#desaparece como ruido
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jartita-me-teneis · 4 months ago
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¿Por qué los aviones de reacción hacen un halo extraño cuando pasan la velocidad del sonido?
Los aviones de reacción son máquinas increíbles que pueden volar más rápido que la velocidad del sonido, que es de unos 1.192 km/h (741 mph) a nivel del mar y 20 °C (68 °F). Cuando lo hacen, a veces crean un extraño halo alrededor de ellos, que parece un anillo o cono blanco. Este fenómeno se llama cono de vapor o collar de choque, y está relacionado con el auge sónico que produce la aeronave.
Un boom sónico es un ruido fuerte que se produce cuando un objeto viaja a través del aire más rápido que las ondas de sonido que crea. Esto hace que las ondas de sonido se acumulen y formen una onda de choque, que es un cambio repentino en la presión y densidad. La onda de choque viaja en forma de cono detrás del avión, con el avión en su punta. El ángulo del cono depende de la velocidad del avión, y cuanto más rápido sea el avión, más estrecho será el cono.
La onda de choque afecta el aire alrededor del avión y baja su presión y temperatura. Esto hace que la humedad en el aire se condense en pequeñas gotas, que forman una nube visible. La nube aparece como un halo alrededor del avión, siguiendo la forma de la onda de choque. La nube desaparece rápidamente, a medida que el aire vuelve a su presión y temperatura normales, y las gotas se evaporan.
El cono de vapor no siempre es visible, y depende de la humedad y temperatura del aire. Cuanto más alta sea la humedad y menor sea la temperatura, más probable es que se forme el cono de vapor. También depende de la altitud y el ángulo de la aeronave, y es más probable que se forme cuando el avión está cerca del suelo y vuela en un ángulo escarpado. El cono de vapor no es dañino para la aeronave o los pasajeros, y no afecta el rendimiento o la estabilidad de la aeronave. Es sólo un efecto visual que muestra la potencia y velocidad del avión de reacción.
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black-beauty-poetry · 9 months ago
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La soledad, oh, la soledad.
Mi verdadera amiga. Mi letal enemiga.
Ella tiende a sumergirme en su océano, ahogándome en su oscura profundidad con mis inseguridades, impulsos y pensamientos suicidas.
A causa de ella me siento desentendido, pero ¿cómo es posible? Si es la única que me comprende.
Con su compañía puedo ser yo, sin disfraces coloridos que relucir, sin personalidades que fingir, sin máscaras para sonreír.
Pero también me rompe al entender que nunca seré así de valiente para mostrarle mi verdad a alguien más.
Verás, la soledad es como un cuchillo de doble filo. Su tiro puede terminar saliendo por la culata cuando apriete el gatillo.
Aunque la soledad me torne vacío y solitario, aquí donde me encierra está silencioso e iluminado; en cambio, el mundo afuera está hundido en penumbras y las personas pueden herir con una palabra o mirada y el ruido que forman está cargado de odio y agobio.
Nadie mirará a través de mí y encontrará mi caos de la misma forma en que la soledad lo hace.
Ella es mi consuelo, me enseña un refugio y una manera de morir.
Cuando el mundo está en llamas, ella es una lluvia que sólo llueve en mi habitación cuando me aíslo. Cuando no pertenezco, ella me hace encajar en su mundo. Cuando necesito liberar las emociones que me sobrecargan, ¿qué mejores oídos que los de la soledad?
Y cuando me encuentro varado en medio del mar y sé que no tendré ni brújula ni salvación, ¿qué mejor consejo que el de la soledad diciéndome que debería saltar y dejarme llevar por la corriente?
Y es ahí cuando no sé si la soledad es mi verdugo o mi heroína, pero cuando toma mi mano sé que será dulce la sensación si acepto desaparecer con ella.
La soledad, oh, la soledad.
-Dark prince
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aresojeroso · 3 months ago
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El sabe.
Warnings: Mental issues, problemas alimenticios, depresión, angst, comfort, one shot.
Si no te sientes cómodo, no leas.
Michael, tu poco convencional novio... No es la persona más presente del mundo. Sin embargo, es observador cada que está contigo, siempre fascinado con tu naturaleza sencilla y la sensación de normalidad que le brindas en su caótica mente. Sin embargo, conforme los días pasan, empieza a notar pequeños factores. Al principio los deja pasar, pero poco a poco encienden algo en el que aún le es muy nuevo; preocupación.
No te había visto desde una semana antes de Halloween, aproximadamente en fechas de su cumpleaños: 19 de octubre. No le gustaba desaparecer por tanto tiempo, le gustaba la comodidad de tu hogar cálido mientras era envenenado con insalubres cantidades de azúcar que le cocinabas. Sin embargo, no se permitía regresar, al menos no aún.
¿La razón? Simple.
Aún podía sentir el subidón de adrenalina, las ansias de matar burbujeándole en el torrente sanguíneo quemandole las neuronas. Se sentía como un animal rabioso, lleno de crueles instintos y siempre, desde que te había conocido, le había aterrado la idea de descargar tal ira contra tu suave y frágil cuerpo.
Si algo te pasaba a tí, tenía perder la cabeza.
Admitirlo fue todo un problema, jamás se había preocupado por alguien más que por si mismo y eso hablando parcialmente. Jamás había sentido cosas como culpa, preocupación, temor, angustia, amor, tristeza, anhelo... Nada de eso estaba escrito en el alma maldita y condenada de Myers... Y aún así, cada que veía tus ojitos dulces, perlas añoradas... Se derretía y no podía dejar de pensar que quemaría el mundo por tí. Después, su orgullo, más una maldición que una ventaja, le hacía odiarte por haberle hecho esto. Este embrujo, está debilidad... Por convertir a la forma en un hombre humano enamorado.
Y aún así, jamás podía escapar de ti.
Era ahora 13 de noviembre, ya había pasado mucho tiempo y aún sentía que era incapaz de mantenerse tranquilo, de sentarse en las tranquilas tardes de domingo a contemplar las hojas naranjas del otoño caer lentamente mientras bebida una taza de chocolate caliente contigo leyendo alguno de tus libros raros en voz alta. (Generalmente no escuchaba nada pero le agradaba aún así el ruido de tu voz). Añoraba ese recuerdo doméstico... Pero mientras te veía en la distancia, su monstruo interno le gritaba por más sangre... Quería destrozarte, tentar ese tierno cuello y ver cuánta presión podría soportar antes de romperse con un húmedo “crack”.
Por eso se mantuvo a la distancia.
Y fue como poco a poco, en sus visitas lejanas y rígidas... Notaba pequeños cambios.
Bolsas negras debajo de los ojos, ojeras, y más ojeras. Derritiéndose sobre tu suave piel, profundizando el cansancio en tu mirada, y robando te poco a poco el brillo. Después de eso le siguió tu mirada que se tornó vacía, hastiada y desesperada como si un vampiro te hubiera drenado de toda la vida, y después un demonio te hubiera quitado la esperanza.
Después empezó a botar piel mas pálida, a juzgar por su amplia... Experiencia... Podría decir que era delgada, papel facil de rasgar... Papel que pronto se humedeció y pegó a los huesitos.
Tu pelo perdió su brillo, tus pómulos se hundieron, la piel se adhirió al esqueleto...
Era 19 de septiembre cuando las alarmas le apuñalaron el corazón en un reproche nada sutil. Te vio, con las piernas tan menudas y débiles, con los brazos fríos, las costillas adhiriendose a tu ropa... Las clavículas agonizantes... No hablaba, pero en ese momento su garganta dolió de la desesperación. Quería gritarte, preguntarte que diablos estaba pasando... Pero solo atino a correr hacia ti, como nunca había hecho, mientras que las ansias de asesinar se esfumaban como humo de un incendio.
Te abrazo, lamentándose con un agudo dolor en su pecho al sentirte tan delgada entre sus brazos gruesos. El pánico le pico la boca del estómago, pensando que una ráfaga de aire te llevaría y deslizaría entre el agarre firme de sus brazos desesperados.
¿Que has hecho?
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Pt1!!
Esto será publicado en ingles y español! Déjame saber si quieres una segunda parte o alguna petición!
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ocasoinefable · 9 months ago
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Tú y yo en nuestro pequeño e inmenso mundo.. bajo la mirada que nos sonríen como la gotita de lluvia que alza la flor. bajo nuestras bocas que se hablan con un murmuró dulce y tierno al sueño de un beso, con nuestros latidos desnudado cada paso.. tú y yo en nuestro pequeño e inmenso mundo, dónde nuestras almas se hacen un hogar y el ruido del mundo desaparece
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calabazafantasma · 8 months ago
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🦎🐙TIRED KRANG, SMART, BELIEVER 🐙🦎
*sale de la basura con todo y cáscara de cambur en la cabeza*
Hola soy yo de nuevo jajaja!!! Vine a darles ceguera a todos con mas de mis dibujos de los krang porque no?
Esta vez tendremos de protagonistas a Kronos y krugnar (osea al krang 1 y al 3) quise divertirme un poco y creo que ya notaron mis "gusto" peculiar que tengo con estos dos así que Les traigo este panel espero y les guste!!!
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Kronos ronroneando épico...
La verdad me encanto mucho como quedo! Nunca algo me había salido mejor que lo planeado! no juzguen!(y tampoco me funen).
Otro cosa es que me parece gracioso que Kronos siendo el krang macho machote pecho Baboso que es, haga ese tipo de ruidos ya que la verdad yo asocio su personalidad mas o menos como la de un gato por asi decirlo y me parece adorable jeje
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Y asi es el dibujo completo Se que es raro no lo niego ni lo voy a negar y mucho menos justificar pero me gusta mucho la verdad no puedo evitar verlos así además quien sabe tal vez durante el tiempo qué estuvieron encerrados ellos al ser los únicos machos en ese lugar pues se acercaron no? Bueno ya paro y nada chicos esto es todo espero que les haya gustado y bueno nada adiós.
BONUS
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Dios que bonitos se ven juntos y mas krugnar.
Jejeje Kronos bottom suena interesante *desaparece épicamente con todo y polvo de hadas*
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kumonomukoue · 2 months ago
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TWST: Historia principal – Episodio 7-156 (traducción español)
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Libro 7 - El Líder del Abismo (Diasomnia)
Episodio 7-156 ¡Acuerdo estratégico!
[ ♪ ]
SCARABIA – SALÓN
JAMIL: ¡Oh, genio de la lámpara! ¡Cumple mi deseo!
¿JAMIL?: Para… ¡¡¡PARAAAA!!!
*desaparece*
JAMIL: No tengo intención de pasar el resto de mi vida metido en una lámpara.
¡Es hora de decirle adiós a mi lado lleno de envidia al que tan acostumbrado estoy!
Mírame bien… voy a cumplir mis deseos cueste lo que cueste.
Sólo 3 deseos es de tacaños, ¡que sean 10, o 100!
Jujuju… ¡AJAJAJAJAJA!
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???: Gran Jamil… ¡Gran Jamil! Le ruego que aguante.
JAMIL: … mn. ¿Dónde estoy…?
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¿KAMIL?: ¿Ya se ha despertado? ¡Ah, menos mal!
JAMIL: ¿Estaba… inconsciente?
¿KALIM?: Sí. Se cayó de un elefante durante el desfile hacia la escuela. Me alegro de que haya vuelto en sí.
¿Cómo se encuentra?
JAMIL: Estoy bien, no te preocupes. Eso sí, tengo algo de hambre. 
¿KALIM?: Que tenga apetito es buena señal. Los preparativos para el almuerzo están a punto de terminar. 
¡Por favor, adelante!
JAMIL: Gracias, Kalim. Eres el sirviente del que más orgulloso estoy. 
¿KALIM?: No diga eso… Es todo gracias al Señor Amo y a usted. 
¡Seguiré sirviéndole el resto de mi vida, Gran Jamil!
JAMIL: Sí… Seguirás vigilándome con esa mirada llena de determinación. Cuando veo esos ojos tan serios…
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JAMIL: … se me ponen los pelos de punta, ¡impostor!
¿KALIM?: ¡Uh! ¿Gran Jamil…?
JAMIL: ¡Kalim no sería educado y humilde ni en sueños!
¿KALIM?: N-no me diga… Si mi comportamiento le ha ofendido, lo corregiré en seguida. ¡Le ruego que me perdone!
JAMIL: ¿Qué es ese teatro? ¡Repugnante! Me da escalofríos.
Es hora de salir de este sueño sin sentido. 
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JAMIL: “Ante tus ojos se encuentra tu amo… Responde cuando te pregunte, inclina la cabeza cuando te ordene: ¡Snake Whisper! ¹”
¿KALIM?: Sus deseos son órdenes, amo.
JAMIL: Desaparece de mi vista. ¡Y no vuelvas!
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¿KALIM?: Sí… Como usted ordene…
JAMIL: Dar o recibir órdenes… No importa tu posición, todo se decide con la confianza en uno mismo. 
Además, no me interesa una libertad y poder impuestos por los demás.
No importa cuánto tiempo tarde, ¡arrebataré lo que quiero con mi propio poder y libertad!
*interferencia*
JAMIL: ¿Qué pasa? Por un momento, he oído un ruido a mi alrededor…
ORTHO: El seguimiento de señales espectrales ha sido completado. Ha llegado a las coordenadas seleccionadas.
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KALIM: ¡JAMIIIIIIIIIL~!
JAMIL: *esquiva*
KALIM: ¡Ay, que me caigo! Jo, no hace falta que me rechaces tan bruscamente. 
JAMIL: Jum. Te tengo calado. Ya me has empujado al suelo tantas veces. 
SILVER: Jamil, has vuelto. Sabía que conseguirías librarte de la “oscuridad”.
YUU: ¡Me alegro de volver a verte! / La verdad es que estaba muy preocupade. 
JAMIL: Parece que ahora estoy en deuda con vosotros. 
Por cierto… No recuerdo nada desde que Malleus senpai llegó a la fiesta de despedida de Lilia senpai. 
¿Alguien me explica qué está pasando?
ORTHO: Sí, nosotros nos encargamos. Mira este vídeo ².
[ ☆ ]
¹ La Unique Magic de Jamil tiene dos nombres: se pronuncia como “Snake Whisper” (susurro de serpiente en inglés) pero se escribe como “Tentación de la serpiente” (蛇のいざない, en japonés).
² Se refiere a este vídeo que Idia crea unos capítulos atrás. Tiene subtítulos en inglés:
youtube
Siguiente → Episodio 7-157 ¡Eruditos, en formación! ⏰
↪ Lista de capítulos
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⚠ Por favor, no resubas mis traducciones sin permiso. Puedes usarlas si me das créditos ⚠
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¡Espero que os haya gustado y podéis sugerirme correcciones en los comentarios!
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nekoannie-chan · 1 year ago
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La puerta de a lado
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Pareja: Brock Rumlow X Lectora. Steve Rogers X Lectora (pasado).
Palabras: 721 palabras.
Sinopsis: Tu pareja murió en un accidente automovilístico unos años atrás. Nunca pensaste en enamorarte de nuevo. Hasta que un nuevo vecino llegó.
Advertencias: Steve está muerto.
N/A:  Esta es mi entrada para Summary Challenge con la sinopsis #5.
También lo puedes leer en Wattpad y Ao3.
         Si te gusto por favor vota, comenta y rebloguea.
No doy ningún permiso para que mis fics sean publicados en otra plataforma o idioma (yo traduzco mi propio trabajo) o el uso de mis gráficos (mis separadores de texto también están incluidos), los cuales hice exclusivamente para mis fics, por favor respeta mi trabajo y no lo robes. Aquí en la plataforma hay personas que hacen separadores de texto para que cualquiera los pueda usar, los míos no son públicos, por favor busca los de dichas personas. La única excepción serían los regalos que he hecho ya que ahora pertenecen a alguien más. Si encuentras alguno de mis trabajos en una plataforma diferente y no es alguna de mis cuentas, por favor avísame. Los reblogs y comentarios están bien.
DISCLAIMER: Los personajes de Marvel no me pertenecen (desafortunadamente), exceptuando por los personajes originales y la historia.
Anótate en mi taglist aquí.
Otros lugares donde publico: Ao3, Wattpad, ffnet, TikTok, Instagram, Twitter.
Tags: @sinceimetyou @black23 @unnuevosoltransformalarealidad @azulatodoryuga
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La tetera sonó, suspiraste, vertiste el té caliente en la taza y te sentaste, ni siquiera sabías por qué seguías esperando que Steve entrara por esa puerta después de haber ido a correr, pero no lo haría.
A veces tenías pesadillas con aquel accidente automovilístico que tuvieron años atrás después de su última misión juntos.
Él te prometió que siempre te protegería y eso hizo. Se aseguró que tú sobrevivieras.
Después de lo ocurrido, no podías soportar seguir en la misma división, no sin tu esposo y compañero de equipo.
Sin embargo, seguías teniendo la esperanza de que él entraría por la puerta como solía hacerlo todas las mañanas, desayunarían juntos y luego irían al trabajo en espera de la siguiente misión, pero nunca sucedía.
No había alguna forma de que pudieras olvidarlo.
No obstante, esa mañana, algo diferente pasó, comenzaste a escuchar ruidos en el departamento de a lado, el cual había estado vacío casi un año, sentiste esperanza, tal vez Steve había sobrevivido y tuvo amnesia y ahora iba a vivir en el departamento de a lado y tú lo ayudarías.
Dejaste la taza, saliste rápidamente, frunciste el ceño al ver el tipo de muebles que estaban metiendo, definitivamente no era el estilo de Steve.
—Hola —una voz masculina habló detrás de ti provocando que te sobresaltaras.
Volteaste para ver quien era, ni siquiera parecía que tuviese la decencia de presentarse, tal vez conocías a la persona—. ¿Te conozco?
—Trabajamos en el mismo lugar —él respondió como si fuera evidente y lo más normal del mundo.
Alzaste la ceja, no lo recordabas. Nadie del trabajo vivía en tu edificio, aunque a veces Natasha y Clint te visitaban.
—Rumlow, comandante del equipo STRIKE —él respondió extendiendo la mano.
—Ah, claro, ¿qué haces aquí? —cuestionaste. Steve a veces llegó a tener misiones con ellos, aunque tú nunca trabajaste con ese equipo y mucho menos ahora que estabas en otra división.
—Voy a ser tu vecino —él declaró.
Esbozaste una sonrisa forzada, no estabas muy feliz, sobre todo porque tu esperanza acababa de desaparecer.
Tal vez tenías que aceptar lo que todo el mundo te decía, Steve no volvería.
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—Hey, me preguntaba si tenías algo de sal que me puedas regalar —Brock te pidió cuando abriste la puerta.
—Claro, dame un minuto
Cerraste la puerta, quizás estabas algo paranoica, pero parecía que tu nuevo vecino buscaba cualquier pretexto, incluso el más tonto para ir a tu departamento y verte.
A lo mejor estabas alucinando y lo único que pasaba era que apenas se estaba acomodando y ni siquiera sabía dónde estaba el supermercado.
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Viste que la intensidad de luz variaba en el foco, se suponía que Steve había arreglado eso unos años antes, fuiste a ver a donde estaba la caja de fusibles, pero en ese momento te quedaste sin electricidad, aunque de todas formas no sabías como arreglar el desperfecto.
Saliste del departamento, caminaste hasta la puerta vecina y te quedaste unos segundos frente a ella, acababas de darte cuenta de que Steve siempre arreglaba todos los desperfectos, pero nunca pensaron en que pasaría si él ya no estaba.
—¿T/N? ¿Está todo bien?
—Ah, sí, yo… yo… eh… tengo un problema con la luz.
Ni siquiera tuviste que dar más explicaciones, él de inmediato fue a arreglar el problema. Le ofreciste una cerveza después de que la electricidad fuera restablecida.
—Gracias, mi es… Steve siempre se encargaba de arreglar todos los desperfectos —agradeciste.
—Lamentó lo que pasó con él.
Un silencio incómodo se hizo presente, parecía que él era la primera persona que dejabas que estuviese un poco más cerca desde que pasó lo de Steve, ya que ni siquiera con Natasha ni Clint platicabas tanto, la mayoría de veces era estar en silencio o pretendiendo que te ayudaban con algunas cosas de S.H.I.E.L.D.
—¿Tienes algo que hacer el sábado? —Brock preguntó repentinamente, negaste con la cabeza—. Entonces iremos el sábado al cine.
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Te miraste por última vez en el espejo, en menos de diez minutos él tocaría la puerta de tu departamento.
Tu última cita fue muchos años atrás, así que te sentías nerviosa, sobre todo porque no creías que podrías volver a enamorarte después de haber perdido a tu esposo; pero aún eras joven, así que ya era momento de continuar con tu vida.
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diario-de-una-depresiva · 7 months ago
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RIDÍCULO
Hoy me levanté al amanecer , fui a correr con mi perro, ví los rayos de sol salir y respire el aire que hacia mover las copas de los árboles, tranquilamente vi como el día empezaba, regrese a mi casa y desayune, hice los quehaceres de la casa y después me bañé un baño que no duro mucho pero que relajo mis músculos, puse música y leí mi libro pendiente, la tarde se hizo, fui por algo para comer, comí y sali al jardín para regarlo, los rayos de luz se hacían naranjas anunciando su despedida, regué y cuide mis plantas, cuando termine el cielo empezaba a oscurecer puse una serie y tejí el muñeco que rento me gustó al estilo crochet, la serie termino, me arregle para cenar y así lo hice la musica me arrullo y caí en el mundo de los sueños.
Mis ojos se abrieron apenas escuché un ruido ensordecedor, mi hermana corrió a mi y me abraza fuerte, sus llantos se ahogan con el ruido de los explosivos, la agarro fuerte y trato de ocultar nos en un lugar de la casa, rezo para que las bombas no caigan aquí, mi hermana llora y yo acaricio sus cabellos tratando de contenerla, mis lágrimas caen y recuerdo a mi madre apenas hace unos días murió fue a buscar comida y el lugar donde estaban los refugiados y al cual aún no íbamos fue atacado, explotó todo y mi madre tambien, mi hermano fue agarrado como preso y ahora no sé si sigue vivo, justo ahora creo que mi vida pronto acabara, no puedo entender el porque, porque nosotros estamos sufriendo porque quieren destruirnos, por qué nadie hace nada, por qué nadie nos ayuda, mi madre nunca daño a nadie, mi hermano siempre ayudó a todos y era amable, la pequeña amiga de mi hermana no merecía morir, el vecino que hacía dulces y nos regalaba unos no merecía morir, la gente del refugio no merecía morir, el médico que atendio a mi madre no merecía morir, todos ellos fueron inocentes, entonces por qué? Yo no comprendo una guerra en contra de gente inocente que no ataca, solo es una matanza, nos quieren desaparecer y nadie hace nada, hoy o mañana moriré, mi hermana morirá y a nadie le importará como no les importo los demás, la vida no puede seguir así, mientras nos están matando no pueden seguir sus vidas normal, como podrían, como pueden, no entiendo por qué? Cómo su alma no se inmuta al ver tanta gente como ellos muertos sin piedad alguna, sin culpa, como si nuestra vida no importará, cómo pueden seguir su vida? Cómo? La vida parece ridícula.
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danielac1world · 2 years ago
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En lo alto del departamento veo la vida pasar, la gente, el ruido, las luces, y la luna que ya no está; el calor absorbe lo que siento, y los picos más altos de los edificios parecen alcanzar la luz del sol antes que yo, y me preguntó que pasa en las habitaciones cerradas que veo a través del enrejado, las parejas se abrazan, se pelean, se besan de lejos, pero en el fondo sabemos que la gente está muy sola, y me preguntó si yo también estoy muy solo.
Los grillos no paran de cantar, la ciudad es una fiera que no tiene descanso, o quizás muere de insomnio, y sangra ruidos de coches, risas, gritos, y lágrimas que no se oyen a lo lejos; veo las luces titilantes de los aviones, me preguntó cuántas personas viajan porque si, por diversión, por trabajo o porque pueden, y si yo viajaré algún día porque realmente quiero, y no como un comodín aleatorio, en el cuento de alguien más.
Me gustaría fumar, mirar la vida melancólica pasar... al prender el cigarrillo y apagarlo por última vez al menos sería estético, pero yo no fumo, ni tomo, solo me drogo con la nostalgia de tener algo, y luego verlo desaparecer; la tristeza podría ser una droga, o quizás la droga es repetir el sufrimiento una y otra vez; respiro, veo la vida pasar sin detenerse ni un segundo, trato de contar las luces prendidas, las casas apagadas, los sonidos intermitentes... Vaya, esto duele más de lo que parece, y la luna se ha ido, estoy en la etapa inicial donde la noche es demasiado larga para pensar, y demasiado corta para dejarme ir, entonces pasa el último coche y veo una única habitación prendida, el ruido del televisor me aturde, apago mi cigarrillo imaginario, y esta noche solo café, insomnio, y mi soledad.
-danielac1world ~La idea de esa amiga que está de más ~
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somosinterzone · 1 year ago
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Un vistazo a la realidad virtual de Joystick
Por Flor Ribecco. Fotos por Alexia Martínez.
Santa Fe tiene verdaderas joyas musicales y Joystick es definitivamente una de ellas. Su reciente álbum, titulado ¿Qué dicen tus amigos de vos?, es uno de los trabajos más interesantes publicados en los últimos años. Se trata de un trabajo conceptual donde se reflexiona sobre cómo la vida y las redes sociales distorsionan nuestro sentido de la realidad, tal como predijo George Orwell en su obra 1984. Las telepantallas, que en la novela no pueden apagarse, tienen un parecido sorprendente con nuestros teléfonos inteligentes. En esta era de gran hiperconexión y relaciones superficiales, la música de los chabasenses se siente real.
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Cada día nos adentramos más en una realidad virtual, un simulacro semejante a un juego en donde nuestro entorno se televisa para que los ojos digitalizados lo examinen. Es fácil quedar atrapado en la red. ¿Qué dicen tus amigos de vos? debe escucharse de principio a fin, como un todo, puesto que en él se describe una especie de viaje. En ese sentido, la banda desafía al oyente a sumergirse en una zona dual de satisfacción e incomodidad emocional.
Joystick, radicada en Rosario, pero originaria de la ciudad de Chabás, está conformada por Pano Benincasa (voz y guitarra), Mateo Sinicich (bajo), Augusto Tassello (bateria), Emiliano Sampaoli (guitarra) y su más reciente incorporación en pandemia, el rosarino Lautaro Suárez (teclados).
Relajados en los asientos de la vereda de Pasaporte, un escondite céntrico ubicado frente al antiguo edificio de la Aduana de la ciudad de Rosario, nos disponemos a charlar, café mediante, con Benincasa, Suárez y Sinicich. Sentados alrededor de una mesa, los músicos reflexionan sobre el significado de publicar material nuevo y los beneficios de aislarse del ruido para darle una vuelta de tuerca a su noción como banda.
Escuchá el disco completo en Spotify
¿Cómo fue el proceso de colaboración con Lautaro en la producción del álbum?
Pano: Fue un gran avance. En ese momento veníamos de la pandemia, un período que nos sirvió para hacer una pausa y pensar hacia dónde queríamos ir. En 2020 habíamos publicado "Salir en TV" y "Brazos cruzados", dos sencillos en donde intentamos introducir un nuevo sonido. A pesar de que las canciones nos gustaron mucho, siempre nos quedó la sensación de que no pudimos terminar de darles forma. Y creo que Lautaro, a quien conocimos en 2021, aportó sus cualidades para que todo comenzara a cerrar.
A mí me gustaba mucho su producción de aquel momento, mucho más relacionada con lo urbano que con otro género musical. Él estaba metido en un mambo de efectos de sonidos muy locos y a mí eso me entusiasmó mucho. Supongo que a partir de ahí todo comenzó a cobrar sentido.
Cuando conocí a Lautaro, sólo teníamos dos temas: "¿Qué dicen tus amigos de vos?" y "A mitad de la odisea". Trabajar juntos en las canciones fue clave. Además de la producción y los teclados, se sumó una nueva voz. Fue un cambio de 180º. Lautaro le dio otro color a la banda y más potencia en las presentaciones en vivo.
Lautaro: Estuvo bueno. Al principio íbamos a trabajar en una canción, ya que en ese momento trabajaban en "Desaparece y aparece". De hecho, me sumé en la producción de ese tema para hacer un primer acercamiento. A la semana siguiente, Pano me llamó para proponerme integrar la banda y tocar en vivo. Las dos primeras fechas eran en Casilda y La Trastienda. Yo siempre había tocado en vivo, pero en lugares como D7 o El Galpón. Esto era completamente distinto. Así que fue como tirarse a la pileta.
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El álbum tiene un sonido diferente al de los sencillos que editaron en los últimos años. ¿Sienten que éstos marcaron una especie de transición?
Pano: Para mí "Salir en TV" y "Brazos cruzados" tenían un carácter mucho más rockero, más cercano al formato clásico de banda. Tienen ese toque distintivo que remite al sonido crudo de los primeros Arctic Monkeys. Admito que hay algo de eso en "Desaparece y aparece", pero en este punto ya comenzaba a notarse la impronta de Lautaro.
Incorporamos teclados, efectos de sonidos. Básicamente comenzamos a laburar los instrumentos de otra manera. Antes pensábamos de manera mucho más lineal: una base de bajo acá, una base de guitarra acá. Lautaro, por su parte, venía de experimentar. Tomaba un audio de guitarra, lo cortaba y hacía cosas muy locas. Sampleamos un fragmento de audio de "V de Vendetta" y lo colocamos al inicio de un tema que se llama "Guantes negros". O la intro de "Daytona" en "Película 3D". Incorporar todos estos efectos fue muy bueno, ya que se asocia al concepto general del disco. Es decir, al mundo digital.
Lautaro: De hecho, hasta en "Iconos" veníamos hablando de eso. Hay un sample que es prácticamente ininteligible. Está como entrecortado, pero se trata del sonido de error de Windows. El "chan" ese que te tira la máquina. Sampleamos eso y lo pusimos también. Básicamente, la idea era usar ese audio como una advertencia. Windows te dice: "No, amigo".
Pano: Utilizamos ese chirrido y lo transformamos en un sonido de percusión.
¿Qué artistas inspiraron el sonido del disco?
Pano: "When we all fall asleep, where do we go?", de Billie Eilish. Me gusta que en la canción "My strange addiction" usa audios de The Office. En nuestro álbum también hay mucho de eso. Después artistas más clásicos como Arctic Monkeys, The Black Keys, Arcade Fire y Alexandra Savior. También Radiohead fue una referencia a la hora de comenzar a configurar el concepto.
Lautaro: Quizás lo más diferente fue NogaErez. Es una artista urbana israelí, muy cosmopolita, que canta en inglés. Y al mismo tiempo, tiene mucho de Billie Eilish. El audio que tiene es increíble y venía de sacar un discazo.
Pano: También una banda llamada Sorry.
Lautaro: La empezamos a escuchar cuando sólo tenían 20 mil oyentes en Spotify. Vimos todo el crecimiento hasta que la pegaron. Recuerdo que habían publicado un disco increíble con James Dring, unos de los productores de Gorillaz. Entonces empezamos a encontrar relaciones. Es una banda bastante cruda.
A la hora de armar los temas empezamos a usar notas disonantes y guitarras con más palanca, más desafinadas. Tratamos de meterle un poco de suciedad al asunto. De lo contrario, todo estaba como muy digital, muy cuidado. Así que creamos un hibrido entre lo que está bien, pero no tan bien.
¿Cómo fue la decisión artística de trabajar con Juan Marciano Ferrero en el video de "Mi día"?
Pano: Inicialmente habíamos elegido "Glitch"como primer corte del disco, pero luego alguien sugirió que ese lugar lo podría ocupar "Mi día". A mí me gustó la idea, ya que era un tema que, si se escuchaba aislado, no daba ninguna pista sobre el sonido y la temática del álbum.
Fue Juan (director del clip) quien me llamó y propuso la temática del video. "Vamos a hacer una road movie", me dijo. Y como Emiliano, el guitarrista, tenía una casa en Mina Clavero pensamos que quizás podríamos ir y filmarlo en ese lugar. Todo era medio desorganizado, así que tuvimos que armar un guion. Ahí surgió la idea del personaje principal de "Mi día", a quien Juan bautizó como el "muerto vivo". Se trata de un tipo que está como tirado, solitario y medio resignado, lo cual guarda mucha relación con la letra y el concepto de la obra.
Lautaro: Es muy onírico, hay mucho contraste entre lo inmenso y lo imponente de un solo chabón frente atoda esta muralla de naturaleza. Fue muy divertido grabarlo.
Pano: Sí, estuvo buenísimo. Fueron cinco días en las sierras de Mina Clavero, de domingo a jueves. Fuimos cuatro miembros de la banda y el equipo de filmación.
Lautaro: A excepción de Emiliano, ninguno de nosotros conocía Mina Clavero. Apenas entramos ya nos pareció una locura. Había unos paisajes que te invitaban a filmar cualquier cosa.
¿El tema visual lo pensaron de antemano?
Lautaro: Sí, teníamos una idea inicial. Hasta hicimos un estudio previo sobre qué queríamos ir a ver. Pero bueno, algunas partes se modificaron por cosas que encontramos en el lugar. Por ejemplo, la parte donde Pano se encuentra recostado sobre el césped fue improvisada y surgió tras pasar de casualidad por ese sitio. Lo mismo ocurrió con el viejo que aparece sobre el final. Ese hombre se llama el "gaucho Noel" y lo conocimos a través de los bomberos locales. El señor tiene un refugio en el medio de la montaña y es senderista desde hace muchísimos años.
Y cuando Juan (el director) lo vio le preguntó si le gustaría aparecer en el video. Eso no fue planeado. De hecho, la túnica roja que usa se la di unos minutos antes de que comenzara la grabación. Fue una locura, un viaje de esos que vas con la mente abierta y suceden cosas.
¿La máscara roja era una referencia a La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe?
Lautaro: No, tenía más que ver con el mundo onírico de David Lynch. Somos muy fans de Twin Peaks. Siempre fui un gran seguidor de la serie, y ahora lo convertí a él.
Pano: Ahora yo entré.
Lautaro: El fragmento del fogón, la utilización del rojo y lo surrealista de alguna manera también. Viene por ese lado. Fue una locura ese viaje.
En unos días van a presentar en vivo el fruto de dos años de trabajo. ¿Cómo se sienten al respecto?
Pano: Es muy injusto el paso del tiempo para todos. En un punto nunca sentís que terminas de estar listo, siempre te faltan cosas. Estamos contentos porque la gente lo recibió muy bien. El día que lo publicamos a las doce de la noche yo pude ver desde el Spotify for Artists que ya había 180 personas escuchando a la par. A la semana había alcanzado más de cien mil reproducciones. Fue una locura. Además, percibo que se empezó a crear como una especie de mística alrededor del álbum, el arte y las letras.
Y la nueva gira nos hace sentir mucha emoción. El disco lo vamos a presentar en lugares a los que nunca fuimos. Tocar en La Plata, Mar del Plata o Córdoba, desde donde nos escribe un montón de gente, es realmente algo impagable.
Lautaro: Los artistas tienen siempre un tinte obsesivo. De lo contrario, no harían arte. Por desgracia, esto hace que muchas veces uno se quede enganchado en la planificación. Pero como dice Pano, la cuestión está en tirarse a la pileta. La gama de posibilidades es infinita, entonces hay que limitarse a las ideas que primero se te vinieron a la cabeza. Soy fiel a ese razonamiento; si surgió así fue por algo. Pulámoslo, pero no miremos opciones estructuralmente diferentes, porque ya se transformaría en otra cosa.
Pano: Aprendimos a construir durante el proceso. Mientras producís, también aprendes. Uno planifica, hace y ahí medio que las cosas comienzan a suceder. Probablemente el show de Buenos Aires no vaya a ser el mismo que el de La Plata. Quizás ahí haces un show, pero después afilas cosas: quitas un tema, agregas otro, haces una intro o una cosa diferente.
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¿Qué carga simbólica tiene para ustedes la portada del álbum? ¿Qué influencias visuales han sido relevantes para la estética del álbum?
Pano: La portada implicó una gran búsqueda. Laburamos con Andry Bett, un diseñador gráfico de Buenos Aires. Él también es músico y ha hecho trabajos para el Festival de Futuröck y bandas como Él Mató a un Policía Motorizado, Poncho y Turf. Lo conocimos cuando hicimos el flyer para D7 de Rosario y el de Niceto, donde tocamos el año pasado. Nos gustó mucho su estilo, así que tuvimos un ida y vuelta interesante.
Andry empezó a involucrarse más con la banda y a proponer cosas. La idea era encontrar una identidad gráfica. Entonces fue una búsqueda, probamos varias cosas hasta que una mañana apareció con la portada.
A partir de ahí todo desembocó en empezar a escuchar las canciones con esa tapa, con este concepto de ¿Qué dicen tus amigos de vos?
Medio Gran Hermano
Pano: Sí, sobre toda esta cuestión del mundo virtual. Los ojos asomándose medio por una hendija, el destello rojo. También me gustó que la portada no sea literal, sino más poética. Puede ser interpretada de muchas maneras.
El crédito es para Andry y su arte. No queríamos intervenir tanto en el proceso, ya que el arte es medio la visión de lo que uno capta de la música y el concepto y de la misma.
¿Hay alguna canción en ¿Qué dicen tus amigos de vos?por la cual sientan una mayor conexión?
Mateo: Cada uno tiene sus favoritas. A mí me gusta mucho "Guantes negros", por ejemplo.
Lautaro: Creo que mi preferida es "A mitad de la odisea". Sobre todo, por su epicidad. Me gusta más la música así de épica. "Iconos" y "Guantes negros" son muy divertidas para tocar.
¿Cómo se les ocurrió incluir el diálogo de V de Vendetta en "Guantes negros"?
Lautaro: Durante el proceso de gestación del disco viajaba mucho a Chabás. Y generalmente, luego los ensayos, me quedaba a dormir en lo de Pano.
Solíamos ver muchas películas antes de caer rendidos y una de ellas fue "V de Vendetta".
Al día siguiente volví a Rosario y comencé a trabajar en "Guantes Negros". Mientras lo hacía empecé a relacionar de forma inexplicable la película con la letra de la canción. Así que decidí meter un guiño. Me gustan mucho las intros, introducir cosas de films o samplear publicidades. Ese poema lo recordaba desde siempre: "Remember, remember, the 5th of November..." Y bueno, cuando entré a hilar quise probar como quedaba.
Pano: Al principio no me gustaba el audio, pero como a todo lo que no me convence, aprendí a darle un período de tiempo para ver cómo evolucionaba. Si luego de ese lapso aún sigue sin gustarme, significa que no va.
Lautaro: La letra dice "alucinar, vuelvo a sanar con las caricias de tus guantes negros", y también el personaje de Eve, cuando la encierran y le enseñan a perder el miedo a la muerte básicamente traumándola. Y ella en un momento alucinaba y se terminan enamorando. Todo tenía que ver.
¿Hay canciones que no llegaron a ser parte del álbum?
Lautaro: Si, hay una; se llamaba "Medianoche". Pero la verdad que no hicimos un torrente de canciones.
Pano: No soy ese tipo de compositor que te tira cuarenta canciones.
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Tuve la oportunidad de escuchar el disco. Este explora un poco cómo nos vinculamos a través de lo virtual. La canción "Iconos" es un claro ejemplo. ¿Cómo fue la búsqueda de representar eso?
Pano: Ya venía incluso desde "Salir en TV". A mí me gustó mucho. Pasa que yo necesito que alguien se enganche con eso. Porque sino yo soy el único pesado hablando de eso y después los ves a todos que están recontentos. De hecho una de las frases que me dijo Juan apenas lo conocí, me dice: “yo tengo un amigo que es igual de renegado que vos”. Yo dije: “bueno, buenísimo”. Y ahí lo conocimos y sí, todo, todo, full futuro distópico, la tecnología controlándonos, fanes de Matrix y…
Lautaro: de Black Mirror
Pano: Si Black Mirror y todo. Todas estas cosas que… a ver, en un punto a mí no me gusta ponerme tan coso, porque tampoco lo pienso así y no soy tan pesimista, realmente. Pero sí es algo realmente interesante y siento que se habla poco y sobre lo que hay muy poca educación. Y entonces ya estaba buscado desde Salir en TV, Tito lo sabe también un poco tiene eso. Y después obviamente cuando fue todo lo de la pandemia empecé a leer un par de libros que tenían que ver con esas temáticas. Y bueno, ya estaba inmerso en ese mundo. Y cuando lo conocí a Lautaro y empezamos a dialogar con un ser humano y ya sabes si están en sintonía o no. Y olvídate. Cuando empezamos a hablar de libros, de películas, de cosas, de documentales, de canciones. Él me dice: “escuchá esto. OK Computer de Radiohead”. Bueno, no, imposible escapar, ya está, listo. El disco lo vamos a llamar ¿Qué dicen tus amigos de vos? “Che, no, pero… Glitch”, viste. Había un par de nombres que nos gustaban y qué se yo. “No, no, no, no”. Bueno, ¿Qué dicen tus amigos de vos? Todo el concepto, o sea, la canción habla de eso. Listo. No, no fue mucho.
Lautaro: No, y aparte siento que es, o sea, es una temática que está buenísima. Como dice él, también hay mucho escaparate, viste, en el tópico, en todos lados. O sea, es como que no se desarrolla, se oculta, y a la gente le da paja. Da mucha paja porque tenés que abrir Instagram de nuevo, me entendés. Tarde o temprano, o sea, tenés que ir a ver qué anda pasando por ahí, viste. Entonces es como, ¿qué hago?
Pano: No, que tampoco… A ver, tampoco uno plantea irse a vivir al monte. Pero sí un… hay… Y a ver, tampoco uno… A mí tampoco me gusta llegar y decir: “che, este es el problema”. Si no que es como plantar una pregunta, viste. Como un interrogante. Por eso el disco es un interrogante: ¿Qué dicen tus amigos de vos? No es una…
Lautaro: Yo hago la reflexión, quizás, o al cuestionarse y vivir con ese cuestionamiento, digamos. Y después hacer en base a. Pero tenerlo y hay gente que no lo tiene, pero en absoluto. No lo tiene para nada.
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Por ejemplo, el orden de las canciones del disco, ¿eso qué onda? Porque "¿Qué dicen tus amigos de vos?" re da para apertura. Y "A mitad de la odisea" también da para cierre. Pero el medio, ¿qué pasa ahí?
Lautaro: Tal cual lo que vos decís. Esos ambos temas fueron como: “che, este abre y este cierra”. No había ningún tipo de duda. Después cómo hilábamos lo del medio no teníamos ni idea
Mateo: Sí, lo fuimos ahí pensando. Por ejemplo, "Las manos en el fuego" y "Odisea". "Odisea" empieza con un relojito, me gustaba el final del tema que empiece con el relojito. Como que engancha justo, digamos.
Lautaro: Ese tema como se terminaba en seco, terminaba en seco total, y el otro arrancaba de esa manera nos pareció bueno el enganche. Ya te digo, fuimos probando varios órdenes. Siempre igual como que perfilamos los cinco primeros temas, siempre como que arrancamos ahí, iban, iban ahí de corrido. Hubo un enredo medio ahí cuando tuvimos que meter "Guantes negros", Hawaii, Lugar para uno más, viste que son como temas más bien diferentes. Sobre todo por Lugar para uno más que era más rockero. Bueno, ahí fue como que, medio que hicimos así, después hicimos asá, después hicimos así, hasta que quedó. Había un punto en el disco donde alguien tenía que ceder. Había un momento en el cual tenía que… No hablo de nosotros, sino de las canciones. Como que un tema iba a quedar contrastante con el que seguía. En ese caso fue Hawaii, "Hundimiento de Hawaii" con "Lugar para uno más". Fue como: “Bueno, se terminó el momento dulce y tiernito, vamos con el riff de violas”. Ahí se destrabó el orden de los temas y quedó un lindo hilo conductor. Sí también hinché mucho los huevos e hice mucho énfasis con Patito, que fue el que masterizó el disco, con el tiempo entre tema y tema y los enganches. O sea, quería que sea una obra que no te permita poner pausa. Como que si ya arrancó el tema, viste, que a veces pasa que tipo estás medio apurado para algo y arrancó el tema y lo tenés que escuchar, ya arrancó, viste. Y si le das pausa, vos decís: “me quedó pendiente, lo voy a escuchar después”. Hice mucho énfasis en eso y rompí mucho las bolas con eso. Calculadamente los segundos entre canción y canción, si había un corte que no sea ni muy corto ni muy largo, que los temas estén bien enganchados, como por ejemplo "Glitch" con el inicio de "Película 3D", o este que dice Mate. Que no te canse, pero que al mismo tiempo no te aburras. Así que bueno, sí, eso fue más o menos cómo sucedió.
¿Qué inspiró Hundimiento de Hawaii?
Lautaro: Es una catástrofe pura. Yo creo que es de mis letras favoritas. Sí, es mi letra favorita, por escándalo. Es una tragedia que viene un poco medio emparentada a la pandemia. O sea, es como que el tema dice: “che, vivimos esto”. De acá a 20 años cuando se escuche ese tema se puede contextualizar en esta época. Y al mismo tiempo a mí me pareció de un principio que era hermosa la relación de la música con respecto a la letra. Me pareció muy No Surprises de Radiohead, que es un tema de protesta, pero también es una canción de cuna.
Cuando escuché la canción por primera vez, No Surprises, no entendí la letra. Después la tuve que buscar y dije: “qué hermoso tema. Qué lindo, qué tierno”. Después vas y ves la letra que es un tiro al ministro de Inglaterra. Bueno, esto lo mismo. Te dejas conmover por la música, después le ponés atención a la letra y te parte el corazón al medio. Tiene mucho de El lub de la pelea también. Mucha escenografía de eso. “Y juntos de la mano, miremos el mundo colapsar”.
Me gusta como cuando escuchás un tema como de The Smiths que por ahí el ritmo es re bailable y después te querés pegar un tiro cuando lees la letra. Está bueno porque un poco la cabeza de uno es así también.
Lautaro: Está re bueno y aparte siento que hace mucho más rica una obra porque tiene condimento de ambas cosas. Hay más cosas para descubrir. Si sos de esas personas que escucha primero la música y después le das bola a la letra capaz le terminas encontrando.
Y eso, también lo de "Hundimiento de Hawaii" también es una metáfora de algo que es real. De Hawaii que se está hundiendo, es real. Es un dato empírico. Entonces había una metáfora ahí.
La banda chabasense cerrará su extensa gira nacional el próximo viernes 27 de octubre en el XIRGU del histórico barrio porteño de San Telmo. El show contará con la presentación de la artista emergente Catalina Ammaturo como invitada.
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hauntedstarlighttiger · 10 months ago
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Del Odio Al Amor(Alastor y Male Reader)
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Narradora 
Otro Exterminio más pensé mientras suspiraba para ver todo desde mi venta de mi oficina, pero fue interrumpido por Amadeus
-Señor ha recibido un mensaje-A lo que asentí mientras reproducía el buzón de voz, pero me sorprendí al escuchar la voz de Charlie mi hermanita-
Hola, hermano se que ha pasado un tiempo, pero quería ver si podías ayudarme y te necesito hermano yo te necesito....
A lo que me quedé callado al pensar la última vez que la vi fue cuando era un niñato a lo que solté un gran suspiro al recordar esos tiempos
-Mmm.. parece que la vere por fin Amadeus haz las maletas vamos a ir al Hazbin Hotel-A lo que apareció un demonio rojo y asintió para luego desaparecer-Por fin te volveré a ver pequeña Charlie.
En el hotel 
Charlie se veía muy emocionada de ver a su hermano asi que empezó a arreglar algunas cosas del hotel juntos a sus amigos antes de que llegara su hermano
Se escucho como tocaban la puerta del hotel a lo que sonrió al pensar que era el
-Es el Vaggie estoy tan emocionada de verlo ha pasado mucho tiempo desde que lo vi-Hablo con emoción mientras se acercaba a la puerta principal. 
-No se siento que no es buena idea-A lo que negó con la cabeza para tomar su mano de su novia y se tranquilizara-
-Conozco mi hermano mayor el no es lo que tu crees Vaggie-A lo que me separo de ella para abrir la puerta.
Pero al abrir se sorprendió de lo mucho que cambio con los años que han pasado al verse cara a cara se quedaron algo estáticos
-Charlie...Yo-Pero no pudo seguir hablando por que ella se lanzó a abrazarlo mientras soltaba unas lágrimas.
-¡Hermano!-Dijo con alegría a lo que Karl le costó un poco, pero sonrió y le correspondió el abrazo-
Se separaron poco a poco mientras el la veía con una sonrisa para limpiarle las lágrimas y acariciar sus mejillas
-Hola pequeña Charlie-A lo que ella jalo el brazo de su hermano para llevarlo a la sala principal y presentarle a los del hotel.
-Bueno chicos el es Karl Morningstar mi Hermano Mayor...-Tu vistes a todos y te sorprendiste un poco de ver a Alastor, Angel, Husk y a Vaggie-Ella es Vaggie mi novia... 
Te sorprendiste un poco pero solo sonreíste-Hola Vaggie ha pasado un tiempo me alegra saber que tu eres su novia-A lo que Vaggie me vio sorprendida igual a lo que me sonrió.
-Hola viejo amigo es un gusto volver a verte-Charlie nos miró dudosa a lo que solo empecé a reír junto a Vaggie para luego ir a abrazar a Angel.
-¿Como estas pequeña araña?-Me sonrió al separarse de mí y me dijo que todo bien, pero algo molesto a lo que entendí de lo que se refería para acercarme a Husk-Hola mi apostador favorito-A lo que el me vio con una sonrisa amarga a lo que asentí a lo que quería decir.
-Bueno veo que conoces a casi todos bueno ella es Niffty-A lo que una pequeña se subió a mis hombros y me dio una sonrisa escalofriante a lo que sonreí igualmente y ella dijo:"Me cae bien"-Y el es Alastor
-Si ya nos conocíamos-Hablo con algo de desagrado viéndolo a lo que el me vio con una sonrisa más grande-Hola Alastor...
-Hola Querido-A lo que el solo puso los ojos en blanco al escucharlo-Bueno parece que tendremos que trabajar juntos
-Eso parece…-Hablo para luego alejarse de allí-Bueno Charlie supongo que me quedare por un tiempo a ayudarte
A lo que ella me abrazo muy fuerte a lo que suspire me dio mis llaves de donde iba a dormir, pero me sorprendió que estaba cerca del Demonio Radio a lo que suspiro frustrado para solo entrar a mi cuarto
-Amadeus crea el cuarto aprueba de ruidos, acomoda las cosas y que nadie entre a mi cuarto ni las sombras del ciervo-Me vio y asintió para luego acomodar las cosas a lo que salí del cuarto para encontrarme con el ciervo.
-Hola Querido-A lo que solo lo ignoré-En serio me ignoraras pensé que éramos amigos.
-No quiero hablar no nos llevamos también bien y lo sabes asi que solo háblame cuando sea necesario para lo del hotel asi que adiós-
Al final del día
Narra Karl
-Ah, estoy cansado-Dije mientras me acostaba en mi cama, pero escuché toques en mi puerta a lo que abrí, pero pensé ya es tarde todos deben estar dormidos, pero vi a mi hermana con una flor roja-Hola Charlie.
-Hola hermano quería ver si podía dormir contigo solo por hoy por favor-Me vio con unos ojos a los cuales no me pude negar a lo que asentí-Ah, y toma esto es para ti
-¿De quién es?-A lo que vi y me gusto bastante y ella negó
-No lo se cuando llegue solo estaba aquí y vi una sombra, pero desapareció-A lo asentí a lo que decía y la puse en un mini jarrón para la rosa roja para luego sentarme en la cama y palmear a un lado de mi para que se sentara conmigo.
-¿Qué pasa?-Dije a lo que ella me ve desconcertada-Te pasa algo asi que tienes-A lo que ella me veo triste
-Ya no te vas a ir ¿verdad?-Pregunto a lo que me quedé callado para ver como bajo la cabeza por la tristeza y por qué no respondí-Perdón es que...yo
-Esta bien lo entiendo desaparecí por un tiempo es comprensible yo si me quedare aquí contigo hermanita no te volveré a dejar te lo prometo-La abrazo mientras acaricio su cabello a lo que ella sueltas una lagrimas estuvimos hablando un buen tiempo hasta que cayo dormida a lo que la arrope y acaricie su mejilla con cariño-Te lo prometo no me volveré a ir hermanita....
-Señor le volvieron a mandar otra carta-A lo que gruñí y agarré el papel para leerlo y luego romperlo-Señor creo que debería ir a verlos para que dejaran de molestarlo
-Lo se Amadeus, pero ahora no ahora solo me quiero enfocar en mi hermana, este hotel y ya-El pregunto que si le iba a contar sobre eso a lo que le conteste-No ella no debe saberlo se que se sentiría muy mal y decepcionada de mí es lo menos que quiero entendido Amadeus
-Entendido Señor descanse-A lo que asentí para que el desapareciera y fuera a mis tierras a protegerlas.
-....-Veo el papel dorado en el piso y le prendo fuego para que desapareciera todo rastro de esa carta suspiro y apago las luces y caigo dormido por el cansancio
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El hermano de Charlie Karl Morningstar
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ashgainsworld · 11 months ago
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Siendo yo.
Nunca pensé que estaría escribiendo de nuevo como me siento. los sentimientos me consumen y las ansias de volver a sentirme bien... me atrapan por completo.
No es un secreto que llevo meses con una recaída constante, sin poderme levantar sin salir con algún tipo de cicatriz por las cadenas que me atan al suelo. Pero siempre intento ver lo positivo... aun tengo un día mas para volver a comenzar, lo curioso? es que cada vez que trato de hacerlo, la vida intenta decirme a fuerzas que aun no es momento. Tal vez la maldad podría apartar la mente de mi corazón y yo podría convertirme en algo que nunca quise ser?
cual es el sentido de ser buena?
cual es el sentido de resistir, o aguantar un día mas?
Parece que ningún esfuerzo es suficiente, al menos no para mi. Constantemente todos los días estoy en una lucha conmigo misma, tratando de entenderme, de fluirme, de tratar de entender el verdadero camino que debo tomar.
Lo que este bien o lo que este mal? Sigo sin saberlo!
Podría usar todos mis intentos, todas mis fuerzas para ser fuerte... pero podría morir en el intento. Me quedo constantemente en el "y si..?" como si todos los días no fueran una nueva oportunidad de continuar y ser mejor.
Pero si soy sincera... estoy cansada. Y no hablo de cansancio físico: hablo de cansancio mental.
La vida hace demasiado ruido y mis audífonos no son suficientes para apagar toda la violencia en la que mis pensamientos torturan mi mente constantemente sobre mi. Y me pregunto a mi misma si esto algún dia va a cambiar o simplemente un dia dejare de ser yo, y pasen los meses y no reconozca en absoluto la niña que alguna vez fui.
Y siempre he escrito sobre mis pensamientos y sentimientos de manera negativa, nunca pensé en llegar hasta mis 18, menos mis 17, y ni la mínima idea de unos 16. Pero la vida cambia de un momento a otro y me frustra la manera en la que me golpea cada vez que doy un paso para continuar. Soy yo la presa? nunca lo entenderé porque soy humana, cometo errores, pero también he tenido el impulso de aprender de ellos. Pero alguna vez tendré la oportunidad de no tener dolor, de no tener que hacerlo por miedo... o porque simplemente no tengo otra alternativa?
Mi hogar se desmorona poco a poco, y siento cada pedazo roto como una despedida a la persona que alguna vez fui. Pero sigo sin entender por que la versión mas dulce de mi debe ser escondida a través de los corazones de las damas personas. Porque no puedo hacer todo desde el amor?
Siempre pensé que hacer todo desde el corazón era la base mas importante de las acciones que tomaba en lo que respecta continuar cada dia en esta vida, que no escogí pero con el paso del tiempo se hizo llevadera, y muchas cosas me llevaron a pensar lo bonito que podría ser vivir esa vida.
Vuelvo a pensar que no puedo mas. Mi corazón después de tantas cicatrices no bombea de la misma manera... ya no soy de la misma manera y me asusta verme al espejo y no reconocerme porque lo que veo no es lo que quiero ver, como me veo: con todas las ganas de vivir pero sin tener fuerzas... con dolor de una carga en la espalda por no poder soportar todo el peso de las cosas que me acompañan todos los dias.
Los pensamientos y el querer desaparecer no ha sido lo mas sano... pero como escuché alguna vez: "Y si la manera de no sentir dolor es dejar de sentir... para siempre?" Y quiero obligarme a mi misma de pensar que no es la mejor opción, supongo que tengo mucho por vivir, pero tengo miedo de no encontrar en mi el valor y la fuerza para hacer las cosas que mi corazón realmente desea. Realmente quiero vivir, quiero amar, quiero sentir, quiero vivir la vida sin sentir que estoy sobreviviendo.
Algún dia esto cambiará?
Algún día este sentimiento ya no va a existir?
el querer desaparecer... completamente.
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aengel-mp3 · 1 year ago
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Lo que nunca pude decir y ahora nunca podré :
Me gusta tu sonrisa.
Me gustan las arrugas que se forman en tus ojos con tu sonrisa.
Me gusta el ruido de tu risa.
Me gustan tus besos, que mientras más me das, más adictivos se vuelven.
Me gusta como cuando estoy en tus brazos desaparece el resto del mundo.
Me gusta que con cada caricia que me das una corriente eléctrica recorre todo mi cuerpo.
Me gusta ese pequeño tic de tocarte el mentón cada vez que hablas.
Me gustan tus pestañas largas y oscuras.
Me gusta cada detalle de tu ser, pero por sobre todo, me gustas.
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ocasoinefable · 7 months ago
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La brisa toca mi mejilla. Sé que son tus manos. Aunque no he dejado esa costumbre de esconder mi rostro para llorar, tú inclinas tu carita y besas mis lágrimas. Me sorprendes como lo hace la estrella al amanecer. Me hablas con tu mirar, me cobijas; cobijar, está es la palabra que besas a mis labios y respira mi aire. Hundes tu boca en mi cuello y entre cada vello que se eriza, como nieve en la ola, das un toque a mi mejilla y entre latidos todo el ruido del mundo y mi cabeza desaparece, solo está tu mirar, tu latir y el mío.
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cuadernodeliteratura · 2 years ago
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«Kunicki», Olga Nawoja Tokarczuk.
Agua I
Es media mañana, no sabe exactamente qué hora es, no ha mirado el reloj, pero no debe de llevar esperando más de un cuarto de hora. Se reclina cómodamente en su asiento y entorna los ojos; el silencio es tan penetrante como un persistente sonido agudo, no puede ordenar sus pensamientos. Todavía no sabe que lo que suena es una alarma. Aparta el asiento del volante y estira las piernas. Le pesa la cabeza, un peso que zambulle su cuerpo en un aire tórrido, blanco. No piensa moverse, esperará.
Seguro que se ha fumado un pitillo, tal vez incluso dos. Al cabo de varios minutos baja del coche y orina en la cuneta. Parece que mientras tanto no ha pasado ningún coche, aunque ahora ya no está tan seguro. Vuelve al coche y bebe agua de una botella de plástico. Finalmente, empieza a impacientarse. Toca con furia el claxon, cuyo ruido ensordecedor desencadena una oleada de ira que, en cierto modo, lo devuelve a la tierra. A partir de este momento lo ve todo mucho más claro: mentalmente ya enfila el mismo sendero por el que ellos se han ido, concibiendo para sus adentros las palabras que en breve va a pronunciar: «¿Por qué tardas tanto? ¿¡Qué diablos crees que estás haciendo!?».
Es un olivar, reseco como un hueso. La hierba cruje bajo los zapatos. Entre los retorcidos olivos crecen zarzamoras silvestres; sus tiernos brotes intentan alcanzar el sendero y agarrarlo de los pies. Hay basura por todas partes: pañuelos desechables, compresas asquerosas, excrementos humanos infestados de moscas… Otras personas también se paran para hacer sus necesidades junto a la carretera. No se toman la molestia de internarse un poco en los matorrales, tienen prisa, incluso aquí.
No hay viento. No hay sol. El cielo blanco e inmóvil recuerda al sobretecho de una tienda de campaña. Hace bochorno. Partículas de agua se expanden en el aire y en todas partes se percibe el olor del mar: de electricidad, de ozono, de pescado.
Ve movimiento, pero no allí, entre los árboles, sino aquí mismo, bajo sus pies. Un enorme escarabajo negro avanza hasta el sendero; durante un rato analiza el aire con sus antenas, se detiene, a todas luces consciente de la presencia humana. El blanco cielo se refleja en su perfecto caparazón formando una mancha lechosa, y a Kunicki, por un instante, le parece que desde la tierra lo observa un ojo extraño que no pertenece a ningún cuerpo, un ojo intempestivo e indiferente. Kunicki escarba con la punta de su sandalia. El escarabajo cruza el sendero haciendo susurrar la hierba seca. Desaparece entre las zarzamoras. Es todo.
Maldiciendo, Kunicki da media vuelta para volver al coche, aún alberga la esperanza de que ella y el crío hayan regresado ya dando un rodeo, sí, está seguro de ello. Les va a decir: «¡Llevo una hora buscándoos! ¿¡Qué diablos creéis que estáis haciendo!?».
Ella dijo: «Para el coche». Cuando lo detuvo, ella bajó y abrió la puerta de atrás. Desató al niño de su sillita, lo tomó de la mano y se alejaron juntos. Kunicki no tenía ganas de salir, se sentía soñoliento y cansado, aunque no habían recorrido más que unos pocos kilómetros. Apenas les echó un vistazo con el rabillo del ojo, sin darles importancia; no sabía que debía prestar atención. Ahora intenta evocar esa imagen borrosa, enfocarla, acercarla y fijarla. Así que los está viendo caminar por el sendero que cruje, de espaldas. Cree recordar que ella lleva unos pantalones claros de lino y una camiseta negra, y el pequeño, una camiseta con un elefante, de eso está seguro porque él mismo se la puso por la mañana. Mientras caminan, se dicen cosas, él no oye qué cosas; no sabía que debía escuchar. Desaparecen entre los olivos. No sabe cuánto rato, pero no mucho. Un cuarto de hora, tal vez un poco más, ha perdido la noción del tiempo, no miró el reloj. No sabía que debía controlar el tiempo. Detestaba que ella le preguntara: «¿En qué piensas?». Le contestaba que en nada, pero ella no le creía. Decía que era imposible no pensar, se ofendía. Pero sí que es capaz —ahora Kunicki experimenta una especie de satisfacción— de no pensar en nada. Sabe hacerlo.
Sin embargo, de repente se detiene en medio de la selva de zarzamoras, se queda quieto, como si su cuerpo, al alcanzar el rizoma de la zarza, encontrase involuntariamente un nuevo punto de equilibrio. El zumbido de las moscas y otro que está solo en su propia cabeza acompañan el silencio reinante. Por un momento se ve a sí mismo desde arriba: un hombre que viste camiseta blanca y un vulgar pantalón safari, con una pequeña calva en la coronilla, en medio de los matorrales, un intruso, un invitado en casa ajena. Un hombre expuesto al bombardeo, caído en el epicentro de un efímero alto el fuego en la batalla que libran el cielo incandescente y la tierra abrasada. Cae presa del pánico; querría ocultarse cuanto antes, esconderse en el coche, pero el cuerpo no obedece: es incapaz de mover el pie, de forzar el ponerse en marcha. Dar un paso: nunca creyó que fuese tan difícil. Se han cortado las conexiones. El pie metido en su sandalia es el ancla que lo ata a la tierra: ha encallado. Conscientemente, con esfuerzo, sorprendiéndose a sí mismo, lo obliga a moverse. No hay otra manera de abandonar este tórrido espacio infinito.
Llegaron el 14 de agosto. El ferry desde Split estaba abarrotado: muchos turistas, aunque el pasaje estaba formado mayoritariamente por gente del país. Llevaban las compras hechas en tierra firme, donde todo es más barato. Las islas no producen muchas cosas. Era fácil distinguir a los turistas porque, cuando el sol empezó a caer irremisiblemente en el mar, se trasladaron a estribor apuntando los objetivos de sus cámaras hacia él. El ferry fue sorteando lentamente los desperdigados islotes y, tras superarlos, pareció salir a mar abierto. Una sensación desagradable, unos instantes de pánico sin importancia.
Encontraron sin dificultad su hostal; se llamaba Poseidón. El propietario, Branko, con barba y una camiseta con una concha estampada, insistió en que lo tutearan y, dando a Kunicki palmaditas cómplices en la espalda, los condujo al primer piso de la angosta casa de piedra construida sobre el mismísimo mar, donde, orgulloso, les mostró el apartamento. Disponían de dos dormitorios y una pequeña cocina rinconera amueblada con los tradicionales armarios de conglomerado de madera laminada. Las ventanas daban directamente a la playa y a mar abierto. Bajo una de ellas acababa de florecer un agave: la flor, en su fuerte tallo, se elevaba triunfalmente sobre el agua.
Saca el mapa de la isla y estudia las posibilidades. Quizá ella se ha desorientado y ha salido en otro lugar de la carretera. Seguramente estará ahí, puede que pare un coche y se dirija… ¿hacia dónde? Advierte en el mapa que la carretera dibuja una línea sinuosa por toda la isla y que se la puede recorrer en circunvalación sin descender en ningún momento hasta el mar. Así es como visitaron Vis hace unos días. Deja el mapa en el asiento de ella, sobre su bolso, y arranca. Conduce despacio, buscándolos con la vista entre los olivos. Pero al cabo de un kilómetro el paisaje cambia: sustituyen al olivar rocosas tierras baldías cubiertas de hierba seca y zarzamoras. Las blancas piedras calizas parecen enormes dientes perdidos por un ser salvaje. Tras recorrer varios kilómetros, da media vuelta. A la derecha, ante sus ojos se extienden viñedos de un verde deslumbrante, salpicados aquí y allá por pequeños cobertizos de piedra para guardar herramientas: vacíos y lóbregos. En el mejor de los casos se ha perdido, pero… ¿y si se ha desmayado, ella o el pequeño? Hace tanto calor, tanto bochorno… A lo mejor necesitan auxilio inmediato, mientras que él, en vez de hacer algo, da vueltas por la carretera. Pues sí, solo un idiota como él puede tardar tanto en darse cuenta. Su corazón empieza a latir con más fuerza. ¿Y si ha sufrido una insolación? ¿O se ha roto una pierna?
Regresa y pega varios bocinazos. A su lado pasan dos coches alemanes. Calcula el tiempo: ha pasado hora y media, lo que significa que el ferry ya ha zarpado. El imponente barco blanco ha engullido los coches, ha cerrado las puertas y se ha echado a la mar. Con cada minuto que pasa, los separan extensiones cada vez más vastas de un mar indiferente. Kunicki tiene un mal presentimiento que le deja la lengua seca, un presentimiento de algo relacionado con la basura junto a la carretera, con las moscas y los excrementos humanos. Ha comprendido. No están. Han desaparecido los dos. Sabe que no los encontrará entre los olivos, pero aun así toma el seco sendero y lo recorre llamándolos a gritos, aunque ya sin esperanza de que le contesten.
Es la hora de la siesta, la pequeña ciudad está casi desierta. En la playa, justo al lado de la carretera, tres mujeres hacen volar una cometa azul. Las distingue perfectamente mientras aparca. Una de ellas lleva pantalones de color crema claro que ciñen sus rollizas nalgas.
Encuentra a Branko sentado en una mesa de un pequeño café. En compañía de dos hombres. Beben pelinkovac con hielo como si fuera whisky. Branko, sorprendido, sonríe al verlo.
—¿Has olvidado algo? —pregunta.
Le acercan una silla, pero no se sienta. Quiere contarlo todo por orden, pasa al inglés al tiempo que en otra parte de la cabeza, como si se tratara de una película, se pregunta qué se hace en tales situaciones. Dice que Jagoda y el pequeño han desaparecido, y precisa dónde y cuándo. Los ha buscado y no los ha encontrado. Branko entonces le pregunta:
—¿Os habéis peleado?
Responde que no, sin faltar a la verdad. Los otros dos hombres apuran sus copas de pelinkovac. A él también le gustaría tomar un trago. Siente en la boca ese sabor agridulce que tiene el licor. Branko, con parsimonia, recoge de la mesa el paquete de tabaco y el mechero. Los otros también se levantan, a regañadientes, como si se concentraran antes de entrar en combate, o tal vez, simplemente, porque preferirían seguir disfrutando de la sombra del toldo. Irán todos con él, pero Kunicki insiste en que primero hay que avisar a la policía. Branko vacila. Vetas canosas entreveran su negra barba. En su camiseta amarilla destaca, en rojo, el dibujo de una concha con la palabra Shell.
—¿Y si ha bajado hasta el mar?
Puede ser. Quedan en lo siguiente: Branko y Kunicki irán a aquel lugar, y los otros dos, al puesto de policía, desde donde telefonearán a Vis. Branko explica que Komiža cuenta con un solo agente, que la verdadera comisaría está en Vis. Sobre la mesa quedan las copas con el hielo derritiéndose.
Kunicki reconoce enseguida la pequeña entrada al borde de la carretera donde ha permanecido aparcado. Le parece que han transcurrido siglos desde entonces, ahora el tiempo corre de otra manera, espeso y acre, compuesto por secuencias. El sol asoma entre las blancas nubes, de pronto hace mucho calor.
—Toca el claxon —dice Branko, y Kunicki obedece.
El sonido es prolongado y lastimero como una voz animal. Al cesar se diluye en vagos ecos de cigarras.
Se internan en la espesura entre los olivos, llamándose de vez en cuando. Se vuelven a encontrar junto al viñedo y, tras intercambiar unas palabras, deciden inspeccionarlo de punta a punta. Avanzan por las sombreadas hileras, llamando a la mujer desaparecida: «¡Jagoda, Jagoda!». Kunicki se percata del significado de este nombre, arándano, ya se le había olvidado, y de pronto cree estar participando en un rito ancestral, borroso y grotesco. De los arbustos penden carnosas bayas violeta oscuro, perversos pezones multiplicados, mientras él deambula por los frondosos laberintos gritando: «Jagoda, Jagoda». ¿A quién se dirige? ¿A quién está buscando?
Tiene que detenerse unos segundos al notar un pinchazo en el costado; se dobla en dos entre las hileras de las plantas. Sumerge la cabeza en la umbría frescura, la voz de Branko, amortiguada por el follaje, ya no le llega, y Kunicki solo oye el zumbido de las moscas, la familiar textura del silencio.
Tras un viñedo empieza otro, separado tan solo por un angosto sendero. Se detienen y Branko habla por el móvil. Repite las palabras žena y dijete, «esposa» e «hijo», las únicas que Kunicki es capaz de entender en croata. El sol, ya de color naranja, enorme e hinchado, se debilita a ojos vistas. Pronto podrán mirarlo a la cara. Los viñedos adquieren a su vez un intenso verde oscuro. Dos figuras humanas están en medio de ese verde mar a rayas, impotentes.
Al anochecer, en la carretera hay ya algunos vehículos y un grupo de hombres. Kunicki, en el coche en que pone Policija, con ayuda de Branko contesta unas preguntas que le resultan caóticas, formuladas por un policía fornido y bañado en sudor. Habla en un inglés básico. «We stopped. She went out with the child. They went right, here», y señala con la mano. «I was waiting, let’s say, fifteen minutes. Then I decided to go and look for them. I couldn’t find them. I didn’t know what had happened». Le ofrecen agua mineral recalentada, la bebe con avidez. «They are lost». Y repite: «lost». El policía marca un número en su móvil. «It is impossible to be lost here, my friend», le dice mientras espera a que le contesten. A Kunicki le llama mucho la atención ese «my friend». Luego se oye un walkie-talkie. Pasará aún una hora antes de que formen filas irregulares para emprender una batida por la isla.
En este lapso de tiempo, el hinchado sol desciende sobre los viñedos; para cuando alcancen la cima, ya tocará el mar. Lo quieran o no, asisten a esa puesta de sol operísticamente prolongada. Finalmente encienden las linternas. Ya a oscuras, bajan hasta el abrupto acantilado desde donde ven muchas pequeñas calas. Inspeccionan dos de ellas; en cada una hay una casita de piedra en la que se alojan esos turistas excéntricos que reniegan de los hoteles y prefieren pagar más por no tener agua corriente ni luz eléctrica. Cocinan en fogones de piedra u hornillos de butano. Pescan peces que del agua pasan directamente a la parrilla. No, nadie ha visto a una mujer con un niño. Se disponen a cenar; aparecen en las mesas pan, quesos, aceitunas y esos pobres pescaditos que esa misma tarde vivían absortos en sus frívolas ocupaciones marinas. De vez en cuando Branko llama al hotel de Komiža; se lo pide Kunicki porque cree que ella, después de perderse, habrá logrado llegar hasta allí por otro camino. Pero después de cada llamada, Branko se limita a darle unas palmaditas en la espalda.
Alrededor de la medianoche resulta que el grupo de hombres ha menguado, pero entre los que quedan están los dos que Kunicki vio en la mesa del café en Komiža. Ahora, al despedirse, hacen las presentaciones: Drago y Roman. Juntos se dirigen al coche. Kunicki les está muy agradecido por la ayuda, pero no sabe cómo se dice «gracias» en croata; debe de parecerse al polaco «dziękuję», algo así como «diákuyu» o «diákuye» o una cosa por el estilo. En realidad, con un poco de buena voluntad, podrían crear una versión eslava de koiné, un conjunto de palabras parecidas y prácticas para comunicarse sin necesidad de la gramática, en vez de recurrir a una versión sosa y simplona del inglés.
En plena noche un bote atraca frente a su casa. Deben evacuar la zona, es una inundación. El agua alcanza ya el primer piso de los edificios. En la cocina se cuela por las juntas entre los azulejos y sale con cálidos chorritos de los enchufes. Los libros se han hinchado por la humedad. Abre uno y constata que las letras se corren como el maquillaje, dejando manchas en las páginas en blanco. Resulta que todo el mundo ha salido ya en el bote anterior; solo queda él.
Entre sueños oye las gotas de agua que caen perezosamente del cielo y que al cabo de un instante se convertirán en un breve y violento aguacero.
Agua II
—Tampoco es que sea tan grande la isla —dice por la mañana Djurdżica, la mujer de Branko, al tiempo que le sirve un café bien cargado.
Se lo repiten todos como un mantra. Kunicki comprende lo que intentan decirle, él mismo sabe que la isla es demasiado pequeña como para perderse en ella. A lo largo de sus poco más de diez kilómetros, tiene solo dos ciudades dignas de tal nombre: Vis y Komiža. Es posible registrarla a conciencia, centímetro a centímetro, como un cajón. Y los habitantes de ambas localidades se conocen bien. Las noches son cálidas, los campos están cubiertos de viñedos y los higos ya casi maduros. Aunque se hubieran perdido, nada malo les podría pasar, no iban a morir de hambre ni de frío, ni tampoco devorados por fieras salvajes. Pasarían la cálida noche tumbados sobre la hierba abrasada por el sol, bajo un olivo, acunados por el soñoliento susurro del mar. No más de tres o cuatro kilómetros separan cualquier lugar de la carretera. En los campos hay casitas de piedra con barriles y prensas de vino, algunas provistas de víveres y velas. Desayunarán un jugoso racimo de uva o compartirán el desayuno habitual de los veraneantes de las calas.
Bajan hasta el hotel, donde los espera un policía, pero no el mismo, uno más joven. Por un momento Kunicki alberga la esperanza de oír buenas noticias, pero este le pide el pasaporte. Copia concienzudamente los datos y anuncia que buscarán también en tierra firme, en Split. Y en las islas vecinas.
—Es posible que caminara hacia el ferry por la orilla —explica.
—No llevaba dinero. No money. Está todo aquí. —Y Kunicki muestra el bolso del que saca un monedero, rojo y bordado con pequeñas cuentas. Lo abre y se lo enseña al policía, que se encoge de hombros y copia la dirección polaca.
—¿Cuántos años tiene el niño?
Kunicki contesta que tres.
Conducen por la serpenteante carretera de vuelta al mismo lugar, el día promete ser despejado y tórrido, sobrexpuesto a la luz como una película sacada del carrete. A mediodía todas las imágenes habrán desaparecido. Kunicki piensa en la posibilidad de escrutarlo todo desde lo alto, desde un helicóptero, al fin y al cabo la isla está casi desnuda. También piensa en los chips, en que se los injertan a los animales, a las aves migratorias, cigüeñas y grullas, y ya no quedan para las personas. Todo el mundo debería llevar uno, por su propia seguridad. Posibilitaría el rastreo en internet de todo movimiento humano: caminos, lugares donde la gente descansa y donde se pierde. ¡Cuántas vidas podrían salvarse! Cree estar viendo la imagen en la pantalla de un ordenador: líneas de colores correspondientes a cada individuo, huellas y señales constantes. Círculos y elipses, laberintos. Quizá también ochos sin acabar, quizá espirales malogradas, abruptamente truncadas.
Hay un perro pastor de color negro; le dan a oler un jersey de ella desde el asiento de atrás. El perro olfatea los alrededores del coche y luego se interna entre los olivos por el sendero. Kunicki siente una súbita inyección de energía, pronto se aclarará todo. Corren tras el perro, que se detiene en el sitio donde habrán hecho sus necesidades, pese a que no se distingue huella alguna. Se le ve muy satisfecho de sí mismo, pero, querido pastor, no has hecho más que empezar. ¿Dónde están, adónde se fueron? El perro no entiende qué más esperan de él, pero retoma la marcha, a regañadientes, en dirección opuesta, alejándose de los viñedos a lo largo de la carretera.
Así que caminó a lo largo de la carretera, piensa Kunicki, seguramente se equivocó. Pudo salir más adelante y haberlo esperado a unos cientos de metros. Pero ¿no oyó el claxon? ¿Y después? Quizá los recogió alguien, pero teniendo en cuenta que no los han encontrado, ¿dónde puede haberlos llevado ese alguien? Alguien. Una figura vaga, difusa, ancha de hombros. Cogote recio. Un secuestro. ¿Los habrá noqueado y metido en el maletero? Después los habrá trasladado a tierra firme en el ferry, podrían estar en Zagreb o en Múnich o en cualquier otra parte. ¿Y cómo pudo cruzar la frontera con dos cuerpos inconscientes?
Sin embargo, el perro no tarda en torcer hacia un barranco que va en diagonal a la carretera, una brecha larga y pedregosa que desciende sorteando las piedras. Al fondo se extiende un pequeño viñedo descuidado donde hay una casa de piedra, parecida a un quiosco, con techo de hojalata ondulada llena de herrumbre. Ante la puerta hay un montoncito de tallos de vid secos, reunidos probablemente para ser quemados. El perro describe círculos concéntricos alrededor de la casa y acaba regresando siempre a la puerta. Sin embargo, constatan con sorpresa que la puerta está cerrada con candado. Habrá sido el viento el que ha acumulado las ramitas en el umbral. Resulta evidente que nadie ha podido entrar por ahí. El policía mira al interior a través de los cristales sucios, después empieza a tirar de la ventana, cada vez más fuerte, hasta que la arranca. Entonces se asoman y les golpea un persistente olor a cerrado y a mar.
El walkie-talkie crepita, el perro bebe agua y recibe nueva orden de oler el jersey. Da tres vueltas a la casa, regresa a la carretera y, tras dudar un rato, la recorre en dirección a unas rocas prácticamente desnudas, apenas cubiertas de hierba seca en muy contados lugares. Desde el acantilado se ve el mar. Todos los del grupo de búsqueda están allí, de cara al agua.
El perro pierde el rastro, da media vuelta, finalmente se tumba en medio del sendero.
—To je zato jer je po noći padala kiša —dice alguien en croata, y Kunicki entiende perfectamente que habla de la lluvia de anoche.
Viene Branko y se lo lleva a comer. La policía se queda allí mientras ellos dos van a Komiža. Casi no hablan. Kunicki intuye que Branko seguramente no sabe qué decirle, y más aún en una lengua extranjera, en inglés. De acuerdo, que no diga nada. Piden pescado frito en un restaurante a orillas del mar; de hecho ni siquiera es un restaurante, sino la cocina de unos amigos de Branko. Todos lo son aquí, incluso tienen un aire de familia, rasgos afilados, caras curtidas por el viento, una tribu de lobos de mar. Branko le sirve una copa de vino e insiste en que se la beba. Apura la suya de un trago. No acepta dinero para pagar la cuenta. Recibe una llamada.
—They manage to get a helicopter, an airplane. Police —dice.
Elaboran un plan de expedición bordeando la costa, con la barca de Branko. Kunicki telefonea a Polonia, a casa de sus padres, oye la familiar voz ronca de su padre, le dice que deben quedarse tres días más. No le cuenta la verdad. Todo va bien, sencillamente deben quedarse. También llama al trabajo, dice que le ha surgido un pequeño problema y pide tres días más de vacaciones. No sabe por qué dice «tres días».
Espera a Branko en el embarcadero. Este aparece otra vez con su camiseta con una concha estampada, pero es una camiseta nueva, limpia, fresca, debe de tener para dar y regalar. Entre las barcas amarradas encuentran un pequeño bote de pesca. Unas letras azules torpemente escritas en el borde pregonan su nombre: Neptuno. En ese momento Kunicki recuerda que el ferry que los trajo se llamaba Poseidón, al igual que muchos bares, tiendas y barcas. Poseidón o Neptuno, nombres que el mar expele como conchas. Sería interesante averiguar cómo se compran los derechos de autor a un dios. ¿Con qué se le paga?
Se acomodan en el bote. Pequeño y estrecho, es más bien una barca a motor con una minúscula cabina de madera, de tablones toscamente armados. Branko guarda en ella botellas de agua, llenas y vacías. Algunas contienen vino de su propio viñedo, blanco, bueno, fuerte. Todos tienen aquí su propio viñedo y hacen su propio vino. Branko saca de allí un motor y lo fija en la popa. Arranca al tercer intento. A partir de entonces hay que gritar para oírse. El ruido es espantoso, pero al cabo de un rato el cerebro se acostumbra a él como a la gruesa ropa de invierno que separa el cuerpo del resto del mundo. Poco a poco el ruido se impone a la vista de la bahía, cada vez más pequeña, y del puerto. Kunicki divisa la casa en la que se alojaban, incluso las ventanas de la cocina y la flor de agave disparándose hacia lo alto desesperadamente, como un fuego artificial petrificado, una eyaculación triunfante.
Todo disminuye y se funde ante sus ojos: las casas en una oscura línea irregular, el puerto en una caótica mancha blanca entreverada por las rayas de los mástiles; sobre la ciudad, a su vez, emergen las montañas, desnudas, grises, salpicadas aquí y allá por el verdor de los viñedos. No paran de crecer, ya son enormes. Desde su interior, desde la carretera, la isla parecía pequeña, ahora exhibe su poderío: un macizo de rocas formando un cono monumental, un puño que sobresale del agua.
Al virar a babor dejando atrás la bahía y adentrarse en mar abierto, la costa de la isla parece escarpada y amenazadora.
A consecuencia de la maniobra las blancas crestas de las olas golpean las rocas y los pájaros se asustan por la presencia del bote. Cuando vuelven a arrancar el motor, los pájaros desaparecen. Y aún hay más: la línea vertical de un avión que va rumbo al sur y parte el cielo en dos.
Reemprenden la marcha. Branko enciende un par de cigarrillos y ofrece uno a Kunicki. Resulta difícil fumar: gotas minúsculas salpican desde debajo de la proa alcanzándolo todo.
—Mira el agua —grita Branko—, cualquier movimiento.
Al aproximarse a una bahía con una gruta, ven un helicóptero. Vuela en sentido contrario. Branko se pone en pie en medio del bote y hace señales. Kunicki mira el artefacto, casi feliz. La isla no es grande, piensa por centésima vez, nada puede escapar a la mirada de esa libélula mecánica que vuela alto, todo se verá claro y cristalino.
—Pongamos rumbo al Poseidón —grita a Branko, pero este se muestra reticente.
—Por allí no se puede pasar —grita a su vez como respuesta.
Sin embargo, el bote vira y aminora la marcha. Se mete entre las rocas con el motor apagado.
Esta parte de la isla también debe de llamarse Poseidón, como todo lo demás, piensa Kunicki. El bueno del dios se ha construido aquí sus propias catedrales: naves, cuevas, columnas y coros. Las líneas son imprevisibles, el ritmo falso y desacompasado. La humedad da brillo a las negras rocas ígneas, como forradas con un oscuro y raro metal. Ahora, al anochecer, estas construcciones resultan tristísimas, la quintaesencia del abandono, nadie ha rezado nunca aquí. Kunicki tiene de pronto la sensación de encontrarse ante prototipos de los templos creados por el hombre, de que los grupos de turistas deberían ser traídos aquí antes de visitar Reims o Chartres. Quiere compartir con Branko este descubrimiento, pero hay demasiado ruido como para poder hablar. Ven otro bote, más grande, donde pone Policie. Split. Sigue la línea de la escarpada costa. Los botes se aproximan y Branko se pone a hablar con los policías. No hay ni rastro, nada. Al menos eso imagina Kunicki, pues el estruendo del motor ahoga la conversación. Deben de entenderse leyendo los labios e interpretándolo todo por la manera suave e impotente de encogerse de hombros que no casa con sus camisas blancas con chatarreras de uniforme policial. Indican que hay que volver porque pronto se hará de noche. Es lo único que oye Kunicki: «Volved». Branko pisa el acelerador, emitiendo un ruido que suena como una explosión. El agua se contrae levantando olas minúsculas como escalofríos.
Llegar ahora a la isla resulta muy distinto que hacerlo de día. Primero ven luces centelleantes que por momentos se separan formando hileras. Crecen sumidas en una oscuridad cada vez más profunda, se independizan y diferencian: las luces de los yates amarrados junto al muelle en nada se parecen a las que se filtran por las ventanas de las casas; las que iluminan los rótulos de los comercios en nada se parecen a los movedizos faros de los coches. La imagen segura de un mundo domesticado.
Finalmente Branko apaga el motor y el bote alcanza la orilla. De repente, los bajos rozan terreno pedregoso: han llegado a la pequeña playa municipal, justo enfrente del hotel, lejos del embarcadero. Kunicki adivina el porqué. Al lado de la rampa, en el límite mismo de la playa, ve un coche de policía, dos hombres con camisas blancas que evidentemente los están esperando.
—Me parece que quieren hablar contigo —dice Branko mientras amarra el bote. Kunicki por poco se desmaya, tiene miedo de lo que quizá esté a punto de oír. Que han encontrado sus cuerpos. Eso es lo que le da miedo. Se acerca a ellos, las rodillas le tiemblan.
Gracias a Dios, se trata de un simple interrogatorio. No, no hay ninguna novedad. Pero ha pasado tanto tiempo que el asunto se ha vuelto serio. Lo llevan a la comisaría de Vis por la misma carretera, la única que hay en la isla. Ha oscurecido ya del todo, pero por lo visto conocen bien el camino, pues no aminoran la marcha ni siquiera en las curvas cerradas. No tardan en dejar atrás el lugar fatídico.
En la comisaría lo esperan personas nuevas. Un traductor alto y apuesto que habla un polaco que, seamos sinceros, deja bastante que desear —lo han traído expresamente desde Split—, y un oficial. Indiferentes, le hacen preguntas de rutina. Empieza a darse cuenta de que se ha convertido en sospechoso.
Lo devuelven al hotel. Baja del coche y hace ademán de entrar. Pero solo lo finge. Aguarda en un oscuro pasillo a que se marchen, a que cese el ruido del motor, y luego sale a la calle. Se encamina hacia donde se concentran más luces, al bulevar junto al embarcadero donde están todos los bares y restaurantes. Pero es tarde y a pesar de ser viernes ya no hay aglomeraciones; debe de ser la una o las dos de la madrugada. Entre los escasos clientes en las mesas busca con la vista a Branko, pero no lo ve, no divisa su conocida camiseta con una concha. Hay unos italianos, toda una familia, están acabando de cenar, también ve a dos personas mayores, sorben algo con una pajita mientras observan a la ruidosa familia italiana. Dos mujeres rubias, en actitud de íntima complicidad, los hombros tocándose, absortas en su conversación. Hay algunos lugareños, pescadores, otra pareja. Nadie le presta atención, qué alivio… Camina por el límite de la sombra, casi tocando el agua, percibe el olor a pescado y la cálida y salada brisa del mar. Le entran ganas de dar media vuelta y subir por una de las empinadas callejuelas en dirección a la casa de Branko, pero no se atreve, ya deben de estar dormidos. Así que se sienta en una pequeña mesa al borde de una terraza. El camarero lo ignora.
Observa a los hombres que llegan a la mesa de al lado. Se sientan y acercan otra silla. Son cinco. Antes de que venga el camarero, antes de pedir bebidas, reina entre ellos una intangible complicidad.
De distintas edades, dos lucen una barba tupida, pero toda diferencia pasa inadvertida una vez formado el círculo que, queriéndolo o no, han creado. Hablan, aunque no importa lo que dicen: podría pensarse que se preparan para cantar a coro, que prueban la voz. El círculo se llena de risas: los chistes, aun los más trillados, son pertinentes, incluso deseables. Una risa que susurra, vibrante, conquista el espacio y acalla a las turistas de la mesa vecina, dos mujeres de mediana edad, consternadas. Atrae miradas curiosas.
Preparan al público. La entrada del camarero con una bandeja de bebidas se convierte en una obertura, y el joven camarero en un maestro de ceremonias que, inconsciente de su papel, anuncia un baile o una ópera. Al verlo se animan, una mano le indica dónde ponerlas: aquí. Breves momentos de silencio, y los bordes de cristal alcanzan sus labios. Algunos de ellos, los más impacientes, no consiguen evitar cerrar los ojos, igual que en la iglesia cuando el cura, solemne, deposita en la lengua extendida una oblea blanca. El mundo está listo para dar un vuelco: solo en apariencia el suelo sigue bajo los pies y el techo sobre la cabeza, el cuerpo ya no pertenece exclusivamente a cada uno, sino que forma parte de una cadena viva, el eslabón de un círculo que ha cobrado vida. Ahora igual, vasos viajando hasta los labios, casi no se percibe el instante mismo de vaciarlos, es un momento de máxima concentración, de efímera seriedad. Estarán a partir de ahora aferrados a ellos: a los vasos. Los cuerpos sentados a la mesa empezarán a dibujar sus círculos, las coronillas marcarán en el aire los suyos, al principio pequeños, mayores después. Se superpondrán, dibujando nuevos arcos. Al final se levantarán las manos, primero probarán su fuerza en el aire, gesticulando para ilustrar las palabras, luego caerán sobre los hombros de los compañeros, sobre nucas y espaldas, propinando golpecitos de apoyo. En esencia, gestos de amor. La confraternización de manos y espaldas no resulta inoportuna, es un baile.
Kunicki lo contempla con envidia. Le gustaría salir de la sombra y unirse al grupo. Desconoce esa intensidad. Él pertenece al norte, donde los hombres se comportan con mayor timidez. Pero en el sur, donde el sol y el vino dan al cuerpo espontaneidad sin retraimiento, ese baile cobra absoluta realidad. Solo al cabo de una hora se desploma el primer cuerpo sobre el respaldo de la silla.
La cálida brisa nocturna lo empuja hacia las mesas posándole su pata en la espalda, insistiéndole: «Venga, hombre, ven». Quisiera unirse a ellos, vayan a donde vayan. Quisiera que lo llevaran con ellos.
Regresa a su hotelito por el costado no iluminado del bulevar, cuidándose mucho de no cruzar el límite de la sombra. Antes de entrar en la estrecha y asfixiante escalera, toma una bocanada de aire y se queda quieto un rato. Luego sube la escalera, tanteando los peldaños en la oscuridad, y enseguida cae desplomado en la cama, sin quitarse la ropa, boca abajo, con los brazos extendidos hacia los lados, como si alguien le hubiera pegado un tiro en la espalda y él contemplase esa bala durante unos instantes y luego se muriera.
Se levanta a las pocas horas, dos o tres, pues todavía está oscuro. Y baja a tientas hasta el coche. La alarma chasquea, el coche, lleno de añoranza, parpadea con guiños cómplices. Kunicki descarga el equipaje, todo, sin orden ni concierto. Sube los bártulos escaleras arriba y los arroja al suelo de la cocina y de la habitación. Dos maletas y un sinfín de hatillos, bolsas, cestas, también la de las provisiones para el viaje, un juego de aletas en su saco de plástico, las caretas de buceo, el parasol, las esterillas de playa y la caja de vino que compraron en la isla, así como el ajvar, ese condimento de pimientos rojos que tanto les había gustado, y unos tarros de aceitunas. Enciende las luces y se sienta en medio de todo este desorden. Después coge el bolso de ella y vacía suavemente su contenido sobre la mesa de la cocina. Se sienta y posa la mirada en el patético montoncito de objetos como si se tratase de un complicado juego de palillos chinos y le tocara a él hacer la siguiente jugada: extraer uno sin mover ningún otro. Tras vacilar un instante elige la barra de labios y desenrosca la tapa. De color rojo oscuro, casi nueva, apenas la había usado. Se la lleva a la nariz. Huele bien, es difícil decir a qué. Se arma de valor, va cogiendo uno a uno los demás objetos y los deposita por separado sobre la mesa. El pasaporte: viejo, con tapas azules, en la foto está bastante más joven, lleva una melena larga y suelta, con flequillo. Su firma en la última página aparece borrosa, por eso a menudo la retienen en las fronteras. El pequeño bloc de notas negro, con cierre de goma. Lo abre y lo hojea: unos apuntes, el dibujo de una chaqueta, una columna de cifras, la tarjeta de un bistró del balneario de Polanica, un número de teléfono al dorso, un mechón de pelo, oscuro, ni mechón siquiera, tan solo unas docenas de cabellos sueltos. Lo deja a un lado. Ya lo examinará más adelante. El estuche de maquillaje hecho de tela exótica hindú, en el interior: un perfilador de ojos verde oscuro, una polvera (sin apenas polvos), un rímel verde con cepillo en espiral, un sacapuntas de plástico, brillo de labios, unas pinzas, una cadenita ennegrecida rota. También encuentra una entrada del museo de Trogir con una palabra extranjera escrita al dorso; acerca a los ojos el pedazo de papel y lee con dificultad: καιρóς, debe de leerse K-A-I-R-Ó-S, pero no está seguro, la palabra no le dice nada. Y mucha arena en el fondo.
El móvil, casi descargado. Comprueba el registro de llamadas recientes; se repite su propio número, pero también hay otros, dos o tres, no le dicen nada. «Mensajes recibidos», solo uno, de él, cuando se perdieron en Trogir: Estoy junto a la fuente de la plaza principal. «Mensajes enviados»: vacío. Vuelve al menú principal, en pantalla la iluminada aparece un dibujo, al cabo de unos instantes se apaga.
Un paquete de pañuelos de papel, abierto. Un lápiz, dos bolígrafos, uno es un Bic naranja, el otro lleva escrito «Hotel Mercure». Calderilla, céntimos de zloty y de euro. Un monedero, con billetes croatas, poca cosa, y diez zlotys polacos. La tarjeta Visa. Un paquete de pósits naranja, manchado. Un alfiler de cobre con un grabado antiguo, parece roto. Dos caramelos Kopiko. La cámara de fotos, digital, en su estuche negro. Un clavo. Un clip blanco. Un envoltorio de chicle, dorado. Migas. Arena.
Coloca todo esto cuidadosamente sobre la encimera negra mate, cada cosa equidistante de la siguiente. Se acerca al grifo, bebe agua. Vuelve a la mesa y enciende un cigarrillo. Después saca fotos con la cámara de ella, objeto a objeto. Los fotografía despacio, con solemnidad, el zoom al máximo, el flash puesto. Solo lamenta que esta pequeña cámara no pueda fotografiarse a sí misma. También ella es una prueba en todo este asunto. A continuación va a la entrada, donde están las bolsas y las maletas, y toma una instantánea de cada una de ellas. Sin embargo, no se detiene ahí, deshace las maletas y se pone a fotografiar cada prenda, cada par de zapatos, cada tubo de crema y el libro. Los juguetes del niño. Incluso saca de una bolsa de plástico la ropa sucia y a ese montoncito informe también le hace una foto.
Encuentra una botellita de rakia, se la bebe de un trago, sin soltar la cámara, y toma una instantánea de la botella vacía.
Ya se ha hecho de día cuando conduce en dirección a Vis. Lleva los bocadillos, resecos, que ella había preparado para el camino. Con el calor, la mantequilla se ha derretido, empapando las rebanadas de pan con una fina y reluciente capa de grasa, el queso está duro y medio transparente, parece plástico. Se come un par al abandonar Komiža, se limpia las manos en el pantalón. Conduce despacio, con cuidado, mirando a los lados, a todo lo que ve al pasar, consciente de que lleva alcohol en la sangre. Pero se siente fuerte e infalible como una máquina. No mira hacia atrás, aunque sabe que allí, a sus espaldas, el mar crece metro a metro. La limpidez del aire permitiría seguramente divisar la costa italiana desde lo alto. De momento se para en el arcén y examina con la mirada todo lo que hay a su alrededor, cada pedacito de papel, cada desperdicio. También tiene los prismáticos de Branko, los usa para observar las laderas. Ve los pedregosos declives cubiertos por un fino colchón grisáceo de hierba reseca, ve los inmortales arbustos de zarzamoras oscurecidos por el sol, aferrándose a las piedras con sus largos brotes. Miserables olivos asilvestrados de tronco retorcido, pequeñas tapias de piedra vestigio de viñedos abandonados.
Al cabo de más o menos una hora, despacio, como un coche patrulla de la policía, empieza a adentrarse en Vis. Pasa junto a un supermercado, hace la compra, vino sobre todo, y en un momento se planta en la ciudad.
El ferry ya ha atracado en el muelle. Es inmenso, enorme como un edificio, un bloque flotante. Poseidón. Su portalón ya está abierto, ya hay formada una cola de coches y gente medio dormida para alimentar sus fauces. Enseguida empezará el embarque. Kunicki se detiene junto a la barandilla y observa el grupo de personas que están comprando billetes. Algunas cargan con mochilas, entre ellas una preciosa muchacha tocada con un turbante multicolor; la mira, no puede quitarle los ojos de encima. Junto a esta beldad, un muchacho alto de tipo escandinavo.
Hay mujeres con niños, supone que del lugar, sin equipaje, un hombre trajeado, con un maletín. También una pareja: ella, acurrucada contra el pecho de él, tiene los ojos cerrados, como si quisiera completar el sueño de una noche demasiado corta. Y varios coches, uno cargado hasta los topes, con matrícula alemana, dos italianos… Y unas furgonetas locales que van a buscar pan, verduras, el correo. La isla debe subsistir. Kunicki, con disimulo, echa un vistazo al interior de los coches.
Por fin la cola se mueve, el ferry engulle a personas y vehículos, nadie protesta, avanzan como borregos. Todavía llegan unos moteros franceses, son los cinco últimos, y también desaparecen dócilmente en las fauces del Poseidón.
Kunicki espera a que el portalón se cierre con su chirrido metálico. El taquillero cierra de golpe la ventanilla y sale a fumarse un cigarrillo. Los dos son testigos de cómo el ferry, con un escándalo repentino, se aleja de la orilla.
Le dice que está buscando a una mujer con un niño, saca del bolsillo el pasaporte de ella y se lo planta delante de las narices.
El taquillero se inclina para examinar la foto del pasaporte. Dice en croata algo así como:
—La policía ya ha preguntado por ella. Nadie la ha visto por aquí. —Da una calada y añade—: No es una isla grande, alguien se acordaría.
De pronto le da una palmada en el hombro, como si se conocieran de toda la vida.
—¿Un café? ¿Te apetece? —Y señala con la cabeza el cafetín del puerto que abre en ese justo momento.
Pues sí, un café, ¿por qué no?
Kunicki toma asiento en una mesita y el otro viene enseguida con sendos expresos dobles. Beben en silencio.
—No te preocupes —dice el taquillero—. Aquí es imposible perderse. Aquí estamos todos siempre a la vista, como expuestos en la palma de una mano abierta —dice, y le muestra la palma de la mano, surcada por varias líneas gruesas. Después le trae un panecillo con carne y lechuga. Finalmente se va, dejando a Kunicki con el café a medio tomar. Cuando desaparece, un breve sollozo lo sacude; es como un bocado de pan, así que se lo traga. No sabe a nada.
No logra evitar la sensación de estar expuesto en la palma de una mano. Para ser visto. ¿Por quién? ¿Quién querrá observar a todo el mundo, esa isla en medio del mar, esos hilos de caminos asfaltados que van de un puerto a otro puerto, a varios miles de personas derretidas por el sol, turistas y lugareños, en constante movimiento? En su cabeza centellean imágenes como captadas por satélite, al parecer se puede leer en ellas lo que pone en una caja de cerillas. ¿Será eso posible? ¿También será visible desde ahí arriba su incipiente calvicie? Un cielo inmenso, templado, poblado por incansables satélites armados con ojos escrutadores.
Regresa al coche atravesando un pequeño cementerio junto a la iglesia. Todas las tumbas miran al mar, como en un anfiteatro, de manera que los muertos observan el ritmo del puerto, lento, repetitivo. Probablemente les alegra el blanco ferry, a lo mejor incluso lo toman por un arcángel que escolta las almas en su aéreo viaje.
Kunicki nota que algunos apellidos se repiten. La gente y los gatos de aquí deben de parecerse: crecen en entornos endogámicos, se mueven en ambientes formados por contadas familias, rara vez salen de ellos. Se detiene una sola vez: al ver una lápida pequeña con apenas dos filas de letras:
Zorka 9-02-21 – 17-02-54
Srečan 29-01-54 – 17-07-54
Durante un rato busca en esas fechas un orden algebraico, parecen una clave. Madre e hijo. Una tragedia encerrada entre dos fechas, desarrollada por etapas. Una carrera de relevos.
Aquí se acaba la ciudad. Está cansado, el calor ha alcanzado su cénit y el sudor le inunda los ojos. Subiendo de nuevo en coche al interior de la isla, constata que el sol pertinaz hace de ella el lugar más inhóspito de la tierra. El calor emite el tictac de una bomba de relojería.
En la comisaría le ofrecen una cerveza bien fresca, como si quisieran ocultar su impotencia bajo la blanca espuma. «No los ha visto nadie», dice un funcionario fornido y, cortésmente, dirige hacia él el ventilador.
—¿Qué hago? —pregunta al policía desde la puerta.
—Debería irse a descansar —responde el policía.
Pero Kunicki se queda en la comisaría y, todo oídos, escucha cada conversación telefónica, cada chasquido de los walkie-talkie, cargado siempre de algún significado oculto, hasta que viene a buscarlo Branko y se lo lleva a comer. Casi no hablan. Después pide que lo dejen en el hotel, se siente débil y se tumba en la cama sin quitarse la ropa. Huele su propio sudor; el repulsivo olor del miedo.
Vestido, permanece tumbado boca arriba entre las cosas que había sacado de las bolsas. Con vista atenta calibra sus constelaciones, sus interrelaciones, las direcciones que señalan y las figuras que forman. Tal vez sea un presagio. Hay en todo ello un mensaje para él, en torno a su mujer y su hijo, pero sobre todo acerca de él mismo. Desconoce esta escritura y estos signos, seguro que no son obra de mano humana. La relación que los une resulta evidente, el mero hecho de que los esté mirando reviste importancia, y el verlos encierra un gran misterio, misterio es que pueda mirar y ver, misterio es que exista.
Tierra
El verano se cerró tras él dando un portazo. Kunicki se va adaptando, cambia las sandalias por unas zapatillas, las bermudas por el pantalón largo, afila los lápices de su escritorio, ordena facturas. El pasado ha dejado de existir, se convierte en retazos de vida: nada que lamentar. Así que eso que siente debe de ser un dolor fantasma, irreal, un dolor de toda forma incompleta, mellada, que por su propia naturaleza tiende a un todo. No hay otra manera de explicarlo.
No logra conciliar el sueño últimamente. Es decir, sí se duerme por la noche, agotado, pero se despierta hacia las tres o cuatro de la madrugada, como tras la gran inundación de hace años. Solo que entonces sabía el porqué de su insomnio: le había asustado el cataclismo. Ahora es distinto, no se ha producido ningún desastre. Sin embargo, se ha abierto un agujero, una interrupción. Kunicki sabe que las palabras podrían recomponerlo; si encontrase un número razonable de palabras sensatas, adecuadas para explicar lo sucedido, del agujero no quedaría ni rastro y él dormiría hasta las ocho. Algunas veces, pocas, le parece oír dentro de su cabeza una o dos palabras pronunciadas en voz alta, lacerantes. Palabras arrancadas tanto de la noche de insomnio como del frenesí del día. Algo chispea en las neuronas, impulsos saltando de un lugar a otro. ¿No es eso lo propio del proceso de pensar?
Se trata de espectros prêt-à-porter apostados a las puertas de la razón, fabricación en serie. No resultan nada aterradores, no son comparables con ningún diluvio bíblico, no encierran escenas dantescas. Se trata simplemente de la terrible inevitabilidad del agua, de su omnipresencia. Impregna las paredes del piso. Kunicki examina con el dedo el enfermo revoque empapado, la pintura húmeda deja huella en su piel. Las manchas trazan en la pared mapas de países que no conoce, que no sabe nombrar. Las gotas se filtran por el marco de las ventanas, se cuelan bajo la alfombra. Clava una alcayata en la pared y verás salir un reguerito, abre un cajón y oirás un chapoteo. Levanta una piedra y me descubrirás a mí, susurra el agua. Chorros incontrolables inundan los teclados, se apaga la pantalla bajo el agua. Kunicki sale corriendo de su bloque de pisos y constata que han desaparecido los cajones de arena para niños y los parterres, el bajo seto vivo ha dejado de existir. Con el agua hasta los tobillos, va hacia su coche, con él intentará salir del barrio y alcanzar un terreno más elevado, pero no le dará tiempo. Resultará que están sitiados, es una ratonera.
Alégrate de que todo haya acabado bien, se dice al levantarse en la oscuridad para ir al cuarto de baño. Claro que me alegro, se contesta. Pero no se alegra. En absoluto. Vuelve a acostarse entre las sábanas aún calientes y permanece tumbado con los ojos abiertos, hasta la mañana. Sus pies, inquietos, se dirigen a alguna parte en un paseo irreal e impedido por los pliegues del edredón, escuecen por dentro. A ratos descabeza un sueñecito del que lo despierta su propio ronquido. Ve clarear el día al otro lado de la ventana, oye el ruido de los basureros y los primeros autobuses; los tranvías salen de sus cocheras. A primera hora de la mañana se pone en movimiento el ascensor, se oyen sus chirridos desesperados, chillidos de una existencia encerrada en un espacio bidimensional, arriba y abajo, nunca en diagonal o a los lados. El mundo sigue adelante, con ese agujero irreparable, lisiado. Cojea.
Kunicki cojea junto con él hacia el cuarto de baño, después, de pie, toma un café junto a la encimera de la cocina. Despierta a su mujer. Medio dormida, desaparece en el baño.
Le ha encontrado una ventaja a su insomnio: escuchar lo que ella pueda decir mientras duerme. Así se desvelan los mayores secretos. Escapándose involuntariamente cual diminutos haces de humo para enseguida desaparecer; hay que atraparlos justo al asomar por la boca. Así que piensa y aguza el oído. Ella duerme boca abajo, silenciosamente, su aliento es apenas perceptible, suspira a veces, pero esos suspiros no contienen palabras. Cuando se da la vuelta para cambiar de lado, su mano busca instintivamente otro cuerpo, intenta abrazarlo, su pierna aterriza en las caderas de él. Por un instante se queda petrificado, pues ¿qué querrá decir? Finalmente concluye que se trata de un movimiento mecánico y se lo consiente.
Aparentemente nada ha cambiado salvo que el sol le ha aclarado el pelo y salpicado con unas cuantas pecas su nariz. Pero al tocarla, al pasar la mano por su espalda desnuda, le parece haber descubierto algo. No acierta a saber qué. Esa piel le opone resistencia, se ha vuelto más dura, más compacta, como una lona.
No puede permitirse nuevas búsquedas, tiene miedo, retira la mano. En un duermevela imagina que su mano da con un terreno ignoto, algo que pasó por alto en los siete años de su matrimonio, algo vergonzoso, un estigma, una tira de piel peluda, una escama de pez, un plumón de pollo, una estructura atípica, una anomalía.
Por eso se aparta hasta el borde de la cama y mira desde ahí esa forma que es su mujer. A la tenue luz del barrio que penetra por la ventana, su cara no es más que un pálido contorno. Se queda dormido con los ojos clavados en esa mancha y ya clarea en el dormitorio cuando despierta. La luz del amanecer, metálica, cubre de ceniza los colores. Por un instante le asalta la estremecedora sensación de que está muerta: ve su cadáver, un cuerpo vacío y reseco del que el alma ha volado tiempo atrás. No le da miedo, solo le sorprende, y acto seguido, a fin de ahuyentar esta imagen, le toca la mejilla. Ella suspira y se vuelve hacia él poniéndole una mano sobre el pecho, el alma regresa. Su respiración recupera el ritmo acompasado, pero él no osa moverse. Espera a que el despertador lo libre de tan incómoda situación.
Le preocupa su propia inacción. ¿No debería apuntar todos estos cambios para no pasar nada por alto? Levantarse en silencio, escurrirse de la cama y en la mesa de la cocina dividir una hoja de papel en dos columnas y escribir: antes y ahora. ¿Qué escribiría? La piel, más áspera: a lo mejor envejece, sin más, o a causa del sol. ¿Camiseta en vez de pijama? A lo mejor los radiadores están regulados a mayor potencia que antes. ¿Su olor? Ha cambiado de crema.
Recuerda el pintalabios que tenía en la isla. ¡Ahora usa otro! El anterior era claro, beis, suave, del color de los labios. Este es rojo intenso, carmesí, no sabe cómo definirlo, nunca ha sido bueno en esto, nunca ha sabido cuál es la diferencia entre rojo y carmesí y ya no digamos púrpura.
Abandona con cuidado las sábanas, toca el suelo con los pies desnudos y, a oscuras, para no despertarla, va al cuarto de baño. Solo en él se deja deslumbrar por su cegadora luz. En el estante de debajo del espejo está su estuche de maquillaje bordado con cuentas. Lo abre con delicadeza para cerciorarse de sus suposiciones. El pintalabios es diferente.
Por la mañana consigue llevar a cabo una actuación perfecta, eso cree: perfecta. Que ha olvidado algo y tiene que quedarse en casa, cinco minutos más.
—Ve sola, no me esperes.
Finge tener prisa por encontrar unos papeles. Ella, mientras tanto, se pone la chaqueta frente al espejo, se envuelve el cuello con una bufanda roja y coge al niño de la mano. La puerta se cierra de golpe. Los oye bajar corriendo la escalera. Se queda inclinado encima de los papeles mientras el eco del portazo resuena repetidas veces en su cabeza como si rebotase un balón, bum, bum, bum, hasta que vuelve el silencio. Respira hondo y se yergue. Silencio. Nota cómo lo envuelve, a partir de este momento se mueve despacio y con precisión. Se dirige al armario, descorre su puerta acristalada y se sitúa frente a los vestidos de ella. Alarga el brazo hacia una blusa blanca, nunca se la ha puesto, es demasiado elegante. La roza con la punta de los dedos, después la toca con toda la mano, que desaparece en sus pliegues de seda. Pero como la blusa no le dice nada, continúa; reconoce un traje chaqueta de cachemira, también casi sin usar, y unos vestidos de verano, así como unas cuantas camisas, una encima de otra; un jersey de invierno, envuelto aún en la bolsa de plástico de la tintorería, y el largo abrigo negro. Tampoco la ha visto a menudo con él puesto. Se le ocurre que esta ropa colgada está ahí para confundirlo, despistarlo, llamarlo a engaño.
Están en la cocina hombro con hombro. Kunicki corta el perejil. No quiere volver a empezar, pero no consigue contenerse. Siente cómo las palabras se le agolpan en la garganta, no se ve capaz de tragarlas. Así que vuelta a empezar:
—Venga, ¿qué pasó?
Ella responde con voz cansada, su tono es de quien repite lo mismo por enésima vez, que él es un pelma y un aburrido:
—Otra vez: me mareé, debí de intoxicarme, ya te lo dije.
Pero él no se rendirá tan fácilmente:
—No te encontrabas mal al salir del coche.
—Es verdad, pero luego me sentí mal, muy mal —repite con sorna—. Creo que por un momento perdí el conocimiento, el pequeño se puso a chillar y sus gritos me hicieron volver en mí. Se asustó y yo también me asusté. Quisimos ir hacia el coche, pero con la confusión tomamos otra dirección.
—¿Qué dirección? ¿Hacia Vis?
—Sí, hacia Vis. No, no sé si hacia Vis, ¿cómo iba a saberlo?, de haberlo sabido habría regresado al coche, te lo dije mil veces —levanta la voz—. Cuando comprendí que me había perdido, nos sentamos en una floresta, el pequeño se durmió y yo seguía mareada…
Kunicki sabe que miente. Sigue cortando el perejil sin levantar la vista de la tabla y dice con voz de ultratumba:
—Por allí no había ninguna floresta.
Y ella casi gritando:
—¡Claro que sí!
—No, había olivos solitarios y viñedos. ¿Qué floresta?
Se hace un silencio. Ella lo interrumpe diciendo en tono mortalmente grave:
—Pues bien. Lo has descubierto todo. Bravo. Se nos llevó un platillo volante, experimentaron con nosotros, nos insertaron chips, mira, aquí. —Y levanta la cabellera enseñando la nuca; su mirada es fría.
Kunicki ignora su sarcasmo.
—De acuerdo, sigue.
Y ella sigue:
—Encontré una casita de piedra. Nos dormimos, se hizo de noche…
—¿Así, de repente? ¿Y en qué se os fue el día? ¿Qué hicisteis?
Ella no hace caso, continúa su relato:
—… Por la mañana nos gustó. Pensé que te preocuparías un poco y te acordarías de nuestra existencia. Una especie de terapia de choque. Comíamos uva y salíamos a nadar…
—¿Tres días sin comer?
—Comíamos uva, te lo acabo de decir.
—¿Y qué bebíais?
Ella tuerce el gesto.
—El agua del mar.
—¿Por qué no me dices simplemente la verdad?
—Esta es la verdad.
Kunicki se esmera en cortar los carnosos tallos.
—Vale, ¿qué pasó después?
—Nada. Finalmente volvimos a la carretera y paramos un coche que nos llevó hasta…
—¡Tres días más tarde!
—¿Y qué?
Él lanza el cuchillo contra el perejil. La tabla cae al suelo.
—¿Te das cuenta del lío que armaste? Te buscaron con un helicóptero. ¡Movilizaste toda la isla!
—Innecesariamente. Que las personas desaparezcan por un tiempo es algo que sucede, ¿no es cierto? No hacía falta desatar el pánico. Digamos que me encontré mal y luego mejoré.
—¿Dónde está mi mujer de siempre? ¿Qué demonios te ocurre? ¿Cómo piensas explicarlo?
—No hay nada que explicar. Te he dicho la verdad, pero tú no quieres escucharla.
Le grita y enseguida, bajando la voz:
—Dime lo que piensas, cómo te imaginas que pasó todo.
Pero él no contesta. Semejante conversación se ha repetido ya varias veces. Y no parece que ninguno de los dos tenga el ánimo para mantener otra.
En ocasiones, ella se apoya en la pared, entorna los ojos y se burla de él:
—Se acercó un autobús lleno de proxenetas y me llevaron a un burdel. Mantenían al pequeño en el balcón a pan y agua. Tuve sesenta clientes en aquellos tres días.
Entonces él se aferra con las manos a la mesa para no golpearla.
Nunca se lo había planteado ni se ha preocupado por no recordar el transcurso de los días uno tras otro. No sabe qué hizo tal o cual lunes, no solo tal o cual, sino el último o el penúltimo. No sabe qué hizo anteayer. Intenta evocar el jueves anterior a que salieran de Vis y… no ve nada. Pero cuando se concentra, los ve caminar por el sendero, oye el crujido de arbustos y hierbajos secos al ser pisados, que la hierba estaba tan reseca que quedaba reducida a polvo bajo sus pies. También recuerda la pequeña tapia baja, pero seguramente tan solo porque allí vieron una serpiente que escapó al verlos. Ella le mandó coger al niño en brazos. Y mientras él lo llevaba cuesta arriba, arrancó algunas hojas de una planta y las restregó entre los dedos. «Ruda», dijo. Entonces es cuando recuerda que toda la isla olía así, precisamente a esa hierba, incluso el rakia, metían en las botellas ramitas enteras. Pero ya no sabe decir cómo volvían ni lo que sucedió aquella tarde. Tampoco recuerda otras tardes. No recuerda nada, lo pasó todo por alto. Y lo que no se recuerda, es que nunca existió.
Los detalles, la importancia de los detalles; antes no los había tomado en serio. Ahora está seguro de que, si logra organizarlos en una cadena coherente de causa efecto, todo se aclarará. Debería sentarse tranquilamente en su despacho, desplegar un papel, a poder ser de gran tamaño, el más grande que encuentre, tiene uno así, en paquetes de libros, y anotarlo todo punto por punto. Al fin y al cabo, la verdad existe.
Pues bien. Corta las cintas de plástico de un paquete de libros, los apila sin siquiera mirarlos. Es uno de esos superventas recientes, al cuerno con él. Saca la hoja de papel gris y la extiende sobre la mesa. La vasta superficie gris, un poco arrugada, lo intimida. Con un rotulador negro escribe: frontera. Allí se pelearon. ¿Debería remontarse a los días anteriores al viaje? No, se quedará en la frontera. Habrá enseñado el pasaporte sacando la mano por la ventanilla del coche. Fue entre Eslovenia y Croacia. Recuerda que después circularon por una carretera entre aldeas abandonadas. Casas de piedra sin tejado, con huellas de incendios o bombardeos. Inconfundibles vestigios de la guerra. Campos de cultivo cubiertos de malas hierbas, una tierra seca y yerma, desamparada. Sus propietarios, desterrados. Senderos muertos. Mandíbulas apretadas. Nada, no pasa absolutamente nada, están en el purgatorio. Circulan contemplando en silencio estos desolados paisajes. Pero no se acuerda de ella, estaba sentada a su lado, demasiado cerca. Tampoco recuerda si se detuvieron por allí o no. Sí, repostan en una gasolinera pequeña. Le parece que compran helados. Y el tiempo: bochorno bajo un cielo lechoso.
Kunicki tiene un buen empleo. Le permite ser un hombre libre. Trabaja como representante comercial de una gran editorial capitalina; representante, que quiere decir que vende libros. Tiene asignados varios puntos en la ciudad que debe visitar de vez en cuando, promocionando ofertas, recomendando novedades, tentando con descuentos.
Detiene su coche delante de una pequeña librería de los suburbios y saca del maletero el pedido realizado. La librería se llama «Librería. Papelería», es demasiado pequeña para permitirse un nombre propio, de todos modos la mayor parte de su facturación la constituye la venta de cuadernos y libros de texto. El pedido cabe en una caja de plástico: manuales, dos ejemplares del sexto tomo de una enciclopedia, las memorias de un actor famoso y el último superventas de un título que no dice nada: Constelaciones, la friolera de tres ejemplares. Kunicki se promete a sí mismo leerlo más adelante. Le sirven un café y bizcocho casero, les cae bien. Da cuenta de los bocados de bizcocho con unos sorbos de café, muestra el nuevo catálogo de la editorial. Esto se vende bien, dice, y se lleva un nuevo pedido. En esto consiste su trabajo. Antes de salir, compra un calendario rebajado.
Por la tarde, en su minúscula oficina, anota los datos del pedido en formularios corporativos; los envía por correo electrónico. Al día siguiente recibirá los libros.
Qué alivio, disfruta de una calada, ha terminado su jornada laboral. Ha estado esperando este momento desde la mañana para poder mirar tranquilamente las fotos. Conecta la cámara al ordenador.
Son sesenta y cuatro. No elimina ninguna. Aparecen en modo presentación, unos segundos cada una. Las fotos son aburridas. Su único mérito radica en que inmortalizan instantes que de otro modo se perderían para siempre. Pero ¿vale la pena copiarlas? Pues sí. Kunicki las copia en un CD, apaga el ordenador y se va a casa.
Todos sus movimientos obedecen a actos reflejos: girar la llave de contacto, desactivar la alarma, abrocharse el cinturón de seguridad, encender la radio con el toque de un dedo, meter la primera. El coche rueda despacio desde el aparcamiento hacia la concurrida calle, en segunda. La radio da el pronóstico del tiempo: va a llover. Y precisamente en este momento empieza a llover, como si las gotas de la lluvia, preparada de antemano, estuvieran a la espera del conjuro de la radio. Arrancan los limpiaparabrisas.
Y de repente algo cambia. No se trata del tiempo ni de la lluvia ni de lo que ve desde el coche, sino de él, todo se le aparece de manera diferente. Es como si se acabara de quitar las gafas de sol o como si los limpiaparabrisas hubieran quitado algo más que el polvo de la ciudad. Sufre un acceso de calor y por un reflejo quita el pie del acelerador. Le pitan. Se obliga a recuperar el autocontrol y acelera hasta alcanzar a un Volkswagen negro. Empiezan a sudarle las manos. De buena gana se apartaría a un lado, pero no hay donde meterse, tiene que seguir.
Constata con estremecedora clarividencia que todo el camino, tan de sobra conocido, está lleno de señales chillonas. Una información destinada tan solo a él. Círculos sobre una pata, triángulos amarillos, cuadrados azules, paneles verdes y blancos, flechas, indicadores. Rojo, verde, naranja. Líneas pintadas sobre el asfalto, letreros informativos, advertencias, recordatorios. La sonrisa de una valla publicitaria, también importante. Las ha visto por la mañana, pero entonces no le decían nada, podía ignorarlas, ahora ya no podrá. Le hablan en tono bajo y categórico, son más numerosas que nunca, en realidad no dejan espacio para nada más. Rótulos de comercios, anuncios, logos de Correos, de farmacias, de bancos, la paleta STOP de una maestra de infantil que vigila a los niños en el paso cebra, una señal superponiéndose a otra, cruzando una segunda, indicando la de más allá; un poco más adelante, una señal tomando el relevo de otra y esta última relevando la siguiente, un contubernio de señales, una red de señales, una connivencia de señales a sus espaldas. Nada es inocente ni carente de significado, es un gran rompecabezas sin fin.
Presa del pánico, busca sitio para aparcar, tiene que cerrar los ojos, si no, se volverá loco. ¿Qué le pasa? Empieza a temblar. Divisa una parada de autobús y, aliviado, allí se detiene. Intenta controlarse. Piensa que tal vez haya tenido un derrame. Teme mirar a su alrededor. A lo mejor ha encontrado otra forma de ver, otro Punto de Vista, con mayúsculas, todo con mayúsculas.
La respiración no tarda en normalizarse, pero las manos le siguen temblando. Enciende un pitillo, sí, se envenenará un poco con nicotina, se aturdirá con el humo, fumigará los demonios. Ya sabe que no va a seguir conduciendo, no podría con ese nuevo conocimiento que lo abruma. Jadea con la cabeza apoyada en el volante.
Aparca el coche en la acera —seguro que le pondrán una multa— y sale con cuidado. La calzada de asfalto le parece viscosa.
—Señor Intocable —dice ella.
Kunicki no cae en la provocación: no contesta. Ella abre ruidosamente la puerta de un armario de cocina, saca un paquete de té y espera el lapso de tiempo que le ha concedido para que reaccione.
—¿Qué te ocurre? —pregunta agresivamente esta vez. Kunicki sabe que si tampoco contesta a esta pregunta, ella le lanzará un ataque en toda regla, de manera que, con calma, dice:
—No ocurre nada. ¿Qué quieres que ocurra?
Ella pega un bufido y enumera con voz monótona:
—No me hablas, no permites que te toque, te apartas a la otra punta de la cama, no duermes por las noches, no ves la tele, vuelves tarde de no se sabe dónde oliendo a alcohol…
Kunicki sopesa cómo comportarse. Sabe que haga lo que haga, estará mal. Así que se queda quieto. Se incorpora sobre la silla, clava los ojos en la mesa. Está tan incómodo como si hubiera algo negándose a pasar por su garganta. Detecta un movimiento amenazador en la cocina. Intenta una vez más:
—Hay que llamar a las cosas por su nombre… —Arranca, pero ella le interrumpe:
—Vaya, pues ojalá supiéramos ese nombre.
—De acuerdo. No me contaste lo que de verdad…
Pero no termina, porque ella tira el té al suelo y sale corriendo de la cocina. Un segundo después se oye el portazo de la entrada.
Kunicki piensa que es una actriz consumada. Podría hacer carrera.
Siempre ha sabido qué quería. Ahora no lo sabe. No sabe nada, ni siquiera sabe qué debería saber. Va abriendo secciones del catálogo general y, sin prestar demasiada atención, ojea las fichas atravesadas por una varilla. No sabe ni cómo ni qué buscar.
Pasó la última noche en internet. ¿Y qué encontró? Un mapa no muy exacto de Vis, una página del departamento de turismo croata, un horario de ferrys. Cuando tecleó el nombre de Vis, aparecieron decenas de páginas. Solo un par sobre la isla. Precios de hoteles y atracciones turísticas. Asimismo, Visible Imaging System, con fotografías de satélite, le pareció entender. Y Vaccine Information Statements. Victorian Institute of Sport. Y una más: System for Verification and Synthesis.
Internet lo conducía de una palabra a otra, ofrecía enlaces, señalaba con el dedo. Cuando no sabía algo, callaba discretamente o mostraba las mismas páginas hasta aburrir. Fue cuando Kunicki tuvo la impresión de haber alcanzado los límites del mundo conocido, el muro, la membrana de la bóveda celeste. Imposible romperlo a cabezazos y asomarse al exterior.
Internet es un estafador. Promete mucho: que cumplirá la tarea que le encomiendes, que encontrará aquello que busques; tarea, cumplimiento, premio. Pero a la hora de la verdad la promesa no es más que un reclamo, pues enseguida caes, hipnotizado, en trance. Los senderos se bifurcan, se multiplican a gran velocidad, los enfilas persiguiendo un objetivo que no tarda en desdibujarse y sufrir una serie de metamorfosis. Pierdes el suelo bajo los pies, el punto de partida queda olvidado y el objetivo desaparece definitivamente de tu vista, se extravía en el parpadeo de más y más páginas y tarjetas de visita que siempre prometen más de lo que pueden dar, fingen descaradamente que detrás de la superficie de la pantalla existe un cosmos. Nada más ilusorio, querido Kunicki. ¿Qué estás buscando, Kunicki? ¿Hacia dónde crees que vas? Tienes ganas de extender los brazos y lanzarte a él, a ese abismo, pero no existe nada más ilusorio: el paisaje resulta ser el fondo de la pantalla, no puedes dar un solo paso más.
Su pequeño despacho ocupa una sola habitación que alquila por cuatro perras en la cuarta planta de un desconchado edificio de oficinas. Al lado hay una agencia inmobiliaria y un poco más allá un salón de tatuajes. Tiene un escritorio y un ordenador. Paquetes de libros por el suelo. En el alféizar de la ventana hay una tetera eléctrica y un bote de café.
Arranca el ordenador y espera a que la máquina se recupere del susto. Mientras tanto enciende su primer pitillo. Vuelve a mirar las fotos, y esta vez las examina prestando mucha atención y dedicando tiempo a cada una, hasta que llega a las últimas que hizo: el contenido de su bolso desparramado por encima de la mesa y esa entrada con la palabra kairós, sí, incluso la aprendió de memoria: καιρóς. Sí, esta palabra se lo explicará todo.
De modo que ha encontrado algo que antes pasó por alto. Necesita fumar otro cigarrillo, hasta tal punto está excitado. Observa la palabra misteriosa que a partir de ahora lo guiará, la soltará al viento como una cometa y la seguirá. «Kairós», lee Kunicki, «kairós», repite sin estar seguro de cómo se pronuncia. Debe de ser griego clásico, piensa contento, ¡griego!, y se lanza hacia las estanterías de su biblioteca, donde no hay ningún diccionario griego, solo uno titulado Proverbios útiles en latín, al que apenas ha dado uso. Ya sabe que sigue la pista correcta. No podrá parar. Coloca las fotografías del contenido de su bolso, qué bien que las haya hecho. Las dispone una al lado de otra en filas iguales, como en un solitario. Enciende otro cigarrillo y da vueltas alrededor de la mesa como si fuera un detective. Se detiene, da una calada, clava los ojos en el pintalabios y el bolígrafo fotografiados.
De repente percibe que hay diferentes maneras de mirar. Con una solo se ven objetos, cosas útiles para la persona, concretas e inofensivas, y enseguida se sabe para qué sirven y cómo utilizarlas. Pero también existe una manera de mirar panorámica, generalizadora, gracias a la cual se descubren vínculos entre los objetos, su red de reflejos. Las cosas dejan de ser cosas, el hecho de que sirvan para algo es irrelevante, mera apariencia. Se convierten en señales, indican algo que no aparece en la fotografía, remiten más allá del marco de la instantánea. Hay que concentrarse mucho para mantener esa mirada, que en esencia es un don, un estado de gracia. El coraz��n de Kunicki late cada vez más fuerte. El bolígrafo rojo con la palabra «Septolete» aparece profundamente enraizado en un significado oscuro, inescrutable.
Reconoce ese lugar, estuvo en él por última vez cuando bajaban las aguas, justo después de la inundación. La biblioteca, la honorable Ossolineum, está situada junto al río, frente a él, y es un error. Los libros deberían guardarse en terreno elevado.
Recuerda aquella imagen, el momento en que salió el sol y bajaron las aguas. La inundación había dejado cieno y fango, pero ya habían limpiado algunos lugares y los trabajadores de la biblioteca ponían allí los libros a secar. Los colocaban medio abiertos en el suelo; eran cientos, miles. En esa posición tan poco natural para ellos, recordaban a seres vivos, un cruce entre pájaro y anémona. Manos enfundadas en finos guantes de látex despegaban pacientemente las páginas unas de otras para que frases y palabras se secaran por separado. Lamentablemente, las páginas se habían marchitado, oscurecido por el cieno y el agua, retorcido. La gente se movía entre ellas con sumo cuidado, mujeres con bata blanca, como en un hospital, dejaban los volúmenes abiertos hacia el sol, que fuera el sol quien leyese. Pero en el fondo era un panorama desolador, algo así como un encontronazo entre dos elementos. Kunicki lo contempló con horror hasta que, animado por el ejemplo de un transeúnte, se unió al grupo de voluntarios entusiastas.
Hoy se siente incómodo en esa biblioteca del centro de la ciudad, espléndidamente reconstruida tras el desastre de la inundación y oculta en una serie de edificios que circundan un claustro. Al entrar en la espaciosa sala de lectura ve mesas dispuestas en filas regulares y distancia discreta entre una y otra. Ante casi todas ellas hay sentada una espalda: inclinada, jorobada. Árboles sobre tumbas. Un cementerio.
Los libros colocados en los estantes solo muestran el lomo, es como si, piensa Kunicki, se pudiera mirar a la gente solo de perfil. No seducen con abigarradas cubiertas, no presumen de fajas que invariablemente rezan «el mayor», «la más grande»; disciplinados cual reclutas, solo presentan sus insignias básicas: autor y título, nada más.
Catálogos en lugar de reclamos publicitarios, carteles y bolsas con su logo. La igualdad de las fichas embutidas en cajones estrechos infunde respeto. Información básica, número, breve descripción, ningún alarde.
Nunca había estado allí. Durante la carrera frecuentaba únicamente la moderna biblioteca de la universidad. Entregaba una hoja con el título y el autor y al cabo de un cuarto de hora le traían el libro. Tampoco es que la frecuentara muy a menudo, en situaciones excepcionales más bien, porque la gente fotocopiaba la mayoría de los textos. Una nueva generación de la literatura: texto sin lomo, una fotocopia fugaz, una especie de kleenex que se hizo con el poder tras la abdicación del pañuelo de algodón tradicional. Los pañuelos de papel hicieron una modesta revolución: abolieron las diferencias de clase. Un solo uso y a la basura.
Tiene delante tres diccionarios. Diccionario griego-polaco. Autor: Zygmunt Węclewski, Lvov, 1929. Librería Samuela Bodeka, calle Batorego 20. Pequeño diccionario griego-polaco. Teresa Kambureli, Thanasis Kambureli, Wiedza Powszechna, Varsovia, 1999. Y los cuatro volúmenes del Gran diccionario griego-polaco, Zofia Abramowiczówna (ed.), 1962, Editorial PWN. En él descifra no sin dificultad la palabra καιρóς, ayudándose con un cuadro comparativo de alfabetos.
Lee solo lo que está escrito en polaco, en alfabeto latino: «1. “De la medida”, medida correcta, adecuación, moderación; diferencia; importancia. 2. “Del lugar”, lugar vital, sensible del cuerpo. 3. “Del tiempo”, tiempo crítico, adecuado, oportunidad, ocasión, momento favorable, el momento propicio es fugaz; los que han aparecido inesperadamente; perder la ocasión; cuando llega el momento adecuado, ayudar a tiempo en caso de tormenta, cuando se presenta la ocasión, prematuramente, períodos críticos, estados periódicos, orden cronológico de los hechos, situación, estado de cosas, posición, peligro definitivo, provecho, utilidad, ¿con qué fin?, ¿qué te ayudaría?, ¿dónde sería conveniente?».
Esto pone en el primer diccionario. En el segundo, más antiguo, Kunicki echa un vistazo somero a las diminutas entradas saltándose los términos griegos y tropezando con maneras de expresión anticuadas: «buena medida, moderación, relación correcta, alcanzar un objetivo, desmesura, instante correcto, tiempo adecuado, momento oportuno, maestría, asimismo, solamente, tiempo, hora, y en pl.: circunstancias, relaciones, tiempos, casos, incidentes, momentos revolucionarios decisivos, peligros; buena es la ocasión, la ocasión se brinda, a tiempo se presenta». El diccionario más reciente ofrece la pronunciación entre paréntesis cuadrados: [keirós]. Además: «tiempo atmosférico, tiempo cronológico, temporada, ¿qué tiempo hace?, temporada de uva, pérdida de tiempo, de cuando en cuando, una vez, ¿cuánto tiempo?, hace mucho que se debía hacer».
Desesperado, Kunicki pasea la vista por la sala de lectura. Ve las coronillas de cabezas inclinadas sobre libros. Vuelve a los diccionarios, lee la entrada anterior, que se parece mucho, en realidad solo difiere en una letra: καιριος. También difiere la explicación: «ejecutado a tiempo, certero, eficaz, mortal, fatal, pregunta decisiva» y: «sitio vulnerable del cuerpo, allí donde las heridas son eficaces, lo que siempre se produce a tiempo, será lo que tenga que ser».
Kunicki recoge sus cosas y regresa a casa. Por la noche encuentra en la Wikipedia una página dedicada a Kairós por la que se entera de que se trata de un dios, de poca importancia, olvidado, helénico. Y de que fue descubierto en Trogir. Su efigie estaba en aquel museo, por eso su mujer apuntó esta palabra. Nada más.
Cuando su hijo era pequeño, cuando era un lactante, Kunicki no pensaba en él como persona. Y eso estaba bien porque se encontraban muy cerca el uno del otro. La persona siempre está lejos. Aprendió a cambiarle los pañales con mucha destreza, lo hacía con un par de movimientos de manos, casi imperceptibles, solo se oía el débil sonido de los pañales. Sumergía su pequeño cuerpo en la bañera, le enjabonaba la barriga, después, envuelto en una toalla, lo llevaba a la habitación y le ponía el buzo. Aquello era fácil. Cuando se tiene un niño pequeño, no hace falta preguntarse nada, todo resulta obvio y natural. El niño abrazándose a tu pecho, su peso y su olor, tan familiar y enternecedor. Pero el niño no es una persona. Lo es a partir del momento en que se libra del abrazo y dice no.
Ahora le preocupa el silencio. ¿Qué hará el pequeño? Kunicki se planta en la puerta y ve a su retoño en el suelo entre juguetes Lego. Se sienta a su lado y toma entre las manos uno de los cochecitos de plástico. Lo conduce por una carretera pintada. Tal vez debería empezar por el cuento de érase una vez un cochecito que se perdió. Está a punto de abrir la boca cuando el niño le arrebata el juguete para entregarle otro: un camión de madera cargado de bloques.
—Vamos a construir —dice.
—¿Qué quieres construir? —Kunicki entra en el juego.
—Una casa.
Muy bien, una casa pues. Forman un cuadrado con los bloques. El camión va trayendo materiales.
—¿Y si construyéramos una isla? —pregunta Kunicki.
—No, una casa —contesta el pequeño y coloca más bloques sin orden ni concierto, uno encima de otro. Kunicki los arregla con delicadeza para que la construcción no se derrumbe.
—Esto…, ¿recuerdas el mar?
El niño asiente, el camión descarga una nueva remesa de suministros. Kunicki ya no sabe qué decir ni por qué preguntar. Señalando la alfombra, dirá que es una isla, que ellos se encuentran en esa isla, que papá está muy preocupado porque no sabe dónde puede estar su hijito. Pensado y hecho, pero no resulta convincente.
—No —se obstina el niño—. Construyamos la casa.
—¿Recuerdas cómo os perdisteis mamá y tú?
—¡No! —espeta el pequeño y, alegremente, descarga más bloques para la construcción.
—¿Te perdiste alguna vez? —insiste Kunicki.
—No —responde el pequeño, momento en que el camión se empotra con ímpetu en la casa recién levantada, las paredes se derrumban—. Bum, bum. —El niño se ríe.
Kunicki, con paciencia, se pone a reconstruirla.
Cuando ella vuelve a casa, Kunicki la ve desde la alfombra, como el niño. Es grande, está sospechosamente excitada. Tiene la cara encendida por el frío y la boca roja. Arroja al respaldo de la silla su chal rojo (¿no será carmesí o púrpura?) y abraza el niño. «¿Tenéis hambre?», pregunta. Kunicki tiene la impresión de que con ella ha irrumpido el viento en la habitación, un viento marino racheado. Le gustaría preguntarle «¿Dónde has estado?», pero no puede permitírselo.
Por la mañana tiene una erección y se ve obligado a darle la espalda, a ocultar esas vergonzantes ideas del cuerpo, para que no las lea como una invitación, un intento de reconciliación, un gesto de intimidad. Se vuelve hacia la pared y celebra esa erección, esa disposición inútil, ese estado de alerta, esa extremidad glutinosa dura; la tiene para sí mismo.
La punta del pene, como un vector, apunta a lo alto, a la ventana, al mundo.
Piernas. Pies. Incluso cuando se sienta, ellos siguen caminando, se mueven virtualmente, no pueden parar, salvan cada distancia con precipitados pasitos. Cuando intenta detenerlos, se rebelan. Kunicki teme que sus piernas estallen y echen a correr, llevándolo por derroteros que él no elegiría, que en contra de su voluntad peguen saltos como si bailasen una cracoviana o se internen en lúgubres patios de bloques mohosos, suban escaleras ajenas, lo arrastren por una escotilla a tejados empinados y resbaladizos, obligándole a pasear como un sonámbulo por las escamas de sus tejas.
Kunicki no puede dormir, probablemente a causa de esas piernas tan inquietas; de cintura para arriba está tranquilo, relajado y soñoliento; de cintura para abajo, imparable. A todas luces se compone de dos personas. Arriba anhela paz y justicia; abajo se muestra transgresor y quebranta todos los principios. Arriba tiene nombre, apellido, dirección y número de carnet de identidad; abajo no tiene nada que decir sobre su persona, en realidad está harto de sí mismo.
Quisiera sosegar las piernas, untarlas con una pomada calmante; en realidad el cosquilleo interno resulta doloroso. Acaba tomando un somnífero. Llama al orden a sus piernas.
Kunicki intenta dominar sus extremidades. Inventa un método: les permite moverse ininterrumpidamente, incluso a los dedos de los pies dentro del zapato cuando el resto del cuerpo está quieto. Y cuando se sienta, también los libera, que se debatan solitos. Mira las puntas de los zapatos y ve el suave movimiento del cuero, señal de que sus pies siguen su obsesiva marcha sin moverse del sitio. Aunque también da largos paseos por la ciudad. Le parece que esta vez ha cruzado todos los puentes sobre el Odra y sus canales. Que no se ha dejado ni uno.
La tercera semana de septiembre trae lluvia y viento. Habrá que bajar del altillo la ropa de otoño, chaquetas y botas de goma del niño. Lo recoge de la guardería y se dirigen deprisa hacia el coche. El niño salta en medio de un charco y el agua lo salpica todo a su alrededor. Kunicki no se da cuenta, piensa en lo que va a decir, barrunta frases. Por ejemplo: «Temo que el niño haya podido ser víctima de un shock» o, más seguro de sí mismo: «Me parece que nuestro hijo sufrió un shock». Se acuerda de la palabra «trauma»: «sufrir un trauma».
Atraviesan la ciudad mojada, los limpiaparabrisas funcionan a cien por hora para quitar el agua, por unos instantes muestran un mundo sumido en la lluvia, desdibujado.
Es su día: el jueves. Los jueves recoge a su hijo de la guardería. Ella está ocupada, trabaja por la tarde, frecuenta sus cenáculos, regresa tarde, así que Kunicki tiene al pequeño para él solo.
Se acercan a un edificio recién renovado sito en el corazón de la ciudad y pasan un rato buscando sitio para aparcar.
—¿Adónde vamos? —pregunta el niño, y ya que Kunicki no contesta, se pone a repetir la pregunta machaconamente—: ¿Adónde vamos, adónde vamos?
—Cállate —dice el padre, pero poco después le explica—: Vamos a ver a una señora.
El niño no protesta, debe de picarle la curiosidad.
No hay nadie en la sala de espera; enseguida aparece ante ellos una mujer alta que ronda la cincuentena y los invita a pasar a su consulta. La estancia es luminosa y agradable, una mullida alfombra multicolor en el centro exhibe juguetes y bloques Lego. Un poco más allá hay un tresillo, un escritorio y una silla. El niño, prudente, se sienta en la punta de un sillón, pero sus ojos viajan hacia los juguetes. La mujer sonríe y estrecha la mano de Kunicki, y también saluda al niño. Habla precisamente con él, como si ignorara por completo al padre. Así que Kunicki es el primero en tomar la palabra, adelantándose a sus posibles preguntas:
—Mi hijo lleva un tiempo con problemas de insomnio, se ha vuelto nervioso y… —Miente, pero la mujer no le deja terminar.
—Primero vamos a jugar —dice.
Suena absurdo, Kunicki no sabe si también piensa jugar con él. Atónito, se queda de una pieza.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta la mujer al niño, que enseña tres dedos.
—Cumplió tres en abril —dice Kunicki.
Se sienta sobre la alfombra junto al niño, le pasa unos bloques y dice:
—Papá se quedará un rato leyendo en el pasillo mientras tú y yo jugamos. ¿Te parece?
—No —contesta el pequeño, se levanta y corre hacia su padre. Kunicki ha entendido. Convence al niño para que se quede.
—La puerta estará abierta —asegura la mujer.
El ala de la puerta se cierra suavemente, pero no del todo. Kunicki se queda en la sala de espera, desde donde oye sus voces, si bien muy amortiguadas; no sabe lo que dicen. Esperaba muchas preguntas, incluso lleva encima el historial médico del chico; ahora lee que nació dentro del plazo, de parto natural, diez puntos en la escala Apgar, vacunas, peso 3,750 kg, longitud 57 centímetros. Las personas adultas son «altas», los niños «largos». Coge de la mesa una revista, la abre mecánicamente y enseguida encuentra anuncios de novedades editoriales. Reconoce títulos, compara precios. Le embarga una agradable oleada de adrenalina: él las vende más baratas.
—Dígame, por favor, qué ha pasado. ¿Qué espera de mí? —le pregunta la mujer.
Kunicki se siente avergonzado. ¿Qué se supone que debe decir? ¿Que su mujer y su hijo desaparecieron durante tres días? Cuarenta y nueve horas, las ha contabilizado desde la primera hasta la última. Y que no sabe dónde estuvieron. Siempre lo había sabido todo de ellos y ahora no sabe lo más importante. En una fracción de segundo se imagina diciendo:
—Ayúdeme, por favor. Hipnotícelo y reconstruya minuto a minutos aquellas cuarenta y nueve horas. Tengo que saber.
Ella, esa mujer alta y erguida como un mástil, se le acerca tanto que Kunicki percibe el olor a antiséptico de su jersey —así olían las enfermeras cuando era niño— y tomándole la cabeza entre sus grandes y cálidas manos la estrecha contra su pecho.
Sin embargo, la realidad es muy distinta. Kunicki miente:
—Últimamente está muy inquieto, se despierta en plena noche, llora. En agosto estuvimos de vacaciones, he pensado que tal vez haya vivido algo que no alcanzamos a comprender, que se haya llevado un susto…
Está convencido de que no le creerá. La mujer toma un bolígrafo entre los dedos y juega con él. Esboza una sonrisa cálida y encantadora, y dice:
—Tiene usted un hijo más que espabilado, inteligente y sociable. Efectos como estos los puede causar una simple película de dibujos animados. Que no abuse del consumo de televisión. A mi juicio no le ocurre nada, nada en absoluto.
Y lo mira con preocupación, así se lo parece.
Cuando salen, mientras el pequeño acaba de despedirse de la doctora agitando el brazo, empieza a llamarla «puta» para sus adentros. Su sonrisa se le antoja falsa. También ella oculta algo. No se lo ha dicho todo. Ahora sabe que no debería haberla visitado. ¿Acaso no hay en la ciudad psicólogos infantiles hombres? ¿Acaso las mujeres ostentan el monopolio de los niños? Nunca resultan inequívocas, nunca se sabe a primera vista si son débiles o fuertes, ni cómo reaccionarán, ni qué quieren; hay que permanecer alerta. Recuerda el bolígrafo en su mano. Bic naranja, idéntico al de la foto del bolso.
Hoy es martes, el día libre de ella. Agitado desde primera hora, no duerme, finge no mirarla en su deambular matutino entre el dormitorio y el cuarto de baño, entre la cocina y la entrada, y otra vez el cuarto de baño. Un breve e impaciente grito del niño: debe de atarle los zapatos. El silbido del desodorante. El pitido de la tetera.
Cuando por fin se van, se planta junto a la puerta, aguzando el oído, atento a si ya ha llegado el ascensor. Cuenta hasta sesenta, el tiempo que les llevará bajar. Después se calza deprisa y saca de una bolsa de plástico la chaqueta que ha comprado en una tienda de segunda mano. Servirá de camuflaje. Cierra la puerta silenciosamente tras de sí. Ojalá no tenga que esperar el ascensor demasiado rato.
De momento todo sale a pedir de boca. La sigue a una distancia prudencial, con la chaqueta de otro. No quita la vista de su espalda, se pregunta si sentirá alguna incomodidad, lo más probable es que no, pues camina deprisa, con garbo, él podría decir: con alegría. Madre e hijo saltan por encima de los charcos, no los bordean, sino que saltan por encima de ellos, ¿por qué? ¿De dónde sacará tanta energía en una lluviosa mañana de otoño? ¿O ya habrá surtido efecto el café? Los demás le parecen lentos y soñolientos, ella destaca, su chal rosa rabioso constituye una mancha llamativa sobre el fondo del día. Kunicki se agarra a él como a un clavo ardiendo.
Finalmente llegan a la guardería. La ve despedirse del pequeño, pero el adiós no lo conmueve. A lo mejor mientras lo envuelve con sus tiernos mimos y abrazos deja caer un susurro en el oído del niño, quién sabe si precisamente esa palabra que Kunicki busca con tanta desesperación. Si la conociera, podría teclearla en el buscador cósmico, el cual le proporcionaría en una fracción de segundo una respuesta sencilla y concreta.
Ahora la está viendo esperar el semáforo verde en un paso de peatones, sacar el móvil y marcar un número. Por un momento Kunicki abriga la esperanza de que el móvil empiece a sonar en su bolsillo; el sonido asignado a ella es el canto de la cigarra, un insecto tropical. Pero su bolsillo permanece en silencio. Ella cruza la calle, manteniendo una breve conversación con alguien. Ahora es él quien tiene que esperar a que cambie el semáforo, cosa peligrosa porque ella dobla la esquina y desaparece, así que él, en cuanto puede, aprieta el paso, temiendo haberla perdido, furioso consigo mismo y con los semáforos. Vaya, perderla a doscientos metros de casa. Pero no, ahí está, el chal entra en la puerta giratoria de una gran tienda. Más que tienda, es un centro comercial, lo acaban de inaugurar, está casi desierto, de modo que Kunicki duda de si debe entrar tras ella, si logrará ocultarse entre las diferentes secciones. Pero no tiene más remedio, porque hay una segunda salida que da a otra calle, así que se cala la capucha —gesto justificado, al fin y al cabo está lloviendo— y entra. La ve caminar entre los puestos, despacio, como si la retuviese algo; mira cosméticos y perfumes, se detiene ante una estantería y alarga el brazo en busca de algo. Sostiene un frasco en la mano. Kunicki rebusca entre calcetines rebajados.
Mientras, absorta en sus pensamientos, avanza hacia la sección de bolsos, Kunicki coge el frasco. Carolina Herrera, lee. ¿Grabar este nombre en la memoria o desecharlo? Algo le dice que grabar. Todo significa algo, solo que no sabemos el qué, repite para sus adentros.
La ve desde lejos, plantada ante un espejo con un bolso rojo en la mano, contemplando su imagen ya de un lado, ya del otro. Después se dirige hacia la caja, precisamente hacia donde se encuentra Kunicki, que, presa del pánico, se oculta tras el aparador de los calcetines, agacha la cabeza. Ella pasa a su lado. Como un fantasma. Pero no tarda en volverse, como si se hubiera olvidado de algo, y su mirada cae directamente sobre él, encorvado y con la capucha tapándole la frente. Kunicki ve sus pupilas dilatadas por el asombro, siente su mirada tocándolo, escrutándolo, palpándolo.
—¿Qué haces aquí? ¿Sabes qué pinta tienes?
Pero enseguida sus ojos pierden dureza, los envuelve una neblina, parpadean.
—¡Dios! ¿Qué te ocurre? ¿Ha sucedido algo malo?
Qué extraño, no es eso lo que se esperaba Kunicki. Sí una bronca. Ella, en cambio, lo abraza y se acurruca contra él, hunde la cara en su estrafalaria chaqueta de segunda mano. Él deja escapar un suspiro, un pequeño «oh» redondo, no sabe si de sorpresa ante tan inesperada reacción o de verse llorando con ganas en su fragante parka de plumón.
Llama un taxi, lo esperan en silencio. Solo en el ascensor ella le pregunta:
—¿Cómo te encuentras?
Kunicki contesta que bien, pero sabe que van hacia el enfrentamiento definitivo.
El campo de batalla será la cocina; ocuparán sendas posiciones de ataque: él probablemente ante la mesa, ella de espaldas a la ventana, como de costumbre. Y sabe que no debe tomar a la ligera ese momento crucial, tal vez el último posible para enterarse de lo que pasó. Conocer la verdad. Pero también sabe que se halla en un campo minado. Cada pregunta será una bomba. No es ningún cobarde y no cejará en su empeño de intentar establecer los hechos. Según el ascensor va subiendo, se siente un poco como un terrorista portador de una bomba bajo la ropa, bomba que estallará en cuanto abran la puerta del piso y lo reducirá todo a escombros.
Sujeta la puerta con el pie para primero meter las bolsas con la compra, después, entra. En realidad no nota nada raro, enciende la luz y vacía las bolsas sobre la encimera de la cocina. Pone agua en un vaso en el que mete un manojo de perejil, un tanto marchito. Es lo que lo espabila: el perejil.
Deambula como un fantasma por su propio piso, le parece atravesar las paredes. Las habitaciones están vacías. Kunicki es el ojo que juega al pasatiempo «Encuentra las X diferencias». Y las busca. No le cabe duda de que los dibujos, el piso antes y el piso después, difieren en detalles. Es un juego para los poco observadores. Al fin y al cabo en el colgador no está el abrigo de ella, ni su chal, ni la cazadora del pequeño, ni el desfile de zapatos (solo quedan las solitarias chancletas de él), tampoco el paraguas. La habitación del niño parece totalmente abandonada, de hecho solo quedan los muebles. Sobre la alfombra yace un cochecito de juguete cual vestigio de una colisión cósmica inimaginable. Pero Kunicki debe saber a ciencia cierta, así que avanza hacia el dormitorio con el brazo extendido, hacia el armario acristalado que, al descorrer Kunicki su pesada puerta, emite un triste gemido de disgusto. Tan solo queda la blusa de seda, demasiado elegante para llevarla. Cuelga solitaria en el armario. El movimiento de la puerta mueve suavemente la manga: parece alegrarse de que por fin la han encontrado, abandonada. Kunicki observa los estantes vacíos del cuarto de baño. Solo quedan sus accesorios de afeitado, arrinconados. Y el cepillo de dientes a pilas.
Necesitará mucho tiempo para comprender lo que ve. Toda la tarde, toda la noche y, además, la mañana siguiente.
Hacia las nueve se prepara un café muy cargado y luego mete en la bolsa de viaje unas cuantas cosas del cuarto de baño, unas camisetas y unos pares de pantalones del armario. Antes de salir, en realidad cuando ya está ante la puerta, comprueba el contenido del billetero: los documentos y las tarjetas de crédito. Después baja corriendo al coche. Como durante la noche ha nevado, tiene que quitar la nieve del parabrisas. Lo hace de cualquier manera, con la mano. Espera poder llegar a Zagreb al anochecer y al día siguiente a Split. O sea, mañana verá el mar.
Emprende camino por una carretera recta como una aguja rumbo al sur, en dirección a la frontera checa. Autor: Olga Tokarczuck
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yungbeefz · 1 year ago
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@crypticos. Observa a Dione Quarshie con ojos avispados y filosos. Dani se rasca a la altura de la nuez de adán, ahí sobre el tatuaje, y piensa en que ella le gusta mucho. Cree que le gusta porque tiene esos dotes de actriz antigua o porque oculta demasiado las cosas o porque le genera esa sensación indescriptibnle de estar abriéndose paso por una apertura diminuta, una de verdad pequeña, de esas en las que uno tiene que meter la panza y respirar profundo y pasar como se pueda, angosta vía para llegar al otro lado. Eso le agrada. En general es asiduo a las cosas que parecen veneno o que son perecederas. Nada perenne se posa en sus manos, ni si quiera con la vibración y la soltura y lo efímero del posar de una mariposa. Más bien las cosas son como huesos que chocan uno contra el otro, haciendo ruido de xilófono o de algo más oscuro que eso, como eyectado por una fuerza ancestral. Por supuesto que no cree en nada de eso y, ante lo que la morena le dice, el madrileño posa una sonrisa sobre las fauces. —Podemos ir luego. —Suelta entonces, decidido a transitar la tarde con ella. —Me gusta el tenis. —Le gusta Nadal, que es español, ¿cómo no? Resultaría innatural que fuera de cualquier otra manera. —Es tenso. —Y esa pareciera ser la única explicación que se necesita, que no es nada terso y que la confluencia sanguínea se acrecienta en las piernas y en los brazos y en el pecho, moviéndose los ojos de lado a lado en búsqueda del trayecto de la pelotita diminuta de color verde.Se pregunta si Quarshie se sentirá terrible en sus adentros o si acaso la vida adepta de chica rica y buena le llevan a un lugar mágico. Lo duda mucho. Para Dani lo mejor está en la carne y en todo lo vistoso que sobrevive más allá de ella misma, como el fútbol o bailar, y eso que es un técnico y que no tiene magia en las piernas, tan sólo práctica exhaustiva y de valores templarios. No se pierde en esos pensamientos, sin embargo, porque la ve a ella mover la lengua hacia los restos de espuma de café que se limpia con el movimiento del músculo tal, y Dani que es tan fácil y tan despreocupado siente que ese accionar le hace zumbar las orejas. Le sonríe, mueve el pie ataviado en las Jordan un poco más, sintiendo el chocar delicado contra las extremidades bajas de Dione, que estudia Exactas y Sociales, Dani cree que en parte para desaparecer el mundo y en parte para entenderlo. No sabe si se hallan respuestas en esas cuestiones o si todo está entramado en imposibilidades. No le gusta reflexionarlo, como en general no le gusta reflexionar nada. Por suerte no tiene que hacerlo, Quarshie menciona otra cosa, habla de primera mano, y Dani no puede evitar esgrimir el tronar de una risa baja, entre dientes, los ojos en ella. Es cierto que le gustaría aquello. Y como no es vergonzoso si no un descarado, se inclina hacia delante en la mesa, estirando las manos tatuadas hacia Dione para tomarle las manos. No responde con palabras, pero el gesto de acariciarle el dorso de la zurda pareciera decir todo, él en ese histeriqueo que le sienta bien porque siempre termina en besos. A lo otro, un fruncir exagerado del ceño, ni disfruta el café ni casi nada que se pueda beber o comer y sin embargo dice: — ¿Sin terminar el café? —Ante lo otro, esas palabras eyectadas que vienen luego, Dani se estira un tanto en el asiento y frunce los labios y luego chasquea la lengua. —Digo casa, no Seattle. Pregunto si extrañas a tu familia. —Está Santhiago, pero no es lo mismo. Además, quiere saber si ella es cercana o sólo usa el apellido y las costumbres enseñadas como disfraces. —Trato de imaginarte pequeña y me sale mal. —Covarrubias siempre tan malo para aquello. —Pero creo que habrás tenido la misma expresión dura también en ese entonces. —Porque esas cosas pasan con el forjar del carácter y él, por ejemplo, ha soltado sonrisas soberbias desde que tiene seis años, así que cree saber. Acto seguido, Dani es sincero: —Bastante. —Admite. —Pero me gustan las chicas estadounidenses. Sobretodo si son morenas y educadas y despiertas y ocurrentes.
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