y vivencias que tuve junto a ustedes quedarán para el recuerdo. Aprecio el hecho de que siempre me quisieron y me adoraron como si fuera un hijo más.
Abuelo, durante los últimos años tuve que cuidar de ti, no solo en casa sino también en el hospital, no dormía por vigilarte y me hacías la noche de cuadritos. Siempre hubo problemas con los demás respecto a tu cuidado y la atención que necesitabas, las visitas médicas, chequeos, paseos… pero yo siempre estuve ahí.
Tus últimos años de vida no fueron disfrutables, pasabas más en cama sin hacer algo más que dormir, sabíamos que estás ahí, pero al mismo tiempo no, ya que gran parte del día dormías, ya no salías ni caminabas, lastimosamente tu vida cambió mucho.
Me hubiera gustado verte de otra forma, no fue así quizá por descuido, tu condición pudo mejorar, pero no vale lamentarse ahora, pero ciertas cosas siempre quedarán en mi mente, mi forma de ser nunca me dejará olvidar que cuando tú más nos necesitabas, no todos te dieron la mano.
Sigo sin entender cómo es que no te enfermabas, todos tus hermanos murieron enfermos por tendencia diabética, pero tú no, los últimos años te consentía con helados, galletas, entre otras cosas dulces que solía comprarte, no padecías de enfermedades y eso siempre fue bueno porque te permitió quedarte junto a nosotros más tiempo.
Recuerdo cuando solías estar en la mueblería, siempre sentado afuera hasta que anocheciera y te dejábamos en tu casa, cada que yo llegaba te saluda con un beso sin importar las veces que te veía en el día, incluso me complacías dándome dinero para comprarme alguna golosina cosa que luego yo hice en el futuro contigo.
Así mismo, recuerdo lo pícaro que solías ser, pasaba una mujer y le silbabas, por eso te llamábamos yepe-roshi, por lo bandido que eras detrás de esa cara tranquila que tenías, es melancólico saber que un día estuviste ahí con nosotros y luego ya no más.
En mi mente sigo recordando tu voz llamándome, quiero recordarte tal y como solías ser. Me hubiera gustado pasar más tiempo a tu lado, sacarte de paseo y comer un helado, gracias por nunca olvidarme durante tus lagunas mentales, te olvidabas de todos, pero no de unos cuantos, entre ellos yo. Eres y serás siempre mi único abuelo.
Abuela, tengo varios recuerdos que compartí con usted, muchos fueron repetitivos, siempre fuerte y llena de salud, rara vez la vi flaquear, tenía su carácter y fue mano dura con todos sus hijos aun estos siendo ya grandes, no dudaba en decir las cosas de frente pero también en ser cariñosa con nosotros.
Recuerdo que a veces me la encontraba caminando por mi casa cuando estaba paseando para calentar el cuerpo, me saludaba y hablábamos un rato, era una rutina diaria que solía tener. De igual manera, recuerdo con una sonrisa las comidas que solía prepararme y las cuales nunca más en la vida volveré a probar, los helados que hacia y luego me regalaba cuando la visitaba, las charlas que teníamos cuando iba a dejarle cositas a la casa. Siempre fui su consentido al igual que mi papá, cocinaba algo y nos llamaba para que fuéramos a comer o simplemente yo pasara recogiendo la comida. Sin duda alguna voy a extrañar lo que cocinaba para nosotros porque no comeré lo mismo de manos de otras personas.
Cuando mi tío llegaba a visitarla, lo hacía con el carro lleno de cosas para ustedes, yo lo acompañaba y metía todo a la casa, él siempre se aseguró de que nunca les faltara algo a sus veteranos, criaron a unos buenos hijos, ambos se preocuparon por ustedes y les dieron todo lo que estaba a su alcance.
Solía irme de compras cada vez que llegaba mi tío, le preguntaba que le faltaba e íbamos a comprarle cada cosa que pidiera incluso lo que no, regresaba con muchas fundas en mano y al rato me decía, ven en una hora para que comas algo y le lleves a tu papá.
Toda cosa que cocinaba siempre estaba rica, incluso el chocolate para navidad, a toda la familia le encantaba como lo hacía, pero usted solo nos decía, es que lo hago con amor.
Los sábados por la mañana desayunaba con ustedes, compraba encebollado con mi papá y luego les caíamos para comer todos juntos para luego yo irme a la universidad, era normal en usted el brindarme algo de comer cuando estaba en su casa o simplemente conversar conmigo de cualquier cosa.
Mi ultimo gran recuerdo que tengo con usted sin duda alguna fue su cumpleaños, no podría olvidarlo porque fue antes de la pandemia, vino mi tío y me dijo que fuéramos en la noche hasta que sea la media noche y así desearle feliz cumpleaños juntos mientras escuchábamos música bailaba y comíamos, no podré olvidarme jamás que me sacó a bailar y le dije que no, a lo que me respondió, saca a tu abuela mientras aún pueda bailar, el resto es historia.
Si debo arrepentirme de algo en la vida, es que nunca pude cuidarla como lo hice con mi abuelo, nunca lo necesitó, pero me hubiera gustado hacerlo, varias veces pensé en cuando me tocaría, pero ese día nunca llegó, incluso cuando nos dejó, se encontraba sola en el hospital mientras la familia no pudo hacer nada al respecto, nos agarró de sorpresa su partida, abuelita, perdón por tan poco.
Abuelos, quiero que sepan que la familia se encuentra bien, obviamente no falta uno que otro problema, pero en general todos están unidos. Están volviendo a ser como solían ser décadas atrás, están recuperando el tiempo entre hermanos que perdieron desde hace mucho, se vuelven a reunir por un cumpleaños, van a su tierra natal Santa Ana, se visitan unos a otros… hubiese sido bueno que ambos lo presenciaran ya que eso era algo que ambos deseaban, ver a sus hijos unidos una vez más.
Sus dos hijos queridos se encuentran bien, con ciertas complicaciones como es de esperar pero al final de cuentas atraviesan los inconvenientes, mi tío se mantiene saludable en Machala aunque como siempre lejos por razones obvias, espero poder visitarlo pronto, mientras tanto, mi papá está bien, tuvo que vender la propiedad que tenía y eso ayudó a solventar diversos problemas, ahora todo está mejor, el negocio tiene vida nuevamente, hace ejercicio y se mantiene saludable, ambos los extrañan y sueñan con ustedes, nunca dejan de pensar en ambos y los recuerdan con una sonrisa.
Estoy feliz de ser decendencia suya, soy feliz de tener sangre manaba, quiero mucho su Santa Ana y todo Manabí, su tierra la llevo en el corazón, aunque no naciera allá parte de mi se siente correspondido.
La vida o simplemente el destino no nos dejó despedirnos de la forma más adecuada, los acontecimientos ocurridos en sus respectivos momentos de partidas fueron sorpresivos y con muchos obstáculos, a tal punto que no fue posible verlos cuando dejaron este mundo hasta después de mucho tiempo después, me hubiera gustado que fuese de otra manera, pero lastimosamente ocurrió de esa forma haciendo sus partidas aún más dolorosas.
Perdón por no llorarlos como se lo merecían, perdón por llorar muy poco, nunca los lloré como hubiese querido, no podía mostrarme débil frente a mi padre que estaba enfermo y triste, todas mis lagrimas dirigidas a ustedes seguramente están contenidas esperando el día en el que las deje salir, el día en el que ya no pueda contenerlas más.
Abuelitos, sepan que los sueño, los recuerdo y los amo con mi vida. Siempre los defendí, me peleé con todos y no me arrepiento, estaré eternamente de su lado y algún día seguramente a su lado. Gracias por ser mis abuelos, nos volveremos a ver, hasta pronto.
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Al pie del acantilado, Julio Ramón Ribeyro
A Hernando Cortés
Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla como crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan sólo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir. Nosotros la encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena. Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían echado de quinta en quinta y de corralón en corralón. Vimos la planta allí, creciendo humildemente entre tanta ruina, entre tanto patillo muerto y tanto derrumbe de piedras, y decidimos levantar nuestra morada. La gente decía que esos baños fueron famosos en otra época, cuando los hombres usaban escarpines y las mujeres se metían al agua en camisón. En ese tiempo no existían las playas de Agua Dulce y La Herradura. Dicen también que los últimos concesionarios del establecimiento no pudieron soportar la competencia de las otras playas ni la soledad ni los derrumbes y que por eso se fueron llevándose todo lo que pudieron: se llevaron las puertas, las ventanas, todas las barandas y las tuberías. El tiempo hizo lo demás. Por eso, cuando nosotros llegamos, sólo encontramos ruinas por todas partes, ruinas y, en medio de todo, la higuerilla. Al principio no supimos qué comer y vagamos por la playa buscando conchas y caracoles. Después recogimos esos bichos que se llaman muy-muy, los hervimos y preparamos un caldo lleno de fuerza, que nos emborrachó. Más tarde, no recuerdo cuándo, descubrimos a un kilómetro de allí una caleta de pescadores donde mi hijo Pepe y yo trabajamos durante un buen tiempo, mientras Toribio, el menor, hacía la cocina. De este modo aprendimos el oficio, compramos cordeles, anzuelos y comenzamos a trabajar por nuestra propia cuenta, pescando toyos, robalos, bonitos, que vendíamos en la paradita de Santa Cruz. Así fue como empezamos, yo y mis dos hijos, los tres solos. Nadie nos ayudó. Nadie nos dio jamás un mendrugo ni se lo pedimos tampoco a nadie. Pero al año ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal.
Nuestra vida fue dura, hay que decirlo. A veces pienso que San Pedro, el santo de la gente del mar, nos ayudó. Otras veces pienso que se rió de nosotros y nos mostró, a todo lo ancho, sus espaldas. Esa mañana que Pepe vino corriendo al terraplén de la casa, con los pelos parados, como si hubiera visto al diablo, me asusté. Él venía de las filtraciones de agua dulce que caen por las paredes del barranco. Cogiéndome del brazo me arrastró hasta el talud al pie del cual estaba nuestra casa y me mostró una enorme grieta que llegaba hasta el nivel de la playa. No supimos cómo se había hecho, ni cuándo, pero lo cierto es que estaba allí. Con un palo exploré su profundidad y luego me senté a cavilar sobre el pedregullo. —¡Somos unos imbéciles! —maldije—. ¿Cómo se nos ha ocurrido construir nuestra casa en este lugar? Ahora me explico por qué la gente no ha querido nunca utilizar este terraplén. El barranco se va derrumbando cada cierto tiempo. No será hoy ni mañana, pero cualquier día de éstos se vendrá abajo y nos enterrará como a cucarachas. ¡Tenemos que irnos de aquí! Esa misma mañana recorrimos toda la playa, buscando un nuevo refugio. La playa, digo, pero hay que conocer esta playa: es apenas una pestaña entre el acantilado y el mar. Cuando hay mar brava, las olas trepan por la ribera y se estrellan contra la base del barranco. Luego subimos por la quebrada que lleva a la ciudad y buscamos en vano una explanada. Es una quebrada estrecha como un desfiladero, está llena de basura y los camioneros la van cegando cuando la remueven para llevarse el hormigón. La verdad es que yo empezaba a desesperar. Pero fue mi hijo Pepe quien me dio la idea. —¡Eso es! —dijo—. Debemos construir un contrafuerte para contener el derrumbe. Pondremos unos cuartones de madera, luego unos puntales para sostenerlos y así el paredón quedará en pie. El trabajo duró varias semanas. La madera la arrancamos de las antiguas cabinas de baño que estaban ocultas bajo las piedras. Pero cuando tuvimos la madera nos dimos cuenta que nos faltaría fierro para apuntalar esa madera. En la ciudad nos quisieron sacar un ojo de la cara por cada pedazo de riel. Allí estaba el mar, sin embargo. Uno nunca sabe todo lo que contiene el mar. Así como el mar nos daba la sal, el pescado, las conchas, las piedras pulidas, el yodo que quemaba nuestra piel, también nos dio fierros el mar. Ya nosotros habíamos notado, desde que llegamos a la playa, esos fierros negros que la mar baja mostraba, a cincuenta metros de la orilla. Nos decíamos: «Algún barco encalló aquí hace mucho tiempo». Pero no era así: fueron tres remolcadores que fondearon, los que construyeron los baños, para formar un espigón. Veinte años de oleaje habían volteado, hundido, removido, cambiado de lugar esas embarcaciones. Toda la madera fue podrida y desclavada (aún ahora varan algunas astillas), pero el fierro quedó allí, escondido bajo el agua, como un arrecife. —Sacaremos ese fierro —le dije a Pepe. Muy de mañana nos metíamos desnudos al mar y nadábamos cerca de las barcazas. Era peligroso porque las olas venían de siete en siete y se formaban remolinos y se espumaban al chocar contra los fierros. Pero fuimos tercos y nos desollamos las manos durante semanas tirando a pulso o remolcando con sogas, desde la playa unas cuantas vigas oxidadas. Después las raspamos, las pintamos; después construimos, con la madera, una pared contra el talud; después apuntalamos la pared con las vigas de fierro. De esta manera el contrafuerte quedó listo y nuestra casa protegida contra los derrumbes. Cuando vimos toda la mole apoyada en nuestra barrera, dijimos: —¡Que San Pedro nos proteja! Ni un terremoto podrá contra nosotros. Mientras tanto, nuestra casa se había ido llenando de animales. Al comienzo fueron los perros, esos perros vagabundos y pobres que la ciudad rechaza cada vez más lejos, como a la gente que no paga alquiler. No sé por qué vinieron hasta aquí: quizás porque olfatearon el olor a cocina o simplemente porque los perros, como muchas personas, necesitan de un amo para poder vivir. El primero llegó caminando por la playa, desde la caleta de pescadores. Mi hijo Toribio, que es huraño y de poco hablar, le dio de comer y el perro se convirtió en su lamemanos. Más tarde descendió por la quebrada un perro lobo que se volvió bravo y que nosotros amarrábamos a una estaca cada vez que gente extraña bajaba a la playa. Luego llegaron juntos dos perritos escuálidos, sin raza, sin oficio, que parecían dispuestos a cualquier nobleza por el más miserable pedazo de hueso. También se instalaron tres gatos atigrados que corrían por los barrancos comiendo ratas y culebrillas. A todos estos animales, al principio, los rechazamos a pedradas y palazos. Bastante trabajo nos daba ya mantener sano nuestro pellejo. Pero los animales siempre regresaban, a pesar de todos los peligros, había que ver las gracias que hacían con sus tristes hocicos. Por más duro que uno sea, siempre se ablanda ante la humildad. Fue así como terminamos por aceptarlos. Pero alguien más llegó en esos días: el hombre que llevaba su tienda en un costal.
Llegó en un atardecer, sin hacer ruido, como si ningún desfiladero tuviera secretos para él. Al principio creíamos que era sordo o que se trataba de un imbécil porque no habló ni respondió ni hizo otra cosa que vagar por la playa, recogiendo erizos o reventando malaguas. Sólo al cabo de una semana abrió la boca. Nosotros freíamos el pescado en la terraza y había un buen olor a cocina mañanera. El extraño asomó desde la playa y quedó mirando mis zapatos. —Se los compongo —dijo. Sin saber por qué se los entregué y en unos pocos minutos, con un arte que nos dejó con la boca abierta, cambió sus dos suelas agujereadas. Por toda respuesta, le alcancé la sartén. El hombre cogió una troncha con la mano, luego otra, luego una tercera y así se tragó todo el pescado con tal violencia que una espina se le atravesó en el pescuezo y tuvimos que darle miga de pan y palmadas en el cogote para desatorarlo. Desde esa vez, sin que yo ni mis hijos le dijéramos nada, comenzó a trabajar para nuestra finca. Primero compuso las cerraduras de las puertas, después afiló los anzuelos, después construyó, con unas hojas de palmera, un viaducto que traía hasta mi casa el agua de las filtraciones. Su costal parecía no tener fondo porque de él sacaba las herramientas más raras y las que no tenía las fabricaba con las porquerías del muladar. Todo lo que estuvo malogrado lo compuso y de todo objeto roto inventó un objeto nuevo. Nuestra morada se fue enriqueciendo, se fue llenando de pequeñas y grandes cosas, de cosas que servían o de cosas que eran bonitas, gracias a este hombre que tenía la manía de cambiarlo todo. Y por este trabajo nunca pidió nada: se contentaba con una troncha de pescado y con que lo dejáramos en paz. Cuando llegó el verano, sólo sabíamos una cosa: que se llamaba Samuel. En los días del verano, el desfiladero cobraba cierta animación. La gente pobre que no podía frecuentar las grandes playas de arena bajaba por allí para tomar baños de mar. Yo la veía cruzar el terraplén, repartirse por la orilla pedregosa y revolcarse cerca de los erizos, entre las plumas de pelícano, como en el mejor de los vergeles. Eran en su mayoría hijos de obreros, muchachos de colegio fiscal en vacaciones o artesanos de los suburbios. Todos se soleaban hasta la puesta del sol. Al retirarse pasaban delante de mi casa y me decían: —Su playa está un poco sucia. Debía hacerla limpiar. A mí no me gustan los reproches pero en cambio me gustó que me dijeran su playa. Por eso me empeñé en poner un poco de limpieza. Con Toribio pasé algunas mañanas recogiendo todos los papeles, las cáscaras y los patillos que, enfermos, venían a enterrar el pico entre las piedras. —Muy bien —decían los bañistas—. Así las cosas van mejor. Después de limpiar la playa, levanté un cobertizo para que los bañistas pudieran tener un poco de sombra. Después Samuel construyó una poza de agua filtrada y cuatro gradas de piedra en la parte más empinada del desfiladero. Los bañistas fueron aumentando. Se pasaban la voz. Se decían: «Es una playa limpia en donde nos dan hasta la sombra gratis». A mediados del verano eran más de un centenar. Fue entonces cuando se me ocurrió cobrarles un derecho de paso. En realidad, esto no lo había planeado: se me vino así, de repente, sin que lo pensara. —Es justo —les decía—. Les he hecho una escalera, he puesto un cobertizo, les doy agua de beber y además tienen que atravesar mi casa para llegar a la playa. —Pagaríamos si hubiera un lugar donde desvestirse —respondieron. Allí estaban las antiguas cabinas de baño. Quitamos el hormigón que las cubría y dejamos libres una docena de casetas. —Está todo listo —dije—. Cobro solamente diez centavos por la entrada a la playa. Los bañistas se rieron. —Falta una cosa. Debe quitar esos fierros que hay en el mar. ¿No se da cuenta que aquí no se puede nadar? Uno tiene que contentarse con bañarse en la orilla. Así no vale la pena. —Sea. Los sacaremos —respondí. Y a pesar de que había terminado el verano y que los bañistas iban disminuyendo, me esforcé, con mi hijo Pepe, en arrancar los fierros del mar. El trabajo ya lo conocíamos desde que sacamos las vigas para el talud. Pero ahora teníamos que sacar todos los fierros, hasta aquellos que habían echado raíces entre las algas. Usando garfios y picotas, los atacamos desde todo sitio, como si fueran tiburones. Llevábamos una vida submarina y extraña para los forasteros que, durante el otoño, bajaban a veces por allí para ver de más cerca la caída del crepúsculo. —¡Qué hacen esos hombres! —se decían—. Pasan horas sumergiéndose para traer a la orilla un poco de chatarra. En la lucha contra los fierros, Pepe parecía haber empeñado su palabra de hombre. Toribio, en cambio, como los forasteros, lo veía trabajar sin ninguna pasión. El mar no le interesaba. Sólo tenía ojos para la gente que venía de la ciudad. Siempre me preocupó la manera como los miraba, como los seguía y como regresaba tarde, con los bolsillos llenos de chapas de botellas, de bombillas quemadas y de otros adefesios en los cuales creía reconocer la pista de una vida superior.
Cuando llegó el invierno, Pepe seguía luchando contra los fierros del mar. Eran días de blanca bruma que llegaba de madrugada, trepaba por el barranco y ocupaba la ciudad. De noche, los faroles de la Costanera formaban halos y desde la playa se veía una mancha lechosa que iba desde La Punta hasta el Morro Solar. Samuel respiraba mal en esa época y decía que la humedad lo estaba matando. —En cambio a mí me gusta la neblina —le decía yo—. De noche hay buen temperamento y se goza tirando del cordel. Pero Samuel tosía y una tarde anunció que se trasladaría a la parte alta del barranco, a esa explanada que los camioneros, a fuerza de llevarse el hormigón, habían cavado en pleno promontorio. A ese lugar comenzó a trasladar las piedras de su nueva habitación. Las escogía en la playa, amorosamente, por su forma y su color, las colocaba en su costal y se iba cuesta arriba, canturreando, parándose cada diez pasos para resollar. Yo y mis hijos contemplábamos, asombrados, ese trabajo. Nos decíamos: Samuel es capaz de limpiar de piedras toda la orilla del mar. La primera migración de aves guaneras pasó graznando por el horizonte: Samuel levantaba ya las paredes de su casa. Pepe, por su parte, había casi terminado su trabajo. Tan sólo a ochenta metros de la orilla quedaba el armazón de una barcaza imposible de remover. —Con ésa no te metas —le decía—. Una grúa sería necesario para sacarla. Sin embargo, Pepe, después de la pesca y del negocio, nadaba hasta allí, hacía equilibrio sobre los fierros y buceaba buscando un punto donde golpear. Al anochecer, regresaba cansado y decía: —Cuando no quede un solo fierro vendrán cientos de bañistas. Entonces sí que lloverá plata sobre nosotros.
Es raro: yo no había notado nada, ni siquiera había tenido malos sueños. Tan tranquilo estaba que, al volver de la ciudad, me quedé en la parte alta del desfiladero, conversando con Samuel, que ponía el techo de su casa. —¡Ya vendrán! —me dijo Samuel, señalando unas piedras que había tiradas por el suelo—. Hoy día he visto gente rondando por aquí. Han dejado esas piedras como señal. Mi casa es la primera pero pronto me imitarán. —Mejor —le respondí—. Así no tendré que ir hasta la ciudad a vender el pescado. Al oscurecer, bajé a mi casa. Toribio daba vueltas por el terraplén y miraba hacia el mar. El sol se había puesto hacía rato y sólo quedaba una línea naranja, allá muy lejos, una línea que pasaba detrás de la isla San Lorenzo e iba hacia los mares del norte. Quizás ésa era la advertencia, la que yo en vano había esperado. —No veo a Pepe —me dijo Toribio—. Hace rato que entró pero no lo veo. Fue nadando con la sierra y la picota. En ese momento sentí miedo. Fue una cosa violenta que me apretó la garganta, pero me dominé. —Quizás esté buceando —dije. —No podría aguantar tanto rato bajo el agua —respondió Toribio. Volví a sentir miedo. En vano miraba hacia el mar, buscando el esqueleto de la barcaza. Tampoco vi la línea naranja. Grandes tumbos venían y se enroscaban y chocaban contra la base del terraplén. Para darme tiempo, dije: —A lo mejor se ha ido nadando hacia la caleta. —No —respondió Toribio—. Lo vi ir hacia la barcaza. Varias veces sacó la cabeza para respirar. Después se puso el sol y ya no vi nada. En ese momento me comencé a desvestir, cada vez más rápido, más rápido, arrancando los botones de mi camisa, los pasadores de mis zapatos. —¡Anda a buscar a Samuel! —grité, mientras me zambullía en el agua. Cuando comencé a nadar ya todo estaba negro: negro el mar, negro el cielo, negra la tierra. Yo iba a ciegas, estrellándome contra las olas, sin saber lo que quería. Apenas podía respirar. Corrientes de agua fría me golpeaban las piernas y yo creía que eran los toyos buscando la carnaza. Me di cuenta que no podía seguir porque no podía ver nada y porque en cualquier momento me tropezaría contra los fierros. Me di la vuelta, entonces, casi con vergüenza. Mientras regresaba, las luces de la Costanera se encendieron, todo un collar de luces que parecía envolverme y supe en ese momento lo que tenía que hacer. Al llegar a la orilla ya estaba Samuel esperándome. —¡A la caleta! —le grité—. ¡Vamos a la caleta! Ambos empezamos a correr por la playa oscura. Sentí que mis pies se cortaban contra las piedras. Samuel se paró para darme sus zapatos pero yo no quería saber nada y lo insulté. Yo sólo miraba hacia adelante, buscando las luces de los pescadores. Al fin me caí de cansancio y me quedé tirado en la orilla. No podía levantarme. Comencé a llorar de rabia. Samuel me arrastró hasta el mar y me hundió varias veces en el agua fría. —¡Falta poco, papá Leandro! —decía—. Mira, allí se ven las luces. No sé cómo llegamos. Algunos pescadores se habían hecho ya a la mar. Otros estaban listos para zarpar. —¡De rodillas se lo pido! —grité—. ¡Nunca les he pedido un favor, pero esta vez se lo pido! Pepe, el mayor, hace una hora que no sale del mar. ¡Tenemos que ir a buscarlo! Tal vez hay una manera de hablarle a los hombres, una manera de llegar hasta su corazón. Me di cuenta, esta vez, que todos estaban conmigo. Me rodearon para preguntarme, me dieron pisco de beber. Luego dejaron en la playa sus redes y sus cordeles. Los que acababan de entrar regresaron cuando escucharon los gritos. En once barcas entramos. Íbamos en fila hacia Magdalena, con las antorchas encendidas, alumbrando la mar. Cuando llegamos a la barcaza, la rodeamos formando un círculo. Mientras unos sostenían las antorchas, otros se lanzaron al agua. Estuvimos buceando hasta medianoche. La luz no llegaba al fondo del mar. Chocábamos bajo el agua, nos rasguñamos contra los fierros pero no encontramos nada, ni la picota ni su gorra de marinero. Ya no sentía cansancio, quería seguir buscando hasta la madrugada. Pero ellos tenían razón. —La resaca lo debe haber jalado —decían—. Hay que buscarlo más allá de los bancos. Primero entramos, luego salimos. Samuel tenía una pértiga que hundía en el mar cada vez que creía ver algo. Seguimos dando vueltas en fila. Me sentía mareado y como idiota, tal vez por el pisco que bebí. Cuando miraba hacia los barrancos, veía allá arriba, tras la baranda del malecón, faros de automóviles y cabezas de gente que miraban. Entonces me decía: «¡Malditos los curiosos! Creen que celebramos una fiesta, que encendemos antorchas para divertirnos». Claro, ellos no sabían que yo estaba hecho pedazos y que hubiera sido capaz de tragarme toda el agua del mar para encontrar el cadáver de mi hijo. —¡Antes que lo muerdan los toyos! —me repetía, muy despacito—. ¡Antes que lo muerdan! Para qué llorar, si las lágrimas ni matan ni alimentan. Como dije delante de los pescadores: —El mar da, el mar también quita.
Yo no quise verlo. Alguien lo descubrió, flotando vientre arriba, sobre el mar soleado. Ya era el día siguiente y nosotros vagábamos por la orilla. Yo había dormido un rato sobre las piedras hasta que el sol del mediodía me despertó. Después fuimos caminando hacia La Perla y cuando regresábamos, una voz gritó: «¡Allá está!». Algo se veía, algo que las olas empujaban hacia la orilla. —Ése es —dijo Toribio—. Allí está su pantalón. Entraron varios hombres al mar. Yo los vi que iban cortando las olas bravas y los vi casi sin pena. En verdad estaba agotado y no podía siquiera conmoverme. Lo fueron jalando entre varios, lo traían así, hinchado, hacia mí. Después me dijeron que estaba azul y que lo habían mordido los toyos. Pero yo no lo vi. Cuando estaba cerca, me fui sin voltear la cabeza. Sólo dije, antes de partir: —Que lo entierren en la playa, al pie de las campanillas. (Él siempre quiso estas flores del barranco que son, como el geranio, como el mastuerzo, las flores pobres, las que nadie quiere ni para su entierro). Pero no me hicieron caso. Se le enterró al día siguiente, en el cementerio de Surquillo. Perder un hijo que trabaja es como perder una pierna o como perder un ala para un pájaro. Yo quedé como lisiado durante varios días. Pero la vida me reclamaba, porque había muchísimo que hacer. Era época de mala pesca y el mar se había vuelto avaro. Sólo los que tenían barca salían al mar y regresaban ojerosos de mañana, cuatro bonitos en su red, apenas de qué hacer un caldo. Yo había roto a pedradas la estatua de San Pedro pero Samuel la compuso y la colocó a la entrada de mi casa. Debajo de la estatua puso una alcancía. Así, la gente que usaba mi quebrada veía la estatua y, como eran pescadores, dejaban allí cinco centavos, diez centavos. De eso vivimos hasta que llegó el verano. Digo verano porque a las cosas hay que ponerles un nombre. En esta tierra todos los meses son iguales: quizás en una época hay más neblina y en otra calienta más el sol. Pero, en el fondo, todo es lo mismo. Dicen que vivimos en una eterna primavera. Para mí, las estaciones no están en el sol ni en la lluvia sino en las aves que pasan o en los peces que se van o que vuelven. Hay épocas en las cuales es más difícil vivir, eso es todo. Este verano fue difícil porque fue triste, sin calor, y los bañistas apenas venían. Yo había puesto un letrero a la entrada que decía: «Caballeros 20 centavos. Damas 10 centavos». Pagaron, es verdad, pero eran muy pocos. Se zambullían un momento, tiritaban y después se iban cuesta arriba, maldiciendo, como si yo tuviera la culpa de que el sol no calentara. —¡Ya no hay fierros! —les gritaba. —Sí —me respondían—. Pero el agua está fría. Sin embargo, en este verano pasó algo importante: en la parte alta del barranco comenzaron a levantar casas. Samuel no se había equivocado. Los que dejaron piedras y muchos más vinieron. Llegaban solos o en grupos, miraban la explanada, bajaban por el desfiladero, husmeaban por mi casa, respiraban el aire del mar, volvían a subir, siempre mirando arriba y abajo, señalando, cavilando, hasta que, de pronto, se ponían desesperadamente a construir una casa con lo que tenían al alcance de la mano. Sus casas eran de cartón, de latas chancadas, de piedras, de cañas, de costales, de esteras, de todo aquello que podía encerrar un espacio y separarlo del mundo. Yo no sé de qué vivía esa gente, porque de pesca no entendía nada. Los hombres se iban temprano a la ciudad o se quedaban tirados en las puertas de sus cabañas, viendo volar los gallinazos. Las mujeres, en cambio, bajaban a la orilla, en la tarde, para lavar la ropa. —Usted ha tenido suerte —me decían—. Usted sí que ha sabido escoger un lugar para su casa. —Hace tres años que vivo aquí —les respondía—. He perdido un hijo en el mar. Tengo otro que no trabaja. Necesito una mujer que me caliente por las noches. Todas eran casadas o amancebadas. Al comienzo no me hacían caso. Después se reían conmigo. Yo puse un puesto de bebidas y de butifarras, para ayudarme. Y así pasó un año más.
Agosto es el mes de los vientos y los palomillas corren por los potreros volando las cometas. Algunos se trepan a las huacas para que sus cometas vuelen más alto. Yo siempre he mirado este juego con un poco de pena porque en cualquier momento el hilo puede romperse y la cometa, la linda cometa de colores y de larga cola, se enreda en los alambres de la luz o se pierde en las azoteas. Toribio era así: yo lo tenía sujeto apenas por un hilo y sentía que se alejaba de mí, que se perdía. Cada vez hablábamos menos. Yo me decía: «No es mi culpa que viva en un barranco. Aquí por lo menos hay un techo, una cocina. Hay gente que ni siquiera tiene un árbol donde recostarse». Pero él no comprendía eso: sólo tenía los ojos para la ciudad. Jamás quiso pescar. Varias veces me dijo: «No quiero morir ahogado». Por eso prefería irse con Samuel a la ciudad. Lo acompañaba por los balnearios, ayudándolo a poner vidrios, a componer caños. Con los reales que ganaba se iba al cine o se compraba revistas de aventuras. Samuel le enseñó a leer. Yo no quería verlo vagar y le dije: —Si tanto te gusta la ciudad, aprende un oficio y vete a trabajar. Ya tienes dieciocho años. No quiero mantener zánganos. Esto era mentira: yo lo hubiera mantenido toda mi vida, no sólo porque era mi hijo sino porque tenía miedo de quedarme solo. Por la tarde no tenía con quién conversar y mis ojos, cuando había luna, iban hacia los tumbos y buscaban la barcaza, como si una voz me llamara desde adentro. Una vez Toribio me dijo: —Si me hubieras mandado al colegio ahora sabría qué hacer y podría ganarme la vida. Esa vez le pegué porque sus palabras me hirieron. Estuvo varios días ausente. Después vino, sin decirme nada, y pasó algún tiempo comiendo mi pan y durmiendo bajo el cobertizo. Desde entonces, siempre se iba a la ciudad pero también siempre volvía. Yo no quise preguntarle nada. Algo debía pasar, cuando regresaba. Samuel me lo hizo notar: venía por Delia, la hija del sastre. A la Delia varias veces la había invitado a sentarse en el terraplén, para tomar una limonada. Yo la había distinguido entre las mujeres que bajaban porque era redonda, zumbona y alegre como una abeja. Pero ella no me miraba a mí, miraba a Toribio. Es verdad que yo podía pasar por su padre, que estaba reseco como metido en salmuera y que me había arrugado todo de tanto parpadear en la resolana. Se veían a escondidas en los tantos recovecos del lugar, detrás de las enredaderas, en las grutas de agua filtrada, porque lo que tenía que suceder sucedió. Un día Toribio se fue, como de costumbre, pero la Delia se fue con él. El sastre bajó rabioso, me amenazó con la policía, pero terminó por echarse a llorar. Era un pobre viejo, sin vista ya, que hacía remiendos para la gente de la barriada. —A mi hijo lo he crecido sano —le dije, para consolarlo—. Ahora no sabe nada pero la vida le enseñará a trabajar. Además, se casarán, si se entienden, como lo manda Dios. El sastre quedó tranquilo. Me di cuenta que la Delia era un peso para él y que toda su gritería había sido puro detalle. Desde ese día me mandaba con las lavanderas una latita para que le diera un poco de sopa.
Verdad que es triste quedarse solo, así, mirando a sus animales. Dicen que hablaba con ellos y con mi casa y que hasta con el mar hablaba. Pero quizás sea mentira de la gente o envidia. Lo único cierto es que cuando venía de la ciudad y bajaba hacia la playa, gritaba fuerte, porque me gustaba escuchar mi voz por el desfiladero. Yo mismo me hacía toda: pescaba, cocinaba, lavaba mi ropa, vendía el pescado, barría el terraplén. Tal vez fue por eso que la soledad me fue enseñando muchas cosas como, por ejemplo, a conocer mis manos, cada una de sus arrugas, de sus cicatrices, o a mirar las formas del crepúsculo. Esos crepúsculos del verano, sobre todo, eran para mí una fiesta. A fuerza de mirarlos pude adivinar su suerte. Pude saber qué color seguiría a otro o en qué punto del cielo terminaría por ennegrecerse una nube. A pesar de mi mucho trabajo, me sobraba el tiempo, el tiempo de la conversación. Fue entonces cuando me dije que era necesario construir una barca. Por eso hice bajar a Samuel, para que me ayudara. Juntos íbamos hasta la caleta y mirábamos los barcos de los otros. Él hacía dibujos. Después me dijo qué madera necesitábamos. Hablamos mucho en aquella época. Él me preguntaba por Toribio y me decía: «Buen chico, pero ha hecho mal en meterse con una mujer. Las mujeres, ¿para qué sirven? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio en los ojos». La barca iba avanzando: construimos la quilla. Era gustoso estarse en la orilla, fumando, contando historias y haciendo lo que me haría señor del mar. Cuando las mujeres bajaban a lavar la ropa —¡cada vez eran más!— me decían: —Don Leandro, buen trabajo hace usted. Nosotras necesitamos que se haga a la mar y nos traiga algo barato de qué comer. Samuel decía: —¡Ya la explanada está llena! No entra una persona más y siguen llegando. Pronto harán sus casas en el mismo desfiladero y llegarán hasta donde revientan las olas. Esto era verdad: como un torrente descendía la barriada.
Si la barca quedó a medio hacer fue porque en ese verano pasaron algunas cosas extrañas. Fue un buen verano, es cierto, lleno de gente que bajó, se puso roja, se despellejó con el sol y luego se puso negra. Todos pagaron su entrada y yo vi por primera vez que la plata llovía, como dijera mi hijo Pepe, el finado. Yo la guardaba en dos canastas, bajo mi cama, y cerraba la puerta con doble candado. Digo que en ese verano pasaron algunas cosas extrañas. Una mañana, cuando Samuel y yo trabajábamos en la barca, vimos tres hombres, con sombrero, que bajaban por el barranco con los brazos abiertos, haciendo equilibrio para no caerse. Estaban afeitados y usaban zapatos tan brillantes que el polvo resbalaba y les huía. Eran gentes de la ciudad. Cuando Samuel los vio, noté que su mirada se acobardaba. Bajando la cabeza, quedó observando fijamente un pedazo de madera, no sé para qué, porque allí no había nada que mirar. Los hombres cruzaron por mi casa y bajaron a la playa. Dos de ellos estaban cogidos del brazo y el otro les hablaba señalando los barrancos. Así estuvieron paseándose varios minutos, de un extremo a otro, como si estuvieran en el pasillo de una oficina. Al fin uno de ellos se acercó a mí y me hizo varias preguntas. Luego se fueron por donde habían venido, en fila, ayudándose unos a otros a salvar los parajes difíciles. —Esa gente no me gusta —dije—. Tal vez vienen a cobrarme algún impuesto. —A mí tampoco —dijo Samuel—. Usan tongo. Mala señal. Desde ese día Samuel quedó muy intranquilo. Cada vez que alguien bajaba por el desfiladero, miraba hacia arriba y si era algún extraño, sus manos temblaban y comenzaba a sudar. —Me va a dar la terciana —decía, secándose el sudor. Falso: era de miedo que temblaba. Y con razón, porque algún tiempo después se lo llevaron. Yo no lo vi. Dicen que fueron tres policías y un patrullero que aguardaba arriba, en la Pera del Amor. Me contaron que bajó corriendo hacia mi casa y que a mitad del desfiladero, él, que nunca daba un paso en falso, resbaló sobre el canto rodado. Los cachacos le cayeron encima y se lo llevaron, torciéndole el brazo y dándole de varillazos. Esto fue un gran escándalo porque nadie sabía qué había pasado. Unos decían que Samuel era un ladrón. Otros, que hacía muchos años había puesto una bomba en casa de un personaje. Como nosotros no comprábamos periódicos no supimos nada hasta varios días después cuando, de casualidad, cayó uno en nuestras manos: Samuel, hacía cinco años, había matado a una mujer con un formón de carpintero. Ocho huecos le hizo a esa mujer que lo engañó. No sé si sería verdad o si sería mentira pero lo cierto es que si no se hubiera resbalado, si hubiera llegado corriendo hasta mi casa, a mordiscos hubiera abierto una cueva en el acantilado para esconderlo o lo habría escondido bajo las piedras. Samuel era bueno conmigo. No me importa qué hizo con los demás.
El perro alemán, que siempre había vivido a su lado, bajó a mi casa y anduvo aullando por la playa. Yo acariciaba su lomo espeso y comprendía su pena y le añadía la mía. Porque todo se iba de mí, todo, hasta la barca que vendí, porque no sabía cómo terminarla. Viejo loco era yo, viejo loco y cansado, pero para qué, me gustaba mi casa y mi pedazo de mar. Miraba la barrera, miraba el cobertizo de estera, miraba todo lo que habían hecho mis manos o las manos de mi gente y me decía: «Esto es mío. Aquí he sufrido. Aquí debo morir». Sólo me faltaba Toribio. Pensaba que algún día habría de venir, no importa cuándo, porque los hijos siempre terminan por venir aunque sea para ver si ya estamos lo bastante viejos y si nos falta poco para morirnos. Toribio vino justamente cuando yo había empezado a construir un cuarto grande para él, un lindo cuarto con ventana hacia el mar. Estaba huesudo y pálido, con esa cara madura que tienen los muchachos que comen mal y no saben qué hacer de su vida. —Dame quinientos soles —me dijo—. He perdido un hijo y no quiero que me pase lo mismo con el que ha de venir. Luego se fue. Yo no quise retenerlo pero seguí construyendo su cuarto. Lo fui pintando con mis propias manos. Cuando me cansaba, subía a la barriada y conversaba con la gente. Trataba de hacer amigos pero todos me recelaban. Es difícil hacer amigos cuando se es viejo y se vive solo. La gente dice: «Algo malo tendrá ese hombre cuando está solo». Los pobres chicos, que no saben nada del mundo, me seguían a veces para tirarme piedras. Es verdad: un hombre solo es como un cadáver, como un fantasma que camina entre los vivos.
Esos señores del sombrero y de los zapatos de charol vinieron varias veces más y se pasearon por la playa. Yo no los quería porque los hacía responsables de la suerte de Samuel. Un día les dije: —El que me ayudaba a hacer la barca era un buen cristiano. Hicieron mal ustedes en delatarlo. Razones tendría para matar a su mujer. Ellos se echaron a reír. —Se confunde usted. Nosotros no somos policías. Nosotros somos de la municipalidad. Debían serlo porque poco después llegó la notificación. De la barriada bajó una comisión para mostrármela. Estaban muy alborotados. Ahora sí me trataban bien y me llamaban «Papá Leandro». Claro, yo era el más viejo del lugar y el más ducho y sabían que los sacaría del apuro. En el papel decía que todos los habitantes del desfiladero debían salir de allí en el plazo de tres meses. —¡Arréglenselas ustedes! —dije—. Lo que es a mí, nadie me saca de aquí. Yo tengo siete años en el lugar. Tanto me rogaron que terminé por hacerles caso. —Buscaremos un abogado —dije—. Esta tierra no es de nadie. No pueden sacarnos. Cuando el abogado vino, nos reunimos en mi casa. Era un señor bajito, que usaba lentes, sombrero y un maletín gastado, lleno de papeles. —La municipalidad quiere construir un nuevo establecimiento de baños —dijo—. Necesitan, por eso, que despejen todo el barranco, para hacer una nueva bajada. Pero esta tierra es del Estado. Nadie los sacará de aquí. Enseguida nos hizo dar cincuenta soles a cada jefe de familia y se fue con unos papeles que firmamos. Todos me felicitaban. Me decían: —¡No sabemos qué nos haríamos sin usted! En verdad, el abogado nos dio coraje y nosotros estábamos felices. —Nadie —decíamos—. Nadie nos sacará de aquí. Esta tierra es del Estado. Así pasaron varias semanas. Los hombres de la municipalidad no regresaron. Yo había acabado con el cuarto de Toribio y le había puesto vidrios en la ventana. El abogado siempre venía para arengarnos y hacernos firmar papeles. Yo me pavoneaba entre la gente de la barriada, y les decía: —¿Ven? ¡No hay que despreciar nunca a los viejos! Si no fuera por mí ya estarían ustedes clavando sus esteras en el desierto. Sin embargo, en la primera mañana del invierno, un grupo bajó corriendo por la quebrada y entró gritando en mi casa. —¡Ya están allí! ¡Ya están allí! —decían, señalando hacia arriba. —¿Quiénes? —pregunté. —¡La cuadrilla! ¡Han comenzado a abrirse camino!
Yo subí en el acto y llegué cuando los obreros habían echado abajo la primera vivienda. Traían muchas máquinas. Se veían policías junto a un hombre alto y junto a otro más bajo, que escribía en un grueso cuaderno. A este último lo reconocí: hasta nuestras cabañas también llegaban los escribanos. —Son órdenes —decían los obreros, mientras destruían las paredes con sus herramientas—. Nosotros no podemos hacer nada. Es verdad, se les veía trabajar con pena, entre una nube de polvo. —¿Órdenes de quién? —pregunté. —Del juez —respondieron, señalando al hombre alto. Yo me acerqué a él. Los policías quisieron contenerme pero el juez les indicó que me dejaran pasar. —Aquí hay una equivocación —dije—. Nosotros vivimos en tierras del Estado. Nuestro abogado dice que de aquí nadie puede sacarnos. —Justamente —dijo el juez—. Los sacamos porque viven en tierras del Estado. La gente comenzó a gritar. Los policías formaron un cordón alrededor del juez mientras el escribano, como si nada pasara, miraba con calma el cielo, el paisaje, y seguía escribiendo en su cuaderno. —Ustedes deben tener parientes —decía el juez—. Los que se queden hoy sin casa, métanse donde sus parientes. Esto después se arreglará. Lo siento mucho, créanme. Yo haré algo por ustedes. —¡Por lo menos, déjenos llamar a nuestro abogado! —dije yo—. Que no hagan nada los obreros hasta que no llegue nuestro abogado. —Pueden llamarlo —contestó el juez—. Pero los trabajos deben continuar. —¿Quién viene conmigo a la ciudad? —pregunté. Varios quisieron venir pero yo elegí a los que tenían camisa. Fuimos en un taxi hasta el centro de la ciudad y subimos las escaleras en comisión. El abogado estaba allí. Primero no nos reconoció pero después se puso a gritar. —¡Los juicios se ganan o se pierden! Yo no tengo ya nada que ver. Esto no es una tienda donde se devuelve la plata si el producto está malo. Ésta es la oficina de un abogado. Discutimos largo rato pero al final tuvimos que regresar. En el camino no hablábamos, no sabíamos qué decir. Cuando llegamos al barranco, ya el juez se había ido pero seguían allí los policías. La gente de la barriada nos recibió furiosa. Algunos decían que yo tenía la culpa de todo, que tenía mis entendimientos con el abogado. Yo no les hice caso. Había visto que la casa de Samuel, la primera que hubo en el lugar, había caído abajo y que sus piedras estaban tiradas por el suelo. Reconocí una piedra blanca, una que estuvo mucho tiempo en la orilla, cerca de mi casa. Cuando la recogí, noté que estaba rajada. Era extraño: esa piedra que durante años el mar había pulido, había redondeado, estaba ahora rajada. Sus pedazos se separaron entre mis manos y me fui bajando hacia mi casa, mirando un pedazo y luego el otro, mientras la gente me insultaba y yo sentía unas ganas terribles de llorar.
—¡Allá ellos! —me dije en los días siguientes—. ¡Que los aplasten, que los revienten! Lo que es a mi casa no llegarán fácilmente las máquinas. ¡Hay mucho barranco que rebanar! Era verdad: la cuadrilla trabajaba sin prisa. Cuando no había vigilancia, dejaban sus herramientas y se ponían a fumar, a conversar. —Es una pena —decían—. Pero son órdenes. A pesar de los insultos, a mí también me daba pena. Fue por eso que no subí, para no ver la destrucción. Para ir a la ciudad usaba el desfiladero de La Pampilla. Allí me encontraba con los pescadores y les decía: —Están echando la barriada contra el mar. Ellos se contentaban con responder: —Es un abuso. Nosotros lo sabíamos, claro, pero ¿qué podíamos hacer? Estábamos divididos, peleados, no teníamos un plan, cada cual quería hacer lo suyo. Unos querían irse, otros protestar. Algunos, los más miserables, los que no tenían trabajo, se enrolaron en la cuadrilla y destruyeron sus propias viviendas. Pero la mayoría fue bajando por el barranco. Levantaban su casa a veinte metros de los tractores para, al día siguiente, recoger lo que quedaba de ella y volverla a levantar diez metros más allá. De esta manera la barriada se venía sobre mí, caía todos los días un trecho más abajo, de modo que me parecía que tendría pronto que llevarla sobre mis hombros. A las cuatro semanas que empezaron los trabajos, la barriada estaba a las puertas de mi casa, deshecha, derrotada, llena de mujeres y de hombres polvorientos que me decían, por encima del barandal: —¡Don Leandro, tenemos que pasar al terraplén! Nos quedaremos allí hasta que encontremos otra cosa. —¡No hay sitio! —les respondía—. Ese cuarto grande que ven allí es para mi hijo Toribio, que vendrá con la Delia. Además, ustedes nunca me han dado la mano. ¡Reviéntense ahora! ¡Al desierto, a pudrirse! Pero esto era injusto. Yo sabía muy bien que las cabinas de baños para mujeres, que eran de madera, y las cabinas de estera para los hombres, podrían albergar a los que huían. Esta idea me daba vueltas por la cabeza. Como era invierno, las casetas estaban abandonadas. Pero yo no quería decir nada, quizás para que conocieran a fondo el sufrimiento. Al fin no pude más. —Que pasen las mujeres que están encinta (casi todas lo estaban pues en las barriadas secas, entre tanta cosa marchita, lo único que siempre florece y está siempre a punto de madurar son los vientres de nuestras mujeres). ¡Que se metan en los nichos de madera y que aguanten allí! Las mujeres pasaron. Pero al día siguiente tuve que dejar pasar a los niños y después a los hombres porque la cuadrilla seguía avanzando, con paciencia, es verdad, pero con un ruido terrible de máquinas y de farallones que caían. Mi casa se llenó de voces y de disputas. Los que no tenían sitio se fueron a la playa. Todo parecía un campamento de gente sin esperanza, de personas que van a ser fusiladas. Allí estuvimos una semana, no sé para qué, puesto que sabíamos que habrían de llegar. Una mañana la cuadrilla apareció detrás de la baranda, con toda su maquinaria. Cuando nos vieron, quedaron inmóviles, sin saber qué hacer. Nadie se decidía a dar el primer golpe de barreta. —¿Quieren echarnos al mar? —dije—. De aquí no pasarán. Todos saben muy bien que ésta es mi casa, que ésta es mi playa, que éste es mi mar, que yo y mis hijos lo hemos limpiado todo. Aquí vivo desde hace siete años y los que están conmigo, todos, son como mis invitados. El capataz quiso convencerme. Después vino el ingeniero. Nosotros nos mantuvimos firmes. Éramos más de cincuenta y estábamos armados con todas las piedras del mar. —No pasarán —decíamos, mirándonos con orgullo. Durante todo el día las máquinas estuvieron paradas. A veces bajaba el capataz, a veces subíamos nosotros para parlamentar. Al fin, el ingeniero dijo que llamaría al juez. Nosotros pensamos que ocurriría un milagro. El juez vino al día siguiente, acompañado de los policías y otros señores. Apoyado en la baranda, nos habló. —Yo voy a arreglar esto —dijo—. Créanme, lo siento mucho. No pueden echarlos al mar, es evidente. Vamos a conseguirles un lugar donde vivir. —Miente —dije más tarde a los míos—. Nos engañarán. Terminarán por tirarnos a una zanja. Esa noche deliberamos hasta tarde. Algunos comenzaban a flaquear. —Tal vez nos consigan un buen terreno —decían los que tenían miedo—. Además los policías están con sus varas, con sus fusiles y nos pueden abalear. —¡No hay que ceder! —insistía yo—. Si nos mantenemos unidos, no nos sacarán de aquí. El juez regresó. —¡Los que quieran irse a la Pampa de Comas que levanten la mano! —dijo—. He conseguido que les cedan veinte lotes de terreno. Vendrán dos camiones para recogerlos. Es un favor que les hace la municipalidad. En ese momento me sentí perdido. Supe que todos me iban a traicionar. Quise protestar pero no me salía la voz. En medio del silencio vi que se levantaba una mano, luego otra, luego otra y pronto todo no fue más que un pelotón de manos en alto que parecían pedir una limosna. —¡Adonde van no hay agua! —grité—. ¡No hay trabajo! ¡Tendrán que comer arena! ¡Tendrán que dejarse matar por el sol! Pero nadie me hizo caso. Ya habían comenzado a enrollar sus colchones, rápidamente, afanosos, como si temieran perder esa última oportunidad. Toda la tarde estuvieron desfilando cuesta arriba, por la quebrada. Cuando el último hombre desapareció, me paré en medio del terraplén y me volví hacia la cuadrilla, que descansaba detrás de la baranda. La miré largo rato, sin saber qué decirle, porque me daba cuenta que me tenían lástima. —Pueden comenzar —dije al fin, pero nadie me hizo caso. Cogiendo una barreta, añadí: —Miren, les voy a dar el ejemplo. Algunos se rieron. Otros se levantaron. —Ya es tarde —dijeron—. Ha terminado la jornada. Vendremos mañana. Y se fueron, ellos también, dejándome humillado, señor aún de mis pobres pertenencias.
Ésa fue la última noche que pasé en mi casa. Me fui de madrugada para no ver lo que pasaba. Me fui cargando todo lo que pude, hacia Miraflores, seguido por mis perros, siempre por la playa, porque yo no quería separarme del mar. Andaba a la deriva, mirando un rato las olas, otro rato el barranco, cansado de la vida, en verdad, cansado de todo, mientras iba amaneciendo. Cuando llegué al gran colector que trae las aguas negras de la ciudad, sentí que me llamaban. Al voltear la cabeza divisé a una persona que venía corriendo por la orilla. Era Toribio. —¡Sé que los han botado! —dijo—. He leído los periódicos. Quise venir ayer pero no pude. La Delia espera en el terraplén con nuestros bultos. —Anda vete —respondí—. No te necesito. No me sirves para nada. Toribio me cogió del brazo. Yo miré su mano y vi que era una mano gastada, que era ya una verdadera mano de hombre. —Tal vez no sirva para nada pero tú me enseñarás. Yo continuaba mirando su mano. —No tengo nada que enseñarte —dije—. Te espero. Ve por la Delia. Había bastante luz cuando los tres caminábamos por la playa. Buen aire se respiraba pero andábamos despacio porque la Delia estaba encinta. Yo buscaba, buscaba siempre, por uno y otro lado, el único lugar. Todo me parecía tan seco, tan abandonado. No crecía ni la campanilla ni el mastuerzo. De pronto, Toribio que se había adelantado, dio un grito: —¡Mira! ¡Una higuerilla! Yo me acerqué corriendo: contra el acantilado, entre las conchas blancas, crecía una higuerilla. Estuve mirando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Mis ojos estaban llenos de nubes. —¡Aquí! —le dije a Toribio—. ¡Alcánzame la barreta! Y escarbando entre las piedras, hundimos el primer cuartón de nuestra nueva vivienda.
(Huamanga, 1959)
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Qyle nació un año después que su hermana Aliandra, y por ello, sabe que no es su labor gobernar Dorne. Desde pequeño le gustaba asistir a su padre y éste le intentó inculcar que algún día, también tendría que asistir a su hermana.
Por mucho tiempo Qyle no comprendió de qué modo podía serle útil a una niña tonta como Aliandra, pero un día mientras su padre cabalgaba y un grupo de bandidos les cayó encima, observó como él y su tio Lewyn combatían lado a lado para repelerlos y mantenerle a salvo; su padre era quien dirigía a los hombres y su tío tomaba la acción.
Este episodio de su vida le hizo comprender lo importante que era ser hábil con la espada y cómo podía asistir a su hermana si era ella quien le daba instrucciones y él las seguía.
Con ocho años de edad comenzó un riguroso entrenamiento con el maestro de armas de Lanza del Sol, concentrado en convertirse en un guerrero de renombre que pudiese mantener a salvo a sus hermanas frente a cualquier peligro, incluso acompañando a Aliandra como su escolta armada durante su viaje al norte de Dorne cuando tenía tan sólo once años.
Aunque era demasiado joven aún para haber sido tomado muy en serio como “escolta”, Qyle se sintió sumamente orgulloso de poder proteger a su hermana durante el viaje y aprendió de varios señores Dornienses la importancia de ser un buen guerrero. Debido a esto, y con el consentimiento de su padre, se quedó en Wyl siendo escudero de Lord Wyl. La casa de los Wyl era la más adentrada en las Marcas de Dorne por el Sendahueso.
En su estadía en el lugar aprendió rápidamente la diferencia entre combatir con un maestro de armas y pelear por su vida con acero en mano. En esos años conoció a Wyland Wyl, el hombre más hábil con quien combatió después de su tío Lewyn; le enseñó todo sobre las armas que debía usar y de Lord Wyl, en cambio, aprendió cómo envenenarlas.
Durante el 130, con trece años de edad, volvió a Lanza del Sol por orden expresa de su padre que había recibido noticias del alzamiento de un nuevo Rey Buitre; Qoren Martell deseaba mantener a los miembros de su casa lo más lejos de los conflictos de los reinos del Norte.
A pesar de su edad, cuando volvió al palacio, Qyle ya se sentía un hombre. Había matado y había follado por igual, ya nadie podía decir que era un niño y la inocencia de sus ojos se había perdido en la dura vida marqueña. En Lanza del Sol volvió a sus labores como hijo del príncipe recibiendo dignatarios extranjeros junto a sus hermanas y en varias ocasiones asistió a su padre con asuntos de gobierno.
Qyle comenzó a destacar por lo sincero que se había vuelto, llegando a irritar a Aliandra en varias ocasiones con comentarios sobre sus pretendientes y lo inadecuado que era que ella les coqueteara a esos sujetos indignos.
A medida que crecía, también comenzó a mostrar gusto por lo refinado y el buen vivir de un miembro de la realeza dorniense; las damas de la corte empezaron a lloverle sin que tuviese que hacer mucho más que mostrarse en los salones, algo que nunca desaprovechó.
Cerca de sus dieciséis años era común que viajara a Lys por invitación de la pudiente familia de banqueros de los Rogare, lugar en donde le echó el ojo a Larra Rogare, aunque nunca se convenció de pedirla para algo más serio que sus usuales coqueteos. En Lys se hizo amigo también de Moredo Rogare y su tío Drazenko, a quienes constantemente invita al a corte de Lanza del Sol.
A pesar de sus viajes de placer, Qyle es un guerrero y sigue retando a quienes aparecen por Lanza del Sol. Desde la muerte de su padre y el alzamiento de Aliandra como una figura pública de poder, se siente cada vez más irritado con todos los pretendientes que hay a su alrededor y está pensando seriamente en retar a muerte al próximo hombre que se atreva a posar las manos sobre su hermana como si fuese una vulgar cortesana.
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Notas de mi “Gauchos En El Espacio” AU
El año es el 2500 Y Algo; la humanidad descubrió como construir Portales, la base del viaje interestelar, en 2182 y se ha expandido a través de las estrellas desde entonces.
La Tierra y el Sistema Solar siguen siendo los mundos más poblados y poderosos, pero las colonias en la Frontera van creciendo aceleradamente. La Confederación Argentina tiene al menos 6 colonias con más de un millón de habitantes, y un par de docena de puestos de frontera. Muchos otros países tienen territorios más grandes, y nuevas naciones han surgido en las colonias.
Los Portales son obras de infrastructura superavanzada, carísimos de construir y mantener, que conectan sistemas solares por medio de tecnologías complicadas de explicar. Sin ellos tomaría siglos llegar a otras estrellas; hoy el viaje dura solo unas cuantas semanas.
Debido a que el ancho de los Portales es pequeño, la mayor parte de las naves también lo es, pocas son más grandes que un avión de pasajeros o un buque de carga. La principal excepción son los Trenes; grupos de naves enlazadas en largos convoys, una presa favorita de los bandidos espaciales
Debido a los peligros inherentes al espacio, la mayoría de las naves tienen componentes analógicos y sencillos de mantener; algunas tienen siglos de servicio. Pese a que necesitan a los Portales para viajar a otros sistemas solares, son capaces de mantenerse por si mismas dentro de ellos, con una tripulación capaz. Más que vehículos superautomatizados, recuerdan a los aviones de las guerras mundiales.
La Confederación Argentina se fundó hace 80 años de las cenizas de la vieja República Argentina, tras un conflicto entre los Territorios Espaciales (la Frontera) y el país en la Tierra propiamente dicha (la Vieja Argentina); se acordó una admistración común de los Portales, entre otras cosas. Pese a que existe cierta fricción entre las partes, el tratado se ha mantenido.
La Confederación es parte de la Cruzur, la Unión de la Cruz Del Sur, una alianza entre países latinoamericanos, africanos, y asiáticos formada despues de la Cuarta Guerra Mundial. Sus principales rivales son la Unión Atlántica y la Administración Espacial China.
Gran parte del comercio espacial viene de la minería en asteroides; muchos otros se dedican al comercio de bienes de lujo, investigación y exploración, transporte, servicios, biotecnología y agricultura, y por supuesto, unos cuantos Bandidos.
La humanidad ha descubierto muchos mundos con vida; la mayoría son reservas naturales. Se desconocen civilizaciones extraterrestres, aunque se especula que existen mucho más allá de los Portales más lejanos...
La mayoría de las colonias son autosustentables y relativamente rurales, pobladas por personas que quieren escapar del frénetico ritmo de la Tierra. La excepción de la Confederación es Nubaires, el mundo más poblado, con rascacielos cubiertos de hologramas y extensos barrios e industrias orbitales, que producen la mayor parte de la industria espacial pesada y el comercio.
Otros mundos de importancia incluyen Aerolito, un mundo tropical con anillos y perpetuas lluvias de estrellas, Taragüí, un planeta con una estrecha zona habitable con ríos y mares poco profundos, Caldera, un mundo con océanos secos cubierto de fósiles gigantes, San Ignacio, una luna volcánica repleta de selvas, Llanquille, un mundo frío con magníficos glaciares, y Finistella, una luna cubierta de bosques y una de las colonias más lejanas de la galaxia.
Los habitantes de la Frontera piensan que los de la Vieja Argentina son unos millonarios agrandados superacelerados que se creen los dueños de todo por vivir en edificios viejos; los de la Vieja Argentina piensan que los de la Frontera son unos revoltosos incultos que siempre andan vestidos de gauchos como unos ridículos pese a que andan en naves espaciales. Sin embargo, hay un cariño mutuo, y todos los días, más argentinos viajan para vivir la vida en la Frontera.
Últimamente, las tensiones entre la Cruzur y la Unión Atlántica han generado una falta de patrullas entre los sistemas solares. Bandidos, mafiosos y políticos corruptos andan sin control entre los Portales. La Frontera es un lugar peligroso, y sólo las tripulaciones con más viveza criolla y cañones láser sobreviven...
Pese a que han pasado siglos, la mayoría de la gente sigue escuchando Rock Nacional, Folklore, Tango y Chamamé. No hace falta explicación.
#cosas mias#worldbuilding#argentina#ciencia ficción#a ver si adivinan a que provincias corresponden los planetas#no es muy difícil!
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Balance Patriótico
[ Vicente Huidobro, 8/VIII/1925 ]
Un país que apenas a los cien años de vida está viejo y carcomido, lleno de tumores y de supuraciones de cáncer como un pueblo que hubiera vivido dos mil años y se hubiera desangrado en heroísmos y conquistas.
Todos los inconvenientes de un pasado glorioso pero sin la gloria. No hay derecho para llegar a la decadencia sin haber tenido apogeo.
Un país que se muere de senectud y todavía en pañales es algo absurdo, es un contrasentido, algo así como un niño atacado de arterioesclerosis a los once años.
El sesenta por ciento de la raza, sifilítica. El noventa por ciento, heredoalcohólicos (son datos estadísticos precisos); el resto insulsos y miserables a fuerza de vivir entre la estupidez y las miserias. Sin entusiasmo, sin fe, sin esperanzas. Un pueblo de envidiosos, sordos y pálidos calumniadores, un pueblo que resume todo su anhelo de superación en cortar las alas a los que quieren elevarse y pasar una plancha de lavandera sobre el espíritu de todo aquel que desnivela el medio estrecho y embrutecido.
En Chile cuando un hombre carga algo en los sesos y quiere salvarse de la muerte, tiene que huir a países más propicios llevando su obra en los brazos como la Virgen llevaba a Jesús huyendo hacia Egipto. El odio a la superioridad se ha sublimado aquí hasta el paroxismo. Cada ciudadano es un Herodes que quisiera matar en ciernes la luz que se levante. Frente a tres o cuatro hombres de talento que posee la República, hay tres millones setecientos mil Herodes.
Y luego la desconfianza, esa desconfianza del idiota y del ignorante que no sabe distinguir si le hablan en serio o si le toman el pelo. La desconfianza que es una defensa orgánica, la defensa inconsciente del cretino que no quiere pasar por tal y cree que sonriendo podría enmascarar su cretinismo, como si la mirada del hombre sagaz no atravesara su sonrisa mejor que un reflector.
El huaso macuco disfrazado de médico que al descubrirse la teoría microbiana exclama: a mí no me meten el dedo en la boca; el huaso macuco disfrazado de artista o de político que cree que diciendo: no comprendo, mata a alguien en vez de hacer el mayor elogio.
Por eso Chile no ha tenido grandes hombres, ni podrá tenerlos en muchos siglos. ¿Qué sabios ha tenido Chile? ¿Qué teoría científica se debe a un chileno? ¿Qué teoría filosófica ha nacido en Chile? ¿Qué principio químico ha sido descubierto en Chile? ¿Qué político chileno ha tenido trascendencia universal? ¿Qué producto de fabricación chilena o qué producto del alma chilena se ha impuesto en el mundo?
No recuerdo nunca en una universidad de Europa, ni en Francia, ni Alemania; ni en ningún otro país haber oído el nombre de un chileno, ni haberlo leído en ningún texto.
Esto somos y no otra cosa. Es preciso que se diga de una vez por todas la verdad, es preciso que no vivamos sobre mentiras, ni falsas ilusiones.
Es un deber, porque sólo sintiendo palpitar la herida podremos corregirnos y salvarnos aún a tiempo y mañana podremos tener hombres y no hombrinos.
Decir la verdad significa amar a su pueblo y creer que aún puede levantársele y yo adoro a Chile, amo a mi patria desesperadamente, como se ama a una madre que agoniza.
Recorred nuestros paseos, mirad las estatuas de nuestros hombres de pensamiento: ¡qué cisos (sic) de valores efectivos! A la excepción de 4 ó 5, ninguno de ellos habría sabido responder en un examen universitario de hombres serios ¡qué sabios de aldea, qué cerebros más primarios! ¿En dónde fuera de aquí iban a tener estatuas esos pobrecitos?
Es necesario levantar estatuas en los paseos y como no hay a quién elevárselas, el pueblo busca el primero que pilla, y cuando es el pueblo el que levanta monumentos, ellos surgen debido a las influencias de familias, son los hijos que levantan monumento al papá en agradecimiento por haberlos echado al mundo. ¡Es conmovedor!
¿Y el mérito, en dónde está el mérito? El pueblo pasa soñoliento y lánguido, arrastrando su cuerpo como un saco de pestes, su cuerpo gastado por la mala alimentación y carcomido de miserias y entre tanto la sombra de Francisco Bilbao llora de vergüenza en un rincón. ¿Qué hombre ha sabido sintetizar el alma nacional?
¡Pobre país; hermosa rapiña para los fuertes!
Y así vienen, así se dejan caer sobre nosotros; las inmensas riquezas de nuestro suelo son disputadas a pedazos por las casas extranjeras y ellos viendo la indolencia y la imbecilidad troglodita de los pobladores del país, se sienten amos y les tratan como a lacayos, cuando no como a bestias. Ellos fijan los precios de nuestra materia prima al salir del país y luego nos fijan otra vez los precios de esa misma materia prima al volver al país elaborada. Y como si esto fuera poco, ellos fijan el valor cotidiano de nuestra moneda.
Vengan los cuervos. Chile es un gran panizo. A la chuña, señores, corred todos, que todavía quedan migajas sobre la mesa.
¡Es algo que da náuseas!
Chile aparece como un inmenso caballo muerto, tendido en las laderas de los Andes bajo un gran revuelo de cuervos. El poeta inglés pudo decir: “Algo huele a podrido en Dinamarca”, pero nosotros, más desgraciados que él, nos veremos obligados a decir: “Todo huele a podrido en Chile”.
Un gran banquero alemán decía en una ocasión a un ex encargado de negocios de Chile en Austria: “Los políticos chilenos se cotizan como las papas”, y un magnate de las finanzas francesas decía otra vez, y esto lo oí yo: “Desde que a los políticos argentinos les dio por ponerse honrados, el gran panizo para los negocios es Chile”.
Y esos prohombres de la política chilena, esos señores que entregarían el país maniatado por una sonrisa de Lord Curzon y unos billetes de Guggenheim, no se dan cuenta que cada vez que esos hombres les dan la mano, les escupen el rostro.
¡Qué desprecio deben sentir los señores del cobre por sus abogados! ¡Qué asco debe sentir en el fondo de su alma el amo de nuestras fuerzas eléctricas por los patrióticos tinterillos que defienden sus intereses en desmedro de los intereses del país!
Y no es culpa del extranjero que viene a negocios en nuestra tierra. Se compra lo que se vende; en un país en donde se vende conciencias, se compra conciencias. La vergüenza es para el país. El oprobio es para el vendido, no para el comprador.
Frente a la antigua oligarquía chilena, que cometió muchos errores, pero que no se vendía, se levanta hoy una nueva aristocracia de la banca, sin patriotismo, que todo lo cotiza en pesos y para la cual la política vale tanto cuanto sonante pueda sacarse de ella. Ni la una ni la otra de estas dos aristocracias ha producido grandes hombres, pero la primera, la de los apellidos vinosos, no llegó nunca a la impudicia de esta obra de los apellidos bancosos.
La historia financiera de Chile se resume en la biografía de unos cuantos señores que asaltaban el erario nacional, como Pancho Falcato asaltaba las casas de una hacienda. Pero aquéllos más cobardes que éste, porque el célebre bandido por lo menos exponía su pellejo.
¡Pobre Chile! Un país que ha tenido por toda industria el aceite de Santa Filomena y los dulces de la Antonia Tapia. (Chile tiene hierro, Chile entero es un gran bloque de hierro y no posee Altos Hornos. La Argentina no tiene hierro y tiene Altos Hornos).
¿Y la Justicia?
La Justicia de Chile haría reír, si no hiciera llorar. Una Justicia que lleva en un platillo de la balanza la verdad y en el otro platillo, un queso. La balanza inclinada del lado del queso.
Nuestra Justicia es un absceso putrefacto que empesta el aire y hace la atmósfera irrespirable. Dura o inflexible para los de abajo, blanda y sonriente con los de arriba. Nuestra Justicia está podrida y hay que barrerla en masa. Judas sentado en el tribunal después de la crucificación, acariciando en su bolsillo las treinta monedas de su infamia, mientras interroga a un ladrón de gallinas.
Una Justicia tuerta. El ojo que mira a los grandes de la tierra, sellado, lacrado por un peso fuerte y sólo abierto el otro, el que se dirige a los pequeños, a los débiles.
Buscáis a los agitadores en el pueblo. No, mil veces no; el más grande agitador del pueblo es la Injusticia, eres tú mismo que andas buscando a los agitadores de abajo y olvidas a los de arriba.
Las instituciones, las leyes, acaso no sean malas, pero nunca hemos tenido hombres, nunca hemos tenido un alma, nos ha faltado el Hombre.
El pueblo lo siente, lo presiente y se descorazona, se desalienta, ya no tiene energías ni para irritarse, se muere automáticamente como un carro cargado de muertos que sigue rodando por el impulso adquirido.
Hace días he visto al pueblo agrupado en torno a la estatua de O’Higgins. ¿Qué hacían esos hombres al pie del monumento? ¿Qué esperaban? ¿Buscaban acaso protección a la sombra del gran patriota?
Tal vez creían ellos que el alma del Libertador flotaba en el aire y que de repente iba a reencarnarse en el bronce de su estatua y saltando desde lo alto del pedestal se lanzaría al galope por calles y avenidas, dando golpes de mandoble hasta romper su espada de tanto cortar cabezas de sinvergüenzas y miserables.
No valía la pena haberos libertado para que arrastrarais de este modo mi vieja patria, gritaría el Libertador.
Y luego, como una trompeta, exclamara a los cuatro vientos: despiértate, raza podrida, pueblo satisfecho en tu insignificancia, contento acaso de ser un mendigo harapiento del sol, resignado como un Job que lame su lepra en un establo.
Los países vecinos pasan en el tren del progreso hacia días de apogeo y de gloria. El Brasil, la Argentina, el Uruguay ya se nos pierden de vista y nosotros nos quedamos parados en la estación mirando avergonzados el convoy que se aleja. Hasta el Perú hoy es ya igual a nosotros y en cinco años más, en manos del dictador Leguía, nos dejará también atrás, como nos dejará Colombia, que se está llenando de inmigrantes europeos.
¿Y esto debido a qué? Debido a la inercia, a la poltronería, a la mediocridad de nuestros políticos, al desorden de nuestra administración, a la chuña de migajas y, sobre todo, a la falta de un alma que oriente y que dirija.
Un Congreso que era la feria sin pudicia de la imbecilidad. Un Congreso para hacer onces buenas y discursos malos.
Un municipio del cual sólo podemos decir que a veces poco ha faltado para que un municipal se llevara en la noche la puerta de la Municipalidad y la cambiase por la puerta de su casa. Si no empeñaron el reloj de la Intendencia y la estatua de San Martín, es porque en las agencias pasan poco por artefactos desmesurados.
¿Hasta cuándo, señores? ¿Hasta cuándo?
Es inútil hablar, es inútil creer que podemos hacer algo grande mientras no se sacuda todo el peso muerto de esos viejos políticos embarazados de palabras ñoñas y de frases hechas.
Al día siguiente del 23 de enero, cuando el país estaba sobre un volcán, ¿saben ustedes en qué se entretenía una de las lumbreras de nuestra vieja politiquería, a quienes preguntaban los militares qué opinaban sobre la designación de don Emilio Bello para ponerle al frente del Gobierno? En dar una conferencia de dos horas para probar que el nombramiento de don Emilio Bello era razonable, pues este caballero había sido Ministro de Relaciones cuando el General Altamirano era Ministro del Interior; por lo tanto, pasando el Ministro del Interior a la Jefatura del país, al Ministro de Relaciones le tocaba pasar al Interior, automáticamente, según las leyes, a la Vicepresidencia de la República, en caso de quedar vacante la Presidencia, y por lo tanto…, etc.
No se le ocurrió por un momento hablar de la competencia ni de la energía, ni de los méritos o defectos del señor Bello. El pobre hombre estaba buscando argucias justificativas cuando se trataba de obrar rápidamente, hipnotizado por las palabras cuando había que saltar por encima de todo. Pobre atleta enredado en la madeja de lanas de una abuela cegatona, en los momentos en que la casa está ardiendo.
He ahí el símbolo de nuestros políticos. Siempre dando golpes a los lados, jamás apuntando el martillazo en medio del clavo.
Cuando se necesita una política realista y de acción, esos señores siguen nadando sobre las olas de sus verbosidades. Por eso es que toda nuestra insignificancia se resuelve en una sola palabra: Falta de alma.
¡Crisis de hombres! ¡Crisis de hombres! ¡Crisis de Hombre!
Porque, como dice Guerra Junqueiro, una nación no es una tienda, ni un presupuesto una Biblia. De la mera comunión de vientres no resulta una patria, resulta una piara. Socios no es lo mismo que ciudadanos. Al hablar de Italia decimos: la Italia del Dante, la Italia de Garibaldi, no la Italia de Castagneto, y es que el espíritu cuenta y cuenta por sobre todas las cosas, pues sólo el espíritu eleva el nivel de una nación y de sus compatriotas.
Se dice la Francia de Voltaire, de Luis XIV, de Víctor Hugo, la Francia de Pasteur; nadie dice la Francia de Citroen, ni de monsieur Cheron. Nadie dice la España de Pinillos, sino la España de Cervantes. Y Napoleón sólo vale más que toda la historia de la Córcega; como Cristóbal Colón vale más que toda la historia de Génova.
El mundo ignorará siempre el nombre de los pequeños politiquillos y comerciantes que vivieron en la época de los grandes hombres. Sólo aquellos que lograron representar el alma nacional llegaron hasta nosotros; de Grecia guardamos en nuestro corazón el nombre de Platón y de Pericles, pero no sabemos quiénes eran sus proveedores de ropa y alimentos.
En Chile necesitamos un alma, necesitamos un hombre en cuya garganta vengan a condensarse los clamores de tres millones y medio de hombres, en cuyo brazo vengan a condensarse las energías de todo un pueblo y cuyo corazón tome desde Tacna hasta el Cabo de Hornos el ritmo de todos los corazones del país.
Y que este hombre sepa defendernos del extranjero y de nosotros mismos.
Tenemos fama de imperialistas y todo el mundo nos mete el dedo en la boca hasta la campanilla. Nos quitan la Patagonia, la Puna de Atacama, firmamos el Tratado de Ancón, el más idiota de los tratados, y nos llaman imperialistas.
Advirtiendo de pasada que hubo un ministro de Chile en Argentina, el ministro Lastarria, que tuvo arreglado el asunto de la Patagonia, dejando a la Argentina como límite sur el Río Negro, y este ministro fue retirado de su puesto por antipatriota. Tal ha sido siempre la visión de nuestros gobernantes. Los huasos macucos tan maliciosos y tan diablos y sobre todo tan boquiabiertos.
Necesitamos lo que nunca hemos tenido, un alma. Basta repasar nuestra historia. Necesitamos un alma y un ariete, diré parafraseando al poeta íbero.
Un ariete para destruir y un alma para construir.
El descontento era tan grande, la corrupción tan general, que dos revoluciones militares estallaron al fin: la del 5 de septiembre de 1924 y la del 23 de enero de 1925.
La primera giraba a todos los vientos como veleta loca, para caer luego en el mismo desorden y en la misma corrupción que atacara en el Gobierno derrocado, echando sobre las espaldas de un solo hombre culpas que eran de todos; pero más que de nadie, de aquellos que, en vez de ayudarle, amontonaban los obstáculos en su camino.
La segunda, hecha por un grupo de verdaderos idealistas, se diría que principia a desflecarse y a perder sus rumbos iniciales al solo contacto de la eterna lepra del país, los políticos viejos.
¿Hasta cuándo tendrán la ingenuidad de creer que esa gente va a enmendarse y cambiar de un solo golpe sus manías del pasado, arraigadas hasta el fondo de las entrañas, como quien se cambia un paletó?
Dos revoluciones llenas de buenos propósitos, pero escamoteadas por los prestidigitadores de la vieja politiquería, de esa vieja politiquería incorregible y con la cual no hay que contar sino para barrerla.
El país no tiene más confianza en los viejos, no queremos nada con ellos. Entre ellos, el que no se ha vendido, está esperando que lo compren.
Y no contentos con tener las manos en el bolsillo de la nación, no han faltado gobernantes que emplearán a costillas del Fisco a más de alguna de sus conquistas amorosas, pagando con dineros del país sus ratos de placer. ¿Y éstos son los que se atreven a hablar de patriotismo? Roban, corrompen las administraciones y, como si esto fuera poco, convierten al Estado en un cabrón de casa pública.
¿Qué se puede esperar de un país en el cual al más grande de los ladrones, al que comete la más gorda de las estafas, se le llama admirativamente: ¡gallo padre! Este es un peine, dicen, y lo dejan pasar sin escupirle el rostro?
Se dice que el robo lo tenemos en la sangre, que es herencia araucana. Bonita disculpa de francachela. Pues bien, si lo tenemos en la sangre, quiere decir que hay que extirparlo cortando cabezas. Por ahí sale la sangre. Si no hay más remedio, que salga como un río.
¡Qué mueran ellos, pero no muera el país!
Que suban al arca unos cuantos Noé y los demás perezcan en el diluvio de la sangre pútrida.
Como la suma de latrocinios de los viejos políticos es ya inconmesurable, que se vayan, que se retiren. Nadie quiere saber más de ellos. Es lo menos que se les puede pedir.
Entre la vieja y la nueva generación, la lucha va a empeñarse sin cuartel. Entre los hombres de ayer sin más ideales que el vientre y el bolsillo, y la juventud que se levanta pidiendo a gritos un Chile nuevo y grande, no hay tregua posible.
Que los viejos se vayan a sus casas, no quieran que un día los jóvenes los echen al cementerio.
Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los 29 años. Carrera, a los 22; O’Higgins, a los 34, y Portales, a los 36.
Que se vayan los viejos y que venga juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y de esperanza.
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Nacimos cubiertos de arena cal cobre salitre cobre cal arena
Nadie nos preguntó dónde nacer
Solo nos apuntaron desierto adentro
Y a punta de fusiles nos hicieron caminar
Y caminamos largo rato
Y se nos partieron los pies
Y se nos murio gente de sed
Y se nos murio gente de pena
Cuando ya llevabamos noches de caminata eterna
Vimos unas luces a lo lejos
Brillaban como las extinguidas luciernagas
Nos pusimos a cantar
Pero cuando llegamos a las luces nos obligaron a callar
Nos entregaron un suelo de tierra arena cal y tuvimos que trabajar de sol a sol
El calor era inmenso y nuestras ampollas supuraban
Tuvimos que tragarnos nuestros dolores para poder jugar en su tablero oxidado
Los malditos gringos nos miraban como perros hambrientos y nos arrojaban migas para ver como nos despedazabamos entre nosotros
Tuvimos que inventarnos nuestra propia lengua para que no supieran que tramabamos
Tuvimos que buscar las perdidas estrellas en las profundidades. Pero no encontramos estrellas solo encontramos arena cal cobre salitre
Cuando los angeles terminaron de caer
Nos dijeron que ya no nos necesitaban
Que ya habia demasiada sangre en los subterraneos
Que la guerra habia marcado con fuego la memoria de los miles de cuerpos ennegrecidos por el gran astro
Que todo habiamos perdido y solo los gringos habian ganado
Volvimos a caminar
Mirando perdidamente el suelo, los destellos de arena y los deseados espejismos a lo lejos.
Llegamos a un pueblo de casas abandonadas con gente que vivia en las calles por miedo a derretirse
Esque la vida aqui en el norte es dura y caliente como las capas y capas de arena que nos rodean.
Se levantaron grandes metales como lanzas apuntando a los cielos, como para aniquilar a los dioses que se burlaban de nuestra existencia terrenal.
Metales flotantes chocaron con nuestra costra y saltaron bandidos a las orillas.
Saquearon todo y no escaparon
Se quedaron eternamente y levantaron otra vez su reino de metales para seguir saqueando.
Recorriendo los cerros replegados encontramos a tres indios aymara diaguita y kolla, nos hablaron en lenguas muertas, nos mostraron profecias terribles y nos dieron un inmenso abrazo en donde el mensaje era demasiado evidente, huyan y si no pueden cuidence entre si. Después de este intenso mensaje desaparecieron entre las cicatrices y las inmensas arrugas de los pelados cerros nortinos.
Los tiempos parecieron acelerarse
Las maquinas comenzaron a gobernar
Las aves carroñeras sobrevolaban en espiral sobre nuestras calvas cabezas
El sol se ocultaba a ratos
Se trazaban simbolos en la arena
Y la dinamita no paraba de aullar.
Mis abuelos se convirtieron en alquimistas para salir de su miseria
Mis abuelas se quedaron mudas para ocultar sus violaciones
Vendimos en masa nuestras almas al diavlo para aliviar nuestros pies deshidratados
Esa noche nos llovieron piedras destelleantes durante trescientos sesentaysiete noches
Cuando paró la lluvia llegaron las respuestas y cuando ya no podiamos respirar emergieron desde el suelo nuestros despedazados antepasados
Luego el mar comenzó a apoderarse de nuestras costras y quiso encontrarse con la arena que esperaba con ansias su llegada
Derrumbe tras derrumbe
Marejada sobre marejada
Los gringos escaparon
Nosotros por miedo nos sepultamos guardando una pequeña chispa para Iluminarnos durante el encierro incierto.
Cuando el movimiento parecio detenerse
Comenzamos nuevamente a escarbar
Saliendo de a poco a la superficie
Nuevamente nacimos rodeados de arena cal cobre salitre
Nuestras pieles parecian extraterrestres
De tonos violaceos verdosos pedregosos
Nos agradecimos mutuamente por la vida entregada en nuestras partidas y callosas manos
Hicimos una gran comilona con las piedras brillantes que encontrabamos a nuestros alrededores
Bajo el brillo de las seis lunas resplandecian nuestras pieles costrosas
Y esque la tierra nos acobijo con tanto cariño que la queriamos aferrada a nuestros pellejos.
Porque no nos quedaba nada mas
Solo nuestras pardas pieles geomorficas.
A lo lejos en medio del mar veiamos un gran buque.
Se acercaban lentamente como reptiles acechando a las aves costeras.
Nos refugiamos en nuestras cuevas brillantes
Y escondidos esperamos su accionar.
A su llegada llovieron maquinas gigantes durante doscientos ochentaysiete noches
Ahora no eran los gringos
Tenian sus pieles amarillas y sus ojos navajeados
Nos hablaban en un idioma que no conociamos
Pero sus fuegos multicolores nos hacían obedecer.
Esclavos en esclavos como clavos dorados
Helados nos quedamos
Esperando lo robado
Trabados y usurpados
Desesperados y dislocados
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Información (Metro)
Esta semana temática está basada en la saga de libros y video juegos Metro (2033, 2034, 2035), donde ustedes ocuparán el papel protagónico de cada perspectiva en las entrañas de la ciudad. Pueden ser soldados, "ciudadanos", trabajadores, etc. De todos modos, corren el mismo peligro que los patrulleros. Según la civilización, el dinero ya no existe y a cambio de ello para comprar se utilizan las balas pulidas como moneda. El cálculo de cada bala lo dan ustedes, sólo que dichas son muy costosas y hay que pensar antes de gastar. Existen cabarets, bares, escuelas de disparo, restaurantes, etc. Es la recreación de humanidad bajo el metro.
Ahora algunas informaciones especiales que aportarán dentro de la historia y así escogerán un papel que protagonizar.
1. Conflicto entre grupos: Normalmente cada estación principal es como un país o ciudad diferente, en su mayoría (aunque antes del apocalipsis hayan sido compatriotas), viven en constante conflicto. Por eso, es mejor no cruzar la frontera.
2. Exploración exterior: Al haberse tratado de una guerra con bombas y artilugios radioactivos, la superficie se ve imposible de atravesar, a menos que porten de un equipamiento militar especial. Los Stalkers (más adelante habrá explicación de quiénes son) y los Rangers (también) que deseen ser exploradores portarán máscaras de gas con filtro, dicho posee su límite de tiempo y es mejor llevar de repuesto. Un gran ejemplo para que se hagan una idea son los equipos de buceo, cada tanque de oxígeno tiene su tiempo y deben saber ocuparlo bien. En este caso, pueden llevar los filtros con ustedes ya que no son equipamiento pesado, es como cargar con un cargador de teléfono, pero redondo y con tres centímetros de grosor.
Stalkers: Es un término utilizado para personas que se aventuran a la superficie irradiada en búsqueda de suministros valiosos, a menudo arriesgando su vida y extremidades para mantener viva a la humanidad entera.Está fuertemente implícito que la esperanza de vida de un Stalker es muy baja, por lo que aquellos que se aventuran hacia arriba deben ser buscadores de emociones o suicidas. Sus modus operandi son como los de unos salvajes, pocas veces trabajan en equipo y cuando lo hacen en grupos, suelen comunicarse dejando dibujos con tintas, con señales de luces o una señal básica en su anterior asentamiento. Pocas veces vuelven al metro, viven más en el exterior en búsqueda de tesoros y recursos, algunos llevándolos a la base, otros simplemente se los guardan. Ellos son llamados también como ''demonios locos'' por su valentía y la manera que arriesgan sus vidas al exterior. Son considerados unas deidades por la gran mayoría de las personas del metro.
Rangers: Más conocidos como los Rangers de la Orden de SPARTA, son un grupo de soldados de élite, formado por los guerreros más hábiles y mortíferos de todo el Metro. Los Rangers se mueven individualmente o en pequeñas unidades para ayudar a los asentamientos, así como a luchar contra bandidos y mutantes. Algunos también parecen guardar y proteger a Polis (ciudad subterránea).
3. Mutantes: Como resultado de la contaminación en el exterior, toda persona y animal sufrieron mutaciones que superan la imaginación, perdiendo todo rastro emocional y sentimental, para volverlos en criaturas sedientas de sangre y muerte. Por obvias razones, sus tamaños se vieron afectados en la mutación, incluso los ratones ahora superan la altura de un niño y adulto.
Oscuros: Son una especie sapiente que desciende de los humanos que sobrevivieron al apocalipsis nuclear y se adaptaron al nuevo mundo. Pueden adentrarse a las memorias de las personas y saber si son inofensivos o un peligro, unas criaturas delgadas y altas (llegando casi a los dos o tres metros), que pueden moverse a gran velocidad. Dicen que cuando tienes un encuentro con ellos, ya no vuelves a ser el mismo. Son catalogados como la peor amenaza para el metro ya que sus reacciones son impredecibles, y una vez que te encuentras con ellos ya no vuelves a ser el mismo.
Librarians: Son criaturas enormes, casi inteligentes, llamadas así por los habitantes del metro debido a su hábitat: la Biblioteca Estatal de Los Ángeles. Son bestias duras de matar y sumamente agresivas.
The blinds: Los ciegos se parecen mucho a los gorilas de antes de la guerra, excepto por un detalle; Su completa falta de ojos. En su lugar, dependen del sonido y el olfato para localizar a sus presas. Son extremadamente fuertes y duraderos, y son capaces de matar en segundos. Son los únicos mutantes superficiales que se encuentran en el sector donde hay más radiación, probablemente porque son los únicos capaces de soportar los niveles de radiación. Los ciegos también han desarrollado la capacidad de comunicarse telepáticamente entre sí, igualmente con los humanos.
The ghosts: Los fantasmas son un fenómeno paranormal que se encuentra en todo el Metro de Los Ángeles y en la superficie. Aparecen como las sombras de personas que han muerto en el metro e incluso pueden tomar el papel como ‘’ilusión’’ o pesadilla del personaje.
The watcher: Los observadores tienen un parecido a los caninos, tanto en comportamiento como en apariencia. El vigilante comúnmente se puede encontrar de pie sobre dos patas traseras olfateando el aire o acechando en la distancia. La boca de un Observador es muy extraña, está inclinada hacia arriba y hundida en la cara, dándole al observador un rostro que recuerda a un Bull Dog o un Boxer.
Demons: Uno de los únicos mutantes voladores conocidos, están en la cima de su cadena alimentaria y son mortales tanto para los humanos como para los mutantes. Puede ser descrito como teniendo una espina dorsal notoria y sobresaliente de la piel, cola corta y tres pares de extremidades: dos brazos prensiles, dos piernas y dos alas grandes. También tienen una cabeza larga con un hocico romo, que consiste en una nariz parecida a un murciélago, ojos con hendiduras verticales en forma de gato colocadas muy separadas en la cabeza, y una boca grande con 4 caninos y varios dientes secundarios.
Tsar Fish: Es un gran mutante acuático. Parece que está potencialmente mutado de una gran especie de peces, a pesar de que muestra rasgos abiertamente reptiles, habita en grandes ríos.
Estaciones de metro: Mapa.
Ampliación: https://imgur.com/a/Lng5St7
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Generos, clasificaciones y duraciones del vídeo
1.-Establece una clasificación y subclasificación de las producciones audiovisuales, explicando lo que más caracteriza a cada una de ellas.
-Duración:
Cortometraje: de 0-25 minutos, son conduntentes, de narración ágil y normalmente con la llamada “vuelta de tuerca”, o con un giro inesperado que nos sorprende al final y le da un nuevo sentido a las historia
Mediometraje: 26-69 minutos. No tiene definicionesni reglas fijas, y puede cumplir, o no, con cualquiera de las reglas del corto o el largo. Realmente podemos decir que el mediometraje junto lo peor de ambos, ya que dura muy poco como para ser considerado dentro de ventas comerciales de cine, y dura demasido como para estar dentro de festivales de cortometraje. Convirtiendolo en un formato desventajoso, por lo que no se recomienda su uso.
Largometraje: 70 min o más. Es más profundo y complejo que transmite emociones y atmósferas de manera más extensa, yno requiere tanto de la llamada “vuelta de tuerca” del cortometraje ya que sus objetivos narrativos suelen estar basados más en la exposición y en la dramaturgia que en la contundencia y en la sorpresa.
-Temática general de la pelicula
Ficción: es toda obra de cine que hable de sucesos y personajes imaginarios. O sea, cosas que inventamos.
Documental:es lo contrario, presenta hechos y escenas tomadas directamente d ela realidad, aunque no sea la realidad objetiva, ni pueda serlo, ya que está manipulada por nosotros.
Animación: los elemntos de la película son creados y traidos a la vida por los realizadores, creando asi un mundo hecho a base de dibujos, modelos 3D, esculturas de plastilina, imagenes reales pero manipuladas o a base de otras técnicas o de una mezcla de varias.
-Temática particular de la historia
Terror:el efecto de miedo es el principal elemento narrativo y lo elementos funcionan en conjunto para asustar al espectador.
Drama: películas serias y aburridas, pero interesantes. Protagonizadas por la psicología y acontecimientos de los personajes y las situaciones, y suelen exponer intensidad positiva o negativa de sus interacciones.
Fantasía y aventuras: son historias emocionantes que suelen ocurrir en lugares exóticos.
Comedia romántica: suele ser la versión suave y linda del drama. Nada más que con comedia. Por lo general son historias de amor. El melodrama es generalmenteun drama pero con características muy exagerada y extereotípicas.
Acción: son peliculas que se basan en enfrentamientos fisicos de sus personajes y elementos llenos de energía, y por los general toman esto como base narrativa de la pelicula.
Históricas: son películas cuya trama es un acontrcimiento histórico.
Musicales: construyen su narrativa a través de canto y baile.
Westerns: suelen tener una estructura de salvaje oeste, o sea, vaqueros contra nativos, o contra bandidos, en un lugar sin ley, con viajes prolongados y peligrosos.
Ficción: cuya narrativa se contruye a partir de lo que imaginamos puede pasar al mezclar principalmente ciencia y tecnología.
2.-¿Por qué hablamos de corto/medio/largo metraje?
Porque antes las peliculas de celuloide se median en pies y el metraje nos indica la longitud literalmente de la pelicula cinematográfica, de ahi corto, medio y largo.
3.-En general, ¿cuándo decimos que una producción audiovisual es más cinematográfica o más televisiva?
Un producto audovisual es mas cinematográfico cuando el lenguaje y la narrativa toman mayor protagonismo en su creación, logrando un mayor cuidado y calided, en la forma en que esta realizado. Cuando hablamos de algo cinematográfico nos referimos al refinamiento, complejidad o calidad de su lenguaje audiovisual. Y se suele decir que es un producto televesivo cuando su realización es más rápida, menos cuidada y de menor calidad. Cuando hablamos de algo televisivo solemos referirnos a una narrativa de menor calidad en cuanto al lenguaje y en cuanto a producción.
4.-Realiza la clasificación del punto 1 con varios ejemplos de cada caso.
-Duración:
Cortometraje:
Mediometraje:
Largometraje:
-Temática general de la pelicula
Ficción:
Documental:
Animación:
-Temática particular de la historia
Terror
Drama:
Fantasía y aventuras:
Comedia romántica:
Acción:
Históricas:
Musicales:
Westerns:
Ficción:
5.-Busca los trailers oficiales de las siguientes producciones y clasifícalas según los criterios vistos en el punto 1.
a. L´Odyssée: según su duración 122 minutos , es un largometraje. Según su temática general pertenece al género de ficción. Y según su temática particular aventuras, drama y género biográfico.
b. No soy madame Bovary: según su duración 128 minutos, es un largometraje. Según su temática general pertenece al género ficción. Y según su temática particular comedia y drama.
c. El hombre de las mil caras: según su duración 123 minutos, es un largometraje. Según su temática general pertenece al género ficción. Y según su temática particular Thriller y drama.
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Historia:
"Vive con Honor, muere con gloria"
Frase que Richard Rothschilds, hijo de revolucionarios y revolucionario en sí, heredó a su único hijo, Leonard, para que siempre la llevara grabada en su cabeza y en su corazón.
Leonard nació en el seno de una familia adinerada del North Blue. Creció y se crió con la elite de isla de Micqueot, donde sus padres eran dueños de grandes bodegas de vino y de muchas hectáreas donde se hayaban plantadas las vid.
Al ser de una familia adinerada, Leonard, estudio en las mejores escuelas y academias, que el North Blue podía ofrecer.
Su infancia fue poco dura y algo aburrida, pero jamás faltaron las peleas. Siempre se enfrentaba a jóvenes muchos más grandes que él y siempre ganaba, gracias a su gran tamaño y fuerza, pero hubo una batalla donde casi lo pierde todo.
Mientras golpeaba a un bandido por robarle a una anciana, éste sacó una navaja y le enterró la hoja en su rostro, donde recibió un gran corte y por desgracia perdió su ojo. Desde ese entonces, Leonard, no busco mas batallas por sí solo, sino que decidió continuar con su vida aburrida y sin preocupaciones, salvo por el estudio.
Desde niño tuvo la capacidad de armas cosas o repararlas sea tecnológicas o de madera, por lo que sus padres agradecidos por su don, hicieron que este tomara el camino de la ingeniería. Éstos pagaron la mejor universidad para ello.
Leonard se graduó a muy temprana edad, por lo que no nadie o contrataba, salvo a su gran inteligencia y a su titulo. Desesperado por algo que hacer en su aburrida vida, entro a atrabajar en la carpintería del pueblo, donde aprendió como hacer barcos, barcazas y otros objetos con madera, como muebles, caballos para niños, sillas y otras cosas.
Así su vida tuvo una motivación, pero luego de años de hacer lo mismo, , su vida nuevamente se volvió aburrida y monótona, aun así continuo haciéndolo.
Cada día de su vida, durante 40 años, vio como los bandidos y piratas, gobernaban su ciudad natal y robaban cada dos por tres.
Cansado de no hacer nada para impedirlo, decidió enlistarse en la marina y pedir ayuda para su pueblo. Gracias a éstos su vida cambio por completo y dejo de ser monótona y aburrida.
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La Perfección se Logra Cuando en Vez de Dejar de Anadir, Dejas de Quitar | Pier Luigi Remigi
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La perfección se logra no cuando no hay nada más que añadir, sino todo lo contrario, cuando no hay nada más que quitar.
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