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La diferencia entre que me guste o me cague algo que leo, sea un estatus personal en redes sociales, una crónica, una carta o cualquier otro formato; es qué tanta sinceridad y honestidad puedo sentir en el autor a través del texto.
No es un proceso complicado. Es más o menos lo mismo que cuando platicas con alguien o lo escuchas hablar: normalmente sabemos cómo separar a los mentirosos y falsos de los que nos llegan a los merititos sentimientos o nos hipnotizan cual encantador de serpientes (quienes son una bola de charlatanes, por cierto). La cosa es que tenemos un sentido de empatía, que más bien se atrofia con el paso del tiempo y por todas las veces que nos dicen que tal cosa, ahuevo, es de una forma u otra, y que debes de creerle al político que te sonríe bonito, o a la demoedecan rubia que te ofrece muestras de queso en el super.
Admito que durante mucho tiempo escribí dejando de lado lo que realmente quería decir y cambiándolo por una versión digamos, azucarada y con chispas, de lo que realmente quería decir. Aprendí con el tiempo a que me valiera verga. Eso te incluye a ti lector: admito sin pena que me vales verga casi completamente. Casi, porque no se puede negar que uno escribe para ser leído, y sería una reverenda pendejada enemistarme contigo como un intento por parecer filoso y vanguardista, y escribir textos que no se puedan leer, o que te provoquen ganas de lincharme. Lo único que estoy tratando es ser sincero conmigo, y contigo.
Ahora, el objetivo de esto es que esta tesis chaira les funcione como punto de partida para darse un baño de realidad y analizar su sinceridad y la de los textos que los rodean. Creo que hace un chingo de falta un chingo de gente que realmente sienta lo que quiere comunicar. Eso era lo que hacía chidos a los necios que después les llamaron filósofos y a los tipos que inventaron algo por estar bien convencidos de que su idea estaba cabrona.