#epitafios
Explore tagged Tumblr posts
minimaeclectica · 2 years ago
Text
Tumblr media
"Cuando entro en contacto con estos poemas —pues limitarse a leerlos es imposible— tengo siempre la sensación de que en sus palabras se tritura y pulveriza lentamente algo muy antiguo. Los poemas mismos son sufrimientos. Roland Barthes es el que más se aproxima al meollo de la cuestión cuando, junto a lo "legible" y a lo "escribible", menciona otra categoría: "lo recidible" no en relación con esto, pero lo dicho vale sin duda para la poesía de Vallejo.
Cees Nooteboom - Tumbas (en la sección de César Vallejo)
5 notes · View notes
editandoepitafios · 29 days ago
Text
Tumblr media
Tamara Quinteros Miranda
0 notes
anexo-referencial · 2 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media
Epitafios
(2020)
Tinta china y caja de fósforos.
0 notes
gonzalo-obes · 2 months ago
Text
Tumblr media
Mis últimas voluntades, epitafio
0 notes
underrtheskinn · 4 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
EPITAFIOS
season 1
1 note · View note
mysticalobservationchaos · 1 year ago
Text
¡Feliz aniversario en WordPress.com!
Te registraste en WordPress.com hace 18 años. Gracias por volar con nosotros. Sigue blogueando así.
Tumblr media
View On WordPress
0 notes
damadelocaso · 1 year ago
Text
39
Ya no puedo sacar fanfarrón mi cabeza emergiendo
del fondo del mar surcado por barcos;
no daré resoplidos, gozoso de ver mi figura
cerca de los bellos labios de la nave.
La purpúrea marea del ponto me trajo a la costa
y aquí estoy en esta suave playa tendido.
Ánite de Tegea
0 notes
welele · 3 months ago
Text
Tumblr media
43 notes · View notes
yoestuveaquiunavezfrases21 · 3 months ago
Text
2392- De haber escrito mi propio epitafio este hubiese sido: "TUVE UNA RIÑA DE ENAMORADOS CON EL MUNDO"
(Robert Lee Frost)
22 notes · View notes
clemensclemens · 10 months ago
Text
«Mientras vivas, brilla, no temas nada en absoluto; la vida es breve y el tiempo pide un final».
— Epitafio de Sícilo.
33 notes · View notes
ernestoednrec · 3 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Poema Titulado: "Mi Epitafio".
Escrito por mí y que está a su disposición al igual que muchos otros más de mi misma autoría en la plataforma de lectura Inkspired.
Link 👇🏻
3 notes · View notes
editandoepitafios · 29 days ago
Text
El cuento de los Olvidados
En el joven de camisa de lino no se reconocía a quien solía trepar descalzo a lo más alto del sauce, con un cubo de tierra mojada, para arrojar barro a quienes pasaban. En sus ojos parduzcos, caminando a paso rápido por Santiago, era imposible reconocer a quien hacía carreras con su hermano Joaquín por los caminos de Doñihue. Mucho menos se veía en este al mismo niño que vendía limones para pagarse sus útiles escolares en las época difíciles.
Lejos de ser un muchacho, las palabras que usaban para describir a Hernán quienes lo conocían actualmente eran, más bien, “un caballero”. Le gustaba escuchar ese tipo de cosas, que lo llenaban de motivación como el aire llenaba sus pulmones. No creía en el más allá ni en la vida que hay después, y gracias a ese pragmatismo citadino, Hernán López Muñiz creía haber alcanzado el éxito, el único éxito, ese que en los pueblos del campo jamás se obtiene. Tenía clientes con la devoción de fieles y bolsillos abultados, que afirmaban que el joven Hernán ostentaba una canonización en el Vaticano y otra más en el Club de la Unión, champaña en mano, y dos mil escudos más en su libreta del banco.
Era un edificio con ascensor moderno, de modo que bastó con pulsar un botón para que se digitaran los números de los pisos en que se encontraba, y se abrieron unas puertas metálicas para que este entrara. Era como estar en el futuro; se sonrió, mientras sostenía firmemente su maletín. Subió al piso nueve, y se dirigió a su despacho. La secretaria se acercó.
—Un telegrama.
El abogado recogió lo que esta le extendía, y se dirigió al escritorio. Arrugó la frente al ver la dirección; Doñihue. Resopló, y decidido a no volver a contactarse con su pasado, arrojó la carta al cajón.
Pero durante todo el día estuvo pensando en el origen del telegrama, y en contra de su propia voluntad, no se concentraba. Los clientes iban y venían, y lo único en lo que pensaba era quién podía ser ese tal B.D. García y por qué le escribía desde su pueblo de origen. Después de todo ese tiempo, el único miembro vivo de su familia que seguía allá era su hermano. Habría sido más normal que le escribiera él, y no un total desconocido. Así, antes de cerrar la oficina, Hernán abrió el cajón y tomó el telegrama.
JOAQUÍN MURIÓ. VEN.
El papel se le escurrió de las manos, cayendo al suelo. Pálido, pareció olvidar todos sus juramentos de odiarlos a todos y jamás volver. Se le fue del cuerpo, como un golpe de agua fría, la necesidad de hacerse hombre nuevo. En ese momento, corrió hacia su exclusivo automóvil, lo arrancó y no se detuvo hasta llegar a Doñihue, Provincia del Cachapoal.
La luna estaba en lo alto del cielo, nacarada y brillante, como un semicírculo mezquino que no quiere dar el todo de su luz. Hernán recordaba cómo su padre se había negado se negó a vender la parcela, incluso cuando le trajo más deudas que ganancias, y Joaquín siguió el mismo camino de ilusos.
Pensaba en el día en que se marchó. Joaquín le dio una palmada en el hombro, y lo miró con serenidad. “Nos volveremos a encontrar. No digas nada. Sé que volverás, porque sé que eres mejor de lo que dices ser”.
Hernán se secó los ojos bruscamente. Lo que no entendió Joaquín fue que, al decir eso, lo había condenado, y que sus palabras de hace tanto tiempo lo estaban matando en ese instante. Sin que lo oyera nadie más que la luna adusta y los árboles indolentes, gritó. Gritó, una y otra vez, apretando el volante hasta dolerle los nudillos.
Luego de eso, abrió la puerta del coche, llegó a la parcela y caminó hacia el interior. Los muebles estaban cubiertos, tal y como cuando su padre y su madre murieron, respectivamente. Alrededor, había varias personas que él no conocía, otras tantas que probablemente no reconoció, dos niños pequeños y Ermelinda, la niñera que los crió, ahora con más años encima que nunca. Sonándose, Ermelinda vio a Hernán, y corrió a abrazarlo.
—¡Nano, si no es mi Nanito! —Sollozaba, y el joven le respondía rodeándola con sus brazos, angustiado por recibir un cariño que no se merecía. Entonces, vio a Ana, su antigua amiga.
Hernán no la habría reconocido si no tuviera aún las trenzas que tenía a los doce, como si el tiempo no hubiera pasado para ella. Ana se acercó a Hernán y le tomó ambas manos. Mirándolo a los ojos, pronunció lo que a este le pareció una daga cortándole la garganta:
—Él te quiso, Hernán. Siempre lo decía. Todos estos años esperó que volvieras.
Tragó saliva. Se acercó al ataúd, y miró a quién yacía dentro. Sabía que era Joaquín, pero no podía sentirlo.
Al rato, Ana se acercó nuevamente, y preguntó si se quedaría a dormir. Él se encogió de hombros. Ana se dirigió a Ermelinda, pidiendo que le preparara una habitación. Escuchó cómo le respondía, afirmativamente, llamándola “señora Ana”. Hernán resopló, molesto, y decidió fijarse en la mano de su amiga de la infancia. Su dedo anular confirmó las sospechas.
—Ana, ¿ustedes cuándo se casaron?
—Hace siete años. Estabas en…
Hernán soltó un bufido. Quería verse molesto, pero en realidad, lo único que sentía era un nudo en la garganta. 
—Ustedes sabían dónde estaba. No me digas que mi hermano me quiso, o que se acordó de mí. Llego acá sin saber nada, sin enterarme de nada, como un idiota. ¿Crees que soy…?
Ana lo escuchó despotricar, impasible. Luego, sin decir palabra, lo llevó a su habitación. Era el mismo cuarto en que, con Joaquín, habían dormido cuando eran niños.
—No te enfades con ella, tiene buenas intenciones –oyó decir a sus espaldas, mientras se desabrochaba la camisa. Hernán dio un respingo. Sobresaltado, miró a su alrededor. Nada.
—Estás imaginando cosas —masculló.
—No. No lo imaginas. En realidad, siempre fuiste el con menos imaginación.
Hernán cerró los ojos. “Estoy soñando, estoy soñando”. Cuando logró normalizar la respiración, volvió a abrirlos. Joaquín estaba sentado en la silla frente a la cama, exactamente igual que la última vez que lo vio, doce años atrás. Incluso llevaba la misma camisa a cuadros, lo que confirmaba que era un sueño.
—Nano, quiero pedirte un favor.
—Si te hago el favor, ¿te irás? –Preguntó. Pasaron varios segundos hasta que el fantasma de su hermano asintiera con la cabeza.
—Sí, pero solo me iré si lo haces —Joaquín observó a Hernán varios segundos antes de continuar—. Yo seguí con el legado de papá hasta su muerte. Ana no puede hacerlo sola. Por eso, Nano, quiero que te hagas cargo de estas tierras. Será poco, pero papá entregó su vida para que dé frutos, y en estos está su sangre, su sudor y cada una de sus lágrimas.
 “No voy a venir”, pensó Hernán.
—No quiero pensar que me equivoqué contigo, Nano.
—No te equivocaste ni acertaste, porque no eres real. Te estoy imaginando. Los fantasmas no existen. Buenas noches.
Sin embargo, esa noche Hernán durmió mal. Soñó con su padre, mientras su madre suplicaba que él también se les uniera. “No seas así, Nanito”, le decía, mientras él insistía que no podía quedarse en esa vida miserable, porque quería trascender, hacer algo realmente útil. “A esta tierra la han olvidado todos, mamá, y yo no voy a quedarme en una vida para ser olvidado”.
Esa mañana, al desayuno Ana le preguntó si estaba casado o pensaba hacerlo.
—Yo quiero vivir para ser recordado, Anita, y para eso, debo ser el mejor en lo que hago.
—¿No hay demasiados abogados en el mundo ya? Y, hasta donde yo sé, para cada cliente, cada abogado es reemplazable.
—A eso me refiero. Yo busco vivir de tal manera que sea irreemplazable –contestó–. Seré inolvidable.
Llegó alguien. Ana recibió a un desconocido de traje, que pasó a la cocina. Mientras le estrechaba de manos, se presentó como Bernardo García. Debía tener entre cincuenta y sesenta años. Era el abogado de su hermano, le dijo, mientras Hernán carraspeaba. Seguro que había estudiado derecho quién sabe dónde.
La lectura del testamento fue en el cuarto de estar de la casa, mientras Ermelinda se llevaba a los dos pequeños.
Hernán comenzó a mover el pie, inquieto. Creyó ver a Joaquín de pie en una esquina, pero luego se esfumó.
Comenzó a leerse un testamento en que le legaban a él, Hernán Eduardo López Muñiz, las diez hectáreas que había pertenecido a su familia, como “asignación modal”. Nuevamente, vio cómo Joaquín se sonreía desde la esquina de la habitación. Ahora, le explicaba García con tono monótono, solo tendría la propiedad del campo en tanto que lo trabajara y cultivara personalmente. De lo contrario, su dominio pasaría al Estado.
—Me parece una pérdida de plata –protestó Hernán, mirando a su cuñada y a Ermelinda, quién, con lágrimas en los ojos, sostenía el reloj de bronce de su hermano—. En vez de preocuparse por su familia, Joaquín decidió legarle su mayor capital al Fisco.
—¿Me estás diciendo que no cumplirás la última voluntad de tu hermano? –La voz de Ana sonaba agria.  Hernán se alejó, apretando las uñas sobre las palmas. 
Y en ese momento, lo vio. Tardó en reconocerlo, pues llevaba catorce años sin verlo. Pero seguía con la misma camisa blanca con que lo enterraron, el mismo cabello rizado en la nuca y la mandíbula cuadrada. El corazón de Hernán latía a toda velocidad, pero no estaba dispuesto a discutir con fantasmas. Sin embargo, los ojos del espectro seguían pegados en él, hasta el punto de que por la espalda de Nano (el que ya no era Hernán Muñiz, abogado, sino simplemente Nano) recorría un sudor frío desde su cuello hacia abajo. El fantasma lo seguía mirando. Ese mismo que antes, de carne y hueso, le enseñó a manejar en una Citroneta blanca, y con el que había aprendido a traer potrancas al mundo. Con él, también, había conocido lo que era saber callarse cuando hablaban los demás, porque bastaba una mirada… esa misma mirada, en ese momento en que los pies de Nano estaban pegados al suelo, incapaces de moverse, imposibilitando reaccionar. No se sentía nada más que un muchacho. El mismo muchacho que vendía limones en cajas de cartón, después de que los sacara él mismo del limonero. Miró al fantasma con súplica. Habría querido que, al responderle, no se le quebrara la voz:
—No se te ocurra, papá. No me he dedicado, toda mi vida, a hacerme alguien… alguien… digno de recordar.
—Sigues sin darte cuenta. Nadie te recordará en esa oficina, Nano, porque tu vida está acá. Tu sangre también, todo; por tus venas corre el Cachapoal, por rutas que se parecen a los caminos de tierra que conectan Doñihue y Chimbarongo, y tus pulmones se inflan como las ramas del coligüe. No, no, Nano, tú lo que quieres es escapar de quién eres. ¿Piensas que es posible, hijo mío?
—Aléjate —lloró Hernán, sintiendo cómo el sudor recorría su frente–. Por favor, no quiero verte. ¡No quiero verte! –Gimoteó, a pesar de que no era cierto. Vio acercarse a Joaquín.– ¡Vete de aquí! ¡Esto es tu culpa, tuya! Esta tortura… ¡Váyanse! ¡Fuera de aquí!
No sabía cómo, pero se encontraba de rodillas, cubriéndose la cabeza con las manos. Se sentía rodeado, a pesar de que, en el fondo, sabía que estaba completamente solo.  
—Nano, escúchame –murmuró su hermano, pero este se agarraba el rostro, acongojado–. Nano, entiéndeme, no puedes olvidar de dónde vienes, dónde naciste y dónde aprendiste a ser tú mismo. Nadie te recordará si no sabes, siquiera, a quién quieres que recuerden. No sabes quién eres, Nano. El problema no es Santiago, no es tu carrera. Eres tú.
–Yo soy un buen abogado… —Protestó Hernán, como si no lo oyera—. Lo hago bien… bien… bien…  
—Tal vez. Tal vez no tanto. No puedes crecer si no aceptas tus raíces. Hasta los árboles lo entienden.
Su padre siempre hablaba de esas cosas. Árboles. Campo. Nano no quería nada de eso, quería olvidar. Necesitaba que lo recordaran por algo distinto de todo aquello que ya no podía ser suyo. 
—No quiero nada de árboles… nada… nada de esto. Quiero demostrarles que puedo ser grande, mucho más que ustedes, y hacer algo… ¿no se dan cuenta? No quiero ser un nombre más del cementerio, una cifra más de un árbol genealógico. No quiero que me olviden. No me olviden, no me olviden… 
Lo que Hernán, en el fondo, sabía, era que la gente que conocía en Santiago, con la que brindaba y festejaba, champaña en mano, ya lo había olvidado. Para ellos, era solo una cifra más en su libreta de contactos, un abogado más al que llamar, un contribuyente más al que cobrar. Nunca fue amigo de nadie, porque jamás mostró quién, realmente, era.
Por el dolor que sentía, el campo mismo en que nació se apiadó de él y de su alma.
Hernán salió por el umbral de la puerta, con lágrimas en los ojos. Cayó de rodillas sobre la tierra del huerto, aún húmeda por el rocío de la mañana. La tierra lo encontró así, sollozando, y quiso cuidar de él como, alguna vez, solo su madre lo hizo. Aún, en sus sollozos, musitaba “No me olviden… No me olvides, no me olvides”.
Desde ese día, cada vez que ven una flor como aquella en la que Hernán se convirtió, así lo llaman. Dicen que sigue buscando con sus pétalos, tristemente, aprobación, para no ser enterrado al olvido. 
Al Nomeolvides lo recuerdan hasta hoy.
Polonio Rozencrantz
0 notes
anexo-referencial · 2 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Epitafios
(2020)
Tinta china y caja de fósforos.
0 notes
juliancallejo · 7 months ago
Text
Tumblr media
3 notes · View notes
underrtheskinn · 5 months ago
Text
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Epitafios (2004)
season 1
0 notes
epitafios-epitafios · 1 year ago
Text
En el largo silencio que siguió, al pasar el vino entre nosotros y emborracharnos lentamente, me puse a pensar en el presidente William McKinley, el tercer presidente norteamericano al que asesinaron. Vivió varios días después de que le dispararan y, hacia el final, su esposa empezó a gritar y a llorar: "¡Yo también me quiero ir! ¡Yo también me quiero ir!". Y con lo que le quedaba de fuerza Mckinley se volvió hacia ella y pronunció sus últimas palabras: "Todos nos vamos".
7 notes · View notes