#lo que el viento se llevó
Explore tagged Tumblr posts
indirectassad · 10 months ago
Text
No invoque al demonio, si no sabe rezar.
972 notes · View notes
yoestuveaquiunavezfrases21 · 9 months ago
Text
1492- Ningún hombre conoce lo malo que es hasta que no ha tratado de esforzarse por ser bueno. Sólo podrás conocer la fuerza de un viento tratando de caminar contra él, no dejándote llevar.
37 notes · View notes
caostalgia · 8 months ago
Text
"Dios sea testigo de que los yanquis no van a poder conmigo. Voy a sobrevivir a esto, y cuando todo termine no volveré a pasar hambre otra vez. Ni yo ni ninguno de los míos, aunque tenga que robar o matar. ¡Dios sea testigo de que nunca más voy a pasar hambre!"
Lo que el viento se llevó; Margaret Mitchell.
13 notes · View notes
sophie-crowley · 1 month ago
Text
Tumblr media
Lo que el viento se llevó — Margaret Mitchell.
2 notes · View notes
andreacrayola · 4 months ago
Text
Tumblr media
I just love her
2 notes · View notes
phraseoscarsan · 8 months ago
Text
El amor puede ahogar a la razón, pero al final, ella siempre aprende a nadar. Y terminamos amando de una mejor manera o empezando a amar.
Tumblr media
3 notes · View notes
aperint · 2 years ago
Text
¿Sabías qué?
¿Sabías qué? #aperturaintelectual #sabiasqueaintelectual Lo que el viento se llevó
Lo que el viento se llevó La historia de la escritora, periodista y redactora estadounidense Margaret Mitchell no puede deslindarse de la publicación de su única obra literaria que intituló “Lo que el viento se llevó”, que más tarde se consagraría en la pantalla grande gracias a las actuaciones de Vivien Leigh y Clark Gable magistralmente dirigidos por Victor Fleming que los llevó a obtener 10…
Tumblr media
View On WordPress
1 note · View note
getintok · 21 days ago
Text
Tumblr media
0 notes
deepinsideyourbeing · 10 days ago
Text
Creep - Enzo Vogrincic
Tumblr media Tumblr media
+18! Dark/Non-Con. Stalker!Enzo. Age Gap, anal fingering, biting, (mentions of) blood, breeding kink, choking, creampie, dacrifilia, dirty talk, fingering, (muy fugaz) foot fetish, knife play, masturbation, sexo oral, sexo sin protección, subspace, uso no consensuado de somníferos. Aftercare. Español rioplatense.
12/11/2024
El jarrón cayó con la suavidad de una tragedia anunciada.
El estrépito de la cerámica quebrándose y el caos de los fragmentos dispersándose llenó la habitación, como un grito mudo, interrumpiendo el silencio de la noche. Las flores que contrastaban con el color oscuro de la madera llamaron tu atención –sólo por un microsegundo- mientras el eco del impacto aún resonaba entre las paredes.
Y  luego un silencio inquietante se instaló en la habitación, como si el aire mismo estuviera esperando, suspendido por el momento de tensión. Mientras intentabas regular tu respiración observaste tus manos vacías, todavía en la posición de sostener el jarrón, antes de dirigirle una mirada a Enzo. Un escalofrío te recorrió.
Corriste en dirección a la puerta, con las piernas débiles y la sensación de ser ingrávida, pero el aire repentinamente espeso y viscoso dificultaba tus movimientos. Por un segundo pensaste que estabas nadando en éter, esforzándote hasta el límite en cada brazada, divisando la línea de meta pero incapaz de poder alcanzarla.
Un sonido débil dejó tu garganta cuando sentiste sus dedos cerrándose sobre tu muñeca con precisión, justo como la mandíbula de una serpiente capturando una pequeña presa malherida, permitiéndole sentir el calor de su veneno y prolongando cada segundo de agonía hasta la muerte.
La fuerza de su agarre movió tu cuerpo como un látigo y tropezaste, pero antes de caer o poder recuperar el equilibrio su cuerpo te embistió contra la pared más cercana. Golpeaste el muro con un sonido seco y te quedaste inmóvil, aturdida, desorientada, intentando procesar la situación mientras tus ojos se llenaban de lágrimas. Su mano sobre tu boca parecía un veredicto y sentiste el sabor amargo de la desesperación en la lengua.
-No te voy a lastimar- juró Enzo, con una expresión de profundo dolor y lágrimas colmando sus ojos, antes de rozar tu brazo con un objeto frío-. No grites, por favor, no grites. Vos sabés que no te voy a hacer nada.
Te preguntaste –y no por primera vez- cómo terminaste en una situación así.
20/6, 23:47 h.
Enzo sólo quería fumar en silencio.
Cuando buscó refugio en el balcón te encontró sola, sumida en tus pensamientos, con una expresión que oscilaba entre el aburrimiento y la molestia. Desde un rincón observabas las luces de la ciudad, los autos, la avenida, estirándote sobre la fría barandilla de metal, ignorando su presencia hasta que borró esa distancia que los separaba.
Carraspeó y tu postura, que sugería hasta entonces una evidente desconexión con el entorno, se tornó rígida por un breve instante. Te mostraste sorprendida, como si no esperaras que alguien te acompañara allí, sobre todo por la temperatura y las esporádicas ráfagas de viento helado.
En un involuntario gesto de complicidad le sonreíste y él no pudo evitar devolverte la sonrisa.
-Mucho ruido, ¿no?- preguntó mientras señalaba las puertas cerradas.
-Y mucha gente.
Tu voz, más que hacer una observación, sonaba como un lamento.
Enzo notó que estabas temblando, rodeándote con tus brazos en un intento de protegerte del frío, pero esto no parecía ser razón para regresar a la fiesta. Se preguntó qué motivo te llevó a esconderte de la multitud, de la música, de las luces, el alcohol y las drogas -que parecían ser los principales atractivos de la velada-. Tomó un cigarrillo del paquete.
-¿Te molesta…?- preguntó mientras buscaba su encendedor. Luego de que negaras encendió el cigarrillo lentamente para permitir (consciente de que estabas mirándolo fijo) que la llama iluminara su rostro, todavía analizando la situación, pensando cómo proceder-. ¿Estabas aburrida?
-No- te encogiste de hombros. Indiferente-. Bueno, en realidad sí, es que no soy de venir a estos lugares.
-Yo tampoco.
 -¿Sos amigo de…?
Hizo una pausa para inhalar profundamente, saboreando el tabaco y también el tiempo que le otorgó esa simple acción, para luego exhalar y esperar que el humo se desvaneciera con el viento. Seguiste la espiral con la mirada, casi en trance, antes de volver a mirarlo.
-No, me invitaron unos compañeros de teatro… ¿La verdad? No sé ni quién vive acá.
Soltaste una pequeña risa tímida y volviste la vista hacia el horizonte.
-¿Sos actor?
-Entre otras cosas, sí.
-Siempre me pareció interesante el teatro- dijiste repentinamente. Cuando ocupó el lugar a tu lado, imitándote e inclinándose sobre la barandilla, lo miraste de reojo y no hiciste un esfuerzo por poner distancia con él. Continuaste:- Nunca intenté.
-¿Por qué?
-Me da vergüenza.
-Es una buena manera de sacarse la vergüenza- susurró-. No tenés otra opción.
Arrugaste la nariz y el gesto le pareció extremadamente tierno.
Enzo intentó fingir que la serenidad del balcón y el suave resplandor de la luna llamaban su atención más que la manera en que jugabas con tus manos, cómoda pero sin desprenderte de esa timidez que parecía caracterizarte; permitió que el silencio ocupara el espacio entre sus cuerpos, temeroso de abrumarte con más palabras de las necesarias, pero consciente de que aún podían hallar una conexión en el tiempo compartido en quietud.
Minutos más tarde apagó el cigarrillo en el metal y juntos contemplaron la espiral de humo extinguiéndose. No intentó tirar la colilla por el balcón, convencido de que ese sería un gesto que le reprocharías o desaprobarías, y también fingió que no buscaba una maceta para deshacerse de los vestigios de su adicción.
-Bueno- suspiró sonoramente para que lo oyeras, como si la despedida le pesara horrores, extendiendo una mano en tu dirección-. Fue un gusto.
Dudaste sólo un segundo antes de sonreír y estrechar su mano. El contraste entre su temperatura corporal y la tuya, producto de tu tiempo en el balcón, le pareció divino. Tentador.
Una provocación.
-Igualmente.
No preguntaste su nombre, no lo seguiste con la mirada mientras dejaba el reducido espacio que compartieron, sólo volteaste para seguir con tu meditación. Eso no impidió que notara cómo tu cuerpo permanecía en ese ángulo que habías adoptado mientras hablaban. Dejó el balcón, la fiesta y los desconocidos en ella, sin detenerse.
Bajó once pisos por las escaleras, estrechas y oscuras, esforzándose por respirar y reprochándose por ser incapaz de dejar el horrible hábito de fumar. Cuando lo recibió el exterior, mucho más frío e imposiblemente más oscuro que cuando llegó, no le pareció que esperar en esas condiciones fuera un sacrificio y –justo como tenía planeado- cruzó para poder esconderse del otro lado de la calle.
Oculto en la penumbra de un callejón se recostó contra una pared y se llevó ambas manos hacia el rostro. Sonreía como un maniático y sentía su sangre corriendo fervientemente, pulsando en sus muñecas y en su cuello, llenando su erección hasta que su ropa en tensión le generó dolor.
Llevaba semanas esperando para poder hablarte. Años. Toda una vida.
Consideró reprimir el deseo y la necesidad, ignorar el dolor, pero ya no podía seguir esperando: liberó su miembro, completamente erecto y goteando, sin importarle el frío o la posibilidad de ser visto. Unos escasos y vergonzosos minutos más tarde tuvo que morder con fuerza su bufanda para no gemir cuando salpicó sus botas, su ropa y su mano.
Esperó en el mismo lugar hasta verte salir.
22/10, 18:45 h.
La tarde se terminaba, entre sombras largas y los tonos naranjas en el cielo, cuando Enzo escuchó tu puerta. Observó por la mirilla la forma en que caminabas, con ritmo ligero y una expresión de emoción, con tus tacones resonando por el corredor. Repasó de memoria todas las fechas de tu calendario, todos los eventos importantes y cumpleaños, sin comprender hacia dónde te dirigías.
Siempre hablabas con él sobre tus actividades. Sobre todo. Siempre. ¿Por qué ese día no?
Pensó en la manera en que la blusa de seda brillaba bajo los últimos rayos del sol, el movimiento del pantalón de lino que resaltaba la curva de tu cadera, las uñas de tus pies pintadas con tu color favorito, tu cabello perfectamente peinado y el sutil maquillaje. Pensar en la probabilidad de que estuvieras camino a una cita lo molestó, incluso sabiendo que no tenía derecho alguno, porque… ¿Y si tu cita era con alguien peligroso?
La falta de información en tus redes sociales lo escandalizó todavía más y cuando chequeó –con ese perfil que creó específicamente para seguir a tus conocidos más cercanos- los perfiles de tus amigas, justo como temía, no había en ellos nada que considerara útil. Intentó concentrarse en su lectura, sus ojos viajando por las páginas del libro que sostenía cuando escuchó tu puerta, pero no podía evitar tomar su teléfono cada cinco minutos y refrescar tu perfil.
Observó fijamente la ventana durante un muy largo rato, mientras los últimos vestigios de la tarde se desvanecían, experimentando la sensación de un algo que lo invadía lentamente. Enzo no podía precisar qué le molestaba más: ¿era el hecho de que no compartiste con él ningún detalle sobre la velada o la posibilidad de que fueras a regresar acompañada y tener que presenciarlo?
“¿Y si no volvías?” pensó repentinamente. Conociéndote, era poco probable, porque no saldrías con un desconocido y permitirías que te lleve a su casa en la primera cita, ¿no? ¿No…? Fue en ese instante –con la misma pregunta parpadeando, con luces de neón, en cada recoveco de su mente- que decidió, sin pensar, que tenía que hacer lo necesario para saber en dónde y en compañía de quién estabas. Quería estar seguro de que no corrías peligro.
Lo necesitaba.
No tenía un plan concreto, sólo sabía que necesitaba entrar en tu casa, hacerse con tu computadora o con esa libreta que vio en tu habitación cuando lo invitaste hace unas semanas. Recordaba todas las notas, algunas con letra desastrosa y otras más cuidadas, que encontró allí: tus compromisos, las fechas en que te reunirías con amigos, citas médicas. Todo.
Mantuvo una mano sobre su pecho mientras regaba las plantas del corredor, intentando calmar sus pulsaciones, repitiéndose como un mantra que era imposible que los vecinos sospecharan que tenía dobles intenciones mientras regaba las plantas en tu entrada. Estaban mucho mejor, sobre todo por sus cuidados secretos, pero aún así quería felicitarte por tu trabajo.
Tomó de su bolsillo la copia de tu llave (que tomó del escritorio del encargo sólo por precaución) antes de voltear una última vez y corroborar que nadie estuviera vigilando. En un rápido y ágil movimiento, mientras contenía la respiración, se coló en el interior de tu hogar y cerró la puerta con cuidado.
Escuchaba el latir de su corazón en sus oídos, irritante, molesto, opacando el resto de los sonidos: esperaba oír una alarma, una respiración, lo que fuera. Nada. Dejó salir todo el aire en sus pulmones antes de inspirar profundamente.
El espacio estaba plagado con tu esencia, un pequeño detalle que no contempló lo suficiente la primera vez que lo invitaste, ya que estaba muy concentrado en vos y en todo lo que hacías para él. Por él. La libertad lo consumió como un fuego, voraz e incontenible, cuando entendió que podía hacer lo que deseara.
Recorrió lentamente la sala de estar y deslizó sus dedos sobre el terciopelo del sofá, inspeccionó todos los libros sobre la reluciente mesa de cristal y los de tu estantería, jugó con ese extraño colgante musical que tenías en el ventanal que llevaba a tu balcón. Se maravilló con esos infinitos detalles que no había notado, como el cuenco de cerámica con accesorios.
Tomó un objeto extraño, de seda, impregnado con el aroma de tu cabello.
En la mesa de la cocina se encontró con fotografías tuyas, de tus amigas, de tu familia, de personas que no conocía, pero también recibos de diversas tiendas con múltiples anotaciones incomprensibles en una letra que no era la tuya. Tomó sólo uno, ya que los globos seguramente eran insignificantes y pasaría desapercibido, preguntándose si realmente le serviría.
Se dirigió hacia tu habitación. Estaba nervioso.
Tu cama estaba tendida pero con un enorme caos, imposible de ignorar, sobre el edredón. Enzo tomó el dobladillo de una camisa entre sus dedos y se permitió sentir la suavidad del material antes de llevarse la prenda hacia el rostro para poder sentir el aroma de tu perfume, el de la crema corporal que te gustaba, el suavizante de telas que utilizabas en tu ropa. Suspiró.
Entre blusas, faldas y pantalones, divisó un conjunto de lencería rojo. Intentó ignorarlo.
Tomó una de tus almohadas y estaba por enterrar su rostro en ella cuando un sonido seco llamó su atención. Un objeto rodó sobre la alfombra y en su desesperación lo tomó, ignorando durante unos pocos segundos que era un pequeño vibrador, con la intención de devolverlo a su lugar. No podía darse el lujo de…
Se detuvo en cuanto comprendió de qué se trataba y tuvo que esforzarse, con el objeto aún en su palma, para no deshacerse de su ropa en ese mismo instante. Masajeó su creciente erección por sobre sus prendas, irritado por no poder liberarse, recordándose el único objetivo de su visita.
Examinó el contenido de tu mesita de noche. Allí estaba la libreta.
La abrió rápidamente y comenzó a hojear las páginas: recibos, notas sin mucha importancia, alguna lista de cosas que tenías pendientes y luego, entre las últimas páginas desnudas, algo que lo sorprendió: era el pétalo de una flor. Él lo reconocía a la perfección, ya que era una de las flores en sus macetas, pero… ¿En qué momento lo tomaste? ¿Por qué lo conservabas? La inesperada y grata sorpresa hizo palpitar su miembro.
No. No podía.
Sonriente, devolvió el pétalo a su lugar entre las páginas, pero su expresión cambió en cuanto escuchó el sonido de las llaves y la puerta de entrada. Presa del pánico, miró su reloj y se preguntó en qué momento había pasado más de una hora; regresó la libreta y pensó, desesperadamente y con el cuerpo en llamas, dónde esconderse.
El único lugar –un tanto estrecho y sofocante, comprobó- era bajo tu cama.
Se arrojó contra la pared y esperó mientras cubría su boca con ambas manos. Empezó a rezar. La posición era incómoda y él respiraba con dificultad, reprochándose mentalmente por perder la noción del tiempo, por dejarse llevar, por estar tan obsesionado y por ser incapaz de calmarse. Respiró. Escuchó. Esperó. Respiró nuevamente.
Enzo no necesitaba ver tu rostro para saber que estabas molesta. El sonido de tus pasos y tus resoplidos, junto con la fuerza y la violencia empleada para deshacerte de tus zapatos en la penumbra del corredor, era suficiente. No esperaba que los lanzaras como un misil en su dirección y que estuvieras a punto de golpear su rostro.
Cerró los ojos y sólo volvió a abrirlos cuando escuchó el agua de la ducha. Empujó el zapato lejos, para que no estuviera bajo la cama y mucho menos cerca de su persona, porque lo último que necesitaba era que lo encontraras a él mientras buscabas otra cosa.
Esperó unos minutos, sólo para estar seguro, antes de reunir fuerzas y tomar impulso para salir de su escondite. Movió su cuerpo con cuidado, evitando quejarse o hacer cualquier sonido que lo delatara, pero en el intento de reincorporarse el espacio estrecho y la fuerza de sus movimientos terminaron jugándole en contra.
Un dolor punzante lo desorientó y se mordió la lengua para no gritar.
Fue incapaz de reprimir un gruñido y sólo pudo pensar en morder su mano para guardar silencio. No estaba seguro de si la razón de sus ojos nublados era el pánico, las lágrimas o el golpe, pero no podía permitirse ser descubierto sólo por no saber controlarse en una situación de estrés. Tenía que recomponerse y huir antes de…
El cuarto se oscureció todavía más. Enzo juró que la temperatura de la habitación cambió. Podía sentir que todo giraba y se preguntó cómo era posible. Sólo era una golpe en la ceja, ¿no? Era ilógico que fuera más grave que el pequeño corte sangrante. No podía ser algo muy serio.
Colocó sus pálidas y temblorosas manos sobre la alfombra y logró concentrarse por un breve instante. Aún tenía la vista borrosa, pero sus oídos captaron el silencio, absoluto y escalofriante. Respiró hondo, luchando para no perder la cordura, cuando escuchó tus pasos; en un principio pensó que era el eco de sus latidos, pero luego comprendió que regresabas a tu habitación.
Hacia él.
Enzo, paralizado, comprendió que ya no tenía tiempo. Sólo restaba esperar.
Te llevó unos minutos ordenar el desastre que habías dejado antes de marcharte y mientras lo hacías te escuchó maldecir múltiples veces. Sospechaba que algo había salido mal durante tu cita, que el hombre en cuestión no cumplía con tus expectativas, pero no podía negar que en lugar de sentir lástima sentía alivio. Sabía que sólo él podía darte todo lo que merecías.
Sólo tenía que esperar. Y tenía tiempo de sobra para hacerlo.
Cuando por fin te arrojaste sobre el colchón te escuchó moviéndote en busca de una posición más cómoda. Suspiraste incontables veces mientras lo hacías. Luego el sonido de tu teléfono, irritante para su condición actual, llegó a sus oídos junto con tu risa. Imaginó cómo te veías, imaginó que mordías tu labio mientras reías, imaginó que reías pensando en algún recuerdo divertido sobre su persona.
Con extremo cuidado, procurando que sus movimientos resultaran menos torpes de lo que sospechaba, desbloqueó su teléfono. Era difícil leer y comprender los números en la pantalla. ¿Cuánto tiempo llevaba en tu casa? ¿Cuánto tiempo llevaba bajo tu cama? Llevó sus dedos hacia su ceja y descubrió la zona hinchada, sangrando, sensible.
Esperó oír tu respiración ralentizarse mientras él mismo batallaba contra el sueño, más que probablemente producto del golpe, esforzándose para no dejarse ir… Y en su lugar escuchó un suspiro, agudo y prolongado, seguido por el sonido de tu ropa y las sábanas.
No, pensó horrorizado, no me hagas esto. Oculto bajo tu cama, con una erección que se negaba a desaparecer desde que encontró tu vibrador, comprendió que estabas más que dispuesta a empeorar su estado. Era imposible que hicieras esto sólo porque sí. Intentabas provocarlo.
Y él siempre fue débil.
Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y capturó el encaje rojo entre sus dedos, pensando en qué tan terrible sería masturbarse bajo tu cama, manchar esa delicada prenda que te había robado, impulsado únicamente por el sonido de tu voz y tu evidente humedad, imaginando cómo te verías bajo su cuerpo y bajo su control.
Bajó la cremallera de su pantalón y liberó su miembro, desesperadamente duro y mojado con la absurda cantidad de líquido brotando de su punta, de los confines de su ropa interior. Sostuvo la prenda robada entre sus dientes para silenciar hasta el mínimo suspiro, gemido o jadeo, pero sólo porque quería escucharte sin interrupción alguna. Tus gemidos en aumento eran una bendición para sus oídos. No podía detener sus caricias.
-Enzo…
Frenó en seco. Cerró los ojos.
El orgasmo lo golpeó y se cubrió la boca, luego de retirar tu ropa interior, para silenciar sus sollozos y su respiración temblorosa. Llevó la prenda hacia su miembro y su liberación manchó el rojo hasta oscurecer por completo el encaje; continuó moviendo su mano, jugando con su erección cada vez más débil, hasta que la sobre estimulación lo obligó a detenerse. Sonrió.
Pensabas en él.
27/06/2024, 08:39 h.
“Es el fin del mundo” es lo primero que viene a tu mente cuando despertás. El retumbar constante de la tormenta, el repiqueteo de las gotas sobre las ventanas y el viento aullando en cada ráfaga te hacen sentirte inquieta, pero aún así cerrás los ojos con la esperanza de poder dormir nuevamente. No sucede.
Cambiás de posición varias veces antes de llegar a la conclusión de que es en vano, sobre todo porque esa sensación de estar olvidando algo persiste, y es así como terminás sentada sobre el colchón mientras estudiás tu nueva habitación. Todo está donde debe estar, exceptuando las cosas que permanecen en sus cajas, rogándote que termines de desempacar de una vez.
Las luces apagadas no te permiten ver todos los detalles de este nuevo lugar, un espacio que todavía no sentís como propio y (para tu horror) mucho menos como un hogar, pero reconocés todos los objetos que llegaron con vos. Los cuadros sobre la cómoda, la lámpara, ese móvil que colocaste en tu ventana aunque la ubicación no te convence, los libros y…
Las plantas.
Saltás de la cama, deslizándote con rápidez –y tropezando con las varias cajas desperdigadas por la sala en el proceso- hacia la puerta principal. El sonido de la tormenta es ensordecedor y cuando cruzás el umbral el exterior te recibe con gotas de lluvia salpicando tu rostro y el viento, gritando con violencia, colándose entre tus prendas hasta hacerte temblar.
La primera maceta está volcada y las hojas de una suculenta, que ya parecía estar en sus últimos minutos de vida la noche previa, regadas por el suelo de la galería. Rescatás la improvisada maceta con ramas de un jazmín, cortesía de una vecina de la primera planta, y la abrazás fuertemente mientras te estirás para tomar el cactus. Tenía una flor hace unas horas.
Tenía.
La puerta cerrándose de un golpe hace que te sobresaltes y una espina traicionera se hunde en tu piel. El dolor te roba un grito y las macetas en tus manos caen en cámara lenta; el recipiente con el jazmín (que podría haber sido en un futuro, en una realidad paralela, pero ya no será) cae en el suelo con un ruido sordo y el agua del mismo salpica tu pijama, mientras que el cactus impacta escandalosamente en las cerámicas.
Los restos de la maceta viajan como estrellas fugaces.
Intentás ignorar el elefante en la habitación. Imposible. Pensás en cómo se supone que vas a comunicarte con el encargado del edificio mientras contemplás el desastre: estás en pijama, sin sostén, despeinada, descalzada, no podés dirigirte hacia el vestíbulo en estas condiciones, pero considerando que tu teléfono todavía está en tu habitación… ¿Qué otra opción tenés?
Un sonido y el movimiento de la puerta contigua llaman tu atención. Es…
El vecino, hasta ahora desconocido, te observa desde su puerta con una expresión de confusión. Probablemente escuchó el escándalo y salió en busca de una explicación, seguro no esperaba ver a la vecina recién mudada encerrada fuera de su hogar, empapada y sucia con tierra, presionando con fuerza una herida superficial en su dedo.
“Tragame, tierra” se repite en tu mente.
-¿Todo bien?- pregunta sólo para romper el hielo. Mientras recorre la distancia que separa su puerta de la tuya, cubriéndose el rostro para no mojarse, no podés evitar fijarte en cómo el viento mueve su cabello mientras la lluvia salpica su camiseta.
Intentás explicar, entre balbuceos producto de la conmoción del momento, el problema de las plantas y la puerta. Escucha con atención, su cabello y su ropa mojándose cada vez más, pero permanece en calma. Inamovible. Sereno. Lucía igual cuando lo conociste en ese otro balcón.
¿Es esta la manera en que están destinados a encontrarse?
-Te ayudo- dice con expresión amable-. Puedo ir a hablar con el encargado y ver si tiene una copia de la llave, ¿querés?
Una mezcla de pánico y vergüenza te recorre mientras jugás con el dobladillo de tu camisa, cada vez más húmeda y próximamente traslúcida, pero sabés que no tenés muchas más opciones y… No lo conocés, no te conoce, sólo hablaron cinco minutos, pero quiere ayudarte. Seguramente poco le importa tu estado y estás segura de que el resto de los vecinos también lo ignoraría.
-Te lo agradecería mucho- respondés con un suspiro-. Mi teléfono está en mi cuarto y no sé qué hacer.
-No hay problema- señala su puerta-. ¿Te parece si…? Y podemos llamar.
La intensidad en sus ojos oscuros te hace desviar la mirada.
Tus ojos recorren las macetas restantes hasta que encontrás una ilesa. En el rincón más lejano, protegida por el techo, está esa planta cuyo nombre desconocés pero que tiene hojas que te fascinan: un verde oscuro en el borde, con el centro más claro y un patrón llamativo. La sostenés con firmeza contra tu pecho mientras seguís a Enzo.
Caminan por el pasillo en silencio y cuando entran en su hogar notás que deja la puerta entreabierta unos pocos centímetros. No estás segura de qué motivos tiene para hacerlo, si pretende hacerte sentir menos vulnerable o si es que con suerte no tardarán lo suficiente, pero aún así agradecés el gesto. Te señala el sofá y desaparece.
Tu ropa mojada te hace dudar y permanecés de pie. Esperás no arruinar la duela.
-Sentate- insiste cuando regresa-. No pasa nada.
-Nunca nos presentamos.
Levanta la mirada de la pantalla de su teléfono.
-¿Qué…?
-Nunca nos presentamos- extendés tu mano, susurrando tu nombre, temblando por el frío y por los nervios-. ¿Vos sos…?
El calor de su mano es reconfortante. Su sonrisa también.
-Enzo.
-Gracias, Enzo.
-No, por favor- contesta con una mueca de vergüenza mientras intenta ocultar una sonrisa. Segundos más tarde, todavía mirándote a los ojos y con el teléfono contra la oreja, frunce el ceño-. Qué raro. No contesta.
-¿Estará dormido?
-Le mando un mensaje- decide-. Lo verá cuando se levante, no sé, es raro que…
El resto de la oración muere en sus labios mientras su mirada te recorre. Reafirmás el agarre en la maceta, más nerviosa que antes y sin saber exactamente cómo sentirte, pero no pronunciás palabra alguna hasta que lo ves separar los labios nuevamente.
-¿Qué?
-Estás toda mojada.
Suspirás, entre resignada y derrotada, ignorando el escalofrío que te recorre.
-No importa- mirás tus pies-. Seguro que en unos minutos ya…
-Te podés resfriar- insiste-. ¿Te parece si te presto ropa? Sé que puede ser raro porque no nos conocemos, pero…
Esperás que el calor quemando tu rostro no sea obvio.
-Está bien.
Vuelve a desaparecer. El silencio en la habitación es palpable.
Observás desde tu lugar las fotografías en la pared, los incontables vinilos, el proyector, las plantas bien cuidadas, la caja de cigarrillos a medio terminar esperando sobre la mesita de cristal. El cuaderno con un extraño patrón de colores y los lápices de colores te resultan llamativos. No estás segura de querer preguntar. No querés invadirlo todavía más.
Enzo no parece poseer muchas pertenencias triviales y todo en su hogar parece tener una ubicación exacta, un propósito, una razón lógica. Lo único que parece fuera de lugar, pensás luego de un rato de contemplar el espacio, sos vos. Sos una extraña en la casa de un extraño. Un extraño muy amable, muy comprensivo, muy…
-Esto seguro te va a quedar bien… Y es re cómodo- sonríe, como si intentara convencerte para que no vuelvas a negarte, antes de entregarte la ropa-. Y acá tenés un par de medias para que no te me mueras de hipotermia- señala el corredor-. ¿Te ofrezco un té? ¿Café? ¿Agua?
Te mordés el labio.
-No, gracias, no es necesario. Ya hiciste mucho por mí.
Finge indignación y sólo borra la expresión de su rostro luego de oírte reír.
El baño es justo como esperabas, porque parece que todas las unidades de este edificio son iguales, pero tiene pequeños detalles que delatan quién es el dueño. Aún no lo conocés, claro, pero te parece que tiene todo el sentido que  Enzo tenga un jazmín junto a su perfume. También hallás una colonia y loción, de la misma marca, cuando examinás el estante del espejo.
Mientras te vestís, permitiéndote sentir el algodón bajo tus yemas, notás en la ducha el shampoo y el acondicionador. Era obvio, te decís, porque es imposible que una persona tenga el cabello así de majestuoso sin el cuidado básico –ese que la mayoría de los hombres no sabe ejercer-.
Doblás cuidadosamente tu pijama mientras pensás en si utilizará algo más o si sólo es genética.
Cuando volvés a la sala Enzo te ofrece una taza de té.
-Perdón- susurra. Es obvio que no está en lo absoluto arrepentido-. No quiero que te enfermes.
-Gracias, Enzo, de verdad- aceptás la taza y te sentás junto a él-. Sos un ángel.
La tormenta, cada vez más intensa, opaca el sonido de su risa cuando sorbe de su propia taza. Permanecen en silencio durante unos minutos en los que jugás con el asa de la taza caliente en tus manos, preguntándote cuándo comenzará a sentirse cansado de tu presencia y cuánto tiempo le llevará decidir que tenés que marcharte, sin importar que tengas que esperar en la lluvia.
Su voz grave te saca de tus cavilaciones.
-¿Hace cuánto te mudaste?
-¿Dos semanas? ¿Tres…?- intentás recordar la fecha-. Dejémoslo en tres.
Gira sobre el sofá – su brazo izquierdo descansa sobre el respaldo, estirado en tu dirección, y por un breve instante te perdés en las venas que resaltan en su piel bronceada- para poder verte de frente. No oculta su curiosidad y te sorprende la fugacidad con la que sus ojos, magnéticos y llenos de un algo que te genera intriga, dejaron de hacerte sentir incómoda.
Lo imitás y sonríe.
-¿Cómo es que no te había cruzado antes de…?
-Raro, ¿no?
-¿Te gusta el té?- pregunta luego de verte probar la bebida.
-Sí, es rico, ¿qué tiene?
Con los dedos, enumera:
-Canela, cardamomo, jengibre y… más cosas con nombres complejos que no recuerdo- confiesa-. Es la primera vez que lo pruebo.
-Y yo arruinándote la experiencia.
-Nada que ver.
-Seguro estabas dormido y te desperté con el quilombo que armé.
-Estaba despierto- insiste-. Imposible dormir con semejante tormenta, ¿no…?
-Y…
Suelta una carcajada estrepitosa cuando comprende el significado de tu expresión. Hacés un esfuerzo por no mirar fijamente, hipnotizada por la manera en que sus ojos se cierran cuando ríe, pero de todas formas terminás siguiendo con la mirada la línea fuerte de su mandíbula, el movimiento de su cabello y la tensión en su cuello.
-Perdón.
-No, está bien, me lo merezco- le concedés-. Fue estúpido de mi parte.
-¿Te gustan mucho las plantas? Porque para salir a buscarlas con esta lluvia…
-Las odio- contestás rápidamente, recordando el dolor provocado por la espina del cactus, y ante su confusión agregás:- Quería intentar.
-Te puedo enseñar- ofrece en voz baja-. Es bastante fácil.
-Ya maté un cactus, Enzo.
-Vamos lento, ¿sí?- propone mientras contiene la risa. Deja la taza sobre la mesa y señala la planta que trajiste-. ¿Esta que tenés acá? Es de interior. Cero sol, ¿está…? ¿Tenés mascotas?
-No, ¿por?
-Es tóxica.
-Oh.
-Y purifica el aire.
-¿Cómo puede ser?- preguntas con la voz teñida de escepticismo.
4/11/2024, 20:11 h.
El golpe en tu puerta te hace resoplar.
Tuviste un día horrible y lo último que necesitás son visitas inesperadas. Te dirigís hacia la entrada con pasos pesados, sin molestarte en cambiar tu expresión mientras tomás las llaves, pero ver a la persona en el corredor es suficiente para que tus músculos se relajen. Le sonreís.
-¿Molesto?- pregunta Enzo, con una sonrisa que intenta ocultar, dejándose caer contra la barandilla y cruzándose de brazos-. ¿Mal día?
-Sí… No- te corregís cuando recordás su primera pregunta-. Tuve un mal día, sí. No molestás.
Su rostro comprensivo y su evidente preocupación hacen que tu corazón palpite con fuerza.
Desde que lo conociste Enzo muestra un genuino interés por tu bienestar. No tenés idea de cómo, por qué o en qué momento exacto sucedió, pero desarrollaron una amistad que parece destinada a ser. Siempre te preguntás si la conexión entre ambos comenzó a gestarse el día de la fiesta, durante la tormenta o cuando comenzó a dejarte notas sobre el cuidado de tus plantas.
Enzo es una buena persona y un excelente amigo, siempre te lo repetís, sobre todo cuando intentás ser mejor con él de lo que es con vos. Intentaste retribuir los consejos sobre plantas con café de especialidad, consciente de lo mucho que le gusta esta bebida, pero entonces te ayudó desinteresadamente con la instalación de unas lámparas y te sentiste en deuda nuevamente.
“No, de verdad, no es nada” insiste cada vez que le agradecés por otro inmenso favor. Luego finge molestarse cuando dejás un pequeño presente en su puerta, en sus manos, oculto entre sus plantas, esperando en su buzón en la planta baja… Y de alguna forma vuelve a superarte: invitaciones a museos o para obras de teatro (jamás en las que actúa él), este libro que extrañamente le recordó una conversación que tuvieron, esta canción, esta película.
Enzo es especial. Y es imposible no enamorarse de alguien como él.
Puede que comenzaras a verlo bajo una luz diferente luego de esa primera obra de teatro, cuando caminaban en busca de un bar, escuchándolo hablar sobre lo que lo llevó a refugiarse en la actuación y la comodidad que sentía en el escenario. Quizás ocurrió cuando recordó, tiempo después de la conversación en cuestión, ese gramo de información que le regalaste.
¿Qué fue lo que dijo? ¿”Obvio que lo recuerdo”? Y cuando vio tu expresión estupefacta, incrédula, desconcertada, se esforzó para convencerte de que nadie en el mundo podría olvidar nada de lo que dijeras. Nadie que merezca escucharte dijo mientras te servía más té, cambiando el tema de conversación cuando comprendió que estabas ligeramente abrumada, cuidándote como siempre.
-Sentite con completa libertad de rechazarme- comienza con cautela-, pero…
-¿Sí…?
La anticipación hace que descanses todo tu peso sobre las puntas de tus pies. Es un extraño reflejo del que sólo tomaste consciencia luego de conocerlo y no estás segura de si se originó a causa de su persona o si sólo se volvió más recurrente, más común, más evidente. Siempre tenés que corregir tu postura para no tropezar y caer sobre su pecho.
Te sentís como un girasol persiguiendo el sol.
-¿Noche de películas?- pregunta con expresión de ilusión, sus cejas arqueadas en ese particular ángulo y sus dientes capturando su labio inferior. Ante tu silencio agrega:- Mis amigos me cancelaron a último momento y yo ya tenía todo listo. Se me ocurrió que, no sé, si no es incómodo para vos, podríamos… Y no es que seas mi segunda opción, pero…
-Está bien.
La sorpresa transforma su rostro. Te resultaría ofensivo de no ser porque se ve tierno.
-No esperabas que dijera que sí, ¿no?- soltás una risa-. ¿Tan antisocial te parezco?
-No, para nada, pero…- se encoge de hombros-. Pensé que era muy atrevido de mi parte.
-Nada que ver.
-Bueno, entonces…
-¿Llevo algo?
-No, nada, está todo. En serio- te señala con una expresión seria-. ¿Pizza para cenar te parece bien?
-Perfecto.
-Buenísimo. Era el menú original- comenta con tono divertido-. ¿Te espero o…?
-Dame cinco minutos, ¿sí? Termino con algo acá y voy.
-Dale.
Utilizás los cinco minutos para respirar y mentalizarte. No querés hacer el ridículo.
Cuando cruzás el corredor, temblando con anticipación, te encontrás con su puerta abierta. El lugar parece sumido en el silencio y la quietud, sólo interrumpida por tus pasos sobre la duela, es tangible. Cerrás la puerta y sólo entonces te percatás de su figura cerca del sofá.
-¿Todo bien?- preguntás luego de quitarte los zapatos y dejarlos en la entrada.
Justo como le gusta.
-Sí, se me cayó un… ¡No, cuidado!
Es tarde. El punzante dolor en tu pie te hace gritar y terminás cayendo de espaldas sobre el sofá. Enzo se arroja sobre vos para inspeccionar tu herida: la cercanía con él no es incómoda pero sí es extraña, con su figura cubriéndote y el cabello suelto arrojando una sombra sobre su rostro. Se ve intimidante, pensás, aunque la herida ardiente no te deja pensar mucho tiempo en eso.
-Perdón, no…
-Sh, sh, sh- ordena-. Está bien. Dejame ver.
-Me duele.
-Quedate sentada. Ya vengo.
Mientras esperás su regreso observás el desastre: era un jarrón, sin lugar a dudas, porque con los restos del mismo hay flores y agua por todo el lugar. Enzo regresa, ocupa el extremo opuesto del sofá y lentamente, con todo el cuidado del mundo, toma tu pierna y la coloca sobre su regazo para examinar tu pie.
-¿Por qué siempre estás descalza?- pregunta, entre molesto y frustrado, inspeccionando la profundidad de la herida. Sin mediar palabra retira el cristal y gemís de dolor. Da un apretón a tu tobillo-. Qué costumbre horrible.
-Vos no sos muy diferente, Enzo.
-No, tenés razón- admite con una pequeña risa-. Te va a arder.
Antes de poder procesar sus palabras sentís el líquido frío corriendo por tu piel y el insufrible ardor de la herida. Sujetás su brazo con fuerza, clavando tus uñas en la prenda de algodón que lleva –la misma que te prestó el día de la tormenta-, intentando reprimir tus quejidos y el llanto. Masajea tu tobillo para consolarte.
-Ya está, ya está- susurra. Sus cálidos dedos descansan sobre tu pierna-. Te voy a vendar.
-¿Hace falta?
-Sí.
La delicadeza de sus manos es imposible de ignorar. Está más que concentrado, con los labios apretados y el ceño fruncido, el cabello le cae sobre el rostro y tenés que luchar con todas tus fuerzas contra el deseo de estirarte y acomodar esos mechones rebeldes. Todavía sujetás su brazo –sentís sus músculos cada vez que se mueve- con fuerza y eso no parece importarle.
-¿Qué película vamos a ver?
-La que quieras.
-No sé- arrugás la nariz-. ¿Qué tenías en mente vos?
-No sé, ¿terror?- propone. Levantás la pierna para permitirle ponerse de pie-. Quieta, ¿sí? Junto esto y…
Te dirige una única mirada de advertencia antes de ponerse en cuclillas para limpiar el desastre, ignorando que el movimiento provoca que su camiseta se levante y revele una franja de su espalda, donde una larga y sin lugar a dudas profunda cicatriz recorre su piel.
-¿Cómo te hiciste esa cicatriz?
-Ah, ¿no te conté? Fue con uno de los taburetes que…
-La de la ceja no- lo interrumpís-. En la espalda.
Cuando voltea percibís en su semblante una oscuridad que jamás habías visto en él. Está molesto, terriblemente molesto, la mandíbula tensa mientras captura el interior de su mejilla con sus dientes. Te reincorporás, preparada para disculparte, cuando contesta:
-Un accidente cuando era chico.
-Perdón, no quería incomodarte, es que…
-Sí, ya sé, es fea.
-¡No! No es eso- negás-. Pregunté porque parece muy profunda y… ¿Dolió mucho?
-Muchísimo.
-¿Cuántos años tenías?
-¿Siete? ¿Ocho? No estoy seguro.
Por su expresión, la edad en que haya sucedido –aunque sospechás que fue algo grave- le resulta insignificante, pero cuando desaparece en dirección a la cocina sin ofrecer más explicaciones sabés que es su forma de dar por finalizada la conversación.
Esperás en tu lugar mientras el remordimiento y la vergüenza por tu falta de tacto hacen un hueco en tu pecho. Su voz te saca de tus cavilaciones. Deja sobre la mesa varios snacks.
-¿Ya decidiste?
-No. Elegí vos- le sonreís y bajás la pierna del sofá para permitirle sentarse-. Seguro tenés mejor gusto que yo.
El silencio, incómodo y tenso, impide que te muevas y hables. Enzo hojea las diversas opciones disponibles en diferentes plataformas, mirándote de reojo, puede que en busca de aprobación o alguna sugerencia. O esperando que le ofrezcas una disculpa.
Cuando voltea cerrás los ojos.
-No me molesta, ¿sabés?
-¿Qué…?
-No me molesta que preguntes- y mientras te sostiene la mirada toma tu pierna para volverla a colocar sobre su regazo-. Y estás más cómoda así, ¿no?
-Sí.
Sonríe.
-¿Me vas a ayudar?- señala el televisor con un movimiento de su cabeza-. No soy bueno eligiendo bajo presión. Me da miedo decepcionarte.
-¿Cómo me vas a decepcionar?
Ignora la pregunta. Suponés que es más inseguro de lo que pensaste.
Tomás el vaso que te ofrece y cuando señala la lata de refresco asentís. El sonido del gas es escandaloso y Enzo chequea, mientras sirve la bebida, que ninguna gota rebelde escape y manche tu ropa. Ocultás tu sonrisa con tu mano. Sabés que incluso así sos muy obvia.
-Podemos ver una serie- sugerís luego de ver los resultados en la pantalla-. Hacemos una mini maratón, ¿qué decís?
-¿Tenés algo en mente…?
5/11, 00:06 h.
En cuanto tu respiración lenta y profunda llega a sus oídos Enzo deja de ver la película -comenzó hace unos veinte minutos y esta es una de las mejores escenas- porque no puede concentrarse en nada que no sea la necesidad que corre por sus venas. El pantalón gris que está usando hace poco y nada para ocultar su erección. La tela ya está húmeda con su excitación.
No importa, por supuesto, porque estás dormida. No vas a despertar. No vas a asustarte.
Acaricia tus pies durante un largo rato, luego tus tobillos y tus piernas, mordiéndose el labio en un inútil intento de controlar sus impulsos. No puede evitar deslizar una mano sobre la venda, manchada con tu sangre, recordando tu expresión de vulnerabilidad y la total confianza que tuviste en él cuando se ocupó de tu herida.
Controla tus pulsaciones. Tiene tiempo.
Desliza una mano bajo su ropa interior y comienza a masturbarse lentamente. Juega distraídamente con los dedos de tus pies mientras contempla tus uñas, pintadas de manera prolija con tu color favorito, imaginando cómo se sentiría tu suave y cuidada piel si lo tocaras. Un débil y patético gemido escapa de sus labios cuando te imagina sorprendiéndote por su orgasmo salpicándote.
Escapa con cuidado de su lugar en el sofá y luego de manipular tu figura, recostándote por completo y colocando tu cabeza sobre un cojín para lograr ese ángulo perfecto, se posiciona sobre tu cuerpo. Entre sus piernas, presa de su voluntad y soñando quién sabe qué, parecés un ángel. Pura y perfecta.
Derrama cantidades absurdas de líquido preseminal sobre tus labios hasta hacerlos brillar. Utiliza su glande, muy caliente y sensible, para esparcir su humedad por tus mejillas, tu mentón y tu mandíbula, antes de empujarlo hacia tus labios entreabiertos. Es sólo un centímetro pero la sensación basta para hacerlo gemir.
Te sujeta con delicadeza mientras el calor de tu respiración lo golpea. Realiza pequeños movimientos con su cadera, imperceptibles pero suficientes para que él pueda sentir tu calidez, maravillándose cuando separás los labios en busca de más.
Logra introducirse hasta sentir tu lengua.
¿Cuántas veces imaginó esto? ¿Cuántos orgasmos tuvo pensando en cómo te verías tomándolo en tu boca y llorando por no poder con su tamaño? No está seguro y no le importa; ninguna fantasía puede compararse con tenerte en su poder, aceptando que le pertenecés, inconscientemente suplicándole por más.
Golpea tus labios una, dos, tres veces con su miembro, grabándose la imagen en la memoria y pensando en todas las fotos que podría tomarte. Intenta contenerse pero la situación lo desborda y no puede detener el frenético movimiento de su mano. Derrama unas pocas gotas en tu boca antes de deslizarse fuera, recordándose los límites, manchando tu rostro con su restante liberación.
El placer es intolerable. Quiere llorar.
Respira con dificultad mientras las últimas gotas caen en cámara lenta sobre tu labio inferior y sonríe, en trance, perdido en tu belleza. Imagina que en otro momento le suplicarías para que te permita probarlo, que le rogarías que marque todo tu cuerpo, sin importar la humillación o todos los posibles efectos. Limpia con su pulgar un poco de semen de tus pestañas.
Se pregunta cuánto te llevaría quedar embarazada.
Un suspiro tembloroso resuena por toda la habitación.
Evita mirar su reflejo en el espejo del baño cuando busca una toalla para limpiarte y una vez que desaparece sus rastros –con un cuidado extremo, porque teme irritar tu piel y despertarte, un riesgo que no puede correr- de tu rostro roza tus labios con las yemas de sus dedos. Arrastra dos dígitos hacia tu cuello para controlar tus pulsaciones y espera.
Era la dosis correcta, se felicita mentalmente. Espera tener tiempo para...
-¿Enzo?- sujetás su muñeca con fuerza y él se deja caer-. ¿Qué hacés?
-Perdón- susurra mientras te observa reincorporándote como un rayo. Teme que sus latidos descontrolados lleguen a tus oídos-. Te dormiste y quería sacarte el maquillaje.
-¿Qué maquillaje?- soltás una risa encantadora, pero sólo dura unos segundos y él comienza a preocuparse, porque inmediatamente fruncís el ceño y te llevás una mano a la cabeza-. ¿Qué…?
-¿Qué pasa? ¿Qué tenés?
-Se me parte la cabeza.
El pánico hace temblar sus labios y titubea. No tenía idea sobre posibles efectos adversos.
-¿Querés un…?
-Por favor- te escucha murmurar cuando ya está buscando un comprimido de Paracetamol. Te observa de reojo mientras sirve agua helada en un vaso y se pregunta si su actitud fue muy sospechosa-. Perdón.
-¿Por qué?
-Por quedarme dormida. Qué vergüenza.
Aceptás el comprimido sin comprobar de qué se trata y bebés desesperadamente.
Una mueca de disgusto -no, de confusión, estás confundida- transforma tu rostro y cuando relamés tus labios Enzo sabe que el motivo son esas gotas de semen que derramó en tu boca. Muerde su lengua para combatir la angustia que le provoca verte en este estado, pagando las consecuencias de sus acciones, ignorando lo sucedido.
-No me molesta.
Suspirás. Su miembro palpita.
-¿Ya te dije que sos un ángel?
-Callate- suplica mientras se cubre el rostro con una mano. Siempre finge no ser capaz de tolerar tus cumplidos-. ¿Querés terminar de ver la película?
-Es tarde- lamentás-. No puedo seguir molestándote.
-Molestame todo lo que quieras.
Es tu turno de ocultar tu rostro entre tus manos y él suelta una carcajada. Comparten un momento de silencio mientras contempla la hipnótica sonrisa que le dirigís, mordiéndote el labio de manera tentadora, sin esforzarte en esconder el efecto que sus palabras tienen en vos.
-Gracias por la invitación- decís cuando se despiden en su puerta-. Lo necesitaba.
-Cuando quieras repetimos- ofrece mientras te ve caminar por el oscuro corredor-. De verdad.
Le regalás una última sonrisa y un tímido pero prometedor gesto antes de cerrar tu puerta.
De regreso en la sala su sonrisa desaparece y deja caer sus hombros. Derrotado y con los músculos aún cargados de tensión se encarga de ordenar, recogiendo los paquetes de snacks (ya sabe con exactitud cuáles son tus favoritos) y las latas de refresco vacías.
Estudia el fondo de tu vaso reviviendo en su mente la imagen del somnífero, incoloro pero de una consistencia espesa, reposando en ese mismo lugar. La próxima va a tener que doblar la dosis.
Minutos más tarde se refugia en la seguridad de su habitación. Embiste contra el colchón mientras reproduce infinitamente el video donde desliza su pulgar por tus labios, manchándolos de blanco, para luego repetir el proceso con su miembro; muerde su brazo para silenciar sus patéticos gemidos cuando el orgasmo lo desborda. Repite tu nombre un centenar de veces.
Guarda el video en una carpeta segura. Y las fotografías también.
12/11/2024, 00:01 h.
Evitás todo contacto con Enzo hace días.
Silenciaste sus historias, ignorás sus mensajes, esperás pacientemente hasta que se marcha (últimamente parece salir más tarde y no sabés si es intencional o si sólo es pura coincidencia) cada mañana para no tener que hablar con él. Después de todos estos meses conocés su rutina de memoria y sabes qué hacer para evitarlo.
El recuerdo te invade, sin importar dónde o con quién estés, volviéndose más y más insoportable, torturándote. Cada vez que pensás en eso sentís que todo en tu interior se hunde, la cabeza te da vueltas, tropezás con tus palabras, un sudor frío corre por tu espalda, paralizándote como ningún otro recuerdo lo hizo jamás.
Tenés miedo. Y vergüenza. Muchísima vergüenza.
Nunca habías tenido un sueño húmedo, ¿por qué tenía que suceder justo en su sofá? ¿Y por qué tenías que despertarte y asustarlo con tu exagerada reacción producto de la culpa que el sueño te provocó? Todavía recordás el pánico en su mirada desconcertada.
Cada vez que lo recordás esperás… no, suplicás no haber hecho ningún ruido o haber pronunciado palabra alguna mientras sucedía. Enzo te odiaría de saber lo que soñaste, con él sentado a unos pocos centímetros, cuando amablemente te dejó dormir durante lo que se suponía debía ser una corta pero divertida noche de películas.
El ardor en tus ojos es cada vez más recurrente.
El dolor de tener que evitarlo no se compara con el dolor de saber que probablemente se siente herido por la falta de explicaciones y el desconsiderado trato que estás teniendo con él. No merece tu silencio sólo porque no controlás tus palabras, lo sabés, pero enfrentarlo significaría terminar confensándole todo.
Dejar un regalo en su puerta luego de medianoche, ocultándote como un criminal y confiando en que no va a destrozarlo en cuanto salga de su casa mañana por la mañana, no es suficiente para reparar tu error. Sin embargo, repetís mientras seleccionás las flores, eso es todo lo que podés hacer de momento para ganar tiempo.
Es todo, sí, hasta reunir el valor necesario para confesarle todo (y perder su amistad) o hasta que tus sentimientos por él se evaporen.
Y también es la única manera que tenés para comprobar que su puerta esté bien cerrada. Cuando regresaste hace un par de horas, y aunque corriste para no regalarle la oportunidad de interceptarte en el corredor (es una costumbre suya que te fascina), juraste que su puerta estaba entreabierta. Las luces estaban apagadas.
Mantuviste tus propias luces apagadas desde que llegaste, como hiciste durante la última semana, para que en cuanto regresara no tuviera forma de saber que estabas en casa. Todavía ignorándolo, completa tu mente. Parcialmente, decís para librarte de cargas.
La tenue luz de la lámpara siempre arroja largas sombras extrañas y cuando volteás, lista para comenzar con tu misión de redención, un movimiento en la puerta de tu habitación llama tu atención. No parece ser tu sombra. No parece ser una sombra.
Es una persona. Es...
El jarrón cae con la suavidad de una tragedia anunciada. El estrépito de la cerámica quebrándose y el caos de los fragmentos dispersándose llena por completo la habitación, como un grito mudo, interrumpiendo el silencio de la noche. Las flores, contrastando con el color oscuro de la madera, llaman tu atención –sólo por un microsegundo- mientras el eco del impacto aún resuena entre las paredes.
Un silencio inquietante se instala en la habitación, como si el aire mismo estuviera esperando, suspendido por el momento de tensión. Mientras intentás regular tu respiración mirás tus manos vacías, todavía en la posición de sostener el jarrón, antes de dirigirle una mirada a Enzo. Un escalofrío te recorre.
Corrés en dirección a la puerta, con las piernas débiles y la sensación de ser ingrávida, pero el aire es espeso y viscoso y dificulta tus movimientos. Por un segundo pensás que estás nadando en éter, esforzándote en cada brazada, divisando la línea de meta pero incapaz de alcanzarla.
Un sonido débil deja tu garganta cuando sentís sus dedos cerrándose sobre tu muñeca, justo como la mandíbula de una serpiente capturando una pequeña presa malherida, permitiéndole sentir el calor de su veneno y prolongando cada segundo de agonía hasta la muerte.
La fuerza de su agarre sacude tu cuerpo como un látigo y tropezás, pero antes de caer o poder recuperar el equilibrio Enzo te empuja contra la pared más cercana. Golpeás el muro con un sonido seco y quedás inmóvil, desorientada, intentando procesar la situación. Su mano en tu boca parece un veredicto y sentís el sabor amargo de la desesperación en la lengua.
-No te voy a lastimar- jura Enzo, con una expresión de profundo dolor y lágrimas colmando sus ojos, antes de rozar tu brazo con un objeto frío-. No grites, por favor, no grites. Vos sabés que no te voy a hacer nada.
Bajás la mirada y en la penumbra divisás el brillo del objeto que sostiene Enzo. Es un cuchillo. Gritás contra su palma y forcejéas, pero él ejerce más presión, ignorando el dolor que te provoca, suplicándote con la mirada para que guardes silencio.
Luce horrorizado.
-No, no, no- niega frenéticamente-. No te voy a lastimar. Tranquila.
Alzás ambas cejas y las lágrimas caen de tus ojos. Mira el cuchillo, vuelve a mirarte, mira el cuchillo nuevamente y sólo entonces los engranajes de su mente parecen comprender tu predicamento.
Deja caer el cuchillo y este impacta de punta en el suelo.
-No es mío- jura como si fuera explicación o consuelo suficiente-. No grites, ¿sí? Prometeme que no vas a gritar cuando te suelte.
Intentás asentir pero la fuerza con la que te sujeta contra la pared dificulta cualquier movimiento. Parpadeás dos veces y comprende automáticamente.
-No grites- ordena con voz letal-. ¿Está bien?
Tomás una respiración, profunda y temblorosa, cuando te libera. Balbucéas incoherencias hasta que el pánico y el horror te permiten recordar cómo hablar, escoger tus palabras, pensar cuidadosamente qué decir y cómo. No querés que se enoje. No sabés qué podría hacerte.
Tu voz te traiciona.
-¿Qué hacés acá? ¿Cómo entraste?- preguntás casi en un susurro-. ¿Por qué…?
-No entendés- presiona su cuerpo todavía más contra el tuyo-. Todavía no entendés.
Y entonces lo sentís. Duro. Caliente. Palpitando. Húmedo. Temblás.
-¿Qué es lo que no entiendo?
-Quiero cuidarte- jura-. Quiero que estés bien. Feliz. Segura. Sólo eso.
Parpadéas con fuerza y sin reparar en tus acciones sujetás su muñeca cuando toma tu mejilla. Roza tu pómulo con su pulgar en una caricia extrañamente íntima, suave, delicada, con su boca peligrosamente cerca de la tuya; evitás moverte y te convencés de que el motivo es el pánico que sentís. No sabés cómo podría reaccionar. No sabés qué podría hacerte si se enoja.
-Esta no es la forma, Enzo, está mal.
Frunce el ceño. La cicatriz en su ceja derecha reclama tu atención.
-¿Por qué?
-¿Cómo te hiciste eso?- preguntás-. No fue con el taburete, ¿no? ¿Qué hiciste?
-Contestame- dice entre dientes-. ¿Por qué está mal? No hice nada malo.
-Esto está mal, ¿no te das cuenta?- clavás tus uñas en su piel-. No estoy feliz. No estoy segura.
-¿Cómo qué no? ¿Qué te pensás?- acerca su rostro aún más. Sentís el tabaco en su respiración-. ¿Vos pensás que te voy a lastimar?
-¡No!
-¡Callate!- ordena-. Silencio.
-Perdón, perdón, es que…
 -No entendés nada- reniega-. Todo lo que hago es por vos.
Las náuseas invaden tu cuerpo. Recordás haber oído esa misma frase en la película de terror que viste en su sala, con tus piernas sobre su regazo, compartiendo snacks y fingiendo que el repetitivo contacto con su mano era sólo un accidente… Y ya conocés las implicaciones de esa perturbadora línea. Las consecuencias.
-¿Qué es todo, Enzo?- preguntás entre lágrimas. El calor de su erección contra tu cuerpo hace que tus mejillas quemen y relamés tus labios en busca de las palabras correctas-. ¿Qué hiciste?
-Nada malo.
-¿Qué hiciste?
-Nada. Todo- niega, confundido-. Desde la primera vez que te vi, cuando te estabas por mudar, yo…
-¿Cuando me mudé…?
La cabeza te da vueltas. De repente todo tiene sentido.
En realidad no tenías posibilidad alguna de mudarte a este sitio.
La inmobiliaria sólo te enseñó el edificio porque la cita estaba pactada con anterioridad, pero se suponía que alguien más estaba por cerrar el contrato, que estaban por hacer el depósito, pero… Lo que sea que haya hecho Enzo, porque esa es la única explicación posible, posibilitó que te llamaran en el último momento.
-Después de que te mudaste- intenta corregirse-. Durante la tormenta.
-No me mientas- suplicás-. Cuando nos conocimos, ¿vos ya sabías que yo vivía acá?
-No.
-Sí. Lo sabías- forcejéas y vuelve a empujarte. Parece que quiere dejarte claro que no estás en condiciones de luchar y, considerando el doloroso pálpito martillando en tu cabeza, puede que esté en lo correcto. Entrecerrás los ojos para ver con más claridad su rostro-. ¿Quién te invitó a la fiesta? Decime la verdad, Enzo.
-Un amigo.
-¡Dijiste que fueron tus compañeros de teatro!- se lleva un dedo a los labios-. ¿Me seguiste?
-No, yo…
La expresión de vulnerabilidad en su rostro no se corresponde con el control que tiene sobre la situación. Sobre vos. Sus ojos entrecerrados y brillantes por las lágrimas, sus cejas en un ángulo de angustia pura y desgarradora, los labios entreabiertos como si respirar le fuera difícil.
Sus hombros caen en señal de derrota.
-¿Fuiste vos?- sollozás cuando recordás los pequeños objetos faltantes en tu hogar y el mensaje del encargado del edificio-. ¿La llave que desapareció de...?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque tenía que ser así- dice como si fuera obvio-. No entendés, ¿no? Vos sos mía.
-No, Enzo, no. Estás confundido.
-Y yo soy tuyo.
Temblás violentamente. Tragás saliva.
-¿Estoy confundido?- pregunta, escéptico-. ¿De verdad?
-Sí.
-Entonces no tenés problema con que lo compruebe, ¿no?
Un gemido de desesperación deja tus labios cuando sentís su mano recorriendo tu cuerpo.
Desabotona tu pantalón de un tirón, baja la cremallera igual de rápido, deslizando sus uñas sobre tu piel antes de dirigir sus dedos hacia tu centro húmedo y caliente: en cuanto sentís sus dígitos rozándote arrojás la cabeza hacia atrás y cerrás los ojos. Reprimís un suspiro, profundo y potencialmente delator, sin comprender por qué disfrutás el contacto.
-Mirá cómo estás- te enseña sus dedos brillantes con tu excitación antes de llevarse sólo uno a la boca-. Y me decís que estoy confundido.
-Porque lo estás- insistís-. No está…
Te interrumpe deslizando sus dígitos húmedos entre tus labios. Sentís el sabor de tu esencia invadiendo tus papilas gustativas y mientras le sostenés la mirada, aunque con el ceño fruncido en una clara señal de ira, no podés evitar el gemido que nace en tu garganta. Tus muslos se contraen con fuerza y él mueve su pierna para estimular tu centro.
Succionás. La oscuridad de sus pupilas consume sus ojos.
-¿Qué dijiste?- pregunta con tono burlón. Besa tu mejilla-. Vos querés esto tanto como yo.
Negás, incapaz de pronunciar palabra con sus dedos aún sobre tu lengua, pero te ignora. Continúa rozándote con su pierna, ejerciendo cada vez más presión, sujetándote por la cintura con su otra mano para obligarte a descansar todo tu peso sobre su muslo. Entierra sus dedos cada vez más profundo, provocándote una que otra arcada, deteniéndose sólo cuando tirás insistentemente de su muñeca.
-Enzo- tu voz es una mezcla entre una súplica y una orden. Tus manos están acalambradas y la extraña sensación en tu estómago no te permite pensar coherentemente-. No.
-No seas así- dice contra tu boca-. Mirá cómo me tenés.
Lleva tu mano hacia su bulto cada vez más prominente, caliente y palpitante, obligándote a sentirlo en todo su esplendor. Observás la tela de su pantalón oscurecida por su excitación y la forma en que tu mano parece encajar justo sobre su erección. En sus ojos hay un fuego que sólo se compara con el que sentís entre las piernas y bajo la palma de tu mano.
-Te gusta, ¿no?- negás y él sonríe con arrogancia-. Sí, te gusta. Te encanta.
-No…
-Te vuelve loca saber lo que me hacés, ¿no?- roza tus labios-. ¿Querés que te muestre?
-No- esquivás el beso y mantenés los ojos cerrados para no ver su reacción-. Basta, Enzo.
-Mirá, dale. Es toda tuya.
Obedecés. ¿Por qué obedecés?
Bajás la mirada y tu respiración se corta. De alguna escalofriante manera predice tus pensamientos y te sostiene por el cabello, evitando con relativa facilidad que te muevas, forzándote a ver cómo masajea lentamente su miembro mientras gotea sobre tu ropa. Cuando negás frenéticamente para zafar de su agarre tu cuero cabelludo quema.
-Basta, Enzo, por favor.
-¿Por qué? ¿No te gusta?
Humedecés tus labios. Querés contestar pero en lugar de hacerlo permanecés en silencio.
Vuelve a tomar tu mano para guiarla hacia su miembro y jadeás cuando lo sentís entre tus dedos. Comenzás a masturbarlo con movimientos tímidos, procurando seguir el ritmo que él mantenía, evitando moverte más de lo necesario para no delatar tu necesidad o los irrefrenables pensamientos revoloteando en tu mente. Enzo suspira.
-Muy bien, bebé, seguí así- toma tu mejilla para llamar tu atención y te roba un corto beso que te hace desear más. Desliza sus dedos por tu cabello mientras pregunta:- ¿Me vas a dejar cogerte toda? ¿Sí…?
Cerrás los ojos.
-No, mirame- ordena rápidamente-. Mirame. Contestá.
-Sí, Enzo.
-Sí, ¿qué?
Una lágrima se desliza por tu mejilla y él moja sus labios con ella.
-Cogeme.
-Arrodillate.
Te dejás caer sobre tus rodillas, presa entre su cuerpo y la pared, sin romper el contacto visual. Enzo guía su miembro hacia tu boca y separás los labios para recibirlo en cuanto sentís el calor que irradia, ganándote una sonrisa de satisfacción de su parte, sujetándote de sus muslos mientras su pulgar desaparece el rastro de cada nueva lágrima que escapa.
Es justo como en tu sueño, pensás mientras separás los labios todavía más para poder tomar su glande. El sabor del líquido preseminal te hace suspirar y de su pecho surge un eco –tentador, muy grave y prolongado- de tu suspiro, provocado por la sensación de tu respiración en su miembro. Cerrás los ojos y comenzás a succionar con suavidad.
-Dios…- dice en un gemido-. ¿Te gusta?
Respondés con un sonido débil, roto y agudo, pero es suficiente. Enzo realiza pequeños movimientos con su cadera hasta que la mitad de su miembro desaparece entre tus labios, ignorando tus protestas y el brillo en tus ojos, desesperado por utilizar tu boca hasta dejarte hecha un incoherente desastre.
El cuchillo no está muy lejos de sus pies. Evitás mirarlo.
Enreda sus dedos en tu cabello para mantenerte firme y comienza a golpear tu garganta despiadadamente sin importarle tus arcadas, tus manos golpeando sus piernas para suplicarle que se detenga, tus uñas rasgando el material de su pantalón y clavándose en su piel. La mezcla entre tu saliva y sus fluidos produce en cada cruel embestida un sonido obsceno que causa estragos en tu interior.
Llevás una mano a tu centro en busca de alivio y comenzás a jugar con tu clítoris.
-¿Sabés cuántas veces soñé con tenerte así?- negás y una estocada particularmente fuerte hace que tu cabeza impacte con la pared; cuando te quejás Enzo se disculpa en voz baja, utilizando su mano para protegerte de más daño, pero jamás deja de abusar de tu boca-. Perdón, mi amor.
Un hilo brillante une tus labios con su miembro cuando te libera para dejarte respirar. Exasperación es lo que se lee en su expresión cuando te llevás las manos a la garganta, padeciendo cada profunda respiración, intentando recuperar minutos de oxígeno robado mientras sentís la huella que su asalto dejó en toda tu boca.
Retrocede un par de pasos y en cuestión de milisegundos recupera el cuchillo. Te señala.
-¿Te pensás que soy pelotudo?- pregunta con una ceja arqueada. Comenzás a negar, intentando prevenir la confrontación y sus posibles desenlaces –que se suceden en tu mente como ráfagas-, pero Enzo no te permite explicar antes de arrojarse sobre sus rodillas y posicionar el cuchillo contra tu cuello-. No querés que te lastime, ¿no…?
Te golpea su miembro -pulsando violentamente con deseo- cuando ve el pánico en tus ojos.
-Vos no me lastimarías. Lo sé.
-¿Estás segura?
No.
-Sí.
Presiona la punta de la hoja sobre tu pecho mientras sus labios recorren tu cuello y tus clavículas. El calor de sus labios y sus dedos en tu cintura son el único consuelo que recibís mientras la presión aumenta, obligándote a permanecer inmóvil y sin respirar, completamente a su merced mientras se frota contra tu estómago.
-Enzo.
Jadea. Un sollozo sacude tu cuerpo.
-¿Qué pasa, mi vida?
-No me vas a lastimar, ¿no?
-Obvio que no.
Es mentira, descubrís un parpadeo más tarde, cuando en un fugaz movimiento rasga tu blusa, simultáneamente dejando una línea de fuego que llega hasta tu ombligo. Observás horrorizada la herida y balbuceás, con labios temblorosos, más lágrimas cayendo en cascada por tus mejillas.
-Dejate de joder- reniega mientras te posiciona sobre su regazo-. Eso no es nada.
-Dijiste que…
-¡Callate!- grita justo en tu oído-. Y quedate quieta.
Te despoja de tus prendas y sentís que traza tu columna con los dedos antes de llevarlos hacia tu centro. Explora tus pliegues, vergonzosamente húmedos y muy calientes, mientras masajea tu espalda en un intento de consolarte y frenar los espasmos de angustia que sacuden tu cuerpo.
Presiona sobre tu entrada y gemís. Repite el movimiento hasta que dejás de llorar.
.¿Querés más?
-Sí- confesás con un hilo de voz-. Más, Enzo, por favor.
Desliza un único dígito en tu interior y una protesta desesperada deja tus labios. Los dedos de Enzo son más largos y más grandes y no estás familiarizada con la sensación de plenitud que te brinda, pero aún así el ardor en tu entrada es exquisito y empujás contra su mano para suplicarle por más. Tira de tu cabello para poder ver tu rostro.
-Estás muy apretada- dice en un falso lamento-. ¿Cómo te la voy a meter? No va a entrar.
Tus paredes se tensan y Enzo introduce un segundo dedo. El lastimero gemido que surge en tu garganta se prolonga cuando roza tu punto dulce expertamente, ignorando la bruma en tus ojos y el imparable temblor de tus labios. Lo sentís pulsando contra tu costado cada vez que un escalofrío te hace contraerte sobre sus dedos.
Te suelta bruscamente y colocás tus manos en la alfombra para frenar el impacto. El sonido de tu abundante humedad y el constante movimiento de sus dedos explorando tu interior, llegando a los lugares más profundos de tu cuerpo y rozando todos los puntos justos, te hacen delirar; balbucéas un sinfín de palabras incoherentes, entre ellas su nombre, alguna que otra súplica desesperada, suspirando que se siente muy bien.
-¿Sí? ¿Te gusta?- asentís-. Yo sabía que eras una putita.
Te llevás una mano a la boca para que no escuche tu reacción. Es en vano.
-Sos una putita, ¿no?- y para dejar en claro que lo sos, quieras o no, te escupe-. Sos mi putita.
Un dedo húmedo –con su saliva o tu excitación, no estás segura, no importa- presiona sobre tu otra entrada y te sobresaltás. Es extraño, ligeramente incómodo, pero Enzo parece disfrutarlo porque luego de unos segundos sentís que salpica tu cuerpo con su liberación. El calor de su semen te empuja hacia tu propio orgasmo y sus respiraciones se sincronizan por un instante.
-Así, muy bien, sí- continúa torturándote con sus dedos hasta que te quejás por la sensibilidad y cuando los retira, brillantes por tu liberación, los dirige hacia tu otro agujero-. Me vas a dejar, ¿no? Porque sos mía.
Introduce la primer falange y cuando te escucha gemir, entre excitada y horrorizada, su erección vuelve a llenarse. Juega con tu diminuta entrada y vos te refugiás en tus brazos, ocultándote de su mirada hambrienta y de la vergüenza que sentís, mordiéndote los labios para no delatar lo mucho que te fascina sentirlo explorando tu cuerpo. Sentís tu excitación goteando sin parar.
-¿Va a doler?
-Sí.
Emitís un sonido de pura angustia y su expresión se suaviza.
-Hoy no- dice en un intento de consolarte-. Otro día, ¿sí?
Te recuesta sobre la alfombra. Pensás que es el fin hasta que se sienta sobre tus muslos.
-Tenés una conchita tan linda- comenta mientras recorre tus pliegues con su punta-. Y es toda mía, ¿no…? ¿De quién es esta conchita? Decime, dale.
-Tuya, Enzo.
Deja caer su cuerpo sobre el tuyo y el calor de su pecho desnudo contra tu espalda te roba un suspiro. Te sentís protegida y segura, contenida por su figura mientras desliza su miembro entre tus pliegues, estimulando tu clítoris y presionando sobre tu pequeña entrada antes de empujar y llenar tu estrecho interior. Tu cuerpo no tiene más opción que hacer lugar para él.
Mordés tu brazo para silenciar tus gritos. Enzo muerde tu hombro hasta dejar una marca.
-Dios- recuesta su frente en tu espalda y comienza a mover sus caderas lentamente. Jurás que cada vez que retrocede y vuelve a enterrarse sentís cada centímetro de su miembro y cada vena rozando dolorosamente tus sensibles paredes, pero el dolor te resulta exquisito cuando comienza a confundirse con el placer-. ¿En esto pensabas cuando te tocabas?
-¿Qué…?
-Cuando te tocaste pensando en mí, ¿pensabas en esto?- repite y muerde tu oreja.
No, querés decir, preguntándote cómo sabe que te tocaste pensando en él. La respuesta es obvia. Querés decirle que pensabas en él besándote, mordiendo tus labios y obligándote a probar los restos de tu esencia en su lengua, que imaginaste que se detendría para memorizar cada insignificante detalle de tu cuerpo, pero...
En su lugar besa tus párpados para beber de tus lágrimas y muerde tu mejilla hasta verte golpear el suelo con tu palma, ignorando que tus uñas duelen por enterrarlas en su brazo cuando rodea tu cuello para inmovilizarte y que la posición hace difícil el respirar. El ritmo de sus movimientos crece, el impacto de su cuerpo y el tuyo reverbera por toda la sala, su punta empuja tu cérvix mientras gritás porque el placer es intolerable.
El roce de tu mejilla y tus pezones sobre la alfombra es horrible.
-No, no, no- golpea tu mejilla para llamar tu atención-. Respirá.
Llorás cuando sentís tu interior vacío y Enzo te toma en brazos para llevarte hacia el sofá. Recorre tu espalda con sus cálidas manos, guiándote para que respires lenta y profundamente, indicándote cuándo y cómo exhalar. Toma tu mejilla en su palma (no te molestás en fingir que la manera en que te toca no es reconfortante) y su pulgar juega con tu labio inferior.
Tus pulmones queman por el esfuerzo y en un intento de hacerte comprender Enzo toma tus manos para colocarlas sobre su pecho. Está cubierto de sudor y te gustaría besarlo. Podés sentir sus latidos descontrolados y sospechás que tus pulsaciones, que él controla con sus dedos en tu cuello y en tu muñeca, siguen el mismo ritmo que las suyas.
Tus párpados pesan y tus pestañas brillan por tu llanto. Tu visión es borrosa.
-¿Mejor?- pregunta mientras acomoda un mechón de cabello. Besa tu nariz-. ¿Te sentís mejor?
-Mejor.
Reclamás sus labios, sujetándolo con una mano en su cuello y otra en su cabello, en un beso húmedo y voraz que refleja la necesidad que te invade. Enzo gruñe contra tu boca cuando lo guías hacia tu entrada y muerde tu labio cuando te dejás caer sobre su miembro; el sabor metálico de la sangre te es fácil de ignorar cuando sus pupilas dilatadas te hipnotizan.
La profundidad de la penetración te hace gemir de una manera que Enzo sólo puede describir como pornográfica y sus músculos se tensan cuando ve el hilo de saliva cayendo por tu mentón. Controla el ritmo de tus movimientos y sabe, por tu expresión de éxtasis y por la tortuosa contracción de tus paredes, que el ángulo estimula tu clítoris justo como te gusta.
Toma tus pechos entre sus manos y los masajea, pellizca, golpea con su palma hasta verte rehuir del contacto. Siempre imaginó cómo se sentiría tenerlos en la boca, dejar marcas permanentes, morderte  hasta hacerte llorar y suplicarle que te deje en paz. Sos consciente de todas sus fantasías con sólo ver cómo te mira, con posesividad y locura, todavía tocándote.   
-Enzo- repetís su nombre como un mantra. Es lo único que distingue junto con lo que suena como llena y profundo, cuando comenzás a hablarle, prácticamente delirando entre sus brazos. Buscás refugio en su cuello y cuando te rodea con sus brazos temblás por la sensación de entrega que el abrazo parece transmitir-. Más, más, más.
El ritmo de sus movimientos se torna brutal y cuando ya nada es suficiente opta por cambiar la posición. Te recuesta sobre el sofá, ignorando tus reproches y tu insoportable llanto por sentirte vacía, llevando tus piernas hacia tu pecho hasta dejarte por completo expuesta. Vulnerable. A su merced. Sólo para él.
Cuando se desliza en tu interior te llevás las manos a la boca para no gritar. Fracasás miserablemente.
El placer es indescriptible y la sensación en tu abdomen bajo, intolerable. Llevás una mano hacia el sitio donde sentís cada una de sus estocadas y Enzo la reemplaza, ejerciendo presión sin importarle las posibles consecuencias, respirando deficientemente (sus jadeos son lo único que lográs escuchar junto con el resto de sonidos obscenos) por lo irreal de la situación pero sin ocultar su sonrisa arrogante.
-Acá estoy- susurra-. ¿Te gusta?
-Sí- contestás con voz entrecortada. La promesa de un orgasmo se intensifica bajo la intensidad de su mirada expectante-. Sí, mucho.
-¿Querés que te llene?
Fruncís el ceño. Ya estás llena.
-No…- negás en cuanto comprendés-. No, Enzo, no puedo… Yo...
Te ignora.
Recuesta su frente sobre la tuya y la cercanía te permite contemplar el largo de sus pestañas. Buscás sus labios y él silencia tus gritos con un beso cuando comienza a embestirte de manera frenética, con movimientos descontrolados que bordan lo errático, profundizando imposiblemente la penetración hasta que corta tu respiración.
No. Sus dedos cerrándose en torno a tu garganta son los que no te dejan respirar.
Y vos lo permitís. Dejás que te utilice.
Tu cuerpo se sacude por la fuerza de sus estocadas y él se pierde en el movimiento de tus pechos, en la saliva que moja tu mentón luego de romperse el hilo que conectaba su boca con la tuya, en las lágrimas que hacen brillar tus pestañas como si de cristales se tratasen, en tus pupilas lejanas, en tus nudillos volviéndose blancos cuando sujetás su muñeca.
Cuando te libera te reincorporás y descansás tu peso sobre tus codos para ver la imagen entre tus piernas. Una aflicción ínfima e imperceptible hace nido en tu mente cuando notás que la línea que recorre tu torso –resultado del cuchillo- es del mismo color que el hilo rojo en la base de su miembro. Mentirías si dijeras que no te encanta saber que Enzo es muy grande para vos.
No obtenés más advertencia que un gemido ronco antes de sentir sus dedos en tu boca y los hilos de semen caliente salpicando tu interior. Tus paredes se contraen con el rítmico pulsar de su miembro y un orgasmo, más débil y más corto, te hace gemir con sus dedos todavía entre tus labios. Succionás involuntariamente y él te observa, con los párpados caídos y la boca semiabierta, disfrutando el espectáculo.
Cuando abandona tu interior continúa derramando su liberación sobre tus pliegues y el sofá.
-Sos mía- sentencia con sus ojos fijos en tu entrada y en su semen escapando de ella con cada contracción de tus músculos-. Y me vas a dejar cuidarte, ¿no?
-Estoy bien.
-No, no estás…- acaricia tus piernas-. Dejame cuidarte.
Tu respiración es irregular, tus extremidades duelen, un río de lágrimas nace en tus ojos y no podés dejar de temblar. Enzo te toma por debajo de los brazos para que te reincorpores y hacés una mueca de incomodidad cuando el terciopelo del sofá -siempre suave pero en este momento irritante para tus terminaciones nerviosas todavía sensibles- entra en contacto con tu centro.
El resto de sus palabras jamás llegan a tus oídos y cuando cubrís tus orejas con tus manos, convencida de que hay algo dificultando tu audición, Enzo sólo sonríe de manera estúpida y toma tus muñecas. Masajea tus manos, tus brazos, tu cadera y tu cintura –sobre todo los rincones que sus manos maltrataron- antes de guiarte hacia el baño.
-¿Te duele algo?- pregunta mientras comprueba la temperatura del agua. Su expresión preocupada y la delicadeza con la que te empuja hacia la ducha te provocan náuseas.
Todo, querés decir. Negás porque no tenés voz.
Intentás vigilar sus movimientos pero tu cerebro procesa sus acciones y el significado de sus palabras tarde. Muy tarde.
Es imposible negarte a la minuciosa inspección que realiza -en busca de más heridas de su autoría- palpando cada centímetro de tu cuerpo hasta el cansancio y, cuando escoge tu ropa para dormir, no estás segura del motivo por el cual esta no incluye ropa interior o un pantalón para abrigarte.
Aún así no te resistís cuando desliza una vieja y desgastada camiseta de Radiohead sobre tu figura. ¿Es tuya? ¿Cuándo la compraste? ¿Cuántas veces la utilizaste para desgastarla de esta manera? Las preguntas se arremolinan en tu cabeza mientras Enzo masajea tus piernas desnudas.
-¿Tenés sueño?
-Mucho.
-Ah, ¿sabés hablar?- pregunta con tono burlón-. Vamos a dormir.
Dejás que se escurra bajo las mantas para acompañarte y cuando rodea tu cintura con un brazo, dejándote sin más opción que descansar tu espalda sobre su pecho expuesto, no objetás. La oscuridad y tu estado mental no son buena combinación, suponés, cuando en lugar de concentrarte en su respiración terminás pensando en cómo escaparte de sus garras.
Estás segura de que la puerta no tiene seguro.
Sólo tenés que esperar. Y tenés tiempo.
62 notes · View notes
mefistofeles3 · 3 months ago
Text
Hoy borré nuestra conversación, pero antes
la leí de principio a fin.
Fue cómo ver una plantita sembrarse, ponerse verde, florecer y luego marchitarse.
Todo pasó con una velocidad increible y
otra vez pienso en "fácil viene, fácil se va ".
Rescaté algunas líneas, fragmentos de poemas
y le di "borrar".
No somos nada, jamás fuimos nada, sólo palabras
que se llevó el viento, un amor inventado
para no morir de realidad.
Las conexiones inmediatas no tienen nada de malo, pero con los años, te vas dando cuenta que el amor hay que construirlo y que la honestidad con nosotros mismos, nos ayuda a no lastimar a los demás.
La responsabilidad afectiva es despedirse y
agradecer, no dar por hecho que el
silencio hará su trabajo.
Ignorar es invalidar el sentimiento ajeno,
es violencia psicológica, no se trata de ser héroes o villanos, se trata de no lastimar un corazón ajeno.
Nadie vuelve a ser el mismo, después de mezclarse con alguien más, así hubieran sido dos atardeceres,
si lo malo no es llegar a un corazón y desordenarlo,
lo malo es irse y no recoger el desorden.
En fin, borré los mensajes, como las huellas
que una vez me llevaron a ti para no volver
jamás sobre mis pasos.
.
.
.
Créditos a quien corresponda...
49 notes · View notes
perseveranteytestaruda · 1 month ago
Text
Mi peor amigo
¿Cuántas veces hemos entregado alma y corazón a aquellas amistades a quienes algún día nos atrevimos a llamar " familia del corazón"? Poco se habla del desamor que se sufre al perder a alguien quien considerabas amigo.
Hace tiempo quería escribir algo sobre vos, sobre mi gratitud hacia tu compañía y de lo bendecida que me sentía porque me hayas elegido como tu mejor amiga. Lamento que "ya no me necesites", mientras que yo siempre te elegí...
Así que, te dedico este escrito, a mi peor amigo, a quien algún día llamé el hermano que nunca tuve.
¿Alguna vez han vivido esas situaciones en donde la vida te golpea tanto que sentís que tocas fondo, y ahí te encontrás solo? Bueno, muchas veces dicen que de esas situaciones salen cosas gratificantes. De hecho, dicen que son necesarias para que estas cosas gratificantes lleguen a nuestras vidas. Así nació nuestra amistad, originada de, tal vez, una de las situaciones más desgarradoras de mi vida. Una amistad de fierro, acompañándonos en los momentos más difíciles y en los más felices de nuestras vidas, compartiéndonos cada detalle de cada chisme y de cada pensamiento trillado; ahí estábamos, el uno para el otro, sin importar distancias ni qué tan ocupada fuese la rutina... Hasta octubre, que simplemente decidiste dejar de responder...
Traté de darte tu espacio. Pues una de nuestras reglas era entender y respetar que no íbamos a estar en contacto siempre, porque ambos cargamos con vidas muy ocupadas. Insistí una, dos y tres veces. Pero te mantenías en silencio. Dicen que cuando no se recibe una respuesta, textualmente hablando, el silencio es la respuesta. Solo que no esperaba que esa fuese la tuya...
Intenté, nuevamente, arreglar las cosas. Pero recibí un "Perdón. Todo está bien" mientras que en tu cabeza ya no éramos amigos.
No entiendo el por qué de tu decisión. Pero está bien, si algo aprendí es que muchas veces no voy a entender por qué las personas deciden irse. No te lo reclamo. Pero si te voy a reclamar que yo merecía sinceridad, por respeto a nuestra amistad y a los momentos intensos en los que nos acompañamos, me merecía la oportunidad de al menos pelear por no perderte, y no ser descartada sin aviso. Porque yo nunca te hubiese hecho esto.
Recibí tantos posts, reels y tik-toks hablando de lo maravillosa persona y amiga que soy para, un día, ser totalmente descartada sin siquiera una pelea o un desacuerdo previo al cual culpar por la pérdida de nuestra amistad. ¿Cómo es posible que un vínculo tan fuerte simplemente se desvanezca?
Todas esas charlas, palabras alentadoras, momentos de compañía y demás, se las llevó el viento, así sin más.. sin explicaciones, sin motivos...
Lamento mucho que hayas tomado esta decisión, pero más lamento haber perdido tiempo en querer arreglas cosas que no había que arreglar con alguien que ya no quería que formara parte de su vida, y que ni siquiera haya tenido el valor de comunicármelo. Lo siento mucho, de verdad...
Atte: tu mejor amiga, a quien decidiste perder.
PD: yo sí quería compartir mi sueño de pasar Navidad en Nueva York con vos.... <3
32 notes · View notes
indirectassad · 1 year ago
Text
Aprendí a estar bien estando mal.
736 notes · View notes
mividaenversos · 4 months ago
Text
Es jodido ver como lo más importante de mi vida se desmorona ante mis ojos y lo único que puedo hacer es llorar. Es jodido que todo cambie de un segundo a otro. Lo que antes me hacía feliz ahora me causa un dolor que me desgarra por dentro. Recuerdos que me hacían sonreír ahora me queman el alma como si estuvieran hechos de fuego. La esperanza se desvaneció, se la llevó el viento. Me siento perdida, vacía y muerta por dentro.
— Recovecos de mi alma
46 notes · View notes
fragmentosadolescentes · 6 months ago
Text
No fue suficiente para sostenerte
Espero puedas perdonarme un día,
te perdí sin saber que te tenía,
sin notar que en mi existías,
perdóname porque mi mente
aquel día, más ya no podía...
El capullo no fue suficiente
para sostenerte,
y el inconsciente no alertó
de lo que el viento podría llevarse
y finalmente se llevó ...
Espero puedas perdonar,
el desastroso final,
dónde ni yo misma
me podía encontrar,
y a duras penas
me pude levantar...
Moon dark
45 notes · View notes
sophie-crowley · 1 month ago
Text
Tumblr media
Tumblr media
Tumblr media
Lo que el viento se llevó — Margaret Mitchell.
0 notes
softaikiria · 1 year ago
Text
Querido Nadie:
Le he rezado a Dios miles de veces, le he pedido por su misericordia y he implorado porque te guíe en buen camino; sin embargo, pareciera no escucharme o pareciera que la voz de todos los males tuviera más peso en tus hombros. Padre, a quien debo yo rezarle para que dejes las malas costumbres y que tu mano de hombre ya no pese en otro cuerpo. Padre, a quien debo yo pedirle para que sanes. Hay días en los que siento que hablo al vacío, imágenes creadas por mis mismos delirios y esperanzas absurdas esperando algún tipo de cambio. Como esperas, padre, que yo crea en otros hombres, si a quien más amo es quien más me ha dañado. Mi corazón de niña hecho añicos y mis esperanzas de mujer desparramadas como gotas de vino. Ahora, soy quien llora en la sala de su casa tan silenciosa que pareciera abandonada. Vino en mano y un cigarro en la otra, supongo que los caminos de mi vida me han llevado a esto. Una mujer con el corazón roto por quien jamás la supo amar. Tu cuerpo delgado y moribundo me apuñala el alma, e imaginarte solo durmiendo en ese piso frío hace que quiera acabar con mi vida ahora mismo. Pero que se supone que haga, no han sido más que tus acciones las que te llevaron a ser juzgado por el todopoderoso, por la ley, por mi madre y mis ojos. De que me sirve entregarte mi corazón si daños sigues haciendo. Como un niño que pinta paredes sucias y nunca para. Una vez me dijiste que no guardara todo lo que llevo dentro porque hoy es precioso y mañana podríamos simplemente ya no existir. Entonces, padre, te quiero decir: le pedí a los ángeles que ya no quería verte en sueños ni imaginarme un abrazo tuyo, que deseaba sentir tu tacto delicado y que rieras junto a mí alguna vez. Que tu voz para mí siempre fue de las melodías más dulces y que en tus ojos algo precioso había muy escondido. Mientras escribo notas sobre lo que alguna vez pudiste ser, quiero romper en llanto y romper mi ser. Pude haberte dicho que te amaba miles de veces y pudiste haberme prometido otros miles más que cambiarías, pero eso no paso. Desgraciado sea el tiempo y maldito sea lo que te llevó a ser esto. Me gusta imaginar que el viento te llevara mi perfume y puedas abrazar mi fantasma de ausencia lejana. No me sirve desgarrar mi voz porque mis líricos de penas nunca llegan a tus oídos.
48 notes · View notes