#finas maderas
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Me encanta ese hombre
y no porque se desnude de cuerpo
enfrente de mí,
si no porque al dejar caer su camisa
abre las puertas de hierro
que tiene para resguardar su corazón.
Ese hombre:
huele a mar,
huele a bosque,
huele a madera fina,
huele a libertad,
huele a miel,
huele a café
y también a mate
Ese hombre:
Me hace morder la boca
y soltar el suspiro
y con el, gotas de un elixis
que escurren
de en medio de mis piernas.
Ese hombre:
Sabe amar,
amar en libertad,
sabe que la pervesión
es solo un juego de cama
Porque la mente,
es la que realmente se follª
hasta hacerla derramar
en medio del infierno que crea
al ser él
El Dueño y Señor
de su mundo.
Y es qué entrar en su mundo
es jugar a ser Indiana Jones
y me atrevo,
¡Qué importa si pierdo!
Lo merece
K-arajo, que me levanto
y sigo tras esa sonrisa
que me invita a pecar
y al mismo tiempo
pagar la condena
en medio de sus piernas.
Ese hombre,
Me hace perder:
los estribos,
la razón,
la ropa,
hasta perdería
el poco corazón
que me queda.
Por ese hombre,
yo, sería capaz
de ser la mínina obediente
antes sus ardientes deseos
de poseerme
Si ese hombre lo pidiera,
yo estaría complacida
de servirle sus más bajas pasiones
sobre la mesa de castigo
y un ¡Ahhh! ....¡Más!....
de susurro
Agradeciendo por sentir su fuerza
en mi tersa piel
A ese hombre
hoy le sacaré una sonrisa
y un rubor en sus mejillas
al besarle y lamerlo por esa barba
que raspa y me excita
al celebrar hoy,
que ese hombre
es un digno privilegio
para amarle con la locura
desmedida de mi alma.
De Perversa a Perverso
13/12/23
Paola Maldonado
Venta de mi libro
Mi Perverso y Yo
Encuéntralo en Amazon
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📍 estancias nobles — "siento que hay más arañas que personas aquí adentro."
" ¿y te dan miedo?" no dudó en preguntar al escuchar aquella afirmación proveniente de esa voz familiar, que reconocería fácilmente incluso con un pitido reverberante molestándole en el oído (como ahora). era una lástima que lo hiciese justo en el momento en que una punzada de dolor lo hizo entrecerrar uno de sus ojos, sin embargo, su expresión no se inmutó demasiado, no tardando en lidiar con ello lo suficiente como para dedicarle una sonrisa de esas que acostumbraba a plasmar en su gesto. " ¿quieres que te proteja de ellas?" la molestó, ladeando el rostro hacia un costado, sus dedos paseándose por un escritorio de madera fina. @mangjeolie
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Mis ojos se habían cerrado horas atrás pero no había remedio alguno, la noticia del sueño no llegaba todavía a mí cuerpo. Retomar la visión en la oscuridad toma su ajuste temporal y los cortes lumínicos de los autos a través de las ventanas ofrecen atisbos baratos de lo que hay en el cuarto.
2 sillas al costado de mí cama cumplen el objetivo de tapar la luz del día y permitirles a espectros nocturnos observar mis erecciones de medianoche en primera fila. Cuelgan ropas como pieles heroicas de cacerías -las historias cuentan que de forma valiente obtuve kilos de carne en descuento, domando así a la bestia de la desnutrición - estáticas no pueden ser mecidas por el viento así que acumulan mis vapores corporales y los cuecen por días.
La ventana abierta a medias deja pasar los ruidos de la calle espureos y más que nada: Su silencio. Este se mezcla con los crujires de madera y los caprichos metálicos de la heladera. Lenta cacofonia invita al trance y si uno escucha con atención se forma un ritmo roto. Uno que me arrastró fuera de la cama y llevando los pies como cadenas oxidadas fui a la cajonera a buscar el tabaco. Arme un cigarrillo y salí al patio.
Todo estaba estático exceptuando el viento y mi vela, que encendía y apagaba como un pulmón de fuego. Fue a la séptima pitada que ocurrió. Un auto se asomo en la calle opuesta a mí, de color negro profundo y con 2 luces delanteras demasiado fuertes que hacían imposible diferenciar al conductor del vantablack automotriz. Estacionó rápido en la esquina próxima detrás de un tacho de basura y permaneció unos 5 minutos.
En ese lapsus microplastico de tiempo sentí el escrutinio de una observación. Cómo a una rata de laboratorio vigilada, el conductor se posó sobre mí. Lo sabía, lo entendía y pasados los aplastantes segundos, el auto hizo unas maniobras y salió disparado por la calle a una velocidad de Match 6.
Cada metro que se acercaba en mí dirección mí corazón se hundía en mí pecho. Fue ahí que pude discernir su rostro. 2 ojos rojos y pequeños hundidos profundo eran lo único que había en su cráneo pelado y pálido. Sus manos enguantadas se aferraban violentamente al volante, como su visión a mí figura. A su lado, de pasajero y aferrado por un cinturón de seguridad apretado, un cuerpo amorfo cercano a un capullo se hundía en el asiento. De igual palidez que el conductor lo único que presentaba eran 20 o 30 pelos negros gruesos brotando de dónde estaría su cabeza. No había cuello y la piel dejaba figurar finas venas azules. Respiraba lento y estoy seguro que su existencia es un eterno sufrimiento. Fuese lo que fuese estaba al borde de traer a este mundo algo horrible. El carro desapareció en la noche y solo me dejó la imagen del un dolor venidero.
Sentí el horror y la parálisis. Entendí haber visto un cuadro al que fui convocado sin mí consentimiento. Quería vomitar ya que en mí lengua el tacto de largos pelos negros se dibujo: Por mí garganta se deslizaba aquella abominación.
No podía gritar, estaba obstruido por la semilla de mis entrañas. Quería salir y no podía dejarlo: Mis instintos temblaban frente a parir el fin del mundo.
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NieYao | post-canon.
Cien años han pasado, el templo continúa destruido: la madera erosionada por el pasar de las estaciones, el oro y las finas telas arruinadas, velas e inciensos quemados hace mucho tiempo atrás. La luz se filtra entre las grietas y el polvo danza. El templo ha escuchado por un siglo los gritos que ahora permanecen como ecos guardados entre los muros. El espesor de la sangre y el resentimiento han mantenido alejado a cualquier forma de vida.
–¿Valió la pena? –Pregunta una voz masculina, sin más ira para dar, solo cansancio y vacío. Una duda genuina–. ¿Obtuviste lo que querías?
–Lo que te hice no se trataba sobre el poder, se trataba de sobrevivir. No me dejaste otra opción –la segunda voz responde suavemente, casi en un susurro, sonando tan cansado como la primera voz–. Yo no quería hacerlo.
Jin GuangYao se levanta. Aunque su cuerpo está roto, sus movimientos son graciles, su largo cabello fluye con el viento en una ligereza casi antinatural. Sangre que podría ser suya o no se adhiere a su piel.
Nie MingJue fija su mirada en los suaves movimiento del hombre más pequeño, emociones conflictivas arremolinándose en sus ojos.
El ex líder de la secta Nie se levanta también, como una fuerza de la naturaleza. El piso debajo de él podría partirse en cualquier momento con su poder. Hay un crujido siguiendo sus movimientos, pero son solo sus huesos una vez fragmentados. Hilos se entretejen por todo su cuerpo manteniendo unidas sus extremidades.
–Tú tampoco me dejaste opción, Meng Yao. Te dirigías hacia un terrible camino.
–Con todo respeto, no era de tu incumbencia, Da-ge. No tenías derecho a intentar asesinarme. Era una guerra, hice lo que creí mejor, pero ahora me doy cuenta de que quizá debí dejarte morir, ambos estaríamos en paz entonces, habrías tenido una muerte digna de un guerrero, y yo no hubiese vivido tanto tiempo aterrado de ti. En ese entonces solo intentaba salvarme –una pausa para respirar profundamente, casi parece que no dirá más, hasta que continúa en un débil susurro–, y, erróneamente, traté de salvarte también. Sé que no crees que mi vida valiera algo, pero, más allá del poder, sobrevivir es todo lo que siempre he buscado. Puedes culparme todo lo que quieras, pero no me arrepiento –Los ojos de Meng Yao se llenan de lágrimas, pero se niega a llorar más–. ¿Qué se supone que hiciera? ¿Dejar a todos humillarme y lastimarme una y otra vez? ¿Dejarte asesinarme? ¿Por qué matar te vuelve justo a ti y un monstruo a mí?
–Lo lamento, Meng Yao –interrumpe Nie MingJue, una de sus grandes manos colocada con cuidado en el hombro de Meng Yao. Es el toque más tierno que han tenido entre ellos incluso antes de sus muertes.
–¿Disculpa? –Jin GuangYao no puede creer lo que escucha. Su respiración, más una costumbre que una necesidad real, se detiene. Siente la mano en su hombro apretarse, como intentando que no huya, pero por primera vez, no lo lastima.
–Tienes razón, debí hablar contigo, realmente escucharte por una vez. Pero estaba enojado, me engañaste una y otra vez, Meng Yao. Fuiste hasta el punto de apuñalarte a ti mismo, ¿Cómo podría creer una sola palabra de ti?
–Estaba asustado. Tu juicio o el de mi padre, ambos me importaban, y ambos acabarían conmigo.
Los dos hombres permanecen en silencio, solo mirándose entre ellos por varios minutos, imágenes de cada momento juntos reviviendo en sus mentes aleatoriamente. Nie MingJue finalmente deja caer su mano, y da un paso atrás.
–Antes de mis últimos momentos, te escuché hablando con XiChen sobre mí, en ese entonces pensé que mentías, dime, no más engaños, ¿Realmente me temes, Meng Yao?
–Ya no. Estuve aterrorizado por ti durante mucho tiempo, pero cuando me tomaste del cuello antes de arrebatarme la vida y arrastrarme aquí, ya no te temía más. Solo había odio y resentimiento. El miedo se había ido.
–¿Aún hay solo odio? –Pregunta Nie MingJue, su mirada se posa intensa en el rostro frente a él, pero no hay juicio en su voz o su expresión. Parece incluso arrepentido.
–No. Ya no hay odio ni temor. Solo... Estoy cansado, Da-ge.
Le toma un momento a ambos asimilar las palabras de Jin GuangYao. Ninguno está seguro de qué significan, pero ambos saben que no son más mentiras.
–Yo también, Meng Yao.
La frase igualmente sincera. Es lo más cerca que ambos han estado de la paz.
–No puedo arrepentirme de haber intentado sobrevivir, Da-ge, pero te aseguro, lamento nuestro final, nunca fue mi deseo que ambos termináramos así.
Nie MingJue se gira mientras Jin GuangYao habla y vuelve a sentarse. Da unas palmadas al lugar a su lado antes de hablar él mismo:
–Acompañame, Meng Yao. Creo que tenemos mucho de que hablar aún.
Jin GuangYao duda por un momento, hasta que nota la mirada de tranquilo anhelo de Nie MingJue, y su propio rostro se suaviza en una pequeña sonrisa.
–Si aún ha quedado algo en este templo, permíteme preparar un té para nosotros antes, Da-ge.
#nieyao#nie mingjue x meng yao#nie mingjue x jin guangyao#jin guangyao#meng yao#nie mingjue#otp#mo dao zu shi#the untamed#lianfang zun#jgy#mdzs#chifeng zun#post canon
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aún si trasfondo se ve cargado de pesos que encuentra imposible de nombrar aún, actitud revoltosa en malkavian no es nada nueva. sobre barandillas que delinean camino del parque se equilibra para caminar, piernas aún frágiles confiando demasiado en fina madera que le soportan. ' psst ~ ' chista con poco disimulo a persona más cercana, inconfundible llamado de atención en uno de los pocos caminos más desolados del festival. ' tengo un postre sólo para ti ' canturrea, haciendo alusión al plato de tofu que carga al frente de su cuerpo con ambas manos. ' y no me digas que no te gusta la salsa picante ' incluso bajo luz tenue de los farolillos, referencia es clara a aquellos manchones de vitae sobre alimento blando. aquella es la única parte que no corresponde a su disfraz.
#𝔪𝔶 𝔟𝔢𝔰𝔱 𝔣𝔯��𝔢𝔫𝔡𝔰 𝔫𝔞𝔪𝔢 𝔦𝔰 𝔱𝔥𝔢 𝔯𝔢𝔞𝔭𝔢𝔯 ; starter.#mil disculpas la falta de tags; fui una mujer con una misión#quiero aprovechar estos días de libertad para pasear a los chiquis así que dejo esto para quien tenga lugar aún <3
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EL CLIENTE EQUIVOCADO.
Aquella noche Leticia lucía su mejor atuendo, incluido ese sombrero masculino que cubría su cabellera castaña concediendo un toque pintoresco a su atractivo rostro.
— ¿Puedo hablar contigo, hermosa? — preguntó a la distancia un hombre. Ella giró el cuello para observarlo y, como le pareció confiable, permitió que la abordara. El tipo se mostró afable. No sólo aceptó el precio indicado sino que, sin dudarlo, depositó en su palma enguantada un fajo de billetes. Ella no necesitó contarlos para saber que recibía mucho más de lo requerido por sus servicios. Guardó el dinero y se ajustó la pechera de su vestido oscuro, cerrándolo alrededor del torso para protegerse del frío, al tiempo que seguía tras los pasos de su cliente.
Avanzaron por la acera bajo la luz de las farolas a gas, rumbo a dónde debía él de estar alojado. El viento ululante, cargado de invierno, serpenteaba por las calles cada vez más estrechas y, al atenuarse la lumbre de los cafés de la plaza, se encontraron en la penumbra de la medianoche.
La chica aspiró por la nariz, que empezaba a gotearle, conteniendo la respiración mientras caminaba por el adoquinado. El hombre la agarró sin disminuir el ritmo de sus pasos, y la atrajo firmemente a su lado.
—Eres más fuerte de lo que pareces — le dijo la mujer, esbozando una sonrisa. — Eso me gusta, muchacho. — afirmó entre risas, y se inclinó contra su acompañante, insinuándose con cierta torpeza, pues apenas veía por dónde pisaba y la cabeza le daba vueltas. Tenía aguante para el vino, cosa precisa para su trabajo, pero aquella noche había bebido demasiado rápido, necesitada de ese calor interno ahora que los callejones en los que solía ejercer empezaban a volverse gélidos.
El cliente no reaccionó ante su risa, pero a la joven le daba igual. Él estaba perdido en algún lugar de su propio mundo, sintiendo quizás la culpa prematura por aquello que aún no había hecho. Probablemente tuviera a su esposa en casa, inquieta y encerrada en una salita oscura, con las piernas remilgadamente juntas, imaginó con picardía Leticia. Resopló por la nariz, sonriendo con suficiencia. Doblaron una esquina y se sorprendió al ver que él se paraba delante de un pequeño taller artesanal. No esperaba que la llevara a ningún lugar extravagante. Su abrigo y sus pantalones estaban desgastados, pero eran prendas finas.
Creyó que se alojaría en una de las casas de huéspedes que había cerca, tampoco la más elegante, pero sí una limpia y cómoda. Le apetecía sentir la suavidad de las sábanas bajo su cuerpo y, con algo de suerte, si él se quedaba dormido, podría descansar cómodamente hasta que se despertara y la echara. Frunció el ceño al observar que el individuo abría la puerta de madera: tal vez no hiciera mucho calor dentro, pero al menos estaría a refugio del viento.
Había tenido sexo en demasiados lugares extraños como para estar preocupada, pero no dejaba de ser una decepción. Ante todo sentía un cansancio que ni el vino podía combatir. Su caballero ya había abonado el precio pactado, así que no le cabía duda de que se tomaría su tiempo. Eso sí, nada de hacerlo dos veces, por muchas libras que le hubiera pagado de antemano.
—Me gusta tener intimidad —murmuró el individuo, como si tuviera que darle explicaciones, y la guío hacia el interior. Cerró la puerta y encendió una pequeña lámpara de gas que proyectaba alargadas sombras sobre el suelo polvoriento.
El alma se le volvió a caer a los pies a Leticia. El sitio estaba sucio y abandonado. Creyó ver una mesa en la esquina del fondo, pero la escasa luz que entraba a través de la mugrienta pantalla de cristal no llegaba tan lejos. Él se acercó hasta que estuvieron cara a cara. La tomó por los brazos.
De nuevo le asombró la fuerza que tenía, especialmente considerando su enfermizo aspecto. Trató de ignorar las manchas violáceas que salpicaban su rostro algo hinchado, y concentró la mirada en sus ojos azules.
—No te preocupes, lo pasaremos bien — le aseguró, sonriendo e inclinando la cabeza con coquetería. Suponía que a él le gustaría oír esas palabras, que de esa manera vencería su timidez.
— Déjamelo a mí, pequeño. — le susurró, mientras estiraba la mano para frotarle la entrepierna y palparlo suavemente; pero él no la dejó proseguir, sino que le apretó los brazos y la empujó hacia el fondo del taller. Su brusquedad la asombró un poco, y se tropezó, aunque de nuevo su cliente la sostuvo.
—No me pareces el típico tío duro, querido. — Ella soltó una nerviosa risilla, tratando de aliviar la repentina tensión.
— ¿Por qué no vamos más despacio? ¿Por qué no...?
La joven apenas tuvo tiempo de reaccionar, y no pudo hacer el menor gesto defensivo. No había visto el cuchillo que su cliente ahora sostenía, y que cayó como un rayo sobre su garganta, abriéndola, provocando ese tajo enorme.
Un insoportable dolor la paralizó. Provenía desde su cuello mutilado. Leticia tuvo la visión borrosa de su cuerpo desplomándose encima del charco recién formado con su sangre fresca, que no paraba de brotar.
*Texto de Gabriel Antonio Pombo.
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Forjador
Él recordaba aquel día con bastante detalle.
Pese a los años que habían pasado desde entonces, en la piel de sus brazos aún podía percibir el familiar cosquilleo del viento y el roce de la corteza del árbol tras el que había intentado esconderse.
Aún podía rememorar cómo la voz de su padre había retumbado por el campo, interrumpiendo el silencio que tanto se habían esforzado en mantener. Desafortunadamente, el apresurado ritmo de su corazón en aquellos momentos también le había impedido comprender sus palabras.
Los segundos de silencio que lo prosiguieron le habían parecido eternos.
Y más cuando, a pesar de que el árbol ocupaba la mayor parte de su campo visual, era plenamente consciente de que la figura de su padre continuaba al otro lado.
La segunda vez que su padre había hablado, él había sido capaz de reconocer su nombre y había tragado saliva antes de reunir el valor suficiente para salir de detrás del árbol y caminar en su dirección.
Aunque la vegetación a sus pies jamás le había resultado tan interesante.
El pesado suspiro de su padre no se había hecho esperar.
(Estaba bastante seguro de que, si al tragar saliva no hubiese hecho tanto ruido, era muy probable que hubiese podido escuchar alguna que otra risa de los que proseguían escondidos).
Su padre le había reclamado que lo mirase a los ojos tras haber recorrido poco más de la mitad del trayecto. Él había tragado saliva antes de obedecer, aunque su atención se había visto atraída de inmediato por un destello a la altura de su pecho, aislado del que emitía la armadura de por sí.
El brillo, según había podido apreciar, provenía de una serie de ornamentos metálico acoplados en la superficie de una pequeña vaina de madera. Un pequeño pomo alargado sobresalía de uno de sus costados, con una capa de barniz tan brillante y suave que ni siquiera parecía del mismo material que la carcasa.
Apenas se había dado cuenta de que tenía la boca abierta hasta que su padre le había puesto una mano bajo el mentón y había juntado sus dientes.
—E-Esto... —Había alzado su rostro hasta encontrarse con los ojos almendrados de su padre—. ¿E-Es...?
Las comisuras de los labios del hombre se habían alzado.
Y, a continuación, había hincado una rodilla para quedar a su altura y extender la funda en su dirección.
—Ya es hora de que tengas una propia y dejes de destrozar las de madera. —Su padre había rodeado su fina muñeca con sus dedos y le había obligado a sujetar la vaina.
En cuanto su padre la había soltado, el peso le había obligado a utilizar ambas manos. Y, aun así, había necesitado apoyar la punta en el suelo para evitar que se le escapase de su agarre.
Había sentido sus mejillas enrojecer ante la sonora carcajada de su padre. Sus labios se habían presionado entre sí mientras se esforzaba para que el picor de sus ojos no fuese a más.
Una presión en su hombro le había obligado a alzar de nuevo su rostro hacia él.
—Adelante, pruébala. Sácala para acostumbrarte a ella.
Él había parpadeado antes de agachar su rostro de nuevo hacia la carcasa. Había retirado con lentitud una mano temblorosa de la vaina y la había apoyado sobre la empuñadura.
Sus dedos se habían presionado en las pequeñas hendiduras que podía percibir, prácticamente imperceptibles a simple vista, y se había sentido con la necesidad de inspirar hondo.
Con un simple tirón, el filo de la espada se había encontrado libre de la vaina. El retroceso en respuesta había hecho que su agarre sobre la empuñadura se aflojase, aunque los dedos callosos de su padre sobre los suyos habían evitado que la espada se le escapase por completo.
También le habían permitido captar con mayor exactitud cada uno de los detalles del mango, incluyendo una pequeña inscripción a un costado.
Su padre había sujetado su mano y había guiado su brazo en una estocada; un gesto demasiado familiar si no hubiese sido por el peso de la hoja. Y aquella sensación no había hecho más que empeorar cuando su padre le había soltado y había vuelto a apoyar el filo en el suelo.
Él no se había visto capaz de apartar sus ojos de la punta, cuya superficie reluciente había quedado enturbiada por el barro.
—Solo tienes que limpiarla. —La voz de su padre le había hecho sobresaltarse, aunque no lo suficiente como para alzar su rostro. Tampoco las manos que había depositado sobre sus hombros—. Te acostumbrarás a utilizarla con el tiempo. Confío en ti.
A continuación, se había puesto en pie y le había dado la espalda. Apenas había podido escuchar cómo sus pasos habían ido perdiendo fuerza; sus manos estaban presionadas con tanta fuerza en la empuñadura que sus nudillos se habían quedado blancos.
Y había intentado levantarla.
Hasta que lo había conseguido.
Y después había tratado de controlar sus movimientos con ella.
Hasta que lo había conseguido.
Después de todo, era un regalo de su padre.
Y la había llevado consigo incluso después de su muerte, aunque, con el tiempo, la empuñadura había quedado tan desgastada que había tenido que cambiarla por una de latón. No mucho tiempo después, había tenido que fundir la integridad de la hoja para asemejar sus dimensiones a las de los siglos posteriores.
Pero la había mantenido junto a él la mayor parte del tiempo.
Hasta el momento en el que había tenido que entregarla como herencia.
#soldado inmortal#aph spain#hws spain#aph rome#hws rome#historical hetalia#quería hacer algo por el día de la hispanidad#y la idea me llevaba rondando la cabeza varios días#ojalá la relación entre España y Roma pudiese definirse en algo tan corto
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Que instrumento es el que más te duele con cada azote? La vara? látigo? Lo que más me ha dolido a mí, son las fustas finasblargas de 1.30, y el cable eléctrico.
Nunca me han azotado con un cable, pero si con latigo, fusta y diferentes palas, con mucha diferencia lo que mas duele son las varas de madera fina y larga, duele mucho y ademas el dolor llega en varias "oleadas" 🥵
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¿Cuál es tu top 5 de comidas españolas favoritas? - danipedrosas-boatest
Hola Libby 👋👋👋👋.
No sabía que hablas Español y esto me ha pillado muy de sorpresa.
1- Las tapas. Es uno de los platos más típicos y es un conjunto de platos y que pueden variar de un sitio a otro 8incluso de un bar al de al lado). Básicamente las tapas son platos que se sirven anted de la comida o como primero. También se puede cenar de tapeo o hacer una comida completa con amigos así. Es muy versátil.
Las tapas más comunes son la rabas (puede ser un plato solo), calamares a la romana (puede ser un pl,ato solo), croquetas (mis favoritas son las de jamón serrano, que pueden ser también un plato completo), patatas bravas, anchoas en vinagre, aceitunas/olivas, ¡pero muchas más!
2- Crema Catalana. Es un un postre típico Catalan. Son natillas con una fina capa de azúcar caramelizado. Esta buenisino, pero por desgracia solo me gustan los que hacen en los restaurantes de comida típica Catalana.
Para mi la mejor parte es golpear el azúca y escuchar como cruje y se rompe.
3- Torradas/Tostadas. Esto deriva de un plato Catalan típico que es el pa amb tomàquet (pan con tomate) que es pan tostado con tomate restregado (no en rodajas), aceite y sal. las Torradas (en Catalan) es pan de pages tostado con embutido. puede o no llevar tomate. Mis favoritas son las de jamón (tanto dulce como serrano), queso y lomo.
4- Pulpo a la gallega/pulpo a feira (en gallego). Que es pulpo cocido y servido en un plato de madera con a sin patata y con pimentón al gusto.
(Puede ser servido como tapas también).
5- Y como se acerca la semana santa, otro postre típico que también esta buenísimo. Las torrijas. Es pan duro del día anterior mojado en leche, a la qual se le da sabor con canela y la piel del limón, y luego frito. Una vez seco se añade azúcar con canela. Esta buenisimo.
Hay algunas variantes de esta receta donde se hace al horno o se sirve frito pero con leche. En alguna ocasion mi madre las ha echo con la piel de la naranja en vez del limón.
Honorable mencion a los canelones. Que si bien no es receta española, es una adaptación de una receta Italiana a los gustos Catalanes sel siglo XIX/XX, es uno de mis platos favoritos.
Ups creo que me ido un poco por la tangente.
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Capítulo XXVI: Poción de elocuencia
Despertó al mediodía. Habría seguido durmiendo si no fuera porque algo, una caricia persistente que recorría su brazo de arriba a abajo, la sacó del sueño. Alicent entreabrió los ojos, aturdida. Los rayos de Magnus caían sobre su rostro, cegándola. Cerró los ojos y giró sobre sí, convencida de que estaba en su casa a pesar de que su cama nunca antes se había sentido tan cómoda. Se estaba a punto de volver a dormir cuando una nueva caricia la ató a la vigilia. Aunque intentó pedir cinco minutos más, solo salió un gruñido de su boca. Tenía demasiada sed.
—Nunca imaginé que durmieras tanto —dijo Seth—. Estás muy bonita durmiendo, hasta cuando babeas —comentó con una risa suave.
Alicent parpadeo un par de veces, desconcertada. ¿Qué hace Seth en mi habitación? Se removió en la cama y estiró el brazo, buscando su manta de piel para cubrirse, avergonzada de que él la estuviera viendo así. Tanteó la tela mientras volvía en sí hasta que se dio cuenta de que estaba tocando la manta, pero no su manta. Se parecía más a las que Idgrod y Joric tenían en sus habitaciones. Extrañada y medio despierta volvió a girar sobre sí, hacia la luz, hacia la voz de Seth, dispuesta a descubrir lo que estaba pasando. Fue durante el giro que terminó de despertar, y los recuerdos de la última noche la atravesaron como el rayo la atravesó en el pasado: sintió su cuerpo entumecido paralizarse, y sus brazos empezaron a temblar tanto que parecía estar convulsionando. Incluso podía sentir el escozor justo en la zona por la que había entrado.
Alicent se aferró a las sábanas. Eran más finas y ligeras que ninguna otra sábana que hubiera usado nunca, tanto que ondeaban un poco por el tembleque de sus manos, haciendo cosquillas sobre su piel. Seguía desnuda, tal y como Seth la dejó en la cama después de… después de…
Abrió los ojos de par en par. Seth estaba de pie frente a ella, sonriendo como si nada. Como si acabara de regresar del Cerro tras un día normal y todo estuviera bien. Alicent se incorporó despacio sin apartar la vista de él, sin apenas parpadear, aferrada a las sábanas con ambas manos bajo la barbilla, ocultando su desnudez. Sintió la tentación de taparse hasta la cabeza como hacía por las noches, cuando se quería ocultar de los monstruos. Pero ahora vivía en una torre llena de monstruos, de vampiros. Y luego estaba Seth. En aquel momento Seth también le parecía un monstruo, aunque fuera humano.
—Te he traído esto, supuse que tendrías hambre.
Seth dejó una bandeja de madera redonda junto a ella. Tenía un vaso con zumo, un par de bollos dulces, un trozo de empanada de carne y una jarra con agua. Alicent se lanzó a por el agua y bebió varios vasos con desesperación; la última vez que había comido y bebido había sido en Morthal, en su casa. Miró hacia la comida, pero tenía el estómago revuelto. En realidad, sentía un malestar general por todo el cuerpo que crecía junto a su tensión, como alimentado por los nervios.
—No tengo hambre —murmuró, mientras alzaba la mirada despacio, desde la bandeja hasta sus ojos.
—Entiendo —dijo él—. Prefieres que hablemos antes. Imagino que tendrás muchas preguntas.
Seth no parecía sorprendido. Ni siquiera parecía sentirse ni un poco culpable. Le mantuvo la mirada sin problema e incluso suspiró con pesadez, como si le molestara su actitud. Aquello la enfadó. La enfadó tanto que el malestar y las ganas de llorar se convirtieron en coraje.
—Tampoco quiero hablar contigo —espetó.
Seth apretó los labios y la miró con advertencia. Su madre siempre la miraba así cuando seguía pidiendo algo que ya le había denegado, como cuando insistió en ir a Soledad junto a sus amigos hacía un par de años, la primera y única vez que la jarl la había invitado a un viaje. Sabía lo que significaba aquella mirada: “Sigue así y te ganarás un castigo”. Seth se sentó a su lado y apoyó una mano en su hombro. Alicent no se atrevió a apartarla de un empujón, amedrentada por su mirada, pero el tacto de su piel era algo insoportable y vertiginoso, tanto que se tuvo que mover.
—Aléjate de mí —dijo casi en un grito, con la voz llena de desesperación.
Prácticamente, saltó al otro extremo de la cama. Lo hizo de una manera tan brusca que, sin querer, tiró la bandeja. El pastel y los bollitos salieron volando, el zumo se desparramó por la cama y por el suelo, donde tanto el vaso, la jarra, como el resto de la vajilla cayeron, armando un estruendo. Seth se levantó a tiempo de esquivar el zumo y se quedó de pie desde el extremo de la cama. Alicent lo miró, aunque no lo quería ver; se sentía más segura si podía vigilarlo.
—¿Pero se puede saber qué te pasa? —preguntó Seth con sorpresa, mirando el desastre que había hecho en el suelo— ¿Te has vuelto loca?
—¿Cómo que qué me pasa? Me pegaste —acusó con la voz crispada, incrédula, sin poder creer que tuviera que justificar su actitud—. Seth, me trajiste a un nido de vampiros. Y luego… luego… —Alicent apretó los ojos con fuerza y se le escaparon las lágrimas ante el doloroso recuerdo del abuso—. ¿Cómo pudiste hacerme eso…?
—Pensaba explicártelo ahora, pero… —Seth se pausó un momento y frunció el ceño, como si acabara de caer en la cuenta de algo—. Espera, ¿qué se supone que te he hecho?
Alicent parpadeó un par de veces, mirándolo. Seth la miró de vuelta con una expresión tan desconcertada que Alicent se la creyó. Tanto que, por un momento, se preguntó si en vez de cruel no sería estúpido. Alicent apretó los puños bajo la barbilla, todavía aferrada a la sábana.
—Te aprovechaste de mí. Me… Me… —violaste. Esa era la palabra, pero Alicent fue incapaz de decirla en voz alta. Intentó buscar otra forma de llamar a lo que había pasado la noche anterior, pero no la encontró—. Yo no quería, y tú me…
—¿Yo, qué? —la cortó Seth, con ambas cejas levantadas y una mirada desafiante.
Alicent se encogió en el sitio, pero no se dejó amedrentar.
—Me usaste como a una muñeca y me metiste… me metiste eso. Me obligaste a…
—Yo no te obligó a nada.
Seth la cortó de nuevo. Alicent abrió la boca con indignación e intentó defenderse, pero Seth levantó la mano, haciéndola callar.
—No, déjame hablar a mí, Alicent.
Apretó los labios, mirándolo. No le interesaba nada de lo que él tuviera que decir, no había excusa en el mundo que justificara sus actos, pero no tenía otra opción. En aquel momento dependía de Seth para poder volver a Morthal. Dependía de él incluso para abrir la maldita puerta del cuarto. Así que asintió, se cruzó de brazos con cuidado de no soltar la sábana y lo miró en silencio, haciéndo saber que lo escuchaba.
—Tú elegiste venir, yo no te obligué. ¿No es verdad? —Alicent apretó los labios y asintió—. Y anoche te di muchas oportunidades para parar, pero no hiciste nada, ¿o me equivoco? —Aunque en esa ocasión Alicent no hizo ni dijo nada, Seth se tomó su silencio como una confirmación—. ¿Ves? Tú querías hacerlo tanto como yo, Alicent, no sé cómo puedes acusarme de algo así.
Alicent quedó atónita, sin palabras. ¿Era posible que Seth creyera de verdad que ella había querido? Su boca se torció en un mohín disgustado y bajó la cabeza. Aunque no podía recordar todo con exactitud, era cierto que él le había dado la opción de bañarse sola y que ella no se había negado a su ayuda. ¿Había sido su culpa? Quizá si se hubiera esforzado un poco más podría haber hecho o dicho algo y nada de aquello hubiera pasado.
Seth pareció darse cuenta de que estaba bastante confundida, porque su mirada adquirió un matiz comprensivo. Rodeó la cama y se volvió a sentar junta a ella, con el cuerpo girado en su dirección. En esa ocasión no la intentó tocar, cosa que ella agradeció internamente.
—Alicent, lo que pasó fue porque tú quisiste. Porque sientes algo por mí, al igual que yo lo siento por ti. Entiendo que… —miró hacia abajo, hacia su vientre cubierto por la sábana. Alicent se aferró más a la sábana y él subió los ojos a los suyos—. Es normal que te duela, ¿vale? Y se te pasará. Siempre ocurre la primera vez. Pero no es justo que me acuses de algo así solo porque no ha sido como sea que te hayas imaginado. Es que no, Alicent. ¿No te das cuenta de lo horrible que es lo que insinúas? Haces que parezca… que me sienta un monstruo.
Alicent agachó la mirada, sintiendo una punzada de culpa. Intentó ponerse en su lugar y pensar en cómo se sentiría ella en su situación. Por más vueltas que le dio, no se veía capaz de hacerle daño de manera voluntaria. No se veía capaz de dañar a un extraño, mucho menos a alguien a quien quería. Era imposible. Y como Seth la quería, debía ser lo mismo para él.
—No sabía lo que estaba pasando —reconoció en un hilo de voz, bajando la mirada—. Estaba tan asustada que ni siquiera me podía mover. ¿Cómo…?¿Cómo pudiste pensar que quería hacer… eso, después de todo lo que acababa de pasar? —lo miró, con lágrimas en los ojos. No solo quería que él la entendiera, sino que también lo quería entender ella misma—. Creía que… Después de lo que pasó en el Cerro… Me prometiste que esperarías —acusó al fin antes de romper en llanto, sintiéndose traicionada al recordar la promesa rota.
Seth parpadeó un par de veces y luego la miró de esa manera que hacía que se sintiera tonta, como si hubiera dicho una estupidez.
—Y he esperado. He esperado a que estemos juntos, a que vivamos juntos. Estamos comprometidos, por Mol… —Seth se cortó y respiró hondo, su nariz aleteó un par de veces y la miró con frustración—. Por Los Ocho, Alicent. ¿Cuánto más querías que esperara? ¿A después de la boda? Ya no estamos en la Segunda Era.
Molag. Casi jura por Molag.
Seth apoyó una mano en su pierna y Alicent se levantó de la cama sin soltar la sábana, de nuevo atemorizada. Lo poco que sabía de Molag Bal bastaba para saber que jurar por él era algo malo. Muy malo. Quería apartarse más de él, de la cama, pero el cuerpo de Seth tenía atrapada la sábana contra el colchón y Alicent no tenía más ropa con la que cubrirse.
—¡No me toques! —pidió con la voz rota. Se sorbió la nariz, sintiendo como las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. No me toques —repitió más bajo, susurrando.
Seth se tensó y el enfado brilló en su mirada. Al hablar, su voz sonó mucho más fría que antes, sin ningún rastro ya de comprensión ni paciencia.
—Lo diré una sola vez. Si quieres vivir aquí, tendrás que empezar a portarte como una adulta. Ya eres una mujer, Alicent —le recordó—. Y yo soy un hombre, y no tengo por qué aguantar esto.
Seth se levantó de la cama y Alicent pudo retroceder hasta pegarse contra uno de los cuatro pilares que, junto al medio muro de piedra, delimitaban el área de la cama. Reprimió un respingo al sentir la piedra fría contra su piel desnuda. Seth hizo un gesto de desdén con la mano y le dio la espalda. Antes de salir de la habitación, un aura morada rodeó su mano y un lobo salvaje, también rodeado de un halo morado, apareció a los pies de la cama. Siempre que Seth invoca un animal, su magia es morada. Pero cuando no, es blanca. Aquel lobo la miró de una forma extraña, como si quisiera abalanzarse a ella, pero en lugar de eso rodeó la cama y empezó a comer y a lamer la comida y el líquido que habían caído al suelo.
Alicent se quedó mirando hacia el animal y no volvió a alzar la vista hasta que escuchó pasos acercándose. Seth había vuelto a la habitación y caminaba hacia ella, mientras terminaba de beber una poción. Alicent miró el frasco, opaco, amarillo y circular, sin ser capaz de reconocer qué poción era. Se pegó más contra la pared cuando Seth se detuvo, apenas a medio paso de ella. La miró con hartazgo.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer ahora? ¿Te vas o te quedas?—preguntó. Alicent lo miró con incertidumbre y sintió una punzada de esperanza—. Pero si te vas…, olvídate de volver nunca, porque…
—¿Me puedo ir? —interrumpió, mirando hacia la puerta de la habitación y luego a él—. ¿De verdad?
Seth la miró con una extrañeza que su expresión corporal reforzó.
—Pues claro que te puedes ir. ¿Pero tú has visto cómo me tratas? —reprochó—. Primero te meas encima y haces que te limpie yo. Luego me acusas de que he abusado de ti cuando eras tú la que estaba encima, y no contenta con eso tiras la comida que te he preparado. Que esa es otra —sonó extrañamente herido, como si aquel detalle lo molestara sobremanera—. La preparé yo, porque quería hacer algo especial por ti durante tu primer día aquí, y mira cómo me lo has pagado. Si así va a ser nuestra vida juntos, ¿crees que te quiero aquí? Vete cuando quieras, porque, ¿qué será lo próximo que digas si te intento hacer cambiar de opinión? ¿Que te tengo secuestrada?
Alicent abrió la boca, sorprendida, pero la cerró de inmediato con vergüenza, sintiéndose culpable por haberlo hecho sentir así. Aquella situación era agobiante y le costaba estar segura de nada. A veces parecía obvio que él no había hecho bien las cosas, pero después se mostraba frágil y, desde su perspectiva, ella tampoco se estaba comportando bien. Seth se giró, frustrado. Parecía al límite. A Alicent se le encogió el estómago al verlo resoplar mientras se pasaba una mano por el pelo hasta dejarlo revuelto, como si no supiera qué más hacer para que le entendiera. Ella se sentía exactamente igual. Odiaba aquello, el estar haciéndose daño así, mutuamente.
De golpe, Seth tuvo un arrebato. Gritó con frustración y lanzó el frasco que tenía en la mano contra una de las paredes exteriores. El frasco explotó y los fragmentos de cristal cayeron por la zona del escritorio bajo la mirada tensa de Alicent. Entonces un nuevo ruido estridente la sacó de sí; Seth acababa de patear la jarra de agua metálica. Se encogió de nuevo por el ruido, asustada, y lo miró con precaución. Seth respiraba de manera superficial, intentando tranquilizarse. Odiaba verlo así, tan afectado. Además, descubrir que él estaba dispuesto a dejarla ir la hizo sentir peor, más culpable.
—Seth, yo… Yo no quería que pasara nada de esto. Yo… —se intentó explicar.
Seth la cortó con un resoplido derrotado.
—No querías que pasara nada de esto, no querías que pasara lo de ayer… —replicó sin mirarla—. ¿Hay algo que quieras?
Alicent reprimió un sollozo, por el reproche. Aunque sabía lo que quería, no fue fácil decirlo, porque entendía las consecuencias. Seth lo había dejado claro, nunca volverían a estar juntos. Nunca la dejaría volver con él. Aún así, lo único que Alicent deseaba en aquel momento era volver a Morthal. Daba igual que Lami la fuera a castigar de por vida, porque tras regañarla la abrazaría y cuidaría de ella hasta ayudarla a olvidar todo lo que había pasado.
Tomó aire, cuando logró hacerse cargo de su decisión.
—Quiero irme a casa.
Seth la miró con una expresión indescifrable que le heló la sangre.
—Me temo que no puedes volver a tu casa —dijo Seth—, pero viendo lo visto quizá lo mejor sea que te vayas de aquí.
—Pero… Pero has dicho… ¿Por qué dices eso? —preguntó, confundida. ¿Cómo no iba a poder volver a su casa? Por muy enfadada que estuviera su madre, Alicent estaba segura de que la recibiría. Entonces su cara perdió el color—. Mi… ¿Mamá ha…? —dejó la pregunta en el aire.
Seth la miró en silencio, apretando los labios. Cuanto más tardaba en responder, más le dolía cada latido de su conrazón. Hasta las piernas le fallaron, y se empezó a escurrir lentamente hasta el suelo. No podía ser verdad. Su madre no podía estar muerta. Cuando ya estaba sentada sobre la fría piedra, Seth se agachó frente a ella.
—Lami está viva. Llegué justo a tiempo. —Seth apretó los labios unos segundos antes de seguir hablando—. Mira, Alicent, a pesar de que tú fuiste la primera en agredirme, te quiero pedir perdón por devolverte el golpe. No debí hacerlo, pero perdí los nervios. Venía justo de salvar a tu madre y a todo el pueblo, y lo primero que me encuentro es a ti encerrada en una celda por haber tratado mal a mis amigos. Y en cuanto te saco y te traigo aquí para que estés más tranquila y podamos hablar, vas y me dices que me odias. —Seth agachó la mirada hacia el suelo, hacia el espacio existente entre sus pies y sus rodillas—. No debí traerte aquí. Soy un idiota —musitó—. Está claro que lo haces. Desde que te traje, no dejas de demostrar que lo haces.
—Yo te quería, Seth —susurró, con la voz ahogada por las lágrimas.
—Me querías… —repitió él, todavía sin mirarla. Suspiró de nuevo y se levantó. Alicent tuvo que alzar la barbilla para poder mirarlo a la cara. Parecía tan triste que su corazón, maltratado desde la noche anterior, se retorció un poco más en su pecho—. Pues ya está. Aquí se acaba todo. Voy a hablar con Movarth para ver qué hacemos contigo.
Alicent tardó unos segundos en adivinar quién era Movarth. Laelette había llamado así al vampiro que estaba dibujando los planos cuando ella entró a la sala.
—¿Cómo que qué vais a hacer conmigo? —preguntó con un hilo de voz, temiendo la respuesta.
—El clan de Movarth es como mi familia, Alicent. Pensaba que podía confiar en ti y compartirte nuestro secreto, pero… está claro que no puedo confiar en ti. —Alicent abrió los ojos sorprendida, aterrada, empezando a negar al entender lo que sugería— Seguro que vuelves a Morthal y le cuentas a todo el mundo sobre el clan o, peor, que te he violado. No puedo permitir eso, Alicent. No podemos.
Aquello solo podía significar una cosa. Voy a volver a la celda. Y no por solo unas horas. Empezó a temblar, tanto que la sábana se resbaló de sus manos, cayendo sobre sus piernas. En aquel momento tenía tanto miedo que ni siquiera pudo sentir vergüenza por quedar desnuda; se separó de la pared y quedó de rodillas ante él, se agarró a la tela de sus pantalones y alzó la barbilla para mirarlo, desesperada.
—N-No, Seth… Por favor… Yo… yo te quiero, no me…
Seth bufó con cinismo.
—¿Ahora sí me quieres?
—Te quiero, lo juro. Haré lo que sea para demostrarlo —ofreció en un acto de desesperación—. No quiero… Quiero estar contigo —aseguró, mientras se agarraba a sus piernas con fuerza, impidiendo que él pudiera alejarse—. Por favor, Seth —su llanto se hizo más fuerte—. Lo que sea —repitió—, para que me creas.
Seth la miró unos segundos antes de ladear un poco la cabeza y estrechar los ojos.
—Bien. Si dices la verdad, demuéstralo.
Alicent le devolvió la mirada, parpadeando un par de veces con rapidez para deshacerse de las lágrimas.
—¿C- cómo? —tartamudeó.
—Ya sabes cómo.
Alicent abrió mucho los ojos al comprender, y tuvo que morderse el labio inferior para contener el ruidoso llanto que quiso acompañar sus lágrimas. Quería que hicieran eso de nuevo.
—Si tan solo supieras lo difícil que es —dijo Seth, suspirando con pesadez—. ¿Crees que me gusta ver cómo lloras y te resistes? Ayer cuando estuvimos juntos, tú me diste permiso. Lo hiciste en el momento en el que no dijiste no. Te di la opción de parar, y tú te quedaste callada. Lo único que quiero es que me quieras tanto como yo te quiero a ti, Alicent, ¿por qué lo tienes que hacer tan difícil?
—Tienes razón —respondió con un tono apagado, pensando en la celda fría y oscura, rodeada de esclavos semidesnudos que servían de alimento y a saber de qué más a los vampiros. No quería volver allí por nada en el mundo—. Perdón por no haber sabido decir que no quería —añadió, soltando una de sus piernas para limpiarse las lágrimas con un nudillo—. La próxima vez… La próxima vez te lo diré. Lo prometo.
—No es lo que quería decir —dijo Seth, cansado—. Te quiero y, según tú, también me quieres. Vamos a estar juntos y a pasarlo bien, ¿vale? Nadie dice que tengas que hacer algo que no quieres, pero debes entender que yo no tengo por qué seguir esperando por ti. Si no queremos lo mismo, no tiene sentido que sigas conmigo.
Alicent tragó saliva, sintiendo que se le erizaba la piel. Había captado la amenaza.
Seth se inclinó y la ayudó a ponerse en pie. Aunque estaba completamente desnuda, él la miró a los ojos.
—Mira, Alicent, no quiero que te sientas obligada a nada. Solo entiende que tengo mis necesidades.
—Vale —aceptó, agotada. Si aquello tenía que pasar, quería que pasara cuanto antes.
Los ojos de Seth brillaron de una manera extraña, oscura. Dio un paso hacia ella y volvió a ladear la cabeza; ahora su expresión le recordó a la del lobo que había invocado.
—¿Vale? —preguntó. Alicent asintió, con el cuerpo cargado de tensión—. ¿Vale, qué?
Alicent agachó la mirada, muerta de vergüenza y de miedo, odiando que estuviera prolongando aquello, haciéndolo más humillante para ella.
—Que lo haré —masculló—. Lo haré por ti.
—¿Que lo harás por mí? —cuestionó Seth. El tono que usó la hizo saber que había dicho algo mal, aunque no entendió el qué hasta que él siguió hablando—. Y luego, la próxima vez que no sepas controlar tus emociones, ¿qué harás? ¿Volver a decir que te violé? No, Alicent. Pídemelo. Pídeme hacerlo y entonces, te creeré.
Seth acortó la distancia con ella y le levantó la barbilla, obligándola a mirarlo a los ojos.
—Pídelo, Alicent. O se acabó.
—Pero… —balbuceó—. Pero no sé cómo…
Seth suspiró. Su aliento caliente chocó contra su cara. Tenía un olor floral que Alicent reconoció. Olía a lengua de dragón y a cardo lanudo, los ingredientes base de las pociones de elocuencia. Alicent apretó los puños con rabia al comprender que él había hecho trampa, que la había manipulado. Pero optó por no decir nada, consciente de que la rebelión solo la llevaría a una celda.
—Dime que me quieres —ordenó Seth.
—Te quiero —dijo al instante, sin vacilar. No era mentira, le quería. Al menos a una parte de él, aunque esa no estaba presente en ese momento. Si es que existe.
Seth sonrió satisfecho, con amplitud. La seguía mirando como si fuera un lobo y, ella, su presa.
—Ahora di que quieres ser mía.
—Quiero… Quiero…
Las palabras no salieron de su boca. No podían. Seth tensó la mandíbula y sus dedos se tensaron, agarrando su mandíbula con más fuerza que antes.
—Dilo.
—Quiero… Quiero ser tuya —consiguió decir, con nuevas lágrimas resbalando por su cara.
Sin pronunciar palabra, Seth rompió la distancia y se pegó a su cuerpo y la empezó a besar a la vez que dirigía su cuerpo hacia la cama. Alicent correspondió al beso con más empeño que nunca, desesperada por cumplir sus expectativas y evitar que la encerrara en el sótano. Se besaron sin pausa hasta que Seth se separó para coger aire. Él retrocedió un paso y la miró de pies a cabeza.
—Desvísteme —ordenó.
Alicent contuvo las ganas de negarse y empezó a hacerlo con torpeza. Le quitó primero la camisa, mientras él acariciaba su cuerpo desnudo. Tenía los pezones duros por culpa del frío y esto pareció satisfacer a Seth.
—En el fondo tú también quieres —comentó tras acariciarlos.
Alicent no replicó. Luego Seth metió la mano entre sus piernas, pero la sacó a los pocos segundos con un resoplido, mirando sus dedos. Alicent siguió su mirada y vio que estaban completamente secos. La miró con reproche, como si aquello fuera culpa suya, y después cogió una almohada y la tiró al suelo, frente a él.
—Ponte de rodillas, sobre la almohada.
Su voz sonó tan malhumorada que Alicent obedeció sin rechistar, pese a las dudas. Se arrodilló encima de la almohada, con el cuerpo orientado hacia él. Seth desanudó sus pantalones con parsimonia y los bajó, dejando libre su miembro. Era… pequeño. Alicent lo miró con atención. Por un momento se preguntó cómo era posible que esa cosa pequeña, flácida y rosa le hubiera hecho tanto daño la noche anterior.
Seth malinterpretó sus ojos sobre él, porque sonrió con orgullo. Se empezó a masajear el miembro y Alicent parpadeó confusa, viendo cómo se inflaba hasta que estuvo completamente duro. Ayer, en la bañera, habría jurado que era del tamaño de su antebrazo, pero, ahora que lo tenía enfrente, pudo apreciar que no era más grande que su mano.
—Bien. Ahora, abre la boca.
Alicent levantó la barbilla, sin entender para qué quería que hiciera eso.
—¿La boca?
—Hazme caso. Esto lo hago por ti, para que no tengas que hacer nada que te duela.
Aún confundida, le hizo caso y, para su horror, lo acercó a su boca. Alicent la cerró por un impulso, pero Seth empezó a restregar la punta contra sus labios y también los golpeó un par de veces, hasta que Alicent cedió y los separó de nuevo.
Lo sintió deslizarse por su lengua, caliente, palpitante, e infinitamente desagradable. Cerró los ojos, y aguantó como pudo las ganas de llorar y también de vomitar, mientras Seth se empezaba a mover su boca, agarrando su cabeza para llevar el ritmo, que fue creciendo de intensidad mientras Seth jadeaba. Llegado a un punto Seth gimió y apretó su cabeza contra su pubis. Alicent sintió varios chorros de líquido chocando contra la garganta y el paladar. En cuanto Seth la soltó escupió aterrorizada, temiendo que se hubiera meado, y empezó a toser entre arcadas. Para su confusión, aquello no era pis, sino un líquido blanco y espeso que poco a poco se iba impregnando contra la piedra del suelo.
Seth soltó una risa aguda, bastante desagradable, y se agachó frente a ella, besando su frente.
—Ahora eres mía de verdad.
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Ehe noche post
- ¡Lucha contra mí!
Ifrit se tomó un descanso de su interesante ocupación. Resulta que si haces brillar la luz sobre cristales y trozos de vidrio, con los que mamá y tía solían hacer estrellas, empiezan a salir conejitos de sol y arco iris. Para el joven arconte, apenas entrado en años para los estándares humanos, todo esto era claramente más importante que su hermano pequeño. Pero Abel era inflexible.
- ¡Lucha contra mí, cobarde!
Abel agarró a Ifrit por las oscuras hebras de su cabello y tiró con todas sus fuerzas. El chico gritó, se balanceó y se desplomó, haciendo que el más joven cayera también.
- ¡Abel! - gritó enfadado, frotándose el moratón con la mano.
Pero, Abel sólo mostró la lengua y salió corriendo rápidamente, sabiendo que el enfadado hermano mayor correría tras él. Ifrit se prometía a sí mismo que no se enamoraría de ese mocoso, pero siempre rompía su propia promesa.
Salió corriendo del taller hacia el largo pasillo, buscando con ojos oscuros la cremosa y nubosa parte superior de su cabeza. Los pies descalzos trotaron más allá, hacia la sala del trono, pero allí tampoco había nadie. Entonces la intuición le condujo al jardín.
Ifrit frunció sus pobladas cejas y bajó los escalones de madera hasta el fondo. El jardín no había cambiado mucho desde su primer día. No controlaba las estaciones ni el cambio del día y la noche. Era como si existiera aparte del mundo. La primera vez que uno entraba en el Imperio Celestial, se podía decir que tenía vida propia, pero este jardín..... era como si también estuviera separado de ella. Había algo inquietante en él que hacía que a Ifrit no le gustara. No le gustaba estar solo en él. Era como si los ojos de alguien te estuvieran observando, y en el canto de los pájaros que nunca había visto, podía oír los susurros de alguien.
Tampoco quería romper el silencio. De alguna manera le daba miedo, pero el joven arconte se decidió, cogió aire en el pecho y gritó:
- ¡Abel, sal! ¿Querías luchar conmigo? Ya estoy aquí.
De alguna manera no había duda de que su hermano menor estaba escondido entre los árboles. Y como siempre Ifrit tenía razón. Un familiar pelo blanco apareció de repente de detrás de los arbustos, seguido de unos ojos astutos con una mirada sureña. Y una vez más comenzaron a perseguirse. Así corrieron hasta que llegaron a un claro abierto.
Ambos se quedaron allí, respirando con dificultad, mirándose fijamente a los ojos, esperando a ver quién atacaba primero. Ifrit apretó los labios en una fina línea. De Abel podía esperarse cualquier cosa. Y así fue.
Abel arqueó los brazos como si estuviera dispuesto a bailar y luego se retorció sobre una pierna. Ifrit se dio cuenta con horror de que su hermano no paraba y gritó.
- ¡Esto no es justo! ¡No acordamos usar nuestros poderes!
Pero, Abel ya no podía oír. Todo su ser se convirtió en un pequeño tornado de dos metros de altura. El Arconte de la Luz respiró agitadamente, pensando febrilmente qué hacer, y luego escupió sobre todo y se lanzó justo al centro del huracán.
No fue una experiencia agradable. Chocó con las frentes de su hermano, y la velocidad a la que giraba le produjo náuseas en la garganta. Pero funcionó, y Abel, al perder el control, cayó de su propio tornado, cayendo al suelo con su hermano y estremeciéndose bajo los hijos de las diosas.
Comenzó el cuerpo a cuerpo. Los chicos rodaron por el suelo, intentando envolverse el uno al otro, golpeándose donde podían. Hasta el momento Ifrit iba ganando, superado en masa muscular y fuerza, pero cuando el chico más joven le dio una patada en el estómago con todas sus fuerzas, no pudo soportarlo, soltándose de su agarre.
Abel salió arrastrándose de debajo del cuerpo, recuperando el aliento, tragó saliva e invocó su espada. Era larga, delgada, no a la manera de las fabricadas por los elfos. Y tenía un hermoso nombre: katana.
Ifrit, al notar el brillo del arma en las manos de su hermano, se tensó. Él era bueno en el combate cuerpo a cuerpo, pero Abel era el espadachín del dúo. Pero no había nada que hacer. Las fosas nasales y las orejas del Arconte echaban humo como las de un volcán, y en sus manos brillaba su espada, pero era más parecida a una espada occidental: ancha y de una sola mano.
Los hermanos se unieron de nuevo en la batalla. En la quietud del jardín, las espadas chocaban al golpearse, las hojas chocaban al chocar una hoja contra la otra. Abel se desplomó bajo su hermano, que presionaba su espada con todo su peso. Un movimiento en falso y su cabeza volaría de sus hombros.
Abel rugió y se movió hacia atrás con todas sus fuerzas en el viento, haciendo que su hermano mayor cayera al suelo, soltando la espada. El Arconte del Viento rió victorioso, ladeando su rizada cabeza.
- ¡Ja! ¿Te rindes, hermano?
Ifrit levantó la cabeza y sus ojos, ya de por sí aterradores, se volvieron furiosos. ¡¿Qué se cree que está haciendo este muchacho?! El joven se arrodilló, clavó la espada en el suelo para apoyarse en ella y, cuando estuvo a su altura completa, agarró el arma con más fuerza y se lanzó a la lucha.
No le apetecía usar la fuerza. No le parecía justo. Sus habilidades eran un regalo de su madre y desperdiciarlo en algo así era una tontería. Pero, la ira nubló su juicio. Había que conseguir a Abel. Se frotó la nariz para saber cuál era su lugar.
Ifrit levantó la mano al cielo y un rayo de luz salió disparado de ella. El plan era sencillo, cegar a su hermano y derribarlo al suelo, clavándole su espada en la túnica. Pero Abel fue más rápido.
En cuanto el rayo tocó su cuerpo, el chico giró la katana hacia un lado, reflejando la luz y el brillante chorro en los ojos de su hermano mayor.
El Ifrit aulló, se tapó los ojos cegados con una mano, blandió la espada y se lanzó hacia abajo en una carrera enloquecida. Tardó sólo un instante en recuperar la vista, pero prefería quedarse ciego de una vez por todas.
Era la primera vez que Ifrit veía sangre. No sangre humana, sino la suya, la de Dios. Era azul brillante y parecía antinatural contra la exuberante hierba verde. Abel se quedó allí, congelado en un grito mudo, y entonces su mano izquierda se deslizó y cayó al suelo con una bofetada silenciosa. Tardó otro momento en coger aire en el pecho y soltar un grito desgarrador.
Ifrit se quedó allí de pie, incapaz de moverse. Su hermano pequeño se agarraba el muñón y, sollozando, se desplomó de rodillas, repitiendo sin cesar con agonía: "Me duele".
El Arconte no sabía qué hacer. Levantó a Abel por debajo del hombro de su brazo sano, el miembro amputado, no sin asco, lo tomó entre sus manos.
- Te llevaré con mamá ahora... A mamá se le ocurrirá algo...
- ¡NO! - suplicó Abel. - ¡ELLA TE MATARA DONDE ESTES! ¡EN CUALQUIER SITIO MENOS EN ELLA!
Si Abel hubiera sido un poco mayor, no habría caído en la histeria de su hermano. Pero no era lo bastante fuerte y estaba lo bastante asustado, así que cedió. La única que podía ayudarles ahora era la Tía. El Arconte apretó los ojos, imaginó su cara como le habían enseñado y se desvaneció en el aire con su hermano mientras se teletransportaban.
No funcionó muy bien. Sin estar aún bien entrenado en la técnica, Ifrit se encontró en otro pasillo oscuro y caminó hacia la fuente de luz, llevando a Abel, que estaba sangrando. Cuanto más se acercaban a la siguiente sala de la interminable extensión del Celestial, más claro se oía el mugido silencioso. La tía siempre cantaba cuando trabajaba.
Le gustaba fabricar pequeños objetos en los que luego su hermana mayor suspiraba vida. Así que había una segunda luminaria en el cielo, la luna, y unas cuantas estrellas pequeñas. Mientras creaba un marco para una de ellas, los chicos la sorprendieron dando tumbos por el taller.
La joven, aunque sería más correcto decir niña, se dio la vuelta al oír el ruido y jadeó, dejando caer el pincel de sus manos. Ifrit recordaba con dificultad todo lo que había sucedido después. Era como si estuviera soñando, borroso e indistinto. Recordaba cómo Abel había rugido, cómo su tía había buscado en los escondites el hilo de oro y la aguja.
- ¿Qué has hecho? Comprendo a Abel, ¡pero tú eres el mayor! - se lamentó, tratando de ponerse el hilo en la oreja-. - ¡Eres el mayor! ¡Deberías tener la cabeza sobre los hombros! ¿Y si le hubieras cortado la cabeza? Las cabezas son difíciles de coser.
Abel se olisqueó la nariz. Su tía siempre le había asustado un poco. Mamá era estricta pero justa, tranquila y juiciosa. En sus ojos se leía la sabiduría de los siglos. Y la tía... De ella se podía esperar cualquier cosa. Sólo sus pequeños cuernos sobresaliendo de su frente o sus ojos blancos como la nieve, sin pupila. A veces pensaba que ella no podía ver nada, pero no hasta que su mirada se clavaba en él, estudiándolo sin pestañear.
- ¿Volverá a crecer...? - preguntó Ifrit con aprensión. Sólo ahora comprendía el horror de lo que estaba ocurriendo. Había mutilado a su querido y único hermano al ceder a sus emociones.
- Volverá a crecer, ¿adónde irá? - murmuró la muchacha, bajo los sollozos lastimeros, cosiéndole el brazo al hombro. - No es humano. Si fuera humano...
La tía guardó un misterioso silencio, pero Ifrit lo comprendió. Los humanos tenían una cosa: eran frágiles. Podían morir cayendo por un precipicio o atravesados por una puñalada. Una tontería, ¿verdad? Eso pensaba Ifrit.
- ¿No se lo vas a decir a mamá? - chilló Abel.
- No se lo diré. Ifrit, dame las tijeras. Están allí, detrás de Urano. ¡No, Ifrit, es Júpiter! Eh...
Suspiró y rompió el hilo con los dientes. Por suerte, tenía los dientes afilados. La diosa miró su trabajo y se recostó como en una silla o un sillón.
- Deberías poder mover los dedos en una hora.
- Gracias. - sollozó Abel.
- Gracias a ti. - repitió Ifrit un poco más confiado.
- ¡Y no quiero más espadas sin supervisión en tus manos! Pues adelante.
Los chicos asintieron rápidamente y empezaron a hacer las maletas a toda prisa. Abel corrió más rápido, pero Ifrit se quedó. El joven permaneció de pie en la puerta redonda, de la que colgaba una cortina de cuentas en lugar de una puerta, durante unos largos segundos, mirando a su tía, que ya estaba sentada de espaldas a él.
- ¿Me dirás luego cuál es la diferencia entre Urano y Júpiter...?
- Lo haré, mi luz.
- ¿No se lo dirás a mamá?
- No se lo diré. Ahora, vete.
El Ifrit se quedó parado un momento y luego salió corriendo. Y la diosa se sentó encorvada sobre los planos de la estrella.
- Ahora sólo son dos. Imagínate lo que pasará cuando crezcan sus hermanas.
Se dio la vuelta y se quedó mirando el ojo de piedra del techo. El ojo parpadeó de repente y bajó la mirada, mirándola a ella.
- Tú y yo no vamos a tener vida, ¿verdad, hermana Ykshir?
Y el ojo entrecerró los ojos, como si su dueño sonriera ahora.
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Ánimas de Inquietud P.1
-Silencio en la Penumbra-
Las amonestaciones de mi padre nunca fueron precisas, imposible fue advertirme de aquello que en estas tierras se esconde. Al describir mis sueños él contestaría con pesadillas. Al hablar sobre los ángeles que en estos me hacían compañía, el me diría que de los demonios me alejara. Y así cada noche las pinturas se distorsionaron, de sus rojos labios surgieron colmillos, de sus alas las plumas cayeron, pronto tras el velo las llamas nacieron, transmutando hermosos seres en las brujas a las que aprendí a temer.
Sin mírame me consolaba, al abrazarme me dio la bienvenida a la realidad, antes de alejarme tuve que prometer que no volvería a soñar. Sin embargo; fue él quien me obligó a cruzar el umbral una vez más. Me adentré pensando que nadie me seguiría, pero incluso la soledad tiene compañía.
Bermellón es su capa arrastrándose por la habitación, dorada la armadura que bajo la luz del candelabro resplandece, confusas las palabras que de él emanan. Prominentes plumas adornan su yelmo, porta ostentosas hombreras que acuñan la forma del ponderoso cóndor con sus alas extendidas a sus espaldas, denotando el bronce en sus garras y cresta mientras se aleja.
Soledad en la punta de la torre, angustia en el interior de las vasijas que aglomeras esperan el retorno. Una vez cerrada la puerta sé que se ha ido, desconozco las noches que he esperado su regreso pues apenas me dispongo a descansar alguien más irrumpe. Pronto con una carta y una insignia a mí se acerca, posa en mis manos la ensangrentada medalla, en mi palma yace el símbolo y por mi hombro vagan sus descarnados dedos. Le ignoro acariciando el irregular relieve manchando con su roja tinta mis manos, reprimiendo con sus recuerdos mi anhelo. No presto atención a su presencia hasta que percibo su toque en mi cuello, el sueño concibo cuando él mis ojos cierra.
Aún recuerdo su voz, pero no un adiós. Todavía extraño su risa, aunque mi mente solo vague en los lamentos. Abrumado por sus memorias desisto de la despedida, aunque sé que una vez llegue la noche su cara habrá desaparecido y en mis sueños a ciegas le seguiré.
—Es momento de partir—desconozco el tiempo que ha pasado, no discierno el día de la noche, solo miro mis temblorosas manos mientras escucho sus plegarias.
Frente a mí se pasea la sombra de un desconocido, quien desea brindar lastima a un corazón incapaz de conmoverse. Finge humanidad y tras su coraza no hay más que penumbra, pretende comprensión y en sus ojos solo encuentro miseria.
—¿Me llevarás a casa? —su mirada se pierde entre la oscuridad, la ornamentaría que viste es de plata, recubierta de finas esquirlas, pero al igual que el humo su figura se vierte a través de las hendiduras del metal, siendo esa coraza lo único que lo mantiene unido.
—Estas en casa— Observo los muros, con mis pies hago crujir la madera, mi palma se desliza por las sábanas. Ajeno a la realidad siento las punzadas, entonces aquel ente se cierne e intenta levantarme. Este no es mi hogar, las pinturas en las paredes no son las mismas, la ventana solo me muestra oscuridad, rezo por el alba, Incluso el reflejo en el espejo se ha distorsionado.
—Entonces dime guardián de ánimas ¿Por qué no se siente más así? —no responde y no necesito que lo haga.
Tomo la mano de un extraño, quien ofreciéndome su frio toque me arrastra por las escaleras. Torcidos son los peldaños en los que mis pies tropiezan, endeble el fuego de las velas que a nuestro paso se apagan, lívida mi mente que no deja de girar mientras a las afueras su soneto resuena. Traen violines y guitarras, arpas, cítolas; ya escucho su fúnebre sinfonía.
Austeros acordes acompañan mi demencia, cada nota es un escalón, cada cuerda una voz. Ante mi aparecen cien sombras y cien inquietudes, con pálidas máscaras y finos guantes despojan a los muros de su rostro, retiran las pinturas y los retratos, ocultan los murales. Vacías yacen las paredes y atestadas mis memorias.
Al descender por la retorcida escalinata los veo husmear, sin culpa vierten la tinta sobre el delicado papiro, hurgan en los cofres, destrozan su habitación, ardiendo se halla la seda de las cortinas. Suplico mientras los lirios son consumidos por las llamas hasta que solo quedan cenizas cayendo cual lluvia.
Cuento siete escalones, de mi arrebatan los libros mancillando con su puño su letra. Cuento once más, los escucho murmurar arrancando las páginas sin remordimiento, relatan falacias en mi mente. Veintisiete escalones, de un lado a otro su esencia de mí alejan, de un modo u otro se va. A mi izquierda afilan sus espadas, infame la manera en la que sonríen cuando por mi lado caminan. Descarados empuñan las dagas, a mi diestra falsos cuadros colocan, al frente distorsionados rostros trazan.
Aquella canción no ha terminado, su tono se alza y las escaleras siguen girando ¿O es acaso mi atrofiada vista la que me engaña? En el centro del todo un oscuro pozo ha surgido, emanando de estos incesantes gritos usurpando su coro. Hábiles los dedos que palpan las cuerdas del arpa, aunque su agudeza enloquece a mi corazón, continúo descendiendo por la escalera con este mi flagelo.
No sé si esta letanía proviene de las pinturas en los muros, sus labios parecen moverse mas engañarme quieren, ese hombre que han plasmado en los lienzos es un completo extraño sobre su cuerpo. Su semblante ha cambiado, sus ojos no son los mismos, en los retratos no hay rastro de sangre, han confundido los cuadros con espejos. He divisado a un desconocido e incauto su mano tomo, al cruzar las puertas un equívoco acorde final nos recibe. Y con el viento soplando y la tormenta asechando a su marcha he de unirme, recibiendo lastima de maltrechos rostros, aprensivo escapa el consuelo de temblorosos labios.
Al frente mi padre nos guía a la decadencia, su corcel es de cobre y acero, nacido del mismo fuego de su forja. El escudo que este día porta es de lirios y rosas, su arma es la senda por la que aquel incorpóreo ente nos lidera, su discurso se convierte en el silencio, su bravía en mis sollozos. Su féretro sigo esperando alcanzarle, trato de retenerlo, pero con cada paso que doy se aleja más.
Al adentrarme en el cementerio recibo sus condolecías, pero nada cambia. Recibo su lastima, pero el dolor no desiste, imploro misericordia no obstante sus pensamientos no abandonan mi mente, las evocaciones aún están allí ¿Por qué no pueden irse como él ha hecho?
Su sangre ha pintado los cielos, acompaña la ira a la brisa, su eco resuena mientras los vientos mecen la hierba. De las escarlatas copas caen las hojas que sobre las tumbas reposan, de pálidos tallos se desprenden los pétalos que sus nombres ocultan, marchitan ante la frialdad de la piedra, desisten al presenciar la muerte. El cantico de los mártires es insufrible, vierten en mi llanto sus falacias, auguran compasión en su miseria, relatan sus voces mi demencia concibiendo su cordura como mi verdad.
Cabalga mi padre sobre tumbas y destrozados ramos, dejando su huella en la humedecida tierra y su trotar el cielo se oscurece. Tras rezar y llorar aun me niego, no volveré a ver su rostro, y no anhelo verle en mis sueños. No deseo despertar sintiendo la soledad, pues condenado estoy a afrontar la realidad.
Sobre la marchita hierba caminamos, no sabemos a dónde nos dirigimos, pero es el único camino así que no podemos perdernos. Al frente el ánima, detrás el rastro de incienso, al fin han callado sus canticos pues el sendero es largo y no me place seguir escuchándolos. Avanzamos más lento al encontrarnos con majestuosas columnas y sombríos mausoleos, hermosas criaturas esculpidas en lo alto, afligidos seños tallados, acomplejados semblantes observándonos cabizbajos. Tratan de representar la vida sobre los restos, la opulencia que emana de las ruinas es innegable al igual que el final que a sus pies yace, junto a los disgustados carroñeros que husmean entre las tumbas.
Cubren la piedra negras mariposas creando en nuestras mentes la ilusión de que los pilares están formados de infernal ónice. Nos detenemos al divisar su figura a lo lejos reposando en la punta de un mausoleo como la enrome silueta de un ave retorciéndose. La vista no aparto, pero a la distancia esa sombra también me vigila descarada. Sin embargo; las indefensas criaturas que se apegan a las columnas se marchan apenas llegamos, se alzan en el cielo, su aleteo provoca la brisa revelando los grabados en la piedra, y como si la última luz del día las estuviera consumiendo se pierden en el tenue firmamento. Oscureciendo por un momento la tierra y sacudiendo nuestras ropas el viento de sus alas, se alejan las carroñeros al igual que las mariposas.
Nos rodean las columnas, al centro se halla un pedestal que en absoluto es funcional, no hay palabras o consuelo suficiente, no existe un discurso al cual atender mientras él cruza aquel arco ingresando al santuario y cerrando las puertas tras su llegada. Parece derrumbarse a causa del estruendo, pero perdura su esencia bajo destrozados ventanales y rosas marchitas.
En silencio transcurre el atardecer, silente admiro el sol ocultarse, sentados alrededor del corcel aguardamos el alaba, mas nadie esperaría tanto, uno a uno se marchan sin decir una palabra me abandonan. Nada queda cuando las velas se apagan, nadie excepto la sombra que a la distancia se halla. Sin importar el frio ni la penumbra allí permanezco, no me atrevo a marcharme ¿Cuál sería la diferencia después de todo? La soledad esta aquí y en casa me espera.
El cosquilleo en mi mejilla, una mariposa camina con libertad en mi rostro mientras los pilares se vuelven a cubrir de las hermosas criaturas que en calma desean dormir, todas excepto aquella que en mi mejilla yace, entonces en mi dedo se posa. Puedo asegurar que no la he tocado, juraría que lo hago con cuidado, pero cuando mi corazón comienza a latir con prisa, la criatura se disuelve como ceniza manchando mi mejilla y al tentar las columnas todas las demás en polvo se transformaron cayendo sobre mí una gran nube que me ciega. Ni la luz de la luna atraviesa tal sombra, cubierto por completo y repleto el suelo de su esencia la veo, más allá de la bella silla de cobre, más allá de los lirios allí esa sombra me asecha.
Se alza y observo la forma de sus piernas, sus alas extendiéndose al igual que sus largos brazos. Desde aquí miro sus afiladas uñas, en esta penumbra no logro ver más, pero siento su mirada y a quien más observaría si solo permanezco. Entonces sus garras en su boca se adentran exhalando de entre sus labios un extraño humo que desata tinieblas. Espesa la bruma que envuelve al cementerio, las tumbas se desvanecen a cada respiración, las columnas ya no son visibles, solo su sombra y nada más.
Su mano sigue uniéndose en su boca y sus garras y ásperos dedos siento a través de mi garganta. Levantan mi piel sin dejar lugar a mi respiración, desgarrando mi carne, mi tembloroso cuerpo trata de resistir la sensación, entonces, en mi piel percibo su doloroso toque pasando por mi interior cual cuchillas arrebatándome el aliento. Jadeo mientras corta mi garganta, empujando sus dedos hasta que su rugosa palma toca mi lengua.
El horrible sonido de su mano hiriendo mi interior, la vista de aquel brazo levantando mi piel. Sus asquerosos dedos pruebo cuando toman mis dientes abriendo así mis labios, dejando que su largo brazo se abra paso desde mi garganta hasta el exterior como si de mi último aliento se tratara. Paralizado observo su mano salir de mi boca, su putrefacta piel colgando, su corrompida palma tienta ansiosa mi piel, sus dedos rasgan mi nariz. La agrietada carne de su brazo no parece terminar, cubiertos de hendiduras y profesas cicatrices su sangre en mi interior derrama, escurriendo su sucio elixir en mis venas hasta salir por medio de mis labios.
En mis entrañas resiento las punzadas cuando algo se agita por mi estómago y que más seria si no su ruin sangre irrumpiendo en mi ser. La piel de mi cuello se tensa con cada palpitar hasta que sus largos dedos se arrastran hasta mis parpados y lo último que soy capaz de divisar son sus garras cerrando mis ojos, llenándome de impotencia hasta que la oscuridad me envuelve.
Sueño con el pasado y no deseo escapar, aferrándome a vacíos palacios soy prisionero en falsas evocaciones. Creo percibir el rocío, incluso ver el amanecer, todo es una mentira que me hace feliz. Entonces los muros caen y con fuerza mis ojos cierro. Tratando de sonreír de cualquier manera, pero las dichosas lagrimas se deslizan por mis mejillas, y alguien más las limpia.
Al principio solo escucho el viento, pero este atrae incomprensibles ecos, creo escuchar su voz, pero es su cantico lo que me impide mirar, solo escucho sus pies arrastrándose. Lloro cuando comprendo que no soy capaz de hablar, y un extraño retiene mis lágrimas. Tiemblo debido al temor de su toque, al regreso de su soledad, aterrado ante el retorno de una tristeza que era la mía.
—No puedes dejarme atrás—su áspera voz, su frio toque, no me dejaría engañar, sin importar el afecto en sus palabras soy capaz de recordar el desdeño de sus garras—Añoras una despedida ¿No es así? —pero como podría escapar, a veces creo que es parte de mí, incluso puedo imaginar sus horribles dientes, su falaz y mordaz sonrisa, sé que muerde su jodida lengua al hablar.
—Tal parece que tú no eres buena en ello—hablo por un momento pensando que era la voz en mis pensamientos. Callado oigo el crujir de sus huesos y la saliva siendo vertida de sus labios uniéndose a mis lágrimas.
—Al igual que tus vástagos—mi cabeza palpita, no quiero sentirme de esta manera, pero no desiste, sus murmures no cesan y en mi voz transmutan, su insolencia me agobia, no hay nadie más a quien prestar atención, todos han elegido irse.
—Algún día quiero decirte adiós—mis susurros le alientan, estoy cansado y su corazón late vigoroso estremeciendo el mío.
—Solo el cielo queda, pero inalcanzable es para un alma mortal como la tuya— no es la primera vez que el pensamiento atraviesa mi mente, pero podría ser la última ocasión—Conozco un camino que te guiará hasta allá.
Tentado por sus promesas acepto, seducido por la fragancia cuyo aroma me hace olvidar el dolor avanzo. Nunca descubro quien esta tras esa voz ¿Es acaso mi conciencia o mi inquietud?
Despierto con la sangre derramándose en mis labios, con la marca de sus garras en mi cuello. Sin embargo, su figura y su voz se han ido, dejando en esta tierra su bruma. Pálido mar que todo lo ha consumido se derrama por las columnas, cae de los árboles, siento su frialdad mientras sus aguas corren. Al igual que el océano rugen mientras inmensas olas se alzan arrastrándome impasibles corrientes hasta la ciudad, cubriendo el sendero, crean estas un gran rio de neblina, llevándome lejos de su sombra.
Agresivas corren las pálidas aguas, acarreando los pétalos caídos y hojas secas. No importa si me hundo, nada es visible más allá de la espesura. No trato de nadar en su contra, en cambio, en silencio me dejo llevar. Quizá mis labios la verdad desean desvelar, pero decido callar como lo hice antes y aguardo el eco de ese residente grito en mi interior como siempre lo he hecho.
Envuelto en la bruma viajo hasta un sosegado y helado reino, un lugar donde todos corren con los ojos vendados, siendo este sitio poseedor de un cielo gris y retraídos pobladores. Espesa niebla se derrama por las viejos edificaciones y los retorcidos árboles, el viento brama sin pena, trayendo a mí el dulce olor del pan, cálido humo proveniente de una canasta la cual pertenece a un hombre dándome la espalda.
Las personas caminan limitándose a observar, sin emoción en sus petrificados rostros, pues sobre sus luceros vendas se han colocado. Asegurándome de ser sutil me acerco al panadero e intento hablar con él, mas no se gira, grito y nada cambia, pero una vez su hombro toco la ira surge. Mi respiración viene y se va, el agotamiento es evidente, mas sus gritos aun me persiguen. Corriendo por sucios callejones, una puerta se abre, en medio de la penumbra su chirrido escucho, al ver la fachada de la torre mi hogar rememoro.
Al adentrarme encuentro oscuridad, al tratar de escapar la puerta se desvanece entre las sombras. Viéndome condenado a su reposo por la casona vago, tropezando con un enorme candelabro que yace en medio del salón. Trozos de cristal esparcidos por el suelo, cruje la madera bajo mis pisadas, y frente a mí una vieja y deteriorada chimenea de halla, sin embargo; podridos leños le alimentan. Imposible avivar las brasas cuando el viento se adentra por medio de las grietas de estos corroídos muros.
Todo está cubierto de polvo, incluso aquello que se halla bajo las telas, mugrientos paños protegiendo deteriorados muebles. Sin más dilación me dirijo a la cocina, que intestada de alimañas y de repulsivo hedor me recibe. Se anidan las asquerosas criaturas entre la sucia vajilla, caen a montones de los muros, putrefactos los frutos dentro de las cestas, repletas de eses las aberturas del piso. No avisto a las ratas que chillan imprudentes, pero siento sus patas mientras roen los tablones bajo mi planta.
Camino hacia el comedor, basta con cruzar un arco para ver la sala intestada de telarañas que comienzan a apegarse a mi ropa, las arañas se retuercen por los techos, se adentran en las hendiduras. No pasa mucho hasta sentir a esas alimañas trepando entre mis piernas, recorren mi brazo dejando un frio rastro, se esparce en mis ojos el polvo y esos filamentos que cuelgan por todas partes se adentran hasta mi pupila. De inmediato me alejo regresando a la sala pues más allá solo penumbra diviso, ni la luna o el viento se atreverían a marchar hasta aquellos rincones.
Retrocedo y aun quitándome aquellas infelices arañas me reconforto con un inexistente fuego. Entonces el viento sopla y me hace sentir pavor, como un escalofrío en mi espalda y mientras la luna irrumpe por un instante en la habitación mi aliento me abandona, pues juraría haber visto manos bajo los velos. Apenas trato de razonar el resplandor se abre paso una vez más y conforme la luna se mueve, lo mismo hacen los moradores de este su hogar.
Sus dedos se revelan bajo los paños, y con el rugir de un tifón, las sombras en los muros se elevan. La corriente me empuja austera y las telas levanta formando así sus largos vestidos en las paredes, la brisa le da voz a sus murmures. Las sombras caminan por el comedor, en el vestidor bailan un sombrío son. Los veo deambular en la cocina, sus siluetas en el tapiz preparando magno festín, mas a su sombra se halla la miseria servida en la mesa. Alzan las copas derramando el vino, así sus voces llegan a mis oídos enalteciendo mi demencia, provocándome dudas acerca de mi tambaleante cordura.
—Por supuesto es un simple viento, es el resplandor de la noche y mi soledad atrayendo al delirio—susurro tratando de convencerme, pero sus risas se resbalan entre el revestimiento, vacío me siento, despreciado equiparable al arcón sobre el cual dos figuras reposan—No es confusión, la escena frente a mí no ha sido provocada por mi frágil razón—admito permitiendo a mi corazón liberar el miedo, un pánico incontrolable que por un instante me paraliza.
Es mi anhelo de compañía su presencia, surge en el vendaval mi locura, sus festejos son delirios y gritando los llamo, pero su vitorear es alegre y a quién le interesa la tristeza de este sucio pagano. No callarían hasta que lo aceptara, no vendrían si yo no avanzaba, pero aún queda en mí temor, miedo a demostrar mi sentir. Mientras recibo sus burlas, no anhelo lastima, quizás al quebrantarme me harán tomarla.
–Sometido a su riguroso juicio grito sin parar al desgastado tapiz. Lloro y me lamento, su voz no hace más que acrecer. Ya que esta es mi tristeza y este mi patético lamento, entonces importancia no le darían, si en ellos no desataban este vil tormento.
Basta un estruendo para esclarecer la sombría estancia, difusas otras tres figuras concibo surgiendo debajo de las telas vistiéndolas cual velos. Retrocedo imaginando que pronto despertaría, sin embargo; mientras la luz iba y venía su infecta piel queda al descubierto. Con cada resplandor se aproximan, con amarillentos dientes sonríen, traslucida humanidad que denota la muerte resaltando así sus huesos y ampollas. En mi mente solo queda la idea de escapar, miro las puertas cerradas, desesperado por encontrar un lugar para la soledad y así tras un destello más una escalera logro divisar. Las siluetas aun rondan, su presencia me transforma en la sombra, aquella que tambaleante y presurosa asciende por los apenas visibles peldaños. Nos soy precavido, quizá me han visto, tal vez me han llamado, pero siendo controlado por un desmesurado pavor solo anhelo regresar al silencio.
Recorro la prominente escalinata sin siquiera sostenerme de la barandilla, uno a uno la oscuridad sube los escalones, me pisan los talones. Siento escalofríos, su toque helado palpa mis pies, consumiendo todo a su paso en oscuridad yace el salón, callando susurros la penumbra solo silencio deja, deleitándose de mi desesperación me permite avanzar.
He llegado arriba y nada queda bajo mi planta, silente pasillo que recorro, simple madera decorando los arcos. Finas molduras talladas, elegantes lobos labrados sobre mi cabeza, estrecho es el pasadizo y lo único que al final espera es una roída puerta.
Camino sin prisa esperando el amanecer, escuchando la lluvia caer, me sobresalta una gota que en el piso se estampa, entonces pisadas tras las mías escucho. Paseo con lentitud y al prestar atención desiguales pasos resuenan, avanzo con más prisa y un aparente eco me sigue, así que decido detenerme para escapar de mis dudas, nada, solo silencio. Salto al oír un trueno, y mis ojos abro al observar mi silueta, encadena mi muñeca a ostentosa cadena, temeroso sigo su origen, nada además de oscuridad.
Deben ser mis delirios, tal vez es el cansancio, pero nervioso estoy y no anhelo más que llegar a tocar el pomo de la puerta. Apresurado y con largas zancadas a este me aproximo, los pasos detrás mío regresan.
—No es nada, debo estar desvariando— pronuncio y calmo recorro el largo corredor, pronto las escucho otra vez, estrepitosas pisadas y sus ecos ensordeciendo mis oídos—Ha de ser el viento o la tormenta, no es nadie más que mi demencia—me detengo para recuperar el aliento, atento a cualquier sonido , mero sosiego llena mis oídos, quieto y sigiloso permanezco, entonces sus pasos se vuelven r��pidos, la madera cruje, chirrían los tablones, destellan los luceros de la lluvia revelando una sombra a la cual estoy atado.
Encadenado a singular doncella, quien oculta su rostro en un harapiento capuchón y de su interior cientos de hilos se desprenden formando sus cabellos. Los eslabones me guían hasta ella, en la pared miro nuestras sombras unidas, entre la oscuridad le escucho jadear, finas hebras salen de su barbilla y en sus labios sobresalen las puntas de las agujas que los sellan. Debajo de su piel se mueven los alfileres pinchando y levantando su grisácea corteza, sus resuellos se intensifican provocando que su mandíbula no pueda quedarse en su lugar.
Chasquean sus dientes, resopla vertiendo en mí su pútrido aliento, quizá son mis piernas las que tiemblan y mi entorpecida respiración la que me condena. Débil se balancea, a pesar de ello, sus pisadas quebrantan los cielos ocasionando relámpagos cuyos destellos encienden poco a poco sus ojos y delatan sus asquerosas manos. Con lentitud avanza, pero apenas retrocedo con vigor embiste, acercándose con largas zancadas, se desvanece en la oscuridad y retorna al unísono del vendaval. Al fin alanzo el pomo, abro la puerta y tan pronto la cruzo pongo el cerrojo, cayendo al suelo cuando aquel malicioso ser choca con la madera.
—De cualquier forma, entraré—la escucho decir afuera del dormitorio, con un tono risueño, pero áspero.
Frágil luce la cama en medio del cuarto, pero asustado sobre esta me tiendo. Polvorientas son las sábanas en las que me hundo, mirando por debajo de la puerta su sombra, acoplándose a la tormenta su voz. Todavía empuja y la ventana tras de mí no es suficiente para dispersar la penumbra.
—He rezado por sosiego, cierto es que tú no auguras tal paz. Entonces dígame, señora mía ¿Cuál es el motivo de su visita? —por un instante me alegro pues no hay nadie llamando a la puerta, pero un golpe pone fin a mi dicha.
—Soy yo lo único que vendrá, sin importar cuanto clames o llores nadie más acudirá. Me has convocado y, de cualquier forma, entraré—es terca y desafiante, nada que necesite en estos momentos, es locura para mis delirios, frio intensificado el desamparo.
—Nunca invitaría a nadie a esta mi agonía, jamás alguien se adentraría en este mi pesar. Así que puede marcharse, pues no anhelo confundir el consuelo con falacias otra vez—ruego para que parta y me deje en paz mientras mi corazón resuena sin cesar.
—Entonces permíteme entrar ya que hasta aquí he llegado. Escúchame, sé que esta vez podemos terminarlo—no respondo y eso la enfurece, caen las astillas ante su ímpetu, me escondo bajo las telas creyendo que eso me protegerá de su furor—¡Atiende mis amonestaciones ya que has decido callar! Oculta la llave o juega con las cerraduras, sé que esperas a que alguien llegue, pero aquí afuera no hay nadie más, así que sigue sujetando el cerrojo e intenta gritar con fuerza pues, de cualquier forma, entraré— dice de nueva cuenta, y me hace querer llorar, no habría mayor alivio para mí que el de sus pisadas alejándose de la puerta.
—Añoro la soledad a la que me he acostumbrado, ese silencio que me calma, esta helada habitación que me abriga— mis ojos han comenzado a cerrarse, pero esta insistente entidad no me daría tal sosiego, tan inquietante como las dudas en mi cabeza me mantiene en vela.
—Eres tú quien me ha invitado a su morada, pues tu inquietud me llama y tu desesperación me incita—no calla ni se marcha. Nadie fue tan insistente, solo ella, esa sensación que siempre viene cuando nadie a mi habitación entra, sin importar cuan fuertes sean mis gritos— Podría repetirlo toda la noche, pero he de advertirte una vez más, de cualquier forma, entraré.
—Y ahora soy yo quien cierra la puerta—cansado me encuentro, deseo dormir, añoro el lejano sueño y la apenas palpable realidad ante mis luceros—Si así lo deseas irrumpe de una vez, este no es mi hogar, así que tal vez encuentres una mejor forma de entrar— he lidiado con las voces en mi cabeza por tanto tiempo que ya no reconozco la mía.
Estoy harto de su terquedad, estoy asustado por su preocupación, nadie había venido a mi puerta con tal insistencia o interés, pero no abriré aquí no hay cabida para su compasión, no creeré en la piedad. El caos tras el cristal, la ventana solo me muestra un diluvio eterno, me rindo al sueño demasiado agotado para seguir, ignorando el dolor en mi brazo mientras la mujer tira de la cadena que ha quedado tendida bajo el marco de la puerta.
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“baby, please- just come back to bed.”
Las llamadas eran el pan de cada día, para una persona ocupada y dueña de sus propios negocios, era una cosa tan habitual como comer o dormir, como respirar inclusive. Ryuhan, evidentemente, no era la excepción de la regla si un domingo por la mañana estaba tratando negocios por vía telefónica, inclusive cuando estaba tratando de cumplirle a Jaehyun una promesa de descansar ese día. Una sonrisa sutil, diminuta y hasta adorable, adorna sus labios cuando cuelga la llamada y con un paso perezoso, se aparta de la ventana para llegar hasta el costado de la cama y acariciar las hebras rubias del otro. - —Lo siento, ¿te he despertado? — - su esencia era dulce, como siempre, apetecible como un desayuno. La fuerte esencia de whisky y una combinación de maderas finas, marcan sutilmente el territorio. / @wintcrmoon
#* ⠀ 🍒 ⠀ ╱ ⠀ dialogue ⠀ 、 ⠀ ❪ ⠀ hwa ryuhan ⠀ ❫#* ⠀ 🍒 ⠀ ╱ ⠀ dynamic ⠀ 、 ⠀ ❪ ⠀ ryuhan & jaehyun ⠀ ❫#wintcrmoon#VIVAN LOS GAYS#VIVA EL ABO#s*
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Advertencias: ninguna. Lugar: La Haya, Van Gogh. Fecha: 09 de octubre de 2126. Reto creativo: colores. Color: naranja. Palabras claves: diversión, amabilidad, aventura. ( + ): ♫
ㅤㅤㅤLa pequeña subió corriendo a la casa del árbol con su fiel compañera de juegos pisándole los talones aquella fría mañana a mediados de otoño…
ㅤㅤㅤ—Hoy seremos superheroínas —anunció, abriendo un gran baúl de madera que estaba al fondo de la habitación circular—. ¡Aquí están! —exclamó, feliz al hallar tan fácilmente lo que buscaba: dos sábanas un poco viejas de color durazno—. Ven… —animó, echando a correr escaleras abajo…
ㅤㅤㅤSe detuvo a mitad del enorme jardín sumergido en los tonos cálidos propios de la estación, y se volvió, encontrándose con el par de ojos oscuros que, a su parecer, eran los más dulces y bonitos que existían…, y que la cuidaban desde pequeñita con lealtad.
ㅤㅤㅤ—Entonces, tú serás Rayo-de-amabilidad y yo La-chica-aventuras —informó, amarrándole la «capa» a su amiga una vez que terminó de anudarse la suya—. ¡Vamos, Gouden! ¡Hay que liberar al mundo de la maldad y el aburrimiento! —gritó y echó a correr emocionada, saltando de un lado a otro, siendo seguida de cerca por la otra heroína, mientras una fina cortina de lluvia empezaba a mojar todo a su alrededor…
ㅤㅤㅤEn un momento dado, la niña resbaló y cayó sentada, aunque sin hacerse daño; por suerte había aterrizado en una gran montaña de hojas…
ㅤㅤㅤ—Estoy bien… —se apresuró a decirle a su aliada en cuanto esta salió disparada en su dirección casi tan veloz como un leopardo—. Estoy bien, Gou… —le aseguró al sentir unos húmedos lametones en el rostro y oír los ladridos y chillidos que esta solía emitir cuando se encontraba angustiada—. No me lastime… Cálmate… —empezó a acariciar su espalda repetidamente antes de ponerse de pie—. ¿Ves? No me pasó nada… —le sonrió y, sin poder evitarlo, la abrazó con cariño.
ㅤㅤㅤAquella hermosa perrita de suave pelaje dorado había llegado a su vida para alegrarle los días con su compañía, protección y amor incondicional. Era, simplemente, su mejor amiga en todo el mundo. Y siempre lo sería.
ㅤㅤㅤ—Ven, Gouden. Todavía tenemos que salvar a todos —la llamó, para luego dirigirse al interior de la mansión en la que vivían. Ahí habían varias personas que necesitaban urgentemente una buena dosis de aventuras, amabilidad, y sobre todo, diversión.
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Dionisio (alrededor de 1440 - mencionado en 1503) CRUCIFIJO 1500 Tamaño - 85x52 Material - madera Técnica - temple al huevo Número de inventario - Inv.29554 Recibido del Museo Vologda. 1934
La Catedral de la Trinidad del Monasterio Pavlo-Obnorsky fue fundada en 1414 en las tierras de Vologda a orillas del río Nuroma por un discípulo de San Sergio de Radonezh, San Pablo de Obnorsk. La iglesia del monasterio de madera fue reemplazada por una de piedra en 1505-1516, a instancias del Gran Duque Vasily III de Moscú. El iconostasio de la Catedral de la Trinidad se creó unos años antes del inicio de la construcción, en 1500.
Del iconostasio original de la Catedral de la Trinidad, solo nos han llegado cuatro íconos antiguos: la imagen central ya mencionada del nivel de Deesis, dos días festivos: "La Crucifixión" y "Garantía de Tomás" (Museo Estatal Ruso) - y uno icono de la fila local - "Asunción de la Madre de Dios" (museo Vologda). El icono de Dionisio reproduce en términos generales el esquema iconográfico, muy difundido en el arte bizantino y ruso del siglo XIV - principios del XV. A los lados de la Cruz del Gólgota con el Salvador crucificado, hay dos grupos de los que vienen, encabezados por la Madre de Dios y Juan el Teólogo. Detrás de la Madre de Dios hay un grupo de santas mujeres, y detrás de Juan el Teólogo está el centurión romano Longino, señalando a Cristo. La composición se desarrolla contra el telón de fondo del Muro de Jerusalén.
La apelación a muestras anteriores determinó las características distintivas de la nueva iconografía, incluida la pose del mismo Salvador. La figura de Cristo en Dionisio parece estar completamente ingrávida, desprovista de gravedad material, no clavada en la cruz, sino como si flotara con los brazos extendidos. Esta impresión se logra principalmente a través de un ligero cambio en las proporciones.
Otra característica del icono es la representación alegórica de la Iglesia del Antiguo Testamento que parte y la Iglesia del Nuevo Testamento que se acerca en forma de pequeñas medias figuras femeninas acompañadas de ángeles. Se suponía que su presencia reflejaba una de las disposiciones clave de la doctrina cristiana, según la cual la nueva Iglesia fue fundada sobre la sangre del Cordero del Nuevo Testamento - Cristo, y por lo tanto es en el momento del sacrificio de la cruz que el cambio de iglesias, se produce el cambio de Testamentos.
En La Crucifixión de Dionisio, la expresión emocional externa da paso a la contemplación reverente en oración, revelando el significado espiritual interno del evento: la redención, la reconciliación de lo terrenal con lo celestial y la evidencia de la próxima resurrección y la victoria sobre la muerte, abriendo el camino. a la vida eterna. El estado de paz e iluminación se expresa claramente en las figuras y rostros de los venideros.
El ocre claro parece “disolver” la figura de Cristo en el resplandor del fondo dorado, enfatizando la espiritualidad, la deificación de la carne, como la escritura fina y fundida, llena de pequeños trazos difíciles de distinguir. El Salvador aparece como ya revestido de la gloria celestial, de la cual se hacen partícipes los que han de venir. Debido a las proporciones alargadas y el patrón fraccionado de ropa ligeramente ondeante, sus figuras parecen ingrávidas e incorpóreas y parecen elevarse, deslizándose por los suaves y brillantes glaciares, mientras que los colores fríos, brillantes e inusualmente refinados de la ropa recuerdan visiblemente los colores brillantes. del mundo de la montaña.
Información e imagen de la web de la Galería Tretyakov.
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Su Alteza - [ CutiLicha ]
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Género: Fluff
ღ Lisandro es un príncipe benévolo respetado por todo el pueblo, todo el mundo espera con ansias su ascenso al trono por su mentalidad juvenil, muy diferente a la de su padre, el actual rey.
Sin embargo, Lisandro no quiere ser rey porque eso significaría casarse con una mujer cuando él solo quería estar con su guardaespaldas. ღ
El sonido de tres golpes en la puerta de madera que separaba su habitación del largo pasillo del segundo piso de su casa, interrumpió su tarea de vestirse.
—Pase —mencionó, sabiendo perfectamente quién era porque solo él tenía permitido entrar a su habitación, el resto de sus criadas y guardaespaldas tenían prohibido entrar a excepción de que sus criadas quisieran limpiar su recámara, aunque Lisandro de por sí era muy limpio y eso no solía pasar con frecuencia.
Lo primero que vio el chico apenas unos años más grande que el príncipe, cuando entró, fue el cuerpo desnudo de este, quien se encontraba solo con ropa interior de espalda a la puerta mientras revisaba su armario en busca de un pantalón y una camisa que pudiera ponerse debajo del traje morado que solía utilizar a pedido de sus padres—aunque a él le pareciera algo excesivo, no creía que hiciera falta denotar todo los lujos que tenían para ser de la realeza—.
El guardaespaldas tragó saliva mientras veía el cuerpo del príncipe, detallando su piel morena—pero no más que la suya— y cómo su cintura y sus omóplatos estaban llenos de marcas. El mayor no pudo evitar que sus orejas se calentaran al recordar lo que había pasado la noche anterior y cómo él mismo había sido quien se las había hecho.
A pedido del príncipe, claro.
—¿Qué necesitabas? —consultó el rubio, girando su rostro y mirando por encima de su hombro al chico que lo había acompañado toda su vida prácticamente y con quien compartía una relación un tanto especial. Vio la mirada inquieta del morocho, sin saber dónde dirigirla para no seguir observando su cuerpo, y él solo pudo sonreír por haber logrado lo que quería: ponerlo nervioso.
Agarró un pantalón negro con rayas finas de color gris y se lo puso, inclinándose ligeramente hacia adelante apropósito para que el más alto detallara los músculos de sus muslos y piernas flexionándose para poder colocarse la prenda. Subió la tela oscura por su cuerpo hasta que pudo situarla en su cintura, enganchando el botón de un lado de la prenda, en el otro.
—E-eh… El Señor Martinez me pidió que lo buscara para informarle que quería hablar con usted sobre esta tarde —respondió Cristian, manteniendo sus manos a un costado de su cuerpo, teniendo que limpiar en su uniforme el ligero sudor que corría por su piel por lo nervioso que se había puesto.
Sus ojos siguieron los movimientos del príncipe, observándolo ponerse una camisa negra sin abotonarla, para después ir hacia el escritorio donde guardaba las cadenas y joyería que solía usar—aunque sus padres no estuvieran del todo de acuerdo con su vestimenta, pero a él le daba igual porque le gustaba cómo le quedaban—.
Cristian miró fijamente hacia la ropa dentro del armario del rubio, simplemente porque no quería ver su pecho desnudo ahora que se había girado en su dirección al buscar sus alhajas.
Lisandro, en cambio, soltó un suspiro pesado, molesto con que usaran a su guardaespaldas para que les cumpliera sus pedidos de mierda solo porque a Cristian si le hacía caso y le prestaba atención. Además, de que ya sabía sobre qué quería hablar su padre, porque era un tema que había estado tocando constantemente durante las últimas semanas, a pesar de que le había dicho que no quería pensar en eso todavía.
Después de agarrar un collar de cadenas plateadas y uno de cuero negro con pequeños pinchos de metal, el príncipe se acercó al contrario, invadiendo su espacio personal.
—¿Me ayudas con la camisa? —le pidió con una pequeña sonrisa inocente, aunque en el fondo sabía que solo era una excusa para tener las manos del guardia encima suyo como tanto le gustaba.
Cristian no se pudo negar y solo llevó sus manos hasta el botón de la parte inferior de la camisa, empezando con su tarea de vestir al más bajito.
—Anoche te fuiste muy temprano. —Los ojitos del rubio lo miraron fijamente, con la cabeza levantada al punto de que sus labios casi se rozaban entre sí.
Las palabras del príncipe salieron como un susurro, como si estuviera contándole un secreto. Tal vez porque así se sentían, teniendo ambos que ocultar sus sentimientos solamente porque no era considerado como algo "correcto" para otras personas.
Cristian se distrajo mirando los labios pomposos del ajeno, teniendo que contenerse a sí mismo para no besarlo en esos momentos. Sentía su pulso palpitar en sus oídos y calmado no estaba, los nervios lo carcomían por dentro por culpa de la cercanía del príncipe.
Lisandro llevó el collar de cadenas plateadas hasta su cuello y lo enganchó, acomodándolo después sobre su pecho para seguido repetir el mismo procedimiento con el collar de cuero, el cual quedaba pegado a su garganta, apenas suelto como para no ahogarse.
—La Señora Martinez me pidió que acompañara a su hermana a una fiesta con sus amigas —habló el moreno, intentando alejar esos pensamientos que lo invitaban a agarrar al chico de la cintura, subirlo sobre el escritorio y comerle la boca ahí mismo por lo bien que se veía vestido de esa forma.
Licha frunció el ceño al escuchar su respuesta, analizando de arriba a abajo el uniforme del guardia que él mismo había mandado a confeccionar porque no quería que Cristian fuera cualquier guardia real. Parecía no haberse cambiado desde que se fue de su pieza la noche anterior.
El pantalón negro de gabardina adornaba sus piernas, ciñiéndose a su figura aunque lo suficientemente elásticos por si debía moverse rápidamente—ya sea en una pelea para defender al príncipe o quitarse la ropa para ayudar al chico de otra forma—. En la parte de arriba llevaba una camiseta negra similar a la suya pero de una tela más gruesa, probablemente para protegerlo si alguien lo atacaba.
Además de eso, dos cintos de cuero decoraban su cuerpo, uno en su cintura, sosteniendo de un lado la funda con su espada, en el otro una funda más pequeña que guardaba un cuchillo; y el otro cinturón cruzaba de forma diagonal su pecho de izquierda a derecha, conectando y sosteniendo la media capa que tenía colgada en su hombro izquierdo.
La mano del príncipe se dirigió hasta el cuero en su pecho, pasando sus dedos por debajo hasta poder tirar del arnés hacia él, pegando sus cuerpos más de lo que estaban.
—Pero sos mí guardaespaldas, no el de ella —soltó con molestia en su tono de voz y, ciertamente, con una actitud celosa y posesiva.
Cristian no supo qué decir ante eso y solo se quedó observando las facciones del menor, pudiendo apreciar lo atractivo que era aún cuando ni siquiera se había maquillado como solía hacer siempre antes de salir de su habitación para empezar con sus tareas diarias.
—La próxima vez que te pidan algo, deciles que yo te prohibí seguir sus órdenes —le pidió pero Cristian no pudo responder.
No pudo responder ya que no sabía cómo decirle que no podía desobedecer al rey y a la reina porque no haría falta que hicieran mucho para que lo desaparecieran y no le permitieran ver a Lisandro nunca más.
Ese simple pensamiento lo hizo volver a plantearse lo que estaba haciendo y si realmente valía la pena el sacrificio y en la situación de el peligro en el que se estaba poniendo estando de esa forma con el príncipe, porque sabía de sobra que a la Reina y al Rey no le haría gracia que su hijo heredero del trono estuviera saliendo con un hombre.
Por eso tal vez Lisandro estaba tan confundido sobre el hecho de aceptar ser el próximo rey. Estar en el trono solo podía significar que, o tendría que seguir con esas tradiciones para mantener al pueblo contento, o podría arriesgarse a cambiarlas, que el pueblo se pusiera en su contra y que peligrara tanto su puesto en la realeza como su vida entera.
Muchas veces Cristian pensó en alejarse, en decirle a los reyes que renunciaba a seguir cuidando al príncipe, simplemente porque no quería dañarlo o arruinar su vida. Pero cada vez que el rubio lo buscaba con una sonrisa pidiéndole que lo acompañase a caminar o a hacer cualquier otra actividad, él se olvidaba completamente de lo mal que podía terminar todo.
Solo su sonrisa y los hoyuelos marcándose a los lados de sus comisuras, hacían que quisiera hacer todo lo posible para mantener la felicidad en su rostro porque se veía muy bonito de esa forma. Solo su voz pidiéndole en un susurro en su oído que se quedara a dormir con él en la noche, hacía que aceptara sin pensarlo dos veces solo para poder rodear su cuerpo con ambos brazos y acunarlo contra él. Solo sus jadeos ahogados y sus manos guiando las suyas hasta su cuerpo, ansiando por un contacto con su piel, hacían que aceptara acariciar cada parte suya con sus dedos y con sus labios, buscando aquellas zonas erógenas que lo hacían temblar de placer.
Lisandro terminó por acortar la poca distancia que los separaba y unió sus labios mientras se paraba ligeramente de puntitas de pies para que no fuera tan incómodo por la diferencia de altura. Cristian dejó de pensar en lo que estaba bien o mal y llevó su manos hasta la cintura del príncipe, acariciándola con necesidad de mantenerlo cerca suyo a la vez que se dejaba llevar por la caricia en su nuca por parte del rubio.
Su cuerpo se inclinó inconscientemente hacia adelante, sin querer que el menor se esforzará demasiado. No pudo dejar de pensar en lo mucho que quería seguir besando los dulces labios ajenos, los cuales a veces solían tener sabor a frutilla por el humectante labial que usaba el príncipe. Era adictivo tocarlo, acariciarlo, besarlo, y Lisandro parecía pensar lo mismo de él porque no quería separarse del contacto que él mismo había iniciado.
Sus labios se separaron solo lo suficiente como para poder hablar, aunque sus respiraciones seguían chocando en la piel ajena.
—Esta tarde quiero que me acompañes a un lugar —le pidió y Cristian terminó abriendo los ojos, volviendo a la realidad de quién era el chico frente suyo y no esa idealización que había hecho en su cabeza.
—Pero tiene una reunión con la princesa Muriel —le recordó, terminando por separarse del más bajito, sin querer volver a tentarse de esa manera porque pronto cualquiera los iba a ir a buscar al estar tardando demasiado en ir a desayunar.
El príncipe chistó con la lengua, molesto de haber recordado eso.
—No importa, quiero ir a ese lugar de todas formas —respondió, soltando al guardaespaldas para así poder ir hasta su armario y buscar el traje de color morado oscuro que utilizaba sobre su camisa, tanteando con su mirada dónde había dejado su corona para ponérsela antes de salir.
—No creo que a sus padres les guste que se escape —habló, en parte sin querer meterse en problemas.
Tal vez Lisandro no entendía lo peligroso que era para él cumplirle los caprichos que iban en contra de lo que querían los reyes. Tal vez no entendía que, aunque fuera el príncipe, no tenía el suficiente poder como para salvarlo y protegerlo.
—No pedí tu juicio moral, Cristian. —El tono cortante que usó lo hizo ser consciente de que el rubio se había enojado por su respuesta, accionando en consecuencia con ese comentario frío y ciertamente cruel.
Al final, nunca dejarían de ser guardia y príncipe.
A veces era muy confuso para Cristian, porque Lisandro solía pedirle que fuera honesto con él, que le hablara sin formalidades y le dijera lo que pensaba. Pero otras veces, soltaba comentarios como ese que solo le recordaban que solo era alguien que recibía órdenes, que no tenía derecho a opinar y solo estaba vivo porque otros dejaban que estuviera vivo, como si su vida no fuera valiosa simplemente por ser una persona.
Y le dolía. Le dolía que lo tratara como si fuera un muñeco que podía manejar a su gusto. Le dolía porque pensaba que Lisandro era el único que lo comprendía y lo consideraba más un amigo que solo alguien que lo protegía.
El príncipe se puso el traje y volvió a acercarse a él, deteniendo sus pasos en seco al ver la expresión que el morocho tenía en su rostro. Claramente la había cagado y se sintió culpable por haberlo lastimado.
—Perdón… —murmuró el más bajito al ver que los ojos ajenos se cristalizaban más de lo normal. Se acercó con lentitud y terminó rodeando su cuerpo con sus brazos mientras escondía su rostro en el hueco entre su cuello y su hombro—. Estoy estresado por todo el tema de mis padres queriendo que me case con esa chica, no es justo que me desquite con vos cuando sos el único que me hace sentir bien —habló contra su piel, sintiendo una presión en su garganta que no se debía al collar que tenía puesto.
Quería llorar por haber hecho sentir mal a Cristian y quería también llorar porque no era lo suficientemente valiente como para decirle a sus padres que ya tenía a alguien en su vida al que amaba y con quien quería estar por el resto de sus días.
El guardaespaldas, a pesar del sabor amargo en su boca, acarició el cabello del menor con una de sus manos, enredando sus dedos en estos y sintiendo la suavidad de sus hebras, debiéndose probablemente a todos los productos que usaba para cuidar su cabello.
—Siempre podés decirme lo que querás, incluso si es para putearme porque te trato mal —agregó y Cristian pudo calmarse, dejando de lado esos pensamientos malos sobre el príncipe.
Entendía que estuviera pasando por un mal momento y tenía más sentido que todas las noches le insinuara cosas porque era de las pocas formas en las que lograba sacarse todo ese estrés de encima, aunque la mayoría de veces solo terminaban durmiendo abrazados porque Cristian sentía que se estaba aprovechando del menor y tampoco quería que eso se volviera algo regular.
Quería que cuando estuviera con él, fuera especial, que fuera porque querían mostrarse el uno al otro lo mucho que se querían y no por mero deseo de olvidarse de todas sus responsabilidades. Era un príncipe, no podía simplemente abandonar toda su vida solo porque no le gustaba.
A veces era una mierda pertenecer a la realeza.
Pero otras veces, se olvidaba de todo eso porque gracias a ser un príncipe podía hacerle regalos a su novio que consistían en mandarle a hacer prendas que sabían que le iban a quedar bien porque Cristian era Cristian, él se veía bien con cualquier tela cara que le pusiera encima. Principalmente si era de color negro.
Muchas veces el pelinegro le había dicho que debería estudiar diseño de modas porque los miles de cuadernos—bueno, solo tres— con diversos dibujos de conjuntos de ropa y la ropa que diseñaba para él definitivamente demostraban que sabía de moda y tenía talento. Tal vez debería considerar crear su propia marca de ropa.
—Lo voy a acompañar a donde quiera… Si primero se reúne con la princesa Muriel —dijo y provocó que el príncipe hiciera un puchero, pero al final terminara aceptando porque quería salir de la mansión por unas horas y qué mejor que con el guardia real y lejos de su casa.
Esa reunión no podía ser tan mala después de todo.
Bueno, tal vez había subestimado un poco la situación.
Había intentado entablar una conversación con la chica pero las palabras no parecían salir de su garganta, terminando en frases cortas y un poco cortantes.
Empezando porque lo primero que le dijo a la chica cuando los reyes los dejaron solos fue que "solo hacía eso por sus padres y que no le gustaba ella".
Capaz no tendría que haber sido tan directo porque ahora seguro la princesa le decía a sus padres cómo la había tratado y le caería un regaño por no haber sido educado y bla bla bla.
En realidad lo hacía por Cristian, porque él se lo había pedido. Y porque de verdad quería ir con él a ese lugar que había descubierto de camino a un viaje al pueblo.
Por ello, cuando el guardia real apareció en su campo de visión mientras ambos estaban en el patio sentados en unas de las mesitas de mármol, no pudo evitar observar lo que hacía, distrayéndose de la supuesta merienda que estaba compartiendo con Muriel.
—Supongo que no puedo cambiar tus sentimientos… —murmuró la princesa, trayéndolo de vuelta a la realidad donde tal vez no debería estar mirando tanto a su guardaespaldas.
Además de que su comentario hizo que volviera a prestarle atención porque capaz la chica lo había descubierto y se preocupó porque llegara a decirle a alguien más. Su mirada se topó con la de Muriel, quien le dio una pequeña sonrisa sincera, aunque se veía en sus ojos que sentía pena por él.
La chica de su edad solo lo miró, como invitándolo a conversar sobre eso, pero Lisandro lo dudó mucho porque aún no sabía qué tanta confianza podía tener en la princesa.
—Perdón, pero ya me gusta alguien más, no quiero estar con nadie más que no sea é-... Esa persona —se corrigió rápidamente porque casi soltaba un "él" y ahí sí que estaría acabado.
Muriel solo asintió y extendió su mano hacia la bandeja con frutas, portando un tenedor para poder pinchar un pedazo de manzana verde que había en un plato.
Lisandro sintió pena por la chica ya que era realmente bonita y, de no ser porque le gustaba Cristian, tal vez hubiera intentado entablar una relación con ella, se veía como una buena persona y alguien con quién podría reinar con comodidad por lo similar que eran sus pensamientos al ser ambos jóvenes.
—¿Hace cuánto te gusta? —consultó la princesa repentinamente interesada en el asunto o simplemente queriendo sacar un tema de conversación. Lisandro la miró con confusión— Ella o él, ¿hace cuánto te gusta? —aclaró al ver al príncipe con la mirada perdida.
—Nos conocemos desde que somos chiquitos… Me cuidaba mucho y bueno, nos volvimos cercanos, no podría decir exactamente desde hace cuánto tiempo me gusta —resumió y Muriel solo se le quedó mirando con una sonrisa. Lisandro enarcó una ceja sin entender por qué sonreía—. ¿Qué?
—Nada, solo que tus ojos se dilataron cuando hablaste sobre esa persona —habló y el príncipe no supo dónde meterse por la vergüenza.
Sintió su rostro calentarse y terminó desviando la mirada hacia el pasto con la esperanza de que se le fuera la pena que sentía en esos momentos. Pensó en las veces que había estado con Cristian y en cómo se ponía con él si con solo hablar sobre el guardaespaldas lo hacía feliz y lo avergonzaba.
—¿Y por qué no te casas con esa persona? —siguió con su cuestionario como si fuera tan sencillo casarse con alguien que no es príncipe ni rey.
Era verdad que Cristian era respetado por la gente, tenía cierto renombre en el ámbito y estaba seguro de que nadie se atrevería a meterse con él porque todos sabían lo entrenado que estaba y de lo que era capaz. Pero muy diferente era que lo aceptasen como un futuro rey.
—Porque no es un príncipe puro.
Mierda.
Al instante se dio cuenta de que la había cagado por no pensar antes de hablar.
Por la vergüenza, terminó mordiendo su labio inferior y clavando su vista en el plato de comida como si fuera lo más interesante que había a su alrededor.
—Así que es un él… —la escuchó murmurar y no se atrevió a mirarla, pensando que, tal vez, Muriel no era tan abierta de mente como pensaba y lo iba a mirar con asco porque le gustase un hombre.
Los casos de reinos dirigidos por personas del mismo sexo eran escasos y la mayoría eran de hermanos que se vieron obligados a reinar juntos porque mataron a los reyes y no podían esperar a un casamiento. Sin embargo, nunca escuchó de un caso así en la actualidad, parecían ser más una leyenda.
—Tengo una idea —agregó mientras volvía a pinchar otro pedazo de manzana para después llevarlo a su boca y comerlo—. Si estás de acuerdo, nos podemos casar y fingir que estamos juntos, pero vos podés quedarte con esa persona.
Cualquier tipo de vergüenza que hubiera sentido terminó por esfumarse con esas palabras, ocasionando que volviera a mirar a la chica, esta vez con desconfianza por su propuesta. ¿Por qué alguien le haría una oferta así?
—¿Y qué ganas vos con todo esto? —cuestionó, imitándola y comiendo algunas frutas porque le había dado hambre.
—Bueno… Prefiero casarme con vos antes que con cualquier otro pretendiente que no me deje expresar mis opiniones y no me permita tener el mismo poder que él solo porque soy mujer. —Su comentario lo hizo pensar en si ya había pasado por eso como para que fuera tan específica al hablar.
Lo pensó por unos minutos porque no sonaba como una mala idea.
Los padres de Muriel eran de los reyes de otra provincia, Córdoba, pero ella había nacido en Gualeguay, en Entre Ríos, cuando sus padres fueron a vacacionar y terminó creciendo allí, por lo que, por ley tenía derecho a ejercer soberanía sobre la provincia.
Muriel era una princesa pura como él, no era simplemente la hija de alguien de la realeza que tenía relación de amistad o contactos con algún rey. No parecía ser una mala idea que dos personas así reinaran ese pueblo. No cuando eran similares y parecían tener muchos ideales en común.
—Mhm… Lo voy a pensar —respondió, sin querer dar una respuesta en esos momento porque tenía que analizarlo bien antes de tomar cualquier decisión. Estaba hablando de su vida futura y la de Cristian, no podía simplemente decidir de un momento a otro.
Volvió a desviar la mirada hacia el guardaespaldas, observando que se acercaba a ellos caminando con ese conjunto de prendas negras que le quedaba tan bien a su parecer.
Inconscientemente, Lisandro llevó una mano hasta su corona, acomodándola para asegurarse de que estaba "presentable" mientras tomaba cierta distancia de la chica y sentía que su pulso se aceleraba. En el fondo tenía miedo que su novio malinterpretara aquello y pensara que de verdad quería a la castaña.
—Princesa Muriel —la llamó el guardia, parándose a un metro de donde estaban ellos, entre ambas sillas. La chica dejó el tenedor a un lado del plato de frutas y se giró hacia el hombre que la había llamado—. Su padre está esperándola en la puerta —le informó, con su típica posición recta con los brazos a ambos lados de su cuerpo.
Lisandro a veces pensaba que parecía más un soldado que un guardia de la realeza.
La castaña se enderezó en su asiento, mirando por detrás del pelinegro hasta poder visualizar el auto negro estacionado en la puerta de la mansión de los Martinez. Muriel solo asintió y se levantó del lugar donde estaba sentada, sacudiendo y acomodándose el vestido negro que apenas le llegaba a las rodillas, terminando de arreglar las hombreras de tela satén blanca.
Cristian se hizo a un lado, indicándole con una mano que avanzara para acompañarla hasta el auto.
—No hace falta que me acompañes —mencionó la chica con una sonrisa, agarrando la cartera blanca que había dejado colgada en la silla donde estaban sentados. Esta vez se giró hacia Lisandro, quien se había levantado y acercado hasta ella para despedirla, quedando al lado del guardaespaldas—. Nos vemos, Lisi, espero tu respuesta —se despidió la chica con una sonrisa.
Cristian se le quedó mirando, intentando que la molestia que apareció en su pecho no se exteriorizara en las expresiones de su rostro porque le había irritado el apodo con el que llamó al príncipe, como si fueran cercanos. En cambio, terminó con su mandíbula apretada.
Estuvo a punto—y de hecho dio un paso hacia adelante— de seguir a la chica aunque le hubiera dicho que podía ir ella sola porque de todas formas ese era su trabajo, pero una de las manos del príncipe se enganchó en su brazo, tirando de este para que no se fuera.
Por inercia, su cuerpo regresó al lado de Lisandro y giró su rostro hacia él con la incógnita en su cara de por qué lo estaba reteniendo, pero pronto cualquier molestia se terminó esfumando cuando vio la sonrisa del chico y su rostro tan cerca del suyo.
—¿Te pusiste celoso? —mencionó el príncipe con ligera gracia reflejada en sus gestos al sonreír, mirando a lo lejos a la princesa subiéndose a su auto.
Sus ojos brillaban, como si fuera un niño que acababa de recibir el regalo de Navidad que pidió.
Cristian no respondió y solo tomó la mano del chico para separarlo de su cuerpo antes de que alguien viera la cercanía que estaban teniendo. Lisandro hizo un pequeño puchero al ver su acción, pero no insistió, entendiendo que no era buena idea que los vieran como solían estar en su pieza.
—¿Ahora sí me vas a acompañar a ese lugar? —insistió con la idea que había tenido en la mañana del mismo día, esperando que no se hiciera tan tarde como para andar ellos dos solos por ahí.
Sabía que Cristian iba a protegerlo sin importar qué, pero tampoco quería poner en peligro su integridad física.
Simplemente quería salir con su novio y olvidarse de todo eso que involucraba que él fuera un príncipe. Solo quería tener una cita como cualquier joven adulto de su edad tendría.
—¿Qué es ese lugar? —consultó porque de eso dependía qué cosas llevaría para asegurarse de que el príncipe estuviera cómodo.
—Es una sorpresa —respondió, ganándose la mirada fija del guardaespaldas.
—Lisandro, sabés que no puedo simplemente ir a cualquier lado sin qu- —El príncipe lo interrumpió.
—Si, si, sin estar preparado y llevar tu bolso que involucra absolutamente cualquier cosa que pueda llegar a necesitar —siguió el discurso con un tono desganado, un discurso que muchas veces le había dicho solo que, probablemente sin hablarle de manera informal como acababa de hacer en ese momento.
Siempre que hablaba en serio, le hablaba de esa forma.
Lisandro llevó una mano hasta su cabeza, agarrando el borde de la corona que tenía puesta para poder quitársela.
—Solo quiero que por una vez en tu vida me trates como yo, Lisandro, tu novio, y no como un príncipe —agregó, rogándole con la mirada que no se pusiera en esa posición donde lo único que le importaba era que estuviera bien porque sus padres se lo habían ordenado.
Cristian lo miró por unos segundos bastante largos, pensando en cómo decirle al chico que siempre lo vio de esa manera aunque fuese su guardia.
La mano del pelinegro subió hasta su mejilla, acariciando la suave piel con el pulgar de su mano, olvidándose completamente de la propia regla que se había puesto a sí mismo sobre no tocar al rubio cuando estaban en público.
—Aunque no fueras un príncipe, seguiría cuidándote igual.
Lisandro quedó atontado por sus palabras, siendo él ahora el que se sentía nervioso por la cercanía del morocho. Los ojos del más alto lo miraban con un brillo que lo hacía pensar que tal vez así se veía él cada vez que miraba a Cristian, con admiración y anhelo. A veces se preguntaba cómo nadie se daba cuenta de lo que sentía si era obvio cuando alguien gustaba de otra persona por su lenguaje corporal.
Pensó que probablemente a nadie le interesaba lo suficiente como para que le prestaran atención a lo que hacía.
Dolía pensarlo, pero era una realidad. Todos los integrantes de su familia tenían sus cosas para hacer y vivían su vida—como sus dos hermanos menores—, y del personal, solo lo trataban cordialmente porque era su trabajo.
Cristian era el único que cruzaba esa línea de "profesionalismo" y era alguien a quien podía llamar su amigo. Y tal vez, ahora se le uniría Muriel.
El guardia solo volvió a separar su mano de él, tomando un poco de distancia porque sus cuerpos prácticamente se rozaban. Cerró los ojos y suspiró, volviéndolos a abrir después de unos segundos—esta vez no tan largos—.
—De acuerdo, ¿a dónde quiere ir? —cuestionó, volviendo a tomar su posición formal de guardaespaldas porque no podía permitirse ser su novio cuando alguien podía verlos.
Lisandro sonrió ampliamente y empezó a caminar hacia la salida de la mansión, con la esperanza de recordar cómo llegar al lugar al que tanto quería ir porque le había parecido el sitio ideal para una cita.
—¿A dónde me estás llevando? —preguntó el más alto, sintiendo las manos del menor en sus ojos, cubriendo su visión.
Después de que salieron de la mansión así como estaban, simplemente con sus celulares y la ropa que se habían puesto ese día, caminaron por unos minutos caminando por el bosque que rodeaba la mansión de los Martinez. El príncipe le obligó—o bueno, solo se lo ordenó— a hablarle informalmente, porque ya no había nadie que pudiera escucharle hablar de esa forma al futuro rey, así que únicamente le quedó hacerle caso.
—Ya casi llegamos —respondió con el tono de voz denotando felicidad por poder compartir ese momento con su novio.
Para cuando el menor quitó sus manos y le permitió ver, sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la repentina luz. Observó el lago enfrente suyo y se quedó maravillado por lo lindo que era ese lugar. El lago parecía lo suficientemente hondo como para cubrir todo el cuerpo pero habiendo partes en los alrededores donde probablemente harías pie aún cubriéndote el cuerpo.
El agua semicristalina dejaba ver parte del fondo del lago y las tonalidades verdes de los árboles a sus alrededores reflejaban en el estanque. Ambos estaban parados en una desnivelación del terreno, creando una circunferencia en la periferia, y no muy lejos de ellos, había un pequeño río que terminaba en una pequeña cascada que desembocaba en el lago.
—¿Te gusta? —pronunció el más bajito, quedándose a un lado suyo para seguido enfrentarlo cuando el guardaespaldas se giró hacia él.
—Me encanta —respondió con una sonrisa, que pronto terminó en una mueca de sorpresa al sentir las manos del menor agarrando el cinturón en su cintura—. ¿Qué hacés? —preguntó, viéndolo tomar la hebilla de la franja de cuero para así poder desajustarlo.
—No te traje acá para que miraremos el paisaje —mencionó, concentrado en su tarea de quitarle el cinto y Cristian no se lo impidió en ningún momento, con una sonrisa burlesca en su rostro.
Capaz Lisandro no debería haberle permitido dejar su rol de guardaespaldas porque el más alto agarraba demasiada confianza cuando quería.
O tal vez eso era lo que el príncipe ansiaba que pasara, no estaba seguro.
—¿Ah no? ¿Entonces qué vamos a hacer? —Lisandro notó la intención detrás de sus palabras, terminando de quitarle el cinto para dejarlo caer al piso, aprovechando sus manos ahora libres para quitarse la corona y dejarla a un lado del cinturón del guardia.
—Que conste que vos lo pensaste, no yo —se defendió y Cristian rió suavemente, animándose a llevar sus manos hasta el traje morado del chico para ayudarlo también a desvestirse.
—Específicamente inocente, no sos, por algo me entendiste —se burló, obteniendo un chasquido de lengua de parte del príncipe seguido de un golpe en su pecho.
—Yo solo quería que nos metiéramos al agua.
Lisandro tomó esta vez el cinto en su pecho y lo desajustó para quitarle la capa, dejándola caer junto al montoncito del resto de las cosas.
El pelinegro aprovechó que el menor terminó con su acción para finalizar de sacarle el traje, dejándolo en el piso para después agarrar la cintura del chico con sus dos manos, atrayéndolo hacia él.
—Sos demasiado bonito —soltó de repente, poniendo nervioso a Lisandro, quien no pudo evitar ponerse tímido por su comentario.
Acostumbraba a recibir esos comentarios de mucha gente con regularidad, pero definitivamente que se lo dijera Cristian tenía un efecto totalmente diferente en él.
El más alto detalló cómo las mejillas del rubio se volvían ligeramente de una tonalidad rojiza y sonrió por eso, obsesionado con el brillo en sus ojos producto del halago.
Sin poder y sin querer realmente contenerse, terminó pegando sus labios a los del menor, saboreando el sabor a frutilla de su labial humectante, preguntándose por qué lo usaba tanto si sus labios parecían estar sanos. Ciertamente, Lisandro lo usaba porque le gustaba sentir el sabor en los labios de su novio y porque había guardado en su mente ese recuerdo de cuando se besaron por primera vez siendo los dos eran menores de edad y el pelinegro le dijo que le gustaba mucho el sabor de sus labios.
Al no tener que preocuparse por nadie ni nada, el príncipe se animó a abrir su boca, buscando la lengua ajena con la suya hasta poder conectarlas en un beso que terminó siendo un poco húmedo y obsceno por los ruiditos que producían sus lenguas y su saliva al chocar y mezclarse.
—Dios, te besaría todo el día —murmuró el pelinegro a centímetros de su boca después de que se separaran un poco en busca de oxígeno.
—Bueno —respondió con una sonrisa, para nada disgustado ante la idea—. Me encanta cuando me decís lo que te gustaría hacerme —agregó, tanteando con sus manos la camisa del más alto para poder empezar a desabotonarla.
—Mhm, me parece que no te gustaría saber el resto de cosas que quiero hacerte. —A pesar de que su comentario lo apenó porque no todos los días veía a un Cristian sin filtros hablándole como si los dos fueran personas normales, no pudo alejar su mirada de él, sintiéndolo como un desafío.
—Dudo que sea tan malo —le siguió el juego, terminando de desabotonar su camisa y aprovechando la cercanía para meter sus manos entre la tela y su cuerpo, tocando directamente su piel y deseando poder tocar toda su tez.
Cristian se quedó en silencio por unos minutos, mirando su expresión y buscando en sus orbes un atisbo de que de verdad podía hablarle así y no habría ningún problema. Muchas veces Lisandro se lo había dicho y le había dejado en claro que no quería que se guardara las palabras con él, que tenía el mismo derecho para hablar que él, pero a veces simplemente se sentía incorrecto hacerlo, demasiado contaminado con la idea de que solo era un títere que servía para proteger a la familia real.
Aunque esa vez, Cristian mandó todo a la mierda y solo se permitió estar con su novio, liberando todos esos pensamientos y deseos que reprimía todos los días.
—Me encantaría poder besar todo tu cuerpo y tocarte hasta que solo puedas pensar en mí —mencionó, llevando sus manos hasta los collares del rubio para poder quitárselos—. Hacerte olvidar de todo y que solo seamos Lisandro y Cristian, dos personas que se aman a pesar de todo, dos personas que merecen el mismo afecto que cualquier otra y que no deberían estar escondiéndose por culpa de una opinión ajena —siguió hablando, a la vez que sus manos bajaban por el cuerpo del menor, apreciando su linda figura a través de su ropa, deseando poder quitársela y apreciar su cuerpo directamente porque nunca se cansaría de él, de lo hermoso que era, físicamente y en personalidad.
Los orbes del príncipe brillaron, tal vez demasiado, al punto que tuvo que morderse el labio inferior para no terminar llorando. Sus palabras habían tocado una fibra sensible dentro suyo y no podía pensar en otra cosa que no fuera en lo mucho que amaba al guardaespaldas.
Ansiaba con su vida que llegara el día en el que pudiera expresar su amor libremente sin sentir que sus padres dejarían de quererlo y que todo el pueblo le daría la espalda por ser como era.
—Te amo mucho, Lisandro. —A pesar de que sonrió de felicidad, dejó que las amargas lágrimas cayeran por sus mejillas, odiando ese sentimiento tan contradictorio en su pecho de felicidad y tristeza a la vez.
Estaba muy feliz de tener a Cristian a su lado, era lo mejor que le había pasado en la vida. Pero también estaba triste por todo lo que tenían que pasar los dos para poder estar juntos.
Las manos del guardia acusaron su rostro, limpiando las lágrimas con sus pulgares hasta que no quedó ningún rastro de ellas. El mayor no necesitaba una respuesta verbal para saber que le correspondía y mucho menos lo necesitaba cuando Lisandro lo abrazó con fuerza, escondiendo su rostro en su cuello y dejando que la calidez del cuerpo ajeno curara ese dolor en su corazón.
En algún momento ambos terminaron de quitarse la ropa para poder llevar a cabo la tarea que desde un principio tenían pensado hacer, quedando ambos solo en ropa interior para así estar cómodos al bañarse.
No se despegaron en ningún momento el uno del otro, manteniendo sus manos en el cuerpo ajeno y acariciando sus pieles lo más que podían. Era raro que pudieran disfrutar de esa cercanía en su día a día, por lo que disfrutaron de poder tocarse y besarse. Las piernas del rubio rodearon la cadera del guardia y Cristian solo pudo sostenerlo con sus manos en su cadera, a la vez que apoyaba sus pies en la tierra húmeda debajo de ellos.
El agua terminaba por ocultar lo que hacían los dos jóvenes, aunque cualquiera podría darse cuenta de ello fácilmente tan solo caminando cerca de allí y escuchando los suaves gemidos y palabras de ruego del menor, dirigidas a su novio quien mantenía un movimiento constante para darle placer al príncipe.
Ambos disfrutaron del momento a solas, incluso cuando el sol cayó y decidieron volver a tierra firme—y seca—, quedándose sentados a un lado del río mientras observaban el atardecer y cubrían sus cuerpos con la media capa del guardaespaldas.
—Creo que voy a casarme con Muriel —comentó mientras se acurrucaba contra el cuerpo ajeno, apoyando su cabeza en su hombro.
Las palabras del chico rompieron esa burbuja hipnótica en la que se encontraba Cristian mientras miraba el ocaso entre los árboles, de vez en cuando observando cómo los rayos dorados del sol chocaban contra la morena piel del príncipe.
No pudo evitar que esas palabras le dolieran.
Lisandro notó lo tenso que se puso su cuerpo y terminó enderezándose para mirar al guardia.
—No es lo que pensas —aclaró antes de que el chico se hiciera ideas equivocadas sobre el tema.
Simplemente pensaba que esa era la mejor opción que tenía en esos momentos, solo le alarmaba pensar en el futuro cuando necesitase procrear para mantener el reino a salvo.
—Le dije a Muriel que me gustaba un chico —se sinceró y pronto vio la mueca de temor en su rostro. Lisandro llevó una mano hasta la mejilla ajena para consolarlo—. Me ofreció que nos casemos para asegurar el reino y que podamos seguir juntos. Ella tampoco quiere una relación conmigo —contó para calmar los malos pensamientos del mayor.
Cristian solo asintió con la cabeza, pensando el tema por unos segundos para después imitar el movimiento anterior de su novio, abrazándolo por la cintura con sus dos brazos y escondiendo su rostro en su cuello.
—Hablemos de eso después, por favor —le pidió y Lisandro no se lo negó.
Ninguno de los dos quería hablar en esos momentos, al menos no sobre sus vidas, solo querían disfrutar de ese rato donde solo podían pensar en lo lindo que se sentían cada vez que estaban juntos, en esa calidez que invadía sus cuerpos sin importar la temperatura que los rodeara.
Otro día hablarían bien sobre ese tema, sin querer ninguno ponerle una fecha exacta.
Aunque no hizo falta que pasara mucho tiempo porque a la mañana siguiente se vieron obligados a hacerlo cuando Muriel entró inesperadamente a su pieza después de tocar la puerta un par de veces y encontrarse a la pareja durmiendo abrazados en la cama, ambos con sus torsos descubiertos por el calor que se generaba entre ellos por el contacto corporal.
Lisandro se despertó alarmado por encontrarse en esa situación, habiéndose olvidado de decirle a Muriel que no entrara a su pieza como si nada aunque fuera su futura prometida. La chica terminó disculpándose varias veces aunque le contó que los reyes habían querido que le diera una sorpresa al príncipe para invitarlo a comer, aunque la que terminó sorprendida fue ella, sin poder creer que el chico que le gustaba a Lisandro fuera su propio guardia.
Cuando Cristian se despertó, se encontró a los dos menores en el balcón de la habitación, conversando tranquilamente mientras disfrutaban del clima cálido de la mañana.
Lisandro le pidió que los acompañara y el pelinegro no pudo negarse, sentándose a un lado de ellos después de vestirse con alguna prenda de su novio para no incomodar a la chica porque tampoco pensaba ponerse la ropa del día anterior de nuevo.
Hablaron, comieron y rieron, como lo haría cualquier grupo de amigos. Tal vez alguien los vio desde el piso de abajo, tal vez no.
Realmente eso no importaba.
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