Cuarto creciente y peluquería.
He hecho una foto de la luna en cuarto creciente.
Dice la leyenda que el mejor momento para cortarse el pelo es justo ahora, en cuarto creciente. No hay ninguna evidencia científica, eso ya os lo avanzo, pero hay voces que postulan que, si el magnetismo del satélite influye en las mareas, en las cosechas, en el comportamiento humano y animal, etc. ¿Por qué no en el crecimiento del pelo?
Por…
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El mito del peinado
Llega el día en que alguien te hace la pregunta: ¿te estás dejando el pelo largo? El tono insinúa que ya es hora de cortártelo, porque tu melena se comporta de manera extraña, reclamando tu atención. Es cierto que últimamente las cosas se han descontrolado. Entonces coges hora en la peluquería, repasas las tendencias y te convences de que un cambio de vida empieza precisamente por un cambio de peinado. Eso es lo que necesitas, concluyes, desentrañar los nudos de la cabeza: tu pelo.
El día señalado, acudes a la cita encantada por la idea de la metamorfosis. Dirás adiós a tu yo desordenado y saldrás del salón de belleza convertida en una criatura alucinante, con un pelo de cuento, fuerte y desenredada. El proceso de tal transformación, claro, nunca es sencillo.
Paso 1: la espera. Sabes que en cuestiones de belleza, la hora es pura formalidad. Impaciente, esperas tu turno en la butaca del salón. El ambiente está cargado; entre la bruma de laca, distingues las figuras de dos peluqueras armadas con furiosos chorros de aire. Las clientas, enmudecidas por el zumbido, se examinan unas a otras en la profundidad de los espejos. En cuanto el ruido cesa, explotan en cháchara y cotilleos, ignorando el hilo musical que repasa los cuarenta principales, desde Aitana a Bad Bunny.
Paso 2: el lavado. Reclinas el cuello sobre la almohadilla del lavacabezas. Cierras los ojos mientras la peluquera hunde los dedos en tu cráneo y te amasa el pelo con esmero. Cavilas sobre el poder simbólico de esa ablución.
—¿Hoy haremos hidratación? —te interrumpe su cara del revés.
—Eh… Hoy no, pero lo tengo pendiente.
—Con un pelo como el tuyo, te aconsejo que hagas un tratamiento antes del verano. Si no, después será más difícil recuperarlo. Hoy te pongo una mascarilla, ¿vale?
Paso 3: el ungüento. La peluquera te unta un potingue ideal para hidratar el cabello. Como el efecto no es inmediato, esperas con el cuello torcido, mirando al techo. Sin dolor, no hay transformación, te dices. De tu pelo caen gotas frías que te recorren la columna.
—Hay una cosa muy buena que hacen aquí arriba, tirando hacia Collblanc —dice Joana, una abuela vivaracha que escuchas en el sillón contiguo—, el bocata de porchetta.
—¿De qué? —pregunta la peluquera trasteando a nuestras espaldas.
—Por-che-tta, es un embutido italiano.
—Ah… ¿El agua bien?
—Y si no quieres de porchetta, si te apetece algo más sencillo, está el de… ¿Cómo se llama…? Ya lo diré… La catalana no, la… ¡La mortadela!
—Mmm, qué buena. No me hables de comida a estas horas… ¿Tú cuál te has pedido?
—¡El de porchetta!
Paso 4: el corte. Una hora más tarde, cambias de sillón y te enfrentas a tu reflejo. De pronto, has envejecido diez años, tienes el aspecto de un perro abandonado en un día de lluvia. Miras hacia otro lado. Detrás de ti hay un extraterrestre de papel albal. La peluquera te estira el pelo en todas direcciones, lo observa, te rodea para cambiar de perspectiva y hace muecas de desaprobación.
—Tu pelo luce más si lo llevas corto, porque se ve más lleno —dice mascando chicle.
—No quiero tocar demasiado el largo. Las puntas, nada más.
A continuación te cubre con una capa de color fucsia, desenfunda las tijeras y se pone a trabajar. Las hojas metálicas te acarician las mejillas. Los tijeretazos retumban con fuerza en tu oído. Con la mirada gacha, ves cómo llueven medialunas negras sobre la capa, mechones de pelo enormes. Tu melena heroica se va achicando en una melenita.
—Pues te da para hacerte una pequeña coleta. ¿Cómo lo secamos? —añade la peluquera guardando el arma en el delantal.
Levantas la vista. Te enfrentas a tu nuevo yo. El primer encuentro es decepcionante.
Paso 5: el secado. Aún conservas cierta esperanza en la transformación. Quizá un aliento de aire caliente consiga reanimar el mocho que cuelga de tu cabeza. El bufido del secador hace que el pelo te azote la cara. Durante unos segundos, estás en una centrifugadora. Luego, instintivamente, te echas las manos a la cabeza.
—Pues ya estamos. ¿Te gusta?
Sonríes. Tu nuevo peinado es un anacronismo; tu expresión de susto se inscribe en un volumen abombado, a lo Anna Wintour, pero sin glamur. Ahora, el principal objetivo es abandonar la peluquería. Aparte del lavado, el corte y el secado al aire, pagas un precio adicional por la mascarilla.
—Para el tratamiento hidratante, coge cita lo antes posible. ¡Que vaya bien!
Paso 6: el regreso a casa. Sales del salón dos horas más tarde, cabizbaja. No es posible prever el resultado de una metamorfosis. Sin embargo, esta te ha descuadrado por completo. De vuelta a casa, el cristal de un escaparate te devuelve la silueta de tu nuevo look. Pareces un Chupa Chups. Suerte que todavía puedes hacerte una pequeña coleta. Bueno, piensas, necesitabas un cambio. Porque, ¿cómo vas a ir así por la vida, con esos pelos?
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