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Epitafios
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Revista Literaria
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editandoepitafios · 21 days ago
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Primera edición revista Epitafios
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Epitafios nace del deseo de contar con un medio de difusión para literatura emergente y disidente dentro del círculo estudiantil de la Universidad Católica.  Sin embargo, poco a poco la idea ha ido mutando hasta llegar a lo que hoy tienes en tus manos: una revista literaria independiente en búsqueda de textos originales para su difusión dentro de las humanidades de la universidad, como también dentro de espacios alternativos literarios y culturales de la capital. Esta edición compila textos tanto de estudiantes como de externes a la universidad, enfocándose en la recopilación de ficción disidente, ficción especulativa, narración de misterio, autoficción y poesía.
Esperamos puedas disfrutar de este volumen tanto como nosotres disfrutamos editándolo.
Atte.,
Equipo Epitafios
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editandoepitafios · 21 days ago
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Ganadores concurso literario
               Para la compilación de este primer volumen, se llevó a cabo un concurso literario en el que les escritores participaron por primer, segundo, y tercer lugar, participando por tres, dos y un libro respectivamente. Sin embargo, quedamos gratamente sorprendides por el talento demostrado en los textos, por lo que hemos decidido además incluir una mención honrosa con su propio premio, pues se nos hizo sumamente difícil escoger a les ganadores. Los resultados del concurso fueron los siguientes:
Primer lugar: Tamara Quinteros Miranda con Apóstata, Lustratio
Segundo lugar: Polonio Rozencrantz con El cuento de los olvidados
Tercer lugar: Matías Palacios con versos y colchones
Mención honrosa: Luis Pedro Villablanca con Las mentiras del escritor
Les damos nuestras felicitaciones a les ganadores de este concurso, y agradecemos a todes quienes participaron y nos enviaron sus textos para revisión, siendo pacientes y tomando en consideración nuestros comentarios y sugerencias en la edición de sus textos.
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editandoepitafios · 21 days ago
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Tamara Quinteros Miranda
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editandoepitafios · 21 days ago
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El cuento de los Olvidados
En el joven de camisa de lino no se reconocía a quien solía trepar descalzo a lo más alto del sauce, con un cubo de tierra mojada, para arrojar barro a quienes pasaban. En sus ojos parduzcos, caminando a paso rápido por Santiago, era imposible reconocer a quien hacía carreras con su hermano Joaquín por los caminos de Doñihue. Mucho menos se veía en este al mismo niño que vendía limones para pagarse sus útiles escolares en las época difíciles.
Lejos de ser un muchacho, las palabras que usaban para describir a Hernán quienes lo conocían actualmente eran, más bien, “un caballero”. Le gustaba escuchar ese tipo de cosas, que lo llenaban de motivación como el aire llenaba sus pulmones. No creía en el más allá ni en la vida que hay después, y gracias a ese pragmatismo citadino, Hernán López Muñiz creía haber alcanzado el éxito, el único éxito, ese que en los pueblos del campo jamás se obtiene. Tenía clientes con la devoción de fieles y bolsillos abultados, que afirmaban que el joven Hernán ostentaba una canonización en el Vaticano y otra más en el Club de la Unión, champaña en mano, y dos mil escudos más en su libreta del banco.
Era un edificio con ascensor moderno, de modo que bastó con pulsar un botón para que se digitaran los números de los pisos en que se encontraba, y se abrieron unas puertas metálicas para que este entrara. Era como estar en el futuro; se sonrió, mientras sostenía firmemente su maletín. Subió al piso nueve, y se dirigió a su despacho. La secretaria se acercó.
—Un telegrama.
El abogado recogió lo que esta le extendía, y se dirigió al escritorio. Arrugó la frente al ver la dirección; Doñihue. Resopló, y decidido a no volver a contactarse con su pasado, arrojó la carta al cajón.
Pero durante todo el día estuvo pensando en el origen del telegrama, y en contra de su propia voluntad, no se concentraba. Los clientes iban y venían, y lo único en lo que pensaba era quién podía ser ese tal B.D. García y por qué le escribía desde su pueblo de origen. Después de todo ese tiempo, el único miembro vivo de su familia que seguía allá era su hermano. Habría sido más normal que le escribiera él, y no un total desconocido. Así, antes de cerrar la oficina, Hernán abrió el cajón y tomó el telegrama.
JOAQUÍN MURIÓ. VEN.
El papel se le escurrió de las manos, cayendo al suelo. Pálido, pareció olvidar todos sus juramentos de odiarlos a todos y jamás volver. Se le fue del cuerpo, como un golpe de agua fría, la necesidad de hacerse hombre nuevo. En ese momento, corrió hacia su exclusivo automóvil, lo arrancó y no se detuvo hasta llegar a Doñihue, Provincia del Cachapoal.
La luna estaba en lo alto del cielo, nacarada y brillante, como un semicírculo mezquino que no quiere dar el todo de su luz. Hernán recordaba cómo su padre se había negado se negó a vender la parcela, incluso cuando le trajo más deudas que ganancias, y Joaquín siguió el mismo camino de ilusos.
Pensaba en el día en que se marchó. Joaquín le dio una palmada en el hombro, y lo miró con serenidad. “Nos volveremos a encontrar. No digas nada. Sé que volverás, porque sé que eres mejor de lo que dices ser”.
Hernán se secó los ojos bruscamente. Lo que no entendió Joaquín fue que, al decir eso, lo había condenado, y que sus palabras de hace tanto tiempo lo estaban matando en ese instante. Sin que lo oyera nadie más que la luna adusta y los árboles indolentes, gritó. Gritó, una y otra vez, apretando el volante hasta dolerle los nudillos.
Luego de eso, abrió la puerta del coche, llegó a la parcela y caminó hacia el interior. Los muebles estaban cubiertos, tal y como cuando su padre y su madre murieron, respectivamente. Alrededor, había varias personas que él no conocía, otras tantas que probablemente no reconoció, dos niños pequeños y Ermelinda, la niñera que los crió, ahora con más años encima que nunca. Sonándose, Ermelinda vio a Hernán, y corrió a abrazarlo.
—¡Nano, si no es mi Nanito! —Sollozaba, y el joven le respondía rodeándola con sus brazos, angustiado por recibir un cariño que no se merecía. Entonces, vio a Ana, su antigua amiga.
Hernán no la habría reconocido si no tuviera aún las trenzas que tenía a los doce, como si el tiempo no hubiera pasado para ella. Ana se acercó a Hernán y le tomó ambas manos. Mirándolo a los ojos, pronunció lo que a este le pareció una daga cortándole la garganta:
—Él te quiso, Hernán. Siempre lo decía. Todos estos años esperó que volvieras.
Tragó saliva. Se acercó al ataúd, y miró a quién yacía dentro. Sabía que era Joaquín, pero no podía sentirlo.
Al rato, Ana se acercó nuevamente, y preguntó si se quedaría a dormir. Él se encogió de hombros. Ana se dirigió a Ermelinda, pidiendo que le preparara una habitación. Escuchó cómo le respondía, afirmativamente, llamándola “señora Ana”. Hernán resopló, molesto, y decidió fijarse en la mano de su amiga de la infancia. Su dedo anular confirmó las sospechas.
—Ana, ¿ustedes cuándo se casaron?
—Hace siete años. Estabas en…
Hernán soltó un bufido. Quería verse molesto, pero en realidad, lo único que sentía era un nudo en la garganta. 
—Ustedes sabían dónde estaba. No me digas que mi hermano me quiso, o que se acordó de mí. Llego acá sin saber nada, sin enterarme de nada, como un idiota. ¿Crees que soy…?
Ana lo escuchó despotricar, impasible. Luego, sin decir palabra, lo llevó a su habitación. Era el mismo cuarto en que, con Joaquín, habían dormido cuando eran niños.
—No te enfades con ella, tiene buenas intenciones –oyó decir a sus espaldas, mientras se desabrochaba la camisa. Hernán dio un respingo. Sobresaltado, miró a su alrededor. Nada.
—Estás imaginando cosas —masculló.
—No. No lo imaginas. En realidad, siempre fuiste el con menos imaginación.
Hernán cerró los ojos. “Estoy soñando, estoy soñando”. Cuando logró normalizar la respiración, volvió a abrirlos. Joaquín estaba sentado en la silla frente a la cama, exactamente igual que la última vez que lo vio, doce años atrás. Incluso llevaba la misma camisa a cuadros, lo que confirmaba que era un sueño.
—Nano, quiero pedirte un favor.
—Si te hago el favor, ¿te irás? –Preguntó. Pasaron varios segundos hasta que el fantasma de su hermano asintiera con la cabeza.
—Sí, pero solo me iré si lo haces —Joaquín observó a Hernán varios segundos antes de continuar—. Yo seguí con el legado de papá hasta su muerte. Ana no puede hacerlo sola. Por eso, Nano, quiero que te hagas cargo de estas tierras. Será poco, pero papá entregó su vida para que dé frutos, y en estos está su sangre, su sudor y cada una de sus lágrimas.
 “No voy a venir”, pensó Hernán.
—No quiero pensar que me equivoqué contigo, Nano.
—No te equivocaste ni acertaste, porque no eres real. Te estoy imaginando. Los fantasmas no existen. Buenas noches.
Sin embargo, esa noche Hernán durmió mal. Soñó con su padre, mientras su madre suplicaba que él también se les uniera. “No seas así, Nanito”, le decía, mientras él insistía que no podía quedarse en esa vida miserable, porque quería trascender, hacer algo realmente útil. “A esta tierra la han olvidado todos, mamá, y yo no voy a quedarme en una vida para ser olvidado”.
Esa mañana, al desayuno Ana le preguntó si estaba casado o pensaba hacerlo.
—Yo quiero vivir para ser recordado, Anita, y para eso, debo ser el mejor en lo que hago.
—¿No hay demasiados abogados en el mundo ya? Y, hasta donde yo sé, para cada cliente, cada abogado es reemplazable.
—A eso me refiero. Yo busco vivir de tal manera que sea irreemplazable –contestó–. Seré inolvidable.
Llegó alguien. Ana recibió a un desconocido de traje, que pasó a la cocina. Mientras le estrechaba de manos, se presentó como Bernardo García. Debía tener entre cincuenta y sesenta años. Era el abogado de su hermano, le dijo, mientras Hernán carraspeaba. Seguro que había estudiado derecho quién sabe dónde.
La lectura del testamento fue en el cuarto de estar de la casa, mientras Ermelinda se llevaba a los dos pequeños.
Hernán comenzó a mover el pie, inquieto. Creyó ver a Joaquín de pie en una esquina, pero luego se esfumó.
Comenzó a leerse un testamento en que le legaban a él, Hernán Eduardo López Muñiz, las diez hectáreas que había pertenecido a su familia, como “asignación modal”. Nuevamente, vio cómo Joaquín se sonreía desde la esquina de la habitación. Ahora, le explicaba García con tono monótono, solo tendría la propiedad del campo en tanto que lo trabajara y cultivara personalmente. De lo contrario, su dominio pasaría al Estado.
—Me parece una pérdida de plata –protestó Hernán, mirando a su cuñada y a Ermelinda, quién, con lágrimas en los ojos, sostenía el reloj de bronce de su hermano—. En vez de preocuparse por su familia, Joaquín decidió legarle su mayor capital al Fisco.
—¿Me estás diciendo que no cumplirás la última voluntad de tu hermano? –La voz de Ana sonaba agria.  Hernán se alejó, apretando las uñas sobre las palmas. 
Y en ese momento, lo vio. Tardó en reconocerlo, pues llevaba catorce años sin verlo. Pero seguía con la misma camisa blanca con que lo enterraron, el mismo cabello rizado en la nuca y la mandíbula cuadrada. El corazón de Hernán latía a toda velocidad, pero no estaba dispuesto a discutir con fantasmas. Sin embargo, los ojos del espectro seguían pegados en él, hasta el punto de que por la espalda de Nano (el que ya no era Hernán Muñiz, abogado, sino simplemente Nano) recorría un sudor frío desde su cuello hacia abajo. El fantasma lo seguía mirando. Ese mismo que antes, de carne y hueso, le enseñó a manejar en una Citroneta blanca, y con el que había aprendido a traer potrancas al mundo. Con él, también, había conocido lo que era saber callarse cuando hablaban los demás, porque bastaba una mirada… esa misma mirada, en ese momento en que los pies de Nano estaban pegados al suelo, incapaces de moverse, imposibilitando reaccionar. No se sentía nada más que un muchacho. El mismo muchacho que vendía limones en cajas de cartón, después de que los sacara él mismo del limonero. Miró al fantasma con súplica. Habría querido que, al responderle, no se le quebrara la voz:
—No se te ocurra, papá. No me he dedicado, toda mi vida, a hacerme alguien… alguien… digno de recordar.
—Sigues sin darte cuenta. Nadie te recordará en esa oficina, Nano, porque tu vida está acá. Tu sangre también, todo; por tus venas corre el Cachapoal, por rutas que se parecen a los caminos de tierra que conectan Doñihue y Chimbarongo, y tus pulmones se inflan como las ramas del coligüe. No, no, Nano, tú lo que quieres es escapar de quién eres. ¿Piensas que es posible, hijo mío?
—Aléjate —lloró Hernán, sintiendo cómo el sudor recorría su frente–. Por favor, no quiero verte. ¡No quiero verte! –Gimoteó, a pesar de que no era cierto. Vio acercarse a Joaquín.– ¡Vete de aquí! ¡Esto es tu culpa, tuya! Esta tortura… ¡Váyanse! ¡Fuera de aquí!
No sabía cómo, pero se encontraba de rodillas, cubriéndose la cabeza con las manos. Se sentía rodeado, a pesar de que, en el fondo, sabía que estaba completamente solo.  
—Nano, escúchame –murmuró su hermano, pero este se agarraba el rostro, acongojado–. Nano, entiéndeme, no puedes olvidar de dónde vienes, dónde naciste y dónde aprendiste a ser tú mismo. Nadie te recordará si no sabes, siquiera, a quién quieres que recuerden. No sabes quién eres, Nano. El problema no es Santiago, no es tu carrera. Eres tú.
–Yo soy un buen abogado… —Protestó Hernán, como si no lo oyera—. Lo hago bien… bien… bien…  
—Tal vez. Tal vez no tanto. No puedes crecer si no aceptas tus raíces. Hasta los árboles lo entienden.
Su padre siempre hablaba de esas cosas. Árboles. Campo. Nano no quería nada de eso, quería olvidar. Necesitaba que lo recordaran por algo distinto de todo aquello que ya no podía ser suyo. 
—No quiero nada de árboles… nada… nada de esto. Quiero demostrarles que puedo ser grande, mucho más que ustedes, y hacer algo… ¿no se dan cuenta? No quiero ser un nombre más del cementerio, una cifra más de un árbol genealógico. No quiero que me olviden. No me olviden, no me olviden… 
Lo que Hernán, en el fondo, sabía, era que la gente que conocía en Santiago, con la que brindaba y festejaba, champaña en mano, ya lo había olvidado. Para ellos, era solo una cifra más en su libreta de contactos, un abogado más al que llamar, un contribuyente más al que cobrar. Nunca fue amigo de nadie, porque jamás mostró quién, realmente, era.
Por el dolor que sentía, el campo mismo en que nació se apiadó de él y de su alma.
Hernán salió por el umbral de la puerta, con lágrimas en los ojos. Cayó de rodillas sobre la tierra del huerto, aún húmeda por el rocío de la mañana. La tierra lo encontró así, sollozando, y quiso cuidar de él como, alguna vez, solo su madre lo hizo. Aún, en sus sollozos, musitaba “No me olviden… No me olvides, no me olvides”.
Desde ese día, cada vez que ven una flor como aquella en la que Hernán se convirtió, así lo llaman. Dicen que sigue buscando con sus pétalos, tristemente, aprobación, para no ser enterrado al olvido. 
Al Nomeolvides lo recuerdan hasta hoy.
Polonio Rozencrantz
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editandoepitafios · 21 days ago
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veros y colchones
Te acostaste encima de mis poemas
Y las planas letras fueron reemplazadas por el relieve
El olor a hojas por tu aroma indolentemente dulce
El desabrido papel por mi corazón en la garganta
(No hay culpa en trizar 
mis versos 
ni en los cortes de celulosa)
Las palabras se volvieron tu carne 
Y tu presencia hizo a la poesía irrelevante
Matías Palacios
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editandoepitafios · 21 days ago
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Las Mentiras del Escritor
Mi compañero de cuarto es un escritor. Yo lavo los platos porque él dice que los escritores solo saben escribir. También dice que ninguno de nuestros gestos es nuestro, que todas sus palabras han sido robadas de alguien que ya las dijo antes, que todas sus expresiones son la cara de alguien más en la suya.
Así que inventé toda una gama de gestos propios: la sonrisa anversa, el guiño bucal, el sopla-nucas, la risa hacia adentro y otros que no nombraré para que no me los copien.
Cuando la hermana de mi compañero vino a visitarlo le abrí la puerta amablemente, y para saludarla le di mi mejor escupitajo de bienvenida. Ni ella ni mi compañero me dieron tiempo de explicarme porque me dejaron afuera con toda mi ropa, mis herramientas de trabajo y mi polera autografiada por Claudio Bravo.
Supongo que la gente solo me reconoce cuando se encuentra a sí misma en mí, solo me entiende cuando hablo con sus palabras. Quizás es mi culpa por creer que lo que el escritor escribe tiene sentido alguno, o porque decidí tomar prestadas sus palabras.
Luis Pedro Villablanca
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editandoepitafios · 21 days ago
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primavera
QUIERO MI CASA SOLA
Y MI TRABAJO MEDIOCRE
LLEVADERO A MI FORMA DE SER
QUIERO TU COMPAÑÍA
PERO SOLO ALGUNOS DÍAS
PORQUE NO CONFÍO
EN MI FORMA DE QUERER
Y NO ES QUE ASÍ LO QUIERA
A VECES NO SÉ QUÉ HACER
EL VIENTO DEL CENTRO
SUBE HASTA MI ALMA
SE HOSPEDA EN MI CORAZÓN Y
SOPLA LAS MEMORIAS
DEL AYER Y DEL HOY
FORMANDO UN HURACÁN
QUE NIEGA EL CALOR
NUNCA NACE EL SOL
SUFRIMIENTO ETERNO
EN ESTA EXPERIENCIA
DE UNA VIDA REFRACTARIA
LUCHA ETERNA
EN ESTA FRÁGIL VASIJA
COCIDA A FUEGO LENTO
ESPIRAL INFINITA 
EN ESTAS TUMULTUOSAS
ESTACIONES INCESANTES
Damián Fabrer Sepúlveda
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editandoepitafios · 21 days ago
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Niebla y Fuego
Al llegar a mí
Al tenerte en mis manos
Te poseo con mi ardiente fuego
Te arropo con mis sábanas
Ardes con ese poder tan tuyo
Capaz de incinerar mis problemas
Sabes que te necesito
En mis peores momentos
Transmutas en humo, libre
Te agradezco por calmarme
A cambio, te doy un trozo de mí
Un poco de mi corta pero intensa vida
Cuando te extingas, piénsame
Susúrrame antes de irte
Prométeme que volverás, lejana
Te recordare y anhelaré en mi ansiedad
Joaquín Lagos
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editandoepitafios · 21 days ago
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Morena
Se apagó la luz, pasó de repente.
Prendí unas velas, duraron un rato
pero no importa porque yo sé
dónde está cada cosa, cada cuarto.
Camino, doblo en los pasillos
ordeno, me detengo y vuelvo a empezar 
porque esta casa nunca guardó nada
porque esta casa, sin luz, no es hogar.
El sentimiento más vacío 
Es el que sabe, el que presiente
Pero cuando la luz se va
todavía queda preguntar a dónde.
Algún día me crecerán alas 
y mis ojos, completamente ciegos,
te verán para siempre.
Como puertas, me abro el pecho
para hacerte más espacio.
Mis ojos, completamente ciegos
te ven, siempre.
Tamara Quinteros Miranda
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editandoepitafios · 21 days ago
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Amar-te
Anhelo amar y ser amada
¿Cuándo fue la última vez que
el amor cegó mi mente 
el deseo surgió como una visita inesperada,
un pecado y 
sentí temor de él?
Gracias vida por permitirme sentir
amor por otra persona
por permitirme enamorarme
independiente de si fue correcto o no
-después de todo ¿qué amor es correcto?-
correspondido o no
el amor no se pierde, siempre
encuentra la manera de regresar.
Carmen Paz
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editandoepitafios · 21 days ago
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Incidencia
Queriendo entrar al club,
falsifico un pasaporte.
Ocurrirá durante la cena;
un crimen premeditado;
cerca de la medianoche;
sonrisas macabras;
algo me dice que tras la puerta no hay nada;
mi memoria me marea,
o quizá fueron los tragos;
murciélagos de consistencia semi-acuosa:
parece que me muerden;
y para evitar la rabia,
muerdo el segundero…
La cena;
un delito preparado con antelación;
debo anticiparme;
champañas refinadas para las criaturas unioculares;
bebida carbonatada sabor damasco para mí:
cómo desearía hundirme en ese líquido:
nadar y nadar hasta convertirme en una burbuja más;
siento que lo pierdo:
se me va;
me voy;
pero tras la puerta…
en el gramófono suena algo en clave,
o algo clave;
tres relojes tic tac perfectamente coordinados,
uno al lado del otro;
cuadros y estanterías que repletan las paredes,
—¡tan beige ellas!—
muebles empolvados,
confeccionados con madera de altísima calidad:
la cachivachería, a la orden de la noche;
detrás de mí,
o delante de ellos;
murmuran;
se burlan;
les grito, pero no escuchan;
les hablo pero no me entienden;
¿siempre fue así la puerta?
cuchicheos;
lo pierdo;
muerdo el segundero.
Me relajo;
la puerta está entreabierta;
¡qué bueno que no hay nada más allá!
disfruto de los canapés,
bebo champaña hasta emborracharme,
me río y lloro,
hago como que me comunico:
soy una con la escena;
uno de los relojes parece descompuesto;
me río a carcajadas,
lloro hasta por los codos,
pero no engaño a nadie;
y entonces,
muerdo el segundero.
Me encantaría extirparlo,
esconderlo,
olvidar que está ahí;
los seres unioculares no me miran ni de reojo;
no me escuchan ni por accidente;
mientras más repito las acciones más me distancio de los actuantes;
un alarido: “el sol no va a salir”;
mi memoria me marea:
en la puerta, ni una manilla,
en las copas, ni un líquido,
en los muebles, ni una mancha,
en los relojes, ni un segundero;
en mi mano derecha, una daga,
en mi segunda mano, la marca de una mordedura,
en mi cabeza, la imagen de tu
“hasta mañana”.
lucy fr.
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editandoepitafios · 21 days ago
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Adiós
—Mamita.
Cecilia llama la atención de la Señora Olga, pero ella no la escucha. Nunca le ha quedado claro si es que su madre realmente está un poco sorda o se hace para que deje de molestarla. 
Aclara su garganta y comienza morderse la uña del dedo chico.
—Mamá —nada, ni se mueve—. Mamá pue’.
—Ay niña, qué pasa, estoy ocupa’.
Está tejiendo, un chalequito rojo, chiquitito, para la Anita que le falta poquito para cumplir el año.
—Mami es que… —Cecilia juega con sus manos y se arrodilla frente a la silla donde está la señora Olga— Mami, me tengo que ir.
—Mish, ¿desde cuando que me pedí’ permiso tú? Ni me preguntai’ cuando me dejai’ a tus niñitos encargados.
Cecilia pone los ojos en el piso, siente sus mejillas arder.
—Mami… —el silencio hace que la señora Olga despegue los ojos del tejido. 
Veinticinco años criando a su chiquilla, tiene claro cuando algo la inquieta, por más que le mienta.
—¿En qué estai’ metía ahora Ceci?
—Pillaron al Yoni, mami.
—Ese cabro de mierda ¿Qué hizo ahora?
—Lo agarraron en el toldo.
—No me digai’ que tú también estai’ metía en esa lesera.
—No, no. Pero la gente esa… usted sabe cómo son.
—Por cuanto te vai’.
—No sé, mamita, pero si no me arranco quizá qué me hagan.
—¿Qué querí’? Dime altiro ¿Necesitai’ plata? —Cecilia se queda en silencio de nuevo— ¿Qué po’?
—Necesito que cuide a los niñitos mientras no estoy.
—Serai’ varsa tú. Vo’ soy la responsable de ellos ¿Por qué me tengo que venir a hacer cargo yo de tus críos?
—Mami, no me los puedo llevar, es peligroso y Anita es muy guagüita pa’ andarla trayendo de allá pa’cá.
—Eso no es na’ problema mío, Ceci. Me la hai’ puesto difícil desde que nació el Nachito ¿y ahora querí’ que me haga cargo yo?
—Mamita entiéndame por favor. Yo sé que todo ha sido bien complicado, pero nos hemos mantenido a flote igual. Ahora no me los puedo llevar.
—¿Qué vai’ a hacer?
—No tengo idea, pero me tengo que puro ir. Mientras más me quede más me expongo a mí y a ustedes.
—No me digai’ que van a venir a asaltar la casa.
—No sé, mami. No sé nada.
—¿Por cuanto te tení’ que ir?
—Hasta que se calmen las aguas.
—Cuánto es eso po’.
—¡No sé, mami! No me haga tantas preguntas que ni yo cacho qué onda todo esto.
—Ah, o sea que me querí’ dejar como sala cuna por Dios sabrá cuánto tiempo y yo me tengo que quedar callá’.
—No, mami. Usted sabe que vivo por mis wachitos, pero no es seguro que me quede. No quiero que les pase nada —su voz se rompe—. No sabe cuánto me duele esto.
—No po’, no sé.
—Ya pue’, mamá, no me la haga tan difícil. Lo único que quiero es que estemos todos bien.
—¿Y qué esperai’ que le diga al Nacho cuando llegue del colegio? Que su mamá se fue hasta no sé cuando porque estaba enrollada con un toldero narco. Cabra irresponsable.
—El Yoni no era narco mami, ya le dije ya, pero le pagaban pa’ vender cosas.
—¿Qué voy a hacer cuando el niño se me ponga a llorar porque su mamá lo dejó tirao?
—Si voy a volver.
—Quizá cuando, el Nacho puede que esté saliendo del colegio y tu no vai’ a haber volvío.
—Mamita, le juro que voy a tratar que sea pronto, pero tengo que irme ahora. Porfa ayúdeme.
La señora Olga se queda en silencio de nuevo. Por más que le insistiera en la irresponsabilidad de su hija sabe que al final la va a ayudar. No quiere que sus nietos queden en las manos equivocadas, mucho menos que les pase algo. Y con Cecilia no le queda más remedio. No puede ayudarla, se había hecho la ciega de su forma de hacer plata, porque por más que le advirtiera sabía que su hija iba a hacer lo que quisiera igual. 
Da un gran suspiro y deja el tejido de lado. Se fija en Cecilia, que sigue con la mirada en el piso y las mejillas mojadas. Toma su cara entre sus manos. No hasta hace mucho había sido su niñita, que bailaba de arriba para abajo, tan alegre, la Anita ha salido a ella, siempre sonriendo. Y ahora está metida en esta estupidez. Es su culpa, debería haber puesto plata para un colegio más caro, pero le alcanzaba apenas para la casa.
—Cabra lesa —acaricia su pelo castaño—. Ya oh, anda a buscar tus cosas rápido antes que me arrepienta mejor será.
—¿De verdad?
—Si po’.
Cecilia se levanta.
—Estoy lista ya —apunta con la cabeza a una mochila al lado de la entrada.
—Como serai’ que sabiai’ que te iba a decir que sí.
Cecilia esboza una pequeña sonrisa que se esfuma cuando un llanto inunda la casa. 
—Anda a despedirte de tu guagua y ándate rápido oh, para que no se arme show con el Nachito.
Cecilia asiente y se va rápido a la pieza que comparten ella y sus dos hijos. La señora Olga suspira y agarra de nuevo su tejido. La presión en el pecho la ahoga un poco, pero no puede dejarse llevar por esas cosas si tiene que mantener a los dos niñitos a flote.
—Padre nuestro, que estás en el cielo… —comienza a rezar por su hija en voz baja.
Amparo Maureira
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editandoepitafios · 21 days ago
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Rey de las Nieves
Mis pies se encontraban congelados en el tiempo, incapaces de dar los pasos que me llevarían lejos del frío. Mi boca guardaba un entumecido silencio, aunque mi garganta se sentía seca, como si hubiese gritado entre sueños perdidos. Mis manos, las cuales solían permanecer inmóviles, esta vez se hallaban intentando abrazarme con su calor. Aunque era escaso, era suficiente para no morir de desamparo.
Mi visita al castillo era de suma importancia, y cumpliría con mi misión hasta el final, por mucho que doliera volver a estos cimientos que tanto había intentado olvidar. La estancia era verdaderamente espaciosa, y lo que tenía de grandioso, lo tenía también de nevado, incluso en un lugar techado como aquel, el invierno gobernaba en su máximo esplendor antes de convertirse en una amenaza. Los tronos de cristal se alzaban vigorosos frente a mí, haciéndome sentir débil y diminuta, como siempre había sido. Mala señal.
No estaba sola, no esta vez.
Me encontraba en presencia del Alto Rey de las Nieves, y de su orgullosa Reina de Hielo, enaltecidos en sus dos asientos. Los ojos de ella me escudriñaban con una gelidez que no me helaba, me quemaba como un cubo de invierno. Eran esos ojos filosos como dos cuchillos los que me hacían mantener mi cabeza agachada, pese a mis ganas de romper en llanto por haber vuelto. Ni siquiera tenía que responder a su mirada para saber que me cortaba la piel.
Sabía que no era bienvenida, pero experimentarlo de primera mano era mucho más cruel, y me hacía sentir todavía más expuesta a mis vulnerabilidades. Extrañaba cuando, gracias a mi conformismo silencioso, aún me recibían con una fugaz y forzada sonrisa, y sólo uno que otro comentario pasivo-agresivo se asomaban por sus labios teñidos de rojo.
Ahora era diferente, y me lo quería recalcar, hacerme notar mis errores, que me sintiera culpable por ellos, y que clamara su perdón.
Desvié lentamente mi mirada, cuidando de manera casi obsesiva de no darle razones para pensar que le estaba faltando el respeto. Era responsable, de una forma que me dolía, de cada uno de mis movimientos. Mis ojos se encontraron con los del tan silencioso Rey. Su mirada era diferente. No me expresaba ni una sola emoción. Se veía aburrido, como si mi patética presencia no fuese más que un trámite que cumplir, y no una mujer rogando por su ayuda para no morir, junto a sus seres queridos, de frío.
El silencio se extendía a cada segundo y me hice, de una manera terrible, consciente de cada latido que vivía dentro de mí, amenazando con romper ese imperturbable hielo que nos envolvía. Parecía como si el primero en hablar se fuese a ver obligado a renunciar a su orgullo, y quedando marcado para siempre en ese momento de debilidad.
Tragué saliva, y aquello fue suficiente para ganarme, apenas, la intensa mirada del Rey. ¿Un premio, o un castigo? Mi corazón se aceleró, brindándome algo del calor que se me había escapado al cruzar por esa puerta. 
Iba a hablarme, finalmente iba a hacerlo…
Sin embargo, no fue él quien interrumpió la fría brisa de nuestros oídos.
—¿Leña, dices? —dijo la Reina, mirándome con superioridad desde lo alto.
—Sí, majestad... Morimos de frío en mi hogar, no creemos sobrevivir a este crudo invierno.
No creo que lo hiciera a propósito, pero yo lo noté, como siempre..., ví esa expresión. La comisura de sus labios mínimamente deslizándose hacia arriba, con sarcasmo, con burla. Esto era un juego para ella, y aunque me costara admitirlo, siempre ganaba.
La Reina era astuta, y bajo su máscara angelical sólo se hallaba un montón de mentiras, de viles engaños, de abrazos falsos, de sonrisas forzadas, de caricias vacías. Eso era ella, ya lo sabía, no se me podía olvidar, no debía sucumbir. Por mucho que me sintiera humillada ante su mirada, obligué a mis piernas a mantenerme de pie, aunque fuese con la cabeza baja.
Recuérdalo, esto es ella…
—Permítame serle sincero, para variar —dijo, ahora sí, el Rey—. Nuestra gente siempre se ha destacado por ser agradecida y, ciertamente, humilde con lo que se le provee del palacio. Eso hasta que usted comenzó a alzar sus disgustos al aire, para que todo mundo la oyera quejarse. Me parece que el pueblo, bajo su voz, se ha vuelto mimado y quisquilloso, me temo.
—¿Quisquilloso? —Se me quebró la voz de sólo pensar en la crueldad y de repetir la palabra en mi mente como un eco—. Majestad, tengo niños con hipotermia en casa, los árboles se encuentran húmedos, la leña no es suficiente para todos, no estamos…
—Me parece que el Rey ha sido lo bastante claro con el asunto —dijo la Reina de forma terminante—. En épocas anteriores, nadie venía hasta aquí a exigirnos nada, no como usted, sin duda. ¿Acaso piensa que tenemos toda la tarde libre para escuchar sus extenuantes quejas sobre lo que debemos o no hacer? Si piensa así, desde ya le rompo la burbuja en la que vive.
Por una vez, sólo por una... levanté la cabeza, y la miré a los ojos, aún en la imponente altura de sus tronos.
Esa gelidez de nuevo, en sus palabras, en su forma despectiva de escupirlas como si le diera asco tener que abrir la boca en el mismo aire que yo.
Su castillo era una fortaleza de tesoros escondidos y fortunas que nadie utilizaba, la leña les sobraba sin usar, la comida rebosaba en sus basureros a medianoche tras la cena; tenían cómo ayudarnos.
Pero no les interesaba hacerlo.
Si ellos no ganaban algo a cambio, no les importaba.
Caí de rodillas en el duro hielo de las escaleras que nos distanciaba, sintiendo el frío helarme hasta los huesos, y como no era la primera vez, la mueca me ayudó a expresar lo verdaderamente angustiada que estaba. 
La situación era crítica.
—Por favor, sólo pido algo de calor que llevar a mi hogar…
El vapor blanco salía de mis labios mientras rogaba, pero no pensaba en lo patética que debía de verme en ese momento. Sólo pensaba en los niños, aquellos que temblaban descontroladamente envueltos en frazadas, en mis amigos, en mi gente que ahora sentía frío.
Necesitaban ayuda.
Las lágrimas amenazaron con salir, pero las contuve lo más que me permitieron mis desgastadas fuerzas. Me había prometido hacía tantos atardeceres que no volvería a llorar en ese castillo.
—Finn, cielo —llamó la Reina, y el jovencito pálido llegó de inmediato—. Llévala a una recámara donde pueda beber algo tibio antes de irse. —Luego me miró con una sonrisa mordaz—. Así no le damos razones para hablar en contra nuestra.
—Sí, majestad.
—¡No, no! Debo volver con algo, por favor, están enfermos en casa, ¡sé que tienen leña que pueden darme! Denme lo que sea, y me iré, no vendré más, lo prometo… —supliqué, pero lejos de inspirar compasión, desperté el odio, el fuego por sentirse desafiada.
—¿Cómo te atreves a tal magnitud de insolencia? —soltó ella, dejando atrás las formalidades con las que intentaba tapar nuestra pésima relación—. ¿Venir aquí a soltar barbaries que te inventas en esa cabecita tuya, y desafiar nuestra autoridad? Si te damos la negativa, la aceptas y te la guardas como los demás, no te las traes de sinvergüenza, que es lo único que pareces saber hacer bien. —Y luego agregó con esa voz cruel que yo tan bien me sabía—. Para que veas lo benevolentes que somos, ve a limpiar la chimenea principal y quédate con lo que encuentres. Seguro que hay aún unas cuantas maderas que no se han hecho cenizas.
Tras exterminarme con su mirada, se tranquilizó lo suficiente como para acomodarse en su asiento, y alzar todavía más su barbilla.
Quise hablar, protestar ante su terrible impiedad, pero antes de permitirme hacerlo, me arrebató las palabras de la boca.
Ella siempre ganaba.
—Sólo falta una palabra mía para que los guardias reaccionen a mi orden —dijo, y no pudo ocultar esa sonrisita ganadora—, y no querrás que eso pase, ¿verdad, querida?
Exhalé el aire que no sabía que llevaba conteniendo, bajando mis hombros rendidos. No había manera de conseguir nada.
Finn me ayudó a ponerme de pie, y aunque me tambalee por mis piernas entumecidas, no despegué mi vista de la sonrisa satisfecha de la Reina.
Así era ella, letal.
La conocía.
Y había ganado una vez más.
Miré al Rey, quien dejaba que todo esto sucediera bajo sus propias narices sin decir nada, sin poner un alto. Esperaba que me dedicara una última mirada, algo que me permitiera odiarlo lo suficiente, algo de lo que sostenerme para repudiarlo también. O tal vez anhelaba hacerle saber que intentaba despreciarlo, que deseaba hacerlo.
Pero no…
No iba a ganarme su mínima atención, ni siquiera en un momento como aquel.
—Vamos... —susurró Finn, y yo, rendida a la decepción, lo seguí.
Al cruzar la enorme puerta, el aire entibió un poco mi piel, lejos de los dos Reyes del palacio. Ya no había hielo ni nieve, sólo un castillo prenumbroso con pasadizos para perderse, puertas misteriosas y miles de ventanas tapadas de la luz exterior.
Finn caminaba con una antorcha en su mano para poder ver el camino, aunque seguro se lo sabía de memoria tanto como yo.
Ambos guardamos silencio, perdidos en nuestros pensamientos, o quizás, luchando para acostumbrarnos a la abrupta tibieza del ambiente.
Al llegar a la habitación, cerró la puerta detrás de sí, y se dirigió a la mesita en la que descansaba un hermoso juego de té humeante.
—Vas a aceptar los favores de la Reina, ¿verdad? —preguntó, con una mano en la tetera.
Recibir el té significaba que estaba de acuerdo con todo lo que había dicho de mí, con sus crueles palabras, y que debía además permanecer agradecida de haber recibido el favor de unos pocos sorbos tibios.
Pero…
Miré a mi alrededor, a la habitación.
La tenue luz de la tarde se filtraba apenas a través de las cortinas, teñida de un anaranjado que se asomaba por las paredes de piedra. Los muebles estaban cubiertos por una fina capa de polvo, como si el tiempo hubiese decidido echarse una larga siesta. Y encima, un viejo espejo de marcos dorados reflejaba una imagen distorsionada de mi rostro, como si ya no fuera yo allí dentro de esas cuatro paredes, sino como si estuviera viendo a una total desconocida.
Una punzada de nostalgia se abrió paso en mi pecho, pero no la rechacé; muy por el contrario, la saboreé con una culpable amargura. 
En algún lugar profundo de mi corazón, me sentí como en casa. Y cómo lo odiaba…
Sentir tranquilidad en esa oscuridad. Ese sabor agridulce, empalagoso y doloroso a la vez.
Me senté en el borde de la cama, una cama que parecía hecha para alguien más sofisticada que yo. La sensación de inferioridad me invadió de nuevo, como si una parte de mí estuviera encadenada a ese espacio para recordármelo. 
Algo en esos espinosos pinchazos de recuerdos felices en aquella habitación, que simulaba un temporal abrigo, me hacían sentir a la vez segura y perdida. Y aquello fue suficiente para que me derrumbara y comenzara a llorar.
Finn me trajo el té de todas formas, pese a mi ausente respuesta. 
—Ya, ya, está tibio, y le he echado tres de azúcar.
—¿Te acordabas?
—Son tres de azúcar, igual que yo. —Sonrió triste.
Recibí la taza con las manos temblorosas, y me quedé en silencio cuando se sentó a mi lado.
—Sé que es difícil —dijo.
—Lo peor de todo es que... después de someterme a ese frío, igual me siento feliz de probar unos sorbos del té —dije, y aquello me impulsó a llorar todavía más.
Finn me quedó mirando con lástima unos momentos, y suspiró en respuesta. Quizás entendía mi tristeza, y acompañaba en silencio mis lágrimas y la soledad. Posó una mano sobre la mía, y me dedicó una sonrisa tranquilizadora de esas que me hacían sentir, por un instante, que seguir valía la pena.
—Ven conmigo, Finn. Ven, salgamos juntos de este lugar —dije—. No es necesario ni justo que te quedes aquí tú solo.
Su mirada cambió progresivamente a una de resignación, y movió su cabeza.
—No, no puedo. No quiero. Aquí está mi hogar.
—También lo estaba el mío..., pero no se le puede llamar hogar a un lugar donde el hielo reina las palabras, y la nieve cae con miedo a ser pisada.
Finn soltó mi mano, y miró hacia el fuego crepitante que nos mantenía a salvo del frío.
—Aquí hay té tibio —dijo, como si aquello lo compensara todo.
Finn parecía olvidar constantemente los abusivos tratos de la Reina, y la ausencia de tratos del Rey. Y lo entendía.
Pero yo ya era incapaz de olvidarlos.
—No —se me quebró la voz—. Es té helado.
Sus ojos denotaron extrañeza, y entonces supe que todavía no se daba cuenta. Me acordé que a su temprana edad, yo tampoco lo hacía.
—Escúchame una cosa —dije—, hasta el té más frío se sentirá tibio si estás acostumbrado a tener los labios congelados.
Finn bajó la mirada, como si las sombras del castillo de pronto se hubiesen asentado en sus propios ojos. El silencio se prolongó unos momentos, siendo interrumpido nada más que por la chimenea que nos recordaba que allí fuera todo era hielo.
Cuando alzó la vista, noté el brillo en su mirar, ese cristalino temblor que dan aviso de las lágrimas contenidas. Sus ojos se volvieron vidriosos, y no sé por qué razón, los míos volvieron a estarlo también. No había palabras en su boca, pero su expresión lo decía todo: no quería ver, no quería saber. Y sin embargo, lo sabía. La tristeza se reflejaba en cada línea de su rostro, de seguro en el mío también, y el impulso de abrazarlo me atravesó, como si al hacerlo pudiera ahuyentar la oscuridad que lo envolvía, que nos devoraba a ambos. Sin embargo, me quedé inmóvil, atrapada en mis propios miedos, en esas voces gélidas en recoveco dentro de mis memorias. En esos ojos filosos y esa sonrisa burlona.
Finn apartó la mirada, y el nudo en mi pecho se apretó aún más.
Para cuando volvía sola entre la penumbra hacia la salida del palacio, quise sentarme una última vez a ver esas pocas flores que quizás aún se mantenían vivas. Por lo que me dirigí al jardín, aquel que recordaba rebosante de alegres rosas, y el cual ahora de seguro apenas mostraban sus secos colores.
Hubo alguna vez donde la nieve aún no alcanzaba la tierra, ni el verde de la naturaleza. Días lejanos, distantes en el tiempo. Ahora todo se veía cubierto de blanco, vacío, y sin dudas, solitario.
Me acerqué con la cabeza abrumada, buscando cierto aire de frescura para pensar, para digerir, para calmarme. Y entonces, mientras caminaba entre los arbustos que rodeaban el jardín, lo ví. Era el Rey de las Nieves, sentado en la banca, contemplando perdido la última flor en pie.
Me quedé ahí unos instantes, sin saber cómo proceder, ni qué hacer. 
Miré cautelosamente a los alrededores. No había ni rastros de la Reina de Hielo. Tragué saliva, y me giré para irme. Pero, como una tormenta, mi corazón lloró entre relámpagos de recuerdos que yo deseaba no anhelar, pero que sin embargo, me inundaban el alma. Cerré mis ojos con rabia, con lástima, con dolor..., mis uñas se clavaron en las palmas de mis manos, pero no podía prestarle atención a las marcas que me dejaban.
Respiré hondo, temblorosa, como si fuese a desvanecerme. Entre sollozos que intenté ahogar mordiéndome los labios, giré mi cabeza sólo lo suficiente para mirarlo por última vez antes de irme muy lejos de su lado. Para sentir su presencia conmigo una última vez, aunque fuese terriblemente desgarradora.
Era el frío, ese frío tan familiar.
Cuando mis ojos se toparon con los suyos, me sorprendí de que me estuviera mirando de vuelta. Me miraba a mí. Sus ojos, desapegados y distantes como siempre, se posaron sobre los míos por un breve instante. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, lejos de ser por el frío, sino por ese efímero momento de conexión. No esperaba nada, y sin embargo, mi helado corazón, traicionero, dio un vuelco sin mi consentimiento. 
¿Cómo podía sentir algo tan absurdo ante una simple mirada suya? 
Era solo eso, una fracción de segundo en la que mis ojos se cruzaron con los de él, pero lo sentía como si fuese un gesto de magnitud abrumadora.
Por un instante, me permití ilusionarme, solo para odiarme segundos después. 
¿Cómo era posible que unas migajas de su atención pudieran hacerme llegar hasta el cielo para luego dejarme caer desde la misma altura? Algo tan insignificante, tan vacío, y sin embargo, ahí estaba, ridículamente agradecida por tan poco. 
Por el tibio té.
Ese fue el golpe más cruel, la revelación más amarga. No era el hielo en su mirar, ni la indiferencia en su porte lo que más me hería. Era lo fácil que era para él hacerme feliz, aunque solo fuera por un destello fugaz en medio de la tormenta que aún desataba mi corazón. Y lo peor de todo es que lo sabía. Sabía que no habría más. Sabía que eso sería todo, que ese frío nunca se derretiría, pero allí estaba, tan frágil, sintiendo una felicidad rota por algo que no valía nada.
Tan rápido como sus ojos se habían encontrado con los míos, apartó la mirada, y el aire pareció volverse más frío, más denso, más real que nunca. Me quedé inmóvil, sintiendo cómo se me desvanecía el calor en el pecho, ese pequeño fulgor que había brotado por un instante, anhelando permanecer entibiando mis latidos. Eso era todo. No me invitaría a sentarme junto a él, no habría palabras para expresar sus pensamientos, ni preguntas sobre cómo estaba o qué había pasado desde la última vez que me había visto.
Tal y como con la Reina de Hielo, me repetí las mismas palabras. Esto era él. Nieve que parecía desear acariciar tu piel pero que al tocarte, congelaba tus huesos.
El Rey volvió a concentrarse en aquella última flor, como si yo no existiera. Y ese vacío, ese silencioso desdén, me caló más hondo que cualquier palabra cruel que me hubiera dicho jamás la Reina de Hielo. Observaba la flor como si su mente estuviera a años de distancia, en pensamientos que no compartía con nadie, en un espacio al que yo nunca había tenido acceso.
No había rechazo abierto, ni hostilidad, solo la ausencia total de interés. Esa indiferencia era peor, mucho peor. Me recordaba que, en su mundo, yo no tenía un lugar. 
Nunca lo había tenido.
Me quedé quieta, con los puños apretados, tratando de contener la sensación de abandono. La realidad me golpeó con una claridad hiriente: esa conexión fugaz era lo máximo que obtendría de él. Y, aunque siempre lo había sabido, enfrentarlo así, de manera tan evidente, me hacía sentir más pequeña de lo que jamás había admitido. Volví a ser una niña que buscaba en todo su aprobación, o como mínimo, su valioso tiempo para compartirlo juntos.
Bajé mi mirada en un silencioso adiós que mis labios eran incapaces de expresar en voz alta. Para cuando me di la vuelta para alejarme, aquella última flor que él todavía observaba con nostalgia, se desprendió y cayó al suelo. El delicado sonido de sus pétalos golpeando la tierra nevada resonó en el aire. Sin necesidad de verlo, lo supe. Esa flor había caído, marchita, como la frágil conexión entre ambos. Sin vida, sin fuerza. Y en mi interior, algo también se había roto, silencioso y definitivo. No hubo necesidad de mirar atrás.
Había buscado el amor en sus distantes ojos, la protección en sus frías manos, la dulzura en esos labios callados. Y para cuando todo eso se esfumó como humo entre mis dedos, terminé de respirar nuestro último encuentro.
Pese al dolor, aquella helada tarde me fui lejos, cantando con amor las canciones que en un pasado me había susurrado al dormir.
Caminé tan lejos como pudieron mis pies, y en el sendero de vuelta a mi hogar, saqué todas las lágrimas que aún conservaba en mi helado corazón. Los lazos que nos solían unir me ardían bajo la piel, deseando que el Rey no me doliera tanto, no quererlo tanto, no sentirlo tanto.
Recordaba aquellos días de nuestro pasado compartido, mi desesperada manera de querer llamar su atención a toda costa, y sus formas de mantenerme siempre ahí, deseando más.
Aquella pequeña niña que creció buscando su aprobación y su orgullo, hoy no aguantaba ningún segundo más cerca de su presencia. ¿Cómo habíamos llegado hasta eso?
Lloré por el tibio té que bebí, y por sentirme extrañamente cómoda en la oscuridad de esa habitación que conocía tan bien. Lloré por esa última mirada que, a pesar de ir cargada de mi más profundo amor, también era seco como el cariño que podía demostrarle de corazón. Porque lo había roto de una manera que aún no lograba encontrar todas las piezas, y como toda cosa rota, a veces no sabía cómo funcionar. Lloré por un hombre tan distante y lejano que lo apodaban el Rey de las Nieves, frío y callado. Por un hombre al que estaba exhausta de regar para florecer, porque todo era hielo, y me quemaba las lágrimas de mi corazón. Por un padre al que debía dejar de regar, y el cual el frío se había vuelto su hogar.
Rey de las Nieves…
Lloré por esos ojos recelosos de la Reina de Hielo, pensando lo mucho que quería que me odiara, que no se sintiera mal por hacerlo. Que sólo me odiara, porque era lo único suyo que se sentía real como madre.
Reina de Hielo…
Tanto tiempo me había aferrado a las espinas por si de pronto desearan acariciar mi rasmillada piel, que ya me costaba reaccionar ante la suavidad de unas manos cálidas de amor. ¿Cálidas? ¿Cómo iba a entregarme naturalmente al calor si toda mi vida me había acurrucado junto a los Reyes del Invierno?
Había aprendido, con el tiempo, que no todos los hogares eran un abrazo al corazón, y no todos los padres eran un refugio donde protegerse de las tempestades. Crecer bajo la mirada distante de quienes deberían haber sido mi mayor consuelo me había dejado cicatrices profundas.
Durante tanto tiempo, había buscado en ellos algo que nunca iba a llegar. Un gesto de comprensión, un abrazo inesperado, una simple mirada de orgullo. Pero todo lo que encontré fue hielo y nieve. Sin embargo, lo que no había recibido de ellos, lo había descubierto en otros lugares. Ese calor que tanto me faltó en mi infancia, lo hallé en la risa de mis amigos, en sus palabras de apoyo, en el abrazo silencioso de quienes estaban allí para mí, simplemente por ser quien era. Y en algún momento de mi vida, me dí cuenta de que aquello era suficiente.  No, más que suficiente. Era todo lo que necesitaba.
A lo lejos, entre el manto blanco que cubría la tierra, divisé la columna de humo que ascendía hacia el cielo. Mi corazón, que hasta entonces había estado apretado, se liberó con un suspiro. Las chimeneas estaban encendidas. Lo habían logrado. El frío, que había mordido mi piel durante todo el sendero emocional, de repente se sintió menos feroz al saber que, detrás de esas paredes de madera, el calor sí los protegía a ellos. El alivio fue tan grande que casi dejé de caminar. Por un momento, cerré mis ojos y permití que ese sentimiento me envolviera. No era solo el calor lo que me esperaba al llegar, era esa seguridad, la certeza de que, a pesar de todo lo que habíamos pasado, seguíamos juntos. Y eso, más que el fuego en las chimeneas, me llenaba de un calor que ningún invierno podría apagar jamás.
Ni siquiera aquel que se cernía aún a mis espaldas.
Imaginaba sus voces, el sonido del fuego crepitando en la chimenea, el calor envolvente que me aguardaba. Ese calor no era solo físico; era el calor de quienes me esperaban, quienes, a pesar de todo, habían mantenido la esperanza.
Mientras avanzaba hacia la casita, mi mente no pudo evitar viajar hacia él. Mi hermano, Finn. Algún día, lo sabía, él también estaría allí. No solo como un visitante, sino como alguien que por fin encontraría el refugio que tanto merecía. Ese sería su verdadero hogar, uno en el que no tendría que cargar con la verdad que tanto lo atormentaba, donde podría bajar la guardia y encontrar la paz que, hasta ahora, le había sido arrebatada. Finn, con esa risa ligera tan suya en los labios, sin ese cansancio silencioso en sus ojos. Allí, entre amigos y familia, él sería libre del frío que llevaba dentro. Y yo estaría allí para recordarle, cada vez que lo necesitara, que nunca más estaría solo. 
Nuestros padres, que habían crecido entre nieve y la habían dejado endurecer todo con hielo. Ellos, que se entregaban a sus miedos y creaban barreras de vidrio para no salir lastimados. Ellos, que no conocían más que el frío. Ellos no sabían reparar heridas.
Había llegado el momento de dejarlos ir, a los dos, por fin. Pensé primeramente en mi madre, la Reina de Hielo, en su rostro enaltecido por sus propios engaños, y en las palabras que nunca pronunciamos. Quizás, en otra vida, podríamos haber sido diferentes. Quizás podría haber conocido una versión de ella capaz de amarme sin reservas, de cuidarme sin ese corazón de hielo que había aprendido a llevar dentro suyo. 
Cerré los ojos y, en silencio, le dije adiós. No con rencor, sino con aceptación.
—Te dejo ir, mamá —pensé—. No puedo ser la hija que siempre deseaste ver en mí, y ya no espero serlo.
Un pequeño silencio.
Luego, pensé en mi padre, el Rey de las Nieves. Su figura siempre lejana, su mirada de hielo que nunca se derritió para permitirme verme en ellos. Durante tanto tiempo, había deseado que me viera de verdad, encontrar en él un atisbo de calidez, aunque fuera solo una vez. Pero lo que no estaba ahí no podía ser forzado. Lo sabía ahora.
Con un último suspiro, le dije adiós también, soltando el peso de su indiferencia, liberándome de la necesidad de su aprobación. 
—No necesito más tu mirada —pensé—, y no seguiré buscando tu sombra, aunque deseo de corazón que las flores vuelvan a  florecer en tu jardín, y que las sepas cuidar con dulzura.
En mi interior, las despedidas no eran amargas. Era como quitarse una capa de hielo que había llevado por tanto tiempo sobre mis hombros. 
Lloré de alivio hasta llegar a casa, con mi gente, con mis amigos. Aquellos que me habían enseñado a no preocuparme por unas flores que mucho pedían y poco daban, porque juntos y con una preciosa delicadeza, las cuidábamos entre todos, coloreándonos la vista; y quienes luego nos sonreían con amor.
Adrián Trüly
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editandoepitafios · 21 days ago
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Tragedia en el Circo
Las luces amarillas alumbran el típico escenario de un circo, dando luz a todo a su alrededor. De fondo, se oye una música tranquila, junto con los murmullos de las personas presentes, emocionadas por el acto que se va a presentar en breves instantes. 
En un momento, la intensidad de las luces disminuye, los focos se encargan de iluminar únicamente el centro del escenario, donde una persona vestida de traje se encuentra de pie. El público exclama, grita, se mueve aclamando, el espectáculo ha comenzado. Sin que nadie se dé cuenta, la música cambia, ahora es rápida y movida. 
Aquella persona en el centro del escenario viste formalmente de rojo, menciona con emoción que el show ha dado comienzo, además de pedir a los videntes que abran bien los ojos: perderse algo del acto puede ser terrible para una persona que le gusta ir al circo. En ese mismo instante, los reflectores apuntan a lo alto del lugar. Hay una cuerda, el público se asombra, saben lo que se aproxima. Abajo en el escenario, se encuentra una persona vestida de azul brillante, un equilibrista que subirá hasta la cuerda y hará el típico acto de caminar sobre la cuerda floja. Rápidamente, el equilibrista se dirige hacia la cima y el público se emociona. 
La música se detiene abruptamente cuando el equilibrista se prepara para su gran acto. El público se encuentra en silencio. Tambores se oyen de fondo y el equilibrista comienza a caminar sobre la cuerda. Aquella persona está nerviosa, se tambalea y la cuerda tiembla de manera violenta. Lentamente, llega a la mitad del camino, el público está tan sumido en el acto y guardando tanto silencio, que cualquiera sería capaz de decir que es posible oír los latidos del corazón del equilibrista, los cuales van a la par con el retumbar de los tambores. De un momento a otro, la persona sobre la cuerda se mueve de manera energética hacia adelante y atrás tratando de encontrar el equilibrio. 
Podría decir que todo ocurrió de manera inesperada, pero todos los presentes sabían a lo que iban al momento de comprar su ticket para ver el show. Sin pena ni gloria, el equilibrista cae. La escena es sangrienta, ha caído de cabeza. Es entonces, cuando el público comienza a reír. Aplauden vigorosamente y gritan emocionados. Mientras una música alegre comienza a oírse. 
De forma rápida, entran un par de personas vestidas en su totalidad de negro, no se les ve ni un milímetro de piel, son los ayudantes del circo. Han entrado a sacar el cuerpo de la persona caída, además de preparar las cosas para el siguiente acto, la bala humana. 
Por la parte derecha del escenario, aparece el cañón, el cual tiene dinamita en su interior, nuestra bala de cañón humana entra en el cañón mientras el público aplaude. Nuevamente, una persona vestida de negro aparece, le muestra al público un fósforo, con el cual encenderá la mecha del cañón, para así prender las dinamitas dentro de este. A los segundos de haberse encendido la dinamita, se oye una explosión, la sangre salpica en todas direcciones, ensuciando a las primeras dos o tres filas de personas en el público. La bala humana ha explotado dentro del cañón. El público sigue riendo, mientras la música sigue sonando. 
Casi una hora más tarde, con el show a punto de llegar a su fin, los focos de luz apuntan al centro del escenario, donde se puede ver a la misma persona de rojo parada en el centro. De fondo, se pueden ver los vestigios de los actos anteriores. Si miras arriba, puedes ver personas colgando, los trapecistas, algo ha salido mal y la pareja ha terminado ahorcándose. En una esquina del escenario, un pequeño bulto con mal olor quemándose, el escupe fuegos se ha confundido, en vez de expulsar el líquido inflamable para simular escupir fuego, lo ha inhalado y ha terminado quemándose. El tragasables, a un par de metros del anterior, ha calculado mal y ha terminado tragándose por un par de centímetros de más aquella arma que le terminaría matando mientras se desangraba. Los malabaristas y payasos se han emocionado mucho por su acto. Los malabaristas, que no tenían muy buena puntería, han terminado matándose entre ellos mientras se lanzaban cuchillos, trabajo que debería haber hecho el lanzador de cuchillos; pero este ha muerto momentos antes a causa de la explosión del cañón, simple y llanamente mala suerte. Un objeto ha salido disparado y le ha golpeado la cabeza; por otro lado, los payasos, jugueteando entre ellos para entretener al público, han tenido que hacerse daño golpeándose con distintos objetos, los cuales debían ser de plástico. En cambio,  han terminado golpeándose con bates de madera en la cabeza repetidas veces hasta matarse. Más lejos, una caja sumergida en un estanque de agua, el escapista ha terminado ahogándose antes de lograr salir, se ha demorado más de lo esperado en su acto. Cerca de aquella caja, los contorsionistas se mueren a causa de la gran cantidad de huesos rotos que ha conllevado el crear su acto.
Uno creería que el público habría estado gritando de pavor a causa de los sangrientos actos que han acabado de presenciar, o que el lugar estaría vacío, que el público habría salido corriendo por la misma razón anteriormente mencionada. En realidad, el público, como siempre, ríe a carcajadas, mientras la música alegre resuena en todo el lugar. 
Siguiendo con la persona vestida de rojo en el escenario, o sea, el presentador, este se despide, dando a entender que el show ha llegado a su fin. De uno de sus bolsillos, saca un arma, la acerca a su cabeza y dispara. Su cuerpo cae, dando por terminado el espectáculo. La música se detiene y las luces se apagan. 
¿Y el público? El público, como ya es usual, sigue riendo durante todo el resto del día.
Ian S.
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editandoepitafios · 21 days ago
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Mañana se acaba el mundo.
Todos tenían preparaciones que hacer. Los pedidos iban de izquierda a derecha, algunos incluso iban al revés, todo era un caos. Pero para mí eso solo significaba más entregas que hacer.
Un mantel de flores para la señora Rosa, 50 flores para 50 años; bien vividos, mal vividos, no importaba en ese momento, la tumba era la misma para todos, la tumba que no va a llegar. La encontré afuera de su casa en una silla mirando al cielo con una expresión vacía, como desafiándolo a que trajera el día de mañana. Al entregarle el mantel solo dijo gracias en voz baja sin siquiera mirarme, un poco descortés pero este trabajo me tenía acostumbrado.
Las flores reales iban para don Pedro, el dueño de la tiendita de abarrotes de la esquina. Para nadie era un desconocido, pero nadie lo conocía. Era el dueño de la tienda y nada más, un dulce hombre que vendía abarrotes a un precio justo, pero ¿se le puede llamar a esto una persona? En mi opinión no, una persona tiene un color favorito y dos canciones que le recuerdan a su infancia, sin eso solo se le puede considerar una copia de cartón de una persona. Antes de entrar lo escuché llorar, pero al poner un pie dentro del local solo logré ver al mismo hombre que veía todos los días, una sonrisa en la cara, una conversación casual; le entregué las flores que le envió su hija, compré una cajetilla de cigarros y me fui. Como una fina pieza de relojería, el llanto volvió únicamente cuando yo estaba fuera.
La tercera entrega iba para el hombre más rico y ocupado de la ciudad, Miguel Pablo Gutierrez Fuenzalida. Cincuenta contratos distintos: estaba tratando de expandir su empresa hasta el último día. Después de hacerme esperar por 34 minutos, recibió los papeles y después procedió a explicarme por qué no podía darme propina, a pesar de que nadie me daba propina nunca: “Mira, sabes que es el último día y todo eso. Mi filosofía siempre ha sido ‘dormir con inversiones, despertar con dinero’, entonces esta noche me voy a dormir junto a todas mis inversiones y así mi sueño eterno va a estar lleno, lleno de dinero. No puedo perder ni un peso en nada, si pudiera te daría una propina grande, te lo juro, pero mis manos están atadas”. Al salir de su enorme mansión, vi un par de personas afuera con bidones de gasolina. Me pregunté si sus inversiones eran inflamables.
Me dolían un poco las piernas, pero mi hora de almuerzo estaba cerca. Haría una entrega más antes. Eran unas tuberías de canidentium para el profesor Pacheco. Su vida había sido escándalo tras escándalo. Desde que su hijo murió se volvió una persona lejana, rumores de que estaba intentando revivirlo eran de lo más común, pero nadie sabía realmente qué hacía. Algo que sí notamos todos fue que cuando aparecieron las noticias de que el mundo se iba a acabar, se le empezó a escuchar trabajando mucho más, día y noche, sollozando de forma desesperada. Su casa tenía cerrojo, pero no estaba puesto así que simplemente entré. Cuando abrí la puerta vi a un hombre herido y cansado, como si llevara peleando por años sin parar con un animal feroz; me acerqué a entregarle el paquete y al notar mi presencia se echó para atrás asustado como si hubiera visto un fantasma, pero al notar que era otro ser humano inmediatamente se puso de rodillas y llorando me suplicó que le ayudara. Le pregunté en qué podía ayudarle yo, un simple cartero. Al parecer mi respuesta positiva lo sorprendió, estaba esperando que lo rechazara y simplemente me fuera. Se puso pensativo un momento mirando al techo y después de una pausa me dijo “Nada, creo que ya nadie puede ayudarme” y se derrumbó al suelo. Llamé una ambulancia para que se llevaran al profesor y continué con mi día.
Busqué en mi celular un lugar para comer. Había bastantes cerca pero uno en específico me llamó la atención, era una tienda de hilitos. No había comido hilitos desde que era pequeño y sentí que quizás sería buena idea probarlos antes de que se acabara todo, una última vez, recordar aquel sabor de mi infancia, mis mejores años antes de que la vida se volviera tan monótona. Llegué al lugar y estaba cerrado, no tenía nada que ver con el fin del mundo: era solo que la estufa se había roto y no podían hacer nada sin ella. Pero ya tenía la idea de lo que quería comer, todos los recuerdos a los que quería volver, mi mente estaba enfocada desesperadamente en encontrar solo una cosa: una tienda en la que vendieran hilitos. Pasé una hora buscando. En mi mente pasaban todas esas memorias que no podría recordar, mis días de colegio, mis viejos amigos que no he visto en años, los pequeños proyectos que armábamos y el orgullo que sentíamos cuando estaban terminados, todas esas cosas que sabía que podría disfrutar si estuviera comiendo hilitos, pero en vez de eso estoy siendo miserable buscando alguna tienda que los venda. Finalmente, después de 30 tiendas encontré una que los vendía, entré al lugar y me preguntaron qué quería, miré mi reloj, pedí un café para llevar y me fui.
Me quedaban pocos pedidos, el siguiente era un libro para la iglesia. El lugar estaba lleno, aún más frenético que el correo, la gente corría de un lado a otro buscando la salvación en todas las esquinas del lugar. Algunos leían y pregonaban, otros solo escuchaban y oraban, otros se flagelaban y mutilaban; era una escena bastante incómoda considerándolo todo. Llevaban mucho tiempo haciendo esto y no recibían ninguna respuesta de alguna figura superior o algo similar. Quizás no estaban esperándola pero de todas formas se estaban tratando de comunicar con alguien que no respondía, suena como una mala relación si me preguntan a mí. Una de las personas estaba mirando nerviosa a todos lados y al verme se acercó y me preguntó si traía un paquete. Era para él así que se lo entregué y rápidamente se puso a leerlo como si hubiera una respuesta al final que estaba desesperado por saber. Dejé el lugar lo más rápido que pude.
La siguiente entrega era para el señor Julio Quintana, dueño del museo, tenía la colección más grande de arte de todo el país y le iba a entregar una obra nueva para expandirla. Lo único de lo que hablaba al conversar con él era de la importancia del arte en la vida, que una vida sin arte no era una vida bien vivida y cosas por el estilo. No me gustaba platicarle por eso mismo, hablaba mucho y no sabía hablar de nada más, era irritante. Pero cuando fui a verlo estaba callado, admirando un cuadro en silencio. Cuando me acerqué a entregarle su nueva obra me pidió que lo colgara al lado del que estaba viendo porque necesitaba mirarlo más tarde, así que ahí lo dejé. Se le veía tan tranquilo explorando la obra que decidí intentarlo yo también. Era solo una pintura de una torre circular en un atardecer, no tenía idea que más estaba mirando. Más tarde recordé haberlo escuchado decir algo como “buscarse a uno mismo en el cuadro”. Intenté buscar con más cuidado pero lo único que encontré fue una mancha en la esquina inferior izquierda.
Me quedaban un par de entregas pero al salir del museo me atropelló un auto. No fue letal pero fue suficiente para que quedara inconsciente. Desperté un par de horas más tarde, ya era de noche y todos los doctores se habían ido por última vez. Al lado mío estaba el mismísimo profesor Pacheco, le pregunté:
—¿Qué hora es? No pude entregar todos mis paquetes.
—¿Qué planeas hacer? Apenas puedes moverte.
—Podría al menos mandar la bolsa al correo para que alguien más lo haga si no es tan tarde.
—Mañana se acaba el mundo, ¿cuál es el punto?
—¿Cuál era el punto antes de que se fuera a acabar el mundo?
—Ese es un buen punto.
Daniel Baez
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editandoepitafios · 21 days ago
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el faro
               El viejo tose, y con el estremecimiento de su mano, callosa y curtida por el mar, restos de tabaco se escapan de la pipa que sostiene. La visita al pueblo ha sido aplazada semana a semana, pero su suspiro habla de lo inevitable: no solo de pan vive el hombre. Se levanta de la silla con una mueca, su espalda recordándole una vez más todo lo que ya no puede hacer: correr, nadar, subir las escaleras de dos en dos hasta la punta del faro para avivar las llamas.  Hará unos cinco años, los técnicos vinieron a instalar un farol eléctrico, pero él no los dejó. La comunidad local lo había apoyado. El año pasado, se cayó por las escaleras, justo por el medio del espiral. Al volver del hospital, el farol eléctrico estaba instalado.
               Martín abre la puerta con manos temblorosas, su nuevo hogar. Su familia no aprueba el oficio, pero él cree que será feliz. No debería pasar más de dos años hasta que pueda comprar su propia casa, en el campo o en las montañas. El mar siempre le ha fascinado, pero el sabor a sal en sus labios le parece desconocido y el viento amenazante contra las ventanas del faro. Las sillas de madera no tocan el piso: vasos de vidrio hacen de guante a cada pata, aislando madera de madera; el viejo que se retira le ha explicado que lo hacen por los rayos: la madera conduce electricidad, y el impacto en el faro es inevitable. Las compras se hacen una vez a la semana, y Martín está encargado de llevar víveres al islote vecino, pues el farero tiene prohibido dejar su puesto. Único habitante entre rocas y sal. El lechero reemplazará a Martín en su ausencia, los sábados por la mañana.
               La empresa ha vuelto a llamar, qué cuando vas a desalojar. Que no me voy. Que te jubilaste. Me jubilaron, esta es mi casa. Que ya es hora, mira cómo caminas. Y qué andas mirando tú. Estamos preocupados por ti, Martín.
Martín está preocupado por el farero del islote. Cómo ha de ser vivir así, aislado del mundo, la tierra, el pueblo a las faldas de la colina. Horas y horas y días de silencio, de oscuridad, de soledad. Se pregunta si debe llevarle algo más, fuera de la lista entregada por el viejo. Pan, mantequilla, tabaco. Este último, subrayado. Leche, porotos, arroz. Dos sacos de papas y dos de harina. Pimienta y sal. Té y un saco de granos de café. Nada de azúcar. Una compilación de los diarios de la semana y tres cajas de fósforos. Mónica, del mercado, no necesita mirar la lista para comenzar a empacar el pedido: asevera que siempre pide lo mismo.
               El camino de vuelta a su faro no es frío, pero estremecimientos recorren su espalda de igual modo. ¿Vergüenza? ¿Miedo? ¿Añoranza? La torre se alza, erguida y orgullosa como la cruz que cuelga de la pared de su cocina.
               El mar es bravo, y Martín siente que el corazón saltará de su boca directo a las índigas profundidades. Le han dado el sábado libre, pues el trayecto es largo y en el pueblo temen por el farero del islote. Le tienen cariño, o pena. Martín aún no lo logra distinguir. El lechero se encoge de hombros ante sus preguntas, y lo único que consigue es: hombre solitario, nacido en el pueblo, veinte años rezagado. Soledad absoluta, silencio sinigual. Absuelto de crímenes, no encuentra boca que logre pronunciar su nombre. Mónica le dice que mejor no se acerque mucho. El hombre del islote, el hombre del islote. El viejo le advirtió: el trabajo es solitario, como lo debes ser tú. Que no hay familia que lo aguante. Mejor para Martín. El que huye encuentra, pero se pregunta. Se pregunta. El hombre del islote. Primera semana, y el cabello le ha cambiado de textura; empieza a pensar que dejarse crecer la barba no es tan mala idea. Sus brazos son fuertes, pero desacostumbrados a los caprichos de las olas. Cree ver una sombra deslizarse bajo la barcaza, pero se concentra en la torre que lleva en frente. El viaje de dos horas se convierte en tres y casi cuatro, pero eventualmente logra arrimar el bote en la playa rocosa del islote. Amarra la embarcación al pequeño muelle. Con su mano de visera, entrecierra los ojos para observar el edificio que se le echa encima. Más allá de la playa, un bosque. Pero el faro se arrima al roquerío costero, cubierta de hiedra marina y óxido en metal, y Martín se imagina que las bisagras rechinan al abrir sus puertas cada vez. Su faro está en mejores condiciones, puede notar. Más limpio. Más blanco. Pintura nueva y ventanas reforzadas. Vacío.
               La torre, imponente, pero tiesa, le da la bienvenida. La gente del pueblo parece recordar sus épocas doradas. Cuando sus maderos crujían y el olor a sal desprendía de cada uno de sus muros porosos. Cuando el oleaje violento hacía temblar sus cimientos y su interior rugía para toda la comunidad. El viejo no recuerda nunca haberla visto diferente. Siempre quieta, un inhale y un suspiro que nunca se termina de dar. Siempre allí, entre el respirar y el ahogar. Un pulmón que agoniza, aunque ya le hayan mandado a descansar. Forcejea con la puerta, manos duras pero temblorosas. Las llaves caen al piso dos veces antes de lograr su cometido, pero el viejo solo aprieta los labios, curtidos, agrietados, blanquecinos, que ni la humedad de su lengua logra apaciguar. No dice nada. No hay nadie a quien explicar. La habitación está fría, el fuego apagado. Qué fuego, si la ley ya no lo permite. Que lugares cerrados, que riesgo de intoxicación. El viejo prefiere caerse muerto antes que albergarse en el consuelo del calefactor eléctrico, una pantalla de llamas falsas que cambian de color a la orden de un botón. Su alma está intoxicada. Prefiere congelarse los huesos. Prefiere la respiración agitada de su pecho averiado, el olor a humedad de las paredes, o tal vez de sus adentros. Calcetas de lana y cáscaras de naranja en agua hirviendo. Le han dejado mantener la cocina a gas. Hasta nuevo aviso. La luz que ilumina el camino al marinero errante se alimenta de energía eléctrica y su trabajo está obsoleto. El viejo no halla qué hacer cada vez que se encuentra a sí mismo 276 escalones arriba, respiración agitada y aceite de repuesto en mano, para encontrarse con una habitación vacía, blanca, maquinaria reluciente, nueva, nueva, nueva. Un póster brillante de una caricatura sonriente que le explica con entusiasmo qué cosas no tiene permitido hacer. Le dan ganas de arrancarlo, pero no quiere pagar una multa y darles una excusa para seguir molestando. Está seguro de que lo vigilan por cámaras. El sentimentalismo le acongoja. Mira por la ventana, hacia el faro del islote. Le devuelve la mirada una luz blanca, que no parpadea, que no siente. Hace diez años que la maneja un ingeniero civil desde su oficina en la capital, junto a otras 9 localizaciones marítimas. Ojos vacíos que miran. Miran, pero no ven. Vuelve a toser.
               Toca la puerta. Una. Dos. Tres veces. La puerta se abre, y las bisagras reclaman el movimiento brusco. El olor a madera vieja y naranja ahumada le inunda los pulmones. Un fuego arde, triunfal, al fondo de la habitación, llenándola de sombras danzantes y chisporroteo constante. Lo comprende de inmediato. Está ahí, en el corazón de la bestia. Las paredes oscuras piel sangrante y los maderos costillas mal acomodadas. El faro respira, y un hombre le ofrece la mano a su hogar. Martín la toma, sin pronunciar palabra. Su faro, ausente. El islote, vivo. Un peñasco que no deja de rugir.
Su faro, un cadáver. Una sombra, antepasados y memorias atrapados bajo pintura fresca y cañerías nuevas. Olor a máquina con cables. Su sobrina le ha enviado una foto con su novia, paseando por la playa del Norte, apuntando un faro a la lejanía. No es su faro, ni el del islote.
Vivo, vivo, vivo. El islote está vivo, y el faro respira a su son, criaturas simbióticas cuidadas por la misma piel. Manos gentiles, manos fuertes. Cejas gruesas y labios que acarician con cuidado, con urgencia. Martín se siente vivo, pero debe volver al continente. Seis días de soledad. Seis días para recordar. El hombre del islote.
Los tiempos han cambiado. El hombre del islote un imposible. Está muerto. La fotografía de su sobrina cuelga junto a la cruz, tallada por las mismas manos que algún día le acariciaron como espuma al alféizar de una casa sin salida, de un faro junto al mar. Progreso. Que la empresa. Que la edad. ¿Dónde más le han de aceptar? Los huesos le pesan, pero el corazón le pesa más.
El faro del islote está muerto.
Y el suyo igual.
Noah Águila
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