Esta es la tierra de mis demonios. Aquí, ellos corren libremente. Ellos tienen el poder. Si no te gustan, mejor huye, rápido y lejos, o te devorarán.
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Día especial.
Alzó la vista al cielo, con la mirada ausente. Era extraño en él, pero había pasado la mayor parte del día perdido en sus pensamientos. Era un estado de ánimo que tenía bastante seguido en realidad, pero que nunca le duraba tantas horas.
Suspiró, volteando el rostro a un lado.
Mientras que él estaba tirado de cualquier forma en el césped, el chico estaba recostado de forma cómoda, pero también más prolija, con la ropa elegantemente acomodada. Era una actitud totalmente propia de él y lo hizo sonreír, pero su sonrisa también fue algo lejana. No se movió para acercarse o rozarlo, y eso sólo continuaba la lista de extrañezas, llegando a una sola conclusión.
Julien estaba melancólico.
Tenía días de no abalanzarse sobre Hao o de estar en silencio, pero la atmósfera era diferente esta vez. Miraba las estrellas con una sonrisa irónica y burlona, pero sus ojos no la acompañaban. Días como este solía pasarlos con Lucette, y luego yendo a torturar a Clement hasta estar satisfecho, pero Lucette estaba viva y había preferido estar junto a su amante en lugar de aquello. Incluso si todavía estaban vestidos, y si notaba que Hao estaba… extrañado por su actitud, el hecho de elegir su compañía ya lo hacía sentir mejor.
Justo entonces, se escuchó un grito, apagado y lejano.
—¡Julien! ¿Estás ahí?
La mirada de Julien se llenó de una repentina alegría, y se levantó de un salto antes de echar a correr. Por supuesto, la voz era de Lucette, y para que hubiera llegado a escucharla tuvo que haber gritado a un nivel mayúsculo. Las habitaciones de Hao estaban más insonorizadas que las suyas, y hasta donde él sabía, Lucette jamás había ido a parar allí. Que justo fuera ahora era algo que lo alegraba sobremanera, y se notaba en su reacción.
Lo cual también era raro.
Julien tenía muchos sentimientos complicados y encontrados con su hermana. La amaba, la odiaba, la protegía, la torturaba. Eran evidentes para alguien como Hao, que lo conocía tan bien. La forma en la que Julien corría radiante era completamente fuera de lo normal.
El chico abrió la puerta y le sonrió a la mujer que estaba adentro… con un yeso y varias vendas. Su sonrisa se diluyó al instante. La expresión cambió a una seria, sus ojos se afilaron y todo en sus movimientos pasó a indicar peligro. Su voz sonó, sin embargo, cansada.
—¿Quién fue?
Lucette se apresuró a negar con la cabeza.
—Me atropellaron… de verdad, Julien, no me hicieron nada —dijo a la carrera—. Estoy en el hospital ahora, supongo que me van a despertar pronto. Estoy bien, puedes ir luego a comprobarlo, ¿sí? El conductor me dio sus datos de contacto, puedo llamarlo cuando vengas…
Lucette, cuando tenía una lesión así por parte de un novio, nunca se disculpaba, nunca daba explicaciones y mucho menos de aquella manera rápida. Por lo tanto, Julien le creyó. Su rostro se llenó de alivio al saber que su hermana había sido atropellada, algo entendible sólo conociendo la historia de ambos.
—Mira que si mueres, lo harás de verdad —se limitó a decirle, sonriéndole otra vez. Notó a Hao detrás de él. Seguramente el chico no había ido corriendo y recién llegaba. Y si en algo lo conocía, seguramente estaba celoso. Eso era adorable.
Lucette se sobresaltó, y habló rápidamente.
—Me están despertando… me alegra poder haberte visto hoy, hermanito, pensé que vendrías. Feliz cumpleaños —y tras eso, desapareció.
Julien suspiró, su sonrisa desvaneciéndose. Efectivamente, al menos había podido verla. Había decidido no ir al mundo de los vivos, porque él no pertenecía allí y ella debía hacer su vida sin él, como correspondía. Había decidido no ir con Clement, porque no tenía odio que drenar esta vez. Había decidido quedarse con quien lo hacía feliz, pero sus cumpleaños nunca habían sido alegres y no había podido estarlo.
—¿No estás muy viejo para seguir contando cumpleaños?
Se giró hacia Hao y rodó los ojos, caminando para irse con una sonrisa burlona.
—Por algo no te dije que lo era. Muerto no cuentan los años, así que no estoy viejo —siempre protestaría. En realidad, no era por eso que no se lo había dicho. Julien nunca había tenido un cumpleaños feliz, incluso después de muerto, y por lo tanto no los festejaba. Pero se había acostumbrado a la felicitación de Lucette, a su insistencia en ir al cine, y en cierto modo, también al estado de ánimo triste de cada año.
Estando vivo, Julien nunca tuvo una fiesta.
No sólo estaba la cuestión del orfanato; ni de niño ni de adulto Julien tuvo amigos, así que ¿para qué festejarlo? Un año, Lucette hizo una especie de pastel. No era buena repostera, así que en realidad era un brownie con una pequeña vela, los dos en el piso deteriorado donde vivían. Fue un cumpleaños bastante agradable, pero apenas si pasaron tiempo juntos: Lucette tenía que trabajar y Julien tenía un robo planeado. Los demás años de libertad… un año estaba preso ese día, otros Lucette estaba con sus novios, y el último fue el día que robó aquel libro.
Julien había muerto poco después de su cumpleaños.
Y estando muerto realmente no era relevante, y mucho menos podría celebrarlo, así que siempre era un día donde estaba algo triste, donde era en parte aquel niño que quería una fiesta con amigos que no tenía, un pastel que no le darían y regalos que jamás obtendría. Llevado por ese pensamiento, sacó su eterno dado del bolsillo de su pantalón. Había sido un regalo de Lucette de niño, o más bien, era la réplica de aquel dado. Suspiró, echando a un lado todo aquello. Era raro que Julien estuviera sombrío, casi todo le divertía, incluyendo su pasado. Mañana se reiría de él mismo por haber dejado que el día le afectara.
Sin darse cuenta había llegado al… lo llamaba comedor a falta de una mejor palabra. El mundo de Hao era raro. Abrió la boca para decirle algo al oriental, cuando notó que había cambios. Globos, decoraciones… y un enorme pastel en el medio de la mesa, con un montón de velas encima. Todo ostentoso, grande, para sus gustos algo exagerado.
Se giró a ver a Hao, completamente estupefacto. Sí, sabía que podía hacer todo eso en un instante, desde lejos y con un pensamiento. Era su mundo. Pero de todas maneras lo miró sorprendido.
—Si me hubieras dicho que era tu cumpleaños, hubiera podido preparar algo mejor —se quejó el oriental.
No respondió. Volvió sus ojos al lugar, al pastel, y de repente se echó a reír, llevando los brazos alrededor del cuello de Hao, en una postura que solía ser al revés.
—Gracias —¿le había agradecido alguna vez algo? No sabía, lo dudaba, pero no sabía. No lo pensó tampoco. Seguramente para Hao, eso no era algo importante. Pero para él…
Era su primera fiesta de cumpleaños.
Se soltó del oriental y corrió hacia el pastel, tomando mucho aire antes de soplar las velas y reírse de nuevo. No necesitaban comer, pero podían hacerlo y saborear la comida, así que extendió la mano hacia el cuchillo que había en la mesa, dispuesto a probarlo.
Hao siguió quejándose. ¿Cómo era que se había tenido que enterar por Lucette? ¡Lo amaba tanto y aun así no le decía cosas importantes! Julien se echó a reír, casi el mismo de siempre mientras servía dos porciones. Dio el primer bocado, cerrando los ojos un momento.
Era el pastel más rico que había comido en su vida o su muerte.
Y sólo por eso, logró terminar la porción antes de abalanzarse sobre Hao, con tanto impulso que lo arrojó al suelo. Al menos, como las mesas eran bajas, ya estaban en el piso y el golpe no fue tan fuerte.
—¿Y mi regalo? —él también podía quejarse. Sin embargo, no le dejó tiempo a responder—. Sabes, quiero follarte allí —señaló esa especie de trono que tenía Hao en el lugar— desde la primera vez que vinimos —cuando lo besó contra el mismo y Hao no se negó como solía hacerlo en aquel entonces. Movido por el recuerdo, soltó su cabello, bajando sus labios al cuello, mordiéndolo sin piedad, como siempre. Le encantaban los jadeos y las reacciones de Hao…
—Feliz cumpleaños, Julien.
Se detuvo un instante. Era la segunda persona que le decía aquello en toda su vida, si es que esto contaba como vida. ¿Acaso podía ser más perfecto?
Sacó su cuchillo, demasiado impaciente para ponerse a desnudarlo o moverse. El trono podría esperar…
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Haolien
¡Todo era culpa de la estúpida sonrisa de Hao!
Julien no podía imaginar otro motivo para haber aceptado al niño. Es decir, sí, Hao estaba feliz y él no podía oponerse a sus caprichos, pero estaba bastante seguro de que un niño iba más allá de sus límites.
Entonces, ¿qué hacía mirándolos jugar?
Pues, Hao sonreía feliz, y Julien no podía oponerse a su felicidad.
Julien amaba con una entrega y desinterés que nadie imaginaría de él. Amaba hasta el punto de la adoración, y por ello, si Hao quería quedarse con el chico, él lo aceptaría. Lo cual no quitaba su fastidio. No le gustaban los niños, nunca le habían gustado, y era demasiado posesivo para querer compartir a Hao con alguien más, incluso si era con alguien que llevaba el nombre de ambos y que jamás vería esa hermosa y estúpida sonrisa. Suspiró, alzando la vista al cielo.
Si no había lastimado a Haolien aún, era sólo por Hao.
El niño era dulce, inocente y un completo idiota. No entendía nunca nada, ni su forma de ser, ni la relación que tenían, sus valores eran absurdos y su forma de ver, mejor dicho, de no ver el mundo, era completamente estúpida. Tan ingenuo que cualquiera podría pisotearlo fácilmente y aprovecharse de él.
Tan ingenuo que parecía quererlo.
Y Julien lastimaba a esas personas, las empujaba para comprobar qué tanto seguirían queriéndolo, las torturaba para reírse con el corazón roto cuando se apartaban de él por su propia culpa. La excepción era Hao, y por eso él adoraba el suelo que pisaba, incluso si jamás pensaría en esos términos. Julien le había puesto todas las pruebas posibles, y Hao lo había amado a través de todas ellas.
Pero no podía lastimar a ese niño.
Volvió a observarlos. Podía ser que la sonrisa de Hao hubiera hecho que se quedara con el imbécil, pero sabía que lo había aceptado en un comienzo por sus ojos heridos. Se había visto reflejado en él, pero no pensó que fuera a ser tan estúpido e inocente. ¿Cómo podía no odiar a todo el mundo tras ello? ¿Cómo podía ser alguien puro? Le dio curiosidad, y por eso lo dejó quedarse.
Luego Hao empezó a sonreír con el nene y se condenó a tener que soportarlo.
Ahora mismo, Haolien se acercaba a él. Ya se movía con seguridad, al menos dentro de zonas que conocía. No tardó en alcanzarlo y sonreírle, extendiendo sus bracitos y rodeando su cintura con ellos.
¡Era tan incómodo! Julien no sabía qué hacer cuando Haolien hacía algo así.
—¿Quieres algo? ¿Te duele algo? --no parecía, y Hao tampoco estaba haciendo drama. Quizás quería conseguir algo.
El niño negó con la cabeza.
--Nada, ¿por qué lo dices?
Porque no entiendo por qué me abrazas. ¿De verdad lo quería? Julien no podía imaginar por qué. No sólo eso… Julien no entendía esa forma de querer, porque las únicas dos personas que lo habían querido estaban locas. Lucette lo lastimaba tanto como lo cuidaba, Hao lo había apuñalado desde el comienzo… ¿cómo interpretaba algo así?
No podía ser cariño, tenía que ser manipulación.
Y aún así, chasqueó la lengua.
--Por nada --se soltó del abrazo, pero se quedó mirando el rostro del niño y terminó por palmear su cabecita. Tan pequeña y fr��gil. Tan fácil de romper. Se encontró observando casi con ansiedad la cabeza de Haolien, asegurándose de que no estaba herido de algún tropiezo o algo así.
No le importaba ni nada, sólo no quería que se le rompiera el juguete nuevo a Hao.
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Sopa.
Souma estaba enfermo.
No era gran cosa. Era una gripe estacional, pero bastante fuerte. Tuvo que avisar a la escuela que faltaría, se tomó la temperatura y se hizo un té, pero tras dormir otro rato se sintió peor. Así que Souma, que tenía catorce años y llevaba apenas dos meses viviendo solo, fue a la fuente de información que le permitía sobrevivir.
Google.
Tras un rato de lecturas, se levantó y se dirigió, medio a rastras, a la cocina. No fue a revisar el botiquín. Atsuko tenía cosas, sí, quizás alguna le servía, pero Souma sentía que abusaba de su amabilidad en primer lugar sólo por estar en su casa, no iba a tomar un medicamento también. En cambio, se hizo un té con limón, se sentó en el kotatsu e hizo su mejor esfuerzo por sentirse mejor. No era, ni remotamente, la primera vez que tenía que encargarse solo de sí mismo, pero sí era la primera vez que estaba totalmente solo. Antes, sabía que si era necesario, podría ir a la cocina y pedir ayuda, y aunque el cocinero se hiciera el sordo, mágicamente aparecería el doctor o un medicamento por allí. Ahora esa posibilidad no existía. Atsuko estaba de viaje y regresaría recién al día siguiente, Souma se sentía muy mal para ir por su cuenta, y no dejaba de ser sólo una gripe como para llamar una ambulancia.
Terminó su té y apoyó la cabeza en sus brazos, mirando la nada, los ojos nublados debido a la fiebre.
Hacía unos años, su madre se habría inclinado a tomarle la temperatura con su propia mano, le habría llevado la medicina a la cama y lo habría mimado; su hermano se habría sentado a su lado a entretenerlo hasta que lo regañasen; y su padre lo habría despeinado, prometiéndole un dulce si se ponía mejor. Luego, todo eso no existía, pero sí sopas que eran dejadas en la mesa de luz, jarabes abandonados casualmente en el baño. Souma sabía que no era simplemente buena intención de las personas que trabajaban en su casa, eran sus órdenes. Incluso si el motivo era que sus padres no querían ir presos, sus padres lo cuidaban.
No se arrepentía de haberse ido, claro que no, pero se sentía solo.
Se obligó a levantarse, a lavar la taza y a limpiar como todos los días. Su habitación no era tan ordenada, pero el resto de la casa la mantenía impecable para Atsuko. Empujó bien hacia adentro el sentimiento infantil de querer llorar, o dejarlo para otro día, o querer un abrazo. Tenía catorce años, ya estaba grande para esas cosas. Vivía prácticamente solo. Era responsable de sí mismo. No podía tener nostalgia de algo que hacía mucho no existía.
Al terminar, se dirigió a su cuarto y se acostó. No había comido ni tenía hambre, en cambio, tenía mucho frío. No pensó que quizá su fiebre estaba más alta con el esfuerzo innecesario, no pasó por su cabeza. Durmió profundamente, teniendo, sin embargo, una pesadilla tras otra.
Una mano suave en la frente lo despertó en un momento, y al abrir los ojos, encontró el rostro arrugado y amable de Atsuko.
--Vine antes. Hice algo de sopa, te traeré. Siéntate a comer algo.
Los ojos de Souma se nublaron, y parpadeó repetidamente mientras se sentaba en la cama y se destapaba, apoyando los pies en el suelo para levantarse. Justo en ese momento, Atsuko entró por la puerta con el tazón en la mano.
—¿Cómo vas a levantarte estando enfermo? Recuéstate y no me hagas enojar --le reprochó, en ese tono entre amable y autoritario que hizo que al instante Souma obedeciera. Puso el tazón en sus manos—. Anda, come antes de que se enfríe. Tiene muchas verduras para que te recuperes más rápido --dejó una caja en la mesa de noche—. Y tómate una pastilla de estas. Niño, están en el baño, ¿por qué no te tomaste una más temprano?
Souma la miró con cierta sorpresa, aún sin probar la sopa.
--Bueno, es que son suyas…
Atsuko lo miró en silencio, y luego suspiró, levantándose.
--Si necesitas algo, sólo tómalo. Puedes disculparte después, ¿no crees? --se inclinó y acomodó mejor la ropa de cama, asegurándose de que estuviera bien tapado—. Deja el tazón ahí cuando termines, vendré más tarde a buscarlo. Si te levantas para algo que no sea ir al baño, me enojaré.
Y tras decir eso, se fue, cerrando la puerta a sus espaldas. Souma clavó los ojos en la sopa, finalmente probando una cucharada. Estaba deliciosa. Atsuko era una buena cocinera, pero posiblemente podría ser el peor plato del mundo y para Souma sabría delicioso. Algunas gotas cayeron, dejando ondas en el caldo, mientras cucharada tras cucharada tomaba la sopa de verduras.
Nunca podría pagarle a Atsuko todo lo que hacía por él, incluso si para ella eran cosas simples, naturales y sin importancia.
O incluso si en todos los años que vivió con ella, esa fue la única vez que se enfermó.
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Estoy mirando atrás y puedo ver, mi vida entera Y sé que estoy en paz, pues la viví a mi manera Crecí sin derrochar, logré abrazar el mundo todo, y más Mil sueños más, viví a mi modo
Dolor no conocí, y recibí compensaciones Seguí sin bacilar, logré vencer las decepciones Mi plan jamás fallo y me mostró mil y un recodos, y más Sí, mucho más, viví a mi modo
Esa fui yo, que arremetí Hasta el azar quise perseguir Si me oculté, si me arriesgué, lo que perdí no lo lloré Porque viví, siempre viví, a mi manera
Ame, también sufrí, y compartí caminos largos Perdí y rescaté, mas no guardé tiempos amargos Jamás me arrepentí, si amando di todos mis sueños Lloré, y si reí fue a mi manera
Te pueden decir o criticar, si yo aprendí a renunciar Si hay que morir y hay que pasar, nada dejé sin entregar Porque viví, siempre viví A mi manera
Porque viví, siempre viví A mi manera
Esta era la canción que cantabas con más pasión. Ahora que ya hace un año que te fuiste, puedo ver cómo realmente fue tu himno de vida, cómo te representaba de verdad, como si hubiera sido escrita para vos.
Mamá, hoy decido hacerla también mi himno de vida.
Te quiero. En presente, siempre en presente.
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Regalo de cumpleaños.
Julien se mordió el labio, concentrado, mientras sus pequeñas manos moldeaban con cuidado. Tenía ocho años, y estaba intentando hacer algo con masa para modelar, esa que se parecía a la arcilla pero no había que cocinarla. Sentado en su habitación, en la cama y usando la mesa de luz a modo de escritorio, corregía una y otra vez, totalmente concentrado en su tarea.
Lucette entró, y se quedó boquiabierta.
— ¿Desde cuándo te gusta el arte?
En verdad, Julien lo detestaba. Pero era detallista y cuidadoso si debía serlo, aparte de tener buen pulso y dedos pequeños, así que, con mucho trabajo, estaba de hecho saliéndole muy bien para ser un niño. Aun así, no estaba conforme, pero pacientemente corregía cada pequeño error que veía.
--El martes es el cumpleaños de Hao --respondió sin apartar la vista—. No puedo darle algo bonito, pero había esto, abajo, en el material escolar. Y esto --señaló con la cabeza los acrílicos dispersados por el suelo—. Así que le haré una figurita.
La persona que estaba esculpiendo con tanto cuidado estaba en una clara postura de artes marciales, estructurada y bien delimitada. Julien había buscado en la biblioteca de la escuela, y había encontrado una foto de una posición de kung fu que no parecía exagerada y sí bastante estable. Había memorizado como era, e intentaba replicarla. A Hao le gustaban las artes marciales, así que él quería hacerle algo así. No tenía pensado dibujar un rostro, si no que fuera más bien como un maniquí. Sabía sus límites.
Pacientemente, como casi nunca lo era, y con la ayuda de un escarbadientes, empezó a hacer algunos relieves.
Lucette se sentó en silencio, mirándolo sin molestarlo, así que Julien olvidó que estaba allí. Cuando se sintió finalmente conforme, sonrió.
--Va a tardar unos días. Lulú, ¿dónde la puedo poner que…?
Su hermana estaba dormida, y al ver la hora Julien lo entendió. Había estado horas enteras trabajando. Con cuidado, llevó su figura a un estante, luego enjuagó el vaso con el agua que lo ayudaba a trabajar, se lavó las manos y se acostó, entusiasmado.
Pasaron los días, y el lunes la figurita ya estaba totalmente seca.
Julien buscó la imagen en la biblioteca, y copió malamente en su cuaderno el dibujo, a modo de esquema, marcando los diferentes colores. Ahora tenía esa referencia consigo, mientras con un pincel muy pequeño pintaba. Lucette le había dicho que hiciera primero los colores más claros, así que ello hacía. Y con cuidado y gran precisión, una precisión que en un futuro usaría para cosas menos agradables, pintó toda la estatuilla.
Lamentablemente, no tenía barniz para protegerla. Y Lucette también le había dicho que si no le ponía, se despintaría.
Julien había pensado tanto en el problema durante el día que había tirado a los suelos su orgullo y le había explicado a la maestra. Amablemente, ella le sugirió mezclar la cola escolar con un poco de agua.
--Queda transparente --aseguró.
Así que Julien hizo eso. Y con mucho cuidado, nuevamente, dio varias capas hasta que sintió que estaba bien.
No era perfecta. Sabía que Hao tenía cosas mucho mejores, que con chasquear los dedos podría tener algo mucho más bonito. Pero incluso si a Hao no le gustaba, quería regalarle algo a su primer amigo, y no tenía dinero. Esperaba que al menos a Hao le agradara que se hubiera tomado el trabajo por él.
Pero realmente esperaba que pensara que le había llevado sólo un rato, y no la cantidad de horas de total concentración que le había tomado.
Ilusionado, nervioso, no se pudo dormir.
Lucette, en la mañana, tan temprano que aún era noche cerrada, cortó un trozo de un vestido de raso de una muñeca —"no te preocupes, igual no me gustaba ya"-- y con su habilidad hizo un moño. Ayudó a Julien a guardar la figurita dentro de una caja pequeña que habían armado con una de té vieja, y pegó el moño a la caja.
Una hora después, Julien iba a la escuela, con su pequeño tesoro celosamente protegido en sus manos.
Durante toda la clase lo tuvo cuidado, como si fuera un terrón de azúcar. Nada lo rozó, ni por accidente, y apenas llegó el recreo, lo agarró de la misma delicada manera y caminó pacientemente hacia el patio, en lugar de correr como siempre lo hacía.
Así que Hao ya estaba allí.
Julien lo vio y se arrepintió.
Con las mejillas rojas y avergonzado, se dio media vuelta para irse. Tiraría el regalo y luego daría una excusa.. que la maestra le había hablado, sí, por eso llegaba tarde. Sin embargo, no pudo hacerlo. Hao lo había visto, y lo llamó. Así que Julien se volteó de nuevo, caminó lentamente, y sin saber qué decir, le dio la cajita.
—Feliz cumpleaños…
Y de repente no podía parar de hablar.
—Lo hice yo, no es la gran cosa. No pasa nada si no te gusta, sé que es feo. Pero quería darte algo… —él tenía tantas cosas bonitas, y Julien estaba dándole algo que aunque le hubiera quedado muy bien para su edad y cero práctica, aunque hubiera puesto el corazón en ello, por supuesto no sería tan bonito. Julien ni siquiera podía verle la cara ahora. Con los ojos clavados en el suelo, escondió las manos en sus bolsillos, nervioso y arrepentido.
—Eres mi mejor amigo —el único, en realidad, pero incluso a los ocho años Julien era orgulloso—, y no podía no regalarte algo…
Alzó con timidez la vista desde las baldosas hacia el rostro del oriental. Que sonreía.
Y Julien sonrió porque Hao sonreía.
Porque siempre sonreiría si Hao sonreía.
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Melanie.
Cuando era pequeño, Julien aún se cuestionaba las cosas. Por qué sucedían, o por qué tenía que callarse, o por qué a él, o por qué nunca se animaba a pedir ayuda. Sabía que los demás lo evitaban por miedo. Sabía que en él, esa no era la razón. Era sólo el orgullo, la necesidad absoluta de que nadie lo viera débil, incluso si aún no podía evitarlo en muchas ocasiones.
Como ahora.
Intentaba vendarse el brazo solo, pero no era habitual y no podía. Frustrado, se largó a llorar, y se secaba violentamente las lágrimas antes de que cayeran con el dorso de la mano mientras ajustaba la venda ya manchada de los intentos previos. En el último instante, se le escapó. Miró el brazo, ya desesperado. ¿Coserlo no sería más fácil? ¿Qué necesitaba? ¿El hilo normal para la ropa serviría? Debía preguntar.
Alguien entró a su habitación, y se giró asustado. Era la única persona adulta amable en ese lugar, así que se relajó.
Ella tenía una sonrisa cálida, unos ojos amables y brillantes y unas manos suaves, con un tacto delicado sobre la piel. Era una creyente de la secta, y mientras que lo sacrificaría sin dudar si fuera por esos motivos, no era alguien a quien le gustaran los experimentos y diversiones que hacían con los niños, por lo que era relativamente confiable. Varias veces lo había ayudado, así que cuando tendió las manos, él le tendió la venda sin dudar.
--Enséñame, Melanie --pidió. Y ella, sentándose a su lado, le explicó cómo hacerlo con una sola mano, lo dejó que practicase, que terminara haciéndolo solo. Julien suspiró, más aliviado, aunque empezando a sentir la fiebre posterior al miedo.
--Fue tu hermana, ¿verdad? --preguntó entonces Melanie, y él se tensó.
--No, ¿cómo haría Lucette algo así? --respondió de inmediato. Melanie sólo sonrió con compasión. Julien odiaba la compasión, así que giró el rostro.
--Cuando tiene un día difícil, tu hermana te apuñala --dijo con tranquilidad. Julien quiso taparse los oídos, o negarlo, pero no podía. Ella hablaba con mucha seguridad, pero con una voz dulce—. Luego se va a llorar al techo, con las manos manchadas de tu sangre. Creo que no se da cuenta cuando estoy cerca. No apreciaría mi ayuda, así que no me acerco.
Julien chasqueó la lengua, volteándose casi rabiosamente a verla.
—¡No fue culpa de Lucette! --ella no lo entendería, nadie lo entendería—. Yo se lo pido, ��entiendes? Ella es débil. Yo no. Yo puedo.
Julien nunca supo expresar sus sentimientos de una manera comprensible.
Pero Melanie, de alguna forma, comprendió lo que intentaba decir.
—¿Dejas que te rompa a ti cuando ella se rompe?
A Julien no le gustó sentirse juzgado, y apretó la boca tercamente.
--Yo puedo con lo suyo y lo mío. Además es mi culpa.
Había empezado hacía un año y algo. Lucette estaba angustiada, hablando con una de las chicas con las que se llevaba bien y podía considerar amiga. Tenía catorce años entonces, cerca de cumplir quince. Julien había pasado por allí, escuchado su nombre y pegado su oído a la puerta con cero vacilación.
--Los distraeré. Intenta escapar tú que estás sola, afuera no puede haber sitios peores que este.
--Ven conmigo.
--No, yo no estoy sola. Julien me ata aquí. A veces lo detesto, ¿sabes? Lo amo, haría lo que fuera por él, pero ay, cómo querría que no estuviera. O que fuera diferente, más tranquilo, menos orgulloso, menos rebelde y menos… no sé.
--Da algo de miedo. A veces parece el niño de una peli de terror. Por eso siempre está solo.
Julien se había ido entonces, sin querer saber algo más. Esa noche, la amiga de Lucette murió en su intento por escapar. Él la miraba desesperarse en un rincón, y no se animó a acercarse y abrazarla. "Habría llegado a salir si iba con ella", se lamentó Lucette un rato antes, y Julien había clavado la vista en el suelo, entendiendo la verdad.
Sí, su hermana lo amaba. Pero era porque no tenía a nadie más. Si no fueran hermanos, él la querría, siendo el tipo de chica que le agradaba, pero ella no lo querría a él. Julien tenía diez años, pero ya sabía que no era como los demás de su edad del orfanato. Lucette lo habría preferido así. Entonces no pensaría que sería mejor que no estuviera, o que fuera diferente.
Buscó debajo de la cama, y se acercó a su hermana con el cutter algo oxidado que había robado tiempo atrás.
--Descárgate --sugirió, tendiéndole el arma y arremangándose, ofreciéndole el brazo izquierdo. Sabía que no aceptaría, así que buscó provocarla—. Crees que te habrías ido de no ser por mí, pero en realidad fue porque eres una cobarde y no te animas a nada. Lo llamas sobrevivir, pero es una estupidez. Sólo te arrastras y meneas la cola como un perro maltratado a cualquiera que finja quererte.
Lucette tomó el cutter y se enojó, gritándole, pero no hizo nada. Dos semanas después, rota, con la espalda sangrando por los latigazos que había recibido en lugar de su hermano, las provocaciones del mismo y la desesperación, lo apuñaló mientras lo acusaba. Y a pesar de la culpa, se sintió algo mejor. Así que cuando no podía más y Julien se ofrecía, ella lo aceptaba.
Nadie se mantenía cuerdo en ese lugar, y aunque ella soliera parecerlo, no era una excepción.
Y Julien nunca le guardó rencor, nunca la quiso menos. Entendía que tenía razón, y él podía soportarlo. Un corte más o uno menos, ¿qué importaba? Si eso la ayudaba, ¿qué importaba?
¿Pero quién lo ayudaba a él?
Nadie, porque orgulloso como era, guardaba muchísimas cosas para él solo, y ni Lucette las notaba.
Melanie chasqueó la lengua.
--Si quiere hacer daño, debería hacérselo a ella --protestó—. Se siente aliviada, descarga su ira y su dolor, y no lastima a nadie más.
Nadie le hablaba como Melanie, así que Julien la escuchó. La importancia que le daba a sus palabras era mayor a la de nadie más. Por lo tanto, guardó sus dichos en su memoria, asegurándose de no olvidarlos por si los necesitaba.
Tres días después, tuvo uno de esos momentos en donde sentía que se iba a destrozar en un sentido muy literal de la palabra. La cabeza le estallaba, la garganta no le dejaba respirar, la angustia tampoco. Quería llorar y lamentarse de su suerte, pero eso era patético y no lo hizo. No importaba la edad que tenía, que aún fuera un niño y fuera comprensible; él no se juzgaba así. Y recordando a Melanie, decidió probarlo. Quería sentirse aliviado y descargar su ira y su dolor.
Y no funcionó. Pero lo ayudaba a enfocarse, a no dejarse perder. Un dolor controlado infligido por él mismo no le hacía escudarse, provocar al agresor y terminar enloqueciendo un poco más. Así que continuó, años enteros, hasta que Melanie se suicidó y él decidió perderse en la locura.
¿Qué importaba mantenerse cuerdo, cuando el mundo era tan aburrido si no estabas loco?
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Hurricane.
TW (?) tortura y abuso infantil.
Canción
No matter how many times that you told me you wanted to leave, no matter how many breaths that you took you still couldn't breathe…
Los brazos me sangran y las punzadas del dolor son difíciles de ignorar mientras me apoyo en el alambre de púas sin vacilar. No tengo otra manera de escapar que no sea esa y no tengo otra manera de pasar que no sea dejar todo mi peso en el metal. Paso una pierna, escuchando los gritos… debo apresurarme y dejarlos atrás. No llego a pasar la otra antes de escuchar aquel sonido horrible, un instante antes de sentir la bala mi brazo atravesar.
No cedo. Me aferro con la otra mano, clavándola sin temor alguno para intentar pasar.
El siguiente disparo me hace vacilar, y caigo. El golpe me deja sin aire, y sé que tengo suerte de que no sea algo más grave. Aturdido, la cabeza nublada y adolorida, giro el rostro hacia el tirador. Pero mi sonrisa es desafiante y mis ojos no muestran terror.
—Sólo tú podrías ser tan estúpido de intentar huir. La suerte se te está acabando. Terminarás por morir.
Me echo a reír.
Mi risa enloquecida resuena por el patio del lugar, el sonido alto y agudo llenando a todos de incomodidad. ¿Y por qué creen que huía? ¿Piensan que no lo sabía? Me toman del brazo herido, tirando para que me ponga de pie. Sólo por eso tiro con más fuerza, haciendo al imbécil caer.
Río de nuevo, un niño de doce años intensificando el castigo venidero sólo por desafío.
Río bajo los golpes, río mientras me arrastran, poniendo resistencia que sé infructífera, pero a mí ni la muerte me manda. Río en la locura, pero también en la desesperación. Había llegado a lo alto… si hubiera sido más rápido… la próxima vez…
Nunca había estado tan cerca de morir como terminé esa madrugada, pero con los años aprendí que eso no había sido nada.
No matter how many nights that you'd lie wide awake to the sound of the poison rain. Where did you go? Where did you go? Where did you go?
El insomnio se mezcla con el delirio y me hunde más en la locura.
A veces quiero evitar caer. A veces intento sujetarme y salir del martirio, volver a la cordura.
Pero en general, me he rendido. Es lo que me mantiene entero cuando nada más puede hacerlo.
¿Entero…?
La sangre de mis brazos no concuerda, la sangre que mancha mi mano y el acero se ríe de mí tanto como yo me río de ella. Alzo el cutter una vez más, pasándolo por mi brazo, nuevas líneas rojas surcando mi carne, la lluvia golpeando los cristales de la misma forma que el piso es manchado por mi sangre. ¿Cómo puedo saber si sigo vivo? En esas noches donde ni el dolor ya siento, o cuando nada importa, o cuando la desesperación aumenta a niveles insoportables, ahí es cuando pienso: ¿cómo puedo saber que aún estoy vivo, que aún soy yo? ¿Que no es una ilusión? Y a veces, el caminar al filo de la muerte para mantenerme vivo es la única solución.
Dejo caer el cutter oxidado, levantándome y acercándome a la ventana. La abro. Extiendo mi brazo bajo la lluvia, dejando que se tiña de rosado y lo lave todo. La sangre, el dolor, la locura, la impotencia, y la culpa al verla entrar y notar que entiende lo que pasó.
Lo siento, Lucette. No sé otra forma de lidiar con esto.
—Ven, te pondré alcohol —es todo lo que dice, aunque está triste. Tengo trece, ella diecisiete, será libre el año que viene. ¿Cómo va a irse tranquila si yo hago cosas así?
¿Cómo voy a mantenerme entero y relativamente cuerdo sin hacer algo así?
No matter how many deaths that I die I will never forget. No matter how many lives I live, I will never regret.
Siento los pinchos incrustados en los grilletes hundirse más en mi piel con cada movimiento de mis muñecas y tobillos. Duele mucho más allá del límite de dolor que tengo, pero eso está bien; así lo superaré y terminaré con uno nuevo. El tintineo de las cadenas rompe el silencio de la noche, y aunque no veo nada, siento y huelo la sangre que corre. Plop, plop. Al final de mi codo, gotea y cae contra el suelo de piedra. Tengo apoyada la espalda contra la pared, y miro la puerta que no se abre. ¿Llegarán a la madrugada? En realidad, sería lo esperable.
Ningún tormento es entretenido si no es lento.
Pero ya estoy mareado. Resisto todo lo que puedo, pero sólo tengo catorce años. No puedo perder la conciencia, eso sería darles una victoria y perder el control. Porque si no estoy despierto, ¿cómo puedo saber qué me hacen? Debo permanecer atento a mi alrededor…
Finalmente se escuchan pasos y siento una mezcla de alivio y terror. Desafiante, sonrío divertido; jamás les permitiré saber cómo estoy. Observo cada detalle de ellos apenas abren la celda. Barras de metal, una cámara, ¿una tetera? Me ignoran para prender la chimenea, y entiendo. No me interesa. Me han quemado tantas veces, ¿qué cambio hay si lo filman? Así que me río de ellos, me río a carcajadas y con burla los miro.
—Tan poco originales —coqueteando con la locura que mi rostro muestra—. Hasta a mí se me ocurren más variaciones que a ustedes. ¿Son reglas de su secta? Llega un momento en donde cortar, quebrar y quemar no es suficiente, ¿no creen? —firmo mi propia ruina. Pero tienen que entenderlo, saberlo, confirmarlo.
Hagan lo que hagan, jamás me domarán. Intenten lo que intenten, jamás me ganarán.
Dicen tonterías, que ya voy a ver, que ya me lo mostrarán. Me río más fuerte. No podrán, salvo que me maten, nada mejor se les ocurrirá. Aquel que generalmente me lleva a la escuela se ríe conmigo.
���Un día suplicarás que paremos —dice, y ruedo los ojos. ¿Suplicar? Jamás. Antes me muero.
Enojados y molestos, queman mis brazos con las barras. Mis ojos lloran, no puedo detenerlo, pero me río a carcajadas. Esperable, predecible, aburrido. Ya que de todas formas me torturan, ¿no podrían hacerlo entretenido? Idiotas. Despreciables. Ilusos, estúpidos, ignorantes. Ni para ser sádicos sirven. Ni causar verdadero dolor saben. Acostumbrados a los débiles, no saben reaccionar cuando sólo encuentran risas del otro lado. Río cada vez más alto. No lo entienden, lo provocan y no lo comprenden, cuando el dolor es tan continuo pierde el efecto en quien lo siente. Deberían esperar y darme esperanzas, para que cada vez fuera aún peor, pero son estúpidos y creen que me generan temor. Quizá cuando no sé qué harán. ¿Pero una vez que empiezan? No me voy a asustar.
El agua se calienta, y la arrojan en mi pierna. Mi risa burlona no se detiene incluso si yo sé que eso es peor que otras veces. No está hirviendo, está aún más alto. ¿Pero qué importa? Que su gran idea sea esta me hace reír tanto…
—El día que los agarre… —mi voz suena quebrada. No importa. Que esté llorando no es mi culpa, es casi una respuesta fisiológica—… verán qué poco originales han sido. Ah, si supieran la mitad de las ideas que tengo… No pueden ni imaginar lo que será su martirio…
Y río, río incluso mientras enojados quiebran mis dedos, río abiertamente y sigo resistiéndome, el metal cortando mi vena en algún momento. Y ahí se detienen, porque aún no me quieren muerto.
Me niego a desmayarme incluso cuando me sueltan y el "doctor" me atiende lo indispensable para que no me muera. Que me vaya por mi propio pie, dice, y me limito a rodar los ojos y enfrentarme a las escaleras. El dolor lo invade todo a un nivel insoportable, y mis pasos vacilan, mis manos rotas se aferran a las paredes, caigo de rodillas… y sigo arrastrándome con un solo pensamiento fijo en mente. No van a ganarme. Al menos hoy no debo curarme. Si cada vez que me torturan logro que casi me maten, ¿esquivaré siempre eso?
Me pongo de pie junto al baño, para enjuagarme la boca. Me miro al espejo, la expresión rota. Realmente rota. Media boca sonríe y media boca llora; mis ojos lagrimean, mis manos tiemblan, pero mis ojos tienen esa expresión que supongo es locura. Pálido y ensangrentado, mi mente empieza a descarrilarse, y entendiéndolo, me arrastro hacia mi habitación. Caigo en la cama, delirando…
¿Que me harán suplicar? ¡Quisiera verlos intentándolo!
There is a fire inside of this heart and a riot about to explode into flames. Where is your God? Where is your God? Where is your God?
este y el siguiente no están en rima
Llevo tres meses aquí sin Lucette. Me ha costado aceptarlo, pero he tenido que hacerlo: ella me ha protegido de muchas cosas. Todo es peor sin ella aquí, e incluso me lo han dicho "Ya no está tu hermana para salvarte". Me pregunto cómo hacía...
Tirado en la cama, ruedo el dado entre los dedos, costumbre que he adquirido ya hace un tiempo. Alguien abre la puerta y entra. Es el hombre que me amenazó aquel día, el que nos lleva y trae de la escuela actualmente, Gerard. Soy muchas cosas, pero estúpido no es una. Me levanto y echo a correr a toda velocidad hacia la puerta. Me atraparán igual, pero sólo un idiota se queda quieto esperando cuando hay otra opción. Igual, Gerard es fuerte. Me atrapa del brazo y me arrastra hacia la cama, arrojándome hacia ella entre golpes para intentar inmovilizarme. Yo lo golpeo de vuelta. Me resisto todo lo que puedo, pero él es alto, grande y fuerte; cuando me golpea en la cabeza, quedo mareado y es fácil para él esposarme a la cabecera de la cama y los tobillos a las anillas. Todas las camas del orfanato son de hierro, todas tienen anillos a diferentes alturas para facilitar estas cuestiones, y todos hemos sido torturados más de una vez aquí, así que nada de esto es sorpresa. Tampoco que haya pasado la cadena de las esposas de las muñecas entre los barrotes. Esposarme a los anillos haría más fácil mi resistencia, en cambio, si al tirar de una muñeca lastimo la otra, es más difícil que lo haga. O eso hace la gente normal. Yo no voy a perder por esa tontería.
Pero a pesar de que hasta el momento todo es previsible y habitual, a medida que mi cabeza se aclara del golpe, noto que algo no encaja.
No lleva nada. Ni un cuchillo, ni una pistola, ni siquiera un palo de metal o una de esas prensas para quebrar los huesos. Nada. ¿Es un preludio? Quizás sólo me usará de cenicero un rato hasta que llegue alguien más. O me dejará así, imaginando escenarios, hasta que otro llegue. Igualmente le sonrío con desdén.
—¿Piensas torturarme con las manos vacías?
Sonríe, y no me agrada esa sonrisa, porque es segura y eso significa amenazante. Entonces entiendo, o creo entender, cuando revisa mi escritorio y toma la tijera escolar. Va a electrocutarme. Hay un enchufe cercano a la cama, desarmarlo es sencillo, posiblemente va a cortar las puntas y usarlas. Al tener las puntas redondeadas no me puede apuñalar, y aunque es afilada, tampoco lo es al nivel que pueda lastimarme seriamente.
Al menos electrocutarme es original. Un cambio. ¿Cómo se sentirá?
Pero no, lo que hace es cortar el frente de mi camiseta.
—¿No podías quitarla antes? —protesto. Es lo que suelen hacer al fin y al cabo, y me cabrea más pensar que deberé coserla que otra cosa. ¿Ahorrarme unos golpes a cambio de tener que coser luego lo que rompe? No es negocio para mí. Gerard no habla, pero él siempre es callado, a diferencia de otros. Suspiro, a punto de agregar algo más cuando lanza la tijera al suelo, lejos de mí, y se inclina a morder mi cuello.
No lo proceso. En un momento no entiendo nada de lo que sucede, y al siguiente entiendo mucho más de lo que querría.
—¿Qué mierda haces? ¡Quítate! —me remuevo asqueado sin importarme que se me claven las esposas en muñecas y tobillos, ni siquiera es algo inusual—. Viejo asqueroso de mierda, ¿qué te pasa?
Siento el golpe en el pómulo, pero ni siquiera me importa. Busco su mirada, la mía llena de odio y asco. Y aunque no entiendo su expresión, empiezo a removerme más frenéticamente, comprendiendo que tengo que huir, pero ya. Enseguida.
Aferra mi cabello y me estampa la cabeza contra la cabecera.
Mareado, más inconsciente que consciente y dolorido, parpadeo e intento centrarme, pero pasan varios, demasiados segundos hasta que medio lo logro. Tiempo durante el cual noté un cambio en las esposas de uno de mis pies, pero al medio recuperarme e intentar moverlo lo encuentro sujetado, así que descarto la idea. Al menos durante otros segundos, lo que tardo en entender lo que ha hecho.
Bajo la vista hacia mi pierna desnuda, y la otra con la ropa arrugada a la altura de la rodilla, y entro en pánico.
—N… No, ¿qué haces? —muerdo mi labio forzando una risa desafiante, pero aterrado. El metal de las esposas perfora mi carne como nunca antes, nunca intenté tanto escapar—. Déjame, yo… yo ha… —haré lo que sea pero ya para, quiero decir. Por favor, no hagas nada. Por favor, ¿qué hacen tus manos sobre mí? No… déjame… vete… por favor…
Pero él quiere que suplique, así que me callo, y sigo inútilmente intentando soltarme, o golpearlo. En cierto modo me aferro a la idea de que esto será todo, pero cuando un rato después lo veo llevarse la mano a su propio pantalón, pierdo cualquier orgullo.
—No, esper… yo… por… —ni siquiera entonces puedo completar la súplica—. Haré lo que quieras, ¿vale? ¿Sí? Lo prometo, te lo juro… te lo juro por mi hermana pero no… no… no, de verdad no… yo… basta…
Basta. Detente. Para. Yo… yo no puedo con esto.
¿Qué hice para merecer esto…?
Nada, nada. ¡Nada! No hice nada para merecer nada y sin embargo lo soporto todo. ¿Qué culpa tengo yo de que mis padres hayan muerto? ¿De que el orfanato más cercano haya sido regentado por este loco con dinero y poder? ¿Qué hice tan malo para merecerlo? ¡Nada! No tengo ni quince años… no hice nada… no pude haberlo hecho… no lo merezco… pero puedo soportarlo, pero no esto…
Por favor, para.
Por favor, es que ni siquiera me importa si duele. Es… es lo que estás haciendo. Es…
Para. ¿Cuánto tiempo llevas? Para…
Déjame inconsciente al menos. Golpéame hasta que me desmaye y no me entere de nada.
Para.
Sí, sé que me estoy riendo. Pero para, por favor…
—Tan cagón que ni te atreves a hacerlo conmigo suelto. Tienes que atarme, ¿eh? Tan poco hombre eres que tienes que agarrar a alguien menor y más débil que tú porque —cállate, Julien, ya cállate— no puedes follarte a más nadie. Das asco —idiota—, ¿siquiera crees que te tengo miedo? Ya está, ya lo hiciste, así que para qué intentar evitarlo —por favor, Julien, cierra la boca. No lo mires con desafío—. Venga, a que aguanto más que tú. Condenado hijo de puta, que ni siquiera duele —imbécil, eso es lo que soy, un imbécil, sonriendo y provocándolo porque ya me humillé antes y no sirvió para nada. ¿No puedo sencillamente quedarme callado?
Aterrado por dentro, sólo quiero que pare o que me mate, pero definitivamente no que tome mi estúpido desafío.
En algún momento, la pausa es larga de verdad y me atrevo a enfocar la vista. Esta vez suelta todas mis esposas, pero no tengo fuerzas para hacer algo. Sólo lo miro aterrado. Pero se aparta, se viste.
—En cuarenta minutos salimos para la escuela. No puedes faltar —son todas sus palabras mientras se va.
¿Cuarenta minutos…?
Sólo intentar moverme me indica que es demasiado poco tiempo.
Tembloroso, es el miedo absoluto a lo que implica ese "no puedes faltar" lo que hace que logre levantarme y moverme hacia el baño. Apenas llego a tiempo para lograr vomitar en el váter, luego me meto en la ducha, aferrándome al grifo para mantenerme de pie. Ni me importa el dolor, pero siento que incluso si pudiera bañarme tres horas seguidas no sería suficiente para quitarme esa sensación de sucio y de asco.
Ni siquiera puedo llorar.
Me quedo hasta último momento, me vendo de cualquier forma, apenas alcanzo a vestirme antes de que nos llamen. Mi cabello aún gotea. Temblando, me dirijo a la entrada. No tengo tanto miedo desde hace años… ¿tengo que caminar dos cuadras y luego dos tramos de escalera? ¿Tengo que sentarme en clase?
Si sólo es hoy… pero como si yo tuviera tanta suerte.
Tell me, would you kill to save a life? Tell me, would you kill to prove you're right? Crash, crash… Burn, let it all burn. This hurricane's chasing us all underground.
Hay un trozo de pintura descascarada en el techo. Lo miro mientras me río a carcajadas. Siento el golpe, no me importa. Azul… azul quedaría bien… el rojo contrastaría bonito. ¿La sangre llegará al techo? No, ¿verdad?
Bueno, ya lo sabré…
Ah, estoy tan cansado.
—¡JAJAJAJAJAJA! —ah, esa risa es mía, sale de mi boca, pero la ignoro, mis pensamientos totalmente desligados de mis acciones—. ¡Sigues siendo un inútil! ¡Un completo estú!… arrrgh —el golpe me hace toser. Sí, azul y rojo combinan bien. Es una suerte que el cutter sea azul—. Venga, a que no puedes más que esto —¿es mejor ir preso o lavar las sábanas? Esta semana no pude hacerlo. No tuve fuerzas, incluso si estar aquí me asquea. No, es mejor ir preso. O internado en un psiquiátrico. Hasta yo sé que eso no es tan lejano ya. Si sobrevivo, claro…
Llevo días intentándolo, si hoy no lo logro, moriré o enloqueceré más allá del retorno. Hay límites de cuánto tiempo se puede vivir una pesadilla y yo ya llegué al mío.
Ah, estoy tan cansado y débil, ¿hace cuánto no he comido?, pero tan aterrado que si me lo permitiera a mí mismo lloraría a gritos. Pero llevo una semana sin derramar ni una puta lágrima.
¡Al fin! Se ha cansado, no sé cuánto lleva pero se ha cansado. Mi tiempo límite son dos segundos. Es todo el lapso que tengo para actuar. Ya fallé dos días, hoy no puedo hacerlo. Tengo que ser rápido. Y apenas me suelta una muñeca, esta vez me muevo a toda velocidad. Saco el cutter de bajo la almohada y lo clavo en la aorta, con la fuerza nacida de la desesperación.
Estuve buscando y estudiando en la biblioteca de la escuela todo el sistema circulatorio, hasta que pude identificar en mi propio cuerpo las venas principales.
La sangre brota a chorros, pero yo no me detengo. ¿Cómo sé si es suficiente? Clavo el cutter una y otra vez, incluso logrando impedir que llegue a apartarse, riéndome a carcajadas locas y aterradas. Sigo cuando deja de moverse. Sigo frenéticamente varios minutos después. Y cuando me animo a detenerme y mirar, y compruebo que está muerto, desplomado sobre mí pero muerto, entonces recién me siento aliviado.
Y tembloroso, y aterrado, y con ganas de abrazar a alguien y llorar, pero no tengo a nadie que pueda consolarme o ayudarme.
Dejo caer el cutter y miro hacia la mesita de al lado, donde dejó su teléfono. Gerard pesa mucho y yo sólo tengo una mano libre. ¿Tengo chances de vivir si llamo a la policía? ¿O me matarán luego? Por favor, que me lleven preso, pero que no me dejen aquí…
¿Y si intento lograr un acuerdo con ellos?
Imposible. Pero a la policía la tienen controlada.
Me echo a reír, recordando algo, y agarro el teléfono. Lo desbloqueo apoyando su dedo en la cosita de atrás y marco un número que repiten siempre en la radio. Clement va a acallar todo, pero no me podrá matar así, ¿verdad?
Apenas escucho el sonido del mensaje, hablo.
—Soy Julien Bonheur. Si aparezco muerto, quiero que sepan que la culpa es de Clement Saint-Germain —corto, y entonces sí, marco al 911.
Es tan obvio todo lo que ha sucedido, siendo que aún no se ha vestido y yo sigo atado, que incluso si nada se callara yo no tendré problemas, creo. Una lástima. La cárcel parece más segura…
—Maté a alguien —confieso apenas me atienden. Necesito que vengan, necesito que me ayuden—. Me estaba… —y no puedo ni pensar la palabra—. Está sobre mí. Su cuerpo. Estoy atado, no me puedo mover, sólo tengo una mano libre y la usé —intento explicar, empezando a hiperventilar. Maté a alguien. De verdad lo hice. Por el miedo, por el pánico, pero maté a alguien.
Y no se sintió mal… tengo casi toda su sangre sobre mí y no se siente mal. De hecho es reconfortante. De alguna manera es hasta agradable. La sensación de cómo su vida se iba, de cómo su respiración se alteraba y cómo intentaba resistirse…
Sonrío.
Quizás y sí me merezco todo lo que pasa, ¿eh? No soy idiota, ninguna persona normal debería pensar algo así. Así que bien podría empezar a devolverle al mundo lo que el mundo me ha dado… ¿quién sabe más de infligir sufrimiento que quien repite lo que ha recibido? Tanto real, como lo que imaginé pero los poco originales nunca hicieron...
Pero ahora sólo quiero llorar, un abrazo, un doctor y a Lucette. Y estúpidamente, eso es lo que agrego al teléfono.
—Quiero ver a mi hermana…
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Nostalgia (Día 12)
Incluso hoy, hay días que te extraño de verdad.
O no. O extraño el recuerdo de vos.
Extraño los años que estuvimos bien. Los buenos momentos que pasamos, que fueron muchos. Extraño saber que estabas ahí, si te necesitaba.
Pero no, tampoco era siempre. Y viceversa. Ninguno de los dos fuimos incondicionales.
Ninguno de los dos fuimos buenos, ni ideales. Los dos lloramos mucho. Los dos la pasamos mal. No sé por qué te extraño.
Quizás lo que extraño es la sensación, porque sé que esa la he perdido para siempre. La confianza total en el futuro juntos. Saber que ya no podré confiar de esa manera jamás, porque si no fue contigo y con las circunstancias en que nos conocimos y todo lo que vivimos, ¿cómo podría ser con otra persona? Así que quizás extraño eso. Poder llorar en tu pecho con la confianza de que estarías ahí siempre, incluso si al final no fue así.
Días como estos, donde lloro sin parar casi todo el día, sólo puedo pensar que me sacabas una sonrisa. Y también que fuiste quien más tiempo estuvo conmigo en mi vida, salvo mi familia, y aún así también me dejaste. Días como estos, entiendo por qué me dejaste. Por qué te frenaba. Por qué yo no era lo que querías para vos, en tu futuro, y concuerdo contigo; no porque yo esté mal, no desde ese punto de vista, pero sé que no querías esto en tu futuro.
Ah, yo incluso con todos tus defectos, todo lo malo que hiciste, yo sí te quería en el mío. Quería lo que me brindabas en el mío.
Me pregunto si de verdad me conociste alguna vez. Yo sí te conocí a vos. Te conocí por completo, cada cosa tuya, cada cambio que has tenido, y seguí amándote. Quizá por eso obtenía consuelo de vos. Quizá por eso, días como hoy, cuando no puedo parar de llorar, extraño acurrucarme con vos y llorar contigo.
Días como hoy, extraño ese refugio.
Pero, siendo sincera, no te extraño a vos.
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Soñar.
Julien se había permitido soñar dos veces en su vida.
La segunda había sido al vivir con su hermana por primera vez. Al imaginar lo que sería su vida de ese momento en adelante, todo lo que podría hacer, todo lo que podría lograr. Ese sueño se le había quebrado a medias, por supuesto; pero siempre le había quedado la libertad, que atesoraba con todo su ser. La libertad de ser quien era, de hacer lo que quisiera, fuera cual fuera el precio a pagar.
La primera vez había sido diferente.
Julien tenía catorce años, y hacía muy poco había tocado fondo por completo. Él mismo se daba cuenta de ello, pero tampoco había que ser un genio para notarlo: la locura ya era evidente en su mirada para cualquiera que lo observara más de cinco segundos. Su primer asesinato no había tenido consecuencias legales, porque Clement tenía perfecto control de su orfanato, y el castigo no le importó. Ya no podía importarle. Se había reído, se había divertido genuinamente entre el dolor y la desesperación, y con ello había entendido que no tenía ya arreglo posible. Ni siquiera se había sentido mal al notarlo. Tampoco le importaba.
Pero en medio del abismo en el que caía, él le tendió una mano.
Louis era un año mayor que él, y si bien no eran amigos, al menos se llevaban bien. Tranquilo y amable, indiscutiblemente guapo, pasó a ser su compañero de habitación tras el incidente. Julien lo había mirado dejar sus cosas con las cejas arqueadas.
—Es tu castigo, ¿verdad? Estar conmigo —no era idiota. Siempre lo habían evitado, porque acarreaba problemas; ¿pero ahora que todos sabían que era un asesino? Obviamente la decisión era para castigar a Louis por algo.
—Lo es —respondió el chico, calmadamente antes de sentarse en su cama, mirarlo y sonreírle—. Pero yo no te tengo miedo.
Y Julien se vio desarmado, por la mirada directa, la sonrisa, la primera expresión en esa quincena del infierno que no tenía ningún sentimiento negativo en ella. Desvió la vista, tirándose en la cama como de costumbre, rodando un dado entre sus dedos.
—Deberías —prácticamente alardeó. Era un adolescente, erigiendo una barrera a su alrededor, esforzándose en parecer orgulloso y genial en base a algo que había hecho por pura desesperación. Pero Louis sólo se rió suavemente.
—No.
Julien rodó el dado, dejándolo caer en su pecho. Cinco. Bien, le daría cinco días a Louis, antes de que su sonrisa al verlo se borrase y los castigos extras por permanecer a su lado lo hicieran alejarse. Sintió algo de pena anticipada. Sin Lucette, el no tener a nadie en quien confiar pesaba mucho más de lo que quería admitir. Un amigo, uno de verdad, no estaría mal.
Pasaron los cinco días. Y luego otros cinco. Y cinco más. Y otros quince días. Al mes, Louis aún le sonreía, pese a que como Julien había anticipado, sencillamente por estar con él tenía más problemas de los normales. Se llevaban mejor que antes al compartir habitación, y aunque eran muy distintos, la pasaban bien juntos. Incluso lo ayudaba en sus tareas. Quizá no repetiría ese año al final.
Una noche, Louis regresó para encontrar a Julien temblando, en una esquina del cuarto, mirando la nada mientras su pierna sangraba. Su primera intención fue acercarse, pero la mirada llena de locura y terror de Julien hizo que se detuviera. No, nada era amenazante en ese momento, pero de alguna manera se podía sentir el peligro latente. Julien estaba tenso como una pantera agazapada, sujetaba un cutter, y aunque lloraba, había acero en el fondo de sus ojos.
—Vete —le dijo, y Louis se fue.
Pero al día siguiente regresó, y quiso revisar sus vendajes, y a Julien le pudo que hubiera vuelto pese al rechazo, que estuviera allí cuando nadie lo estaba. Si la noche anterior no se hubiera ido… pero ¿quién se habría quedado por él? Nadie. Así que estaba bien. Tenía un amigo en el que podía, relativamente, confiar.
Un amigo guapo, un amigo cuyo cuello se veía tentador mientras vendaba su herida, que tenía esa sonrisa agradable y con manos que, aunque tenían muchas cicatrices para ser suaves, sí eran delicadas y cuidadosas. Era algo simple. Pero Julien jamás había tenido algo así, no de alguien que no fuera su hermana.
Una semana tardó en terminar de flecharse, y tres días más antes de sujetar su mentón y robarle un beso. No era alguien paciente. Y Louis no lo rechazó.
Así que Julien se permitió soñar.
Si gracias a una quincena infernal aquello había podido empezar, tenía sentido que la primera quincena de ellos juntos fuera paradisíaca. Dentro del contexto posible, por supuesto: pero nada fue tan terrible, y estaban acostumbrados, y eran dos adolescentes descubriendo el romance por primera vez. ¿Cómo no iba a soñar? Todo era más fácil si podía estar con él. Incluso si esto se terminaba, había descubierto muchas cosas. Que alguien podía querer estar con él, que el sexo podía ser placentero, que podía pasarse parte del día pensando en ver a otra persona. Cosas normales, que no creía posibles.
Julien notó la primera señal de alerta, pero decidió ignorarla. No era la gran cosa, tampoco. Louis estaba callado y no le devolvía mucho las miradas. Podía tener un mal día, y Julien calló las advertencias de su cerebro y en cambio se dedicó a estar para Louis, a apoyarlo en lo que fuera que le sucediera.
A la semana, estaba inquieto.
A los diez días, lo vio besándose con una chica en las escaleras del colegio.
Estaba bien. No eran novios. No eran nada. Su corazón se partió un poquito, pero nuevamente, lo ignoró. Esa noche lo observó con más cuidado y notó marcas que no eran suyas. Estaba bien. Dolía, pero no se sentía traicionado, sólo algo estúpido. Sin embargo, Julien no había sobrevivido tanto siendo un idiota, y aunque ellos no fueran nada serio, ya no podía confiar en Louis.
Aquella noche llovía. Julien nunca dormía bien, tenía el sueño muy ligero, y los truenos lejanos lo despertaban, así que había renunciado al intento. No tenía los ojos abiertos; mínimo descansaría la vista. Lo escuchó moverse, y se hizo el dormido al notar que se acercaba, ilusionado, esperando que se colara en su cama o lo "despertase". Pero esa parte de su cerebro que desconfiaba le hizo notar un sonido curioso. No lo identificó, sólo supo que no encajaba con su ligera fantasía.
Abrió los ojos justo cuando sintió la esposa atrapar su muñeca a la cama.
El orfanato tenía camas de hierro, con ciertos agarres especialmente hechos para poder encajar cuerdas, tiras de cuero, esposas o cualquier otra cosa, a diferentes alturas. Así que eso no fue difícil. Se sentó de inmediato y extendió su mano libre para… no sabía ni para qué. No llegó a hacerlo tampoco. Recibió un golpe potente en el estómago que lo hizo vacilar el instante suficiente para ser arrojado contra la cama y esposado del otro lado.
La luz del velador se encendió, y Julien miró a Louis recuperar el aire. Había tenido la ligera y estúpida esperanza de que no fuera él. Su corazón terminó de romperse, y la locura que se había ido apagando en esas semanas brilló en todo su esplendor en sus ojos. Tragó saliva. Tenía la garganta cerrada y el pecho le dolía más que el estómago.
—¿Cuándo te lo ordenaron? —tenía que preguntar, tenía que saber. Se echó a reír al ver la expresión de Louis, dolida y con disculpa. Supo la respuesta antes de escucharla.
—Hace dos meses. Cuando te confiaras…
Por supuesto.
Julien rompió en carcajadas mientras Louis se iba, mientras esperaba a ver qué era lo que le tenían preparado, mientras los recuerdos de estar esposado en esa misma cama unos meses atrás lo arrastraban. Vio a Clement entrar, Clement en persona, y sonrió sin nada de cordura, mientras las lágrimas de su corazón roto caían. Oh, iba a ser terrible. Iba a ser realmente terrible.
Y por eso, alzó las cejas en desafío.
—No va a poder hacerme gritar. No hoy —cavó su propia tumba, como siempre lo hacía. Al día siguiente podría pensar en vengarse de Louis. Ahora, la traición le dolía demasiado para ello. El dolor físico sería hasta bienvenido.
Dos semanas después, todos lo vieron: Louis se tiró del último piso de la escuela, directo a la calle. Nadie estaba con él, pero había dejado una nota suicida, que Julien encontró y mostró, pareciendo alguien creíble en sus muletas. Y cuando nadie lo veía, sonrió.
Vivía falsificando notas, ¿cómo no iba a poder imitar la letra y la manera de expresarse del primer chico que le había gustado?
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Hermanos.
El niño corrió hacia su hermana.
—¡Lulú! ¡Lulú, me duele!
Lucette sonrió, acariciando la mejilla llorosa apenas el niño la alcanzó, secándole las lágrimas que no tardaban en ser reemplazadas por otras.
—Lo sé. No va a dolerte mucho más, ¿sí? Intenta no llorar. Las personas fuertes no lloran nunca.
Julien asintió y tomó aire, intentando tragarse las lágrimas, y Lucette lo hizo sentarse en el borde de la cama.
—Bien, bien. Déjame ver... —miró su brazo, ocultando la ligera impresión que le daban aquellas quemaduras—. Espérame un momento, ¿sí? No me tardo.
Salió de la habitación rumbo al baño, y tomó una toalla vieja que guardaban allí. Temblorosa, la empapó en agua fría. Lucette sólo tenía nueve años, y hacerse cargo de curar a su hermanito no era algo a lo que se hubiera llegado a acostumbrar aún. A ella sólo le pegaban. Pero Julien no sabía callarse, no sabía comportarse, y terminaba así más veces de las que querría. Regresó con el rostro compuesto, y se sentó al lado de su hermano que aún lagrimeaba. Escurrió la toalla en la quemadura, dejando que el agua fría le ayudase un poco. No había mucho más que pudieran hacer. Tampoco eran gran cosa las heridas, era consciente de ello: sólo que ella era muy impresionable y aún no se acostumbraba. Recordaba a su madre alguna vez con una marca similar tras haberse puesto la cera depilatoria demasiado caliente sin querer. Le había tardado un par de semanas en curar del todo y le había dejado una mancha algo más oscura en la piel. Suponía que a Julien, que tenía sólo cinco años, le costaría más. O no. Quizás era más fácil con los niños. Pero definitivamente le dolería más. Las anteriores habían sido más suaves.
—Ya va pasando, ¿ves? Pronto dejará de quemar. Hay que tener cuidado de no tocarla —sonrió tranquilizadoramente. Intentaba imitar los recuerdos de su mamá, pero no dejaba de ser una niña y no tardó en demostrarlo—. ¿Eres idiota? ¡Te dije que no los provocaras! ¿Qué hiciste esta vez, eh?
—¡No sé, Lulú! Dicen que fue por la tarea. La maestra preguntó a qué jugábamos en casa. Le dije que a las escondidas y a esos juegos de mesa de cartas y a no hacer ruido y quedarnos quietos para que no nos peguen...
Lucette casi que quería reírse. Casi. Julien aún era tan ingenuo, tan adorable. Tan estúpido.
—¡No puedes decir eso! ¿No ves que es peor? Ay Julien es que a veces parece que... no sé qué parece —lo miró indignada, con ese puchero involuntario propio de los niños. Julien la miró con arrepentimiento en los ojos, y ella terminó suspirando—. Está bien. Ahora cuídate.
—¿Sabes qué? Cuando sea mayor seré yo el que te proteja —su hermanito se veía tan serio y solemne que ella se sintió llena de orgullo y cariño. Palmeó su brazo sano.
—¿Jugamos a algo?
[...]
Lucette se sentía terrible. No quería sentirse aliviada por irse de allí. No quería estar alegre por poder huir, porque también estaba asustada de dejar a Julien solo ahí dentro. Pero no podía evitarlo. Su pesadilla finalmente terminaba. Eso era algo que celebrar. Y antes se fuera, antes podría sacar a su hermano de allí. No podía evitar estar feliz, ni tampoco odiar sentirse así en ese momento.
Se puso la mochila al hombro. No sabía qué haría. Los orfanatos normales no tiraban a sus huérfanos de un día para el otro a la calle, este por supuesto sí. De todas maneras, sería más fácil de lo que habían sido las cosas allí. No sabía qué haría, pero tampoco le preocupaba.
De por sí, a Lucette no le interesaba el futuro.
Le sonrió a su hermano, que estaba apoyado contra una pared, con las manos en los bolsillos. Julien tenía catorce años. Había crecido y ya casi la alcanzaba en altura. A diferencia de otros niños del lugar, no tenía esa aura de miedo y derrota: siempre había seguridad, desafío y hasta diversión en su postura y su mirada. Seguramente podría conseguir lo que quisiera de mayor. Pensando en eso, fue más fácil sentirse menos culpable. Necesitaba sacarlo para que pudiera tener ese futuro.
—Te me cuidas —casi que lo amenazó en su voz. Julien se rió.
—Sobreviviré, así que tú cuídate —respondió. Lucette suspiró. Por supuesto que no iba a responderle un simple "sí", porque no sabía cuidar de sí mismo. Miró al techo exasperada, rodando los ojos.
—Mientes sin vacilar todo el maldito día, ¿y no puedes hacerlo una vez para que tu hermana se vaya tranquila, eh? —lo regañó. Él sólo se encogió de hombros.
—No quiero mentirte a ti, Lucette —fue su respuesta antes de sacar finalmente la mano de sus bolsillos y acercarse a abrazarla. Julien siempre había sido bastante mimoso, y no parecía estar cambiando con los años. Ella le devolvió el abrazo, fuerte, estrecho. Él era todo lo que tenía. Se apartó un par de minutos después y le sonrió.
—Ya, me voy, me voy —y miró la puerta como quien se enfrenta al apocalipsis antes de caminar hacia ella y atravesarla, sin mirar atrás. Si lo hacía iba a llorar, y no quería. Porque tras hacer unas cuantas calles, notó que el aire realmente se sentía diferente que antes. Podía oler y saborear la libertad. Podía notarla en cada fibra de su cuerpo. Y sonrió, caminando sin rumbo alguno y sin importarle de momento, descubriendo la ciudad en la que había pasado toda la vida por primera vez.
[...]
Lucette solía despertar de muchas maneras: con la alarma, ruidos de la calle, compañeros de cuarto, gatos, peleas de vecinos… pero nunca, en toda su vida, había despertado por una risa.
Escuchó la risa antes de sentir el sacudón en el colchón.
—¡Lucette, Lucette! —abrió los ojos, parpadeando varias veces para poder enfocar, y luego, pasándose la mano por los mismos para asegurarse de no estar soñando. Su hermanito, que siempre era tan serio, desafiante, seguro de sí mismo y absolutamente nunca hacía una tontería normal de adolescente, estaba saltando sobre la parte libre de la cama como si fuera un niño de diez años—. ¡Lucette, estamos fuera! ¡Fuera!
Se echó a reír, sentándose en la cama y mirándolo. Ya que se comportaba como un niño, estiró la mano y empezó a hacerle cosquillas en la panza. Julien se retorció y no tardó en caer sentado en la cama, riéndose a carcajadas.
—Para... Lucette... Oye...
Magnánima, Lucette se detuvo, aún entre risas.
—Te pasa por despertarme —se desperezó, bostezando—. ¿Qué quieres de desayuno?
Julien la miró, aún con los ojos medio llorosos de risa y protegiendo su abdomen de un posible segundo ataque de su hermana, con la incomprensión pintada en el rostro durante unos instantes antes de reírse otra vez, radiante. Lucette sonrió con ternura, despeinándolo aún más de lo que ya estaba, y esperó pacientemente a que se calmara. Cuando lo hizo, Julien la abrazó fuertemente. Ella sonrió. Él nunca supo de espacio personal con las personas que quería, pero hoy en particular parecía especialmente infantil. Le agradaba.
—No sé, Lulú —y lo confirmó con ese apodo, que llevaba años sin usar—. Lo que quieras. ¿Después podemos ir a la Torre Eiffel?
Lucette asintió y lo mandó a bañarse mientras ella preparaba el desayuno. Se dirigió a la cocina, bostezando, la sonrisa aún en su rostro. Julien nunca había ido a la torre Eiffel, siendo parisino; o más bien, no lo recordaba. Tenía sólo un año la última vez que fueron, la última salida familiar normal que tuvieron antes de que todo entre sus padres empeorara y terminara como lo hizo. Lo llevaría, entonces. Se preguntó si le intimidaría la cantidad de gente, como le pasó a ella cuando fue por primera vez de adulta.
—Lucette —miró hacia la puerta de la cocina ante el llamado—, ¿dónde dejaste mi mochila?
—Oh, allí —se asomó para señalar. El departamento era muy pequeño, pero era París; no era algo que les asombrase. Su hermano siguió su vista y sonrió en una clara burla hacia sí mismo por no verla, tomándola. Lucette lo observó en los segundos que le tomó a él sacar una camiseta de allí y colocársela, y suspiró. Desconocía la mitad de esas cicatrices. Llevada por un impulso, avanzó unos pasos y lo abrazó por detrás. Ya tenían la misma altura.
—La cena sí la elegirás tú, así que ve pensando, hermanito —le dijo antes de separarse. Julien era tan adorable, se veía tan feliz que ni siquiera bromeaba, dramatizaba o se burlaba de nada. Al contrario, se giró con una sonrisa enorme y toda la sinceridad del mundo pintada en su cara.
—Hamburguesas —y la respuesta le hizo estallar de risa. Su hermano la miró sin entender, pero contagiado de todas maneras, se rió también—. ¿Qué pasa?
Ella sólo negó con la cabeza, volviendo a la cocina sin dejar de reír. ¿Que qué pasaba? Que era algo tan normal que genuinamente le había divertido. Sirvió las dos tazas y las llevó a la mesita.
—Te haré hamburguesas. E iremos a la torre Eiffel —llevó el plato y se sentó en la silla. Julien había ya ocupado la banqueta—. Y recorreremos el centro y los principales lugares turísticos... Y comeremos en mi parque favorito, y te enseñaré a ubicarte, así puedes pasear mañana mientras trabajo —le sonrió con ternura, porque vio que Julien clavaba los ojos en el café sin alzarlos—. Bienvenido a la vida, hermanito.
Lo vio asentir y parpadear varias veces antes de tomar su café, y Lucette suspiró, demasiado feliz para poder expresarlo con palabras, ni siquiera en sus pensamientos. Había querido esto por tanto tiempo...
[...]
Lucette aplicó una nueva capa de corrector y la difuminó perfectamente. Miró el espejo, y suspiró. Aún se veía el moretón, y mientras que por suerte el ojo no estaba hinchado, la coloración era muy obvia. Suspirando, volvió a poner otra capa. Siendo sincera, le dolía más tener que maquillar que el dolor o el hecho de haber recibido el golpe en sí. Lucette tenía muy asimilado que así eran las parejas. Así habían sido sus padres y así habían sido sus novios, por lo tanto, lo esperaba y no era algo que le pareciera alarmante ni nada similar. Suponía que sus compañeras de trabajo se escandalizarían, del mismo modo que lo harían si supieran dónde vivía, por ejemplo. Pero ellas eran diferentes. Para Lucette, eso también era algo natural y tampoco le molestaba.
Ella era alguien sencilla. Era feliz con poco y cosas que a otras personas les resultarían indignantes, no le importaban.
Vio el moretón finalmente desaparecer y lo empolvó perfectamente antes de terminar su maquillaje y peinarse. Observó a su novio dormido, y sonrió con ternura, dándole un suave beso a su golpeador antes de salir del piso que no era suyo, rumbo al trabajo. Se preguntó, distraída, si volvería o su novio le diría que estaba ocupado y mejor no.
Nadie notó nada durante el día. Sus compañeras incluso elogiaron el esfuerzo: a Lucette no le gustaba maquillarse, pero sabiendo que se iba a notar también aplicó delineador y labial para no delatar el motivo. A la noche, ya con el mensaje de su novio diciéndole que efectivamente estaba ocupado, regresó al departamento. Julien estaba tirado en la cama, jugando con un dado, y apenas si giró el rostro hacia ella.
—Hola —la miró en silencio mientras ella dejaba sus cosas, y bajó de la cama—. ¿Qué pasó?
El tono de su voz era bajo, peligroso. Alguien más estúpido, y que no fuera su hermana, quizá lo tomaba erróneamente por sensual. Ella no. Debió saber que su hermanito notaría lo que nadie más haría, y en un solo vistazo. De todas maneras, intentó engañarlo.
—¿Qué? ¿No me puedo maquillar porque sí?
Julien caminó hacia ella y la retuvo del brazo sin cuidado, examinando su rostro atentamente.
—Es diferente cuando te maquillas porque sí —respondió, clavando finalmente sus ojos en los de ella—. ¿Qué pasó? Ayer estabas bien. ¿Qué te hizo?
Lucette tragó saliva y sacudió su brazo, su voz bajando al mismo nivel que la ajena.
—No soy alguien a quien puedas asustar, Julien, grábatelo en la cabeza —la misma amenaza implícita bailaba en su voz. Tenían la misma sangre al fin y al cabo, y pocas veces se notaba tanto como en momentos así, cuando sus miradas eran exactamente el mismo par de ojos afilados. Julien esbozó una sonrisa burlona.
—No intento asustarte, pero quizás tu novio debería. El tema, hermana, es que no podrás evitar responderme en algún momento. ¿O vas a dormir maquillada también? ¿O vas a irte con tu novio? Que si estás aquí, asumo que no. Quizás tiene otra chica por est…
La mano de Lucette se disparó y tomó la camiseta de su hermano, tirando hacia sí antes de que él pudiera reaccionar.
—Ten cuidado con lo que dices, Julien…
—¿O qué? ¿Qué vas a hacer?
Ella suspiró, soltándolo. Los dos sabían la respuesta. Nada. No le haría nada, jamás. No podía. Su mirada se calmó, y se alejó hacia el baño. Él tenía razón, así que ¿para qué demorarlo? Se desmaquilló y volvió, cruzando los brazos.
—¿Contento? —chasqueó la lengua, pero su molestia se reemplazó por el miedo apenas vio la cara de su hermano. La furia, el odio. La dulzura con la que extendió su mano y rozó el golpe—. No le hagas nada. Por favor, a él no —pidió de inmediato—. Es un buen hombre y me ama. Sólo que a veces…
—Que yo sepa, Lucette —la interrumpió Julien, su voz tierna contradiciendo la furia total de su rostro—, a ti no te gusta que te peguen. Si fuera así, estarías feliz, no mirándome con esa cara.
—Está bien. Es normal.
—No, Lucette, no es…
—¡Tú no eres nadie para hablar de eso! —se apartó bruscamente, dirigiéndose a la cocina—. Ni yo, si vamos al caso. No te metas en mis parejas. Yo no me meto con las tuyas. Jamás me haces caso cuando intento hacerte entrar en razón, o evitar que vayas preso o que te mueras, ¿por qué debería escucharte?
Julien suspiró, tomando su abrigo.
—Descansa. Iré a comprar algo de comer, no cocines —y se fue. Lucette miró la puerta, sintiéndose algo culpable. Él no entendía. Ella no sólo quería que no golpeara a su novio, si no que quería que no se ensuciara las manos por su culpa. Recordó el día que escuchó del suicidio en el orfanato y corrió a verlo; recordó su cara y sus ojos, el momento en donde ella supo que debía apurarse, porque no sólo su hermanito estaba enloqueciendo, si no que había llegado a la desesperación de matar a alguien. Siempre se había sentido culpable por ello. No quería que lastimara a nadie más por ella; menos a alguien que ella quería; menos aún cuando él se veía tan preocupado por un simple golpe que ni siquiera era el peor que le hubiera dado un novio suyo antes. Julien podía esconderlo bajo la furia, pero lo hacía muy mal. Él nunca quería admitir esas cosas.
Lucette suspiró, algo más contenta. Al menos se libraba de cocinar, ¿eh? Ni tan mal. Y era lindo tener a alguien que notara al instante cuando algo no estaba del todo bien con ella, que la mimara, que a su manera la cuidara.
Aunque Lucette no quisiera admitirlo, porque tenían la misma sangre, y ambos vivían de negar sentimientos.
[...]
La noche anterior, Julien había vuelto después de estar unos días totalmente desaparecido. Él nunca lo hacía por más de un día; si pasaba, Lucette lo encontraría llamando a todas las comisarías. Esta vez no había sido así. Ni la policía ni un solo hospital de la ciudad sabía nada de él. Desesperada, había decidido esperar un solo día más antes de reportar su desaparición.
Pero volvió, y le contó una historia que ella se veía venir. Mientras curaba sus heridas, suspiraba. Sabía que eso sucedería en algún momento: se metería en algo tan grande de lo que no podría salir.
—¿Intentar robarle a los Qing? ¿Estás loco? ¡Sabes todo lo que ellos manejan! —¡nadie se mete con esa gente! Ni con ellos, ni con la mafia o los grandes empresarios de la droga y demás delincuentes peligrosos. Sí, su hermano era un estúpido, un ladrón, asesino y vaya a saberse qué más que prefería no saber, pero sobre todo un idiota para intentar meterse a ROBARLE A UNO DE ELLOS. Trabajar para ellos podía ser increíblemente peligroso. ¿Robarle? Era suicida. Y ahí había ido su hermano a intentarlo. Y hasta parecía contento—. ¡Eres un estúpido idiota, Julien!
Lo regañó, pero debió saber que no serviría de nada.
Esa noche, cenaban tranquilamente juntos, y entonces él habló.
—Oh, hoy fui a ver a Qing. Al chico.
Lucette se atragantó con la comida tan fuerte que tosía con los ojos llorosos y la risa de su hermano le dejó en claro que estaba dando un espectáculo deplorable.
—¿Que hiciste qué? —¿no era ese el chico que lo había tenido secuestrado? ¿Por qué, por todos los dioses existentes y no existentes también, el idiota de su hermano había ido a buscarlo? —. Julien, ¿cocino tan mal que prefieres morirte o qué?
Julien volvió a reírse.
—No te preocupes. Hablamos un rato y…
Lucette dejó caer la cabeza entre sus manos.
—Oh, no —su voz sonaba dramáticamente angustiada—. Te gusta ese chico —tenía que haberlo imaginado. Por supuesto que a Julien le iba a gustar un chico que lo tuvo secuestrado unos días y evitó entregarlo a la policía. Por supuesto que ese era el motivo de que estuviera contento la noche anterior.
—¡Claro que no! Sólo… es diferente. Interesante —Lucette suspiró entre sus manos aún más dramáticamente. ¿Interesante? ¿Cuántas contadas cosas le parecían interesantes a Julien? ¿Siquiera alguna vez un ser humano se lo había parecido? ¿Y decía que no le gustaba?—. Creo que nos llevamos bien, Lucette.
Alzó la vista y lo miró casi con desesperación.
—¿Crees poder no hacer algo suicida por al menos veinte horas, Julien? No te pido ni un día entero —suspiró, resignada a que no serviría de nada—. ¿Cuándo lo verás de nuevo?
—Mañana.
—¿Mañana?
—Sí. ¿Qué tiene de raro?
… ¿Desde cuándo su hermano era tan impaciente para buscar a alguien? No era por el hecho de verlo al día siguiente. Era por el tono de voz. Se veía… ilusionado.
—Te gusta de verdad —el tono de voz de Lucette era de derrota total, y Julien se echó a reír—. ¿Qué tiene de interesante, a ver?
Julien comió algo más, pensativo, antes de responder.
—Es diferente. Nunca conocí a nadie como él —respondió seriamente—. ¿Puedes creer que su saludo fue preguntarme si me había enamorado de él? Desafiante, como si no me esperara pero tampoco le sorprendiera. Como si todo el mundo debiera postrarse a sus pies, pero no como cualquier nene rico de mierda. Es diferente —concluyó su hermano, terminando su cena.
Lucette ya ni suspiró. Hasta el chico aquel se había dado cuenta de que le gustaba. Posiblemente toda la gente de alrededor. Quizás todo París lo sabía menos Julien mismo. Era tan obvio y él tan ciego.
—Intenta no morirte, te lo ruego, Julidiota —añadió, volviendo a cenar entre las risas familiares. Al menos estaban juntos otra vez y mientras estuviera enganchado con ese chico seguramente no iría a prisión. No sonaba tan mal, y él parecía feliz. Lucette estaba feliz si ambos lo eran y podían hacer cosas así: cenar juntos, reírse, burlarse del otro.
Ser hermanos.
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Amor (Día 11)
Toda historia tiene un comienzo y un final. Dicen por ahí que las mejores historias de amor no terminan: porque si termina, no era el amor verdadero, y si lo era, no tendrá final. Es posible que sea así. Pero esta historia realmente fue de amor, y sin embargo, también tuvo final.
Él era todo lo que ella quería. O mejor dicho, era más aún que eso. Era hasta cosas que no sabía que quería, y otras que apenas si pudo soñar. Lo tenía todo. Era perfecto: hasta sus defectos le gustaban. Ella pensó que no durarían, y cuando sí lo fue, y cuando él fue quien empezó a hablar del futuro, ella se dejó llevar. Algún día se terminaría, lo sabía. Pero mientras tanto, estaría bien.
Ella ignoró las peleas, porque eran normales en las parejas, y las señales de advertencia, porque él se arrepentía. Ignoró otras porque pensó que eran su culpa. Y otras, sencillamente porque lo demás valía. Él le decía cosas bonitas, él estaba cuando lo necesitaba, él hizo muchas cosas buenas por ella, así que las malas estaban bien. Incluso aquel enero, a los tres años, donde ella decidió retenerlo y conquistarlo nuevamente como fuera. Cambiando su comportamiento. Tolerando cosas que odiaba, sonriendo cuando algo no le gustaba, ocultando sus lágrimas cuando no las podía retener. Ninguna pareja era perfecta, la suya tampoco: era el precio a pagar. Y estaba dispuesta a hacerlo.
Porque el brillo de amor en los ojos de él lo valía todo.
Ella amaba sus ojos. Amaba esa sonrisa dulce, amaba esa mirada que nunca supo esconder nada. Ella se dejaba manipular a sabiendas, pero siempre supo la verdad cada vez que debía saberla. Él nunca pudo mentirle aunque lo intentara. Y por eso mismo, ella sabía que la amaba. Podía notar esos momentos donde prácticamente él desbordaba de amor por ella, y por eso, todo lo valía. Nadie podría quererla así jamás, y él tampoco, ella lo sabía. Ella se lo decía en sus peores momentos. "Un día vas a darte cuenta de lo que soy, y me vas a dejar". Estaba tan segura de ello, que cada vez que peleaban cedía en todo.
Ellos vivieron momentos tan hermosos. Viajes inolvidables, vacaciones de ensueño, escapadas en la ruta, cafés y helados que jamás olvidarían, paseos tan tranquilos, siestas hermosas, descubrimientos sumamente valiosos. Siempre existió el respeto, o lo que ella pensaba que era el respeto: él jamás la insultó, jamás le alzó la voz, ni la mano, ni desdeñó su opinión de manera abierta o que ella notase. Nunca la trató de rara o de loca. Siempre la alentó, siempre creyó mucho más de ella que ella misma. Así que ella adoró hasta el suelo que pisaba. Ella le confió todo lo que le podía confiar. Vivía a través de él y moría en su ausencia. Y estaba bien. Realmente estaba bien.
Hasta que, bueno, no estuvo más bien.
Hasta que ella, aunque era feliz y lo amaba, no pudo más. Todo lo positivo valía todo lo negativo, y sin embargo, hubo algunas cosas que tuvo que dejar. Ya no podía fingir que quería acostarse con él cuando no tenía ganas, ya no podía arreglarse para él cuando apenas si podía salir de la cama. Y ya no podía ser la chica exitosa que él quería, y que ella venía siendo, cuando otros aspectos de su vida se iban yendo abajo. Y fueron esas tres cosas las que desencadenaron todo lo que sucedió.
Posteriormente, en sus momentos de rabia, ella diría: no valió la pena nada de lo que hice, ni todo lo que lo apoyé, ni nada. En sus momentos de tristeza, diría: no importa todo lo que le di, si lo que necesitaba no se lo pude dar. Y en sus momentos de claridad, diría: no importaba qué hiciéramos, porque habíamos cambiado mucho, y porque la mayoría de nuestros años fueron basados en mis mentiras. En sonreír cuando no debía, en aceptar cuando no quería, en aguantar cuando debió ponerse firme y que todo terminara antes. ¿Y del otro lado? Hubo algo parecido. Hubo el aguantar lo que no se quería, hubo su parte que ella no notó ni podrá contar jamás, porque no fue ella quien lo vivió. Porque la comunicación nunca fue el fuerte de la pareja. Porque se desgastó lentamente, de a pedazos que intentaban juntar con cinta adhesiva sin pegamento, hasta que hubo que admitir que no quedaban más que retazos hechos polvo. Fue culpa de ambos, no fue culpa de nadie. Pero ella sabía que si tan sólo hubiera vuelto a ceder, vuelto a fingir, nada habría terminado.
Quizá lo que nadie podrá entender de una pareja tóxica, salvo la propia pareja, es que hay demasiados momentos felices que hacen que se olviden o minimicen los demás. Que en balance, lo bueno le gana a lo malo. Y cuando no es así, lo bueno vale tanto, por lo raro, que termina ganando igual. Por eso, quizá, ella no pudo terminar aunque supiera que no tenía futuro. Y él, que tenía todo más claro, juntó el valor.
Pero ella lo amaba tanto.
Lo amó de verdad, lo amó tanto que había días que ni respirar podía sin sentir que se ahogaba por no tenerlo. Lo amó tanto que pasó noches y noches y noches llorando, como las damiselas que tanto despreciaba de las novelas antiguas. Lo amó tanto que entendió que se podía morir de amor, y lo amó tanto que supo que no podía hacerle tal cosa. Sí, a él. En un principio, si sobrevivió fue porque no quería que él se sintiera culpable. Y en realidad, todo pasó. Se aceptó, el tiempo curó todo, y ella es feliz sin él. No lo ama: ama su recuerdo, ama los momentos bonitos que pasaron juntos.
Dicen que el amor verdadero nunca termina. Pero que termine, no significa que no fuera amor.
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Funeral.
Makoto suspiró, observando la tumba. Se había quedado al último. Toda su familia ya se había marchado, él había insistido en quedarse. Resignado, como siempre, se arrodilló formalmente y siguió mirando la piedra.
Shunsuke Han. Vicecomandante del Shinsengumi.
Qué poco que decía eso de su hermano, y a la vez, cuánto representaba su esencia. Shun siempre había querido ser militar. Siempre había despreciado a los Amanto, y querido proteger a las personas. Y si decidió unirse al Shinsengumi fue para poder usar su espada con honor e intentar paliar aquellas cosas que el Bakufu obligaba a pasar por alto a su cuerpo de policía. Shun vivía por su honor de samurai y para proteger a Edo. Vivía por su orgullo.
Makoto estaba seguro de que había muerto con el mismo orgullo.
Lisiado como estaba, sin poder usar un brazo y, le habían dicho, tampoco una pierna, se había lanzado a detener a un Yato él solo, y lo logró pese a todo. Pese a morirse. Makoto se había encargado de reconocer el cadáver, y notó esa condenada sonrisa arrogante grabada en su rostro. Así que Shun había muerto igual que como había vivido.
Extendió las manos al frente y se inclinó hasta tocar el suelo con la frente antes de ponerse de pie.
--Ryota entrará al Shinsengumi. Seguirá tus pasos. ¿Estás orgulloso de él? No ganamos, Shunsuke. Los Amanto dominan Edo aún más que antes --suspiró, porque con el don de la oportunidad, su teléfono vibraba. Una Amanto en particular le había hecho un gran favor y ahora él le debía muchos a cambio. Condenada fuera Leena. Resignado, hizo una inclinación de cabeza--. Juro frente a tu tumba expulsarlos del poder. Así tenga que aliarme con Katsura en persona --eran muy parecidos, pero él no tenía su orgullo. Si había que aliarse con alguien, Makoto lo buscaría y aceptaría las consecuencias sin chistar. No intentaría ganar solo.
Caminó fuera del cementerio, viendo a la chica rubia que sostenía un paraguas, parada en silencio en la entrada, mirando sin ver. Aún más resignado que antes, apoyó una mano en su hombro.
--Ven. Te llevaré a casa, Yona --Leena se molestaría por la demora, pero no podía dejarla sola. Alzó la vista al cielo. Estaba empezando a llover.
Esbozó una sonrisa torcida. Shunsuke había tenido muy mala suerte en su vida, pero al menos su funeral era con su clima favorito. Menudo momento para que el cielo finalmente le sonriera, ¿verdad?
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Hermoso.
Si había una cosa de la que Julien sincera y genuinamente se avergonzaba, no eran sus asesinatos, ni sus violaciones, ni mucho menos sus torturas físicas o psicológicas. No eran sus mentiras o su burla permanente, ni ser y aceptarse como una mala persona. No, lo que realmente le avergonzaba de sí mismo era algo más puntual y sencillo.
Quedarse mirando a Hao cuando se dormía.
El chico siempre se dormía antes que él, y Julien no podía evitar observarlo. No pudo desde la primera vez que durmieron juntos. Acariciar su pelo con ternura, dulzura y lentitud mientras lo miraba era algo que podía hacer horas enteras, ya lo había confirmado. Era negro absoluto, brillante y sedoso. No parecía enredarse mucho, pero por supuesto terminaba sucediendo tras todo lo que hacían, así que pasaba los dedos muy suavemente para desarmar los nudos mientras cuidaba de no despertarlo en lo absoluto. Porque ¿qué haría si él lo notaba? No, no dejaría que eso pasara. Y su rostro... Hao siempre tenía ese gesto caprichoso, o arrogante, o deseoso o cansado, pero no lo veía en otro momento con esa paz y relajado. Le agradaba. Era hermoso y sentía que podía contemplarlo sin cansarse mucho, mucho tiempo.
Julien siempre tuvo una fascinación por lo hermoso, pero el problema era que lo superficial no era suficiente para él. Veía los defectos de todo bastante rápido: objetos, animales, personas, hasta música. Aunque de hecho la música le solía gustar bastante. Con Hao no era así. ¿Cómo serlo, si cada vez que descubría una faceta ueva del chico sólo se volvía más y más perfecto? Hao era doblemente hermoso en su interior que en su exterior. Su desprecio por las personas, su altísima autoestima, la forma en la que sencillamente asumía que el mundo estaba a sus pies y si no era así, pues ya lo estaría, como si fuera un hecho indiscutible, una ley de la física. Y la total entrega que podía tener con él. La confianza. A Julien le llegaba al corazón sentir la confianza de Hao, y no quería admitirlo. Porque hacerlo aceptar que el lugar que estaba ganándose en su corazón era mayor al que quería admitir.
Desenredó los últimos nudos paciente y lentamente, con una suavidad que nadie conoció jamás de él, atento al ritmo de su respiración para asegurarse de no despertarlo. Pero no: Hao seguía profundamente dormido. Con un suspiro, Julien acomodó los mechones y pasó a solamente acariciarlos. Observó el rostro del oriental, tan hermoso, tan calmado y sereno, una pura obra de arte. Y llevado por un estúpido impulso, se acercó esos centímetros de diferencia y rozó sus labios con los suyos.
Fue breve: sólo un roce, sólo un par de segundos antes de apartarse. Hao seguía totalmente dormido. Julien sonrió, y siguió mirándolo. Ah, se sentía tan idiota. Decidido, lo rodeó suavemente con el brazo y cerró los ojos. Suficientes tonterías para una noche. Iba a dormir.
... Pero a los diez minutos estaba observándolo otra vez, con los ojos entreabiertos, perezoso, casi que espiándolo.
Hao era hermoso, sí, pero en momentos como este, Julien quería que la tierra se abriera bajo él y se lo tragase de una vez para dejar de hacer semejante estupidez cada maldita noche.
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Interesante.
Ni siquiera estaba seguro de por qué estaba haciendo esto. La explicación más sencilla era que estaba aburrido, no tenía nada mejor que hacer y ¿por qué no? No estaba alejada de la realidad, pero Julien no se mentía hasta tal punto a sí mismo y tuvo que admitir que lo que sucedía era que estaba… intrigado. No entendía por qué el chico Qing lo había soltado, ni mucho menos su comportamiento en general. No lo entendía, pero le parecía interesante.
Y por eso estaba yendo a su universidad.
No sabía gran cosa del chico, había investigado más bien a su padre al preparar el robo fallido. Pero sabía a dónde iba, y en realidad hubiera sido fácil de averiguar de todas maneras: pocas universidades eran candidatas para alguien de su familia y de esas seguramente el único chico oriental de pelo tan largo era él. Saber su horario aproximado tampoco había sido difícil, así que se acercó a la puerta del campus y entró con naturalidad. Para variar, había pensado qué ponerse: algo no desteñido y no roto, que sirviera para mezclarse entre los estudiantes. Nadie le dirigió una mirada, así que logró su cometido. No sabía realmente qué iba a hacer, no tenía un plan de mente, pero entonces lo vio. Reconoció su espalda. Estaba sentado con tres personas más en el césped, y de inmediato Julien se dirigió hacia allí, hacia un árbol cercano, que quedaba aún detrás del Qing, y se sentó contra el tronco, al otro lado. Invisible para el oriental y viceversa, sin embargo, podía oírlo. ¿Cómo era el chico con otras personas?
Tras un rato, pudo concluir que… era un actor. Tenía una máscara firme y cuidada. Julien no habría sospechado que esa persona casi amable era la misma que lo tuvo retenido días enteros en los sótanos de su familia. Sonrió, poniéndose de pie. ¿Por qué ocultar semejante originalidad bajo una capa de la misma porquería que era todo el mundo? ¿Por qué ser normal cuando se era una joya en el barro? Había ido sólo a ver cómo era, a aprender algo más de él, pero ahora tenía otros planes. Estaba intrigado.
Saliendo de la universidad, se apoyó tranquilamente cerca de la salida, esperando con paciencia. Hao Qing era alguien interesante al fin y al cabo. Alguien distinto en este mundo que tan pronto se había vuelto predecible y ligeramente aburrido. Valía la pena un rato de espera.
Y alrededor de media hora después, efectivamente lo vio salir. Sonrió de inmediato, y vio el reconocimiento en sus ojos. No se acercó. Lo observó despedirse de sus amigos y acercarse a él, y amplió su sonrisa.
—¿Qué? ¿Ya te enamoraste de mí? — dijo Hao. Julien no pudo evitarlo. Se echó a reír a carcajada limpia. Definitivamente le agradaba más con su verdadero rostro que con la máscara que acababa de escuchar.
— Eres alguien interesante —fue su sincera respuesta, y se enderezó—. ¿Tienes algo que hacer, o podemos caminar un rato?
Y apenas dijo esas palabras, supo que Hao no se negaría. Seguramente le intrigaría saber por qué el ladrón al que le había perdonado la libertad y la vida iba voluntariamente a verlo. Bueno, deduciendo por lo poco que sabía de él y su saludo burlón, posiblemente pensaría que era algo que lo favorecía. Sin embargo, que Julien se interesara en alguien… bueno, para que favoreciera a esa persona, debía ser alguien muy retorcido, masoquista y que lo apreciara genuinamente, y él sabía perfectamente que esa persona no existía.
Hao sólo era un juguete más interesante que los anteriores.
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Hoy es 26 de enero. Debería desarmar el arbolito de Navidad. Lo miré, lo pensé y no puedo. Porque fue el último arbolito que viste. Y el momento exacto en el que caí en que te me ibas a ir pronto, más de lo que pensaba, aunque no tanto como al final fue.
Recuerdo haber empezado a decorarlo, sola porque vos no te podías levantar, dándome cuenta que sería el último que verías. Recuerdo las pausas para llorar sin sonido que te alertara, y no mantenerlas largas para que no notaras la pausa. Estabas despierta, esperando a que terminara. En silencio, pero yo te escuchaba toser o intentar moverte un poco y sabía que estabas despierta. Recuerdo exactamente que pensaba en que debía quedar hermoso, como todos los años, como cuando vos ibas moviendo los adornitos que poníamos juntas porque "no tiene que haber huecos grandes", "que atrás esté parejo". Siempre fue un ritual de alegría, siempre amamos hacerlo. Y quería que se viera así, porque lo armé para vos. Para que vos lo vieras si podías, que haría lo posible para que todo fuera más o menos normal, que te quedaras tranquila que todo estaría bien cuando te fueras. Llevaba meses intentando mostrarte eso, sí, y a sabiendas: que podía cocinar casi cualquier cosa, que podía dejar aquellas cosas que nunca me dejabas limpiar igual de bonitas que vos, que vale, no podía concentrarme y trabajar o estudiar pero repitiéndote lo que me faltaba para que supieras que podría eventualmente. Pero fue ese día donde realmente caí en la cuenta de eso. De que iba a ser más rápido. De que la tos no se te iba a pasar. La espalda no se te iba a soldar. Caí en la cuenta armando ese arbolito, y eso debería hacerlo un mal recuerdo.
Pero terminé, quisiste verlo, te ayudé a levantarte y caminar hasta ahí, y sonreíste tan alegre… Y después, cuando ya pasabas en la silla de ruedas, siempre decías al pasar que te encantaba el arbolito, que te hacía sonreír verlo. Así que no quiero desarmarlo. Porque fue de las últimas cosas que hice para vos que de verdad te hizo sonreír.
No eras de sonreír. No eras de reírte, recuerdo muy pocas risas tuyas. No tenías sentido del humor tampoco, no te agradaba la comedia. Eras seria, siempre preocupada por algo, siempre apegada al pasado o planeando para el futuro. Siempre te retaba por eso. Y por no tomar tus remedios, y por no dejarte hacer los tratamientos, y porque no querías comer y por tantas cosas. Me pesa haberte retado, pero era la única forma de que lo hicieras. Lo siento. No fui la hija más amable, o la más compañera, o la más paciente. Pero bueno, soy así, lo sabés. Nunca supe decirte las cosas de otra manera, siempre estuve irritada, tiendo a tener esa actitud siempre. Espero que igual hayas notado cuánto te quería, al menos en los detalles. Lo siento si el último día que estuviste consciente apenas si te hablé. Fue una madrugada terrible, apenas si podía ya con todo, necesitaba unas horas como fuera y no imaginé que serían las últimas que estarías consciente. Al final, sólo estuve dos horas más de esas con vos. Al menos te pude tranquilizar cuando te daba miedo soñar y ahí pudiste dormir. Así que nuestro último diálogo con vos consciente, delirante, pero consciente, fue:
—¿Pero y si sueño?
--Está bien que sueñes, ¿qué tiene de malo soñar? Soñá tranquila.
Me pregunto si soñaste…
Al final te fuiste a tu manera, como siempre. Después de haber cobrado, porque a tus hijas sin plata no las ibas a dejar, y diez minutos después de que nos dieras un susto y creyéramos que te habías ido, justo cuando llegó la enfermera a controlar, porque tus hijas no iban a encontrarte muerta. Lo sabemos. Sabemos que fuiste terca hasta el final. Pero fue muy vos, tan vos que nos sacó una sonrisa.
Y y y y estos días fueron difíciles por el calor y vos sabés que soy una inútil cuando hace tanto calor. Pero mirá, estuve cenando bien --dentro del hambre que el calor me deja tener—, lavé toda la ropa, hasta el karategui que te preocupaba si me quedaría bien blanco a mí sola --me quedó bien—, y antes del lunes que vuelva a trabajar prometo limpiar y ordenar todo lo que vengo procastinando. Estoy organizando qué hacer con tu habitación, porque vos no querías que quedara como "la habitación de mamá a la que no se entra" y voy a cumplirlo. Me las ingeniaré para concentrarme y trabajar y estudiar como antes. Ah, pude dormir bien, y salí con una amiga, y a pasear, y de compras. Encontré un vestido como el que te decía que quería, ¿a que me queda lindo? Y papá me está ayudando como vos dijiste que haría, pero yo sé que temías que no lo hiciera. Estoy administrando bien el dinero, no tanto como debería, pero bien. El mes que viene ya mejoraré con eso, lo prometo.
Con esto quiero decir: mamá, por acá todo está bien. De verdad está bien. Es algo difícil, pero está bien. Y estoy bien, estoy genuinamente bien, aunque bueno, maldito calor que me derrite. Y voy a estar bien. Tengo un carácter de mierda, así que nadie me va a pisotear, puedo llevar la casa como corresponde totalmente sola, no me aburro, no me siento solitaria, volveré de a poco a ser responsable. Yo sé que todo eso te preocupaba. Pero estoy bien y estaré mejor. Así que tranquila, mamá. Descansá tranquila que te lo merecés.
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Tres de la mañana.
Me llaman con urgencia, me levanto sobresaltada. Ayudo a mamá en medio de su ataque de pánico, pensando: ¿qué habrá pasado esta vez? ¿Qué sucedió mientras dormía que detonó esto? Rápidamente, gracias al concentrador de oxígeno, está controlado. Se lo dejo puesto un rato más hasta que se relaje y aprovecho a mirar la hora, porque ella tiene el celular apagado y no la pude ver antes.
Tres en punto de la mañana. Bueno, son tres y diez, pero debían ser las tres cuando me llamó.
Por supuesto.
Siempre que, como hoy, tengo mucho sueño y olvido que debo desvelarme, a las tres de la mañana en punto ella tiene un ataque de pánico, incluso si no sabe la hora que es. Si me quedo despierta hasta las cuatro o cinco, no tiene ningún problema y pasa la noche tranquila. Me resigno: todavía me olvido a veces que debo hacerlo, fue mi culpa haberme ido a dormir, de acá a que la dichosa señora se digne tratar el problema con la psicóloga y empezar a solucionarlo las cosas son así. Lavo los platos y pienso: okey, mañana está mi hermana, pero el domingo aprovecharé el desvelo para hacer un budín para desayunar el lunes. Le preparo el mate, me quedo esperando hasta las cuatro, le doy los remedios y finalmente me tiro a dormir.
No tengo sueño, claro.
Siempre me pasa lo mismo. Hasta las cinco y media, seis, no puedo volver a dormirme. Porque sé que ella no dormirá hasta esa hora, así que espero por si tiene algún problema otra vez, por si de nuevo tiene un ataque de pánico. No suele pasar, pero yo igualmente no puedo dormir cuando me despierta así. Si recuerdo que debo desvelarme es otra cosa, me tiro y duermo felizmente hasta las ocho. Así que aquí estoy, escribiendo mi descargo en lo que puedo dormirme, medio resignada y medio culpable porque yo sé que no durmiéndome no le pasa ¿y para qué le agrego un problema que puedo evitarle?
Ah, y me duele la espalda.
Justo donde le duele a ella, bueno, no le duele porque toma mil calmantes, pero se entiende.
La adoro, pero a veces sé que me va a volver loca.
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Locura.
El niño tenía doce años. Afiebrado, temblaba mientras se vendaba el brazo. En realidad, no eran vendas como tales: eran tiras viejas de tela, posiblemente de sábanas, ya raídas por el tiempo y aunque estaban limpias, también tenían muchas manchas de sangre que jamás saldrían. Maldijo cuando no logró ajustarlas y debió volver a empezar.
Una adolescente entró a la habitación y de inmediato se apresuró a tomarlas.
—Yo lo haré —dijo, y él sólo asintió, cerrando los ojos. Se sentía terrible. La chica se detuvo de repente.
—Tienes el hueso roto… ¿qué te hizo? No es como otras veces. Julien, no puedo ponerte una tablilla y listo. ¿Qué hago?
Julien se rió a carcajada limpia. Una carcajada genuinamente divertida.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? —abrió los ojos, y luego los volvió a cerrar, cansado. No dijo nada por un momento, y cuando lo hizo, su voz sonó infantil. Por supuesto, por su edad, oscilaba entre la voz de un niño y la de un adolescente, pero el tono que usaba siempre era el de alguien mayor. Nadie en ese orfanato tenía una niñez como tal—. ¿Crees… que podamos convencerlos para que lo vea un doctor? Hay clases mañana, sospecharán.
Lo único que les permitía realmente ser vistos por un médico era que afectara la imagen pública del orfanato, y debían mantenerlo siempre lo más bajo control posible. De lo contrario, los mataban: todos lo sabían y estaban acostumbrados a que las cosas eran así. Julien nunca había pedido, ni una vez, aquello, ni cuando le habían rajado los riñones. Así que su hermana palideció de inmediato, mirándolo asustada, intentando mantenerse tranquila pese a todo.
—Creo que sí. Está hecho trizas, no hay manera de que suelde solo, creo —sugirió intentando usar un tono normal. No le salió. Julien se echó a reír, otra vez. Afiebrado, dejaba escapar parte de la locura que llevaba siempre consigo y que no solía dejar traslucir.
—Lo sé, Lucette. Pero es una buena idea, ¿sabes? Atornillar el hueso de alguien a una mesa. ¿No sería interesante devolvérsela? Dime, Lucette, ¿crees que existan tornillos muy largos pero finos, que puedan atornillar su cabeza? Porque verás —entusiasmado, medio delirante, hacía gestos efusivos con su mano relativamente sana—, uno muy grueso lo matará o quebrará demasiado el cráneo, pero uno pequeñito… seguramente lo afecte sin matarlo enseguida, ¿no crees? Y si lo atornillas muy, muy lentamente… ¿Crees que pueda sentir cada pequeño movimiento?
Lucette lo miró preocupada, colocó la mano en su frente, y su mirada pasó a ser de angustia.
—Iré a convencerlos, recuéstate —y se dirigió a la puerta sin más, pero antes de irse, sonrió. Ella siempre era alegre y dulce, pero esa sonrisa tenía la suavidad del terciopelo y el filo del acero—. Cuando escapemos se la harás pagar, Julien. Te ayudaré.
El chico rió, genuinamente divertido, enfermo, delirante, loco, dolorido, cansado, desesperado, todo a la vez. Ya estaba solo y no podía parar de reírse. Las lágrimas corrían entre sus carcajadas, y cerró los ojos, con náuseas repentinas. Ah, odiaba tanto que el dolor en sí no le molestara… sólo la preocupación, el no querer perder su brazo, y la fiebre, el orgullo y ¿hace cuánto que no comía…? Pero el dolor no. Tembló, helado de un instante a otro.
Observó su cabeza atornillada a la mesa de madera mientras se reía al recordar. Él había creado ese mundo, allí podía tener el tornillo que quisiera. El viejo lo miraba con el ojo medio regenerado que tenía, intentando distinguirlo. Con las décadas había perdido todo el orgullo posible. A veces lo dejaba en paz meses enteros sólo para que lo recuperara y fuera más divertido. Este no era el caso. Abrumado por los recuerdos, había épocas en donde no lo dejaba en paz en lo absoluto. Observó su pecho abierto en canal, y se rió. Una minipimer apareció en su mano, un modelo antiguo para los cánones del tiempo que era afuera, en el mundo de los vivos, y la encendió. En ese mundo, que no era el suyo, había electricidad, no era problema.
Y la bajó sobre el corazón del hombre.
Divertido, reía mientras los recuerdos de sus gritos se mezclaban con los gritos del viejo y los trozos de su corazón lo salpicaban. Y curiosamente, su risa era mucho, mucho más cuerda de lo que podría serlo. O de lo que lo sería, años después, cuando un chico tomara el control que tenía sobre sí mismo y lo hiciera pedazos.
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