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El libro de Alejandro
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Sobre filosofías bastardas e historias inverosímiles
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moralesloaiza · 6 days ago
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - III
Capítulo III - En el principio era el código
La retórica es el arma principal de los amantes en la distancia. Se aceptará el empleo de ambos términos en una misma frase si se asume sensatamente que el primer ser que usó el código de la palabra lo hizo para declarar amor o advertir violencia. También es sabido que los humanos aún no han hallado forma de distinguir eficazmente una cosa de la otra y, aunque se diferencian del resto de los animales por su capacidad de emplear el código, su inventor no es humano.
Todo lo que existe, existe por el código ya dicho; luego, el amor existe. El amor, como se ha dicho muchas veces, es la respuesta de la vida a la fragilidad humana, mayormente incapaz de sobrevivir de forma independiente durante la primera década y media de su existencia natural. El amor hace que a la gratificación orgánica del hombre suceda su instinto por quedarse a proteger y proveer. Y es a través del lenguaje, de la palabra escrita, que el ser humano ha encontrado una manera de perpetuar y expandir este vínculo más allá del tiempo y el espacio.
Internet dio a la Historia un conjunto de circunstancias únicas en las que la escritura adquirió un protagonismo distinto de todos los anteriores en las relaciones humanas. Lo que en la cercanía física suele expresarse con gestos, miradas o caricias, en la distancia debe traducirse en frases cuidadosamente escogidas, en oraciones que evoquen ternura y deseo, y en párrafos que intenten suplir la ausencia con la intensidad del verbo. Se requiere habilidad para mantener viva la llama en un romance epistolar o de mensajería directa, para crear en la mente del otro la imagen de una presencia imposible. Es un arte en el que la seducción se filtra entre líneas y la pasión se oculta en los espacios en blanco.
Balzac decía que lo que hace que el amor sea amor es su falta de certeza. Pónganse algunos cientos de kilómetros entre dos enamorados: una vez que se les conceda comunicarse periódicamente, se obtendrá la base fundamental del idilio clásico; un drama con todas las letras. La distancia convierte cada palabra en un símbolo cargado de emoción, cada mensaje en un latido que se entrega con la esperanza de ser correspondido. Así, el lenguaje deja de ser una simple herramienta de comunicación para convertirse en el vínculo que sostiene un afecto que se traslada a través de impulsos eléctricos y huellas digitales.
Desde tiempos remotos, la correspondencia amorosa ha sido testigo de empresas imposibles, de promesas susurradas entre páginas y de ilusiones regadas con la tinta de cada carta recibida. En la era digital, los correos, los mensajes instantáneos y, más recientemente, las publicaciones en redes sociales han reemplazado el papel, pero el principio sigue siendo el mismo: el amor a distancia es un ejercicio de imaginación y fe, sostenido por la palabra escrita y la incertidumbre que lo hace arder con más fuerza.
Dado que sobre la imaginación y sus obras en el amor se han escrito bibliotecas enteras, sobre la confianza —a la que hemos dado en llamar fe arriba por pura fuerza del uso y la costumbre— conviene compartir un par de comentarios. Los comunes suelen basar en este concepto la totalidad de las relaciones humanas, pero la mayoría falla cuando lo limita a la intención, porque, para que un trato se tenga como virtuoso, hace falta confiar no solo en la buena voluntad, sino en la capacidad del otro. Ahora bien, cuando se trata de inspirar confianza con tierra y mar de por medio, la gesta se duplica, porque hace falta que cada escrito nos convenza a nosotros mismos, por su intención y su expresada capacidad, antes de dar clic sobre el botón de enviar, ya sea que se actúe con engaño o por honor a la verdad. En palabras de Goethe: no hay forma de llegar al alma de nadie si el gesto no empieza por salir de la propia.
Por esas virtudes y hábitos llegué a componer escritos como este:
“Algunas veces pienso en este amor nuestro como una gran prueba. Yo, que durante años permanecí incólume ante el sentimiento, acostumbrado a mi soledad y negado a toda muestra de afecto para evitar sufrir, he encontrado hoy un revés poético que me sonríe desde que me tomé la licencia de quererla. La circunstancia de hallarnos físicamente tan lejos y a la vez sentirnos espiritualmente tan cerca me obliga hoy a extremar mis gestos, a vivir intensamente, a amarla apasionadamente, para que este fuego que me consume por dentro alcance siquiera a dejarle un poco de calor. Tenga la piedad de aceptar que este amor es más que una ilusión. No puede ser de fantasía algo que me conmueve con tanta fuerza, que supera con creces cualquier otro afecto sentido y que hoy estoy convencido es la sublimación de todo mi cariño. Quiérame. Yo también la quiero.”
En virtual misiva, VI.II.MMVIII
Al cabo de un tiempo, las mismas palabras fueron editadas, recicladas y reutilizadas para alimentar las mismas historias con un distinto reparto y bajo el mismo código: el de ahora y siempre, como era en un principio, por los siglos de los siglos.
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moralesloaiza · 1 month ago
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - II
Capítulo II - Obsolescencia programada
Hallará el lector curioso que, en una obra dedicada a compartir experiencias románticas de la mano de las viejas tecnologías*, uno de sus títulos se refiera a una práctica de la producción moderna. Dicha práctica engaña al comprador para llevarlo a aceptar el fin de la vida útil de un objeto, conservando su confianza en la calidad del mismo y conduciéndolo a comprar otro de la misma marca y proveedor o bien una versión más moderna de este.
Pero la obsolescencia programada no es solo una estrategia de mercado, sino un reflejo de una lógica más amplia que rige la existencia humana: la idea de que todo, incluso lo que parece eterno, tiene una fecha de caducidad. Pasamos el primer siglo de la revolución industrial convencidos de que las máquinas de uso común podían ser perpetuas con buen mantenimiento, pero el segundo siglo nos hizo entender que esto no era económicamente viable. Por eso, a las generaciones de finales del siglo XX se nos ha enseñado a aceptar con resignación la fugacidad de las cosas, a ver la renovación como una necesidad ineludible, a descartar lo que ya no cumple su función sin mirar atrás y a adoptar convenientes modelos de suscripción.
Ha sido justamente esta lógica la que nos ha dado también clichés de autoayuda como el de "ser la mejor versión de uno mismo", cuando la verdad es que el ser humano es tan complejo que se mejora y empeora en ámbitos diferentes de manera simultánea. Así como los dispositivos son diseñados para volverse obsoletos y obligarnos a buscar una versión superior, hemos internalizado la idea de que nuestras relaciones, identidades y emociones también deben actualizarse constantemente, como si la esencia de lo que somos pudiera ser desechada y reemplazada por algo más eficiente. Nos vendieron la idea de la evolución personal como un proceso lineal y ascendente, cuando en realidad el crecimiento es errático, impredecible y a menudo nos obliga a convivir con versiones contradictorias de nosotros mismos. Al final, vivimos rodeados de otros seres humanos con múltiples versiones de sí mismos, que esta lógica torcida nos lleva a ver como... ¿usuarios?
Conocí el concepto formal de la práctica a los quince años, cuando mi consola de videojuegos dejó de funcionar tras cuatro años de uso decente. La experiencia me marcó al punto de que juré nunca más comprar otro aparato similar, un voto que cumpliría hasta la edición de esta obra. Como ya he descrito, descubrí que los objetos estaban diseñados para fallar, para volverse inútiles con el tiempo y obligarnos a reemplazarlos.
Pero lo que entonces me pareció una injusticia del mercado, con los años se convirtió en una filosofía que apliqué, consciente o inconscientemente, en otros aspectos de mi vida. Aprendí que la desaparición podía ser una herramienta poderosa, que en la retirada estratégica residía una forma de control. Así como las grandes marcas nos empujan a desear lo nuevo al hacer que lo viejo pierda su brillo, comprendí que mi ausencia podía ser más valiosa que mi presencia si sabía manejarla con precisión.
Sabía que la incertidumbre y la anticipación eran herramientas poderosas. Advertir mi partida, anunciar mi desaparición inminente, no era solo un gesto de dramatismo: era una estrategia calculada para despertar angustia y deseo. La promesa de ausencia convertía mi presencia en algo aún más valioso. Aquellas mujeres, atrapadas en la posibilidad de perderme, se aferraban con más fuerza, buscándome con desesperación. Era el juego del gato y el ratón, donde yo decidía cuándo terminar la persecución.
Pero esta conducta no nació únicamente de la historia de la consola. Como muchos en los albores de Internet, fui primero víctima antes que victimario. La vida amorosa virtual fue una maestra cruel: engaños disfrazados de promesas, identidades usurpadas que dejaron cicatrices y mujeres mayores que, aburridas de su rutina sentimental, jugaban a encender la llama de su juventud seduciendo a inexpertos como yo. No supe manejar esas primeras desilusiones con madurez, así que respondí con la misma moneda. Mis desapariciones crónicas no eran más que una forma retorcida de autoprotección, una venganza inconsciente contra el vacío que estas damas habían dejado en mí.
No me enorgullezco de ello. Mirándolo en retrospectiva, me asombra la frialdad con la que elaboraba estos mensajes. Pero entonces me parecía natural. Creía en la idea de que el amor debía doler un poco para ser real, que la nostalgia que sembraba en mis amantes era la prueba definitiva de mi impacto en sus vidas.
Aquella era una época en la que la comunicación digital era aún una novedad fascinante y las emociones fluían a través de correos electrónicos, foros y primitivas redes sociales. La seducción, como todo en esos primeros días de Internet, se aprendía sobre la marcha, con reglas que apenas se estaban escribiendo.
Y así, dejaba cartas como esta:
"Cuando no tenga más noticias de mí, sabrá entonces que le he cumplido en lo que me había propuesto. Mi recuerdo será el mejor regalo que haya podido hacerle. Todas las personas necesitan ser abandonadas, al menos alguna vez, para así darles la oportunidad de reinventarse. Cuando su límite llega, queda dejarles para siempre, para que su obra no pueda opacar la virtud que una vez fue sellada en nosotros. Le ruego no esté triste. Su sonrisa, de vez en cuando, vendrá a hacerme compañía y yo sonreiré con ella. Se habrá eternizado en mi memoria con la alegría que una vez le conocí."
En virtual misiva, IV.MMVIII
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*Por "viejas tecnologías" se entiende a las de principios del siglo XXI. (N. del E.)
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moralesloaiza · 2 months ago
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - I
Capítulo I: El inicio
Existimos románticos que, tarde pero excelsamente, salimos a la luz tras una inusitada combinación de circunstancias históricas. Luego de haber pasado la primera etapa de nuestras vidas mayormente anónimos, con un desdén apenas disimulado por las convenciones físicas y sociales, más un idealismo exacerbado que llevaba a quienes nos rodeaban a cuestionar nuestras preferencias e intenciones, el destino quiso que nuestra adolescencia coincidiera con la del fruto más preciado de la tercera revolución industrial: Internet.
Para alguien consciente de sus limitaciones etarias y fenotípicas—odiosamente coronadas con el intelecto del hijo del medio—, el regalo de poder seducir con la palabra tras una máscara fue una bendición tecnológica ante las crueldades de la evolución. Y aunque quien escribe reconoce no haber sido completamente ignorado por la lotería genética, sabía, sin embargo, que debía abrirse camino de otro modo en la dura selva en la que el más rápido, el más alto y el más fuerte siempre obtienen la mejor presa.
Con la llegada de los primeros cibercafés a la ciudad en 1999, la popularización de los foros en línea y tras escuchar a algún perdedor en la escuela contar cómo encontró novia tras visitar una sala de chat local, casi de inmediato me vi obsesionado con el tema. Así empezó.
Mis tertulias iniciales fueron como el descubrimiento de la mentira; el fin de la edad de la inocencia. Cuando se trasiega en cuestiones sentimentales tras un velo, el dolo aparece luego de un par de intercambios en los que se aprende cuán útiles pueden ser las ambigüedades y omisiones en la narración de cualquier historia. Y es bien sabido que además de alabar su pan, el panadero esconde siempre un par de trucos en el horno.
Cuando ya se me hizo habitual, asumí el rol de un amante sincero que al extremarse, se convirtió en cínico y tuvo éxito por ello. Negocié con el amor para obtener lo propio de mis amantes y cuando eso no sucedía, disfrutaba atormentarlas con sutileza. desde los primeros romances fugaces de días o semanas hasta las idílicas historias que superaron la década—y escribo esto más con vergüenza que orgullo—, muchos hombres, como yo, vimos en las ventanas virtuales el despertar de una nueva era en la moralidad sentimental.
El Tecnorio de ese entonces describiría uno de sus primeros romances de este modo:
“Aún recuerdo con detalle las infinitas noches en las que los suspiros de amor se hacían luz y viajaban a través de cientos de kilómetros de fibra óptica entre su ordenador y el mío. ¿Y cómo olvidar las muchas veces en las que quise convertirme en un impulso eléctrico para besarla, para amarla sin reparos? Quedan en mí los tiempos en los que con auxilio de un micrófono le leía como amante fiel para velar su sueño. Fue un romance que aunque distanciado, sentí más real que cualquier otra cosa; por primera vez amaba a una mujer y le entregaba todo, sin dejar de agradarme por ello a mí mismo.”
En virtual misiva, MMVIII.
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moralesloaiza · 2 months ago
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - Proemio
Dos extraños se encuentran. Ninguno puede formarse más que una idea de la persona con quien escribe, tras completarla mentalmente por lo que muestra un pequeño recuadro en una pantalla.
Escriben durante horas y en un día conocen más uno del otro de lo que la mayoría de sus amistades llegará jamás a conocer. Al caer la tarde ella lo llama príncipe y él la llama cielo. Él no piensa que ella haya sido fácil y ella no piensa que él haya podido tratarla de la misma manera en la que trata a todas las demás.
Ella y él se sienten especiales, ella para él y él para ella. Ninguno alcanza a sentir celos porque para los dos el mundo, la vida y la muerte yacen en ese espacio en el que comparten sus palabras.
Ella y él, aunque han sido heridos muchas veces en situaciones similares, creen haber hallado finalmente el amor en esa ventana de luz. Así lo creen porque ambos sienten y no piensan—y porque es bien sabido que algunas ideas se marchitan si uno las piensa demasiado—.
El tiempo se distorsiona en el mundo virtual. Dos meses de letras suelen ser tan empalagosos como dos años de suspiros. Al tercer mes, todo terminará, porque el mundo real, allá fuera, siempre logra imponerse, aunque él y ella probablemente recuerden lo que vivieron como algo verdadero.
Ella y él sentirán vergüenza de lo vivido y guardarán para sí la memoria de su amor efímero. Algunas veces sonreirán, pero no hablarán, porque saben que el mundo exterior suele tiranizar a aquellos que se atreven a amar un pensamiento. El mundo real nunca consuela a los amantes, porque le divierte más juzgarlos.
Aún así, ella y él volverán a buscar el amor allí mismo donde lo perdieron…
Con otro nombre, con otra cara, en otro tiempo…
Unos tres meses más.
Bendita sea Internet.*
*Proemio del marqués de Richmond, MMVIII
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Nota del editor
Esta obra se sitúa a principios del siglo XXI, una época en la que Internet aún era una novedad en muchas partes del mundo y su acceso estaba lejos de ser tan ubicuo como hoy. En aquellos años, la conectividad en los hogares era limitada: en la mayoría de los casos, dependía de conexiones telefónicas de dial-up, lentas y ruidosas, que dejaban inutilizable la línea fija mientras se navegaba. En Latinoamérica, el acceso doméstico a la red era todavía poco común, y los cibercafés se convirtieron en el punto de encuentro de quienes deseaban explorar aquella vasta y desconocida “superautopista de la información”.
Las plataformas de comunicación digital eran rudimentarias. Los mensajes de texto (SMS) comenzaban a ganar popularidad en los teléfonos móviles, pero estos aún no eran inteligentes ni contaban con aplicaciones para citas o redes sociales tal como las conocemos hoy. Los correos electrónicos, foros de discusión y salas de chat —como las de ICQ, MSN Messenger y Yahoo! Messenger— eran los principales medios de interacción en línea. La comunicación con extraños a través de estos canales era emocionante y, a la vez, misteriosa: las webcams eran costosas y poco comunes, lo que significaba que muchas de estas relaciones virtuales se construían únicamente con palabras escritas y, en el mejor de los casos, con voces distorsionadas por el micrófono de una computadora.
En este contexto, el amor en Internet era una experiencia distinta a la de hoy. No existían algoritmos diseñados para emparejar a las personas según sus intereses ni deslizar un dedo a la derecha para indicar atracción. Las conexiones surgían del azar, de conversaciones iniciadas sin más referencias que un seudónimo y unas líneas de texto. En esa incertidumbre, en esa idealización del otro a partir de su prosa y su tiempo de respuesta, florecieron historias intensas y efímeras, como la que nos presenta esta obra.
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