#como vas a ser hijo de dos personas lindísimas y salir así??
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no tiene sentido alguno lo que voy a decir pero el dibu tiene toda la cara de ser hijo de victoria y david, es como la versión linda y no fracasada de brooklyn o lo que ellos soñaban que su primer hijo sería y al final les salió un inútil en literalmente todo
#puse una foto decente del nepobaby porque en cualquiera sale horrible#como vas a ser hijo de dos personas lindísimas y salir así??#aunque yo también sería incapaz de hacer algo si toda mi infancia se basara en que unos hinchas me quieren ver muerto#david beckham#brooklyn beckham
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El León de Félix.
La última foto con mi abuelo en el año 2010, justo el día de su cumpleaños numero 100. Días después, se despediría para siempre de este planeta.
Félix Durán de Huerta Valdespino. Nacido en San Diego, California en 1910, hijo de una cantante de ópera Italiana que se presentó según las leyendas familiares variedad de veces en la Scala de Milán y de un Doctor Español.
¿Por qué vivían en San Diego? No tengo la menor idea. Lo que sé es que venían de Europa a buscar oportunidades como muchos habitantes del viejo continente a finales de 1800 y por alguna razón, luego de vivir en Tijuana durante algún tiempo, acabaron trasladándose a la Ciudad de México.
Félix era mi abuelo. Y puedo decir que era mi abuelo consentido. Digo, tampoco es difícil tener un preferido si solo tenemos dos abuelos. Y no puedo decir que conservo tantas memorias de mi abuelo de cuando era niño, pero tengo muy claro por qué era mi persona favorita.
Porque fue la única persona que en realidad se interesó de manera genuina por lo que yo hago actualmente. Y no solo se interesó, sino que lo fomentó, lo celebró y lo entendió.
A pesar de ser doctor como mi padre, a Félix siempre le apasionó el hecho de que yo pudiera “inventar” campañas para La Coca-Cola u otra marca importante.
Mientras que en casa se referían a mi elección de estudiar publicidad como “mi carrerita de juguete” mi abuelo, al que además veía cada domingo, siempre me preguntaba en qué campaña estaba trabajando ahora, qué ideas nuevas tenía, si ya iba a ir a alguna filmación. De hecho, a la hora de la comida (casi siempre comíamos en casa de mis abuelos porque mis padres trabajaban todo el día) a él se le ocurrían ideas de comerciales de televisión que me contaba entusiasmado por si algún día llevaba Sprite, El Palacio de Hierro o alguna otra marca famosa (Algunas ideas debo decir, no estaban mal).
Desde mis comienzos como estudiante de publicidad mi abuelo siempre estuvo al pendiente de mi desarrollo. No debe caer como sorpresa para nadie que la primera vez que gané un reconocimiento con mi trabajo fue el primero en saberlo. Llegué a casa de mis papás casi sin saludar, crucé el jardín, abrí la puerta que conectaba al jardín de la casa de mis abuelos y lo primero que le dije fue “¿te acuerdas del comercial que te platiqué de Catsup Clemente Jacques?” ¡Pues acabo de ganar un premio en Nueva York con ese anuncio! Sobra decir que se levantó, me abrazó y me felicitó. Me dijo con una de las sonrisas más grandes que hasta entonces recuerdo haberle visto, que estaba seguro que este era el primero de muchos y que algún día ganaría un León.
Yo apenas estaba empezando mi carrera y él era el único de toda mi familia que sabía que el mayor reconocimiento que se le podía hacer a una idea publicitaria era otorgándole un León en el Festival de Cannes. Es más, yo todavía no alcanzaba a dimensionar lo que eso podía significar y de hecho si eso era posible. (En aquel entonces había en México quizás 3 Leones. Sí. En todo el país. Así que la idea de ganar en Cannes evidentemente no solo era aspiracional sino casi casi utópica).
Así que cada vez que ganaba algún premio en el Círculo Creativo, en FIAP, o en algún otro festival, iba y se lo contaba a mi abuelo.
Debo decir que con cada año sumado a mi carrera, el deseo por ganar ese preciado León se hacía cada vez más grande. No por el hecho de “ganar” sino porque era increíble ver el reel que llegaba de Francia cada año con ideas espectaculares que me llenaban de envidia y me inspiraban a querer hacer algo totalmente diferente por las marcas con las que trabajaba. Algo que todo el mundo comentara, que conectara con la gente, que la hiciera reír o llorar pero que definitivamente, no pasara desapercibido. Y que quedara en ese reel. Así como los presos rayan en las paredes “aquí estuvo sutanito” supongo que era mi manera romántica de pensar que el equipo dejara huella en la agencia, en la historia de la publicidad mexicana y claro, ganando uno de esos trofeos, en la historia de la publicidad mundial.
Cada vez que veía a mi abuelo me preguntaba ¿cuándo te vas a ganar un León mijo? Y me lo preguntaba no en plan de reclamo o exigencia, sino con la convicción de que mi trabajo y mi talento en algún momento tenía que ser reconocido en el festival más importante de publicidad del mundo.
- Pronto abuelo, no es fácil, pero pronto.
Varias veces el trabajo que inscribimos llegó a shortlist y emocionado se lo contaba a mi abuelo, que ansioso esperaba la noticia de que esa pieza de comunicación, pasara de estar en posibilidades de ganar, a ser parte del reel del que tanto le había hablado. Pero nada. Las 3 veces que el trabajo llegó a estar en esa lista corta, alguna otra idea de España, Estados Unidos o Brasil, ganaba el preciado trofeo. Nuestra chamba se quedaba agarrada de las uñas en la cornisa de los preciados reconocimientos. Mi abuelo me felicitaba y me decía que cada vez estaba más cerca y que siempre había otra oportunidad y otro año para ganar. Que lo único que había que hacer era trabajar más duro todos los días.
Yo me despedía de él diciendo “pórtate bien abuelo y cuídate”. Mi abuelo ya era grande y a pesar de su completa lucidez, su estado físico ya estaba mermado por los años. Ya le costaba trabajo estar parado, casi no escuchaba y tenía la musculatura de un pajarito, pero él siempre me respondía de la misma forma “no te preocupes luigi, llego a los 100 y adiós”
Esa frase de despedida eran sus palabras favoritas desde que tenía 88 años y que su físico empezó a deteriorarse.
Hasta que un día en Junio del 2008 llegó el cuarto shortlist en Cannes para una campaña de Hotwheels cuando trabajaba en Ogilvy. Una campaña de outdoor lindísima hecha con pasión y muchas horas de trabajo invertidas de todo el equipo involucrado.
Y un par de días más tarde, la noticia corría como pólvora: habíamos ganado un León de bronce en la categoría de outdoor. Imagínense, si hoy ganar un León es algo increíble, hace 10 años era una hazaña. Era simplemente algo impensable. Una verdadera locura.
Yo estaba en otro planeta, simplemente no creía lo que me estaba pasando y no creía que esto fuera posible. Había visto los reeles con esas ideas, había ido un par de veces a Nueva York a alguna junta y recordaba perfectamente el entrar a la oficina de algún Director Creativo que tenía 4 o 5 Leones en su escritorio. Recuerdo lo lejos que me sentía de alguna vez poder tener algo así. Y en ese momento, se estaba cumpliendo. Ya era de ese grupo de creativos que podían decir, que habían ganado un León.
Afortunadamente, entonces en Ogilvy se tenía la maravillosa costumbre de que al equipo que ganara un León, se le regalaba una réplica (lo cual no sé si siga existiendo pero que me parecía un detallazo) así que esperé unos 4 meses para que llegara el correo, con unas pequeñas cajas de cartón llenas de virutas de poliuretano que protegían a esa estatuilla que solo había visto de lejos como si fuera una leyenda.
Con ese pedazo de metal en las manos lo único que quedaba era salir disparado a la casa de mi abuelo para enseñárselo.
Esta vez, ni siquiera entré por casa de mis padres. Me fui directo a casa de los abuelos y en cuanto me abrió la puerta mi tío brinqué los escalones en zancadas de tres en tres para llegar con mi abuelo lo más rápido que pudiera. Era algo así como una especie de versión moderna de la leyenda de el indígena que le llevaba el pescado fresco a Moctezuma desde Veracruz. Él me recibió en su habitual sillón viendo la tele y yo lo único que hice fue acercarme, extenderle los brazos y decirle: “mira”.
Le tomó un par de minutos a sus 98 años enfocar esa pieza de metal y entender qué era lo que exactamente le estaba mostrando, pero, al ver mi nombre grabado en la parte superior del trofeo, lno hubo mucho más que decir. Se paró, me abrazó y con su voz entrecortada me felicitó al tiempo que me daba pequeñas cachetadas amorosas con ambas palmas de las manos como si yo fuera un cachorro que acababa de hacer algo bueno. No paraba de verme con el brillo de esos ojos azules que tenía el viejo. Y pasó mucho tiempo contemplándolo, leyéndolo, tocándolo, aprendiéndoselo de memoria (nunca había visto uno en su vida y mucho menos lo había tenido entre sus manos)
- ¡Está pesado!
- ¿Sí verdad?
Al fin, 11 años después de haber empezado con toda la ilusión de hacer comerciales, en un puesto de trainee mal pagado y explotado (como todos empiezan) hoy, se cumplía uno de los logros más importantes de mi vida publicitaria.
- Pues el próximo paso será ganar uno de plata ¿no?
- Bueno, lograr un bronce no es fácil abuelo, hay agencias que no tienen...
- Sí, ¡pero lo lógico es que el próximo sea uno de plata!
La verdad es que no quise contrariar a mi abuelo o discutir con él y decirle que tal vez este fuera el único León que yo le iba a traer, que ganar eso era un logro impresionante y que no era cuestión de ganar todos los años, pero, por otro lado, ese comentario de su parte también me cambió el pensamiento.
“Si ya tenía uno, pues podría tener otro, ¿no?”. No era del todo imposible.
Ese día comimos en casa de mis padres, que después de tanto tiempo de carrera, ya estaban familiarizados con algunos reconocimientos nacionales e internacionales de mi trabajo y que, por ello ya habían cambiado ligeramente su pensamiento de “carrerita de juguete” a “quizás es algo en lo que este muchacho es medianamente bueno”. Todavía seguían pensando que era lógico que yo hiciera publicidad porque dibujaba muy bonito (soy redactor). Ese día les mostré el trofeo y ese mismo día me dijeron que disfrutara mucho el momento porque tal vez nunca se volviera a dar.
El 9 de enero del 2010 llegué a casa de mis abuelos para festejar nada más ni nada menos que el centenario de mi abuelo Félix. Completamente lúcido y feliz, le cantamos las mañanitas, nos tomamos fotos, le hicimos regalos, se comió varias rebanadas de pastel (le encantaba lo dulce) y platicamos un buen rato de miles de cosas, de libros (le encantaba leer) de publicidad y de lo interesante que había sido ser doctor de Ring side en la Arena México donde había lucha libre todos los martes y jueves.
El 17 de febrero sonó el teléfono. A las 3 de la mañana. A menos de que sea número equivocado, recibir una llamada a las 3 de la mañana nunca es una buena señal.
Esta no era la excepción. Del otro lado del auricular, la voz sollozante de mi madre, me comunicaba que mi abuelo Félix acababa de fallecer. Que había sido rápido y sin dolor, que una infección se le había complicado y que las medicinas y los doctores no habían podido hacer nada, que después de todo ya estaba viejito y que simplemente su cuerpo ya no pudo más.
De inmediato me puse lo primero que encontré encima y salí corriendo hacia el sur de la ciudad para ayudar en lo que pudiese. Pero increíblemente, no sentía tristeza. Aunque no lo crean, desde que mi abuelo cumplió los 90, año con año ya venía preparándome para este momento. No todas las personas viven más de 90 años, así que de alguna manera, cada vez que me despedía de mi abuelo, pensaba que quizás esta, sería la última vez que lo viera. Y él, que siempre se despedía diciendo, “llego a los 100 y me voy” pues simplemente había cumplido su promesa. Había cumplido 100 años y se había despedido. Así que increíblemente, no había un asomo de pesar en mi ser. Había paz. Tranquilidad. Por fin, mi abuelo podía descansar porque la verdad, el último año de su vida, aunque la cabeza le funcionaba perfectamente, su físico ya le jugaba algunas malas pasadas.
Llegué cuando estaban entrando las personas de los servicios funerarios a casa de mi abuelo. Cada paso dado en la escalera aumentaba mi convicción de que no quería verlo. De que no quería “ayudar” a pasarlo a la camilla para que se lo llevaran a la funeraria. De que no quería darle un baño de esponja. O perfumarlo o vestirlo. Estaba y estoy convencido de que no soy ese tipo de persona. Simplemente no tengo el valor. Así que me quedé afuera de su cuarto esperando a que mi hermano y mi tío hicieran lo necesario para sacarlo y llevarlo al lugar donde sería velado, para incinerarlo al día siguiente.
Mi mamá se me acercó para ponerse de acuerdo conmigo en qué es lo que íbamos a hacer para el velatorio y el entierro. Eran casi las 7 de la mañana y había que avisarle a la familia y preparar algunas cosas.
- Acabo de decidir que no voy a ir con ustedes ma. Al rato filmo un comercial que estoy seguro que va a ser un putazo. Pasan por mí a las 10 de la mañana a mi casa. Filmo en la carretera que va hacia el Izta. Es una idea increíble, estoy seguro que mi abuelo hubiera preferido que estuviera haciendo este comercial en lugar de estar velandolo y luego viendo sus cenizas. Así que perdóname, pero no voy a ir. Nos vamos a ganar un León con esa idea y ese León se lo voy a dedicar a mi abuelo.
Mi mamá no dijo una palabra. Entendió que lo que yo decía no era descabellado ni exagerado. Cursi tal vez, pero ella era testigo de la relación que su papá y yo habíamos desarrollado a través de mis 40 años y por primera vez en la vida, coincidía conmigo de manera silenciosa. El abuelo Félix me hubiera mandado a filmar esa idea, en lugar de dejarme rezar o hacer guardia o estar acompañando a la familia en ese momento. Por raro, o insensible que parezca.
Así que al otro día me fui a filmar. Volteamos un coche en la carretera, días más tarde terminamos el comercial, corregimos el color, hicimos los compuestos, pulimos los audios, encontramos la mejor música y uno de los clientes más exigentes que teníamos en la agencia, quedó encantado con el producto final.
Quedó tan bien que lo inscribimos al festival de San Sebastián en España de ese año, pensando que sería un indiscutible ganador y que eso, le serviría de pedigree para entrar un par de semanas más tarde al festival de Cannes y poder ser un contendiente serio ya con un reconocimiento previo.
Así que llegó San Sebastián y nuestro comercial al que le habíamos puesto sangre, sudor y lágrimas no pasó ni a shortlist.
La reputísima madre. ¿Qué había salido mal? ¿No le habían entendido? ¿Nos estaban castigando? Estas y otras decenas de preguntas nos hacíamos en el equipo. Todos sentíamos que era una gran idea, simplemente no entendíamos por qué no la habían considerado siquiera para estar en la lista corta de la muestra de los anuncios de televisión. Los jurados no la vieron. Es que son idiotas. No la vieron. No saben el bajón que nos dio ver que ni siquiera estaba en la lista corta. Simplemente, no había figurado.
Los ánimos a unas semanas de que empezara el festival de Cannes no estaban muy altos que digamos, pero entonces, pasó lo impensable. Al abrir el sitio del Festival y buscar en la lista de comerciales aquellos que habían pasado a shortlist, ahí estaba. Por lo menos aquí sí lo habían visto y considerado para estar aunque fuera, en una lista de posibles ideas que podrían salir premiadas. Y claro, pasaron 48 horas terribles de nerviosismo que consistía en entrar cada hora al sitio oficial del festival para ver si ya habían anunciado los ganadores. Para ver si ese shortlist se convertía en algo mejor. Para comprobarnos a nosotros mismos que no estábamos equivocados. Que esa idea, era una gran idea.
Y en una de esas veces que le dimos refresh a la pantalla, vimos aparecer los metales. Acabábamos de ganar un León de plata en el festival publicitario más importante del mundo. No era un bronce, ¡era una plata! Los aplausos en la agencia no se hicieron esperar, porque además, no éramos los únicos de la agencia que habíamos ganado. Ese año Ogilvy ganó 4 Leones más, provenientes de otros equipos creativos. Una locura, una verbena. Fiesta, fiesta, fiesta.
Una plata. Lo primero que pensé una vez que tuve la réplica en mis manos fue en correr a casa del abuelo y decirle “tenías razón, después del bronce venía la plata”, “¿Cómo no me di cuenta?”.
Y ese día con el trofeo en las manos, lloré. Suena ridículo que el día que murió mi abuelo estuviera tan tranquilo y que no hubiese derramado una sola lágrima y que ese día a unos meses de su fallecimiento por fin me cayera el veinte y las lágrimas manaran de mis ojos como cascadas. Ahora viéndolo en retrospectiva sí me cayó un veinte. El veinte de que la única persona que me había apoyado incondicionalmente para que hiciera las cosas que me gustan, ya nunca iba a estar ahí para platicar. Que ya no estuviera sentado viendo la tele y sentarme con él a escuhar sus ideas de comerciales que se la habían ocurrido por si algún día llevaba esas cuentas. Que me dijera “ahora sigue el oro” y saber que no me lo estaba diciendo para presionarme o para hacerme sentir que no importara lo bien que lo hiciera, nunca iba a estar a la altura de lo que él entendía por triunfo sino porque era lo lógico. Lloré porque ya no podía correr a su casa a abrazarlo y presumirle orgulloso ese pedazo de metal que no significaba nada para nadie más que para él y para mí. Y que además al verlo, él se pusiera más feliz que yo. Lloré porque comprendí que él fue la única persona que me hizo entender de la manera más amorosa que lo lógico que sigue después de hacer bien el trabajo que te apasiona, es recoger los frutos de eso. Y que después de un triunfo, lo único que queda es salir y partirse la madre otra vez, buscando hacer las cosas mejor de lo que lo hiciste en el pasado. Pero no para obtener un reconocimiento, sino porque es lo que hay que hacer. Es lo que nos hace mejores profesionales. Lo que nos realiza como seres humanos. Lo que nos hace dignos. Me hizo entender que era la única forma de seguir el viaje. Lloré porque no pude decírselo en persona. Pero hoy estoy seguro de que él lo supo. De que él estuvo conmigo cuando filmamos esa pieza y cuando la editamos y cuando pensamos que en San Sebastián no habían entendido un carajo y cuando nos enteramos que habíamos ganado y estaba seguro de que no cabía de felicidad, estuviera donde estuviera.
A casa de mis padres nunca llevé el trofeo. Sí, claro, les dije que habíamos ganado. Pero ellos lo entendieron como lo vería cualquier persona que no está involucrada con este negocio. Me dijeron “qué bien”, felicidades, es un buen logro.
Alguna vez escuché a alguien decir que quería que su vida se definiera por primeras veces. En mi carrera profesional me ha pasado mucho. Especialmente con los grandes reconocimientos que he podido lograr junto con el equipo que trabajé esas ideas. Todas han sido primeras veces. La primera vez que ganamos un León. La primera vez que ganamos un León de plata. La primera vez que ganamos un León de oro (que hasta la fecha es el único oro que tiene el país en la categoría de TV). La primera vez que ganamos 2 Leones el mismo año con ideas de dos clientes diferentes y la primera vez que ganamos un León siendo yo parte del jurado del Festival en Cannes. Pero estoy seguro que ninguno de estos increíbles reconocimientos tienen la historia y el peso del segundo.
El de el León de Félix.
Buen jueves tengan todos.
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