#me alargué pero ni modo
Explore tagged Tumblr posts
mikrokosmcs · 5 months ago
Text
Tumblr media
Sus  esencias  no  se  compaginan  como  las  de  otros  mates,  no  generan  juntas  un  aroma  esquisito  o  de  un  plato  que  exija  comerse.  La  esencia  de  Yohan,  ambas,  son  pesadas  y  seguramente  suelen  espantar  a  cualquiera,  en  cambio  la  castaña  y  la  grosella  se  saborean  en  su  lengua  de  inmediato.  ¿Realmente  son  true  mates  o  solo  estaban  alucinando?  Pero  su  duda  no  dura  mucho  porque  la  risa  del  otro  alborota  sus  instintos  y  le  gusta  verlo  feliz,  queriendo  hacerlo  reír  más  seguido.  -  —Pensé  que  carecías  de  esos  estudios  —  -bromea,  con  esa  seriedad  que  le  caracteriza  y  sus  ojos  ambarinos  caen  sobre  la  mano  que  se  extiende,  dando  un  par  de  zancadas  para  romper  la  distancia  y  tomarla.  Era  como  una  caricatura,  como  se  movía  automáticamente,  embobado  con  el  omega  que  le  ordenaba  ahora  indirectamente.  -  —Tampoco  había  deseado  a  ningún  omega,  pero  eso  ya  lo  sabías…  —  -aparta  la  vista  de  sus  manos  unidas,  volviendo  a  hacer  contacto  visual.  -  —Es  un  poco  aterrador  y  algo…  decepcionante  —  -no  quiere  que  piense  que  habla  de  que  él  sea  su  true  mate  lo  que  le  decepciona,  por  lo  que  lleva  aquella  mano  que  sostiene  para  besar  los  nudillos  que  despiden  un  aroma  a  hierbas,  propias  de  un  médico.  -  —Me  decepciona  ser  como  todos  los  demás,  que  reaccionan  a  una  esencia  y  actúan  como  animales  mas  que  como  seres  humanos.  Y  me  aterra  no  saber  hacer  las  cosas  bien  como  siempre,  y  arruinar  la  única  relación  que  el  universo  ha  diseñado  perfectamente  para  mí. 
Tumblr media
El aroma ajeno lo envuelve de manera acogedora, siente su corazón acelerándose y sus garras aparecen para deslizarlas sobre la piel propia, manteniendo sus emociones bajo control. Pero lo que realmente le alivia es el primer comentario del alfa, uno que provoca en Seungwon una risa sincera y que su esencia a grosella roja nazca. “Yohan, también soy un theta, sé lo que significa biológicamente nuestras reacciones.” Recuerda las palabras del alfa, que fuese gentil con su amigo porque es la primera vez que actuaba de esa forma por un omega y que fuese por él… provoca que sus mejillas ardan un poco más, alzando la vista y extiendo la diestra. “Hablaba del… significado, de cómo te sientes al respecto.” Repasa sus palabras, sin querer incomodar al contrario. “Nunca había deseado a alguien… y ahora no puedo dejar de pensar en ti.”
13 notes · View notes
bookishnerdlove · 2 years ago
Text
Capitulo 249.2 CAPMEP [FINAL]
Tumblr media
Hasta que dos rosas discordantes se vuelven un conjunto (4) "Par de cucarachas". Cuando los labios arrugados se abrieron y las palabras fluyeron, hice una mueca absurda. ¿Qué acaba de decir ahora? "Eh, aunque no te he visto, ¿tu lenguaje ha mejorado?" "He aprendido." Lo sentí después de pasar por hasta 8 espíritus, exorcismo y repatriación, pero los espíritus pasaron por un proceso de adaptación similar después de poseer este lugar. Hubo espíritus que se adaptaron bien aquí, y hubo espíritus que ni siquiera pudieron pronunciar correctamente las palabras de este lugar con el tiempo. Antes, ese espíritu pertenecía definitivamente a este último. Sin embargo, después de unos días de no verlo, su lenguaje parecía estar en un nivel alto ahora. “Lo vi en una cajita cuadrada. Llamaron a hombres y mujeres como tú, cucarachas”. Dijo el espíritu mientras acariciaba su barbilla con orgullo. Su forma de hablar me sonaba desagradable. Después de todo, el espíritu que me había hecho sufrir durante una semana no podía verse bien sin importar lo que hiciera. Hasta ahora, los espíritus han venido de varias dimensiones, pero hasta donde yo sé, la dimensión a la que ha pasado ese espíritu tiene artes marciales similares a las de ese mundo. De hecho, se movió bien mientras hablaba de aligerar el cuerpo o algo así. Giré la cabeza y miré a Ricdorian. "Ey. Pudding, ¿ese es tu tono? Es muy similar a tu forma inicial de hablar”. Para ser precisos, miré la espada y le hablé, y pronto escuché un silbido en mi cabeza. – ¡No compares! ¡Este cuerpo no hizo eso, Nyan! “Huh, escuché que las ranas no pueden recordar sus días de renacuajo. ¿Lo has olvidado? – ¡No lo hice! ¡No fue así, Nyan! “Te corregí mucho. Estoy decepcionado." Mientras hablaba con Pudding, el anciano se movió rápidamente. ¡Bam ! "¿Adónde vas?" Sin embargo, los movimientos del anciano pronto fueron bloqueados por una pared de color azul profundo. La pared azul translúcida nos rodeaba al anciano ya nosotros. Fue presentado antes de que el anciano llegara aquí. "¿Cuánto problema tuve para ponerme esto?" "Kuh, khhmm". “Hubiera llorado si no hubiera podido usarlo”. Entrecerré los ojos cuando el anciano desvió la mirada con un rostro nervioso. “Tío, no estás escuchando las palabras de la gente con tu corazón. ¿Eres realmente inteligente? “Dependiendo de tus necesidades, a veces tienes que tomar decisiones para poder sobrevivir…” “Es una filosofía sin sentido. Si esa creencia se mueve según sea necesario, ¿dónde está esa creencia ahora? Los hombros del anciano temblaron ante las palabras lanzadas casualmente. Mientras tanto, la mano de Ricdorian agarró mi hombro. “…… No puedes llorar, Iana.” Rian dijo con una expresión muy seria, por lo que me sorprendió por un momento. Luego asintió con desconcierto. "No estoy llorando." ¿Casi lloro? Rian parecía estar muy preocupado por mí, así que recuperé mi expresión nuevamente. Sonreí, alargué la mano y le acaricié la mejilla. "Eres muy agradable. Prestas atención a cada palabra que pasa”. "No soy agradable". Ricdorian bajó ligeramente la cabeza y la dejó para que yo la acariciara. Luego sonrió un poco. "Rose, solo estoy domesticado por tu mano que sostiene las riendas". Estuve de acuerdo con una pequeña risa similar. "Supongo que sí." Es una bestia que ha sido domesticada solo por mí en el mundo, y cuanto más paso con él, más lo siento. Creo que esto es algo muy feliz. Como tengo un deseo exclusivo y una obsesión que desconocía de mí mismo, mi corazón se hace cada vez más grande. “Está bien, entonces, terminemos la pequeña charla aquí. ¿Hacemos lo nuestro? "Sí." Giré la cabeza y miré al anciano que luchaba por escabullirse. “Vamos, viejo. No. ¿Eso es un hombre adentro? De todos modos, vamos a llevarte a casa ahora. El anciano luchó hasta el final. Sin embargo, algunos de mis últimos siete espíritus eran como este, así que lo derroté fácilmente. No era un oponente difícil de manejar a menos que se escapara como en primer lugar. Al igual que el proceso anterior, Ricdorian sometió firmemente al anciano, y una enorme 'puerta' se abrió debajo del cuerpo del anciano. La energía azul creó un fuerte viento. La puerta, como la boca de una bestia, solo tomó espíritus, y finalmente el silencio cayó en el claro. Dejé escapar un suspiro, cepillando mi cabello, que estaba despeinado con el viento. “Finalmente el octavo ha terminado”. Donde la puerta y el círculo gigante desaparecieron, solo quedó el cuerpo del anciano caído y... un fuerte aroma a rosas. Ricdorian, quien le devolvió la forma de espada a Pudding antes de que me diera cuenta, se adelantó. Se inclinó y besó mi mejilla suavemente. Simplemente me vino a la mente, pero si Ricdorian no estuviera aquí, esta serie de procesos sería bastante, no. sería muy difícil. Los espíritus no siempre estaban en silencio, así que necesitaba que alguien los sometiera mientras abría la puerta. No fue difícil para mí someterlos, pero no pude hacerlo al mismo tiempo que abría la puerta. Abracé al hombre que era como preguntar '¿Lo hice bien?', y le di unas palmaditas en la espalda. "Bien hecho." "Entonces, ¿me abrazarás?" "¿Dónde?" Una risa baja resonó en mis oídos. "En cama." Me eché a reír ante las audaces palabras de Ricdorian. "Nada mal." Hoy también me quedé dormido a la hora en que vi las estrellas de la mañana. No estuvo mal en muchos sentidos. Especialmente en los días en que puedo enviar un espíritu de regreso y descansar en paz por unos días. Ahora solo quedan dos. Esperaba que este proceso fuera fácil, aunque engorroso. Al igual que el proceso anterior. Pero esto fue un error. No. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que era un error muy, muy grande. *** ¡Bang ! El suelo tembló violentamente con un rugido estremecedor. La tierra y las piedras caen debajo. El suelo agrietado, como una telaraña, se veía precario como si fuera a colapsar en cualquier momento. "Haa, haa". Dejé escapar un suspiro áspero que no había respirado en mucho tiempo y levanté la cabeza. Una enorme espada estaba clavada en el lugar donde estaba hace un momento. Si me hubiera movido un poco más tarde, esa gran espada afilada me habría cortado. – Hu, humano. ¡Haz algo, Nyan! Si esto……. Los gritos lastimeros de Pudding resonaron en mi cabeza. Quería responder, pero no tenía tiempo. Porque la espada voló hacia mí. Sería bueno si pudiera quitarme esa espada. Parecía descabellado sacar esa espada cuando estaba atada fuertemente a la mano con el tallo de una rosa. El hombre finalmente levantó su espada de nuevo, ladeando la cabeza y mirándome. Bajo la clara luz de la luna, el hombre que apuntó su espada hacia mí sonrió hermosamente. Esos ojos eran absolutamente vívidos. "Rian". Al escuchar mi llamada, la sonrisa de Ricdorian se profundizó. mientras blandía la espada. Pensé mientras esquivaba la espada. …… ¿Cómo lo devuelvo a sus sentidos? Mirando hacia atrás a donde las cosas salieron mal en mi cabeza. Tuve que retroceder una hora antes de que Ricdorian se volviera extraño. Para el momento en que se cumplió la misión dada por Dios, el aviso estaba a la vuelta de la esquina. AtrásNovelasMenú Read the full article
0 notes
cuadernodeliteratura · 7 years ago
Text
«Entre la piscina y las gardenias», Edwidge Danticat.
Era muy bonita. Tenía el cabello claro y brillante, y la piel oscura como la caoba. Sus labios eran anchos y morados, como los de aquellas muñecas africanas que se ven en las tiendas para turistas pero que una nunca se puede permitir comprar.
Creí que era un regalo del cielo cuando la vi sobre el polvoriento bordillo, envuelta en una mantita rosa, a unas pocas pulgadas de una boca de alcantarilla tan abierta como el bostezo de un niño hambriento. Era como el Niño Moisés de las historias de la Biblia que nos leían en la clase de Literatura Bautista. O como el Niño Jesús, que nació en un establo y murió en una cruz, sin unos labios que pudieran besarle antes de morir. Era como ellos. Con su inmóvil cara redonda, los ojos cerrados como si estuviera soñando en un lugar lejano.
Tenía las manos huesudas y las venas tan cercanas a la superficie de la piel que parecía que esta se quebraría si se la tocaba con demasiada fuerza. Probablemente pertenecía a alguien, pero no había nadie en la calle. No había nadie que pudiera reclamarla.
En un primer momento tuve miedo de tocarla. No quería alterar los rayos del primer sol que le corrían por la frente. Quizás se tratara de algún tipo de wanga, un hechizo enviado para atraparme: mis enemigos eran muchos y muy astutos. Tal vez ellas, las chicas que se acostaban con mi marido cuando yo todavía me estaba doliendo de mis abortos, me habían mandado esa visión de belleza, para que me quedara ciega y no supiera encontrar el camino de vuelta al lugar que expulsé de mi cabeza cuando subí a aquel desvencijado minibús y dejé mi aldea hace unos meses.
La niña llevaba un vestidito de encaje azul, con las letras R O S E bordadas en el cuello. Era tal y como yo había imaginado que serían mis hijas: aquellas que nunca pudieron crecer en mi cuerpo, aquellas que se ahogaban de algún modo dentro de mí y hacían preguntarse a mi marido si no sería yo quien las mataba a propósito.
Grité todos los nombres que hubiera querido ponerles: Eveline, Josephine, Jacqueline, Hermine, Marie Magdalène, Célianne. Podría darle a ella toda la ropa que les había cosido, todos aquellos vestidos todavía por estrenar. Por la noche podría arrullarla, sola en el silencio de mi habitación. Apoyarla sobre mi vientre y desear que estuviera dentro de él.
Al poco de llegar a la ciudad, vi en la televisión de Madame cómo muchas mujeres pobres de la ciudad tiraban a sus hijos porque no podían alimentarlos. En Ville Rose no puedes tirar ni siquiera los restos sangrientos que salen del cuerpo después de tener al niño. Es un crimen, dicen, y toda la familia te considera una mujer terrible si lo haces. Tienes que guardarlos, darles un nombre y enterrarlos cerca de las raíces de un árbol, para que el mundo no se desmorone a tu alrededor.
He oído decir que en la ciudad tiran a los niños tal cual, en cualquier sitio: en portales, en cubos de basura, en surtidores de gasolina, por las aceras. En el tiempo que llevo en Pòtoprens (Puerto Príncipe) nunca había visto a uno de esos niños hasta ahora.
Pero Rose, mi Rose, estaba tan limpia y cálida. Como un querubín que duerme después de que el viento le haya musitado una nana al oído.
La levanté del suelo y apreté su mejilla contra la mía.
Le susurré “pequeña Rose, mi niña”, como si su nombre fuera un secreto. Era como aquellas muñecas comestibles con las que jugábamos de niñas. Les hacíamos la cara con semillas de mango y después les poníamos un nombre. Las bautizábamos con oraciones e invitábamos a nuestros amigos y nuestras amigas a colas y mandioca y –cuando teníamos– unas galletas de mantequilla que nos gustaban mucho.
Rose no se movía ni lloraba. Era como si una persona cruel la hubiera tirado cuando ya no le era útil para nada. Apreté su cara contra mi corazón y sentí que olía como los polvos perfumados del tocador de Madame, a esa mezcla de gardenias y pescado que siempre desprendía Madame cuando salía de la piscina. Siempre he dicho las oraciones de mi madre al amanecer. Y he recibido de buen grado los años que poco a poco me iban acercando a ella. Porque no importaba cuánta distancia intentara poner la muerte entre nosotras; mi madre venía a visitarme con frecuencia, a veces en las breves miradas o en los susurros de alguna voz. A veces en una cara. Otras durante breves instantes en mis sueños.
Muchas noches veía mujeres viejas inclinarse sobre mi cama.
–Esa de ahí es Marie –decía mi madre–. Es la última de nosotras que aún vive. Mamá tenía que presentarme, porque todas habían muerto antes de que yo naciera. Entre ellas estaban mi tatarabuela Eveline, a la que mataron soldados dominicanos en el río Masacre; mi abuela Défilé, que murió con la cabeza rapada en una cárcel, porque Dios le había dado alas; y mi madrina Lili, que se suicidó ya mayor porque su marido se había tirado de un globo aerostático y su hijo, cuando creció, la abandonó para irse a Miami.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Siempre supe que volverían para pedirme que hiciera algo bueno para los demás. Tal vez iba a hacer algo de provecho por esa niña. Llevé a Rose conmigo al mercado al aire libre de Croix-Bossale. La mecía en mis brazos como si siempre hubiera sido mía. En la ciudad, incluso la gente que procede de tu propia aldea no te conoce y no se interesa por ti. No se dieron cuenta de que el día anterior había ido sin ningún bebé. De pronto tenía uno, y nadie me preguntó nada. En la habitación de las criadas, en la casa de Pétion-Ville, dejé a Rose sobre mi camastro y me apresuré a preparar la comida. Monsieur y Madame estaban sentados en la terraza y daban la bienvenida a la tarde incipiente, sorbiendo solamente el azúcar de un zumo agrio que yo siempre les preparaba. Les gustaba que yo recorriera todos los días al amanecer el camino hasta el mercado para traerles los sabores del campo, tan lejanos a su protegida vida burguesa.
–Seguramente es uno de esos manbos –decían cuando les daba la espalda–. Seguramente es una de esas estúpidas que creen que tienen el don de volverse invisibles y herir a los demás. ¿Por qué no se otorgan el don de hacerse ricos? Por culpa de ese absurdo vudú los haitianos son un misterio para nosotros. Dejé a Rose sobre la mesa de la cocina mientras secaba los platos. Tuve el repentino deseo de explicarle mi vida.
–Hubo un momento en que amé a aquel hombre. Era muy bueno conmigo. Me hacía sentir especial. Y después, lo único que recuerdo es que pasé diez años con él. Yo soy vieja como un trozo de papel sucio en el que la gente se hubiera limpiado el trasero y él tiene diez hijos con diez mujeres distintas. Tuve que huir. Simulaba que todo aquello era mío. La terraza con las vistas sobre la piscina privada y los veleros navegando en la distancia. El gran aparato de televisión y todas aquellas canciones de amor francesas y los discos raros con sus tambores parlantes y el sonido de conchas. Los cuadros brillantes con caballos blancos alados y serpientes tan largas y anchas como lagos. La piscina que el sudoroso dominicano limpiaba tres veces por semana. Simulaba que todo aquello nos pertenecía: a él, a Rose y a mí.
El dominicano y yo hicimos una vez el amor sobre la hierba, pero él nunca me había vuelto a dirigir la palabra. Rose escuchaba, con los ojos cerrados, a pesar de que le estaba contando cosas demasiado duras para los oídos de un bebé. La envolví con el delantal y la dejé a mi lado, mientras freía unos plátanos para la cena. Es tan fácil amar a alguien cuando no hay otra cosa a tu alrededor. Su cabeza caía para atrás como la de cualquier bebé. Alargué el brazo y dejé que sus enmarañadas trenzas acariciaran las líneas de la vida de mi mano.
–Me alegro de que no seas uno de esos bebés que se pasan el día llorando –le dije–. Todos los niños pequeños deberían ser como tú. Me alegro de que no llores ni hagas ruido. Eres una niña perfecta, ¿verdad?
La puse de nuevo en mi habitación, cuando Monsieur y Madame volvieron a casa para cenar. A la hora que se acostaron, la cogí y me la llevé al lado de la piscina para que pudiéramos hablar un rato más.
Uno no entra en una familia si no sabe dónde se está metiendo. Hay que saber algo de su historia. Hay que saber si le rezan a Erzulie, que quiere tanto a los hombres como los hombres la quieren a ella, porque es mulata y a muchos de los haitianos les gustan ese tipo de mujeres. Tienes que mirarte en el espejo el día de la muerte, porque podrías ver allí caras que te conocieron incluso antes de que vinieras a este mundo.
Caí dormida meciéndola en una silla que no era mía. Supe que era real cuando me desperté al día siguiente y estaba todavía en mis brazos. Tenía el mismo aspecto que cuando la encontré, y siguió así durante tres días. Después, tenía que bañarla constantemente para que no oliera. Tuve un tío que compraba intestinos de cerdo en Ville Rose para venderlos en el mercado de la ciudad. Rose empezó a oler como los intestinos cuando tenían unos cuantos días.
La bañaba cada vez más, incluso tres o cuatro veces al día, en la piscina. Utilizaba perfume de Madame, pero eso no solucionaba nada. Quería llevarla de nuevo a la calle donde la había encontrado, pero ya había perturbado su descanso y tenía que encargarme de su alma como si fuera mi responsabilidad personal.
La dejé en una choza que había detrás de la casa, donde el dominicano guardaba sus herramientas. Tres veces al día, la visitaba con la mano en la nariz. Veía su piel cada vez más húmeda, agrietada, hundida en algunos lugares y cenicienta y seca en otros. Parecía que hubiera envejecido en cuatro días los años que había entre yo y mis tías y abuelas muertas. Sabía que tenía que hacer algo con ella, porque estaba atrayendo a las moscas y, además, yo estaba impidiendo que su espíritu partiera. Le di un último baño y le puse un vestidito amarillo que había hecho mientras rezaba para que una de mis pequeñas llegara a nacer, hace ya más de tres meses.
Puse a Rose en el suelo, en un rincón donde daba el sol detrás de la gran casa. Cavé un agujero en el jardín, entre las gardenias. La envolví con la pequeña manta rosa con que la había encontrado y le dejé la cara al descubierto. Olía tan mal que tuve que aguantar la respiración para poder darle un beso. Noté que me cogían del hombro mientras ponía a la niña en el pequeño agujero del suelo. Creí que se trataba de Monsieur o de Madame, y tuve miedo de que ella se hubiera enfadado conmigo por haber usado una botella entera de su perfume sin pedirle permiso.
Rose se me escurrió de las manos y cayó, mientras me forzaban a girarme. –¿Qué estás haciendo? –me preguntó el dominicano.
Tenía una cara india, de un marrón oscuro, pero sus manos estaban descoloridas y arrugadas por los productos químicos de la piscina. Miró hacía abajo, al bebé que yacía en el polvo. Tenía ya encima un poco de la tierra con que habría de cubrirla.
–¿Sabes? Veo en mis sueños esas caras encima de mí... Podría haber empezado a explicarme de un millón de maneras distintas. –¿De dónde has sacado ese niño? –me preguntó en su español criollo. No me dio oportunidad de responderle. –Ya he ido –creí oír un ligero méringue en el temblor de su voz–. He llamado a los gendarmes y vienen en camino. Huelo esa carne podrida. Sé que has matado al niño y que te lo has quedado por maldad. –Actuaste demasiado pronto –dije. –Has matado al niño y lo has dejado en tu habitación. –Me conoces –dije–, hemos estado juntos. –No te distinguiría de una mosca en un montón de estiércol de vaca. Comes niños pequeños que ni siquiera han tenido tiempo para conseguir una alma. Mantenía sus manos sobre mí, porque tenía miedo de que saliera corriendo y me escapara.
Miré a Rose. Me pasó por la cabeza lo mismo que había deseado para todas mis niñas. La imaginé echando los dientes, gateando, llorando, armando ruido, portándose mal.
Nos quedamos sobre su pequeño cadáver; una criada campesina y un jardinero hispano. Debería haberle preguntado su nombre antes de haberle entregado mi cuerpo.
Hacíamos un bonito cuadro. Rose, yo y él. Entre la piscina y las gardenias, esperando a la ley.
Autor: Edwidge Danticat
14 notes · View notes
lesfilsdubaron · 5 years ago
Text
Eurídice
Fue el 7 de abril de 1984 cuando me di cuenta, pero tardé una semana en aceptar que necesitaba ayuda. Esta enfermedad invisible me había afligido desde hacía bastante tiempo, pero solo la reconocí cuando mi querido amigo Antón sentenció aquella frase en la estación de tren, antes de volver a Salamanca: “Tienes que hacer algo con el gusano en la manzana”, me dijo. “Te va a comer, pero no te vas a dar cuenta mientras la cáscara brille”.
Tenía razón. Durante meses me había cerrado a la realidad, y la sencillez de sus palabras y de su sonrisa fue lo que me impactó como una bala reveladora, más que cualquier otro comentario anterior que había recibido y que, pese a su buena intención, habían caído en saco roto. Ese gusano, ese ser infernal, ese espectro se había hecho hueco entre mi esternón y mi ventrículo derecho, y mordía las paredes de mi pecho constantemente. A veces escalaba por la escalera de costillas y, apoyado en mi hombro, tendía una seda blanca y negra sobre mis ojos, haciendo gris cualquier cosa que mirara; soltaba tiza sobre mis labios dormidos y mi boca no disfrutaba de ningún sabor como antes; forjaba lanzas con la fuerza del estómago que salta ante recuerdos terribles y las clavaba hondo bajo la mandíbula y los pómulos, donde nace el llanto.
No podía seguir así, pero sabía que el mal que me afligía no era terrenal ni médico, al menos del todo. Mi abuela, anciana y con párpados de sauce arrugado, me había cogido de la mano un par de días antes. “Tienes el alma manchada. El médico te dará veneno y la dejará blanda y dormida, pero eso no te curará: tienes que buscar algo más”. Esa noche en la que dejé ir en tren a mi amigo Antón, mientras miraba el techo de mi cuarto acostado en mi cama, lo decidí. Me levanté, subí a mi coche y acudí de inmediato a verla y me recibió en el sillón, mirando a la puerta por la que entraba, esperándome con una sonrisa. No dijo una palabra, no hubo “te lo dije” ni “te estaba esperando”: se llevó un dedo a los labios viejos y me tendió una cajita que descansaba en su mesita de café. “Te ayudará si lo pides”.
La abrí ya abajo, en el coche, y encontré dentro tres monedas de oro de aspecto antiguo y una nota en papel viejo y lleno de polvo. La abrí con mucho cuidado, ya que el material estaba quebradizo por los años, y dentro encontré, para mi sorpresa, un número de teléfono y garabateado debajo el nombre “Gara”. Llamé inmediatamente, con el vaho coronando mi respiración acelerada, y me recibió una voz anciana que preguntaba quién era. “Llamo por la cajita”, le dije. “Tengo las monedas y necesito ayuda”. Hubo un largo silencio que me estranguló los nervios de que fuera todo un desvarío entre viejas, de que no contestara y me quedara solo sentado en el asiento. Entonces la voz respondió, más grave y seria, y me dio indicaciones. Fueron muchas y complejas, pero las entendí y memoricé inmediatamente solo entonces: nada puedo explicar ahora del lugar al que llegué en medio de los bosques ni de cómo supe con tanta exactitud cosas que ella ni siquiera comentó.
Pero llegué al sitio, y esperé hasta que cayó la noche. La niebla se arremolinaba dentro y fuera de mí y sentía la humedad del frío apuñalando mis mejillas y mis dedos. Me quedé allí largo tiempo, casi soñando despierto bajo las copas frondosas de los árboles susurrante, hasta que apareció. La anciana venia caminando trabajosamente, evitando los nudos de las raíces con agilidad campesina, y se ayudaba de un candil de hierro oscuro para ver. “Apaga esa luz”, masculló con cierto desagrado refiriéndose a los faros. Obedecí. “Ven conmigo”. Obedecí. “Ayúdame a caminar”. Obedecí. Todo en ella inspiraba algo natural y antiguo, con la autoridad de la ancianidad: amable pero áspera.
Entonces llegamos hasta la fachada montañosa, y allí hendía violentamente la tierra una cueva portentosa. Seis personas dadas la mano no habrían podido cubrir su ancho, y sumado a su alto hacían parecer a la abertura una boca que gritaba en silencio, con niebla por vaho y cuarzo por dientes. La vieja gruñó dándose la vuelta. “Las monedas. Déjalas frente a la puerta”. Supuse que hacía referencia a la entrada de la gruta y así lo hice: tres puntos de dorado brillante decoraban ahora el suelo pedregoso en la oscuridad de la noche. Antes de que pudiera hacer nada más, me quedé totalmente ciego: la anciana había apagado la luz. Le grité pero no hubo respuesta, y entonces supe que me había quedado solo. 
¿Qué habrían hecho ustedes? Quizá algo distinto, pero yo sentí lo que era correcto. Sentía que no tenía nada que perder (y quizá ese fuera, en realidad, el problema), y fue eso sobre todas las demás cosas que acechaban mi ansiosa cabeza lo que me hizo entrar en la cueva, perdiéndome en ese doblez de lo real, esa oscuridad primordial dentro de la propia oscuridad del bosque en la noche en la que dejé ir en tren a mi amigo Antón. 
Caminé. No sé durante cuanto pero sé que me topé de bruces con una pared que palpé, y leyéndola con mis manos encontré algo inesperado: madera, metal, pomo. Una puerta. La abrí despacio y vi que estaba suave, como nueva, sin crujido alguno, y nada más estar cerca del dintel percibí el caluroso abrazo del fuego dentro, rozando mis dedos. 
Y dentro había una mesa, y en la mesa una botella, y reflejada en la botella bailoteaba la chimenea encendida. Me sentí de pronto algo aletargado por el calor y veía todo en su esencia básica, casi mareado, y caminar era una experiencia pesada cercana a correr bajo el agua. Examiné la botella: era de vino, sin etiqueta ni tapón, y estaba completamente vacía. Me percaté de que en el cuello había huellas y en la boca, la marca de un beso rojo oscuro que se asomaba al hedor avinagrado del vidrio. Se me ocurrió una locura: posé mis labios sobre ese beso y de pronto sentí peso en mis manos, con la botella completamente llena. Sorprendido, me la acerqué a la nariz y, viendo un olor agradable, a los labios. Me estremecí y casi se cae de mis manos: sabía a verdad. Sabía al chocolate de la cita que me atreví a pedir, al licor de la fiesta donde dudé si besarla, al calor de la primera vez entre sábanas ajenas con aroma a tulipanes y sudores almizclados. 
Escuché música. Dejé la botella a un lado y continué por una puerta abierta en la que no había reparado en un principio. Daba de nuevo al frío y sentí hierba bajo mis botas, pero vi, sobre una colina, una hoguera de la que llegaba una voz y el rasgueo de una guitarra. Me acerqué precavido pero no pude resistir a la tentación de resguardarme del viento helado y pedí permiso al hombre que estaba allí. Sonrió aún cantando, y pareció alterar letra y melodía en cuanto me senté: supe que se llamaba Orfeo, supe que buscaba a alguien y supe, pese a su sonrisa, que echaba de menos. Que dolía. Que lloraba corcheas. Cantó a sus dedos por no tener suficiente talento, cantó a sus besos por no valer lo suficiente, cantó al perdón tardío y a la muerte enamorada. 
Eventualmente llegó al final de su cantinela y quedó un segundo en silencio, ya sin sonreír. Me miró, intensamente, y me indicó que siguiera colina abajo. “Más no puedo decirte. Solo conozco una canción”. Me aparté y para cuando llegué a la siguiente puerta había vuelto a empezar. Esta vez la puerta estaba en un árbol vetusto y carcomido, y me costó empujarla en sus goznes para que cediera. 
Lo que me esperaba dentro a continuación me golpeó en el pecho como un flechazo. Un incendio terrible acaecía dentro del árbol, y ascuas, polvo y ceniza cubrían el ambiente , haciéndome toser y recordar. Entré en pánico y traté de volver, pero me había desorientado y no encontraba por ningún lado la puerta por la que había llegado. Escuchaba gritos de toda clase, de hombre, de mujer, de niños y niñas, y tuve que agacharme con la cabeza entre las manos, tapando mis oídos, porque conocía todas las voces que escuchaba. 
Recobré el sentido un segundo y recordé lo que había que hacer: me arrastré, por debajo del humo, hasta que llegué a una abertura por la que cabía a duras penas. Me arrastré dentro de esas tripas arbóreas como pude y llegué penosamente suficientemente lejos para llorar, para respirar, lejos de la asfixia y el dolor. Y derramé lágrimas largamente, sintiéndome roto y conquistado por el demonio,pero cuando incorporé mi cabeza ligeramente para respirar en un sollozo, me encontré en un lugar bien distinto.
Ya no estaba en las entrañas del árbol, sino en una sala blanca de mármol pulido y precioso, semejante a una iglesia pero sin bancos ni imágenes. Me levanté despacio y con esfuerzo, aún con carraspera cenicienta, y fui al fondo, donde había una mesa a modo de altar sencillo sin decorar. Donde había algo, alguien, cubierto por una sábana. Respiré hondo y lento. No flotaba ningún olor, no se escuchaba ningún ruido y sentí altura en la boca del estómago, como si estuviera suspendido en el cielo en el momento a punto de caer. 
Alargué la mano y retiré la tela lo justo, solo lo suficiente, apenas un poco, y al reconocer el rostro estuve tentado de negarlo. De no mirar. De enterrarla pero no bajo tierra, sino en mí, enterrar esa sensación de no tener sitio para nada más, de ser demasiado chiquito para que algo más entrara en mí en algún lugar que no ocupara el dolor, de acostarme ahí al lado y ser en el no ser y no volver a pensar en ello nunca, nunca más. 
Pero no hice eso. Lo decidí. Y cuando lo hice, casi me pareció escuchar tres tintineos metálicos contra el suelo, cerca de la puerta por donde había entrado. Y retiré por completo la tela y observé, y volví a llorar pero esta vez silenciosamente, de pie frente al altar. Ahí comprendí, y sentí al gusano, al demonio, al espectro marchitarse con los ojos cerrados, igual que los tenia yo, deshacerse como una hoja de otoño en mil pedacitos que vi irse volando lejos, más allá del mármol, el incendio, el árbol, la colina, el cantor, la botella, irse flotando a través de la boca suspirante de la cueva, atravesar el bosque oscuro como una exhalación, entrar al coche apagado y escondido, recorrer mil caminos sin nombre ni recuerdo para llegar a una caja olvidada en la casa de una anciana y, finalmente, esparcirse por los cuatro puntos cardinales en el cielo, al que me encontraba entonces mirando, en la ventana de mi cuarto, levantado sudando y agitado en la noche en que dejé ir en tren a mi amigo Antón. 
Y respiré, y ya no quise llorar más.
1 note · View note
libretaencomposicion · 5 years ago
Quote
«Entre la piscina y las gardenias», Edwidge Danticat. Era muy bonita. Tenía el cabello claro y brillante, y la piel oscura como la caoba. Sus labios eran anchos y morados, como los de aquellas muñecas africanas que se ven en las tiendas para turistas pero que una nunca se puede permitir comprar. Creí que era un regalo del cielo cuando la vi sobre el polvoriento bordillo, envuelta en una mantita rosa, a unas pocas pulgadas de una boca de alcantarilla tan abierta como el bostezo de un niño hambriento. Era como el Niño Moisés de las historias de la Biblia que nos leían en la clase de Literatura Bautista. O como el Niño Jesús, que nació en un establo y murió en una cruz, sin unos labios que pudieran besarle antes de morir. Era como ellos. Con su inmóvil cara redonda, los ojos cerrados como si estuviera soñando en un lugar lejano. Tenía las manos huesudas y las venas tan cercanas a la superficie de la piel que parecía que esta se quebraría si se la tocaba con demasiada fuerza. Probablemente pertenecía a alguien, pero no había nadie en la calle. No había nadie que pudiera reclamarla. En un primer momento tuve miedo de tocarla. No quería alterar los rayos del primer sol que le corrían por la frente. Quizás se tratara de algún tipo de wanga, un hechizo enviado para atraparme: mis enemigos eran muchos y muy astutos. Tal vez ellas, las chicas que se acostaban con mi marido cuando yo todavía me estaba doliendo de mis abortos, me habían mandado esa visión de belleza, para que me quedara ciega y no supiera encontrar el camino de vuelta al lugar que expulsé de mi cabeza cuando subí a aquel desvencijado minibús y dejé mi aldea hace unos meses. La niña llevaba un vestidito de encaje azul, con las letras R O S E bordadas en el cuello. Era tal y como yo había imaginado que serían mis hijas: aquellas que nunca pudieron crecer en mi cuerpo, aquellas que se ahogaban de algún modo dentro de mí y hacían preguntarse a mi marido si no sería yo quien las mataba a propósito. Grité todos los nombres que hubiera querido ponerles: Eveline, Josephine, Jacqueline, Hermine, Marie Magdalène, Célianne. Podría darle a ella toda la ropa que les había cosido, todos aquellos vestidos todavía por estrenar. Por la noche podría arrullarla, sola en el silencio de mi habitación. Apoyarla sobre mi vientre y desear que estuviera dentro de él. Al poco de llegar a la ciudad, vi en la televisión de Madame cómo muchas mujeres pobres de la ciudad tiraban a sus hijos porque no podían alimentarlos. En Ville Rose no puedes tirar ni siquiera los restos sangrientos que salen del cuerpo después de tener al niño. Es un crimen, dicen, y toda la familia te considera una mujer terrible si lo haces. Tienes que guardarlos, darles un nombre y enterrarlos cerca de las raíces de un árbol, para que el mundo no se desmorone a tu alrededor. He oído decir que en la ciudad tiran a los niños tal cual, en cualquier sitio: en portales, en cubos de basura, en surtidores de gasolina, por las aceras. En el tiempo que llevo en Pòtoprens (Puerto Príncipe) nunca había visto a uno de esos niños hasta ahora. Pero Rose, mi Rose, estaba tan limpia y cálida. Como un querubín que duerme después de que el viento le haya musitado una nana al oído. La levanté del suelo y apreté su mejilla contra la mía. Le susurré “pequeña Rose, mi niña”, como si su nombre fuera un secreto. Era como aquellas muñecas comestibles con las que jugábamos de niñas. Les hacíamos la cara con semillas de mango y después les poníamos un nombre. Las bautizábamos con oraciones e invitábamos a nuestros amigos y nuestras amigas a colas y mandioca y –cuando teníamos– unas galletas de mantequilla que nos gustaban mucho. Rose no se movía ni lloraba. Era como si una persona cruel la hubiera tirado cuando ya no le era útil para nada. Apreté su cara contra mi corazón y sentí que olía como los polvos perfumados del tocador de Madame, a esa mezcla de gardenias y pescado que siempre desprendía Madame cuando salía de la piscina. Siempre he dicho las oraciones de mi madre al amanecer. Y he recibido de buen grado los años que poco a poco me iban acercando a ella. Porque no importaba cuánta distancia intentara poner la muerte entre nosotras; mi madre venía a visitarme con frecuencia, a veces en las breves miradas o en los susurros de alguna voz. A veces en una cara. Otras durante breves instantes en mis sueños. Muchas noches veía mujeres viejas inclinarse sobre mi cama. –Esa de ahí es Marie –decía mi madre–. Es la última de nosotras que aún vive. Mamá tenía que presentarme, porque todas habían muerto antes de que yo naciera. Entre ellas estaban mi tatarabuela Eveline, a la que mataron soldados dominicanos en el río Masacre; mi abuela Défilé, que murió con la cabeza rapada en una cárcel, porque Dios le había dado alas; y mi madrina Lili, que se suicidó ya mayor porque su marido se había tirado de un globo aerostático y su hijo, cuando creció, la abandonó para irse a Miami. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Siempre supe que volverían para pedirme que hiciera algo bueno para los demás. Tal vez iba a hacer algo de provecho por esa niña. Llevé a Rose conmigo al mercado al aire libre de Croix-Bossale. La mecía en mis brazos como si siempre hubiera sido mía. En la ciudad, incluso la gente que procede de tu propia aldea no te conoce y no se interesa por ti. No se dieron cuenta de que el día anterior había ido sin ningún bebé. De pronto tenía uno, y nadie me preguntó nada. En la habitación de las criadas, en la casa de Pétion-Ville, dejé a Rose sobre mi camastro y me apresuré a preparar la comida. Monsieur y Madame estaban sentados en la terraza y daban la bienvenida a la tarde incipiente, sorbiendo solamente el azúcar de un zumo agrio que yo siempre les preparaba. Les gustaba que yo recorriera todos los días al amanecer el camino hasta el mercado para traerles los sabores del campo, tan lejanos a su protegida vida burguesa. –Seguramente es uno de esos manbos –decían cuando les daba la espalda–. Seguramente es una de esas estúpidas que creen que tienen el don de volverse invisibles y herir a los demás. ¿Por qué no se otorgan el don de hacerse ricos? Por culpa de ese absurdo vudú los haitianos son un misterio para nosotros. Dejé a Rose sobre la mesa de la cocina mientras secaba los platos. Tuve el repentino deseo de explicarle mi vida. –Hubo un momento en que amé a aquel hombre. Era muy bueno conmigo. Me hacía sentir especial. Y después, lo único que recuerdo es que pasé diez años con él. Yo soy vieja como un trozo de papel sucio en el que la gente se hubiera limpiado el trasero y él tiene diez hijos con diez mujeres distintas. Tuve que huir. Simulaba que todo aquello era mío. La terraza con las vistas sobre la piscina privada y los veleros navegando en la distancia. El gran aparato de televisión y todas aquellas canciones de amor francesas y los discos raros con sus tambores parlantes y el sonido de conchas. Los cuadros brillantes con caballos blancos alados y serpientes tan largas y anchas como lagos. La piscina que el sudoroso dominicano limpiaba tres veces por semana. Simulaba que todo aquello nos pertenecía: a él, a Rose y a mí. El dominicano y yo hicimos una vez el amor sobre la hierba, pero él nunca me había vuelto a dirigir la palabra. Rose escuchaba, con los ojos cerrados, a pesar de que le estaba contando cosas demasiado duras para los oídos de un bebé. La envolví con el delantal y la dejé a mi lado, mientras freía unos plátanos para la cena. Es tan fácil amar a alguien cuando no hay otra cosa a tu alrededor. Su cabeza caía para atrás como la de cualquier bebé. Alargué el brazo y dejé que sus enmarañadas trenzas acariciaran las líneas de la vida de mi mano. –Me alegro de que no seas uno de esos bebés que se pasan el día llorando –le dije–. Todos los niños pequeños deberían ser como tú. Me alegro de que no llores ni hagas ruido. Eres una niña perfecta, ¿verdad? La puse de nuevo en mi habitación, cuando Monsieur y Madame volvieron a casa para cenar. A la hora que se acostaron, la cogí y me la llevé al lado de la piscina para que pudiéramos hablar un rato más. Uno no entra en una familia si no sabe dónde se está metiendo. Hay que saber algo de su historia. Hay que saber si le rezan a Erzulie, que quiere tanto a los hombres como los hombres la quieren a ella, porque es mulata y a muchos de los haitianos les gustan ese tipo de mujeres. Tienes que mirarte en el espejo el día de la muerte, porque podrías ver allí caras que te conocieron incluso antes de que vinieras a este mundo. Caí dormida meciéndola en una silla que no era mía. Supe que era real cuando me desperté al día siguiente y estaba todavía en mis brazos. Tenía el mismo aspecto que cuando la encontré, y siguió así durante tres días. Después, tenía que bañarla constantemente para que no oliera. Tuve un tío que compraba intestinos de cerdo en Ville Rose para venderlos en el mercado de la ciudad. Rose empezó a oler como los intestinos cuando tenían unos cuantos días. La bañaba cada vez más, incluso tres o cuatro veces al día, en la piscina. Utilizaba perfume de Madame, pero eso no solucionaba nada. Quería llevarla de nuevo a la calle donde la había encontrado, pero ya había perturbado su descanso y tenía que encargarme de su alma como si fuera mi responsabilidad personal. La dejé en una choza que había detrás de la casa, donde el dominicano guardaba sus herramientas. Tres veces al día, la visitaba con la mano en la nariz. Veía su piel cada vez más húmeda, agrietada, hundida en algunos lugares y cenicienta y seca en otros. Parecía que hubiera envejecido en cuatro días los años que había entre yo y mis tías y abuelas muertas. Sabía que tenía que hacer algo con ella, porque estaba atrayendo a las moscas y, además, yo estaba impidiendo que su espíritu partiera. Le di un último baño y le puse un vestidito amarillo que había hecho mientras rezaba para que una de mis pequeñas llegara a nacer, hace ya más de tres meses. Puse a Rose en el suelo, en un rincón donde daba el sol detrás de la gran casa. Cavé un agujero en el jardín, entre las gardenias. La envolví con la pequeña manta rosa con que la había encontrado y le dejé la cara al descubierto. Olía tan mal que tuve que aguantar la respiración para poder darle un beso. Noté que me cogían del hombro mientras ponía a la niña en el pequeño agujero del suelo. Creí que se trataba de Monsieur o de Madame, y tuve miedo de que ella se hubiera enfadado conmigo por haber usado una botella entera de su perfume sin pedirle permiso. Rose se me escurrió de las manos y cayó, mientras me forzaban a girarme. –¿Qué estás haciendo? –me preguntó el dominicano. Tenía una cara india, de un marrón oscuro, pero sus manos estaban descoloridas y arrugadas por los productos químicos de la piscina. Miró hacía abajo, al bebé que yacía en el polvo. Tenía ya encima un poco de la tierra con que habría de cubrirla. –¿Sabes? Veo en mis sueños esas caras encima de mí… Podría haber empezado a explicarme de un millón de maneras distintas. –¿De dónde has sacado ese niño? –me preguntó en su español criollo. No me dio oportunidad de responderle. –Ya he ido –creí oír un ligero méringue en el temblor de su voz–. He llamado a los gendarmes y vienen en camino. Huelo esa carne podrida. Sé que has matado al niño y que te lo has quedado por maldad. –Actuaste demasiado pronto –dije. –Has matado al niño y lo has dejado en tu habitación. –Me conoces –dije–, hemos estado juntos. –No te distinguiría de una mosca en un montón de estiércol de vaca. Comes niños pequeños que ni siquiera han tenido tiempo para conseguir una alma. Mantenía sus manos sobre mí, porque tenía miedo de que saliera corriendo y me escapara. Miré a Rose. Me pasó por la cabeza lo mismo que había deseado para todas mis niñas. La imaginé echando los dientes, gateando, llorando, armando ruido, portándose mal. Nos quedamos sobre su pequeño cadáver; una criada campesina y un jardinero hispano. Debería haberle preguntado su nombre antes de haberle entregado mi cuerpo. Hacíamos un bonito cuadro. Rose, yo y él. Entre la piscina y las gardenias, esperando a la ley. Autor: Edwidge Danticat
0 notes
guardialobo · 6 years ago
Text
Descenso a la tumba
Estaba perdido y no avanzaba con mis investigaciones. Intenté entrar en el santuario de Nikolás de todas las formas posibles, pero los resguardos del alquimista se burlaban de mi inteligencia. Estudié a fondo sus trabajos, los que tuvo a bien publicar, y lo único que sabía a ciencia cierta era que su piedra filosofal era el origen de su poder.
Me adentré en un bosque profundo en busca de respuestas. La cripta de Grajoburgo se alzaba ante mí, rodeada de los cuerpos empalados de los Renegados que habían desafiado la voluntad de la Reina Alma en Pena. Decenas de cuervos apostados sobre las ramas de los árboles, sobre las osamentas de los muertos, me miraban con intensidad. ¿Esperaban algo de mí? ¿Me vigilaban? Uno de ellos voló hacia mí y me graznó. Enseguida, una sombra se formó en la entrada del mausoleo de lord Grajonegro. Era el espíritu del dueño de la ciudad que me hablaba, que gesticulaba, que indicaba al agujero oscuro a sus espaldas. Quería que descendiera a las entrañas de la tierra y así lo manifestó:
–Tienes dudas. Lo noto en tu mirada. El pueblo de Grajoburgo ha sido infestado por la peste. Observa a tu alrededor, nigromante: mi gente, castigada por sus vicios, por su traición –dijo–. Abajo hallarás a los peores, a los que mi hija encerró. Y al final del túnel, esperanza.
El fantasma se desvaneció, dejándome con más preguntas de las que ya cobijaba. Di un paso al frente y deshice los encantamientos de sellado del recinto. Entonces, prendiendo el pábilo de una vela, comencé a bajar, apenas si alumbrado por la llama más tenue.
La cripta de Grajoburgo era amplia y oscura: una necrópolis para los difuntos. No había lámparas. No había ruidos, salvo los que producía yo al andar. No había vida, salvo la que latía en mi corazón. Había exhumado tumbas cientos de veces sin que me temblase el pulso y no obstante, ahora la inquietud me embargaba. Nunca antes se me había aparecido un espíritu para advertirme. Nunca antes los cuervos me habían contemplado con tanta atención.
A mi derecha oí quejidos y aquello me sobresaltó.  Eran, más bien, gemidos. Me pegué a una pared y tapé mi linterna con la garra. Esperé, oyendo y oliscando, y cuando me sentí seguro, me asomé al pasillo de donde procedía el gimoteo y lo que vi me admiró.
–No, por favor –rogaba la San’layn, una de las hijas del Príncipe de Sangre Valar.
La habían mutilado de piernas y brazos. Sobre ella se cernía un zombi que la empujaba contra el mármol y la mordisqueaba con sus fauces sin dientes, empapándola de babas rancias. El cadáver restregaba su cuerpo morboso y virulento con el de ella, profanándolo, ensuciándolo y excitándola al tiempo que la colmaba de pavor y de asco.
La lujuriosa escena no iba conmigo, de modo que proseguí por el camino opuesto. Mas a no mucha distancia, unos estertores monstruosos me pusieron alerta. Empecé a formular mis hechizos defensivos, pero no eran necesarios. En una estancia inundada de aguas, un cuerpo abotagado nadaba por la superficie de las mismas. Batía manos y pies perezosamente, pero carecía de fuerza para salir del pozo en el que se hallaba, de manera que estaba condenado a flotar por siempre hasta que su carne putrefacta se disolviera.
Pasé de largo y continué descendiendo por las escaleras al nivel inferior del mausoleo. Sin embargo, unos sonidos de masticación me paralizaron. Me agaché y tapé de nuevo mi luz guía. Y sigilosamente, forzando la vista, me adelanté en pos de los comedores.
En mitad de la galería, obstruyéndome el paso, dos necrófagos daban cuenta de un zombi que yacía tirado en el suelo, incapaz de sostenerse en pie. Sus figuras, percibí, eran huesudas y famélicas: al haberlos atrapado lady Aribeth, sus organismos se pudrían a mayor velocidad y movidos por sus apetitos desenfrenados, por su gula, recurrían al canibalismo a fin de subsistir, aunque para ello debieran sacrificar a un camarada no-muerto.
Pero de pronto, en un arrebato de ira, la víctima del banquete se revolvió. Clavó su extremidad astillada en la garganta de uno de los necrófagos y a otro le mordió el omoplato. El primero de los necrófagos murió al instante. El segundo, en cambio, ofreció algo de resistencia y al final triunfó en su forcejeo contra el zombi: le aplastó la calavera con la mano y puso fin a su agonía, de suerte que, victorioso, pudo así reanudar su cena.
Consciente de que no tendría más oportunidades, me deslicé los últimos metros que me separaban de ellos como una exhalación y cuando el necrófago comenzó a recelar y a olfatear mi presencia, le hundí los dedos en el cráneo y aceleré con un embrujo su descomposición, reduciéndolo a polvo, a sombra, a nada en cuestión de segundos.
–Ya no falta mucho –pensé, pues atisbaba luz al final del corredor–. Lo que lord Grajonegro me prometió se encuentra justo frente a mis narices.
Desemboqué en una cámara ancha, cerrada hasta hace no mucho, a juzgar por el opresivo ambiente. Las paredes estaban iluminadas por antorchas y había un sepulcro en el centro de la sala, decorado con un relieve tallado en piedra en el que figuraba la imagen de un cuervo. A su alrededor, ofrendas de otros tiempos: dinero guardado en cajas; flores mustias, resecas; y joyas y estatuillas, en lo que cada vez se me antojaba más un templo a la avaricia y a la herejía, como si la Dama Cuervo hubiese envidiado en sus momentos finales a la religión de la Luz Sagrada, ansiando convertirse ella misma en ídolo, en objeto de culto.
–Te has demorado bastante –dijo una voz detrás del féretro. Era una mujer–. Hola, Trito. O tal vez debería llamarte Durante.
Fascinado por la soberbia con la que se conducía mi interlocutora, y algo irritado, no pude sino indagar mientras en mi mente trazaba el plan para acabar más eficazmente con ella.
–¿Quién eres? ¿Y cómo sabes mi nombre?
–Tranquilízate. No poseo ni poder ni ánimo para luchar contigo –afirmó–. Soy solo un residuo. Un vestigio de lo que fui.
Se acercó a la luz y entonces lo comprendí todo: era un fantasma, un alma vaporosa; una sacerdotisa encapuchada. ¡La propia Dama Cuervo!
–¡Nikolás devoró tu alma para crear su piedra filosofal!
–Lo hizo. Pero no se puede matar lo que vive eternamente.
–¿A qué te refieres?
–El alma, Durante, es inmortal. Su destrucción total es casi imposible. Siempre persisten jirones, fragmentos.
–¿Y el alma se puede reconstruir?
–Tú eres el alquimista de almas. Dímelo tú.
Guardé silencio, ya que desconocía la respuesta a aquel interrogante.
–¿Qué es lo que deseas, Dama Cuervo?
–Prométeme que recuperarás la piedra filosofal de Nikolás, que la romperás y que me liberarás. A cambio te diré cómo introducirte en su sagrario. Te diré dónde está y qué está haciendo –aseguró–. Es una oferta suculenta, ¿no te parece?
No contesté inmediatamente, pues a menudo estos pactos de ultratumba esconden secretos, intenciones veladas y manipulación de parte del alma que propone el trato. Mas ¿cómo de otro modo iba a entrar en los aposentos de Nikolás? ¿Cómo podían mis conocimientos de la brujería, de la nigromancia y de la alquimia auxiliarme en este trance?
–¿Y bien, Durante? Tú y tus compañeros carecéis de la magia que se precisa para anular los sellos de Nikolás. ¿Cómo piensas hacerlo si no es con mi cooperación?
–Tienes razón –repuse.
–Me alegra que lo reconozcas…
–Tienes razón –Insistí–. La historia se repite, Dama Cuervo. Nikolás utiliza la piedra filosofal que fabricó a partir de tu alma como fuente de energía para mantener activos sus resguardos. Quizá yo deba actuar de la misma manera para desbaratarlos.
–No… ¡espera un momento!
No vacilé. Alargué mi mano y atraje su alma hacia mí. No había venido preparado para capturarla, pero daba igual. No tardé en apañar un recipiente: un cofrecito en el que habían metido monedas. Lo vacié y reemplacé su contenido con el último eco de la Dama Cuervo. El conjuro duró un suspiro y pronto, el espectro gemebundo se rindió a su destino.
–Espero que con esto sea suficiente –declaré, ascendiendo a la salida del mausoleo.
De vuelta al exterior, de noche aún, una noche sin luna, los cuervos fijaban su mirada en mí. Lord Grajonegro no se mostró, quizá aterrado por el delito que acababa de perpetrar contra su idolatrada Dama Cuervo; o quizá ya hubo leído mis propósitos cuando me visitó a mi llegada y había regresado a las Tierras Sombrías. Las aves negras continuaron escrutándome en tanto que abandonaba Grajoburgo, pero no me siguieron más allá.
Cuando dejé atrás la aldea maldita, sentí alivio. Y también una sensación de desasosiego, pues sospechaba que algo que no era la Dama Cuervo había cobrado un repentino interés en mí…
0 notes
lollipopcherrybomb · 6 years ago
Text
Los días cada vez eran más fríos, el invierno estaba a la vuelta de la esquina. Los árboles aún tenían hojas en matices dorados. Por las noches caían lloviznas que dejaban una capa de hielo en las calles y carreteras. Había estado saliendo tarde del trabajo, me encontraba rotando por el departamento de Urgencias, así que nunca sabía si tendría una jornada tranquila o no. Estar ocupada me servía de terapia emocional o, por lo menos, me impedía pensar en mi reciente ruptura amorosa, la última de una larga lista. Aunque si tenías en cuenta de que se trataba de la décima ruptura con la misma persona no hacía ver a la lista tan larga, pero sí a mí como una idiota. Si no funcionó la primera vez, ¿para qué intentarlo una segunda, tercera o quinta vez? Supongo que había algún cable mal conectado en mi cabeza que me hacía caer en la misma trampa una y otra vez. ¿Qué tenía él que me hacía regresar cada vez? ¿Qué tenía yo que lo hacía regresar cada vez?
Siempre había creído en eso de que las personas estamos unidas por un hilo rojo, de alma a alma, y que nada lo podía romper. Quizás sea cierto, pero supongo que ni a él ni a mí nos une ese hilo rojo. Suspiré y busqué las llaves del coche en mi bolsa. Abrí el coche y entré; lo encendí y puse la calefacción. Esperé un minuto a recobrar un poco de calor, me quité los guantes y arranqué.
Afortunadamente, hoy no había tenido tantas urgencias y las que hubo fueron relativamente no complicadas, de modo que aún lucía presentable; así que me dirigí directamente al bar donde había quedado de verme con amigos para celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Tardé más de lo planeado en llegar pues el tráfico a esa hora era espantoso. Me estacioné y me miré en el espejito de la visera, inhalé profundamente y lo solté de golpe. Esperaba no encontrarlo esta noche, pero ahí estaba la reluciente moto roja brillando tenuemente a la luz de los faroles de la calle. Maldita suerte la mía. Hurgué en la guantera y saqué mi maquillaje de emergencia, tratando de ponerme lo mejor posible dadas las circunstancias. Me olí y decidí que no necesitaba más perfume ni desodorante. Suspiré y salí del coche.
Los encontré a todos en una mesa en una esquina del lugar, rodeados del humo de cigarrillos y chillidos ebrios. Sonreí y saludé con la mano a todos para evitar ir de uno en uno, hasta llegar...a él, quien me miró fijamente con esos ojos azules que parecían negros por la poca iluminación del lugar. Tuve un pequeño flash back a otro momento en que vi esos ojos oscuro mirándome fijamente, agrandados por emociones que ya no importaban, reprimí el recuerdo y busqué un lugar lo más alejada de él. A juzgar por el nivel del líquido ambarino en la botella, llevaban ya un rato en el lugar, bebiendo, comiendo, bromeando y bailando.
Pedí comida al mesero pues mi última comida había sido hacía ya un rato. Me uní a las conversaciones que había a mi alrededor y rápidamente me encontré disfrutando. Mi comida llegó y se fue velozmente, tenía mucha hambre. Levanté la mirada del plato vacío y me volví a encontrar con su mirada. Me sonrió de lado, algo en mí se removió pero no hice caso. Me levanté de la mesa y me acerqué a la barra. Ordené una bebida con un nombre exótico que esperaba tuviera mejor sabor que lo que estaban bebiendo en la mesa. El bartender me extendió una bebida de un rosa chillón nada natural, le di un traguito y me relajé al notar el sabor a fresa artificial, al menos lo podría tolerar. Me di la vuelta y me recargué en la barra, observé a la multitud que bailaba y gritaba las canciones que tocaba la banda en vivo. Cerré los ojos un momento, mientras daba traguitos a la extraña bebida y disfrutaba de la canción.
-Te ves muy bien- se me heló la sangre y la mismo tiempo entró en ebullición al escuchar la voz, su voz. Abrí los ojos y me lo encontré frente a mí, demasiado cerca debido al embotellamiento del lugar.
-Gracias- respondí con un hilo de voz, me aclaré la garganta.- También tú- No mentía, aunque quizás mi opinión no fuera tampoco imparcial. Estaba vestido con un simple camisa blanca, que se ajustaba bastante bien a su torso y brazos, los botones superiores estaban abierto dejando ver el hueco de la clavícula, el pelo,un tanto despeinado por todas la veces que se había pasado los dedos durante el día, reflejaba las luces de colores del lugar. Aún tenía esa sonrisa torcida que todavía me hacía sonrojar.
-Creí que no vendrías- continuó y se acercó un poco más.
-Hummm, sí, es que...salí tarde del trabajo - traté de retroceder pero no había más espacio.
-Sí lo imaginé- La sonrisa se hizo más ancha, al tiempo que levantaba un brazo y se pasaba la mano por el cabello, al hacerlo se desacomodó un mechón que quedó señalando al techo. Sin pensarlo, alargué mi mano y le acomodé el pelo. Me quedé helada, con la mano elevada y lo miré a los ojos. Me devolvió la mirada y se acercó aún más.
Sus labios eran suaves y carnosos, como siempre; su boca tenía el regusto amargo de la cerveza. Me dejé llevar por un momento, pero logré controlarme y lo alejé de mí.
-No, no podemos hacer esto.- dije lo más firme que pude.
-¿Por qué? ¿Estás viendo a alguien más?- me preguntó, una luz azul le dio en la cara en ese momento, perfilando sus rasgos.
-No, aunque tampoco es de tu incumbencia si lo hago.- La respuesta me salió más salvaje de lo que pretendía. -Pero tú y yo, esto, nosotros, no...- No pude continuar, me volvió a besar, con más fuerza que antes. Lo empujé una vez más- No. No de nuevo. - Las lágrimas amenzaban con salir, así que me di la vuelta, dejé lo que quedaba de bebida en la barra y me marché del lugar.
Caminé lo más rápido que pude hasta el coche y una vez dentro comencé a llorar. Arranqué y me dirigí a casa. Me disculparía con mis amigos cuando estuvieran sobrios. Llegué al pequeño departamento, me fui quitando y tirando prendas camino a mi habitación. Me puse la pijama, cepillé los dientes y tomé un cuarto de tableta para poder dormir. Me acosté llorando, con el corazón agobiado y la cabeza llena de ideas incoherentes.
Algo sonaba, pero no podía ubicar la fuente del ruido. Se callaba y volvía a sonar. Por fin pude recobrar la conciencia lo suficiente para darme cuenta de que era mi celular. La pantalla brillaba con la notificación de varias llamadas perdidas. Me estaba sentando en la cama cuando empezó a sonar de nuevo. Respondí. Una voz cansada me respondió.
A mi mente medio dormida le costó entender lo que me estaba diciendo. Eran casi las 4 de la mañana. Había hielo en las calles. Una moto que iba a rápido, quizás a exceso de velocidad. Alguien que se había saltado una luz roja. Mi nombre como contacto de emergencia. Aún tenía signos vitales cuando llegó, luego varios ciclos de RCP. ¿Acaso podría yo presentarme en el hospital para los trámites o conocía algún familiar? Mi voz salió seca, monótona y sentí un sabor amargo en la boca, un nudo en la garganta y dolor, mucho dolor, en todo el cuerpo. Terminé la llamada.
Me deslicé por las almohadas y me acosté de lado. Sobre la mesita de noche tenía una de nuestras fotos, no había podido quitarla aún. Estábamos los dos en nuestras últimas vacaciones juntos, a principios de este año. Teníamos puestas bufandas a juego y sonreíamos a la cámara. Yo tenía la mano estirada mostrando el anillo de mi dedo anular y él me la sostenía. Cerré los ojos y me dejé llevar por el llanto.
0 notes
jaz-xedarix · 8 years ago
Text
**Hora del escrito romántico del día**
Sorry guys, this time I wrote something in Spanish, but I hope some of you can read it. It is not part of a serie or something, it’s just something that came suddenly <3 I hope you can enjoy it <3 
Nunca fui alguien popular, nadie que destacara. Quizás no soy gran cosa, la verdad. Nunca he tenido una piel linda como las otras chicas, ni ropa bonita y de marca, ni un cuerpo esbelto y perfecto. Pero él siempre me miraba desde una esquina. Sus ojos fieros y profundos me miraban como si viera mi interior. Era como un láser apuntándome todo el tiempo. Cuando finalmente escuché su voz, me sorprendí de que pudiera hablar. Era grave y melodiosa, con un ligero acento extraño en su voz. Siempre estaba solo. A veces parecía que miraba a la gente como mira un animal salvaje dentro de una jaula, como si odiara a todos a su alrededor, pero allí estaba, hablando conmigo. "¿Podrías prestarme tu lápiz?" Vaya charla. Le alargué mi lápiz, en silencio, él se giró cual si fuera un robot. Sin expresión, sin nada. Esa amplia espalda cubriendo por un momento mi campo visual. Decidió devolvérmelo a la hora de comer, cuando con media sonrisa sólo dijo "gracias". Yo me atreví a hacer algo que usualmente un cero a la izquierda no haría."Quieres almorzar conmigo?" También descubrí que sus pequeños ojos de mirada intensa podían abrirse de sorpresa. Reí internamente por esto y sonreí apenada, luego esa sonrisa se borró, porque su cara parecía... peligrosa... Agaché la cabeza "lo siento..." y salí de allí casi corriendo, sin darme cuenta que todos me miraban porque me atreví a hablarle a la persona más apartada del grupo. Ni siquiera yo que era la comidilla de esas gentes estaba tan alejada de todo como él. Le temían. Sin embargo una mano de hierro me detenía gentilmente del brazo cuando crucé la puerta. "Si" dijo con aquella voz grave. Desde ese día cada almuerzo comíamos juntos. Formamos un vínculo que a la fecha no se ha roto. Porque el me contó el secreto más profundo de su alma. Fue alguien a quien todos rechazaban por ser alguien callado y serio. Todos creían que él era una mala persona, que era alguien extraño porque hablaba raro y era zurdo. Porque siempre llevaba la ropa de forma impecable, que todo era orden en él.   Y fue en el momento en que tuvo necesidad de alguien que todo eso se quebró. Cuando con un "me prestas tu lápiz" se convirtió en una especie de "mírame por favor" Descubrí a una persona amable, más educada que la mayoría, y con un sentido muy estricto de la lealtad. Tenía una curiosa forma de ver las cosas, y un sentido del humor bastante peculiar. Noté que de algún modo buscaba agradarme, y seguía mirándome, supongo que pensaba que no lo notaba. Pero así se dio cuenta de la clase de dulces que me gustaban y que a veces me obsequiaba con una sonrisa. Se dio cuenta de mis pasatiempos y de pronto comenzó a hablar conmigo al respecto. "Yo no sé dibujar." "yo tampoco, pero supongo que me esfuerzo" "me gusta lo que haces"
Cada día ese rostro de yeso se fue suavizando, ante la atónita mirada de muchos. Y las miradas celosas de algunas personas... Descubrí que tenía una encantadora sonrisa. Y desde ese día, siempre ha caminado a mi lado, aprendiendo el uno del otro, disfrutando de cosas en común que fuimos construyendo con el tiempo. Ahora soy yo la que busco sus labios, sus ojos, el calor de su cuerpo. Porque cuando todos me ofrecieron cosas fugaces y me ilusionaron con promesas falsas, él solo estaba allí con los brazos abiertos, esperando paciente el momento en que abriera los ojos y me diera cuenta de lo que realmente valía. Una persona que nunca mintió, alguien que nunca escondió lo que sentía y que aprendió a controlar su mal carácter y sus defectos con tal de que esa persona, ese cero a la izquierda, se diera cuenta de que para una persona en todo el universo, una, ella era maravillosa y que todo su mundo giraba en torno a ella. Siempre diciéndole que era hermosa, siempre diciéndole que era grandiosa y que debía sonreír. Porque él no tuvo a nadie mas que a ella, que le dijera que era alguien bueno, fuerte, gentil y honorable. Y quería regresar lo que recibió.  Él se sentía solo, que nadie lo amaba, que no valía, pero ella le demostró que no era así. Tenían mucho más en común de lo que creían... porque ambos eran personas que no sabían lo maravillosas que en realidad eran. Hasta que ellos vieron el alma del otro. Uno sabiendo que era bueno. Y ella, sabiendo que no importa como la gente piensa que luce, lo importante siempre será el amor que irradia de su corazón. Y permanecimos dentro de esa luz, sonriendo al universo.
Tumblr media
1 note · View note
mikrokosmcs · 6 months ago
Text
Tumblr media
Neon  Blade  era  su  propio  palacio,  de  paredes  de  cristal  y  adornos  en  un  color  rojo  y  plantas  sintéticas  de  flor  de  cerezo.  Decorado  de  lo  que  alguna  vez  fue  una  cultura  oriental,  cada  sillón  era  de  un  color  rojo  chillón  y  las  luces  de  neón  le  daban  un  aire  misterioso  al  todo,  de  vez  en  cuando  hay  un  flash  blanco  que  ilumina  todo,  pero  vuelve  a  caer  en  la  oscuridad  para  conservar  el  anonimato  de  muchos  de  los  hombres  y  mujeres  ricos  de  la  Ciudad  Luminosa  que  frecuentaban  el  burdel.  Y  como  un  palacio,  requiere  de  un  monarca,  Noah  es  el  rey  de  ese  lugar.  Se  nota  en  como  la  multitud  se  aglomera  en  su  escenario,  en  como  quieren  tocarlo  y  casi  besan  el  suelo  por  donde  pasa,  seguramente  deseosos  de  tener  un  trozo  similar  a  lo  que  ellos  conocen  como  “el  ángel  de  alas  de  metal”  que  habitaba  en  la  Ciudad  Luminosa,  pero  a  diferencia  de  él,  no  era  una  prostituta  que  pudiesen  comprar.  Lu,  su  gran  león  albino  modificado  por  su  dueño,  Code  Red,  descansa  en  la  parte  más  trasera  del  escenario,  bostezando  aburrido,  pero  siempre  alerta  por  si  tiene  que  intervenir  si  un  borracho  o  alguien  indeseable  desea  acercarse  demasiado  a  él. La  música  suena  sensual,  su  cuerpo  carece  ahora  de  ropa  más  allá  de  unos  pequeños  short  de  cuero  blanco  que  dejaban  poco  a  la  imaginación,  cada  fisura  de  la  unión  entre  sus  prótesis  y  su  carne  real  está  iluminada  por  una  ligera  línea  aperlada  que  lo  caracterizaba  como  alguien  no  humano,  todos  los  pervertidos  de  aquel  lugar  deseaban  tocar  esas  zonas,  queriendo  deshumanizarlo  lo  más  posible  y  volverlo  objetivo  de  sus  deseos  depravados.  Sus  pupilas  son  de  un  rojo  cereza  potente  y  su  maquillaje  resaltaba  lo  blanco  de  su  piel,  mientras  con  un  movimiento  sensual  descendía  hasta  sus  rodillas  abriendo  las  piernas,  ofreciéndose,  muy  cerca  del  borde  del  escenario  para  dejar  que  uno  de  sus  clientes  colocase  algunos  billetes  en  su  short.  Noah  acaricia  sus  facciones,  como  dios  cuando  sanaba  a  los  leprosos  y  tocaba  a  sus  discípulos  y  alza  la  vista,  su  corazón  deteniéndose  en  su  pecho  cuando  reconoce  una  cara  y  unos  ojos  que  no  había  visto  en  muchísimos  años.  Es  como  ver  un  fantasma,  pero  Noah  es  un  artista  y  no  puede  permitirse  perder  la  cordura  ahora,  por  lo  que  planta  otra  sonrisa  en  su  faz  antes  de  gatear  al  siguiente  hombre  que  espera  por  su  turno  de  ponerle  las  manos  encima  y  regalarle  dinero. 
Tumblr media
Neon Blade no era, ni de lejos, uno de sus lugares favoritos, siendo una persona introvertida prefería por mucho quedarse en casa e ignorar el mundo a su alrededor. Lleva un tiempo así, específicamente desde que cierta persona desapareció de su vida y no solo perdió la alegría de su vida, sino que también su frágil corazón se hizo pesados tras comprender que Noah no volvería con él. En cuanto entra al lugar se ve abrumado por las luces y el aroma a todo tipo de drogas, pero sus ojos marrones se fijan de inmediato en cierta figura que baila sobre un escenario, una que podría reconocer en cualquier parte y que le produce un fuerte dolor en pecho y ganas de llorar.
3 notes · View notes