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#A nuestro señor don Quijote
cmatain · 1 year
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«A nuestro señor don Quijote», de Leonor Ribera Arteaga
«A nuestro señor don Quijote», de Leonor Ribera Arteaga
Siguiendo con las recreaciones quijotescas en la poesía boliviana, traigo hoy al blog el soneto «A nuestro señor don Quijote» de Leonor Ribera Arteaga, abogado nacido y fallecido en Santa Cruz de la Sierra (1906-1984). Licenciado y Doctor en Derecho y Ciencias Sociales y Políticas, ejerció la docencia como Catedrático de la Universidad Gabriel René Moreno de su ciudad natal[1]. Con esta…
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kamas-corner · 3 months
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“Don Quijote de la Mancha”.
Quienes efectivamente si leímos esta impresionante obra, sabemos que Cervantes nos recuerda valores universales, por desgracia cada vez más en desuso, “como la fidelidad, la cortesía, la honestidad o la búsqueda de la justicia social”. A pesar de las adversidades, Don Quijote nos deja como enseñanza la importancia de tener sueños aunque parezcan imposibles o incluso nos tachen de locos… Pero junto a la sabiduría popular representada en la figura de Sancho Panza, las reflexiones de don Quijote sobre valores, virtudes y defectos humanos como la libertad, la justicia, el honor, la solidaridad, el amor, constituyen auténticas enseñanzas que siguen plenamente vigentes en nuestros días. Aunque la cantidad de citas que se pueden extraer de Don Quijote de la mancha algunas de las reflexiones más representativas del sistema de valores que Cervantes nos trasmite a través de El Caballero de la Triste Figura si dudar podemos mencionar: Los nobles objetivos en la vida…
“Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja, otros por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión, pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno.” Capítulo XXXII
La libertad… “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.” Capítulo LVIII
La virtud… “Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que padres y agüelos tienen príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se conquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.” Capítulo XLII
La belleza… “Advierte, Sancho –respondió don Quijote–, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo, la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo… y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas.” Capítulo LVIII
El desagradecimiento… “Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón, y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico, porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con otras.” Capítulo LVIII
La humildad… “Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores, porque viendo que no te avergüenzas, ninguno se pondrá a correrte, y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria. Y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.” Capítulo XLII
Con estas frases y otras muchas entendemos que el Quijote es un libro atemporal que, a pesar de haberse escrito en 1615, todas sus enseñanzas las podemos aplicar a la actualidad. Sin duda, un libro que todos deberíamos leer al menos una vez en la vida.
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kilmesnet · 1 year
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El Otro
El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra—fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso—le dije resueltamente—usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No—me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour—corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No—respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara?—dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: “Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski—me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso—dictaminó—ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no—me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no?—le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias—le contesté—no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria? Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente—le dije—que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L’hydre—univers tordant son corps écaillé d’astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad—balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa. Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado—observé—es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce—exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí—le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí—me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser—gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro—alcanzó a decir—y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo?—me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.
El libro de arena , 1975
JLB
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miguelmarias · 6 years
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REFLEXIONES SOBRE EL CINE DE PIRATAS, CONTRABANDISTAS Y AVENTUREROS
En un mundo como el nuestro, de instintos encadenados, los "Hermanos de la Costa"  adquieren un aspecto "surrealista", y si sus proezas resultan, a veces, indignantes, nunca dejan de ser portentosas.
El último párrafo de la "Advertencia" con que J. y F. Gall dan principio a su excelente estudio sobre El filibusterismo (1) nos sugiere una de las razones que pueden justificar la atracción indudable que, en estos tiempos —a cualquier altura de la vida, sea cual fuere el rumbo de nuestra existencia—, ejercen los piratas, bucaneros, filibusteros, tahúres, contrabandistas, impostores, vagabundos, conspiradores y demás aventureros más o menos anarquistas y tradicionalmente catalogados como villanos. Es muy probable que esta fascinación —que, partiendo de los justicieros proscritos como Robin Hood, El Zorro, Judex o Dick Turpin, descendía luego a lo largo de todo un escalafón de outlaws más o menos prestigiosos y legendarios, a menudo enmascarados, con frecuencia perseguidos o vilipendiados por aquellos mismos que ilegalmente defendían, hasta recaer incluso sobre algunos negreros, asesinos a sueldo, ratas de hotel, gángsters, "quinquis" o simples y oscuros rateros— tenga sus raíces en nuestras primeras lecturas infantiles y también en el hechizo que irradia todo lo misterioso, insólito, exótico, improbable o maravilloso por inalcanzable o irrepetible. No es raro encontrar niños con auténtica y profunda vocación de pirata, explorador, ballenero, buscador de tesoros o bandolero, y no resulta, pues, anormal que alguna huella de estas ensoñaciones quede indeleblemente grabada en su subconsciente, sobre todo cuando la vida cotidiana se hace rutinaria, ingrata, previsible, laboriosa e irremediablemente urbana.
Los Trópicos, los Mares del Sur, el Caribe, la península del Yucatán, la isla de la Tortuga, Maracaibo, Port-Royal, Porto Príncipe, el Cabo Hatteras, el de Hornos, el de Buena Esperanza, Casablanca, Orán, Basora, Bagdad, La Meca, Timbuktú, Madagascar, el Golfo de Bengala, Singapur, Java, Macao, Shanghai, Tahití, Alaska, San Juan de Capistrano, Veracruz, las Islas Encantadas, Hong Kong, el desierto de Gobi, el de Kalahari, el Sahara, Montenegro, Samoa, Haití, el Río Grande, el Amazonas, el Matto Grosso, el Volga, el Ganges, el Himalaya, etc., etc., constituyen el mapa imaginario de un universo mítico en el que reina la Aventura, un viejo y descolorido atlas que pudimos surcar a bordo de cien libros y películas, empujados —como el Buque Fantasma, como el Holandés Errante— por los vientos caprichosos que eternamente soplan en los Siete Mares de la Ficción. Buques zozobrados hace tiempo, que ahora flotan anclados al recuerdo, pero siempre dispuestos a desplegar de nuevo sus velas desgarradas y a enarbolar la negra enseña de los corsarios: el "Jolly Roger", las tibias cruzadas y la calavera. Patas de palo, garfios de abordaje, parches negros en el ojo tuerto, buitres y gaviotas, oscuras ensenadas, sangre y fuego...
Todos leímos de pequeños La isla del tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino, Robinsón Crusoe, Los viajes de Gulliver, El lobo de mar, Alicia en el País de las Maravillas, Moby Dick, El Corsario Negro, Peter Pan, Las mil y una noches, Beau Geste, Rob Roy, La máquina del tiempo, Aventuras de A. Gordon Pym, El mundo perdido, El último de los mohicanos, Tarzán de los monos, Kim de la India, Huckleberry Finn, Los tres mosqueteros, El capitán Fracasa, Las aventuras de Arsenio Lupin, Rocambole, La Pimpinela Escarlata, Scaramouche, Cyrano de Bergerac, Dos años al pie del mástil, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, La flecha negra, El señor de Ballantry, Ivanhoe, Quentin Durward, El hombre invisible, La guerra de los mundos, Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en 80 días, Viaje al centro de la tierra, Los robinsones de los Mares del Sur, El libro de la jungla, La perla del Río Rojo, Los tigres de la Malasia, Yolanda, la hija del corsario, Honorata van Guld, Las aventuras de Tom Sawyer, Un yanqui en la corte del rey Arturo, y tantas otras novelas que nos hicieron conocer a Sherlock Holmes, el Dr. Watson y Moriarty, al padre Brown y Flambeau, a Lagardere y su hijo, a Ulises, a Elena de Troya, a Alí Babá y los cuarenta ladrones, al capitán Hornblower, a Guillermo Brown, a Gengis Khan y Marco Polo, personajes más o menos míticos a los que pronto se unirían —procedentes del cine, de los "tebeos", de la radio, de nuevos libros— Drake y Barbanegra, Drácula, Billy el Niño, Wyatt Earp, Jesse James, Búfalo Bill, el Dr. Frankenstein, el capitán Ahab, Sitting Bull, Gerónimo, Cochise, Caballo Loco, el general Custer, Svengali, Houdini, Don Quijote y Sancho, el comisario Maigret, Hércules Poirot, Juan Sin Tierra y Ricardo Corazón de León, Saladino, Atila, Jack el destripador, La Celestina, Don Juan Tenorio, el Lazarillo, el Buscón, el capitán Chimista, Pizarro, Nerón, Shanti Andía, Superman, Calígula, Cleopatra, Marco Antonio, Julio César, la pequeña Lulú, Diego Valor, Flash Gordon, Rip Kirby, Roberto Alcázar y Pedrín, Batman, Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta, el capitán Trueno, Dillinger, Lord Jim, Fausto, Al Capone, Maquiavelo, Tirano Banderas, Jay Gatsby, Johnny Guitar, Shane, Espartaco, Fantomas, Lucky Luciano, Temple Drake, Sartoris, Monroe Starr, Sam Spade, Fu Manchú, Charlie Chan, Jonathan Wild, Philip Marlowe, Lew Archer, Abraham Lincoln, Catherine Barkley, Waldo Lydecker, Laura Manion, Norman Bates, Michel Poiccard, Pierrot le fou, Pike Bishop, el mayor Dundee, Nosferatu, King-Kong, Ethan Edwards, Gertrud, Lola-Lola, Antoine Doinel, Charles Foster Kane, el Barón de Arizona, Colorado Jim, la emperatriz Yang Kwai Fei o el Dr. Mabuse. Durante el largo trecho que separa la niñez de la adolescencia nos fue posible así el suplantar las "vidas imaginarias" o sublimadas de los más variopintos y exóticos personajes, y habitamos con ellos las más remotas épocas, parajes y latitudes. Llegamos, incluso, a conocer como la palma de la mano, guiados por la brújula de la fantasía, regiones oníricas o fabulosas como Yoknapatawpha County, Tombstone, Dodge City, Eldorado, Marienbad, Macondo, el Chicago de los años 30, el París de los americanos o el Mar de los Sargazos.
Ahora bien, remontándonos de nuevo a las fuentes que a la vez suscitaron y colmaron nuestra sed de ficciones y aventuras, resulta curioso observar que muy pocas personas sienten el deseo, una vez concluida esta etapa vital, de volver a leer aquellas novelas de viajes por el tiempo y el espacio, de héroes y rufianes, de traición y venganza, que tanto nos hicieron disfrutar. Se comete así una grave ingratitud y un tremendo error, pues no sólo se tiende a menospreciar aquello que tanto valoramos un día, sino que se priva uno del placer que estas novelas pueden proporcionar a cualquier edad. Es más, con frecuencia no sólo hemos olvidado aquellas románticas historias de "misterio, emoción e intriga" —consigna admirable y digna de André Bretón—, sino que, en realidad, nuestra falta de conocimientos y experiencia —cuando no traicioneras adaptaciones para niños— nos impidió muchas veces apreciar y comprender debidamente las peripecias y destinos que escritores curiosos —Maurice Leblanc, Salgari, Sabatini, Wren, Dana, E.R. Burroughs, Ponson du Terrail—, notables —Walter Scott, Swift, Barrie, Fenimore Cooper, Gautier—, excelentes —Verne, Defoe, Wells, Chesterton, Conan Doyle, Kipling, London— o geniales —Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Mark Twain, Poe, Lewis Carroll— nos propusieron, tal vez con demasiado ingenio, sin duda con excesiva modestia. Novelas que en los últimos años han dejado de existir, como género, como forma de narrar, como espíritu; por eso, las raras excepciones —las de Gonzalo Suárez y Javier Marías, La ira de los justos de Raoul Walsh, La burla negra de José María Castroviejo, alguna de las de Ignacio Aldecoa— no han despertado otro eco que el de la desaprobación o el silencio, lo que sitúa a estos autores en la honrosa compañía de Víctor Hugo, Dumas, Ross Macdonald, James M. Cain, Raymond Chandler, Bret Harte, Joseph Conrad, Dashiell Hammett, J. Sheridan Le Fanu y tantos otros escritores de talento. Hace años que aconsejo a todo el mundo —y en especial a los cinéfilos— que relean, a ser posible en su versión original, La isla del tesoro, sin duda una de las más grandes creaciones de la lengua inglesa y una influencia capital en otros novelistas —Marcel Schwob, Jorge Luis Borges, Richard Hughes, John Meade Falkner— y en numerosas películas —como Moonfleet de Lang, The Night of the Hunter de Laughton, Viento en las velas de Mackendrick, Valor de ley y Círculo de fuego de Hathaway, por no abrumar con una nueva lista—; o Adventures of A. Gordon Pym, que influyó a Verne, a William Hope Hodgson (The Boats of the Glen Carrig), a Stevenson y a casi todos los escritores de ciencia-ficción, desde Wells hasta Bioy Casares, Bradbury o Cortázar.
Con las películas que tienen su origen —o alguna afinidad de espíritu y de estilo— en estas novelas, la injusticia es mayor, y más difícil de reparar, ya que los libros se conservan o se suelen poder encontrar y releer, y en cambio es muy difícil volver a ver Todos los hermanos eran valientes, El hidalgo de los mares, El pirata Barbanegra, Robinsón Crusoe (el de Buñuel, por supuesto), El secreto del pirata, Los piratas de Capri, El capitán Panamá, Garras de codicia, Rumbo a Java, La casa grande de Jamaica, El hijo de la furia, El temible burlón, El cisne negro, El prisionero de Zenda, La máscara de hierro, Piratas del mar Caribe, Los bucaneros, La casa de los siete halcones, Fuego verde, Tambores lejanos, Fuego escondido, El ladrón de Bagdad, El halcón y la flecha, La mansión de Sangaree, La odisea del capitán Steve, La mujer pirata, Cita en Honduras, Las cuatro plumas, Huida hacia el sol, Ave del Paraíso, El tesoro del Cóndor de Oro, El capitán Blood, Tanganica, Mara Maru, Safari, Zarak, El bandido de Zhobe, La nave de los condenados, El zorro de los océanos, Los vikingos, Los piratas del Mississippi, El signo del renegado, Harry Black y el tigre, Cuando ruge la marabunta, John Silver el Largo, Los tres mosqueteros, Scaramouche, Arenas de muerte, El capitán King, Viaje al centro de la Tierra, El malvado Zaroff, El mundo en sus manos, Los gavilanes del Estrecho, Tres lanceros bengalíes, La jungla en armas, Calcuta, La carga de la brigada ligera, El crepúsculo de los dioses, Rebelión a bordo, El signo del Zorro, Jívaro, La venganza del bergantín, Norte salvaje, Las minas del rey Salomón, Mogambo, El caballero del Mississippi, Astucias de mujer, Revuelta en Haití, San Francisco Story, La legión del desierto, El espadachín, La isla de los corsarios, La reina de Cobra, Orgullo de raza, La sirena de las aguas verdes, La fuga de Tarzán, Martín el gaucho, Gentleman Jim, Maracaibo, El amo del mundo, a merced de la iniciativa —improbable, ya que no tendrían demasiado éxito ni serían consideradas de suficiente "mérito artístico"— de reponerlas de un distribuidor o del azar de los lotes y las programaciones de televisión. De hecho, los únicos films recientes que tienen algo que ver con el género aventurero —todas aquellas películas de aventuras que no constituyen un género en sí, como el western: jungla, piratas, bandoleros exóticos, candidatos posibles a la Historia Universal de la Infamia de Borges, o a las Vidas imaginarias de Schwob— han sido notables fracasos comerciales y críticos: Viento en las velas, El aventurero, Aoom, Al Diablo, con amor, La loba y la paloma, El último safari, Arma de dos filos, Judex. Circunstancia que no tiene nada de nuevo —la obra maestra del género y de su autor, el Moonfleet de Fritz Lang, sigue sin estrenar en España y va a cumplir los veinte años—, pero sí de grave, en unos tiempos como los que corren, en los que lo que más falta le haría al grueso del cine son precisamente dos de las virtudes descollantes del cine aventurero: la pasión y la fantasía. Es decir, la audacia rigurosa que requiere narrar con claridad y brío las más descabelladas, sorprendentes y portentosas tabulaciones que cabe imaginar (ya que este género, o agregado de subgéneros heteróclitos más bien, es mucho menos "realista" y tiene mucho menos "fundamento histórico" que, por ejemplo, el western o el cine negro).
Pero ya es tiempo, una vez evocado el mundo que sugieren y recrean en vivos y llamativos colores y en tenebrosos y retorcidos relatos este tipo de cine y sus antecedentes literarios, de aclarar que el propósito que guía estas páginas no es el de reavivar nostálgicos recuerdos infantiles o adolescentes, sino intentar reivindicar un espíritu de creación artesanal cinematográfica que encarna muy explícitamente —descaradamente, incluso— una serie de valores y actitudes que, personalmente, echo en falta en la gran mayoría de las películas actuales, sobre todo en las procedentes del país que en más alto grado llegó a poseerlas y dominarlas —Estados Unidos, claro está—, y que pienso que no convendría olvidar ni perder ni, mucho menos, rechazar y despreciar. Creo que los admiradores de Nicholas Musuraca, Robert Planck y Edward Cronjager; los que hayan visto Amazonas negras de Don Weis; los que sientan cierta debilidad por Jane Greer, Jean Peters, Debra Paget, Gene Tierney, Linda Darnell, Rhonda Fleming o Eleanor Parker; los que sólo por el título lamenten no haber visto nunca South of Pago Pago de Alfred E. Green; los que quisieran conocer mejor la obra de directores como Edward Ludwig, William A. Witney, Edgar G. Ulmer, Jacques Tourneur, Allan Dwan, Henry King, John English, Lewis R. Foster e incluso Joseph Inman Kane; los que consideren más apasionante una novela como Los tres impostores de Arthur Machen que cualquier debate estructuralista sobre la diegesis fílmica, comprenderán ya, sin duda, a qué me refiero y qué elementos son los que considero especialmente admirables en el cine de piratas, contrabandistas, prófugos de la justicia y genios del mal más o menos megalómanos.
 SOBRE EL ARTE DE NARRAR
Los relatos de los marinos tienen una inmediata simplicidad; todo su significado cabría dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era típico (si se exceptúa su propensión a tejer narraciones), y para él el sentido de un episodio no estaba en el interior, como una almendra, sino fuera, envolviendo el relato que lo hacía resaltar sólo como un arrebol destaca la neblina, a semejanza de uno de esos halos vaporosos que la iluminación espectral del rayo de luna hace visibles.
Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas.
 La primera razón que puede explicar la escasa consideración que, a lo sumo, reciben estas películas, típicamente "menores", radica precisamente en su argumento, que suele considerarse pueril, ingenuo e inverosímil, desvinculado de la "realidad contemporánea" o de los "problemas trascendentales". En efecto, uno de los rasgos característicos de estas películas es, precisamente, su modestia, su falta de pretensiones, su rechazo de la pedantería. No se proponen testificar sobre el estado del mundo moderno, ni sobre las condiciones de vida de los limpiabotas italianos; su objetivo es mucho más modesto: procuran distraer, entretener, divertir, emocionar, intrigar y sorprender al espectador; en el fondo, disparar y liberar su fantasía, proyectarla a través del tiempo y del espacio, e incluso de las apariencias y la lógica; proponer nuevos mitos y revitalizar los ya existentes —tarea tan importante como la de desmitificar ciertas cosas, que no todas ni por principio—; y da lo mismo que estos artífices estén impulsados por el mero afán de hacer bien su trabajo o que se dejen llevar por el puro placer de narrar, o de dar forma a un relato, o de insuflar vida a unos personajes pintorescos, arquetípicos o excepcionales. El caso es que resulta mucho más difícil tejer una trama cuya coherencia no puede contrastarse con la realidad inmediata ni con los hechos históricos —es decir, una trama como la de Moonfleet de Lang, la de El hijo de la furia de John Cromwell, o la de El cisne negro de Henry King— que la de Umberto D, Ladrón de bicicletas o El caso Mattei. Que es mucho más compleja la dramaturgia de Scaramouche que la de Hiroshima mon amour, que la estructura rítmica de Los gavilanes del Estrecho es mucho más musical que la de Senso, que El temible burlón es mucho más inventiva que Las margaritas, y que el grado de elaboración plástica y sonora de cualquier película de Jacques Tourneur supera con mucho el de Fellini o Antonioni.
Además, como observó precisamente Joseph Conrad, el sentido de las mejores películas de este género no se encuentra en la peripecia dramática que relatan, sino que se puede percibir en filigrana, en la periferia de la acción, y así resulta que entre las películas que mejor han analizado el complejo mundo de la infancia —sin detenerse, además, en concepciones idealistas de la "inocencia" o la "pureza" de los niños— se cuentan varias adscribibles a este género, concretamente Moonfleet, The Night of the Hunter y las obras maestras de Alexander Mackendrick, Viento en las velas y Sammy, huida hacia el Sur, que no son películas "sobre la infancia" ni sobre "la visión del niño", pero que —a veces adoptando su punto de vista, como en el film de Lang— consiguen comunicarnos muy penetrantemente dicha visión del mundo, casi siempre a través de las aventuras o los viajes en que el niño se ve embarcado, o a través de sus relaciones con un hombre maduro que —como el John Silver de La isla del tesoro— representa al mismo tiempo el "ogro" y al padre ausente o fallecido, logrando así una ambivalencia que impide cualquier acercamiento convencional y sensiblero, como suele ocurrir con los verdaderos padres (el de Ladrón de bicicletas, por ejemplo) o con personajes menos ambiguos moralmente, más "inmaculados" o "angelicales" (como el Alan Ladd de Raíces profundas). Por eso, los personajes interpretados, respectivamente, por Stewart Granger, Robert Mitchum, Anthony Quinn y Edward G. Robinson —contrabandistas, falsos predicadores asesinos, piratas— confieren a las películas mencionadas una riqueza moral y una amplitud de perspectiva que en otros géneros, más codificados desde un punto de vista ético —a pesar de los recientes logros en este sentido que suponen Valor de ley y Círculo de fuego, de Hathaway , dentro del "western"—, serían inconcebibles o resultarían muy artificiales. Porque hay que destacar que este género ha sido el único —junto a las diversas variantes del policiaco— en que la figura dominante y más atractiva ha sido casi siempre un antihéroe.
Por otra parte, la misma "irrealidad" del género ha hecho posible que la narrativa de estas películas pueda prescindir de las inútiles escenas "explicativas" que entorpecen la marcha de casi todas las películas "realistas"; ha permitido llevar hasta sus últimas consecuencias las arbitrarias o inverosímiles premisas iniciales; ha consentido el empleo de todo tipo de metáforas sin que ello suponga una solución de continuidad; ha facilitado la violación de las convenciones morales —el castigo que debe recibir el criminal, por ejemplo—, comerciales —el obligatorio "happy end", negado enérgicamente por Moonfleet, Viento en las velas, The Night of the Hunter— y dramáticas que han oprimido al cine de serie durante los años 30, 40 y 50.
 INVESTIGACIÓN FORMAL
Aunque sólo ocasionalmente hayan contribuido a este género directores de verdadera magnitud —Fritz Lang, Jacques Tourneur, Douglas Sirk, Raoul Walsh, Rouben Mamoulian, Ernest B. Schoedsack— y hayan sido, por lo general, películas de bajo presupuesto realizadas a toda velocidad por eficientes artesanos de la R.K.O., la Warner, la Fox, la Universal o la Republic —Curtiz, Ludwig, Witney, Maté, Pevney, Marton, etc.—, es frecuente que encontremos dentro de este tipo de cine obras formalmente muy cuidadas, con un uso matizado y pictórico del color, con iluminación de raíz expresionista, que prestan gran atención al decorado y al vestuario, que saben servirse expresivamente tanto de los escenarios naturales —el mar, la vegetación exuberante de los trópicos, los promontorios rocosos— como de las maquetas y las transparencias. Es un cine que tiende a las dimensiones "bigger than life" (2), que aspira a lograr un aliento épico, que permite improvisar a merced de los elementos meteorológicos (3), y no es por ello extraño que, los grandes estilistas —incluso Minnelli ha incidido en el género, a partir del musical, con El pirata, 1947—se hayan sentido atraídos por este tipo de películas, ni que los pequeños artífices cultos de la serie B hayan recogido estas aportaciones de los maestros y las hayan convertido en ingredientes fijos del género. Incluso algunos directores que, en ocasiones, pecan de solemnidad y de vulgaridad plástica —como Henry King o John Cromwell— se han sentido especialmente inspirados por películas que, como El hijo de la furia o El cisne negro, no les obligaban a respetar las biografías ejemplares ni las meticulosas reconstrucciones de época que acostumbraban a dirigir en las producciones "de prestigio", y que les permitían, en cambio, cuidar al máximo los aspectos formales y narrativos que otras veces se veían forzados a sacrificar. Estos guiones "intrascendentes" se convertían en un pretexto para experimentar con la iluminación y el color, en simples "temas" a partir de los cuales podían improvisar una serie de variaciones plásticas. Su rechazo del naturalismo y de la verosimilitud psicológica les permitía una mayor soltura en la dirección de actores, una narración más fluida y directa, unas transiciones y un montaje que permitían acelerar el ritmo de la acción, etc. Incluso un hecho aparentemente insignificante como el que estas películas estuviesen destinadas a un público principalmente infantil tuvo su influencia en el acusado formalismo del género "bucanero", ya que potenció —por razones de censura, o de "buen gusto"— el recurso a la elipsis sugerente y contribuyó a la deslumbrante plasticidad de sus imágenes, al inventivo empleo de los objetos, los decorados y el color, y a la pérdida de importancia del diálogo como vehículo del sentido del film. Son, por ello, películas enormemente sensoriales, con una dependencia expresiva de las imágenes casi total, lo que explica que reenlazasen con las complejas estructuras rítmicas y visuales de los últimos años del cine mudo.
Sin embargo, este énfasis en los aspectos "puramente" estéticos del cine de aventuras no debe hacer pensar que se trataba de meras fantasías abstractas y huecas. Por el contrario, como suele ocurrir en el interior de los géneros tradicionales y de las producciones de presupuesto limitado, estas películas se caracterizan por su absoluta funcionalidad, es decir, por la perfecta adecuación entre los recursos escasos disponibles y los objetivos fijados. Y no olvidemos que estos fines pueden resumirse en los siguientes principios básicos: llamar la atención —visualmente, sobre todo— y despertar la curiosidad —dramática y narrativamente— desde el comienzo de la película, explicitando inmediatamente las "reglas del juego" (es decir, las del género) para que nadie se pueda llamar a engaño ni adopte una actitud hipercrítica, incrédula o escéptica frente al espectáculo que va a presenciar, y, finalmente, narrar con la máxima claridad y de la forma más atractiva e interesante una historia llena de acción, de misterio, de sorpresas, de inesperados giros dramáticos, de pasión, de exotismo y de color, interpretada por actores más o menos populares y, a ser posible, que den por su sólo aspecto físico las características más relevantes del personaje — Alan Ladd, Errol Flynn, Gregory Peck, Douglas Fairbanks, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Stewart Granger, Gary Cooper, Clark Gable, Tyrone Power, James Mason, Basil Rathbone, Jack Elam, Lee Marvin, John Carradine, Walter Brennan, Louis Jourdan, Anthony Quinn, Richard Widmark, Robert Mitchum, Charles Laughton, Gene Tierney, Arlene Dahl, Yvonne de Carlo, Virginia Mayo, John Wayne, Joel McCrea, Rhonda Fleming, Janet Leigh, Debra Paget, Royal Dano, Eleanor Parker, John Payne, Ray Milland, Deborah Kerr, Jane Greer, Jean Peters, Cornell Wilde, Jane Russell, Eva Bartok, Rita Gam, Katy Jurado, Ava Gardner, Dana Andrews, Glenn Ford, Terry Moore, Robert Ryan, William Holden, Robert Taylor, Rock Hudson, Cyd Charisse, Tony Curtis, Arthur Kennedy, Ann Blyth, Alan Hale, etc.—. Por lo que el esplendor polícromo de Amazonas negras, Scaramouche, El pirata Barbanegra, Moonfleet, El Cisne Negro o Rumbo a Java —o el contraste de luces y sombras de sus predecesores en blanco y negro— no es sino el estilo plástico más adecuado a los relatos románticos o postrománticos que sirven de base a la mayor parte de estas películas.
 EL SECRETO DE LAS IMÁGENES
El cine es el más poderoso vehículo de la poesía, el medio más real de dar forma a lo irreal.
Jean Epstein
Durante los años 20, un grupo de directores y teóricos franceses, conocidos como "la primera vanguardia" —Louis Delluc, Jean Epstein, Abel Gance, Germaine Dulac, Marcel L'Herbier—, localizaron el tan famoso y buscado —pero nunca encontrado— "específico cinematográfico" en el concepto de fotogenia, concepto que nunca quedó muy claro y que, años después, pasó a designar un atributo que debían poseer los rostros de las actrices. Finalmente, la palabra cayó en desuso. Sin embargo, creo que debería ser readmitida en el vocabulario crítico para designar una virtud que puede tener la imagen cinematográfica y que está a punto de olvidarse, lo que significaría para el cine la pérdida de uno de sus recursos expresivos más complejos y poderosos, de un recurso que, además, no pertenece a ningún otro arte narrativo y que ni siquiera las artes plásticas pueden alcanzar en tan alto grado.
Desde que —con Méliés, Porter, Feuillade y Griffith— el cine dejó de limitarse a reproducir fotográficamente el movimiento para empezar a narrar historias, el objetivo de la cámara perdió su neutralidad y su inocencia. El rodaje en estudios, el maquillaje de los actores, la introducción de los diferentes tipos de planos y de su montaje, etc., dieron lugar al empleo de lentes y filtros diversos, a la colocación de focos, a la selección cuidadosa de los encuadres y a todo tipo de trucajes ópticos. Desde el momento en que la luz dejó de considerarse como un dato inmutable y autónomo, y empezó a ser utilizada como un recurso más a disposición de los directores, nació el arte de la fotografía cinematográfica. Más aún que los precursores mencionados, los cineastas alemanes que suelen calificarse como "expresionistas" y los franceses conocidos como "impresionistas" reivindicaron el cine como un arte y consideraron no sólo lícita, sino imprescindible, la intervención —a veces deformadora— del director en la "realidad" que se iba a filmar y el proceso de estilización de dicha "realidad" necesario para hacer una película. Se aprendió intuitivamente, por experiencia práctica, el efecto psicológico de los diferentes grados de luminosidad de las imágenes, el poder de sugestión de las sombras, las intenciones o el misterio que la luz y su distribución atribuyen a los rostros, etc. Durante los últimos años del cine mudo y la primera década del sonoro, al influjo germánico presente en directores como Stroheim o Sternberg se sumó el impacto de las sucesivas llegadas a Hollywood de una serie de importantes realizadores europeos: Sjöström, Stiller, Lubitsch, Murnau, Curtiz, Ulmer, Dieterle, Lang, etc., seguidos más tarde por Preminger, Sirk , Wilder, Tourneur, Ophüls, Renoir, Siodmak, Hitchcock, Brahm, De Toth, Laughton, etc., y numerosos directores de fotografía — Freund, Maté, Vorkapich, Perinal, Planck, Planer, Ruttenberg, Kaufman, Shuftan, etc.—, que contribuyeron a crear un estilo visual que unía la expresividad visual del cine mudo alemán con la objetividad técnica característica del cine clásico americano. Este estilo se desarrolló, especialmente, en cuatro géneros: el terrorífico y el "negro" (sobre todo en blanco y negro), por un lado, y el melodrama y el de aventuras (sobre todo en color), por otro. El tipo de organización visual de cada plano que fue madurando durante los años 30 y 40 empezó a hacerse esporádico con la llegada del cinemascope y la generalización del color y, a partir de los años 60, el empleo abusivo del "zoom" y del teleobjetivo, la influencia de Lelouch —virados, flous— y del montaje a lo Lester, la producción de película virgen ultrasensible y la práctica desaparición del cine en blanco y negro son hechos que, unidos a los crecientes costes de producción y a la sustitución de los viejos directores y fotógrafos por técnicos formados en la televisión, han provocado la paulatina y casi total decadencia de la cinematography o fotografía de cine como el arte de servirse de la luz. Actualmente, el 99 por ciento de las películas están correcta y uniformemente fotografiadas en color, y los directores de fotografía no son más que técnicos eficientes que, generalmente sin que el director se entere de lo que hace ni le dé instrucciones concretas al respecto, calculan la apertura de diafragma y el objetivo preciso para conseguir un mínimo de calidad, claridad y fidelidad cromática, sin que la iluminación y el color sirvan para expresar sutilmente parte del sentido de cada escena.
Pues bien, estos géneros "menores" —el melodrama y el "aventurero"— han sido el último reducto de la experimentación visual dentro del cine americano, hasta que, finalmente, han acabado por desaparecer como géneros, dentro del proceso de desintegración industrial y artística que viene padeciendo el cine desde 1960. Hoy las muestras de auténtica visualización y estilización, las películas con fotogenia, constituyen auténticas excepciones, más frecuentes en Europa —las primeras películas de Godard, Franju, Resnais, El espíritu de la colmena de Erice— que en América. Gracias a esta dinámica interna —no sólo plástica, puesto que también contribuían a ella la dirección de actores, el uso del decorado y, sobre todo, la planificación—, los cineastas americanos del auténtico talento fueron capaces de convertir en obras personales y relevantes las historias más absurdas y más opuestas o ajenas a su visión del mundo. Por eso un "encargo" como Moonfleet puede ser considerado la obra maestra de un director tan genial y de tan larga carrera como Fritz Lang; por eso La mujer pirata y El halcón y la flecha no son divertidas e infantiles peripecias sin sentido, sino exponentes admirables del estilo y de las preocupaciones de Jacques Tourneur; por eso El signo del Zorro supera a otras obras, más ambiciosas y explícitas, de Rouben Mamoulian; por eso cualquier serie B de la Republic, dirigida por artesanos tan poco distinguidos como L.R. Foster o Witney supera en elaboración y expresividad visual a las grandes producciones de lujo de la Metro; por eso no debe extrañarnos encontrar entre el equipo técnico de Amazonas negras de Weis a Gene Aleen, uno de los colaboradores básicos de George Cukor, ni que numerosas películas de este género hayan recibido el Oscar a la mejor fotografía o hayan estado a punto de conseguirlo. No cabe duda de que una ensenada al anochecer, una tormenta en alta mar, una isla deshabitada en medio del Pacífico, un oasis o un desierto o la intrincada vegetación tropical de una jungla "de estudio", o una guarida de contrabandistas, un burdel, un bar portuario o un velero constituyen "motivos" visuales llenos de sugerencias y de atractivo, pero hay que tener en cuenta que no basta con mostrar semejantes escenarios para lograr una película de piratas o de legionarios del desierto digna de tal nombre, sino que es preciso organizar esas imágenes, esos "iconos", y estructurarlos dramáticamente en una narración; tarea que, como demuestran las torpes tentativas de algunos funcionarios del cine italiano perpetradas en los años 60 y 70, no está al alcance de cualquiera.
 NECESIDADES DEL MITO
La desmitificación a ultranza trae un riesgo: el vacío, lo inerte. Era aquel hombre que decía que una mujer era pelo, brazos, cara, aparato respiratorio, circulatorio y digestivo, órgano sexual y piernas. Evidentemente había desmitificado. Su definición era analíticamente correcta. ¿Es suficiente lo correcto? La disección exige la muerte. ¿Debe ser el cine (y por consecuencia la crítica de cine) un taller de taxidermia? ¿Se debe suprimir el verbo para que haya calificativo? Es indudablemente posible una crítica de la vida sin disecarla, sin prescindir de los elementos motores.
Manolo Marinero (4).
Los mitos no preexisten al hombre, no se encuentran en la naturaleza. Un mito es una creación —o una creencia— de los hombres y es, por tanto, una aportación al mundo, a la vida y a la historia. Pero no cualquier idea, personaje, relato o hipótesis sobre lo desconocido es un mito. No basta con que se le ocurra a alguien, ni con que alcance un cierto grado de difusión. Es preciso que llegue a ser conocido y aceptado por la mayoría, que corresponda a un estado de opinión o a una época, que forme parte —de algún modo— del inconsciente colectivo de una sociedad o de una civilización. Si se tiene consciencia de que un mito es un mito, y no una realidad, una verdad científica o un hecho histórico, el mito supone un enriquecimiento del mundo. En ese sentido, un mito no tiene nada de despreciable, y puede compararse a las grandes creaciones artísticas —que suelen convertirse en mitos: ¿no lo son Romeo y Julieta, Otelo, Hamlet, Don Quijote, Don Juan Tenorio, Edipo, Fausto, Jekyll y Hyde o Moby Dick, hasta tal punto que se dan por sabidos incluso cuando se desconocen las obras que les dieron forma? —. Por eso, no parece necesario, ni oportuno, ni conveniente intentar —vanamente— destruirlos. Hay también mitos menores, narraciones amenas y distraídas, llenas de sabor y de sabiduría. Entre ellos pueden contarse muchas películas, cuyas imágenes tienen un mayor poder de persistencia que las palabras, y que tampoco vale la pena tratar de desmitificar.
 Miguel Marías
 (1) L'Essai Anarchiste des "Fréres de la Cote". Fondo de Cultura Económica.
(2) Declaraciones de Richard Fleischer sobre Los vikingos, en Film Ideal n. 139.
(3) Comentarios de Raoul Walsh a Los gavilanes del Estrecho, en Cahiers du Cinéma n. 154.
(4) Las joyas del opar, en Film Ideal n. 193.
 Dirigido por… nº19, enero 1975
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carlosprietoblog · 3 years
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A sus justas proporciones (Por Juan Carlos Rodríguez)
La máxima latina “inventa lege, inventa fraude” surge durante el Imperio Romano, y es traducida al castellano con la frase “hecha la ley, hecha la trampa”.
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Si enchufas la plancha o la licuadora, se escucha una noticia de corrupción en Colombia: políticos, empresarios, jueces, magistrados, policías, pastores, curas, son los que aparecen en las noticias. Nadie cuestiona al niño que le lleva una manzana a su maestra. No creo que el menor esté interesado en la nutrición de ella, incluso si es bonita, creo que son más importantes las calificaciones. Pensándolo bien, yo no tiraría la primera piedra.
Hace poco uno de los Nule dijo: “La corrupción es inherente al ser humano”. De inmediato indignados de todos los pelambres lo tratan de cínico, descarado, infame y otra sarta de improperios que no consiguen sino fomentar la desilusión en la mente colectiva de nuestra sociedad. Al respecto y casi defendiéndolo, Gloria H en artículo para El País de Cali sentencia: “La envidia, la corrupción, los celos, la ira, el egoísmo, la trampa, el engaño, son conductas inherentes a la condición humana que se deben superar”. Si son inherentes no se deben superar, es contradictorio plantear esto, pensé; así que me dispongo a explicar mi punto.
Primero debemos saber que la corrupción es un asunto que no nos inventamos ahora, en la antigua Grecia, año 324 A.C. Demóstenes, un afamado orador se quedó con una platica depositada en la Acrópolis por el tesorero de Alejandro, fué condenado y obligado a huir. Pericles se gastó un billete en un elefante blanco que se llama el Partenón, por lo que también lo enjuiciaron. Los romanos tuvieron que ir creando delitos en su sistema judicial y en el 123 A.C., se establecieron una serie de tribunales permanentes, llamados «quaestiones perpetuaes» para juzgar la corrupción, el cohecho y el tráfico de influencias. De manera genérica se referían a todos estos delitos como concusión, les confieso que aunque leí y releí la definición en el código penal colombiano, no entendí la esencia de la concusión. Así que el berenjenal de leyes que están creando para combatir la corrupción aquí, ya había sido transitado, nada menos que por el Imperio Romano que no duró sino diez siglos. Bertolt Brecht, resume muy bien la corrupción romana en su obra sobre Julio César: “La ropa de sus gobernadores estaba llena de bolsillos”.
Según la Biblia la corrupción estuvo incluso entre los doce. Judas por treinta monedas vendió a su maestro, quien con su muerte inició el fin de los bárbaros y la instauración de sus leyes de amor y misericordia. En el Medioevo, la Iglesia católica romana impulsó un cambio de moral; así que robar paso a ser un pecado mortal, pero al mismo tiempo con la confesión y el pago de indulgencias se podía sanear este saldo, es decir: «Inventa lege, inventa fraude». Tan claro lo tenían lo europeos que Colón dijo: “Con el oro, hasta las ánimas pueden subir al cielo”.
El asunto político es tan atractivo y la corrupción tan escurridiza que Don Quijote le da a Sancho Panza, unos famosos consejos para gobernar la ínsula Barataria y el gordo al terminar sus siete días de gestión le dice a su amo: “Yéndome desnudo, como me estoy yendo, está claro que he gobernado como un ángel”. Pero los consejos son de un literato bien intencionado y altruista como el manco. Maquiavelo en cambio le recomienda al príncipe “no se preocupe de incurrir en la infamia de estos vicios, sin los cuales difícilmente podrá salvar al Estado”.
La lucha contra la corrupción se ha dado con leyes y amenazas. El 12 de enero de 1824, el Señor General Simón Bolívar, Dictador plenipotenciario del Perú y Presidente de Colombia decreta la pena de muerte para todos los funcionarios públicos que hayan “malversado o tomado para sí” parte de los fondos de la nación, la ley duró en vigencia 39 años y no murió nadie. En China, Según decreto del año pasado, la pena de muerte será aplicable a aquellos líderes corruptos que malversen o reciban sobornos superiores a los tres millones de yuanes (410.000 euros o 463.000 dólares) me imagino que allá si les torcerán el pescuezo. En este estado comunista, el asunto de la corrupción política está tan complicado, que el estatus del corrupto se mide por cuantas amantes puede sostener, leí que un alto funcionario de una compañía estatal tenía un poco más de 20 amantes. Este personaje se va a acabar como los trompos y no lo van a alcanzar a colgar.
Desde los inicios de la era industrial y con la globalización de la economía, rumba la plata para los más vivos y avezados. Así que gobiernos, bancos, multinacionales como la Enron, Siemens, Odebrecht o la infame United Fruit Company han hecho negocios pagando coimas y prebendas a los funcionarios públicos, sobre todo en países sub-desarrollados con bajos salarios donde los burócratas deben aprovechar su cuarto de hora. El presidente Virgilio Barco, un reconocido estadista y casi honrado funcionario público, le pagó a The Economist un estudio, deseaba saber por qué somos tan corruptos. La conclusión fue: “En Colombia no existen condiciones para que un ciudadano normal y honesto progrese económica y socialmente”. La inequidad es el combustible de la corrupción y la criminalidad.
Transparencia Internacional es una institución que elabora y difunde el Índice de Percepción de la Corrupción, desde 1996. Según esta institución, hay países donde casi no existe esta práctica como Nueva Zelanda, Dinamarca y Finlandia. Hilando muy delgado esto se debería a la influencia de la ética luterana, que no prevé la confesión de los pecados para lograr la absolución. Pero como el índice es de percepción, seguro que también hay corruptos. “Si el honor fuese rentable, todos serían honorables” Tomas Moro.
Existen pensadores que aseguran que la corrupción es beneficiosa. El politólogo Samuel P. Huntington: “la corrupción puede ser considerada un factor de modernización y de progreso económico, permitiendo, por ejemplo, un recambio social a favor de clases emergentes dispuestas a desbancar el obstruccionismo de las viejas élites, agilizando procesos burocráticos y seleccionando a los principales actores del mercado a fin de que surjan aquellos que invierten de forma decidida, incluso sobornando, en sus proyectos empresariales”. En el siglo XVII, Bernard de Mandeville, en su Fábula de las abejas, sostenía que “un gobierno corrupto produce riqueza y ocasiones ventajosas para todos. El egoísmo y las pasiones que se derivan de él constituyen el impulso del bienestar, mientras que las virtudes del hombre honesto inhiben por lo general el progreso civil”. Incluso en una película italiana En nombre del pueblo italiano (1971), se argumenta: “La corrupción es el único modo de aligerar las diligencias y, por lo tanto, de incentivar las iniciativas. Podemos decir, paradójicamente, que es ella misma progreso”.
Mantenernos mirando las sombras que se reflejan como lo plantea Platón en su famoso mito de la caverna (La República libro VII), no nos deja encontrar y menos aceptar la verdad de la naturaleza humana. Siquiera pensar que un poco de corrupción puede ser bueno, nos escandaliza, nos creemos poseedores de la moral y seres de luz. No solo la comida y el vestido nos motivan, el éxito y la bonanza económica son legítimas aspiraciones humanas. Es utópico esperar corrupción cero, y desear corrupción cero es iluso. No se trata de algo que tenga que agradarnos, no es para celebrar, pero siendo inevitable la debemos ajustar a la medida que nos conviene. Por algo los chinos tienen una cifra a partir de la cual da pena de muerte.
Winston Churchill, uno de los hombres más prominentes del siglo pasado, ganador de una de las grandes guerras dijo: “un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia” unas con otras lo mismo que dijo nuestro Winston Turbay.
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blogjaquelinefalcao · 4 years
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CARTA DE SANCHO PANZA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
La ocupación de mis negocios es tan grande que no tengo lugar para rascarme la cabeza, ni aun para cortarme las uñas; y así, las traigo tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma, porque vuesa merced no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en este gobierno, en el cual tengo más hambre que cuando andábamos los dos por las selvas y por los despoblados.Escribióme el duque, mi señor, el otro día, dándome aviso que habían entrado en esta ínsula ciertas espías para matarme, y hasta agora yo no he descubierto otra que un cierto doctor que está en este lugar asalariado para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren: llámase el doctor Pedro Recio, y es natural de Tirteafuera: ¡porque vea vuesa merced qué nombre para no temer que he de morir a sus manos! Este tal doctor dice él mismo de sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, él me va matando de hambre, y yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensé venir a este gobierno a comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de holanda, sobre colchones de pluma, he venido a hacer penitencia, como si fuera ermitaño; y, como no la hago de mi voluntad, pienso que, al cabo al cabo, me ha de llevar el diablo.Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en qué va esto; porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta ínsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado o les han prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es ordinaria usanza en los demás que van a gobiernos, no solamente en éste.Anoche, andando de ronda, topé una muy hermosa doncella en traje de varón y un hermano suyo en hábito de mujer; de la moza se enamoró mi maestresala, y la escogió en su imaginación para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en plática nuestros pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana, hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere. Yo visito las plazas, como vuestra merced me lo aconseja, y ayer hallé una tendera que vendía avellanas nuevas, y averigüéle que había mezclado con una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; apliquélas todas para los niños de la doctrina, que las sabrían bien distinguir, y sentenciéla que por quince días no entrase en la plaza. Hanme dicho que lo hice valerosamente; lo que sé decir a vuestra merced es que es fama en este pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he visto en otros pueblos.De que mi señora la duquesa haya escrito a mi mujer Teresa Panza y enviádole el presente que vuestra merced dice, estoy muy satisfecho, y procuraré de mostrarme agradecido a su tiempo: bésele vuestra merced las manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echado en saco roto, como lo verá por la obra.No querría que vuestra merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis señores, porque si vuestra merced se enoja con ellos, claro está que ha de redundar en mi daño, y no será bien que, pues se me da a mí por consejo que sea agradecido, que vuestra merced no lo sea con quien tantas mercedes le tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo.Aquello del gateado no entiendo, pero imagino que debe de ser alguna de las malas fechorías que con vuestra merced suelen usar los malos encantadores; yo lo sabré cuando nos veamos.Quisiera enviarle a vuestra merced alguna cosa, pero no sé qué envíe, si no es algunos cañutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta ínsula muy curiosos; aunque si me dura el oficio, yo buscaré qué enviar de haldas o de mangas.Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vuestra merced el porte y envíeme la carta, que tengo grandísimo deseo de saber del estado de mi casa, de mi mujer y de mis hijos. Y con esto, Dios libre a vuestra merced de mal intencionados encantadores, y a mí me saque con bien y en paz deste gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, según me trata el doctor Pedro Recio.Criado de vuestra merced,
Sancho Panza, el Gobernador.
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lunaticosonriente · 4 years
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tuvieja2
CAPITULO II.
De caballeros sin princesas y sin dragones.
La historia conocida de Navarra está plagada de caballeros con armaduras y espadas, y entre estos encontramos varios Ezpeleta, lo que sigue es referencia a la organización de Navarra, territorio donde se desempeña el Linaje Ezpeleta con más historia y donde nace nuestro abuelo Miguel. Esto servirá para entender el capítulo “Historia con Historias” resumen de la historia del pueblo Vasco.
Organización civil y social de navarra
La nobleza en España; ideas, estructuras, historia.
Las titulaciones de conde y marqués respondían a contenidos funcionales diferentes. No se planteaba la precedencia –si bien era mucho más frecuente y conocido el de conde – ni eran, por tanto, incompatibles; así Alfonso II de Aragón se tituló comes et marchio Provinciae. Más tarde, cuando va aceptándose la idea abstracta de una nobleza –ordenada linealmente por haberse perdido el contenido funcional– se establece la precedencia del marqués sobre el conde, reflejada luego en la diferente riqueza del adorno de las coronas que se les asignan ya en el siglo XVII.
El título de vizconde (vice comitem ) es propio de la estructura feudal de la franja pirenaica, el más tardío en avanzar hacia Castilla. En el siglo XVIII existían (cargos hechos hereditarios) los vizcondados catalanes, cuyas denominaciones territoriales respondían más a su lugar de residencia que a una división del condado. Los vizcondados permanecen más tiempo que las otras titulaciones y entran plenamente en el siglo XIV. Por ser los de menor categoría, ocasionan los primeros títulos concedidos a personas que no pertenecen a las familias de los reyes. Ya con el nuevo concepto de título. Carlos III de Navarra concede los de Valderro (en1408 a un Ezpeleta, linaje de Ultrapuertos)
La nobleza navarra, en su intento de consolidar su papel predominante en la administración local, logró ser identificada como un grupo de poder elitista a lo largo de la Modernidad. Para ello se diseñó un nuevo cursus honorum, un proceso de desarrollo de carreras públicas estándar para todos los miembros de la aristocracia, adaptado al nuevo papel de la administración del Viejo Reino en el contexto de la Monarquía Hispánica.
La nobleza como oficio
Durante la Modernidad, un caballero podía medrar en los nuevos espacios de poder alcanzando los puestos más elevados, sólo si era capaz de adquirir una formación adecuada desde su más tierna infancia. La educación se convirtió en un instrumento de estratificación social que distinguía a las elites de los “vulgares”, reservando a los primeros un destino de gobierno y de apoyo cultural de la Monarquía. Las carreras civiles y públicas no estaban diseñadas para el común. Como afirmaba Erasmo: “Rey / alma divina; nobles / alma cuasi divina o pasiones nobles; y pueblo / bajas pasiones”2. Es decir, el noble debe ser educado para que obedezca y se someta a su rey a la par que para diferenciarse del pueblo.
En Navarra, tras finalizar las luchas banderizas del siglo XV, se dio paso a un tipo diferente de participación de la nobleza en el marco de la Monarquía hispánica. A la antigua vocación militar se sumaron nuevas inquietudes por el oficio de la política y la administración en los puestos del poder local, en las renovadas instituciones. Mientras que la baja nobleza se centró en el dominio de los puestos de poder de los regimientos, valles, merindades y universidades; la nobleza media medró hasta ir tomando oficios relevantes en las administraciones del reino navarro. Por su parte, la alta nobleza, enseguida entroncó de forma firme con la aristocracia castellana y aragonesa y medró en el servicio a la Corona, tanto en la corte europea como en Indias.
Con la llegada de los modernos sistemas bélicos entre los siglos XIV y XVI, los nobles titulados abandonaron en cierta medida tal cometido siendo desde entonces asumido por miembros de la baja y media nobleza que buscaron en la milicia nuevas formas de ennoblecimiento5. El propio Don Quijote era tajante al exclamar “quítenme de delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas”6; y más adelante vuelve a proclamar el hidalgo que “no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de mayor provecho que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras, como lo tengo dicho muchas veces”7.
Sin embargo, no todos los caballeros de guerra participaban de un idéntico ideal nobiliario, ya que lo que confería la verdadera nobleza era el ejercicio desinteresado de las armas.
La pérdida de la vocación militar fue producto de la paz interior en los territorios de la Monarquía, que se hizo visible especialmente en el estamento nobiliario ya que las armas constituían su tradición y razón de ser. Únicamente en Navarra, debido a su peculiar situación fronteriza, los ‘palacios cabos de armería’ siguieron funcionando como centros de reclutamiento y armamento10.
En la conformación del Estado Moderno el manejo de la escritura y las letras resultó también imprescindible para regular la mayoría de los comportamientos de la sociedad11. El sistema de gobierno polisinodial, fragmentado en consejos y secretarías diseñado desde el reinado de Felipe II, se mostraba necesitado de presidentes, consejeros, virreyes y demás personal burocrático. Mientras que los secretarios no tenían por qué descender de casas del estamento aristocrático, los presidentes de consejos y sus miembros sí. Así, con el sucesor de Carlos V se dio lugar a una irrupción masiva de hidalgos ‘vizcaínos’ –vascos- (y también de navarros) en los puestos de secretarios y cargos de gobierno12. Se trataba de un régimen que favorecía con altos cargos, influencia y ascensos sociales a un grupo limitado de la alta nobleza bien preparado. Esta actitud creaba el descontento entre los no favorecidos dando lugar a intrigas y divisiones en el interior del estamento nobiliario13. Debido a ello, las familias de la nobleza no dudaron en formar a sus vástagos con el fin de que pudiesen acceder con mayor facilidad a los nuevos cargos burocráticos del Estado Moderno14. Su principal objetivo era lograr la mayor proximidad al monarca, sobre todo con la llegada de los reinados de los Austrias menores. Desde comienzos de la Modernidad en la Península la nobleza mostró una vocación urbana que poco a poco le desligó, a diferencia de lo que ocurría en Francia e Inglaterra, de sus residencias campestres. Tras el gobierno de los Reyes Católicos el poder municipal fue quedando supeditado al centralismo de la Monarquía, lo cual provocó la marcha de los señores desde sus castillos-palacios a la nueva Corte en formación y a los centros de poder como Sevilla. No obstante, en la franja norteña del territorio quedó mucha nobleza rural, hidalgos, muy ligada a las estructuras socio-económicas de sus comunidades. En los pequeños municipios las opciones de promoción pública de todos estos hidalgos rurales quedaban más reducidas que en las grandes urbes donde la nobleza tenía el monopolio legal de los cargos municipales. En los pueblos la disparidad de composición de sus regimientos era notable. En las provincias vascas por ejemplo sólo se admitían regidores de origen nobiliario y en otras zonas ocurría justo lo contrario. A su vez, existieron ayuntamientos sin distinción de estados y otros en los que sus oficios sólo estaban reservados a nobles. En Navarra una ley de 1547 recogida en la Novíssima Recopilación de 1678 exigía a todo candidato a una alcaldía ser navarro, mayor de 25 años, residir en el pueblo donde se iba a ser insaculado, así como saber escribir y leer. Cumplidos estos requisitos, si se era elegido, el ocupar este ‘oficio de república’ traía consigo no sólo una serie de obligaciones y competencias sino también un salario y diferentes privilegios honoríficos15.
La posición genérica de preeminencia que disfrutó la nobleza durante el Antiguo Régimen se manifestaba a través del ejercicio que ésta hacía de sus poderes16. El poder, “que es uno y forma un todo complejo”, adoptaba diferentes formas y se ajustaba a grados variables de preferencia económica, social, personal o política. El patriciado urbano consolidó su poder a finales de la Edad Media surgiendo un nuevo grupo social en las urbes: los ‘ciudadanos’17. Diferentes autores del siglo XV hicieron en sus obras una alusión a este nuevo estrato social, intermedio entre los nobles y los “comunes” y que “no viven de su trabajo ni han menester conocido de qué se mantengan”18. Numerosas ciudades alardearon así de la presencia de una pequeña nobleza urbana, sobre todo entre sus regidores19. Este control de los puestos municipales por parte de la nobleza se hizo patente en la Monarquía hispánica hasta las exiguas medidas reformistas de Carlos III que terminaron con el sistema de ‘mitad de oficios’, es decir, el reparto equilibrado, en los lugares que era posible, de los puestos públicos entre la nobleza y la plebe. Se acabó de esta manera con viejas confrontaciones entre diferentes bandos aristocráticos y entre éstos y los miembros del Tercer Estado local.
Durante la Modernidad el rasgo más llamativo de la expansión estatal fue la consolidación de la institución de la Corte y de la Administración central. La Corona adquirió así el control militar y económico del territorio, desarrollando una red burocrática compleja y consolidando el poder real frente al señorial. En la Península la política borbónica del siglo XVIII estaba encaminada a reforzar definitivamente las estructuras e instituciones públicas del aparato central ‘estatal’20. La Corte se había convertido ya en el instrumento neutralizador de los Grandes del reino siendo el espejo de la gloria y esplendor del trono. Como ámbito privilegiado de la vida social quedaba separada de forma total del gobierno del Estado permitiendo una mayor estabilidad política. En esta reforma de la Corte ejerció un papel destacado Felipe V.  
El Estado había entrado en una inevitable colisión con los estamentos privilegiados en el plano de la participación política de la nobleza y en el de los nuevos requerimientos económicos que impondrá sobre ésta una estructura de gobierno con grandes necesidades presupuestarias22. El estatus preeminente y libre de cargas económicas y pechas de la aristocracia comenzó a resquebrajarse permitiendo la llegada del Nuevo Régimen. A la par surgió una nueva clase política de hidalgos ‘encumbrados’ que supo aprovechar la coyuntura política favorable y ganarse el apoyo y simpatía real, lo cual le permitió acceder a los cargos y oficios públicos de importancia que hasta ese momento habían sido patrimonio exclusivo de los Grandes.
Las monarquías modernas se desarrollaron a partir de redes ya existentes de vínculos personales que articulaban la sociedad. Al contrario que en el sistema feudal, el poder del gobierno era perdurable en el tiempo, aunque se fundamentara en cierta medida también en el clientelismo personal. Tuvo dos objetivos básicos, por un lado, establecer una paz social sustentada en el cumplimiento de una legislación renovada desde el poder central y, por otra parte, mantener un sistema estamental basado en la distinción por privilegios pero que integrara a su vez a todos los grupos sociales del reino con diferentes campos de poder e influencia. El despliegue territorial del centralismo monárquico no supuso el aislamiento del mundo local, sino que sus gentes participaban de las decisiones del común de la Corona ya que todo el territorio era entendido como un mismo espacio político activo. En el caso navarro se puede observar tal forma de un modo mucho más directo que en otros territorios del Imperio.  
El papel de sus agentes nobiliarios.
Cierta parte de la baja nobleza navarra no podía vivir únicamente de sus rentas por lo que acogía de buen grado toda merced23.
Tras las cortes de Burgos de 1515 el Reino navarro quedó unido políticamente a Castilla. Navarra, con el mismo tratamiento que la Cámara de Castilla, tuvo en sus relaciones con otros territorios ligados a la Corona hispánica, por derecho de adscripción política o sometimiento militar. Desde ese momento por la Secretaría de Gracia de Castilla “se expide todo lo perteneciente al gobierno político del Reino de Navarra y las pretensiones de sus naturales; los llamamientos a las Cortes y sus convocatorias; exención de cuarteles y alcabalas; erecciones de palacios de cabo de armería... y todos los demás negocios y dependencias de que conoce privativamente la Cámara [de Castilla]; Y así se dan las cédulas para que se cumplan y guarden los despachos que se expiden por los demás tribunales y ministros”28. Se dispuso que todos los cargos de gobierno fueran ocupados por navarros a excepción de la figura del virrey y las ‘cinco castellanías’: regente del Consejo Real de Navarra, dos de sus seis oidores, una de las plazas de la Corte Mayor y un oidor de la Cámara de Comptos, así como el puesto de virrey29.
La figura del virrey
Se puede decir que fue la figura del virrey, a pesar del control que éste ejercía sobre el resto de entes y administraciones locales, la única institución del rey en Navarra. Desde 1512, el virrey era la personificación de la Monarquía hispánica en Navarra, “el rostro cambiante de una institución que en el tiempo se confunde con el individuo” 30. Sin embargo, para los navarros éste era un monarca ausente y ‘distante’, incapacitado por la distancia geográfica para poder presidir personalmente el Reino. Al poco de haber asentado su poder en el territorio conquistado, Fernando el Católico nombró al alcaide de los Donceles virrey de Navarra como su alter ego en el gobierno de dicho territorio. Desde 1588 la propuesta de nombramiento de virrey se tramitaba a través de la Cámara de Castilla al ser un acto considerado de merced. Los primeros nombres que eran propuestos al rey cuando ‘vacaba’ el cargo eran los de los consejeros de Estado y Guerra31. Por ello, existían dos ternas posibles de candidatos: quienes destacaban por sus méritos políticos o los que lo hacían por sus virtudes militares, esenciales en un espacio fronterizo como el navarro, en ocasiones tan convulso32. El virrey en cualquier caso era siempre extranjero, lo cual motivaba numerosas ausencias del Reino con pretexto de dirigirse a sus posesiones en la Corte. Solía ser miembro de alguna familia de la alta nobleza castellana que al llegar a Navarra recibía nuevos títulos en los que se fijaban sus principales funciones33. Aquél que era nombrado virrey de Navarra debía jurar ante los tres brazos del Reino. Por ello, el 11 de enero de 1643, se celebró en Pamplona la ceremonia del juramento del nuevo virrey don Duarte Fernando Álvarez de Toledo Portugal Monroy, conde de Oropesa. Éste se pronunció ante todo el auditorio de la siguiente manera “juro en mi ánima sobre esta señal de la Cruz y los cuatro Evangelios por mí manualmente tocados, reverencia a los prelados, condestables, mariscales, marqueses, condes, nobles, ricoshombres, caballeros, hijosdalgos, infanzones, hombres de buenas villas y a todo el pueblo de Navarra” mostrando su cargo al servicio tanto del rey como de todas las gentes de Navarra34.
Hasta ese momento habían existido en tierras navarras gobernadores o tenientes de las dinastías precedentes, pero nunca un cargo como el de virrey. Una figura con tantas facultades de gobierno era para Navarra un símbolo de su existencia como Reino. A su vez, el virrey era Capitán General, convirtiéndose de esta manera en el escalón más alto de la jerarquía administrativa con tres funciones fundamentales: gobierno, justicia y defensa. No obstante, la Diputación del Reino en ocasiones llegaba a actuar mediante resistencia pasiva ante sus obligaciones y deberes frente al virrey y la Cámara de Castilla.
El Consejo Real
Según Salcedo, no es posible concretar la fecha de creación de este organismo de gobierno44. Lo que sí es cierto es que hasta finales del siglo XVII, durante una etapa de integración en la Monarquía hispánica, el Consejo Real pasó una mala época. Su presidente, don Juan de Jaso, señor de Javier, se vio obligado a seguir al legítimo monarca de Navarra a sus Estados de Francia sin el apoyo de todos los miembros del Consejo45. En la capitulación de Pamplona con el duque de Alba, se aseguraba que se seguirá pagando su salario a los consejeros, pero hay desconcierto sobre qué conducta debe seguir el organismo46. En 1513 Fernando el Católico se refiere a sus miembros como los consejeros de “nuestro Real Consejo de nuestro Reino de Navarra” y en 1514 como “fieles y bien amados consejeros nuestros, las gentes de nuestro Real Consejo”47. Sin embargo, un año después deja bien claro que todo lo referente a Navarra debía ser examinado en el Consejo de la reina doña Juana de Castilla, aunque el mencionado organismo acabe reafirmando su propia personalidad en los años sucesivos.
En el año 1525 concluye la etapa de transición entre el Consejo medieval y el propio de la Edad Moderna. Tras apagar los últimos intentos de recuperación del trono por los Albret en 1524, Carlos I procedió a una reforma administrativa que sentó las nuevas bases de coordinación entre Navarra y la Corona castellana. Para tal empresa, el monarca envió al visitador Valdés, quien tras inspeccionar los protocolos de funcionamiento del Consejo Real, la Corte, la Cámara de Comptos y otros altos cargos, remitió sus recomendaciones que se plasmarían tiempo después en las nuevas Ordenanzas del Consejo del Reino de Navarra (1622)48. De esta manera, el Consejo Real de Navarra quedó reorganizado y este órgano de gobierno fue el único del sistema polisinodial de la Monarquía hispánica residente fuera de la corte madrileña. Se mantuvo radicado en Navarra en virtud del juramento que hizo el rey conquistador Fernando el Católico a sus naturales, aunque en las condiciones de la anexión se señalara en cualquier caso al Consejo de Castilla como máximo órgano de gobierno e instancia suprema de justicia contencioso-administrativa (Cortes de Burgos de 1515). Sin embargo, a pesar de ser una institución de poder subordinada su labor de asesoramiento al virrey en la gobernación general del Reino fue fundamental.
Tras la conquista de Navarra, la subsistencia del Consejo como tal no implicó el mantenimiento de su composición ya que los beamonteses recuperaron todos los honores y cargos de los que habían sido desposeídos por los Albret. Así el 3 de agosto de 1513, Fernando el Católico nombró canciller del reino de Navarra a don Luis de Beaumont, retomando una merced de la que había sido privado su padre en 149549. El cargo de Canciller otorgaba a su vez la presidencia del Consejo Real que desde ese momento quedaba en manos del jefe del bando beamontés. Tal decisión hacía peligrar cualquier intento de equilibrio y reparto de cargos entre beamonteses y agramonteses, así como de pacificación de Navarra. Los agramonteses no tardaron en protestar y pedir la sustitución del conde de Lerín por un agente neutral. La solución llegó con el beneplácito de los beamonteses a nombrar un regente de la Chancillería que dirigiera la marcha del Consejo. El entonces virrey de Navarra don Diego Fernández de Córdova, alcaide de los Donceles, explicó tal toma de decisiones al contestar al agravio presentado sobre el asunto por las Cortes de 1515: “fue pedido por algunos naturales del Reino e consentido por otros, de manera que todos los más principales convencieron en ello”50. Fernando el Católico decidió nombrar como regente en 1514 al zaragozano, Gerónimo de Raxa51 pero tal nombramiento fue mal recibido ya que vulneraba el precepto que exigía que los jueces fueran naturales del Reino, ya ratificado por el juramento del virrey. De esta forma las Cortes de 1515 exigieron que fuera destituido para reparar tal contrafuero. Sin embargo, el virrey replicó que no había agravio. Finalmente, tras diferentes envíos de misivas con sus consiguientes respuestas, la solución llegó con la naturalización del recién nombrado regente52.
En la Novísima Recopilación de leyes de Navarra su ley primera fijaba que los oficios, beneficios y mercedes del Reino “se han de dar, y hacer a los naturales de dicho Reino, y no a extranjeros” según disponen los fueros y leyes del territorio que habían sido jurados por sus reyes. En la legislación navarra se precisaba que quienes tenían competencia para otorgar la naturalización eran las Cortes de Navarra “la cual solos los dichos tres Estados, y no otro alguno la dé, y pueda dar”53. Así mismo, la Ley 40 de las Cortes de 1580 concretaba que el rey no podía conceder la naturaleza navarra a un aragonés “y pues los aragoneses no admiten en su reino a ningún navarro en oficios ni beneficios: y aún algunos que allí los tenían han sido excluidos de ellos, por no ser aragoneses, no sería justo que ellos fuesen más privilegiados en Navarra, que los navarros en Aragón, pues serían contra nuestros Fueros y Leyes por las cuáles están ellos excluidos también, de no los poder tener en este Reino”54. Tres años después, la Ley 47 de las Cortes de Tudela tampoco admitía a otros viejos vecinos de Navarra: “Por Leyes de este Reino está ordenado, y mandado, que los extranjeros no sean admitidos en este Reino, en Oficios, ni Beneficios: y sin embargo de esto los Vascos [habitantes de la Baja Navarra] han pretendido no ser extranjeros, y que pueden tener Oficios y Beneficios en este Reino. Y pues ellos son súbditos y vasallos de otro Príncipe: Suplicamos a vuestra Majestad ordene y mande que los vascos que se tengan por extranjeros, y no se admitan en este Reino en Oficios ni Beneficios y lo mismo se entienda, y haga con los franceses”55. Se observa en este caso una limitación de la naturalización por motivos políticos debida a los enfrentamientos civiles entre agramonteses y beamonteses. Ambos bandos, siendo inicialmente seguidores de dos señores originarios de Ultrapuertos, acabaron por incidir en la política del Reino56. Finalmente, las Cortes de 1628, con objeto de terminar con dicha situación, solicitaron a la Corona la supresión de toda distinción política entre navarros57.
La composición del Consejo quedó fijada en seis oidores, normalmente juristas con estudios universitarios, y un regente. De sus miembros el más notable era el regente. Su creación y cambio de nombre, de presidente a regente, tuvo la intención de acabar con el poder del Condestable de Navarra. El cargo de Condestable ejercía como Canciller del Reino desde que su figura fuera creada por los Albret en 1493 para presidir el Consejo. Sus extensas atribuciones eran excesivas y los Austrias no vieron oportuno que tales mercedes estuvieran siempre en manos de una persona que pudiera resultar mediatizadora, políticamente hablando, en ese territorio fronterizo. Los consejeros debían de ser cristianos y letrados en leyes, e incluso alguno era licenciado en cánones. Se trataba en su mayoría de navarros, miembros de familias nobles con asiento en Cortes. A su vez, estaban ayudados por un batallón de secretarios, procuradores, comisarios ejecutores y receptores, capellanes, registradores etc. Durante el siglo XVIII por el Consejo Real de Navarra pasaron 31 oidores naturales del antiguo Reino originarios de los más diversos lugares de la geografía, pero con dos puntos en común: su pertenencia a los viejos linajes de la baja nobleza y estar en posesión de una magnífica carrera como juristas o magistrados. La carrera administrativa en Navarra no era fácil y muchos comenzaron desde los grados más bajos para ir ascendiendo poco a poco en puestos de la abogacía, síndicos, oidores, etc. Ciertamente existió una amplia diversidad en los destinos posteriores de los consejeros navarros. La mayoría de ellos acabaron su actividad judicial en el propio Consejo ya que era muy normal que los navarros permanecieran mucho más tiempo en el cargo que los venidos de fuera.
Las principales actuaciones del Consejo Real de Navarra fueron las de órgano consultivo de la Corona y de su delegado en Navarra, el Virrey y órgano ejecutivo de las decisiones regias de gobierno y justicia.
La Diputación
La figura administrativa de la Diputación nació en Cataluña a finales del siglo XIII como delegación de las Cortes. Tal institución se consolidó un siglo después con la responsabilidad de exponer los “greuges” o agravios. Desde ese territorio se extendió por la Corona de Aragón y Castilla. En Navarra la Diputación fue creada de manera permanente por las Cortes el 26 de abril de 1576. Su funcionamiento quedó regulado en 1592 por Felipe II que aumentó sus poderes progresivamente, mientras que las Cortes se fueron convocando en un menor número de ocasiones. Su móvil de intervención era servir a Navarra de Cortes a Cortes juntándose en intervalos cortos de tiempo -días o semanas-. Es decir, si en su origen provenía de las Cortes Generales de Navarra, constituida ya, encarnaba el poder del Reino. Al ser una delegación permanente de los tres estados que configuraban la Cámara originaria, se convirtió en el órgano político por excelencia del Reino68.
Al comienzo de su andadura las Cortes nombraron cinco diputados quedando fijado su número en siete desde inicios del siglo XVI. Entre ellos había un representante del brazo eclesiástico -normalmente el abad de Leire, Fitero o La Oliva o el obispo de Pamplona-, dos miembros del brazo militar y, finalmente, cuatro representantes de las merindades (2 diputados por Pamplona y otros 2, por turno, como representantes del resto, es decir, Sangüesa, Estella, Tudela y Olite). El brazo nobiliario admitía más variedad entre sus representantes pues en él concurrían diferentes señores del Reino que incluso en ocasiones representaban al de las Universidades.
Las Cortes de Navarra
Las últimas Cortes navarras se celebraron en Pamplona entre el 24 de julio de 1828 y el 28 de marzo de 1829. Hasta ese momento, las Cortes se reunían principalmente atendiendo a los requerimientos del monarca, a las necesidades del Reino o a la urgencia de cónclave de ambos. El rey podía resolver y ordenar a su delegado que únicamente las reuniera cuando fuera de interés para la Corona: “y porque es justo procurar el mayor alivio de tan buenos vasallos y que a los estados se les excusen los grandes gastos que se le sigue con la duración de ellas, os mando que en la proposición que les hiciereis les pidáis solamente la continuación de los servicios ordinarios con que se abreviaran más y se conseguirá el fin que deseo”72. En otras ocasiones el monarca optó por pactar con unos estamentos privilegiados, que realmente nada podían disponer como “representantes del territorio” si no eran emplazados previamente por el rey, por lo que el reino “sólo cobra vida política en contacto con la persona del rey o con alguien que le represente”73.
En Navarra durante la Modernidad legislar era algo absolutamente necesario. El Viejo Reino, conquistado e incorporado a la Corona castellana, tenía que defender a ultranza su estatus diferenciado porque si no su vida legislativa sería gobernada desde Castilla. Quizá por ello la mayor parte de la legislación emanada de las Cortes navarras estaba encaminada a deshacer o prevenir ‘contrafueros’ o a realizar ‘reparos de agravios’. Su finalidad última era la de mantener los principios de autogobierno sobre la base de unos derechos propios fundamentados en la ‘costumbre’. Por otra parte, otras leyes trataron de introducir mejoras en la legislación ya existente y promover la vida administrativa, social, cultural y económica. Las Cortes se convirtieron en uno de los pilares políticos del reino, aunque no siempre actuara en beneficio de la generalidad de los navarros. Era común que sus decisiones favorecieran a los grupos dominantes y privilegiados de la población en ella representados. Sin embargo, a pesar de este predominio de las elites dirigentes en la cámara legislativa, se dejaba abierta la posibilidad a los demás para hacer llegar sus memoriales con quejas o peticiones, que en ocasiones llegaban a buen término.
Principalmente sus miembros eran palacianos descendientes de unas 100-150 familias hidalgas75. El brazo nobiliario agrupaba por tanto a la nobleza palaciana del Reino siendo “un sitio donde encauzar su vocación política y de prestigio”76. En una carta escrita por el rey en 1618 se recalcaba que “el ser llamado a las Cortes generales en el dicho brazo militar, es el acto de nobleza y de mayor calidad que hay en el dicho Reino y por tal está, tenido reputado y con que, acostumbramos a honrar a las casas nobles y antiguas de ese Reino y a los caballeros conocidos de él, atendiendo a su calidad y servicios y premiándolos, habiendo sido primero informados de sus calidades, partes y servicios, de que se infiere que semejantes llamamientos se han de hacer con grande consideración y limitación y concurriendo muchas causas y razones y que lo mandamos así en los poderes e instrucciones que damos a los Virreyes que van a gobernar el dicho Reino”77. Este privilegio de asiento se conseguía mediante una gracia real.
Entre 1598 y 1661 se produjo una inflación en el Brazo Militar, a pesar de la desconfianza que mostraba la Corona con las recién conquistadas gentes navarras. Felipe II en una instrucción al virrey de 1567, le hacía saber que para él se trataba de un grupo amigo de la “turbación y confusión [...], en lo que ha habido exceso en las pasadas”. Poco a poco fueron integrándose en el Brazo militar “otros muchos hidalgos, gentileshombres e infanzones”, casi todos ellos hombres de armas con un importante arraigo en sus lugares de origen sitos en la Montaña y la Cuenca pamplonesa, donde ejercían un poder tradicional. Predominaban los montañeses vascongados en los primeros años de las guerras. Así de los 30 en total que ingresan, 17 eran originarios de la Merindad de Pamplona (Baztán, Santesteban, Cinco Villa o Arraiz). Por el contrario de la merindad de Sangüesa solo acudirían 4 de la de Olite, 3 de la de Estella 2 al igual que de la tudelana y de Ultrapuertos. Casi todos ellos eran hombres ligados al bando beamontés, lo cual provocaba un desequilibrio de fuerzas en el Brazo Militar de las Cortes e inestabilidad en la política del Reino. Entre ellos figuraban Juan de Andueza, palaciano del valle de Araiz, Ezpeleta de Beire, señor de Gollano, los Eraso, etc79. Ante tal situación, un anónimo partidario agramontés remitió a doña Juana de Castilla una carta mofándose de la calidad social de todos estos aliados de don Luis de Beaumont: “caballeros a los que fueron con el Condestable a la Corte: pues no lo es ninguno, sino escuderos y lacayos montañeses y mercaderes y pelaires [...]. Los que dice que andan por los montes, será guardando ganado”80.
Entre 1665 y 1666 diferentes caballeros navarros compraron su asiento a Cortes por dinero. Se trataba de miembros de una nobleza baja-media en ascenso. Se intentó a pesar de esto que el derecho a asiento dependiera de la continuidad de la casa, de su arraigo y de las relaciones familiares. En base a ello, la poda definitiva del siglo XVII llegó en 1677 cuando fueron borrados formalmente unos 63 derechos, entre los vitalicios y los vendidos. Esta reducción de nobles con tal merced pública vino ayudada por una gran reducción en el número de sucesiones y el principio del desarraigo de la alta nobleza por este cargo político local. Una de cada cinco concesiones de entre los años 1678 y 1700 no tuvieron solución de continuidad. Entre 1685 y 1700 Carlos II creo una docena de títulos con objeto de encumbrar a familias con uno o dos llamamientos antiguos que fueran dueños de palacios y receptores de pechas, diezmos y acostamientos, así como poseedores de pequeños señoríos ‘impropios’. Serían a la larga estos renovados miembros del Brazo Militar quienes liderarían al estamento nobiliario en Navarra hasta la transición de 1830 a diferencia de sus predecesores del XVII y sus sucesores del XVIII que enseguida se desentendieron de su tierra de origen86.
Los poderes locales
Según Domínguez Ortiz, el municipio durante el Antiguo Régimen respondía en la península al modelo latino90. Éste se caracterizaba por su importancia en la organización general del Estado y de la vida cotidiana. El autoritarismo real de los Austrias se enfrentó enseguida con el poder municipal en una pugna constante por el dominio del gobierno de las ciudades. Sin embargo, incluso, a pesar de la decadencia de su poder, durante el siglo XVIII el municipio seguía siendo la cédula básica de la sociedad y ‘el marco privilegiado de actividad’ en la comunidad. En 1789 León Arroyal definía por ello a España como una comunidad de repúblicas presidida por un Soberano.
En Navarra durante la Modernidad los municipios fueron con frecuencia escenario de conflictos sobre el disfrute de los puestos vacantes y el aprovechamiento de los bienes comunales91. La organización social se basaba en el derecho de vecindad, que en algunos lugares llevaba consigo el derecho a voz y voto en concejo abierto o “batzarre”. A mediados del siglo XVII se produjo una renovación de las elites locales, lo que supuso una contestación por parte de las autoridades tradicionales que veían en juego los fundamentos antiguos de calidad y autoridad. Se dio paso entonces a un cambio político que trajo importantes consecuencias para las comunidades locales con una mayor oligarquización del poder municipal y la redefinición de la sociedad en su conjunto: “este proceso no fue simplemente un cambio de la forma de gobierno, sino que llevó a una nueva configuración colectiva, a un ‘nuevo régimen’”92.
El reparto de los cargos municipales
Durante el periodo de reinado de la dinastía de los Austrias continuó el proceso ya emprendido por los Reyes Católicos en Castilla y se fortaleció en Navarra el poder municipal frente al de los señores locales. Tal política administrativa tuvo como objeto situar a hombres de confianza de la Corona en puestos de gobierno local93. Tales cargos eran revisados mediante la promulgación de diferentes disposiciones desde la administración, en contra del hasta entonces tradicional sistema de concejo abierto vigente en numerosos valles de la montaña navarra. La única fórmula electiva que se vio como válida y posible para evitar el acaparamiento de estos cargos por oligarquías familiares fue la “insaculación” –“inseculación”-. De esta manera, durante la Edad Moderna, el municipio navarro hizo uso del sistema insaculatorio como mecanismo de elección de sus cargos concejiles en la Ribera del Mediodía navarro y algunos otros enclaves del territorio. Este sistema de suertes bajo la supervisión del “juez inseculador” pretendía dar mayor legalidad y limpieza al reparto de los puestos de gobierno locales. Con el tiempo, no obstante, creándose en Navarra un grupo de familias principales (miembros de la baja y media nobleza) que acabaron copando de forma regular todos estos cargos como derecho cuasi-consuetudinal94. Así, por ejemplo, los cargos concejiles de Pamplona durante el siglo XVIII fueron ocupados por la aristocracia de la ciudad y los sectores más acomodados, “no siguiendo criterios económicos sino sobre todo de relevancia y de poseer las mejores aptitudes sociales para el gobierno”, aunque ésta no fue siempre la situación que se vivió en las villas navarras95. Durante el Seiscientos se hizo muy frecuente la concesión y venta de nuevas ejecutorias de hidalguía a familias enriquecidas. Su adquisición suponía en muchos casos la culminación de un ascenso social96.
Por otra parte, el acceso a estos cargos concejiles quedó bien delimitado en el cuerpo legislativo de Navarra, en 1678 con la aprobación de la ley LXVII que recogía los criterios personales necesarios para tales oficios. Según dicha ley, los aspirantes debían ser navarros, de más de veinticinco años, residentes en el pueblo en cuestión además de saber leer y escribir. Se excluía a miembros de los diferentes tribunales reales, profesiones liberales y a aquellos que no demostraran su limpieza de sangre. Así mismo, cada localidad añadió diferentes criterios de índole social y económica. De especial importancia, por su significación como cabeza del Reino, era la elección de los cargos municipales de la capital, Pamplona. Del total de la población pamplonesa del Seiscientos sólo era noble el 2,2%. En el siglo XVIII, en el censo de 1787, habitaban en la ciudad 258 hidalgos suponiendo un 1,70% del total, el cual, si le sumamos nobles titulados y palacianos, ascendía a un 1,83%. Según el censo de Godoy de 1797 en la vieja Iruñea vivían 13 titulados y 271 hidalgos, suponiendo un 2,19% del total105. Estas cifras repercutieron en cierta medida en la ocupación de los cargos municipales de mayor relevancia a lo largo del Antiguo Régimen. Durante el siglo XVII, en la capital del Reino al alcalde se le exigía un origen nobiliario por lo que el cargo estuvo en manos de las mismas familias a lo largo de toda la centuria: los condes de Ayanz, los marqueses de Besolla, los marqueses de Góngora, y el señor de Fontellas entre otros pocos. También eran nobles parte de los regidores, recayendo el resto en determinados grupos de profesionales (comerciantes, escribanos, abogados...) que no suponían mucho más del 1% del total de la población de la urbe. Se puede decir que gran parte de los navarros –un 35,5%- quedaron excluidos de los cargos públicos locales durante la Modernidad siendo la nobleza, la posición económica y la formación recibida los únicos visados válidos para muchos cargos públicos106. A lo largo del Setecientos la situación no varió considerablemente respecto a la de una centuria antes. En el régimen interno del municipio de Pamplona no existieron contraposiciones de tipo estamental. El monarca nunca otorgó cargos concejiles de forma temporal o vitalicia de tal forma que en ningún momento se pudieron enajenar o vender. Por otra parte, el número de nobles fue inferior al que se pudo observar en los concejos castellanos.
En definitiva, la nobleza pamplonesa tuvo una importantísima relevancia en el gobierno de la ciudad, aunque, como apunta Garralda, guardó “cierto equilibrio con los demás sectores sociales bien preparados para ocupar cargos concejiles”108.
En Cascante en el año de 1597 el Estado de Hidalgos enjuició al de Labradores por el reparto de los cargos municipales. Los primeros exigían que “en los cargos de repúblicas se ponga igual número que sirvan de estado de hijosdalgo que el de labradores. Normalmente se sacaba cada año dos regidores del estado de labradores y uno del otro”. De todo el proceso lo que resulta realmente interesante es el comentario de Fermín Martínez de Lesaca, oidor de los hijodalgos de la villa de Cascante, quien afirmó que “para el dicho oficio de regidor los labradores presentaban grandes carencias ya que mientras los hijosdalgo todos saben leer y escribir sin embargo los que están en la bolsa de labradores no en su mayoría y además los labradores no son de ordinario bien afectos a los hijosdalgo y de ellos hay mayor parte en el regimiento y les hacen muchas cosas perjudiciales quienes siempre están dispuestos a servir a su majestad en muchos lugares”113. Se observa de nuevo la importancia que tuvo durante el Antiguo Régimen la formación académica de la nobleza en todos y cada uno de sus diferentes estratos a la hora de conseguir la promoción personal en el seno de la comunidad de origen y el grupo primario de pertenencia.
La figura del merino
Otra institución supra municipal fue la de las merindades. Éstas eran entidades administrativas consolidadas a mediados del siglo XIII. A la cabeza de las mismas, el merino como agente del rey poseía misiones muy diversas que atañían tanto al orden público y militar como a cuestiones diplomáticas, fiscales y judiciales. Para el desempeño de su cargo contaba con el amparo de lugartenientes y ‘sozmerinos’. Ya en la Edad Moderna las merindades -Pamplona, Estella, Sangüesa, Olite y Tudela- se mantuvieron como circunscripción administrativa de carácter fiscal, así como para la designación de representantes del Brazo de las Universidades en la Diputación. El merino por aquel entonces había perdido gran parte de sus funciones “quedando como figura honorífica desempeñada por la nobleza del reino”115. No obstante, a veces su desempeño podía aupar en su ascenso social al noble que lo disfrutara y ejerciera.
El ‘buruzagi’
Durante la Edad Moderna, otro cargo peculiar de las administraciones locales navarras era el de ‘buruzagi’ (mayoral o nuncio)117. Éste era el hombre encargado de avisar a los vecinos para las juntas de Concejo y los ‘batzarres’, requerir el pago de cuarteles y alcabalas en las casas de los vecinos, cobrar penas, etc. En la Améscoa con los dineros requisados por ‘calonias’ llevaba el pan y el vino a las actividades concejiles y servía en las ‘yantorocenas’ o cenas de los miembros del concejo. Además, el cargo sólo lo desempeñaban los miembros del estamento de Labradores y de forma gratuita. No obstante, durante el siglo XVII en la Améscoa Baja los nuncios tenían la obligación de hacer tañer las campanas para convocar juntas y otros asuntos concejiles a cambio de ciertos obsequios y colaciones118. La elección de quién debía ocupar el puesto se hacía el día 29 de septiembre por San Miguel por el sistema de “a renque”, es decir, turnándose las casas de forma ordenada119. Los pleitos en los tribunales navarros por cuestiones referentes a las competencias y elecciones de buruzaguis eran frecuentes entre miembros del Tercer Estado e hijosdalgos. Se trataba de un cargo poco querido pues ejercitarlo podía en muchas ocasiones, debido a los cometidos que tenía asignados, crear grandes enemistades con otros miembros del vecindario.
En 1591 en Eulate Joan Pérez de Eulate, vecino del lugar, exigió al Consejo de Labradores de la localidad la exoneración de servir el empleo de buruzagui. Joan Pérez alegaba ser hijodalgo y recalcaba que dicho oficio era competencia del Estado de Labradores cuyos miembros eran pecheros del lugar y no gentilhombres120. Sin embargo, Joan de Linzoáin afirmaba que, aunque el demandante alegue ser hidalgo, sin tener la ejecutoria de hidalguía se le nombró con derecho buruzagui y que el orden de las casas depende de los empadronamientos122.
Se puede observar cómo los oficios municipales, concentrados progresivamente en el brazo de caballeros, fueron un incentivo suplementario para el ennoblecimiento de la baja y mediana nobleza. No obstante, la toma del puesto de buruzagui no fue entendida de la misma forma. Si bien es cierto que los hidalgos de los lugares donde tal cargo existía intentaron influir en la elección de sus vacantes rehusaron ejercer su oficio en la medida de sus posibilidades. Quizá la razón más clara que pueda justificar este radical rechazo sea que, como agente ejecutivo o nuncio municipal, el buruzagui solía suscitar antipatías hacia su persona al verse obligado a desarrollar determinadas labores poco agradables y problemáticas en la vida rural y comunitaria de los pueblos.
Conclusiones: ‘Nobleza obliga’.
Podemos observar cómo durante la Modernidad la nobleza navarra logró conservar su papel predominante. El Brazo Militar consiguió de esta manera una regeneración de sus miembros y evitar convertirse en un grupo inútil en el nuevo modelo de Estado Moderno surgido durante el Antiguo Régimen. La vida de los miembros de esta elite durante la Edad Moderna estaba determinada por un importante componente externo mediatizado por el papel público desempeñado por sus miembros. Éstos eran los representantes del poder monárquico y de los valores que dicho sistema de gobierno comportaba en el ejercicio de los diferentes cargos públicos y militares. Debido a estas razones y a los costes, económicos y personales, que el desempeño de tales cargos podía suponer en ocasiones no era extraño que algunos miembros del estado nobiliario llegaran a negarse a la hora de aceptar, asumir y desempeñar algunos de estos puestos.
La nobleza se había convertido durante el siglo XVII en una fuente inagotable de funcionarios altamente cualificados. Debemos tener en cuenta que las formas de servicio noble dejaron de ser simplemente militares para expandirse desde el siglo XVI a todos los ámbitos de la economía, la administración y la política. El servicio al rey se ejercía tanto por lealtad al propio monarca como por la correspondencia que éste tenía en forma de diferentes mercedes y la proyección social del individuo. Y es que, no sólo los titulados del reino navarro fueron accediendo a cargos de importancia, sino que también miembros de la nobleza media e incluso alguno de la baja. Todos ellos siguieron una política familiar que tejió extensas redes de relaciones interpersonales y abrió el camino de muchos de los candidatos.
Durante los siglos XVI, XVII y XVIII la nobleza navarra participó de forma decisiva tanto en los órganos administrativos propios del Viejo Reino como, poco a poco, en los propios de la Monarquía hispánica. En Navarra su presencia y su actividad fueron vitales para el desarrollo progresivo de las Cortes y la Diputación del Reino y de la actividad legislativa regional. En los municipios, si bien la alta nobleza no se mantuvo muy presente más que en las grandes urbes, los miembros de los estratos medio y bajo del brazo militar defendieron constantemente sus privilegios y preeminencias a la hora de poder disfrutar y desarrollar su poder local.
Notas.
1- Artículo recibido en enero de 2009. Artículo evaluado en febrero de 2009.
2- D. Erasmo Equilibrio o manual del caballero cristiano, Madrid, 1556, cap. IV, fols. XXV y ss.
5- D. García Hernán, La nobleza en la España moderna, Madrid, Istmo, 1992, pp. 12-13
6- M. Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la mancha, Madrid, Atlas, 1947, 1ª parte, cap. XXXVII)
7- Ibídem, 2ª parte, cap. XXIV)
10- C. Iglesias (dir.), Nobleza y sociedad en la España Moderna, Oviedo, Nobel, 1996, p. 128.
11- Mª. L. Pardo, Señores y escribanos. El notariado andaluz entre os siglos XIV y XVI, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2002, p. 12.
12- J. A. Escudero, “Felipe II y el gobierno de la Monarquía” en Sánchez González, Mª. M. (coord.), Corte y Monarquía en España, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, UNED, 2003 pp. 18-21.
13- M. L. Bush, Noble privilege, Manchester, Manchester University Press, 1984, pp. 79 y 94.
14- S. Martínez Hernández, El marqués de Velada y la Corte en los reinados de Felipe II y Felipe III. Nobleza cortesana y cultura política en la España del Siglo de Oro, Salamanca, Junta de Castilla y León, 2004, pp. 27-28.
15- A. Zabalza et alii, Navarra 1500-1850 (Trayectoria de una sociedad olvidada), Pamplona, Ediciones y Libros S.A., 1994, pp. 144-152.
16- R. Mª. Pérez, El poder en Castilla al comienzo del Estado Moderno: imagen y realidad, Madrid, Universidad Complutense, 1991, p. 343.
17- A. Domínguez Ortiz Las clases privilegiadas en el Antiguo Régimen, Madrid, Istmo, 1979, pp. 177-178.
18- E. Villena, Los doce trabajos de Hércules, Madrid, RAE, 1958, p. 12.
19- J. S. Amelang, La formación de una clase dirigente: Barcelona 1490-1714, Barcelona, Ariel, 1986, p. 61.
20- A. Morales, Poder político, economía e ideología en el siglo XVIII español: la posición de la nobleza, Madrid, Universidad Complutense, 1983, p. 1199
21- Instructions de Louis XIV pour le Roi d’Espagne, du 3 decémbre 1700.
22- A. Morales, Poder político, economía [...], op. cit., pp. 1209 y ss.
23- Hay constancia de que a mitad del siglo XVII unos 60 caballeros recibían pensiones o acostamientos, lo cual suponía una tercera parte de los ingresos de la Hacienda navarra. J. Mª. Usunáriz, “Las instituciones del reino de Navarra durante la Edad Moderna (1512-1808) en Revista Internacional de Estudios Vascos. RIEV, 46, 2, 2001, p. 708
24- Siendo éste ya mencionado en 1588 como “oficial mayor en el escriptorio de Cámara de S.M. y su escribano y notario público”, cabe suponer que era el responsable de la Escribanía de Cámara y de la supervisión y registro de la expedición de los documentos de dicho órgano, como los correspondientes Libros de registros donde se copiaba toda la documentación que salía de esta dependencia.
28- Fco. J. Garma y Duran, Teatro Universal de España. Descripción eclesiástica y secular de todos sus Reynos y provincias en general y particular, Madrid, Imp. De Mauro Martí, 1751, vol. 4, pp. 224-225.
29- Mª. D. Martínez Arce, “Nobleza de Navarra: Organización familiar y expectativas de futuro” en Vasconia, 28, 1999, p. 177.
30- J. Mª. Usunáriz, “Las instituciones del reino [...]”, op. cit., p. 687.
31- AGS, Sección de Guerra Antigua, leg. 1825.
32- J. Gallastegui, Navarra a través de la correspondencia de los virreyes (1598-1648), Pamplona, Gobierno de Navarra, 1990, pp. 26 y 34-38)
33- J. Salcedo, El Consejo Real de Navarra en el siglo XVI, Pamplona, Universidad de Navarra, 1964, pp. 67-68.
34- Archivo General de Navarra (a partir de ahora AGN), Actas de Diputación, libro 3º, fol. 1.
35- R. Rodríguez, “Navarra y la Administración central (1637-1648)”, en Cuadernos de Historia Moderna, 11, 1991, pp. 162 y ss.
36- AGN, Sección Guerra, leg. 1º, carp. 53.
44- J. Salcedo, El Consejo Real [...], op. cit., p. 261.
45- J. Yanguas y Miranda, Historia compendiada del Reino de Navarra, San Sebastián, Imprenta de Ignacio Ramón Baroja, 1832, pp. 406 y 411.
46- “Que se pagasen sus salarios a los del consejo y alcaldes de Corte mayor y oidores de Comptos y otros oficiales y ministros de los reyes don Juan y doña Catalina” IDEM, Diccionario de Antigüedades del Reino de Navarra, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1964, II, p. 536).
47- Ordenanzas del Consejo, L I, t. 10, 0. 1. y L. II, t. 8, 0. 10.
48- J. Mª. Zuaznavar, Ensayo Histórico-Crítico sobre la Legislación de Navarra. II, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1966, pp. 97-113). Estas ordenanzas eran editadas anualmente a principios de cada año para mantener así su vigencia. AGN, Comptos, Papeles sueltos, leg. 53, carp. 15, 1769.
49- AGN, Sección Guerra, leg. 1, carp. 27. I. Concha, “Del Canciller Mayor de Navarra (Un extraño caso de supervivencia medieval)” en Anuario de Historia del Derecho Español, 50, 1980, p. 756, nota 13)
50- AGN, Legislación, leg, 1, carp. 22, fol. 2v-3r.
51- AGN, Comptos, tesorero Luis Sánchez, 1514, fol. 78v.
52- L. J. Fortún, “El Consejo Real de Navarra entre 1494 y 1525” en Homenaje a José María Lacarra, Príncipe de Viana, anejo 2, 1986, p. 175.
53- Las Cortes otorgaban dos tipos de naturaleza diferentes: para entrar en la asamblea o para gozar de las exenciones y beneficios propios de un natural navarro. Mª. D. Martínez Arce, “Concesiones de naturaleza a fines del siglo XVII” en Segundo Congreso General de Historia de Navarra, Príncipe de Viana, anejo 15, 1993, p. 229.
54-Novíssima Recopilación (NR a partir de ahora), 1, 8, 1.
55-NR, 1, 8, 7.
56- J. Salcedo, Elementos de Historia del Derecho navarro, Pamplona, Grafinasa, 1989, 24.
57- IDEM, “Grupos sociales y su ordenamiento jurídico en Navarra” en V Congreso de Historia de Navarra. Grupos sociales en Navarra. Relaciones y derechos a lo largo de la Historia, vol. III, SEHN, 2002, p. 198. Durante el Quinientos se producía una gradual reinserción “en unas mismas y únicas coordenadas políticas (lo que no quiere decir que se extinguiera el sentimiento nacionalista y de añoranza de la perdida Monarquía) respetadas por Castilla”. J. Gallastegui, Navarra a través [...], op. cit., p. 33 Así por ejemplo, Fernando el Católico no tardó en perdonar a los principales cabecillas de la facción agramontesa: a Ladrón de Mauleón, al vizconde de Zolina, a Martín de Goñi, a Pedro de Rada. Posteriormente Carlos V concedió el 15 de diciembre de 1521 un perdón general a todos los aliados de las tropas francesas de ese mismo año e incluso lo amplió a los que en Noáin, en Maya y Fuenterrabía habían luchado contra su ejército. Sólo dejaba excluidos de su clemencia a 150 caballeros entre los que figuraban: Miguel de Xabierre, Juan de Azpilcueta, hermano de Miguel, Juan de Jaso, etc. De esta manera, Johan de Azpilcueta, señor de Javier, pudo intervenir en las Cortes de Sangüesa de 1530. Y tres años después en las de Estella lo harían Alonso de Peralta y Miguel de Azpilcueta, a pesar de ser todos ellos agramonteses. La misma disposición conciliadora se produjo en la provisión de cargos en los Tribunales del Reino. S. Lasaosa, El ‘Regimiento’ municipal de Pamplona en el siglo XVI, Pamplona, Príncipe de Viana, 1979, pp. 72-73.
59- Ibídem, p. 181.
66- AGN, Legislación, leg. 2, carp. 74, 1552.
67- AGN, Límites, leg. 1, carp. 24.
68- J. Salcedo, Atribuciones de la Diputación del Reino de Navarra, Pamplona, Príncipe de Viana, CSIC, 1974, II, p. 303)
69- Actas de Diputación, VI, 343.
72- AHN, Consejos, Libros de Navarra, nº 530, fols. 366v-367. Mª. T. Sola, “El virrey como interlocutor de la Corona en el proceso de convocatoria de Cortes y elaboración de leyes. Navarra. Siglos XVI-XVII” en Huarte de San Juan. Revista de la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Pública de Navarra, 1996-1997, p. 87.
73- P. Fernández Albaladejo “La resistencia en las Cortes” en Elliot, J. y García Sanz, A. (coord.), La España del Conde Duque de Olivares, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1990, p. 323.
75- J. Mª. Usunáriz, “Las instituciones del reino [...]”, op. cit., p. 708.
76- A. Floristán, “Honor estamental y merced [...]”, op. cit., pp. 174-181.
77- AGN, Cortes, leg. 3, c. 60. íbid., leg. 3, c. 60.
79- F. Idoate, Esfuerzo bélico de Navarra en el siglo XVI, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1981, pp. 109-120.
80- Archivo Diocesano de Pamplona (ADP), C/ 1529, fol. 72r.
86- Ya durante la etapa borbónica el número de derechos a asiento llegó a ser cercano a los 200 pero muchos de sus poseedores únicamente buscaron nuevas formas de ascenso en la jerarquía sociopolítica de la Corona más que un papel relevante en la actividad legislativa navarra. J. Mª. Usunáriz, “Las instituciones del reino [...], op. cit., p. 707.
90- A. Domínguez ORTIZ, En torno al municipio [...], op. cit., p. 69.
91- A. Zabalza, “Contribución al estudio de la administración municipal moderna en Navarra: Aoiz, 1780-1787” en Primer Congreso General de Historia de Navarra, Príncipe de Viana, anejo 9, 1988, pp. 217-222.
92- J. Mª. Imízcoz, , Elites, poder y red social. Las elites del País Vasco y Navarra en la Edad Moderna (Estado de la cuestión y perspectivas), Bilbao, UPV, 1996, pp. 208-209.
93- M. R. Porres, “Oligarquías urbanas. Municipio y Corona en el País Vasco en el s. XVI” en Martínez Millán, J., (dir.), Europa y la monarquía católica, t. II, Economía y sociedad, Madrid, Parteluz, 1998, pp. 625-642.
94- Fco. J. Alfaro, y B. Domínguez, “Insaculación, elites locales y organización municipal de la Merindad de Tudela en el Antiguo Régimen” en Revista del Centro de Estudios Merindad de Tudela, 10, 2000, p. 104. y Sociedad, nobleza y emblemática en una ciudad de la ribera de Navarra: Corella (siglos XVI-XVIII), Institución Fernando el Católico (CSIC), Zaragoza, Ayuntamiento de Corella, 2003, pp. 31 y ss.
95- J. F. Garralda, “Los cargos concejiles del Ayuntamiento de Pamplona en el siglo XVIII” en Primer Congreso General de Historia de Navarra, 4, Príncipe de Viana, anejo 9, 1988, p. 139
96- A. Ramírez de Arellano, “Aproximación al cambio social en Navarra: el caso de Diego de Arguedas” en Actas del V Congreso de Historia de Navarra. Cambio social en Navarra. Relaciones y derechos a lo largo de la Historia, vol. I., SEHN, 2002, p. 323.
105- M. Gembero, “Pamplona en los siglos XVII y XVIII: Aspectos económicos y sociales” en Príncipe de Viana, 177, 1986, p. 63.
106- J. Mª. Usunáriz, “Las instituciones del reino [...]”, op. cit., pp. 728-730.
108- J. F. Garralda, La administración municipal de Pamplona del siglo XVIII, Pamplona, Universidad de Navarra, Pamplona, 1986, I, pp. 22-26.
113- AGN, TT.RR., Procesos judiciales, 001803, fol. 1.
115- J. Mª. Usunáriz, “Las instituciones del reino [...]”, op. cit., p. 727.
117- En el siglo XIII por ‘buruzagui’, ‘cabdiello’, ‘sobrejuntero’ o ‘mayoral’ se entendía al dirigente máximo de la Junta de Infanzones de Obanos encargado de ejecutar las ‘justicias’ convocando en armas a los junteros. La palabra vasca ‘buruzagi’ viene a significar etimológicamente caudillo, patrono o jefe superior.
118- AGN, TT.RR., Procesos judiciales, 16231, fols. 44-45; 103-103v; 120-129v; 214-222, año 1652.
119- L. Lapuente, Las Améscoas [...], ob. cit., p. 357.
120- AGN, TT.RR., Procesos judiciales, 148485, fol. 1.
122- AGN, TT.RR., Procesos judiciales, 148485, fol. 17.
124- AGN, TT.RR., Procesos judiciales, 149320, fol. 1. Sobre la cuestión de las hidalguías en la Améscoa Baja hay un pleito entre el Estado de Labradores y el de Hidalgos de dicho valle fechado en 1588, con un interesante listado o memoria de los que han sido pretendientes a hidalgos y a sus respectivos oficios, etc. (AGN, TT.RR., Procesos judiciales, 011934, fols. 9-9r).
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coachjonathanr · 4 years
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"- Éste - dijo Don Quijote - fue el mayor enemigo que tuvo la iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo y el mayor defensor suyo que tendrá jamás: caballero andante por la vida y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo". Don Quijote de la Mancha al ver una pintura de la caída de San Pablo camino a Damasco, hecho donde se encuentra con Jesús. - Caballero andante por la vida- https://lnkd.in/e828AqQ #coach #coaching #liderazgo #liderazgopersonal #liderazgopositivo #fecristiana #sabiduría #historia #Storytelling #storytellers #Storyteller https://www.instagram.com/p/CDWogM3ncSE/?igshid=zfhe86uvcbs6
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mannprieto · 4 years
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LA CIHUALPILLI Y SUS MONUMENTOS. Don Luis Páez Brotchie y su devoción por la historia de Tonalá.
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2da parte
#cronicatonala✍🏼
“Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.”
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Miguel Cervantes de Saavedra.
“Con más extensión trata del episodio tonalense de la conquista hispana un autor muy poco estudiado, en razón de permanecer hasta hoy inédito -que nosotros sepamos- su precioso manuscrito. Y le damos tal calificativo, por hallarse todos sus folios profundamente ilustrados a la acuarela por mano del mismo autor, el señor ingeniero Ricardo Garate, ya fallecido. La curiosa obra denominase HISTORIA DE JALISCO, y abarca desde los primeros tiempos de qué hay noticia hasta el triunfo de la República sobre el imperio de Maximiliano, y ocupa las primeras páginas y el resto son igualmente ilustradas, lo llenan caricaturas, epigramas y otros pasajes intrascendentes. A juzgar por la galería de retratos de presidentes de México que inserta en su libro, el señor ingeniero Garate lo escribió o mejor por decir, lo termino de escribir dentro del periodo del general Lázaro Cárdenas (1934-1940), cuya efigie es la última de la serie.
El conocimiento de esta joya bibliográfica lo debemos a nuestro excelente amigo el señor Ignacio Nava Castro, actual jefe del Registro Civil de esta ciudad (Guadalajara), quien galantemente nos la facilitó para su estudio, por cuyo motivo le patentízamos nuestro agradecimiento.
He aquí lo conducente a nuestro intento: Las monarquias de que se componía Chimalhuacán, eran; Tonalan (de Tonatiuh, sol). Llegaba por el norte hasta el río Chicnahuac, por el sur hasta Tlaxomolco, y por el oeste hasta Tlalan (Tala). Se formaba de 4 señoríos: Tlaxomolco, ciudad populosa que después de la conquista quedó convertida en ruinas, así como muchas otras. Tololotlán, en la margen izquierda del Chicnahuac; tenia por jefe en la conquista a Oxatac. Tlalan, donde se decía que en época anterior existían unos gigantes muy perjuiciosos por sus instintos voraces, y que por fin salieron a buscar alimentos y en un lugar cerca de Xochitepec (montes floridos) los asesinaron, estando dormidos. A este señorío lo mandaba Pitaloc. Tetlan, con más de 10.000 habitantes. Esta ciudad era famosa por una piedra movible, colocada por la naturaleza sobre otra cónica, y al menor impulso comenzaba a oscilar; pero si se trataba de separarla de la otra, no era fácil ni con cien yuntas de bueyes. Por último, en 1877 el dueño del terreno, don ANTONIO ARANA, le puso una bomba de dinamita y la voló, porque decía que los numerosos curiosos le destruían sus siembras, sin que haya sido castigada su salvajada de destruir ese portento de la naturaleza (Piedra Bullidora). Plinio refiere una maravilla parecida, en el centro de África; pero muy inferior a esta y que existió en la antigüedad...
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delaimaginacion · 4 years
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El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó en la cuenta de que aquél debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y, enterándose ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera, hablando con el duque, le dijo: -Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades. Y, volviendo la plática a don Quijote, le dijo: -Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en hora buena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen. ¿En dónde, nora tal, habéis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan?
Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha
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1. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra.
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Prólogo del primer libro
«Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla».
 «Prólogo.» El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha[2]
Primera frase
«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda».[2]
Capítulo I
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2. Tragedias, William Shakespeare.
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Hamlet
«Ser o no ser. Esa es la pregunta».
Original: «To be, or not to be, that is the question...».
3.º acto, escena I
Antonio y Cleopatra
«No os fiéis de las tablas podridas»
Julio César (Shakespeare)
«De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo».
Macbeth
«La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido».
5.º acto, escena V
Romeo y Julieta
«Creo verte, ahora que estás abajo,/como un cadáver en el fondo de una tumba».
«La rosa no dejaria de ser rosa, y de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo».
Original: «That which we call a rose By any other word would smell as sweet».
Julieta
Fuente: Acto II. Escena I
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3. Divina Comedia, Dante Alighieri. 
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«¡Ah, cuán cautos deben ser los hombres ante los que no solamente ven las obras, sino que además descubren lo íntimo del pensamiento!».
P. 82
«A mitad de mi vida, me encontraba en una selva oscura».
Canto primero
«A quien la entiende, la filosofía en muchos lugares cómo la naturaleza procede del intelecto divino y de su arte; y sí buscas bien en tu física [obra de aristóteles] encontrarás en las primeras páginas que el arte humano sigue a la naturaleza hasta donde le es posible, yendo del maestro al discípulo, por lo cual es casi nieto de Dios. Si traes a tu mente los comienzos de Génesis sabrás que conviene a la gente vivir y progresar según estos principios, y puesto que el usurero sigue otro camino, desprecia a la naturaleza y a su seguidor y a su seguidor y el arte y coloca su esperanza en otras cosas».
P. 61
«Así los grandes sabios dicen que el fénix muere y luego renace, cuando se aproxima a sus años quinientos, no como hierba ni trigo, sino incienso, lágrimas y amomo y muere entre nardos y mirra».
P. 114
«Buen guía, si te oculto mi corazón es por no hablar demasiado, siguiendo lo que otras veces me has advertido».
P. 55
«El mismo se acusa, es Nemrod, por cuya mala intención no se usa en el mundo una sola lengua. Dejémosle estar y no hablemos en vano pues para él cualquier lenguaje es tan desconocido como el suyo para nosotros».
P. 143
«El que hayan aprendido mal este arte me atormenta más que este hecho».
P. 57
«Esta doctrina expresa en el lenguaje de Dante el conocimiento del peligro que amenaza a quien entre en la parte del infierno de convertirse en piedra, es decir, perder la sensibilidad».
«Nota», p. 52
«La soberbia, la envidia, y la avaricia son las tres chispas que han incendiado los corazones».
P. 41
«Narciso, hijo del río Céfeso, era un bellísimo joven que, enamorado de sí mismo, quiso abrazar su imagen reflejada en la fuente Ramnusia, cayendo al agua y muriendo ahogado».
P. 139
«No me preguntes, lector, como quede helado y mudo por el horror; no lo escribiré, porque todo lo que dijera sería poco. No morí, pero tampoco quede vivo; piensa ahora, sí tienes algún ingenio, cuál seria mi estado al sentirme muerto sin dejar de estar vivo».
P. 155
«Nosotros vemos, como los que padecen presbicia, las cosas lejanas merced a la luz con que nos ilumina el sumo guía. Cuando las cosas están próximas o son, nuestras inteligencia es vana, y nada sabemos de los suceso humanos si otro no nos los dice. Comprenderás, pues, que todo nuestro conocimiento morirá también el día en que se cierra la puerta del futuro».
P. 58
«¡Oh ciega concupiscencia y loca ira! que así nos aguijonea en nuestra corta vida y nos sumerge luego por toda la eternidad en el horrible río».
P. 63
«Pero si sales de estos lugares oscuros y vuelves a ver las hermosas estrellas cuando te guste decir "yo estuve allí" no te olvides de hablar de nosotros a la gente».
P. 81
«Piensa, lector, hasta qué punto me desconsolaría al oír aquellas palabras malas, al temer que no podía regresar».
P. 49
«Recuerda que tu ciencia enseña, que cuanto más perfecta es la cosa, más sensible es al bien y al dolor».
P. 42
«Resulta Dante así un ejemplo máximo de la originalidad del hombre y de sus posibilidades».
«Apartado de introducción», p. 5.
«Si él fue tan bello como es deforme hoy, y se atrevió a mirar a su Creador altivamente, de él, sin duda, procede todo mal».
P. 156
«Si yo fuera un espejo, no verías en mi con la presteza con que yo veo tu imagen interna. En este momento tus pensamientos y los míos se encontraban iguales en el sentido y la apariencia, de suerte que de entre ambos he deducido un solo consejo».
P. 108
«Tanta gente y tan diversas heridas me habían nublado de lagrimas los ojos de tal modo que mi deseo era detenerme allí para llorar con ellos».
P. 132
«Ya había yo puesto mis ojos fijos en los suyos, y él se erguía como si despreciase con su pecho y su frente al infierno».
P. 56
«Y, si vuelves a encontrarte donde haya gentes en semejante disputa, no olvides que estoy siempre a tu lado, y que desear oír tales cosas es bajeza».
P. 140
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4. Odisea, Homero.
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"Háblame, oh Musa, de aquél varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aún así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras, ¡Insensatos! Comiéronse las vaca del Sol, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas."
"Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos,..."
"A Oudeis (Nadie) me lo comeré el último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca."
"He visto las ciudades de muchos hombres, y he aprendido sus costumbres"
De todas las criaturas que viven y se reproducen en la Tierra, no existe ninguna que sea más débil que el hombre.*
"¡Oh dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino."
Inicio de La Odisea
Polifemo después de que Odiseo reclamase los dones de la hospitalidad, y le afirmase que su nombre es Nadie: "Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos."
La Odisea
Zeus en La Odisea
"Fácil le es a una deidad, cuando quiere salvar a un hombre desde lejos".
La Odisea
"No hay gloria más ilustre para el varón en esta vida que la de luchar por la obra de sus pies o de sus manos".
La Odisea
"Preferiría ser labrador y servir a otro, o un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos."
La sombra de Aquiles, en La Odisea Canto XI, 489-491
"Pero los bienaventurados númenes no se agradan de las obras perversas".
Eumeneo en La Odisea
"Noche oscura os envuelve la cabeza, y el rostro, y abajo las rodillas".
Teoclimeo en La Odisea
"Tal a Ulises le ladró el corazón indignado de tales vilezas, pero él le increpó golpeándose el pecho y le dijo: "Calla ya, corazón, que otras cosas más duras sufriste..."
La Odisea, Canto XX, 15-18.
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5. Ulises James Joyce.
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El señor Bloom entró y se sentó en el lugar vacío. Tiró de la puerta detrás de él y la volvió a golpear fuerte hasta que se cerró bien. Pasó un brazo por el sostén y miró seriamente desde la ventanilla abierta del carruaje a las cortinas bajas de la avenida. Una corrida a un lado: una vieja espiando. La nariz achatada blanca contra el vidrio. Agradeciendo a su buena estrella que aún no le llegó el turno. Inaudito el interés que se toman por un cadáver. Alegres de que nos vayamos les damos tanto trabajo viviendo. Trabajo que parece de su agrado. Secretos en las esquinas. De puntillas en chinelas por miedo de que se despierte. Luego preparándolo. Sacándolo. Maruja y la señora Fleming haciendo la cama. Tira más de tu lado. Nuestra mortaja. Nunca se sabe quién lo manipulará a uno cuando esté muerto. Lavado y champú. Creo que cortan las uñas y el cabello. Guardan un poco en un sobre. Crece igual después. Trabajo sucio.
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6. Las mil y una noches.
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«Scherezada había leído infinidad de libros, conocía las historias y las leyendas de los antiguos reyes, de sus pueblos, de sus poetas»
«¡siempre le ofenden y se burlan de él! ¿Quién es más desdichado que él? Si no se lamenta frente a otros, sino muestra su miseria, ¿quién tendra compasión de él?»
«Se despertó y lloró muy conmovido, y ella también lloró al verlo llorar, pero no tardaron en ponerse a beber de nuevo, y así estuvieron toda la noche, recitando poesía»
«¡El creyente es cualquier cosa, el hipócrita es la mitad de cualquier cosa, y el infiel es menor que cualquier cosa!»
«—¡Oh señor! ¡Te pido que no me odies por ello! ¡A veces el cansancio y las penas nos hacen ser desconsiderados e insolentes!»
«Había pasado un tiempo, cuando un día noté con admiración que durante la primavera a los hombres de la población les brotaban alas de los hombros y podían volar. Se elevaban muy alto, alejándose de la ciudad dejando tan sólo a los niños y a las mujeres quienes nunca sufrían esta transformación»
«También aquí había una inscripción que hablaba de las glorias terrenas que había vivido un mortal y cómo la Muerte lo había vencido sin mayores glorias»
«¡Oh, madre mía! has de saber. Has de saber que estoy sano. No tengo enfermedad alguna. Si estoy en este estado es porque he descubierto que existen mujeres diferentes y hasta el día de ayer yo creí que todas eran como tú, y hasta el día de ayer descubrí que no es así»
«[...] hasta que llego la muerte, la destructora de las delicias, y separadora de los amigos»
«Ya saben que la dicha de las mujeres nunca es perfecta si no se unen con los hombres; como dice el poeta, el arpa, el laúd, la cítara, y la flauta. Ustedes ¡oh señoras mías!, sólo son tres, y les falta el cuarto instrumento: la flauta»
«¿No sabes tú que somos vírgenes? Por eso tenemos miedo de fiarnos de algo. Porque hemos leido lo que dicen los poetas: Desconfía de toda confidencia, pues un secreto revelado es secreto perdido»
«¡Yo ofrezco a mi amiga un vino resplandesciente como sus mejillas, mejillas tan luminosas, que sólo la claridad de una llama podría compararse con su espléndida vida! Ella se digna aceptarlo, pero me dice muy risueña: '¿como quieres que beba mis propias mejillas?' Y yo le digo: '¡Bebe, oh llama de mi corazón! ¡Este licor son mis lagrimas, su color rojo mi sangre, y su mezcla en la copa es toda mi alma!»
«No es ocasión oportuna para bromas, el caso es muy serio, y cada cosa a su tiempo»
«¡No hay escritor que no muera, pero el tiempo eterniza lo escrito por sus manos! ¡Así pues, no dejes escribir a tu pluma más que aquello de lo que puedas enorgullecerte el día de la resurrección!»
«¿Conoce Alá misericordioso mi aflicción? ¡Las desdichas pesan sobre mi, y me he dado cuenta de ellas demasiado tarde!»
«Locura es considerar un beso como cosa tan inestimable»
«¡Ha llegado a tal grado de hermosura, que se ha convertido en obra verdaderamente digna del Creador! ¡Una joya que es realmente la gloria del orfebre que hubo de cincelarla! ¡Ha llegado a la misma perfección de la belleza! ¡No te asombre si enloquece de amor a todos los humanos! ¡Su hermosura resplandece a la vista, por estar escrita en sus facciones! ¡Juro que no hay nadie más bello que él!»
«¡Y sin embargo, no es mi muerte lo que me asombra, sino que mi cuerpo, después de la ruptura siga deseándote»
«Pues en verdas, tras haberte escuchado durante estas mil y una noches, salgo con una alma intensamente cambiada, alegre e impregnada del gozo de vivir»
«¡qué suaves, encantadoras, deliciosas, instructivas, interesantes y deleitables en su frescura son tus palabras!»
«Le contó en resumen todo lo que de ella había aprendido y escuchado, como palabras hermosas, relatos, proverbios, crónicas, sucesos, rasgos encantadores, maravillas, poesías, y declamaciones; le habló de su belleza, de su sensatez, de su elocuencia, de su sagacidad; de su conocimiento, de su pureza, de su misericordia, de su dulzura, de su virtud, de su ingenuidad, de su mesura y de todas las cualidades del cuerpo y alma que le había otorgado su Creador»
«Y aquella noche fue para los dos hermanos y las dos hermanas la continuación de las mil y una noches por la alegria, la felicidad, y la pureza»
«Por Alah, padre, cásame con el rey, porque si no me mata seré la causa del rescate de las hijas de los musulmanes y podré salvarlas de entre las manos del rey»
«En ese momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente»
«¡Sésamo, ábrete!»
Nota: Palabras mágicas necesarias para abrir una enorme roca a la entrada de un refugio en la narración de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones.
«¡Pero cuanto voy a contarte a ti y a todos mis honorables invitados, no me sucedió, en suma, más porque el destino lo había dispuesto de antemano y porque toda cosa escrita debe acaecer, sin que sea posible rehuirla o evitarla!»
«Por Alah, que si esta historia se escribiera en el ángulo del ojo con una aguja, seria materia de reflexión para los juiciosos»
Nota: Palabras de Sindbad el Marino antes de inicar el relato de sus aventuras.
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7. Rayuela, Julio Cortázar.
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Capítulo 7
“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.”
                                                    ❧   ❧   ❧
8. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
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«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».
"Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra."
«El coronel Aureliano Buendía entendió que la vejez no es mas que un pacto honrado con la soledad».
«Si tuviera un poco de poder, lo fusilaba sin fórmula de juicio -dijo el coronel- no por salvarme la vida, sino por ponerme en ridículo».
«-Compadre, recuerde que a usted no lo fusilo yo, lo fusila la revolución.
        - Con todo respeto, vaya a comer mierda».
«Usted podrá mandar en toda la ciénaga, pero en mi casa mando yo».
«Esta es una casa de locos -dijo Úrsula que ya alcanzaba la edad de la vejez- pero mientras siga viva, no faltará el dinero».
«Esta es de las que les da asco hasta su propia mierda».
«En cualquier lugar que estuvieran, recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera».
«Apartense vacas que la vida es corta».
«El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».
«En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de este mundo. Hasta muy avanzada la pubertad, Santa Sofía de la Piedad tuvo que bañarla y ponerle la ropa, y aún cuando pudo valerse por sí misma había que vigilarla para que no pintara animalitos en las paredes con una varita embadurnada de su propia caca. Llegó a los veinte años sin aprender a leer y escribir, sin servirse de los cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa, porque su naturaleza se resistía a cualquier clase de convencionalismos».
«...viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.»
«Él se detuvo un instante frente al castaño, y una vez más comprobó que tampoco aquel espacio vacío le suscitaba algún afecto.
— ¿Qué dice?- preguntó.— Está muy triste- contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir.— Dígale —sonrió el coronel— que uno no se muere cuando debe sino cuando puede...»
«Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás».
«Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era, simplemente, un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que Jose Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era un primer indicio de la temible cola de chancho. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es augurio de ventriloquia ni facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor».
«Los niños debían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa templado de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les revelo su descubrimiento:
— La tierra es redonda como una naranja».
«Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:
-Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?-Por qué ha de ser, compadre contestó el coronel Genireldo Márquez-: por el gran partido liberal.-Dichoso tú que lo sabes contestó él-. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.-Eso es malo -dijo el coronel Gerineldo Márquez.Al coronel Aureliano Buendía le divirtió su alarma. «Naturalmente -dijo-. Pero en todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se pelea.» Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:-O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.»
«¡Los amigos son unos hijos de puta!»
«Esta es de las que confunden el culo con las temporas.»
«Eso sí no es cierto ;cuando lo trajeron ya apestaba.»
«...y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre.»
Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes.
No seas ingenuo Crespi, ni muerta me casaría contigo.
Siguió expuesto al sol y a la lluvia, como si las sogas fueran innecesarias, porque un dominio superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado al tronco del castaño.
Después de haber atravesado el océano en su búsqueda, después de haberlo confundido con la pasión en los manoseos vehementes con Rebeca, Pietro Crespi había encontrado el amor.
y puso la mano en las brasas del fogón, hasta que le dolió tanto que no sintió más dolor, sino la pestilencia de su carne chamuscada.(...)y cuando sanaron las quemaduras pareció como si las claras de huevo hubieran cicatrizado también las ulceras del corazón.
contempló las calles desoladas, el agua cristalizada el los almendros, y se encontró perdido en la soledad.
rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cascara de su soledad.
...que había interpuesto entre él y el resto de la humanidad una distancia de tres metros. Siempre había alguien fuera del círculo de tiza(...) o que quería irse a dormir para siempre porque ya no podía soportar en la boca el sabor a mierda de la guerra.
"Cuídate el corazón Aureliano.-
"Te estas pudriendo vivo."
Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza y momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
Y se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
Insistió en que él no era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro.
..porque la soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos.
y ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, solo por ver bañarse a una mujer.
-Tienes un corazón de piedra- le dijo.
-Esto no es asunto del corazón- dijo él. -El cuarto se está llenando de polillas.
Luego derivó episodios dispersos, pero los evocó sin calificarlos, porque a fuerza de no poder pensar en otra cosa había aprendido a pensar en frío, para que los recuerdos ineludibles no le lastimaran ningún sentimiento.
en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.
..había descubierto que entre más bebía, más la recordaba, pero soportaba mejor la tortura de su recuerdo.
Se escandalizaba de que no entendiera las relaciones del catolicismo con la vida, sino unicamente sus relaciones con la muerte,como si no fuera una religión sino un prospecto de convencionalismos funerarios.
En los últimos tiempos,el estorbo de la obesidad absurda que ya no le permitía amarrarse los cordones de los zapatos, y la satisfacción abusiva de toda clase de apetitos, habían empezado a agriarle el carácter.
sin saber que la búsqueda de las cosas perdidas esta entorpecida por los hábitos rutinarios,y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas.
Remedios sintió el peso de su mano en la rodilla, y supo que ambos llegaban en aquel instante al otro lado del desamparo.
El antiguo director espiritual de Fernanada le explicaba en una carta que había nacido dos meses antes, y que se habían permitido bautizarlo con el nombre de Aureliano, como su abuelo, porque su madre no despego los labios para expresar su voluntad. Fernanda se sublevo íntimamente contra aquella burla del destino, pero tuvo fuerzas para disimularlo delante de la monja.
Diremos que lo encontramos flotando en la canastilla, sonrió.no se lo creerá nadie, dijo la monja.si se lo creyeron a las sagradas escrituras, replico Fernanda, no veo porque no han de creérmelo a mi.
Ella encontró siempre la manera de rechazarlo porque aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir si él.
...y todos soportaban con la misma estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor.
...lo inicio en el estudio de los pergaminos, y le inculco una interpretación tan personal de lo que significo para macondo la compañía bananera, que muchos años después,cuando aureliano se incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una versión alucinada porque era radicalmente contraria a la farsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares.
era un precaución inútil, porque de haberlo querido Aureliano hubiera podido escapar y hasta volver a casa sin ser visto.Pero el prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo, el habito de obedecer habían resecado en su corazón las semillas de la rebeldía.
Era una tortura inútil, porque ya para esa época el tenía temor de todo lo que lo rodeaba, y estaba preparado para asustarse de todo lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa , que parían hijos con cola de puerco; las armas de fuego, que con solo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que solo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto dios había creado con su infinita bondad,y que el diablo había pervertido.
Fue una acción tan rápida, metódica y brutal, que pareció un asalto de militares.
Pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada, mientras no se gritara en el corredor, porque los afanas de la panadería, los sobresaltos de la guerra,el cuidado de los niños no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena.
...no le intereso nada de lo que vio en el trayecto,acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por conocerlas.
Gastón no solo era un amante feroz,de una sabiduría y una imaginación inagotable, sino que era tal vez el primer hombre en la historia de la especie que hizo un aterrizaje de emergencia y estuvo a punto de matarse con su novia solo por hacer el amor en un campo de violetas.
Empezaron a amarse a 500 metros de altura, en el aire dominical de las landas, y mas se sentían compenetrados,mientras mas minúsculos iban haciéndose los seres de la tierra.
...pues sus mil seiscientas tres variedades habían resistido a la mas remota tenaz y despiadada persecución que el hombre había desatado desde sus orígenes contra ser viviente alguno, inclusive el propio hombre...
Aureliano, encerrado en su cuarto, no se dio cuenta de nada. Esa tarde, habiéndolo echado de menos en la cocina, buscó a José Arcadio por toda la casa, y lo encontró flotando en los espejos perfumados de la alberca, enorme, tumefacto, y todavía pensando en Amaranta. Solo entonces comprendió cuánto había empezado a quererlo.
Mas tarde, cuando obtuvo en los burdeles una información mas detallada sobre la naturaleza de los hombres, pensó que la mansedumbre de Gastón tenía origen en la pasión desmandada
Lo atormentaba la inmensa desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia,la honda nostalgia con que añoraba a los vivos...
En busca de un alivio a la zozobra llamó a pilar ternera para que le leyera el porvenir. después de un sartal de imprecisiones convencionales, pilar ternera pronosticó...:
-no entiendo -dijo.Pilar ternera pareció desconcertada:-yo tampoco, pero eso es lo que dicen las cartas.
                                                  ❧   ❧   ❧
9. Poeta en Nueva York, Federico García Lorca.
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Luna y panorama de los insectos (poema de amor)
                              La luna en el mar riela,                               en la lona gime el viento                               y alza en blando movimiento                               olas de plata y azul                                              Espronceda 
Mi corazón tendría la forma de un zapato si cada aldea tuviera una sirena. Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay  barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.
Si el aire sopla blandamente mi corazón tiene la forma de una niña. Si el aire se niega a salir de los cañaverales mi corazón tiene la forma de una milenaria boñiga de toro.
Bogar, bogar, bogar, bogar, hacia el batallón de puntas desiguales, hacia un paisaje de acechos pulverizados. Noche igual de la nieve, de los sistemas suspendidos. Y la luna. ¡La luna! Pero no la luna. La raposa de las tabernas, el gallo japonés que se comió los ojos, las hierbas masticadas.
No nos salvan las solitarias en los vidrios, ni los herbolarios donde el metafísico encuentra las otras vertientes del cielo. Son mentira las formas. Sólo existe el círculo de bocas del oxígeno. Y la luna. Pero no la luna. Los insectos, los muertos diminutos por las riberas, dolor en longitud, yodo en un punto, las muchedumbres en el alfiler, el desnudo que amasa la sangre de todos, y mi amor que no es un caballo ni una quemadura, criatura de pecho devorado. ¡Mi amor!
Ya cantan, gritan, gimen: Rostro. ¡Tu rostro! Rostro. Las manzanas son unas, las dalias son idénticas, la luz tiene un sabor de metal acabado y el campo de todo un lustro cabrá en la mejilla de la moneda. Pero tu rostro cubre los cielos del banquete. ¡Ya cantan!, ¡gritan!, ¡gimen!, ¡cubren! ;trepan! ¡espantan!
Es necesario caminar, ¡de prisa!, por las ondas, por las ramas, por las calles deshabitadas de la edad media que bajan al río, por las tiendas de las pieles donde suena un cuerno de vaca herida, por las escalas, ¡sin miedo! por las escalas. Hay un hombre descolorido que se está bañando en el mar; es tan tierno que los reflectores le comieron jugando el corazón. Y en el Perú viven mil mujeres, ¡oh insectos!, que noche y día hacen nocturnos y desfiles entrecruzando sus propias venas.
Un diminuto guante corrosivo me detiene. ¡Basta! En mi pañuelo he sentido el tris de la primera vena que se rompe. Cuida tus pies, amor mío, ¡tus manos!, ya que yo tengo que entregar mi rostro, mi rostro, ¡mi rostro!, ¡ay, mi comido rostro! Este fuego casto para mi deseo, esta confusión por anhelo de equilibrio, este inocente dolor de pólvora en mis ojos, aliviará la angustia de otro corazón devorado por las nebulosas. No nos salva la gente de las zapaterías, ni los paisajes que se hacen música al encontrar las llaves oxidadas. Son mentira los aires. Sólo existe una cunita en el desván que recuerda todas las cosas. Y la luna. Pero no la luna. Los insectos, los insectos solos. crepitantes, mordientes. estremecidos, agrupados, y la luna con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos. ¡¡La luna!!
NEW YORK
Oficina y denuncia
A Fernando Vela
Debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato; debajo de las divisiones hay una gota de sangre de marinero; debajo de las sumas, un río de sangre tierna. Un río que viene cantando por los dormitorios de los arrabales, y es plata, cemento o brisa en el alba mentida de New York. Existen las montañas, lo sé. Y los anteojos para la sabiduría. Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo. He venido para ver la turbia sangre, la sangre que lleva las máquinas a las cataratas y el espíritu a la lengua de la cobra. Todos los días se matan en New York cuatro millones de patos, cinco millones de cerdos, dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, un millón de vacas, un millón de corderos y dos millones de gallos, que dejan los cielos hechos añicos. Más vale sollozar afilando la navaja o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías que resistir en la madrugada los interminables trenes de leche, los interminables trenes de sangre y los trenes de rosas maniatadas por los comerciantes de perfumes. Los patos y las palomas, y los cerdos y los corderos ponen sus gotas de sangre debajo de las multiplicaciones, y los terribles alaridos de las vacas estrujadas llenan de dolor el valle donde el Hudson se emborracha con aceite. Yo denuncio a toda la gente que ignora la otra mitad, la mitad irredimible que levanta sus montes de cemento donde laten los corazones de los animalitos que se olvidan y donde caeremos todos en la última fiesta de los taladros. Os escupo en la cara. La otra mitad me escucha devorando, cantando, volando en su pureza, como los niños de las porterías que llevan frágiles palitos a los huecos donde se oxidan las antenas de los insectos. No es el infierno, es la calle, No es la muerte, es la tienda de frutas. Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles en la patita de ese gato quebrada por el automóvil, y yo oigo el canto de la lombriz en el corazón de muchas niñas. Oxido, fermento, tierra estremecida. Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina. ¿Qué voy a hacer?. ¿Ordenar los paisajes? ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre? San Ignacio de Loyola asesinó un pequeño conejo y todavía sus labios gimen por las torres de las iglesias. No, no, no no; yo denuncio. Yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas que no radian las agonías, que borran los programas de la selva, y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas cuando sus gritos llenan el valle donde el Hudson se emborracha con aceite
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10. Hojas de hierba, Walt Whitman.
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Una hoja de hierba
Creo que una hoja de hierba, no es menos que el día de trabajo de las estrellas, y que una hormiga es perfecta, y un grano de arena, y el huevo del régulo, son igualmente perfectos, y que la rana es una obra maestra, digna de los señalados, y que la zarzamora podría adornar, los salones del paraíso, y que la articulación más pequeña de mi mano, avergüenza a las máquinas, y que la vaca que pasta, con su cabeza gacha, supera todas las estatuas, y que un ratón es milagro suficiente, como para hacer dudar, a seis trillones de infieles.
Descubro que en mí, se incorporaron, el gneiss y el carbón, el musgo de largos filamentos, frutas, granos y raíces. Que estoy estucado totalmente con los cuadrúpedos y los pájaros, que hubo motivos para lo que he dejado allá lejos y que puedo hacerlo volver atrás, y hacia mí, cuando quiera. Es vano acelerar la vergüenza, es vano que las plutónicas rocas, me envíen su calor al acercarme, es vano que el mastodonte se retrase, y se oculte detrás del polvo de sus huesos, es vano que se alejen los objetos muchas leguas y asuman formas multitudinales, es vano que el océano esculpa calaveras y se oculten en ellas los monstruos marinos, es vano que el aguilucho use de morada el cielo, es vano que la serpiente se deslice entre lianas y troncos, es vano que el reno huya refugiándose en lo recóndito del bosque, es vano que las morsas se dirijan al norte al Labrador. Yo les sigo velozmente, yo asciendo hasta el nido en la fisura del peñasco.
Una araña paciente y silenciosa
Una araña paciente y silenciosa, vi en el pequeño promontorio en que sola se hallaba, vi cómo para explorar el vasto espacio vacío circundante, lanzaba, uno tras otro, filamentos, filamentos, filamentos de sí misma.
      Y tú, alma mía, allí donde te  encuentras, circundada, apartada, en inmensurables océanos de espacio, meditando, aventurándote, arrojándote, buscando si cesar las esferas para conectarlas, hasta que se tienda el puente que precisas, hasta que el ancla dúctil quede asida, hasta que la telaraña que tú emites prenda en algún sitio, oh alma mía.
¡Oh yo, vida! ¡Oh yo, vida! Todas estas cuestiones me asaltan, Del desfile interminable de los desleales, De ciudades llenas de necios, De mí mismo, que me reprocho siempre, pues, ¿Quién es más necio que yo, ni más desleal? De los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos Despreciables, de la lucha siempre renovada, De los malos resultados de todo, de las multitudes Afanosas y sórdidas que me rodean, De los años vacíos e inútiles de los demás, Yo entrelazado con los demás, La pregunta, ¡oh, mi yo!, la triste pregunta que Vuelve: «¿Qué hay de bueno en todo esto?» Y la respuesta: «Que estás aquí, que existen la vida y la identidad, Que prosigue el poderoso drama y que quizás Tú contribuyes a él con tu rima».
Me celebro y me canto a mí mismo
Me celebro y me canto a mí mismo. Y lo que yo asuma tú también habrás de asumir, Pues cada átomo mío es también tuyo. Vago al azar e invito a vagar a mi alma. Vago y me tumbo sobre la tierra, Para contemplar un tallo de hierba.
Mi lengua, cada molécula de mi sangre formada por esta tierra y este aire. Nacido aquí de padres cuyos padres nacieron aquí y Cuyos padres también aquí nacieron. A los treita y siete años de edad, gozando de perfecta salud, Comienzo y espero no detenerme hasta morir.
Que se callen los credos y las escuelas, Que retrocedan un momento, conscientes de lo que son y Sin olvidarlo nunca. Me brindo al bien y al mal, me permito hablar hasta correr peligro. Naturaleza sin freno, original energía.
Con estrépitos de músicas vengo Con estrépitos de músicas vengo, con cornetas y tambores. Mis marchas no suenan solo para los victoriosos, sino para los derrotados y los muertos también. Todos dicen: es glorioso ganar una batalla. Pues yo digo que es tan glorioso perderla. ¡Las batallas se pierden con el mismo espíritu que se ganan! ¡Hurra por los muertos! Dejadme soplar en las trompas, recio y alegre, por ellos. ¡Hurra por los que cayeron, por los barcos que se hundieron el la mar, y por los que perecieron ahogados! ¡Hurra por los generales que perdieron el combate y por todos los héroes vencidos! Los infinitos héroes desconocidos valen tanto como los héroes mas grandes de la Historia.
¡OH CAPITAN! ¡MI CAPITAN!
¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Nuestro espantoso viaje ha terminado, La nave ha salvado todos los escollos, hemos ganado el anhelado premio, Próximo está el puerto, ya oigo las campanas y el pueblo entero que te aclama, Siguiendo con sus miradas la poderosa nave, la audaz y soberbia nave; Más ¡ay! ¡oh corazón! ¡mi corazón! ¡mi corazón! No ves las rojas gotas que caen lentamente, Allí, en el puente, donde mi capitán Yace extendido, helado y muerto.
¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Levántate para escuchar las campanas. Levántate. Es por ti que izan las banderas. Es por ti que suenan los clarines. Son para ti estos búcaros, y esas coronas adonardas. Es por ti que en las playas hormiguean las multitudes, Es hacia ti que se alzan sus clamores, que vuelven sus almas y sus rostros ardientes. ¡Ven capitán! ¡Querido padre! ¡Deja pasar mi brazo bajo tu cabeza! Debe ser sin duda un sueño que yazgas sobre el puente. Extendido, helado y muerto.
Mi capitán no contesta, sus labios siguen pálidos e inmóviles, Mi padre no siente el calor de mi brazo, no tiene pulso ni voluntad, La nave, sana y salva, ha arrojado el ancla, su travesía ha concluído. ¡La vencedora nave entra en el puerto, de vuelta de su espantoso viaje! ¡Oh playas, alegraos! ¡Sonad, campanas! Mientras yo con dolorosos pasos Recorro el puente donde mi capitán Yace extendido, helado y muerto.
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11. Obra completa, Arthur Rimbaud.
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El corazón de Rimbaud
¡Mi triste corazón babea a popa, mi corazón que colma el caporal y me vierten en él chorros de sopa, mi triste corazón babea a popa: con las bromas sangrientas de la tropa que brama un carcajeo general, mi triste corazón babea a popa, mi corazón que colma el caporal!
Itiofálicos y soldadinescos sus chistes sangrientos lo han depravado; y de noche componen unos frescos itiofálicos y soldadinescos. ¡Oleajes abracadabrantescos llevadme el corazón, que sea lavado! Itiofálicos y soldadinescos sus chistes sangrientos lo han depravado.
Cuando se agoten sus chimós gargálicos ¿cómo vivir, oh corazón robado? llegarán con sus estribillos báquicos; cuando se agoten sus chimós gargálicos sentiré sobresaltos estomáquicos, yo, el del corazón despedazado. Cuando se agoten sus chimós gargálicos ¿cómo vivir, oh corazón robado?
El mal
Mientras que los gargajos rojos de la metralla silban surcando el cielo azul, día tras día, y que, escarlata o verdes, cerca del rey que ríe se hunden batallones que el fuego incendia en masa;
mientras que una locura desenfrenada aplasta y convierte en mantillo humeante a mil hombres; ¡pobres muertos! sumidos en estío, en la yerba, en tu gozo, Natura, que santa los creaste,
existe un Dios que ríe en los adamascados del altar, al incienso, a los cálices de oro, que acunado en Hosannas dulcemente se duerme.
Pero se sobresalta, cuando madres uncidas a la angustia y que lloran bajo sus cofias negras le ofrecen un ochavo envuelto en su pañuelo.
Primera velada
Desnuda, casi desnuda; y los árboles cotillas a la ventana arrimaban, pícaros, su fronda pícara.
Asentada en mi sillón, desnuda, juntó las manos. Y en el suelo, trepidaban, de gusto, sus pies, tan parvos.
-Vi cómo, color de cera, un rayo con luz de fronda revolaba por su risa y su pecho -en la flor, mosca,
-Besé sus finos tobillos. Y estalló en risa, tan suave,
risa hermosa de cristal. desgranada en claros trinos…
Bajo el camisón, sus pies -¡Basta, basta!» -se escondieron. -¡La risa, falso castigo del primer atrevimiento!
Trémulos, pobres, sus ojos mis labios besaron, suaves: -Echó, cursi, su cabeza hacia atrás: «Mejor, si cabe…!
Caballero, dos palabras…»» -Se tragó lo que faltaba con un beso que le hizo reírse… ¡qué a gusto estaba!
-Desnuda, casi desnuda; y los árboles cotillas a la ventana asomaban, pícaros, su fronda pícara.
Mi bohemia
Fantasía)
Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos… mi chaleco también se volvía ideal, andando, al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel! ¡cuántos grandes amores, ay ay ay, me he soñado!
Mi único pantalón era un enorme siete. ––Pulgarcito que sueña, desgranaba a mi paso rimas Y mi posada era la Osa Mayor. ––Mis estrellas temblaban con un dulce frufrú.
Y yo las escuchaba, al borde del camino cuando caen las tardes de septiembre, sintiendo el rocío en mi frente, como un vino de vida.
Y rimando, perdido, por las sombras fantásticas, tensaba los cordones, como si fueran liras, de mis zapatos rotos, junto a mi corazón.
Los cuervos
Señor, cuando los prados están fríos y cuando en las aldeas abatidas el ángelus lentísimo acallado, sobre el campo desnudo de sus flores haz que caigan del cielo, tan queridos, los cuervos deliciosos.
¡Hueste extraña de gritos justicieros el cierzo se ha metido en vuestros nidos! A orilla de los ríos amarillos, por la senda de los viejos calvarios, y en el fondo del hoyo y de la fosa, dispersaos, uníos.
A millares, por los campos de Francia, donde duermen nuestros muertos de antaño, dad vueltas y dad vueltas, en invierno, para que el caminante, al ir, recuerde. ¡Sed pregoneros del deber, ¡Oh nuestros negros pájaros fúnebres!
Santos del cielo, en la cima del roble, mástil perdido en la noche encantada, dejad la curruca de la primavera para aquél que en el bosque encadena, bajo la yerba que impide la huida, la funesta derrota.
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12. Bartleby, el escribiente, Herman Melville. 
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Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses¹ o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.
Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.
En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.
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13. Ficciones y El Aleph, Jorge Luis Borges.
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El Aleph, un cuento de Jorge Luis Borges
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri...
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14. Cuentos completos, Edgar Allan Poe.
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«Cuando un loco parece completamente sensato es ya el momento de ponerle la camisa de fuerza».
«En la crítica seré valiente, severo y absolutamente justo con amigos y enemigos. Nada cambiará este propósito».
«Es dudoso que el género humano logre crear un enigma que el mismo ingenio humano no resuelva».
Variante: «La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia».
«Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche».
«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
«No es verdaderamente valiente aquel hombre que teme ya parecer, ya ser, cobarde».
«No tengo fe en la perfección humana. El hombre es ahora más activo, no más feliz, ni más inteligente, de lo que lo fuera hace 6000 años».
«Porque la tortuga tiene los pies seguros, ¿es esta una razón para cortar las alas al águila?».
«Todas las obras de arte deben empezar por el final».
«Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño».
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15. La vida instrucciones de uso, Georges Perec.
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      «La mirada sigue los caminos que se le han reservado en la obra.» 
PAUL KLEE, Pädagogisches Skizzenbuch 
Al principio el arte del puzzle parece un arte breve, un arte de poca entidad, contenido todo él en una elemental enseñanza de la Gestalttheorie: el objeto considerado —ya se trate de un acto de percepción, un aprendizaje, un sistema fisiológico o, en el caso que nos ocupa, un puzzle de madera— no es una suma de elementos que haya que aislar y analizar primero, sino un conjunto, es decir una forma, una estructura: el elemento no preexiste al conjunto, no es ni más inmediato ni más antiguo, no son los elementos los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos: el conocimiento del todo y de sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen: esto significa que podemos estar mirando una pieza de un puzzle tres días seguidos y creer que lo sabemos todo sobre su configuración y su color, sin haber progresado lo más mínimo: sólo cuenta la posibilidad de relacionar esta pieza con otras y, en este sentido, hay algo común entre el arte del puzzle y el arte del go: sólo las piezas que se hayan juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido: considerada aisladamente, una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan sólo pregunta imposible, reto opaco; pero no bien logramos, tras varios minutos de pruebas y errores, o en medio segundo prodigiosamente inspirado, conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, y que la palabra puzzle —enigma— expresa tan bien en inglés, no sólo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca, hasta tal punto se ha hecho evidencia: las dos piezas milagrosamente reunidas ya sólo son una, a su vez fuente de error, de duda, de desazón y de espera.
                                                 ❧   ❧   ❧
16. I Ching
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Hexagrama 1
Hexagrama 2
Hexagrama 3
Hexagrama 4
Hexagrama 5
Hexagrama 6
Hexagrama 7
Hexagrama 8
Hexagrama 9
Hexagrama 10
Hexagrama 11
Hexagrama 12
Hexagrama 13
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Hexagrama 15
Hexagrama 16
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Hexagrama 18
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Hexagrama 24
Hexagrama 25
Hexagrama 26
Hexagrama 27
Hexagrama 28
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Hexagrama 30
Hexagrama 31
Hexagrama 32
Hexagrama 33
Hexagrama 34
Hexagrama 35
Hexagrama 36
Hexagrama 37
Hexagrama 38
Hexagrama 39
Hexagrama 40
Hexagrama 41
Hexagrama 42
Hexagrama 43
Hexagrama 44
Hexagrama 45
Hexagrama 46
Hexagrama 47
Hexagrama 48
Hexagrama 49
Hexagrama 50
Hexagrama 51
Hexagrama 52
Hexagrama 53
Hexagrama 54
Hexagrama 55
Hexagrama 56
Hexagrama 57
Hexagrama 58
Hexagrama 59
Hexagrama 60
Hexagrama 61
Hexagrama 62
Hexagrama 63
Hexagrama 64
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17. Haiku
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Matsuo Bashō
Kono michi ya yuku hito nashi ni aki no kure
Nadie que vaya por este camino. Crepúsculo de otoño.
Ueshima Onitsura
Koi koi to iedo hotaru ga tonde yuku «Ven, ven», le dije, pero la luciérnaga se fue volando.
Yosa Buson
Mijika-yo ya ashi-ma nagaruru kani no awa
Noche corta de verano: entre los juncos, fluyendo, la espuma de los cangrejos.
Kobayashi Issa
Kuchi akete oya matsu tori ya aki no ame
Abriendo los picos, los pajaritos esperan a su madre: la lluvia de otoño.
Masaoka Shiki
Nureashi de suzume no ariku rôka kana
Andando con sus patitas mojadas, el gorrión por la terraza de madera.
Taneda Santôka
Akikaze no ishi o hirou.
Con viento de otoño recojo una piedra.
Chiyo-Ni 
Koborete wa kaze hiroi-yuku chidori kana
De la bandada de los mil pájaros, uno va perdiendo fuerzas y el viento lo recoge.
Hototogisu hototogisu tote akenikeri
Diciendo «cuco» «cuco» durante toda la noche ¡al fin la aurora!
Tombo tsuri kyoo wa doko made itta yara
El cazador de libélulas, ¿hasta qué región se me habrá ido hoy?
Seisui suzushi hotaru no saete nanimo nashi
el agua se cristaliza las luciérnagas se apagan nada existe
Nakamura Teijo
La flor de loto Sus hojas y las marchitas Flotando en el agua
Hoshino Tatsuko 
Blancos los rostros Que observan El arco iris.
Kakimoto Tae 
Un ruido Cavan una fosa Detrás de las camelias
Suzuki Masajo 
Onna hitori mezamete nozoku hotaru kago Una mujer sola. Se despierta y mira la caja de las luciérnagas
Kamegaya Chie 
Oi ware no shinkei nibuku gan to shiru
Tan vieja estoy… Ni me inmuté al saber que tengo cáncer
Nisiguchi Sachiko 
Hitosuji no tsurô nokoshite bancha hosu
Entre las hojas de té puestas a secar, solo un sendero.
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18. La tierra baldía, T. S. Eliot.
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A Ezra Pound il miglior fabbro.
I. EL ENTIERRO DE LOS MUERTOS
Abril es el mes más cruel: engendra lilas de la tierra muerta, mezcla recuerdos y anhelos, despierta inertes raíces con lluvias primaverales. El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo una pequeña vida con tubérculos secos. Nos sorprendió el verano, precipitóse sobre el Starnbergersee con un chubasco, nos detuvimos bajo los pórticos, y luego, bajo el sol, seguimos dentro de Hofgarten, y tomamos café y charlamos durante una hora. Bin gar keine Russin, stamm'aus Litauen, echt deutsch. Y cuando éramos niños, de visita en casa del archiduque, mi primo, él me sacó en trineo. Y yo tenía miedo. Él me dijo: Marie, Marie, agárrate fuerte. Y cuesta abajo nos lanzamos. Uno se siente libre, allí en las montañas. Leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur.
¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre, no puedes decirlo ni adivinarlo; tu sólo conoces un montón de imágenes rotas, donde el sol bate, y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo hay sombra bajo esta roca roja (ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja), y te enseñaré algo que no es ni la sombra tuya que te sigue por la mañana ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro; te mostraré el miedo en un puñado de polvo.               Frisch weht der Wind               der Heimat zu               mein Irisch Kind,               Wo weilest du? «Hace un año me diste jacintos por primera vez; me llamaron la muchacha de los jacintos.» — Pero cuando regresamos, tarde, del jardín de los jacintos, llevando, tú, brazados de flores y el pelo húmedo, no pude hablar, mis ojos se empañaron, no estaba ni vivo ni muerto, y no sabía nada, mirando el silencio dentro del corazón de la luz. Oed' und leer das Meer.
Madame Sosostris, famosa pitonisa, tenía un mal catarro, aun cuando se la considera como la mujer más sabia de Europa, con un pérfido mazo de naipes. Ahí —dijo ella— está su naipe, el Marinero Fenicio que se ahogó, (estas perlas fueron sus ojos. ¡Mira!) aquí está la Belladonna, la Dama de las Rocas, la dama de las peripecias. Aquí está el hombre de los tres bastos, y aquí la Rueda, y aquí el comerciante tuerto, y este naipe en blanco es algo que lleva sobre la espalda y que no puedo ver. No encuentro al Ahorcado. Temed, la muerte por agua. Veo una muchedumbre girar en círculo. Gracias. Cuando vea a la señora Equitone, dígale que yo misma le llevaré el horóscopo: ¡una tiene que andar con cuidado en estos días!
Ciudad Irreal, bajo la parda niebla del amanecer invernal, una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres ¡eran tantos! Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos. Exhalaban cortos y rápidos suspiros y cada hombre clavaba su mirada delante de sus pies. Cuesta arriba y después calle King William abajo hacia donde Santa María Woolnoth cuenta las horas con un repique sordo al final de la novena campanada. Allí encontré un conocido y le detuve gritando: «¡Stetson!, ¡tú, que estuviste contigo en los barcos de Mylae! ¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín, ha empezado a germinar? ¿Florecerá este año? ¿No turba su lecho la súbita escarcha? ¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres, pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas! Tú, hypocrite lecteur! — mon semblable — mon frère!»
II. UNA PARTIDA DE AJEDREZ
LA SILLA en que estaba sentada, como un bruñido trono, se reflejaba en el mármol, donde el espejo de soportes labrados con pámpanos y racimos entre los cuales un Cupido dorado se asomaba (otro ocultaba sus ojos bajo el ala) copiaba las llamas de los candelabros de siete brazos que arrojaban su luz sobre la mesa, mientras el brillo de sus joyas, desbordando profusamente de los estuches de raso, subió a su encuentro. En redomas de marfil y cristal policromo, destapadas, acechaban sus raros perfumes sintéticos, ungüentos, en polvo o líquidos —turbando, confundiendo y ahogando los sentidos en olor; agitados por el aire fresco que soplaba de la ventana, ascendían, alimentando las alargadas llamas de las velas, proyectando sus humos sobre los laquearios, animando los diseños del artesonado techo. Enormes leños arrojados por el mar, patinados de cobre, ardían verdes y anaranjados, en su marco de piedra policroma, y en su luz mortecina nadaba un delfín tallado. Sobre la repisa de la chimenea —ventana abierta a una escena silvestre—estaba representada la Metamorfosis de Filomela, tan rudamente forzada por el bárbaro rey; pero aún allí el ruiseñor llenaba todo el desierto con inviolable voz y todavía ella lloraba, y aún el mundo persigue «Tiu Tiu» a oídos sucios. Y otros tocones marchitos de tiempo se alzaban en los muros, donde figuras de ojos abiertos se inclinaban, imponiendo silencio a la estancia. Se oyeron pasos en la escalera. Al resplandor del fuego, bajo el cepillo, sus cabellos se cruzaron en puntos ígneos, brillaron en palabras y se aquietaron salvajemente.
«Estoy nerviosa esta noche. Muy nerviosa. Quédate conmigo. Háblame. ¿Por qué nunca hablas? Habla. ¿En qué piensas? ¿Qué piensas? ¿Qué? Nunca sé en qué piensas. Piensas.»
Creo que nos hallamos en la calleja de las ratas donde los muertos perdieron sus huesos.
«¿Qué ruido es ese?»                El viento bajo la puerta. «¿Qué ruido es ese ahora? ¿Qué hace el viento?»                Nada, como siempre. Nada.                                                             «¿No sabes nada? ¿No ves nada? ¿No te acuerdas de nada?»
Recuerdo que esas perlas fueron sus ojos. «¿Estás viva o no? ¿No hay nada en tu cabeza?»                                                             Pero O O O O ese aire shakespeaheriano: es tan elegante tan inteligente. «¿Qué haré ahora? ¿Qué haré? ¿Salir tal como estoy y andar por la calle así sin peinar? ¿Qué haremos mañana? (¿Qué haremos siempre?»                               Agua caliente a las diez. Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro. Y jugaremos una partida de ajedrez, apretando nuestros ojos sin párpados, esperando que llamen a la puerta.
Cuando licenciaron al marido de Lil, yo dije — y no pesé mis palabras, lo dije sin ambages, DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Ahora Alberto va a regresar, procura lucir mejor. Él querrá saber qué hiciste con el dinero que te dio para arreglarte los dientes. Te lo dio, yo estaba allí: que te los extraigan todos, Lil, y que te pongan una buena dentadura, dijo él, juro que no puedo soportar mirarte. Y yo tampoco, dije yo; piensa en el pobre Alberto, que ha estado en el ejército durante cuatro años, quiere divertirse, y si no lo hace contigo, ya encontrará otras, dije yo. ¡Oh hay otras!, dijo ella. Algo por el estilo, dije yo. Entonces ya sé a quién agradecérselo, dijo ella, mirándome fijamente. DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Si esto no te gusta, lo mismo da, dije yo. Otras se aprovecharán si tú no puedes. Pero si Alberto se marcha, no podrás decir que no te han avisado. Deberías avergonzarte, dije, de parecer tan vieja (y no tiene más que treinta y un años) no es culpa mía, dijo, poniendo cara triste. Son esas píldoras que tomé para abortar, dijo. (Ha tenido cinco ya, y casi se muere en el parto de Jorge.) El boticario me dijo que no sería nada, pero nunca he vuelto a ser la misma. Eres una tonta de capirote, dije yo. Bueno, si Alberto no te suelta, no puedes quejarte, dije. ¿Por qué te casaste si no te gustan los niños? DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Bueno, aquel domingo Alberto estaba en casa, tenían jamón y me invitaron a cenar para que saboreara el jamón caliente. DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Buenas noches Bill. Buenas noches, Lou. Buenas noches, May. Buenas noches. Adiós, adiós. Buenas noches. Buenas noches. Buenas noches, señoras, buenas noches, adorables señoras, buenas noches, buenas noches.
III. EL SERMÓN DEL FUEGO
El dosel del río se ha roto: los últimos dedos de las hojas se aterran y se sumen en la húmeda ribera. El viento cruza, silenciosamente, la tierra parda. Las ninfas se han marchado. Dulce Támesis, discurre plácidamente, hasta que termine mi canción. El río no arrastra botellas vacías, papeles de sandwiches, pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas y otros testimonios de noches de estío. Las ninfas se han marchado. Y sus amigos, los indolentes herederos de los potentados — Se han marchado sin dejar sus direcciones. A orillas del Leman me senté a llorar... Dulce Támesis, discurre plácidamente, hasta que termine mi canción. Dulce Támesis, discurre plácidamente, pues no hablaré alto ni extenso. Pero detrás de mí, en una fría ráfaga, oigo matraqueos de huesos y risas descarnadas.
Un ratón se deslizó blandamente entre los hierbajos arrastrando su viscoso vientre por la orilla mientras yo pescaba en el sombrío canal en una tarde de invierno detrás del gasómetro meditando sobre el naufragio de mi hermano rey y sobre la muerte anterior de mi padre rey. Cuerpos blancos, cuerpos desnudos sobre la baja tierra húmeda y huesos arrojados en una guardilla baja y seca, rozados sólo por la pata del ratón, año tras año. Pero a mi espalda de vez en cuando oigo un estrépito de bocinas y motores, que llevarán a Sweeney en la primavera a casa de la señora Porter oh, la luna brillaba sobre la señora Porter y sobre su hija ambas se lavan los pies con agua gaseosa et O ces voix d'enfants, chantant dans la coupole!
Tuit tuit tuit yag yag yag yag yag yag tan rudamente forzada Tereo.
Ciudad Irreal bajo la parda niebla de un mediodía de invierno el señor Eugenides, comerciante de Esmirna sin afeitar, con un bolsillo lleno de pasas C.i.f. Londres: documentos a la vista, me invitó en francés demótico a almorzar en el Hotel Cannon Street y luego a pasar el fin de semana en el Metropole.
A la hora violeta, cuando los ojos y la espalda se alzan del escritorio, cuando el motor humano espera como un taxímetro espera palpitando, yo, Tiresias, aunque ciego, palpitando entre dos vidas, viejo con arrugados senos de mujer, puedo ver a la hora violeta, esa hora del atardecer que nos empuja hacia el hogar y envía del mar a casa al marinero, la mecanógrafa, ya en casa a la hora del té, levanta la mesa del desayuno, enciende su estufa y prepara su comida de conservas. Colgadas fuera de la ventana están puestas a secar sus combinaciones acariciadas por los postreros rayos del sol, sobre el diván (que por la noche le sirve de cama) hay apilados medias, zapatillas, camisas y sostenes. Yo, Tiresias, un viejo de tetas arrugadas vi la escena, y predije el resto — yo también esperaba al huésped previsto. Él, un joven carbuncular, llega, es un empleadillo cualquiera, de mirada atrevida, uno de esos sujetos cuyo empaque le sienta como una chistera sobre un millionario de Bradford. El momento es propicio, como él esperaba, La cena ha terminado, ella está aburrida y cansada, él trata de excitarla con caricias que aun cuando son irreprochables, no son deseadas. Sonrojado y decidido, él empieza el asalto; sus manos exploradoras no encuentran resistencia; su vanidad no necesita respuesta, y hasta acoge bien su indiferencia. (Y yo, Tiresias, preví, sufriendo, todo lo que ocurrió en este mismo diván o cama; yo, que estuve sentado bajo los muros de Tebas y anduve por el infierno de los muertos.) Él le otorga un final beso protector, y baja a tientas por la oscura escalera...
Ella se vuelve y se mira un momento en el espejo, sin advertir que su amante ya no está; su cerebro formula un vago pensamiento: «Bueno, el asunto terminó ya, y me alegro que así sea». Cuando una mujer adorable comete tales locuras y luego vuelve a pasearse sola por su cuarto, se alisa el pelo con mano automática y pone un disco en el gramófono.
«Esta música se deslizó junto a mí sobre las olas» y a lo largo del Strand, calle Reina Victoria arriba oh Ciudad Ciudad, a veces puedo escuchar cerca de un bar de la calle Lower Thames, el agradable lamento de una mandolina y la bulla y la charla que sale del interior donde los vendedores de pescado huelgan al mediodía: donde los muros de Magnus Mártir conservan un inefable esplendor de jónica blancura y oro.
               El río suda                aceite y brea                las barcazas derivan                con la cambiante marea                velas rojas                anchas                a sotavento, oscilan en los mástiles                las barcazas hunden                leños flotantes                al sur de Greenwich                más allá de la Isla de los Perros                       Weialala leia                        Wallala leialala
               Elizabeth y Leicester                remando                la proa era                un casco dorado                rojo y oro                rizó ambas orillas                el viento del sudoeste                cargó agua abajo                el son de las campanas                torres blancas                       Weialala leia                       Wallala leialala.
               «Tranvías y polvorientos árboles.                Highbury me hizo. Richmond y Kew                me deshicieron. Cerca de Richmond levanté las rodillas                acostada en el fondo de una angosta canoa.»
               «Mis pies están en Moorgate y mi corazón                bajo mis pies. Después de lo ocurrido                él lloró. Me prometió "empezar de nuevo"                No contesté nada. ¿Para qué guardarle rencor?»
               «En la playa de Margate                no puedo relacionar                nada con nada.                Las uñas rotas de manos sucias.                Mi gente, humilde gente que no espera                nada.»                               la la.
               Y entonces me marché a Cartago
               Quemando quemando quemando quemando
               Oh, Señor, Tú me arrancas                Oh, Señor, Tú arrancas                quemando.
IV. MUERTE POR AGUA
FLEBAS, el Fenicio, que murió hace quince días, olvidó el chillido de las gaviotas y el hondo mar henchido y las ganancias y las pérdidas.                Una corriente submarina recogió sus huesos susurrando. Cayendo y levantándose remontó hasta los días de su juventud y entró en el remolino.                Pagano o judío oh, tú, que das vuelta al timón y miras a barlovento, piensa en Flebas, que otrora fue bello y tan alto como tú.
V. LO QUE DIJO EL TRUENO
Después de la roja luz de las antorchas sobre rostros sudorosos, después del gélido silencio en los jardines después de la agonía en lugares pétreos y el griterío y el lloro y prisión y palacio y reverberación de trueno primaveral sobre lejanos montes aquel que estaba vivo ahora está muerto nosotros que vivíamos ahora estamos muriendo con un poco de paciencia.
Aquí no hay agua, sólo roca, roca y no agua, el camino arenoso el camino serpentea entre las montañas que son montañas rocosas sin agua si hubiese agua nos detendríamos a beber entre las rocas uno no puede detenerse y pensar el sudor es seco y los pies se hunden en la arena si por lo menos hubiera agua entre las rocas muerta montaña boca de dientes cariados que no puede escupir aquí no puede uno ni pararse ni acostarse ni sentarse ni siquiera hay silencio en las montañas sino el seco trueno estéril sin lluvia ni siquiera hay soledad en las montañas sino adustos rostros rojos que escarnecen y rezongan en los umbrales de casas de fango hendido.                                                   Si hubiese agua
y no rocas si hubiese rocas y también agua y agua un manantial una hoya entre las rocas si sólo se oyera rumor de agua no la cigarra ni la hierba seca cantando sino rumor de agua sobre una roca allí donde el zorzal canta entre los pinos drip drop drip drop drop drop drop pero no hay agua
¿Quién es ese tercero que camina siempre a tu lado? cuando cuento, sólo somos dos, tú y yo, juntos pero cuando miro delante de mí sobre el blanco camino siempre hay otro que marcha a tu lado deslizándose envuelto en una capa parda, encapuchado no sé si es un hombre o una mujer — ¿pero quién es ése que va a tu lado?
Qué sonido es ése que se oye en la altura murmullo de lamento maternal qué hordas encapuchadas son ésas que hormiguean Por las llanuras infinitas, tropezando en las grietas de una tierra limitada por el raso horizonte qué ciudad es ésa sobre las montañas chasquidos y reformas y llamas en el aire violeta torres que se derrumban Jerusalén Atenas Alejandría Viena Londres irreales.
Una mujer se soltó la larga cabellera negra y suscitó una susurrante música con esas cuerdas y murciélagos de rostros infantiles silbaban en la luz violeta, y batían sus alas y con cabeza hacia abajo se deslizaron por el negro muro y de volteadas torres en el aire caía un redoblar de campanas reminiscentes, que daban la hora y se oían cantos dentro de cisternas vacías y agotados pozos.
En esta arruinada cavidad en medio de las montañas bajo la mortecina claridad de la luna la hierba canta sobre las desplomadas tumbas alrededor de la capilla allí esta la desierta capilla donde sólo habita el viento. No tiene ventanas y la puerta se balancea, los huesos secos a nadie pueden dañar. Sólo un gallo se alzaba en la cumbrera co co rico co co rico a la claridad de un relámpago. Luego vino una racha húmeda trayendo lluvia.
Ganga estaba hundido y las hojas frágiles esperaban la lluvia, mientras las negras nubes se amontonaban a lo lejos, sobre el Himavant. La selva se agachó, se encorvó en silencio. Entonces habló el trueno DA Datta: ¿qué hemos dado? Amigo mío, la sangre que sacude mi corazón la espantosa audacia de un momento de debilidad que un siglo de prudencia no puede borrar por eso y eso sólo es por lo que hemos existido y ello no se hallará registrado en nuestros obituarios ni en los recuerdos que cubre la benéfica araña ni bajo los sellos que rompe el flaco notario en nuestros vacíos aposentos DA Dayadhwam: he oído la llave voltear en la cerradura una vez y sólo una vez pensamos en la llave, cada cual en su prisión pensando en la llave, cada cual confirma una prisión pero al anochecer, etéreos rumores reaniman por un momento a un Coriolano roto DA Damyata: el barco obedeció alegremente a la mano hábil para la vela y el remo el mar estaba tranquilo, tu corazón podía haber respondido alegremente a la invitación, palpitando obediente a las diestras manos.
                              Me senté en la orilla a pescar, con la árida llanura a mi espalda ¿Pondré por lo menos orden en mis tierras? El Puente de Londres está cayendo cayendo cayendo Poi s'ascose nel foco che gli affina Quando fiam uti chelidon —Oh, golondrina, golondrina Le Prince d'Aquitaine à la tour abolie Estos fragmentos han sostenido mis ruinas Why then Ile fit you. Hieronymo's mad againe. Datta. Dayadhwam. Damyata.               Shantih shantih shantih.
                                               ❧   ❧   ❧
19. Viaje al fin de la noche, Louis-Ferdinand Céline.
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Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.
Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca.
Y, además, que todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos.
Está del otro lado de la vida.
La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Nada. Fue Arthur Ganate quien me hizo hablar. Arthur, un compañero, estudiante de medicina como yo. Resulta que nos encontramos en la Place Clichy. Después de comer. Quería hablarme. Lo escuché. «¡No nos quedemos fuera! —me dijo—. ¡Vamos adentro!» Y fui y entré con él. «¡Esta terraza está como para freír huevos! ¡Ven por aquí!», comenzó. Entonces advertimos también que no había nadie en las calles, por el calor; ni un coche, nada. Cuando hace mucho frío, tampoco; no ves a nadie en las calles; pero, si fue él mismo, ahora que recuerdo, quien me dijo, hablando de eso: «La gente de París parece estar siempre ocupada, pero, en realidad, se pasean de la mañana a la noche; la prueba es que, cuando no hace bueno para pasear, demasiado frío o demasiado calor, desaparecen. Están todos dentro, tomando cafés con leche o cañas de cerveza. ¡Ya ves! ¡El siglo de la velocidad!, dicen. Pero, ¿dónde? ¡Todo cambia, que es una barbaridad!, según cuentan. ¿Cómo así? Nada ha cambiado, la verdad. Siguen admirándose y se acabó. Y tampoco eso es nuevo. ¡Algunas palabras, no muchas, han cambiado! Dos o tres aquí y allá, insignificantes…» Conque, muy orgullosos de haber señalado verdades tan oportunas, nos quedamos allí sentados, mirando, arrobados, a las damas del café.
Después salió a relucir en la conversación el presidente Poincaré, que, justo aquella mañana, iba a inaugurar una exposición canina, y, después, burla burlando, salió también Le Temps, donde lo habíamos leído.  «¡Hombre, Le Temps ¡Ése es un señor periódico! —dijo Arthur Ganate para pincharme—. ¡No tiene igual para defender a la raza francesa!»
«¡Y bien que lo necesita la raza francesa, puesto que no existe!», fui y le dije, para devolverle la pelota y demostrar que estaba documentado.
«¡Que sí! ¡Claro que existe! ¡Y bien noble que es! —insistía él—. Y hasta te diría que es la más noble del mundo. ¡Y el que lo niegue es un cabrito!» Y me puso de vuelta y media. Ahora, que yo me mantuve en mis trece.
«¡No es verdad! La raza, lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también.»
«Bardamu —me dijo entonces, muy serio y un poco triste—, nuestros padres eran como nosotros. ¡No hables mal de ellos!…»
«¡Tienes razón, Arthur! ¡En eso tienes razón! Rencorosos y dóciles, violados, robados, destripados, y gilipollas siempre. ¡Como nosotros eran! ¡Ni que lo digas! ¡No cambiamos! Ni de calcetines, ni de amos, ni de opiniones, o tan tarde, que no vale la pena. Hemos nacido fieles, ¡ya es que reventamos de fidelidad! Soldados sin paga, héroes para todo el mundo, monosabios, palabras dolientes, somos los favoritos del Rey Miseria. ¡Nos tiene en sus manos! Cuando nos portamos mal, aprieta… Tenemos sus dedos en torno al cuello, siempre, cosa que molesta para hablar; hemos de estar atentos, si queremos comer… Por una cosita de nada, te estrangula… Eso no es vida…»
«¡Nos queda el amor, Bardamu!»
«Arthur, el amor es el infinito puesto al alcance de los caniches, ¡y yo tengo dignidad!», le respondí.
«Puestos a hablar de ti, ¡tú es que eres un anarquista y se acabó!»
Siempre un listillo, como veis, y el no va más en opiniones avanzadas.
«Tú lo has dicho, chico, ¡anarquista! Y la prueba mejor es que he compuesto una especie de oración vengadora y social. ¡A ver qué te parece! Se llama Las alas de oro…» Y entonces se la recité:
Un Dios que cuenta los minutos y los céntimos, un Dios desesperado, sensual y gruñón como un marrano. Un marrano con alas de oro y que se tira por todos lados, panza arriba, en busca de caricias. Ése es, nuestro señor. ¡Abracémonos!
«Tu obrita no se sostiene ante la vida. Yo estoy por el orden establecido y no me gusta la política. Y, además, el día en que la patria me pida derramar mi sangre por ella, me encontrará, desde luego, listo para entregársela y al instante.» Así me respondió.
Precisamente la guerra se nos acercaba a los dos, sin que lo hubiéramos advertido, y ya mi cabeza resistía poco. Aquella discusión breve, pero animada, me había fatigado. Y, además, estaba afectado porque el camarero me había llamado tacaño por la propina. En fin, al final Arthur y yo nos reconciliamos, por completo. Éramos de la misma opinión sobre casi todo.
«Es verdad, tienes razón a fin de cuentas —convine, conciliador—, pero, en fin, estamos todos sentados en una gran galera, remamos todos, con todas nuestras fuerzas… ¡no me irás a decir que no!… ¡Sentados sobre clavos incluso y dando el callo! ¿Y qué sacamos? ¡Nada! Estacazos sólo, miserias, patrañas y cabronadas encima. ¡Que trabajamos!, dicen. Eso es aún más chungo que todo lo demás, el dichoso trabajo. Estamos abajo, en las bodegas, echando el bofe, con una peste y los cataplines chorreando sudor, ¡ya ves! Arriba, en el puente, al fresco, están los amos, tan campantes, con bellas mujeres, rosadas y bañadas de perfume, en las rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se ponen sus chisteras y nos echan un discurso, a berridos, así: “Hatajo de granujas, ¡es la guerra! —nos dicen—. Vamos a abordarlos, a esos cabrones de la patria n.° 2, ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga! ¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: ‘¡Viva la patria n.° 1!’ ¡Que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias! Y los que no quieran diñarla en el mar, pueden ir a palmar en tierra, ¡donde se tarda aún menos que aquí!”»
«¡Exacto! ¡Sí, señor!», aprobó Arthur, ahora más dispuesto a dejarse convencer.
Pero, mira por dónde, justo por delante del café donde estábamos sentados, fue a pasar un regimiento, con el coronel montado a la cabeza y todo, ¡muy apuesto, por cierto, y de lo más gallardo, el coronel! Di un brinco de entusiasmo al instante.
«¡Voy a ver si es así!», fui y le grité a Arthur, y ya me iba a alistarme y a la carrera incluso.
«¡No seas gilipollas, Ferdinand!», me gritó, a su vez, Arthur, molesto, seguro, por el efecto que había causado mi heroísmo en la gente que nos miraba.
Me ofendió un poco que se lo tomara así, pero no me hizo desistir. Ya iba yo marcando el paso. «¡Aquí estoy y aquí me quedo!», me dije.
«Ya veremos, ¿eh, pardillo?», me dio incluso tiempo a gritarle antes de doblar la esquina con el regimiento, tras el coronel y su música. Así fue exactamente.
Después marchamos mucho rato. Calles y más calles, que nunca acababan, llenas de civiles y sus mujeres que nos animaban y lanzaban flores, desde las terrazas, delante de las estaciones, desde las iglesias atestadas. ¡Había una de patriotas! Y después empezó a haber menos… Empezó a llover y cada vez había menos y luego nadie nos animaba, ni uno, por el camino.
Entonces, ¿ya sólo quedábamos nosotros? ¿Unos tras otros? Cesó la música. «En resumen —me dije entonces, cuando vi que la cosa se ponía fea—, ¡esto ya no tiene gracia! ¡Hay que volver a empezar!» Iba a marcharme. ¡Demasiado tarde! Habían cerrado la puerta a la chita callando, los civiles, tras nosotros. Estábamos atrapados, como ratas.
Una vez dentro, hasta el cuello. Nos hicieron montar a caballo y después, al cabo de dos meses, ir a pie otra vez. Tal vez porque costaba muy caro. En fin, una mañana, el coronel buscaba su montura, su ordenanza se había marchado con ella, no se sabía adónde, a algún lugar, seguro, por donde las balas pasaran con menor facilidad que en medio de la carretera. Pues en ella habíamos acabado situándonos, el coronel y yo, justo en medio de la carretera, y yo sostenía el registro en que él escribía sus órdenes.
A lo lejos, en la carretera, apenas visibles, había dos puntos negros, en medio, como nosotros, pero eran dos alemanes que llevaban más de un cuarto de hora disparando.
Él, nuestro coronel, tal vez supiera por qué disparaban aquellos dos; quizá los alemanes lo supiesen también, pero yo, la verdad, no. Por más que me refrescaba la memoria, no recordaba haberles hecho nada a los alemanes. Siempre había sido muy amable y educado con ellos. Me los conocía un poco, a los alemanes; hasta había ido al colegio con ellos, de pequeño, cerca de Hannover. Había hablado su lengua. Entonces eran una masa de cretinitos chillones, de ojos pálidos y furtivos, como de lobos; íbamos juntos, después del colegio, a tocar a las chicas en los bosques cercanos, y también tirábamos con ballesta y pistola, que incluso nos comprábamos por cuatro marcos. Bebíamos cerveza azucarada. Pero de eso a que nos dispararan ahora a la barriga, sin venir siquiera a hablarnos primero, y justo en medio de la carretera, había un trecho y un abismo incluso. Demasiada diferencia.
En resumen, no había quien entendiera la guerra. Aquello no podía continuar.
Entonces, ¿les había ocurrido algo extraordinario a aquella gente? Algo que yo no sentía, ni mucho menos. No debía de haberlo advertido…
Mis sentimientos hacia ellos seguían siendo los mismos. Pese a todo, sentía como un deseo de intentar comprender su brutalidad, pero más ganas aún tenía de marcharme, unas ganas enormes, absolutas: de repente todo aquello me parecía consecuencia de un error tremendo.
«En una historia así, no hay nada que hacer, hay que ahuecar el ala», me decía, al fin y al cabo…
Por encima de nuestras cabezas, a dos milímetros, a un milímetro tal vez de las sienes, venían a vibrar, uno tras otro, esos largos hilos de acero tentadores trazados por las balas que te quieren matar, en el caliente aire del verano.
Nunca me había sentido tan inútil como entre todas aquellas balas y los rayos de aquel sol. Una burla inmensa, universal.
En aquella época tenía yo sólo veinte años de edad. Alquerías desiertas a lo lejos, iglesias vacías y abiertas, como si los campesinos hubieran salido todos de las aldeas para ir a una fiesta en el otro extremo de la provincia y nos hubiesen dejado, confiados, todo lo que poseían, su campo, las carretas con los varales al aire, sus tierras, sus cercados, la carretera, los árboles e incluso las vacas, un perro con su cadena, todo, vamos. Para que pudiésemos hacer con toda tranquilidad lo que quisiéramos durante su ausencia. Parecía muy amable por su parte. «De todos modos, si no hubieran estado ausentes —me decía yo—, si aún hubiese habido gente por aquí, ¡seguro que no nos habríamos comportado de modo tan innoble! ¡Tan mal!
¡No nos habríamos atrevido delante de ellos!» Pero, ¡ya no quedaba nadie para vigilarnos! Sólo nosotros, como recién casados que hacen guarrerías, cuando todo el mundo se ha ido.
También pensaba (detrás de un árbol) que me habría gustado verlo allí, al Dérouléde ese, de que tanto me habían hablado, explicarme cómo hacía él, cuando recibía una bala en plena panza.
Aquellos alemanes agachados en la carretera, tiradores tozudos, tenían mala puntería, pero parecían tener balas para dar y tomar, almacenes llenos sin duda. Estaba claro: ¡la guerra no había terminado! Nuestro coronel, las cosas como son, ¡demostraba una bravura asombrosa! Se paseaba por el centro mismo de la carretera y después en todas direcciones entre las trayectorias, tan tranquilo como si estuviese esperando a un amigo en el andén de la estación: sólo, que un poco impaciente.
Pero el campo, debo decirlo en seguida, yo nunca he podido apreciarlo, siempre me ha parecido triste, con sus lodazales interminables, sus casas donde la gente nunca está y sus caminos que no van a ninguna parte. Pero, si se le añade la guerra, además, ya es que no hay quien lo soporte. El viento se había levantado, brutal, a cada lado de los taludes, los álamos mezclaban las ráfagas de sus hojas con los ruidillos secos que venían de allá hacia nosotros. Aquellos soldados desconocidos nunca nos acertaban, pero nos rodeaban de miles de muertos, parecíamos acolchados con ellos. Yo ya no me atrevía a moverme.
Entonces, ¡el coronel era un monstruo! Ahora ya estaba yo seguro, peor que un perro, ¡no se imaginaba su fin! Al mismo tiempo, se me ocurrió que debía de haber muchos como él en nuestro ejército, tan valientes, y otros tantos sin duda en el ejército de enfrente. ¡A saber cuántos! ¿Uno, dos, varios millones, tal vez, en total? Entonces mi canguelo se volvió pánico. Con seres semejantes, aquella imbecilidad infernal podía continuar indefinidamente… ¿Por qué habrían de detenerse? Nunca me había parecido tan implacable la sentencia de los hombres y las cosas.
Pensé —¡presa del espanto!—: ¿seré, pues, el único cobarde de la tierra?… ¿Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes? Con cascos, sin cascos, sin caballos, en motos, dando alaridos, en autos, pitando, tirando, conspirando, volando, de rodillas, cavando, escabulléndose, caracoleando por los senderos, lanzando detonaciones, ocultos en la tierra como en una celda de manicomio, para destruirlo todo, Alemania, Francia y los continentes, todo lo que respira, destruir, más rabiosos que los perros, adorando su rabia (cosa que no hacen los perros), cien, mil veces más rabiosos que mil perros, ¡y mucho más perversos! ¡Estábamos frescos! La verdad era, ahora me daba cuenta, que me había metido en una cruzada apocalíptica.
Somos vírgenes del horror, igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego… Venía de las profundidades y había llegado.
El coronel seguía sin inmutarse, yo lo veía recibir, en el talud, cortas misivas del general, que después rompía en pedacitos, tras haberlas leído sin prisa, entre las balas. Entonces, ¿en ninguna de ellas iba la orden de detener al instante aquella abominación? Entonces, ¿no le decían los de arriba que había un error? ¿Un error abominable? ¿Una confusión? ¿Que se habían equivocado? ¡Que habían querido hacer maniobras en broma y no asesinatos! Pues, ¡claro que no! «¡Continúe, coronel, va por buen camino!» Eso le escribía sin duda el general Des Entrayes, de la división, el jefe de todos nosotros, del que recibía una misiva cada cinco minutos, por mediación de un enlace, a quien el miedo volvía cada vez un poco más verde y cagueta. ¡Aquel muchacho habría podido ser mi hermano en el miedo! Pero tampoco teníamos tiempo para confraternizar.
Conque, ¿no había error? Eso de dispararnos, así, sin vernos siquiera, ¡no estaba prohibido! Era una de las cosas que se podían hacer sin merecer un broncazo. Estaba reconocido incluso, alentado seguramente por la gente seria, ¡como la lotería, los esponsales, la caza de montería!… Sin objeción. Yo acababa de descubrir de un golpe y por entero la guerra. Había quedado desvirgado. Hay que estar casi solo ante ella, como yo en aquel momento, para verla bien, a esa puta, de frente y de perfil. Acababan de encender la guerra entre nosotros y los de enfrente, ¡y ahora ardía! Como la corriente entre los dos carbones de un arco voltaico. ¡Y no estaba a punto de apagarse, el carbón! íbamos a ir todos para adelante, el coronel igual que los demás, con todas sus faroladas, y su piltrafa no iba a hacer un asado mejor que la mía, cuando la corriente de enfrente le pasara entre ambos hombros.
Hay muchas formas de estar condenado a muerte. ¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento por estar en la cárcel en lugar de allí! Por haber robado, previsor, algo, por ejemplo, cuando era tan fácil, en algún sitio, cuando aún estaba a tiempo. ¡No piensa uno en nada! De la cárcel sales vivo; de la guerra, no. Todo lo demás son palabras.
Si al menos hubiera tenido tiempo aún, pero, ¡ya no! ¡Ya no había nada que robar! ¡Qué bien se estaría en una cárcel curiosita, me decía, donde no pasan las balas! ¡Nunca pasan! Conocía una a punto, al sol, ¡calentita! En un sueño, la de Saint-Germain precisamente, tan cerca del bosque, la conocía bien, en tiempos pasaba a menudo por allí. ¡Cómo cambia uno! Era un niño entonces y aquella cárcel me daba miedo. Es que aún no conocía a los hombres. No volveré a creer nunca lo que dicen, lo que piensan. De los hombres, y de ellos sólo, es de quien hay que tener miedo, siempre.
¿Cuánto tiempo tendría que durar su delirio, para que se detuvieran agotados, por fin, aquellos monstruos? ¿Cuánto tiempo puede durar un acceso así? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuánto? ¿Tal vez hasta la muerte de todo el mundo, de todos los locos? ¿Hasta el último? Y como los acontecimientos presentaban aquel cariz desesperado, me decidí a jugarme el todo por el todo, a intentar la última gestión, la suprema: ¡tratar, yo solo, de detener la guerra! Al menos en el punto en que me encontraba.
El coronel deambulaba a dos pasos. Yo iba a ir a hablarle. Nunca lo había hecho.
Era el momento de atreverse. Al punto a que habíamos llegado, ya casi no había nada que perder. «¿Qué quiere?», me preguntaría, me imaginaba, muy sorprendido, seguro, por mi audaz interrupción. Entonces le explicaría las cosas, tal como las veía. A ver qué pensaba él. En la vida lo principal es explicarse. Cuatro ojos ven mejor que dos.
Iba a hacer esa gestión decisiva, cuando, en ese preciso instante, llegó hacia nosotros, a paso ligero, extenuado, derrengado, un «caballero de a pie» (como se decía entonces) con el casco boca arriba en la mano, como Belisario, y, además, tembloroso y cubierto de barro, con el rostro aún más verdusco que el del otro enlace. Tartamudeaba y parecía sufrir un dolor espantoso, aquel caballero, como si saliera de una tumba y sintiese náuseas. Entonces, ¿tampoco le gustaban las balas a aquel fantasma? ¿Las presentía como yo?
«¿Qué hay?», le cortó, brutal y molesto, el coronel, al tiempo que lanzaba una mirada como de acero a aquel aparecido.
Enfurecía a nuestro coronel verlo así, a aquel innoble caballero, con porte tan poco reglamentario y cagadito de la emoción. No le gustaba nada el miedo. Era evidente. Y, para colmo, el casco en la mano, como un bombín, desentonaba de lo lindo en nuestro regimiento de ataque, un regimiento que se lanzaba a la guerra. Parecía saludarla, aquel caballero de a pie, a la guerra, al entrar.
Ante su mirada de oprobio, el mensajero, vacilante, volvió a ponerse «firmes», con los meñiques en la costura del pantalón, como se debe hacer en esos casos. Oscilaba así, tieso, en el talud, con sudor cayéndole a lo largo de la yugular, y las mandíbulas le temblaban tanto, que se le escapaban grititos abortados, como un perrito soñando. Era difícil saber si quería hablarnos o si lloraba.
Nuestros alemanes agachados al final de la carretera acababan de cambiar de instrumento en aquel preciso instante. Ahora proseguían con sus disparates a base de ametralladora; crepitaban como grandes paquetes de cerillas y a nuestro alrededor llegaban volando enjambres de balas rabiosas, insistentes como avispas.
Aun así, el hombre consiguió pronunciar una frase articulada: «Acaban de matar al sargento Barousse, mi coronel», dijo de un tirón.
«¿Y qué más?»
«Lo han matado, cuando iba a buscar el furgón del pan, en la carretera de Etrapes, mi coronel.»
«¿Y qué más?»
«¡Lo ha reventado un obús!»
«¿Y qué más, hostias?»
«Nada más, mi coronel…»
«¿Eso es todo?»
«Sí, eso es todo, mi coronel.»
«¿Y el pan?», preguntó el coronel.
Ahí acabó el diálogo, porque recuerdo muy bien que tuvo el tiempo justo de decir: «¿Y el pan?». Y después se acabó. Después, sólo fuego y estruendo. Pero es que un estruendo, que nunca hubiera uno pensado que pudiese existir. Nos llenó hasta tal punto los ojos, los oídos, la nariz, la boca, al instante, el estruendo, que me pareció que era el fin, que yo mismo me había convertido en fuego y estruendo.
Pero, no; cesó el fuego y siguió largo rato en mi cabeza y luego los brazos y las piernas temblando como si alguien los sacudiera por detrás. Parecía que los miembros me iban a abandonar, pero siguieron conmigo. En el humo que continuó picando en los ojos largo rato, el penetrante olor a pólvora y azufre permanecía, como para matar las chinches y las pulgas de la tierra entera.
Justo después, pensé en el sargento Barousse, que acababa de reventar, como nos había dicho el otro. Era una buena noticia. «¡Mejor! —pensé al instante—. ¡Un granuja de cuidado menos en el regimiento!» Me había querido someter a consejo de guerra por una lata de conservas. «¡A cada cual su guerra!», me dije. En ese sentido, hay que reconocerlo, de vez en cuando, ¡parecía servir para algo, la guerra! Conocía tres o cuatro más en el regimiento, cerdos asquerosos, a los que yo habría ayudado con gusto a encontrar un obús como Barousse.
En cuanto al coronel, no le deseaba yo ningún mal. Sin embargo, también él estaba muerto. Al principio, no lo vi. Es que la explosión lo había lanzado sobre el talud, de costado, y lo había proyectado hasta los brazos del caballero de a pie, el mensajero, también él cadáver. Se abrazaban los dos de momento y para siempre, pero el caballero había quedado sin cabeza, sólo tenía un boquete por encima del cuello, con sangre dentro hirviendo con burbujas, como mermelada en la olla. El coronel tenía el vientre abierto y una fea mueca en el rostro. Debía de haberle hecho daño, aquel golpe, en el momento en que se había producido. ¡Peor para él! Si se hubiera marchado al empezar el tiroteo, no le habría pasado nada.
Toda aquella carne junta sangraba de lo lindo.
Aún estallaban obuses a derecha e izquierda de la escena.
Abandoné el lugar sin más demora, encantado de tener un pretexto tan bueno para pirarme. Iba canturreando incluso, titubeante, como cuando, al acabar una regata, sientes flojedad en las piernas. «¡Un solo obús! La verdad es que se despacha rápido un asunto con un solo obús —me decía—. ¡Madre mía! —no dejaba de repetirme—. ¡Madre mía!…»
En el otro extremo de la carretera no quedaba nadie. Los alemanes se habían marchado. Sin embargo, en aquella ocasión yo había aprendido muy rápido a caminar, en adelante, protegido por el perfil de los árboles. Estaba impaciente por llegar al campamento para saber si habían muerto otros del regimiento en exploración. ¡También debe de haber trucos, me decía, además, para dejarse coger prisionero!… Aquí y allá nubes de humo acre se aferraban a los montículos. «¿No estarán todos muertos ahora? —me preguntaba—. Ya que no quieren entender nada de nada, lo más ventajoso y práctico sería eso, que los mataran a todos rápido… Así acabaríamos en seguida… Regresaríamos a casa… Volveríamos a pasar tal vez por la Place Clichy triunfales… Uno o dos sólo, supervivientes… Según mi deseo… Muchachos apuestos y bien plantados, tras el general, todos los demás habrían muerto como el coronel… como Barousse… como Vanaille (otro cabrón)… etc. Nos cubrirían de condecoraciones, de flores, pasaríamos bajo el Arco de Triunfo. Entraríamos al restaurante, nos servirían sin pagar, ya no pagaríamos nada, ¡nunca más en la vida! ¡Somos los héroes!, diríamos en el momento de la cuenta… ¡Defensores de la Patria! ¡Y bastaría!… ¡Pagaríamos con banderitas francesas!… La cajera rechazaría, incluso, el dinero de los héroes y hasta nos daría del suyo, junto con besos, cuando pasáramos ante su caja. Valdría la pena vivir.»
Al huir, advertí que me sangraba un brazo, pero un poco sólo, no era una herida de verdad, ni mucho menos, un desollón. Vuelta a empezar.
Se puso a llover de nuevo, los campos de Flandes chorreaban de agua sucia. Seguí largo rato sin encontrar a nadie, sólo el viento y poco después el sol. De vez en cuando, no sabía de dónde, una bala, así, por entre el sol y el aire, me buscaba, juguetona, empeñada en matarme, en aquella soledad, a mí. ¿Por qué? Nunca más, aun cuando viviera cien años, me pasearía por el campo. Lo juré.
Mientras seguía adelante, recordaba la ceremonia de la víspera. En un prado se había celebrado, esa ceremonia, detrás de una colina; el coronel, con su potente voz, había arengado el regimiento: «¡Ánimo! —había dicho—. ¡Ánimo! ¡Y viva Francia!» Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria. Era mi opinión. Nunca había comprendido tantas cosas a la vez.
El coronel, por su parte, nunca había tenido imaginación. Toda su desgracia se había debido a eso y, sobre todo, la nuestra. ¿Es que era yo, entonces, el único que tenía imaginación para la muerte en aquel regimiento? Para muerte, prefería la mía, lejana… al cabo de veinte… treinta años… tal vez más, a la que me ofrecían al instante: trapiñando el barro de Flandes, a dos carrillos, y no sólo por la boca, abierta de oreja a oreja por la metralla. Tiene uno derecho a opinar sobre su propia muerte, ¿no? Pero, entonces, ¿adónde ir? ¿Hacia delante? De espaldas al enemigo. Si los gendarmes me hubieran pescado así, de paseo, me habrían dado para el pelo bien. Me habrían juzgado esa misma tarde, rápido, sin ceremonias, en un aula de colegio abandonado. Había muchas aulas vacías, por todos los sitios por donde pasábamos. Habrían jugado conmigo a la justicia, como juegan los niños cuando el maestro se ha ido. Los suboficiales en el estrado, sentados, y yo de pie, con las manos esposadas, ante los pupitres. Por la mañana, me habrían fusilado: doce balas, más una. Entonces, ¿qué?
Y volvía yo a pensar en el coronel, lo bravo que era aquel hombre, con su coraza, sus cascos y sus bigotes; si lo hubieran enseñado paseándose, como lo había visto yo, bajo las balas y los obuses, en un espectáculo de variedades, habría llenado una sala como el Alhambra de entonces, habría eclipsado a Fragson,[4] aun siendo éste un astro extraordinario en la época de que os hablo. Era lo que yo pensaba. ¿Ánimo? «¡Y una leche!», pensaba.
Después de horas y horas de marcha furtiva y prudente, divisé por fin a nuestros soldados delante de un caserío. Era una de nuestras avanzadillas. La de un escuadrón alojado por allí. Ni una sola baja entre ellos, me anunciaron. ¡Todos vivos! Y yo, portador de la gran noticia: «¡El coronel ha muerto!», fui y les grité, en cuanto estuve bastante cerca del puesto. «¡Hay coroneles de sobra!», me devolvió la pelota el cabo Pistil, que precisamente estaba de guardia y hasta de servicio.
«Y en espera de que substituyan al coronel, no te escaquees tú, vete con Empouille y Kerdoncuff a la distribución de carne; coged dos sacos cada uno, es ahí detrás de la iglesia… Ésa que se ve allá… Y no dejéis que os den sólo huesos como ayer. ¡Y a ver si espabiláis para estar de vuelta en el escuadrón antes de la noche, cabritos!»
Conque nos pusimos en camino los tres.
«¡Nunca volveré a contarles nada!», me decía yo, enfadado. Comprendía que no valía la pena contar nada a aquella gente, que un drama como el que yo había visto los traía sin cuidado, a semejantes cerdos, que ya era demasiado tarde para que pudiese interesar aún. Y pensar que ocho días antes la muerte de un coronel, como la que había sucedido, se habría publicado a cuatro columnas y con mi fotografía. ¡Qué brutos!
Así, que en un prado, quemado por el sol de agosto, y a la sombra de los cerezos, era donde distribuían toda la carne para el regimiento. Sobre sacos y lonas de tienda desplegadas, e incluso sobre la hierba, había kilos y kilos de tripas extendidas, de grasa en copos amarillos y pálidos, corderos destripados con los órganos en desorden, chorreando en arroyuelos ingeniosos por el césped circundante, un buey entero cortado en dos, colgado de un árbol, al que aún estaban arrancando despojos, con muchos esfuerzos y entre blasfemias, los cuatro carniceros del regimiento. Los escuadrones, insultándose con ganas, se disputaban las grasas y, sobre todo, los riñones, en medio de las moscas, en enjambres como sólo se ven en momentos así y musicales como pajarillos.
Y más sangre por todas partes, en charcos viscosos y confluyentes que buscaban la pendiente por la hierba. Unos pasos más allá estaban matando el último cerdo. Ya cuatro hombres y un carnicero se disputaban ciertas tripas aún no arrancadas.
«¡Eh, tú, cabrito! ¡Que fuiste tú quien nos chorizaste el lomo ayer!…»
Aún tuve tiempo de echar dos o tres vistazos a aquella desavenencia alimentaria, al tiempo que me apoyaba en un árbol, y hube de ceder a unas ganas inmensas de vomitar, pero lo que se dice vomitar, hasta desmayarme.
Me llevaron hasta el acantonamiento en una camilla, pero no sin aprovechar la ocasión para birlarme mis dos bolsas de tela marrón.
Me despertó otra bronca del sargento. La guerra no se podía tragar.
Todo llega y, hacia fines de aquel mismo mes de agosto, me tocó el turno de ascender a cabo. Con frecuencia me enviaban, con cinco hombres, en misión de enlace, a las órdenes del general Des Entrayes. Ese jefe era bajo de estatura, silencioso, y no parecía a primera vista ni cruel ni heroico. Pero había que desconfiar… Parecía preferir, por encima de todo, su comodidad. No cesaba de pensar incluso, en su comodidad, y, aunque nos batíamos en retirada desde hacía más de un mes, abroncaba a todo el mundo, si su ordenanza no le encontraba, al llegar a una etapa, en cada nuevo acantonamiento, cama bien limpia y cocina acondicionada a la moderna.
Al jefe de Estado Mayor, con sus cuatro galones, esa preocupación por la comodidad lo traía frito. Las exigencias domésticas del general Des Entrayes le irritaban. Sobre todo porque él, cretino, gastrítico en sumo grado y estreñido, no sentía la menor afición por la comida. De todos modos, tenía que comer sus huevos al plato en la mesa del general y recibir en esa ocasión sus quejas. Se es militar o no se es. No obstante, yo no podía compadecerlo, porque como oficial era un cabronazo de mucho cuidado. Para que veáis cómo era: cuando habíamos estado por ahí danzando hasta la noche, de caminos a colinas y entre alfalfa y zanahorias, bien que acabábamos deteniéndonos para que nuestro general pudiera acostarse en alguna parte. Le buscábamos una aldea tranquila, bien al abrigo, donde aún no acampaban tropas y, si ya había tropas en la aldea, levantaban el campo a toda prisa, las echábamos, sencillamente, a dormir al sereno, aun cuando ya hubieran montado los pabellones.
La aldea estaba reservada en exclusiva para el Estado Mayor, sus caballos, sus cantinas, sus bagajes, y también para el cabrón del comandante. Se llamaba Pinçon, aquel canalla, el comandante Pinçon. Espero que ya haya estirado la pata (y no de muerte suave). Pero en aquel momento de que hablo, estaba más vivo que la hostia, el Pinçon. Todas las noches nos reunía a los hombres del enlace y nos ponía de vuelta y media para hacernos entrar en vereda e intentar avivar nuestro ardor. Nos mandaba a todos los diablos, ¡a nosotros, que habíamos estado en danza todo el día detrás del general! ¡Pie a tierra! ¡A caballo! ¡Pie a tierra otra vez! A llevar sus órdenes así, de acá para allá. Igual podrían habernos ahogado, cuando acabábamos. Habría sido más práctico para todos.
«¡Marchaos todos! ¡Incorporaos a vuestros regimientos! ¡Y a escape!», gritaba.
«¿Dónde está el regimiento, mi comandante?», preguntábamos…
«En Barbagny.»
«¿Dónde está Barbagny?»
«¡Es por allí!»
Por allí, donde señalaba, sólo había noche, como en todos lados, una noche enorme que se tragaba la carretera a dos pasos de nosotros, hasta el punto de que sólo destacaba de la negrura un trocito de carretera del tamaño de la lengua.
¡Vete a buscar su Barbagny al fin del mundo! ¡Habría habido que sacrificar todo un escuadrón, al menos, para encontrar su Barbagny! Y, además, ¡un escuadrón de bravos! Y yo, que ni era bravo ni veía razón alguna para serlo, tenía, evidentemente, aún menos deseos que nadie de encontrar su Barbagny, del que, además, él mismo nos hablaba al azar. Era como si, a fuerza de broncas, hubiesen intentado infundirme deseos de ir a suicidarme. Esas cosas se tienen o no se tienen.
De toda aquella oscuridad, tan densa, nada más caer la noche, que parecía que no volverías a ver el brazo en cuanto lo extendías más allá del hombro, yo sólo sabía una cosa, pero ésa con toda certeza, y era que encerraba voluntades homicidas enormes e innumerables.
En cuanto caía la noche, aquel bocazas de Estado Mayor sólo pensaba en enviarnos al otro mundo y muchas veces le daba ya a la puesta de sol. Luchábamos un poco con él a base de inercia, nos obstinábamos en no entenderlo, nos aferrábamos al acantonamiento, donde estábamos a gustito, lo más posible, pero, al final, cuando ya no se veían los árboles, teníamos que ceder y salir a morir un poco; la cena del general estaba lista.
A partir de ese momento todo dependía del azar. Unas veces lo encontrábamos y otras no, el regimiento y su Barbagny. Sobre todo lo encontrábamos por error, porque los centinelas del escuadrón de guardia nos disparaban al llegar. Así, nos dábamos a conocer por fuerza y casi siempre acabábamos la noche haciendo servicios de todas clases, acarreando infinidad de fardos de avena y la tira de cubos de agua, recibiendo broncas hasta quedar aturdidos, además de por el sueño.
Por la mañana volvíamos a salir, los cinco del grupo de enlace, para el cuartel del general Des Entrayes, a continuar la guerra.
Pero la mayoría de las veces no lo encontrábamos, el regimiento, y nos limitábamos a esperar el día dando vueltas en torno a las aldeas por caminos desconocidos, en las lindes de los caseríos evacuados y los bosquecillos traicioneros; los evitábamos lo más posible por miedo a las patrullas alemanas. Sin embargo, en algún sitio había que estar, en espera de la mañana, algún sitio en la noche. No podíamos esquivarlo todo. Desde entonces sé lo que deben de sentir los conejos en un coto de caza.
Los caminos de la piedad son curiosos. Si le hubiésemos dicho al comandante Pinçon que era un cerdo asesino y cobarde, le habríamos dado un placer enorme, el de mandarnos fusilar, en el acto, por el capitán de la gendarmería, que no se separaba de él ni a sol ni a sombra y que, por su parte, no pensaba en otra cosa. No era a los alemanes a quienes tenía fila, el capitán de la gendarmería.
Conque tuvimos que exponernos a las emboscadas durante noches y más noches imbéciles que se seguían, con la esperanza, cada vez más débil, de poder regresar, y sólo ésa, y de que, si regresábamos, no olvidaríamos nunca, absolutamente nunca, que habíamos descubierto en la tierra a un hombre como tú y como yo, pero mucho más sanguinario que los cocodrilos y los tiburones que pasan entre dos aguas, y con las fauces abiertas, en torno a los barcos que van a verterles basura y carne podrida a alta mar, por La Habana.
La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender nunca hasta qué punto son hijoputas los hombres. Cuando estemos al borde del hoyo, no habrá que hacerse el listo, pero tampoco olvidar, habrá que contar todo sin cambiar una palabra, todas las cabronadas más increíbles que hayamos visto en los hombres y después hincar el pico y bajar. Es trabajo de sobra para toda una vida.
Con gusto lo habría yo dado de comida para los tiburones, a aquel comandante Pinçon, y a su gendarme de compañía, para que aprendiesen a vivir, y también mi caballo, al tiempo, para que no sufriera más, porque ya es que no le quedaba lomo, al pobre desgraciado, de tanto dolor que sentía; sólo dos placas de carne le quedaban en el sitio, bajo la silla, de la anchura de mis manos, y supurantes, en carne viva, con grandes regueros de pus que le caían por los bordes de la manta hasta los jarretes. Y, sin embargo, había que trotar encima de él, uno, dos… Se retorcía al trotar. Pero los caballos son mucho más pacientes aún que los hombres. Ondulaba al trotar. Había que dejarlo por fuerza al aire libre. En los graneros, con el olor tan fuerte que despedía, nos asfixiaba. Al montarle al lomo, le dolía tanto, que se curvaba, como por cortesía, y entonces el vientre le llegaba hasta las rodillas. Así, me parecía montar a un asno. Era más cómodo así, hay que reconocerlo. Yo mismo estaba cansado lo mío, con toda la carga que soportaba de acero sobre la cabeza y los hombros.
El general Des Entrayes, en la casa reservada, esperaba su cena. Su mesa estaba puesta, con la lámpara en su sitio.
«Largaos todos de aquí, ¡hostias! —nos conminaba una vez más el Pinçon, enfocándonos la linterna a la altura de la nariz—. ¡Que vamos a sentarnos a la mesa! ¡No os lo repito más! ¿Es que no se van a ir, esos granujas?», gritaba incluso. De la rabia, de mandarnos así a que nos zurcieran, aquel tipo blanco como la cal, recuperaba algo de color en las mejillas.
A veces, el cocinero del general nos daba, antes de marcharnos, una tajadita; tenía la tira de papeo, el general, ya que, según el reglamento, ¡recibía cuarenta raciones para él solo! Ya no era joven, aquel hombre. Debía de estar a punto de jubilarse incluso. Se le doblaban un poco las rodillas al andar. Debía de teñirse los bigotes.
Sus arterias, en las sienes, lo veíamos perfectamente a la luz de la lámpara, cuando nos íbamos, dibujaban meandros como el Sena a la salida de París. Sus hijas eran ya mayores, según decían, solteras y, como él, tampoco eran ricas. Tal vez a causa de esos recuerdos tuviese aspecto tan quisquilloso y gruñón, como un perro viejo molestado en sus hábitos y que intenta encontrar su cesta con cojín dondequiera que le abran la puerta.
Le gustaban los bellos jardines y los rosales, no se perdía una rosaleda, por donde pasábamos. No hay como los generales para amar las rosas. Ya se sabe.
Quieras que no, nos poníamos en camino. ¡Menudo trabajo era poner los pencos al trote! Tenían miedo a moverse por las llagas y, además, de nosotros y de la noche también tenían miedo, ¡de todo, vamos! ¡Nosotros también! Diez veces dábamos la vuelta para preguntar el camino al comandante. Diez veces nos trataba de holgazanes y asquerosos escaqueados. A fuerza de espuelas, pasábamos, por fin, el último puesto de guardia, dábamos la contraseña a los plantones y después nos lanzábamos de golpe a la antipática aventura, a las tinieblas de aquel país de nadie.
A fuerza de deambular de un límite de la sombra a otro, acabábamos orientándonos un poquito, eso creíamos al menos… En cuanto una nube parecía más clara que otra, nos decíamos que habíamos visto algo… Pero lo único seguro ante nosotros era el eco que iba y venía, del trote de los caballos, un ruido que te ahoga, enorme, que no quieres ni imaginar. Parecía que trotaban hasta el cielo, que convocaban a cuantos caballos existiesen en el mundo, para mandarnos matar. Por lo demás, cualquiera habría podido hacerlo con una sola mano, con una carabina, bastaba con que la apoyara, mientras nos esperaba, en el tronco de un árbol. Yo siempre me decía que la primera luz que veríamos sería la del escopetazo final.
Al cabo de cuatro semanas, desde que había empezado la guerra, habíamos llegado a estar tan cansados, tan desdichados, que, a fuerza de cansancio, yo había perdido un poco de mi miedo por el camino. La tortura de verte maltratado día y noche por aquella gente, los suboficiales, los de menor grado sobre todo, más brutos, mezquinos y odiosos aún que de costumbre, acaba quitando las ganas, hasta a los más obstinados, de seguir viviendo.
¡Ah! ¡Qué ganas de marcharse! ¡Para dormir! ¡Lo primero! Y, si de verdad ya no hay forma de marcharse para dormir, entonces las ganas de vivir se van solas. Mientras siguiéramos con vida, deberíamos aparentar que buscábamos el regimiento.
Para que el cerebro de un idiota se ponga en movimiento, tienen que ocurrirle muchas cosas y muy crueles. Quien me había hecho pensar por primera vez en mi vida, pensar de verdad, ideas prácticas y mías personales, había sido, por supuesto, el comandante Pinçon, jeta de tortura. Conque pensaba en él, a más no poder, mientras me bamboleaba, con todo el equipo, bajo el peso del armamento, comparsa que era, insignificante, en aquel increíble tinglado internacional, en el que me había metido por entusiasmo… Lo confieso.
Cada metro de sombra ante nosotros era una promesa nueva de acabar de una vez y palmarla, pero ¿de qué modo? Lo único imprevisto en aquella historia era el uniforme del ejecutante. ¿Sería uno de aquí? ¿O uno de enfrente?
¡Yo no le había hecho nada, a aquel Pinçon! ¡Como tampoco a los alemanes!… Con su cara de melocotón podrido, sus cuatro galones que le brillaban de la cabeza al ombligo, sus bigotes tiesos y sus rodillas puntiagudas, sus prismáticos que le colgaban del cuello como un cencerro y su mapa a escala 1:100, ¡venga, hombre! Yo me preguntaba de dónde le vendría la manía, a aquel tipo, de enviar a los otros a diñarla. A los otros, que no tenían mapa.
Nosotros, cuatro a caballo por la carretera, hacíamos tanto ruido como medio regimiento. Debían de oírnos llegar a cuatro horas de allí o, si no, es que no querían oírnos. Entraba dentro de lo posible… ¿Tendrían miedo de nosotros los alemanes? ¡A saber!
Un mes de sueño en cada párpado, ésa era la carga que llevábamos, y otro tanto en la nuca, además de unos cuantos kilos de chatarra.
Se expresaban mal mis compañeros jinetes. Apenas hablaban, con eso está dicho todo. Eran muchachos procedentes de pueblos perdidos de Bretaña y nada de lo que sabían lo habían aprendido en el colegio, sino en el regimiento. Aquella noche, yo había intentado hablar un poco sobre el pueblo de Barbagny con el que iba a mi lado y que se llamaba Kersuzon.
«Oye, Kersuzon —le dije—, mira, esto es las Ardenas… ¿Ves algo a lo lejos? Yo no veo lo que se dice nada…»
«Está negro como un culo», me respondió Kersuzon. Con eso bastaba…
«Oye, ¿no has oído hablar de Barbagny durante el día? ¿Por dónde era?», volví a preguntarle.
«No.»
Y se acabó.
Nunca encontramos el Barbagny. Dimos vueltas en redondo hasta el amanecer, hasta otra aldea, donde nos esperaba el hombre de los prismáticos. Su general tomaba el cafelito en el cenador, delante de la casa del alcalde, cuando llegamos.
«¡Ah, qué hermosa es la juventud, Pinçon!», comentó en voz muy alta a su jefe de Estado Mayor, al vernos pasar, el viejo. Dicho esto, se levantó y se fue hacer pipí y después a dar una vuelta, con las manos a la espalda, encorvada. Estaba muy cansado aquella mañana, me susurró el ordenanza; había dormido mal, el general, trastornos de la vejiga, según contaban.
Kersuzon me respondía siempre igual, cuando le preguntaba por la noche, acabó haciéndome gracia como un tic. Me repitió lo mismo dos o tres veces, a propósito de la oscuridad y el culo, y después murió, lo mataron, algún tiempo después, al salir de una aldea, lo recuerdo muy bien, una aldea que habíamos confundido con otra, franceses que nos habían confundido con los otros.
Justo unos días después de la muerte de Kersuzon fue cuando pensamos y descubrimos un medio, lo que nos puso muy contentos, para no volver a perdernos en la noche.
Conque nos echaban del acantonamiento. Muy bien. Entonces ya no decíamos nada. No refunfuñábamos. «¡Largaos!», decía, como de costumbre, el cadavérico.
«¡Sí, mi comandante!»
Y salíamos al instante hacia donde estaba el cañón, y sin hacernos de rogar, los cinco. Parecía que fuéramos a buscar cerezas. Por allí el terreno era muy ondulado. Era el valle del Mosa, con sus colinas, cubiertas de viñas con uvas aún no maduras, y el otoño y aldeas de madera bien seca después de tres meses de verano, o sea, que ardían con facilidad.
Lo habíamos notado, una noche en que ya no sabíamos adónde ir. Siempre ardía una aldea por donde estaba el cañón. No nos acercábamos demasiado, nos limitábamos a mirarla desde bastante lejos, la aldea, como espectadores, podríamos decir, a diez, doce kilómetros, por ejemplo. Y después todas las noches, por aquella época, muchas aldeas empezaron a arder hacia el horizonte, era algo que se repetía, nos encontrábamos rodeados, como por un círculo muy grande en una fiesta curiosa, de todos aquellos parajes que ardían, delante de nosotros y a ambos lados, con llamas que subían y lamían las nubes.
Todo se consumía en llamas, las iglesias, los graneros, unos tras otros, los almiares, que daban las llamas más vivas, más altas que lo demás, y después las vigas, que se alzaban rectas en la noche, con barbas de pavesas, antes de caer en la hoguera.
Se distingue bien cómo arde una aldea, incluso a veinte kilómetros. Era alegre. Una aldehuela de nada, que ni siquiera se veía de día, al fondo de un campito sin gracia, bueno, pues, ¡no os podéis imaginar, cuando arde, el efecto que puede llegar a hacer! ¡Recuerda a Notre-Dame! Se tira toda una noche ardiendo, una aldea, aun pequeña, al final parece una flor enorme, después sólo un capullo y luego nada.
Empieza a humear y ya es la mañana.
Los caballos, que dejábamos ensillados, por el campo, cerca, no se movían. Nosotros nos íbamos a sobar en la hierba, salvo uno, que se quedaba de guardia, por turno, claro está. Pero, cuando hay fuegos que contemplar, la noche pasa mucho mejor, no es algo que soportar, ya no es soledad.
Lástima que no duraran demasiado las aldeas… Al cabo de un mes, en aquella región, ya no quedaba ni una. Los bosques también recibieron lo suyo, del cañón. No duraron más de ocho días. También hacen fuegos hermosos, los bosques, pero apenas duran.
Después de aquello, las columnas de artillería tomaron todas las carreteras en un sentido y los civiles que escapaban en el otro.
En resumen, ya no podíamos ni ir ni volver; teníamos que quedarnos donde estábamos.
Hacíamos cola para ir a diñarla. Ni siquiera el general encontraba ya campamentos sin soldados. Acabamos durmiendo todos en pleno campo, el general y quien no era general. Los que aún conservaban algo de valor lo perdieron. A partir de aquellos meses empezaron a fusilar a soldados para levantarles la moral, por escuadras, y a citar al gendarme en el orden del día por la forma como hacía su guerrita, la profunda, la auténtica de verdad.
                                            ❧   ❧   ❧
20. Biblia
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     Antiguo Testamento
Nuevo Testamento
Galileo Galilei
"Quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar equivocadas, siempre que sean bien interpretadas".
Cartas Copernianas .
“Tanto las Sagradas Escrituras como la naturaleza proceden de la divina palabra [...,] dos verdades no pueden contradecirse mutuamente”.
“La Biblia enseña a llegar al cielo; no cómo funcionan los cielos”.
Galileo Galilei.
"Si se me permite revelar todo mi pensamiento: sin duda sería más conveniente para la dignidad de los Textos Sagrados que no se tolerara que los más superficiales y los más ignaros de los escritores los comprometieran, salpicando sus escritos con citas interpretadas o más bien extraídas en sentidos alejados de la recta intención de la Escritura, sin otro fin que la ostentación de un vano ornamento".
Bill Hicks
"¿Cómo sé que la Biblia no es la palabra de Dios? Bueno, si fuera la palabra de Dios, sería clara y fácil de entender... considerando que Dios fue el inventor del lenguaje."
Isaac Newton
"Ninguna ciencia está mejor autenticada que la Biblia"
"Encuentro más señas de autenticidad en la Biblia que en cualquier otra historia profana".
"Siempre ha de hallarse la verdad en la simplicidad, y no en la multiplicidad y confusión de las cosas... Él es Dios de orden y no de confusión."
"Aun los Concilios Generales han errado y pueden errar en asuntos de fe, y lo que decretan como necesario para la salvación no tiene ninguna fuerza ni autoridad a menos que se pueda mostrar que se toma de la santa Escritura."
John Quincy Adams
"Desde hace muchos años he tenido por costumbre leer la Biblia entera una vez al año".
"De todos los libros del mundo, es el que más contribuye a hacer a los hombres buenos, sabios y felices."
John Quincy Adams, presidente estadounidense.
Letters of John Quincy Adams to His Son, 1849, pág. 9.
Sabina Berman
«La Biblia también incita a la violencia, al asesinato de los que piensan distinto, de los diferentes, la ventaja que tenemos es que ni los judíos ni los cristianos tienen ahora ejércitos. El Vaticano no tiene ejércitos».[1]
«La Biblia es incoherente, es un libro lleno de incoherencias... Vivir según La Biblia es una imposibilidad».[1]
                             ❧   ❧   ❧
Biblioteca espacial (Canon literario)
1. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra.
2. Tragedias, William Shakespeare.
3. Divina Comedia, Dante Alighieri.
4. Odisea, Homero.
5. Ulises James Joyce.
6. Las mil y una noches.
7. Rayuela, Julio Cortázar.
8. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
9. Poeta en Nueva York, Federico García Lorca
10. Hojas de hierba, Walt Whitman.
11. Obra completa, Arthur Rimbaud.
12. Bartleby, el escribiente, Herman Melville.
13. Ficciones y El Aleph, Jorge Luis Borges.
14. Cuentos completos, Edgar Allan Poe.
15. La vida instrucciones de uso, Georges Perec.
16. I Ching
17. Haiku
18. La tierra baldía, T. S. Eliot.
19. Viaje al fin de la noche, Louis-Ferdinand Céline.
20. Biblia
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whycervantes · 5 years
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Ensayo 8
                                                   La Locura
Murió aquel Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y cerró sus puertas. Y, quitando de ellas el rótulo que allí viera Dante, puso uno que decía ¡viva la esperanza! Y, escoltado por los libertados, que de él se reían, se fue al cielo. Y Dios se rió paternalmente de él, y esta risa divina le llenó de felicidad eterna el alma. Y el otro Don Quijote se quedó aquí, entre nosotros, luchando a la desesperada (...).  ¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora; y esa voz solitaria que va posando en el desierto como semilla dará un cedro gigantesco, que, con sus cien mil lenguas, cantará un Hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte.                MIGUEL DE UNAMÜNO, Del sentimiento trágico de la vida.
La novela “Don Quijote de la Mancha” está llena de metamorfosis. No sólo de la obra misma y su estilo, sino de los personajes. El cambio se nos presenta apenas empieza el primer capítulo:
 “Narra la historia de la metamorfosis del hidalgo Alonso Quijano en el caballero don Quijote a consecuencia de su lectura compulsiva de libros de caballerías, género de ascendencia medieval con éxito entre autores y lectores del siglo xvi. El comienzo de la narración presenta la conversión del personaje-hidalgo en personaje-caballero” [BARNÉS: 20]. 
La novela nos advierte desde que hay capacidad de transformación, aunque en este momento nos pueda parecer que la transformación es causa de un desvarío. Es ese desvarío el que puede hacer que el lector se cuestione a si mismo cuando las ideas del Quijote comiencen a sonar razonables: ¿Se me ha secado el cerebro a mí también? ¿Sin querer me volví parte de la comedia? Este cuestionamiento es el primer aviso para que dejemos los prejuicios de lado y comencemos a explorar nuevas perspectivas, una vez que se tome esta decisión, nos daremos cuenta que el cambio tan presente en la novela, ha llegado también a nosotros. Y este cambio en el lector es, para nosotras, el mérito más grande que alguien puede sacar de una lectura. 
La locura del Quijote se manifiesta en ese cambio que decide hacer. Alonso Quijano decide dejar su título de hidalgo para convertirse en caballero. Si con el anterior título tenía un lugar –aunque fuera minúsculo- en la sociedad, una vez que ha pasado por su metamorfosis, renuncia a él para volverse una figura que simplemente no encaja. Todos se percatan de los trastos que lleva puestos y llama armadura, de la forma tan arcaica de hablar, del sin sentido que se crea y eso lo vuelve un ente que se busca evitar pues incomoda. 
La sociedad tiende a aislar lo que no entiende, y nadie entiende a este caballero que busca resarcir un tejido social que nadie acepta se ha roto. La locura se incremente cuando él se niega a aceptar la etiqueta que la sociedad le impone y persiste en su búsqueda del bienestar por medio de los valores de caballería. El lector mismo aceptará esta idea de locura cuando comprende la historia de la caballería: 
“Cervantes critica los libros de caballerías, y advertir sobre el mal que podían causar en su época. Este tipo de literatura tiene su origen en la Francia del siglo xii, y pasa a España en el siglo xiii. Más interesados en la acción que en la psicología de los personajes, narraban aventuras extraordinarias de caballeros que defienden la fe cristiana, el honor de la mujer y la justicia, en escenarios habitualmente extraordinarios. Muchas de las temáticas están inspiradas en tradiciones celtas, y recrean un ambiente que quizá nunca existió en torno a figuras que se confunden entre la leyenda y la historia, como el Rey Arturo, Lancelot, Parsifal, etc. Son continuas las apariciones de seres sobrenaturales, dragones que arrojan fuego por la boca, magias y embrujos de todo tipo.” [FAZIO: 93].
De entrada, la palabra dragón, magia y extraordinaria nos suenan a leyenda y la leyenda no tiene cabida en la practicidad del día a día. Y es ese el error de la sociedad de nuestro caballero, pues están tan acostumbrados a las novelas de caballería que ya han llegado al hartazgo. Se consideraba que la lectura de estos libros era una pérdida del tiempo, y ver a conocer a alguien que ha renunciado a sus bienes materiales a causa de éstos es el colmo. ¿Quién en sus cabales cambiaría tierra por páginas llenas de fantasía? Pues nada más y nada menos que el caballero que se les presenta mientras busca aventuras. Sólo reconocen en el Quijote los lugares comunes que ya no soportan y pasan por alto los valores por los que se rige, ignorando por completo el beneficio que la aplicación de éstos les traería. Así como nuestro caballero decide seccionar lo que su cerebro procesa como realidad, la gente que lo rodea hace lo mismo; la diferencia es que uno parte del idealismo y el resto del pesimismo y practicidad de su rutina que les garantiza recompensas –aunque pocas- tangibles, cuando lo que aquel “loco” les ofrece son promesas que no se sabe cuándo puedan materializarse. 
La siguiente metamorfosis es una que nos demuestra que calificar a nuestro caballero como un loco depende de perspectiva. Salvador de Madariaga ha llamado quijotización de Sancho y sanchificación de don Quijote, “una interinfluencia lenta y segura que es, en su inspiración como en su desarrollo, el mayor encanto y el más hondo acierto del libro”.  [AYLLÓN: 33] Al final de la novela los papeles son contrarios en cada personaje, no porque la condición de locura se haya curado después de haber contagiado, sino porque Sancho, la persona que pasa la mayor parte del tiempo con él durante su carrera como caballero, es quien llega a conocerlo mejor que nadie más y logra cambiar de perspectiva: deja de verlo como el resto e intenta ver el mundo a través de los ojos de aquel hombre. Ahora, Sancho cree, no en las novelas de caballería, sino en los ideales que ésta y don Quijote propagan y quieren aplicar en el mundo; al mismo tiempo nuestro caballero se da despegando de aquellas ideas mientras llega su hora de muerte y es que es en ese momento en que la situación se trata meramente de él. Se trata de su muerte, de él, no del mundo. 
Él ya no necesita pensar en los valores de la caballería, en lo que la gente llama “su locura” porque ahora Sancho lo hace; Alonso Quijano ha logrado ese cambio. Es un cambio pequeño, pero un cambio que estuvo persiguiendo durante todas sus aventuras sin darse cuenta. La utopía que él se creyó durante toda la novela, comienza a manifestarse en su fiel acompañante, y al mismo tiempo, en el lector que acepta que su locura es una etiqueta a causa de la incomprensión de sus intenciones. 
AYLLÓN,J.R., Tal vez soñar, Ariel, Madrid, 2012,p.33. BARNÉS VÁZQUEZ, A., Los amores del Quijote, Teconté, Madrid 2016, pp. 20-21.
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diariolacolumnasv · 5 years
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Un día como hoy 10 de enero de 2020
“la ofensiva final 1981 en colon”. En nuestro municipio de colon las fiestas dedicadas al señor de las misericordias son ya sabemos todos los el 15 de enero y ese año el baile de gala cayo en pleno sábado, se veía la cosa algo negra. 
Y por cierto esa ocasión hiso algo de frio y aun desvelados por el bullón del baile mencionado se escuchó a las cinco y media de la mañana una detonación de bombas, estaban ya los pocos guerrilleros que se tomaron un par de horas el pueblo de colon y que en ese tiempo se les vio algo despistados amenazando con unas pistolas algo viejas a las personas de los vehículos y despojando de sus pertenencias a los de un bus internacional, realizaron una pequeña barricada frente a la “Shell don quijote” así se llamaba esa gasolinera que fue testigo también de esa situación que se generó esa mañana, después de estar ahí detonando pequeñas bombas caseras, fueron repelidos por miembros de la policía nacional de santa tecla se originó un pequeño enfrentamiento que dejo solo una joven fallecida de la guerrilla allá por la cruz del perdón cerca de ahí vivía mi amiga Janeth chaves, y en esta historia pude ver como la inocencia de los animales no tiene límite, todos conocimos a “Alejandro” el mono que estaba de mascota en la gasolinera, pues este animal en pleno enfrentamiento se tiraba de lado a lado en su jaula como coqueteándole a la muerte pues una bala perdida bien le hubiese quitado la vida, el no entendía lo que en realidad estaba pasando, esta actividad fue parte de lo que en adelante fuese el inicio de una guerra que en mi pueblo de origen(suchitoto) tenía años de haberse iniciado pero aquí fue algo que no tuvo mayor relevancia solo entendí que era esto un sucio negocio con fines meramente políticos y propagandísticos.
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ENE  16 – UN DIA COMO HOY - (AÑO 1605) – LITERATURA - EN MADRID, ESPAÑA, SE PUBLICA LA PRIMERA EDICIÓN DE EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA.
Don Quijote de la Mancha​ es una novela escrita por el español Miguel de Cervantes Saavedra. Publicada su primera parte con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha a comienzos de 1605, es la obra más destacada de la literatura española y de las principales de la literatura universal, además de ser la más leída después de la Biblia. ​
En 1615 apareció su continuación con el título de Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. El Quijote de 1605 se publicó dividido en cuatro partes; pero al aparecer el Quijote de 1615 en calidad de Segunda parte de la obra, quedó revocada de hecho la partición en cuatro secciones del volumen publicado diez años antes por Cervantes.
Es la primera obra genuinamente desmitificadora de la tradición caballeresca y cortés por su tratamiento burlesco. Representa la primera novela moderna y la primera novela polifónica; como tal, ejerció un enorme influjo en toda la narrativa europea.
Por considerarse «el mejor trabajo literario jamás escrito», encabezó la lista de las mejores obras literarias de la historia, que se estableció con las votaciones de cien grandes escritores de 54 nacionalidades a petición del Club Noruego del Libro en 2002; así, fue la única excepción en el estricto orden alfabético que se había dispuesto.
La novela consta de dos partes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, publicada con fecha de 1605, aunque impresa en diciembre de 1604, momento en que ya debió poder leerse en Valladolid, ​ y la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, publicada en 1615.
Cervantes redactó en agosto de 1604 el prólogo y los poemas burlescos que preceden a la primera parte, fecha en la que ya debía haber presentado el original para su aprobación al Consejo Real, ​ ya que los trámites administrativos y la preceptiva aprobación por la censura se completaron el 26 de septiembre, cuando consta la firma del privilegio real. ​
De la edición se encargó don Francisco de Robles, «librero del Rey nuestro Señor», que invirtió en ella entre siete y ocho mil reales, de los cuales una quinta parte correspondía al pago del autor. Robles encargó la impresión de esta primera parte a la casa de Juan de la Cuesta, una de las imprentas que habían permanecido en Madrid después del traslado de la Corte a Valladolid, que terminó el trabajo el 1 de diciembre, muy rápidamente para las condiciones de la época y con una calidad bastante mediocre, de un nivel no superior al habitual entonces en las imprentas españolas. ​
Esta edición de 1604 contiene además un número elevadísimo de erratas que multiplica varias veces las encontradas en otras obras de Cervantes de similar extensión. ​
Los primeros ejemplares debieron enviarse a Valladolid, donde se expedía la tasa obligatoria que debía insertarse en los pliegos de cada ejemplar y que se fechó a 20 de diciembre, por lo que la novela debió estar disponible en la entonces capital la última semana del mes, mientras que en Madrid probablemente se tuvo que esperar a comienzos del año 1605. ​
Esta edición se reimprimió en el mismo año y en el mismo taller, de forma que hay en realidad dos ediciones autorizadas de 1605, y son ligeramente distintas: la diferencia más importante es que «El robo del rucio de Sancho», desaparecido en la primera edición, se cuenta en la segunda, aunque fuera de lugar. ​
Hubo, también, dos ediciones piratas publicadas el mismo año en Lisboa. ​
Hay una teoría de que existió antes una novela más corta, en el estilo de sus futuras Novelas ejemplares. Ese escrito, si es que existió, está perdido, pero hay muchos testimonios de que la historia de don Quijote, sin entenderse exactamente a qué se refiere o la forma en que la noticia se circulara, fue conocida en círculos literarios antes de la primera edición (cuya impresión se acabó en diciembre de 1604).
Por ejemplo, el toledano Ibrahim Taybilí, de nombre cristiano Juan Pérez y el escritor morisco más conocido entre los establecidos en Túnez tras la expulsión general de 1609-1612, narró una visita en 1604 a una librería en Alcalá en donde adquirió las Epístolas familiares y el Relox de Príncipes de Fray Antonio de Guevara y la Historia imperial y cesárea de Pedro Mexía.
En ese mismo pasaje se burla de los libros de caballerías de moda y cita como obra conocida el Quijote. Eso le permitió a Jaime Oliver Asín añadir un dato a favor de la posible existencia de una discutida edición anterior a la de 1605. Tal hipótesis ha sido desmentida por Francisco Rico. [email protected]
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revistaalmiar · 5 years
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El señor de los libros
relato por Adrián Néstor Escudero
     El primer lote de los 124 ejemplares ya se fue. De hecho, la Antología del Cuento Tradicional y Moderno, Cervantes y su Don Quijote de la Mancha, la Antología de la Poesía Universal, el Teatro Selecto de Sófocles, Shakespeare y O´Neill, la Eugenia Grandet de Honoré de Balzac, Crimen y Castigo de Dostoievski, Kafka y El Proceso, Fausto y von Goethe, La hija del Capitán y La Dama de Pique, de Pushkin y Scout con su Ivanhoe, ya han partido luego de una delicada —debemos reconocerlo— limpieza y acondicionamiento.
      Pero el tipo debe haberse vuelto loco. Hace casi veinte años que moramos en los estantes de un lugar espacioso y cálido, llamado por él living comedor, en una casa de muebles de maderas olorosas y alcurnia contemplativa… No llames «ese tipo» a nuestro dueño, mi estimado Nicolai Gogol; él sabrá lo que hace… ¡Pero es que con aquellos que prepara, ya serán como treinta los libros que abandonan el lugar! Yo sé dónde los llevan. ¿Sabes adónde nos llevan? ¡Y cómo sabes tú dónde nos llevan, presuntuoso Poe! Pues, porque he sido devuelto, y yazgo en la mesa comedor que está frente a sus narices escuchando el escándalo de quejas y berrinches que provocan ustedes. ¿Y por qué has tenido la suerte de haber vuelto? Bueno, no sé si será suerte o no; de hecho, don Elbio tiene una fijación: leerlos a ustedes por primera vez; que dejen de ser objeto de exhibición y guarda para sus hijos y nietos, para pasar a ser objetos de su atenta lectura… ¿comprenden? ¡Noooo! ¡Claro que noooooo! [...]
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gustavocharif · 5 years
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Del entusiasmo... y su pérdida inmediata
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La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario…
-Miguel de Cervantes Saavedra, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; capítulo LVIII, segunda parte: Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras, 1615.-
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La mayoría de los seres humanos tienen una relación estable… con el televisor. Así como uno puede ir a buscar a “su” chica los lunes y jueves a clase de yoga, la gente civilizada lo enciende a tiempo para seguir tal o cual programa. Hasta puede que ajusten horarios de comida y de actividades a los horarios de transmisión. Como sucede con las relaciones amorosas, si el objeto muere o es sustraído, pronto se lo suplanta y el dueño se termina adaptando al nuevo control remoto, a las pequeñas diferencias de ajustes de pantalla e incluso a una nueva programación, y pronto la vieja y querida caja cae en el olvido y su lugar es ocupado por una flamante.
Pero yo no tengo televisor. Por lo que sus ecos de las transmisiones me llegan a través de la red, y no “sigo” especialmente ningún programa.
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Hace un mes, tuve la suerte de conocer en persona al escritor y periodista Jaime Bayly. Aunque el encuentro fue breve, resultó tan educado e inteligente, y su trato fue tan amable y humilde, que decidí ver el programa de televisión que conduce desde los Estados Unidos. Aunque conocía su blog, de estilo pulcro y preciso, nunca había visto este late-night show (así es como lo llaman los expertos que no hablan inglés), y creo que nunca había visto más de diez minutos de ningún otro semejante, como por ejemplo el de David Letterman. Busqué en YouTube los programas recientes de Bayly y vi algunos fragmentos. Quizás porque estoy acostumbrado a nunca coincidir en nada con nadie, es que siempre me gustó el título de Saer, Nadie nada nunca (el título, no la novela que, seguramente por desgracia, nunca terminaré de leer). Me sorprendió, pues, coincidir con Bayly en buena parte de su mirada sobre la política de Bolivia, Colombia, Venezuela, México, Uruguay… Claro que hablando de la Argentina creo que su mirada es ingenua, e incompleta cuando se trata de los Estados Unidos, y no logro compartir su visión de Israel (aunque sí la de Irán). Entre los fragmentos que vi, me gustaron y divirtieron sus críticas ásperas al olvidable cantante de eso llamado “Calle 13”, sus comentarios sobre el “rapero apicultor” Bad Bunny (sí, alguien lleva ese nombre), y su postura frente al “turista político” Ricky Martin al hablar de Puerto Rico. Descubro entonces que su programa se transmite en directo a través de dos canales oficiales en YouTube, y decido, pues, ver uno en vivo.
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Es el miércoles 21 de agosto, apenas cinco días después de nuestro brevísimo encuentro, y Bayly abre su programa enviando un saludo a su hija, que cumple años, y anuncia que entrevistará en unos minutos a “Pablo Medina, valeroso líder opositor y presidente de la Junta Patriótica Venezolana”. No creo que sea el mismo Pablo Medina que recuerdo, que comenzó como guerrillero comunista en el frente de Argimiro Gabaldón. “Además es un muy querido amigo y me consta que es un luchador infatigable por la causa de la libertad en Venezuela”, agrega Bayly. No, es claro que no es el mismo Pablo Medina.
Luego de una serie de comentarios sobre el kirchnerismo en los que vuelvo a coincidir, y un repaso sobre la política norteamericana en donde vuelvo a dudar, aparece por fin el entrevistado. Sí, es el mismo Pablo Medina, “ex-candidato presidencial”. Todo comienza de manera apacible. Nos explica cómo las estrategias pacifistas han fracasado, cómo el diálogo termina haciéndole el juego al mal, cómo el país se va fracturando, y en mi cabeza se figura una Catherine Deneuve venezolana, que no es Catherine Fulop, en una remake de Repulsión de Polanski con las paredes fracturándose, el precio de los huevos y de las medicinas, la distopía realizada… es evidente que Bayly debe preguntar cómo avizora la salida, y así lo hace: “¿Cómo avizoras tú la salida?”. Y Medina insinúa que Chávez fue asesinado, y recuerda algo que todo el mundo parece haber olvidado: Maduro ni siquiera es venezolano. La narcotiranía lo destruye todo. Bayly vuelve a insistir en qué se debe hacer. Las manifestaciones ponen en riesgo a la gente, en un país tomado. “La salida no es de adentro hacia afuera, la salida es de afuera hacia adentro”, dice Medina y crece un aire de entusiasmo en la audiencia y se contagia la pasión. Y nos habla del “día D que va a venir” y nos dice que “la diáspora tiene que moverse”, y que “la lucha es universal, entre la civilización y la barbarie”, y dice que es una lucha que se ve en “Hong Kong, en Moscú, en Shanghai…”, y en mi cerebro se figura a los empresarios que conozco de Hong Kong y a mis amigas modelos de Shanghai que luchan a diario por comprar sus Ferrari y sus Gucci y que no temen enfrentarse contra el poder establecido de Hollywood y Apple. Creo que Medina no conoce Shanghai… “Pueblo nicaragüense, boliviano, venezolano, vamos a unirnos”, dice Medina sin nombrar al pueblo argentino. Es evidente que Medina sabe que el pueblo argentino no se caracteriza por su espíritu de lucha, y no puedo menos que darle la razón. Sin embargo recuerdo que nací en Buenos Aires (a menudo se me olvida) y que yo fui un adolescente dispuesto a luchar por la libertad y a “involucrarse”, en la misma época en que Medina era secretario general de La Causa Radical, el partido que fundara Maneiro luego de sus años como guerrillero comunista. “Y por otro lado”, me agrega Medina, “hemos venido organizando el núcleo de un ejército libertador, ya hay embriones...”, a los venezolanos en el exilio que quieran combatir se unirán legionarios profesionales, porque esto es como en la Segunda Guerra, el día D no se anunciará, pero será este año. “¡¿Este año?!”, Bayly está de veras asombrado, y pide un aplauso para Pablo Medina. Creo que yo aplaudiría si estuviera allí, entre los espectadores en el estudio. Hay que ir a los anuncios comerciales, pero al regresar le preguntamos a Medina si tiene suficiente dinero. Faltan unos cuatroscientos mil dólares, pero ya hay patrocinantes, lo más importante ya está. Y contamos con diez mil exilados dispuestos a luchar, Medina y su gente los han censado. Y la mayoría de los militares que rodean a Maduro dejarán de protegerlo en cuanto entre nuestro ejército. “Diez mil soldados”, vuelve Bayly a asombrarse. Y aprovechamos para decirle a Putin y al señor de China que se retiren, que aprovechen ahora y se retiren en buenos términos. “¿Sabe Guaidó de estos planes?”, nos pregunta Bayly. Le hemos enviado mensajes, pero no responde... es que Guaidó es un pacifista. (Hay que cambiar el tono al usar esa palabra despreciable en los tiempos que corren.) ¿Qué se puede hacer con un pacifista? Hacer nada genera muertos todos los días. No se puede ser pacifista cuando la guerra ya está en marcha. Bayly nos dice que debemos ir a Washington, para que los norteamericanos ayuden en la liberación, una vez que nuestro ejército entre como punta de lanza. Medina nos habla también de los testaferros de Cabello y Maduro… da algunos nombres que no estaban en nuestro radar. Y los miles de millones de dólares del narcotráfico… Pero en el entusiasmo habíamos olvidado los cuatroscientos mil dólares que nos faltaban, y entonces Bayly da el número de cuenta en Wells Fargo para las donaciones necesarias a nuestra logística. Y Pablo y Freddy Solorzano son gente honesta, y van a usar el dinero en buena forma. Medina jura ante Dios, cosa que me inquieta un poco. “¿Qué son diez mil dólares para un magnate venezolano en el exilio?”, dice Bayly, y claro, con cuarenta de ellos ya tenemos el dinero que nos falta. Hay más anuncios comerciales, y al volver estamos todos más entusiasmados y optimistas, es un muy buen plan, cierra por todos lados. “¿Hay políticos venezolanos que te apoyan, Pablo?”, y Medina comienza una pausada enumeración que encabeza Carlos Ortega en el dedo meñique, “magnífico” opina Bayly, con Alberto Franceschi que está de acuerdo en el anular, “muy bien, gran tipo Alberto”, y en el índice titubea un poco… “sabemos por ejemplo que… no he hablado con ella por teléfono pero, a través de otras personas, de gente con… María Corina… están de acuerdo”, y Bayly dice “extraordinario” al mismo tiempo que yo también susurro “extraordinario”, porque realmente María Corina Machado me parece una mujer muy valiosa. Con Diego Arria “mandaron un mensajero también, y está de acuerdo… y así, Adriana Azzi” (que no sé quién es). ¡Ah, y el padre Palmar! (Tampoco sé quién es, pero Bayly dice “qué bueno, el padre Palmar”.) Y además hay planes de reconstrucción del país… Ayer lo llamó una persona y le habló “del plan Márchal”, y tenemos economistas, tenemos ingenieros, y mientras Medina continúa hablando pienso si yo no debería llamar a Jacque Fresco, pero no sé dónde tengo anotado su número y además creo que ya ha muerto. De todos modos la mayoría de las fuerzas armadas y de los policías en Venezuela ya están esperando nuestra entrada. Una vez allí, Maduro caerá por sí sólo, como su apellido lo indica. Vamos a vencer, “porque el venezolano no se rinde”, como bien dice Pablo. A lo sumo se va a otro país, como hacemos los argentinos; pero no se rinde. “Y todos los venezolanos recordamos aquella frase… que está… en el Quijote, y que es Leitmotiv de la Junta Patriótica, del Don Quijote de la Mancha, Sancho… cuando Don Quijote le dice… Sancho, la libertad, Sancho… es el bien más preciado… el bien más preciado, que a los hombres… dieron los cielos… eh, que dieron los cielos; este… no pueden, compararse… esto no puede compararse, con los tesoros que encierra la tierra y el mar… la libert ¡por la libertad… así como por la honra, se pueda y se debe…! …este, avinturar la vida.” Pero Bayly nos ayuda: “sí, dar la vida, qué bonito”, y pide otro aplauso, y ya todos estamos tan borrachos de emoción y de esperanzas que le perdonamos a Medina la versión trémula de Cervantes y lo aplaudimos. Porque Simón Bolívar, como bien nos recuerda Medina, “comenzó en Cartagena con trescientos hombres y se vino guerreando”, tal como planeamos hacerlo, “de afuera hacia adentro”. Y en la pantalla aparece la cuenta de Wells Fargo, ni bien llegue el dinero que falta entraremos con el ejército libertador. Porque, vamos, ¿qué voy a hacer yo, corroído por el enmarañado mercado de tramposos y esnobs de esa gran estafa mundial que llaman “arte contemporáneo”? Además, la Argentina no tiene futuro. Me sumaré al ejército libertador de Venezuela, y por fin habrá un argentino involucrado en una revolución libertaria y no un aristócrata marxista que terminará abriendo un campo de concentración para homosexuales. Mañana me pondré en campaña para llegar a Miami, que es donde seguramente podré reunirme con Miranda y ofrecerme como soldado y estratega. Veo que el padre Palmar usa Twitter y vive en Orlando, donde no todo es Disney y shoppings.
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Al día siguiente, pienso de manera fugaz qué curioso camino evolutivo habrá llevado a Pablo Miranda de ser un joven guerrillero comunista a un maduro amante de la libertad… Mientras preparo mis valijas, decido ver el programa de Bayly, para saber si hay novedades sobre nuestro ejército. Nos recuerda, Bayly, que anoche estuvo Pablo Medina, líder de la Junta Patriótica, y que “él dijo que está haciendo grandes esfuerzos para organizar un ejército libertador” y “dijo que tanto Diego Arria como María Corina Machado veían con simpatía esa idea… hoy tanto Diego Arria como María Corina me han escrito y han dicho que eso no es así, que ellos no tenían conocimiento de la idea, y que ellos tampoco aprueban la idea”. Busco información y veo que Patricia Poleo, en su programa en Factores de Poder, subraya la buena fe de Jaime Bayly, y se lamenta de cómo Medina ha abusado de ese espacio para pedir dinero. Ella nos dice que no hay que poner un centavo, porque ese dinero no va a caer en manos de un ejército. Patricia Poleo llamó a María Corina Machado, quien le envía un audio: “es sumamente irresponsable, y no tengo nada que ver con eso”, y es una desconsideración para con Jaime Bayly. Diego Arria envía una copia del mensaje que envió a Bayly y que concluye con un gran abrazo. También desmiente Adriana Azzi, que no sé quién es, pero usa Twitter: “hija amada de Dios, astróloga”, declara en su perfil. Carlos Ortega, por su parte, le envió un mensaje a Patricia Poleo que la periodista trata de suavizar “porque es demasiado coloquial”, pero lo que nos puede leer del mensaje dice que “eso es una estupidez de Pablo, y esto es muy peligroso”.
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No sé cómo decir sin parecer irónico, que estoy seguro de que Jaime Bayly creyó en Pablo Miranda como le creímos todos, por un rato. Acabo de decirlo.
Mientras desarmo la valija, pienso que debería comenzar lo antes posible la pre-producción de mi largometraje, pues el guión, que no tiene nada que ver con la política y sí con la ética, ya está listo y se ve sólido, y podríamos rodarlo tanto en Ginebra como en Berlín.
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© Gustavo Charif 2019 (texto)
Imágenes: Jayme Bayly y Pablo Miranda en televisión (2019), grabado de Gustave Doré para Don Quijote (1863), escena final de Repulsion (Roman Polanski, 1965)
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