Tumgik
#Johnlockenespañol
lilietherly · 5 years
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[Fanfic] Matar al conejito
—¡Iré a buscar mi libro de recetas! —John se estremeció, esperado no pensar en lo que la señora Hudson estaba definitivamente pensando.
—No vamos a comer… —trató de decir, más era demasiado tarde, la mujer había entrado casi corriendo a su departamento. John volvió la mirada hacia el cielo. El claro día se mostraba en su apogeo tan cálido como luminoso, apenas una que otra nube se miraba a la lejanía y por la calle apenas algún automóvil se dejaba ver, manteniendo el ambiente silencioso, casi pacífico y enteramente irreal.
El doctor suspiró, vaya día más bonito. Por fin uno de sus descansos coincidía con un evento tan poco frecuente en el normalmente nublado y ruidoso Londres. Pero, se dijo, una hermosa tarde no sería motivo suficiente para arruinar sus planes de quedarse todo el maldito día en la cama, durmiendo hasta poco antes del anochecer, en donde arrastraría a Sherlock y sus cachorros hasta el Speedy’s para hacerle pagar al Alfa por su cena luego de que el detective casi arruinara uno de sus suéteres favoritos.
Y sin embargo, ahí estaba.
Miró a Sherlock. Ambos estaban de pie justo en el arco de la puerta del 221B. John miró hacia el despejado cielo una vez más, tratando inútilmente de encontrar calma y paz interior. Una vez más se enfocó en el detective. No hace más de una semana le había puesto nombre a uno más de sus gestos, al que graciosamente el doctor le llamaba “Error. Dato no encontrado. Error” mismo que ahora se encontraba en el rostro de Sherlock. Sus cejas en una V perfecta, sus labios esponjosos aplastados entre sus dientes dentro de su boca y la mirada gris totalmente fija en un solo punto. Finalmente, escondiendo una sonrisa que en este momento no tendría lugar, enfocó la vista en el mismo lugar que el detective.
—¿John?
—¿Si, Sherlock? —Ninguno de los dos desvío la mirada de la jaula que estaba a sus pies o la caja de madera que había debajo de ella.
—Este… obsequio… —John pensó que él tampoco sabría denominar si aquel obsequio era tal—¿se supone que debemos estar agradecidos?
—No lo sé, es complicado —tomó la tarjeta que estaba atada sobre una de las varillas de la jaula al mismo tiempo que escuchaba cómo algo se removía dentro de la caja de madera—. Pero no terminamos tan mal con la doctora Stapleton… aun así… es muy complicado Sherlock —suspiró una vez más, rascándose la cabeza mientras leía la nota; “Un pequeño regalo por un día tan interesante”.
John podía denominar aquel día como algo más que interesante, sin embargo, para alguien que hace conejitos fluorescentes solo por diversión definitivamente habría de tener un concepto distinto de “interesante”. Pero ahora mismo, lo más importante era que no tenía idea de los pasos a seguir de ahora en adelante. El doctor incluso estaba seguro de que Sherlock se encontraba en la misma situación.
—No vamos a-
—No, no lo comeremos —le cortó John, definitivamente no iban a hacer eso, mucho menos si esa gran bola de pelos le miraba con sus grandes ojos de canicas rojas mientras engullía una de las tantas hojas de lechuga a su alrededor, moviendo sus bigotes graciosamente. ¡Conejos! Gritó John en su mente, pensando en la palabra más como un insulto que como una descripción básica. Desvió la mirada, sintiéndose controlado por ese diminuto par de canicas rojas.
El ex militar comenzó a sentirse débil. No es que tuviera gusto por los animales.
—A los niños seguro les gustarán. —John volvió a mirar a la bola de pelos. No, definitivamente no tenía gusto por los animales, sin embargo, se había emparejado con un hombre que parecía tener tendencias gatunas, y con él mismo, había procreado a tres adorables cachorros que, como Sherlock bien había apuntado, definitivamente quedarían fascinados con…
—Espera ¿les? —Sherlock asintió, fue hacía la jaula y al dejarla sobre el suelo abrió de inmediato la caja de madera. John no quería acercarse, sin embargo sintió la necesidad de hacerlo. Entre la paja y aún más grandes cantidades de verduras había, por lo menos, seis bolas de esponjoso pelo blanco, bolas que le miraron atentamente con perfectos, brillantes y grandes ojos, unos negros como gotas de aceite y otros rojos como rubíes. John sintió cómo se aceleraron sus latidos. Su voluntad no era lo suficientemente fuerte como para poder luchar contra esa imagen. Aun así;—E-el espacio es limitado Sherlock, no podemos tenerlos. Además, los conejos son máquinas de hacer popó y más conejos.
—¿Entonces?
—¿Tú que dices? —Preguntó John esta vez. Normalmente era el doctor quien se encargaba de tomar cualquier decisión que no tuviera que ver con resolver un caso. Pero ahora mismo, siendo por completo controlado por esos ojillos que solo le cantaban “Ámame, ámame, soy totalmente adorable”, se sentía estúpido e indigno y errar por ello encima de la mejor de las opciones no era algo de qué sentirse orgulloso. Necesitaba un poco de ayuda de su Alfa.
—Podemos esterilizarlos y hacerles un espacio en cada una de las habitaciones de los niños, siempre y cuando acepten ser ellos quienes se encarguen de alimentarlos y limpiarlos —concluyó Sherlock, y si bien le ofreció a John una respuesta más fiable de las que se le pudieron haber ocurrido a él, no le había dicho nada sobre su propia opinión. Además, y aún no lo decidía, había un número impar de conejitos, si decidía darlos a sus hijos definitivamente se pelearían por el más grande.
—¿Y qué hay de ti? No te… —Sherlock negó con la cabeza, sonriéndole apaciblemente y pasándole un brazo por la cintura. John inmediatamente se relajó, aspirando inconscientemente la tranquilidad en el aroma del detective.
—Será divertido ver a nuestros cachorros utilizar a los conejitos como lámparas, vamos a adoptarlos John. —El doctor sonrió y soltó una ligera risa.
—¿Realmente crees que la doctora les haya hecho eso? Pero si son muy pequeños —tomó la caja en donde estaban las bolitas de pelo, mientras Sherlock le seguía adentro con la jaula en manos. Subieron hasta la pequeña sala y los colocaron sobre la mesita de café.
—Si no lo hizo… —decía el detective, mientras corría a las ventanas y dejaba de a poco la habitación a oscuras. Finalmente, John sentado sobre el largo sofá, miró sorprendido a la caja de madera—, entonces lo heredaron —concluyó, acercándose a su Omega, cuyo rostro inclinado hacia los conejitos resplandecía. Sherlock pudo detectar el olor de la sorpresa, la incredulidad e inocente alegría provenir de su doctor. Sonrió, ya estaba decidido.
—Si son dos para cada uno ¿qué haremos con el más grande? —Sherlock le regaló una sonrisa maliciosa, de esas que declaraban una travesura dispuesta a ocurrir.
—Descuida, yo me encargo. —Una vez John volvió a descorrer las cortinas, miró dudoso e inseguro a su detective.
—No irás a-
—Por supuesto que no, ¿por quién me tomas? Solo déjalo en mis manos, no hay nada qué temer —dijo sin borrar su sonrisa. Volvió a colocar la tapa en la caja de madera y fue rápidamente a donde su abrigo.
—¿Saldrás?
—Saldremos —le corrigió, tomando con una mano a John y con la otra la jaula del conejo más grande—, tu iras a conseguir comida y un buen veterinario… yo me encargaré de él. —Se separaron en las escaleras, Sherlock salió casi corriendo no sin despedirse dándole a John un beso apresurado, su sonrisa maliciosa volvió a aparecer nada más dio un paso fuera del 221B.
Por otro lado, John se encontró con la mirada comprensiva de su casera. Miró el recetario viejo y muy usado en una de sus manos, la sonrisa resignada y el suspiro que apenas logró contener. Realmente la mujer había deseado esa cena especial.
—¿Entonces no? —Preguntó, una risa escapando de sus labios.
—No señora Hudson, no vamos a matar al conejito —John se despidió amablemente y salió del edificio, el claro y hermoso cielo le recibió con tranquilidad. Vaya forma de pasar su día libre.
Extra;
Mycroft se levantó de la manera más lenta posible de la cama. Se supone, por el resto del día tenía planeado apenas salir de la cama, sin embargo, ante el apresurado e ininterrumpido toque del timbre dejó sobre su rostro una mueca de desagrado total, ¿quién más en este mundo hacía algo tan molesto? Y era peor aún en este su único día libre en lo que parecían años. Porque claro, sus días de descanso siempre eran interrumpidos por más trabajo.
Ahora, precisamente hoy que por fin despertaba tranquilo y en paz, sin la sensación de culpa por abandonar el lecho más temprano de lo que debería, su indeseable hermano le molestaba. Obligándole a ir a atenderlo cuando había estado seguro de tener todo el día desocupado para…
Al abrir la puerta se quedó estupefacto.
A sus pies, un gordo y blanco conejo comía como si en ello se le fuera la vida dentro de una jaula metálica. El animal le miraba fijamente con sus ojitos rojos mientras devoraba uno u otro pedazo de verdura. Mycroft sintió recorrerle como una ola una extraña amalgama de pesadez, enojo y la más inverosímil de las incomodidades. Pensó en regresar a la cama, dejar el tema zanjado como un sueño producto del cansancio y dormir tranquilamente hasta bien entrada la tarde, no obstante, pronto se encontró inclinándose sobre la jaula, leyendo la notita que colgaba de ella.
«Tu nuevo pez dorado»
Mycroft ni siquiera le dedicó un segundo pensamiento a eso.
—¿Pasó algo? —Le preguntó el sexi Alfa con quien compartía cama desde hace ya casi quince años.
—No es nada querido, vuelve a la cama. —El otro solo asintió, pero antes de que se diera la vuelta, Mycroft le preguntó—Dime Greg, ¿has probado conejo? —Sobre su rostro, una sonrisa malvada apareció.
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lilietherly · 5 years
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[Fanfic] Hablar amor
Suspiro único
Declarar un sentimiento es fácil, casi tanto como cortarse un brazo.
Quien más para saberlo con exactitud que Sherlock Holmes, cuya mascara de soledad y fríos razonamientos se ha quedado sobre él por tanto y tanto tiempo que, como no había reparado jamás, es ya totalmente imposible retirarla. Mucho menos ahora, por más necesidad que tuviera por ello, sus pétreos gestos se mantendrían firmes, tan inamovibles como una montaña, tan sempiternos como el tiempo y tan indiferentes como una piedra ante su inminente destrucción. Y sus intentos anteriores por dibujar sobre su rostro algo más que sínicas sonrisas o sutiles gestos amistosos importaban poco si al final de cuentas los resultados eran tan vacuos como inexistentes.
Holmes estaba perfectamente consiente sobre su incapacidad para dejar en claro sus emociones.
Aun así y por increíble que pudiera ser, se había topado con alguien que estaba dispuesto a aceptarlo tal cual. En principio hubo sonado bastante fantasioso y por completo irreal, después no le faltó más que un par de meses para dar cuenta de que en realidad no se lo estaba imaginando. Aquella persona realmente existía, podía soportarle y convivir con él de un modo por entero normal, sin que Holmes mismo se viera en la necesidad de mentir, actuar o censurar de alguna forma sus palabras. Había alguien que le aceptaba.
Y no solo eso, se sorprendió el detective luego de casi medio año, ese hombre además de soportarlo le consideraba su amigo, alguien por quien ofrecía palabras halagadoras, de aliento y sobre todo de celo. El hombre dejaba siempre muy clara su preocupación para con Holmes, no solo por su estado de salud sino también por confirmarle una vez tas otra, durante sus accesos de depresión, lo increíblemente valioso que el detective era para la sociedad. Recalcando también, lo aburrida y solitaria que resultaría la vida de ese hombre si Holmes no existiera. Además, por si aquello no fuera ya bastante y a pesar del muy insufrible carácter del detective, totalmente inexistentes eran las razones por las cuales ese hombre excepcional le abandonaría.
Lo había comprobado ya muchas veces, no a propósito desde luego, John H. Watson jamás se apartaría de su lado, no importa cuántas veces pudiera ofenderlo, avergonzarlo o hacerle ver lo inferior que era, el doctor nunca le dejaría solo. Y Holmes no solo había llegado al punto de colocar a Watson sobre un pedestal insustituible, un lugar que absolutamente nadie había merecido antes, sino además, una vez aceptado el hecho de que ese puesto era inamovible, llega a ser este el momento en donde, sin mayor ceremonia; Holmes puede dar crédito a lo que desde hace un tiempo su mente y corazón han comenzado a susurrar.
Se ha enamorado.
Aquella delicada, fría y calculadora maquinaria con la que había comparado a su mente pragmática y docta pasaba a ser, gracias a la benevolencia del honorable doctor Watson, una suma imperfecta de emociones, sensaciones e irracionales pensamientos cuyo resultado no era tan negativo como en un principio Holmes estuvo dispuesto a asegurar. Todo ello, sin embargo, no causaría el más mínimo efecto sobre los gestos de su rostro, los movimientos de sus manos o el frío mirar de sus ojos. Holmes pudo haber caído en el amor, ergo, poco haría esto en pos de hacer entrever su sentir sin la necesidad de hablar. Un requisito ciertamente necesario cuando se tiene una fuerte disposición por hacerlo.
Guardar silencio no entraría jamás en algún plan. Censurar tal nivel de emoción resultaría, más tarde que temprano, en una bomba que podría estallar en cualquier momento. Cualquiera. Tener semejante secreto guardado no sería sino un inconveniente. Resultaría mejor, sea cual fuere el resultado, aclarar el asunto y dejarlo morir o vivir en paz. Ser libre de algo que de una u otra forma le traería a Holmes más problemas de lo debido, era en verdad lo más conveniente. Pero he ahí el problema.
Si Holmes solo se detuviese frente a Watson y en aquel tono tan serio declarase su amor, no podría el detective enojarse si el doctor se tomara sus palabras como una especie de broma retorcida. Por supuesto, la escritura no era lo suyo. Pensar en otra cosa no estaba dentro de sus capacidades, pedir consejo mucho menos. Si ser directo era pues lo más factible, ya no habría entonces porqué seguir retrasando el asunto.
—¿Se encuentra usted bien? —Sin esperar respuesta Watson colocó una mano sobre la mejilla de Holmes y finalmente la retuvo contra su frente—Su temperatura es normal, sin embargo desde esta mañana le he notado extraño —comentó el doctor. Holmes levantó la mirada, enfocándose en los ojos verde pasto que le observaban preocupados. Su corazón, siempre tranquilo, volvió a correr apresurado bajo el firme examen de Watson sobre su persona.
—Le haré una pregunta Watson —anunció Holmes, tomando con una de sus manos una de las del doctor. Con su pulgar acarició apaciblemente la suave piel contraria, un estremecimiento le recorrió como un aviso tácito sobre lo mucho que extrañaría ese nuevo gesto si Watson llegase a rechazarlo.
—Usted dirá Holmes. —El detective tomó por buena señal que el doctor no rechazara su contacto, más aún que su rostro se pintara de un sutil escarlata y mirara hacia otro lado.
—Antes deberá prometerme una cosa. —Watson asintió, Holmes, de pie y todavía sosteniendo la mano del doctor, soltó en silenció todo el aire contenido en su pecho—. Me escuchará atentamente, no dirá o comentará una palabra y esperará hasta que termine para hacer lo que desee. —Una vez más Watson asintió. Holmes entonces acortó la distancia entre ambos, pegó su pecho contra el del doctor, llevó la mano entre la suya hasta sus labios y dejó sobre ella un beso. Con el otro brazo rodeó la cintura de Watson, su aliento tibio y su voz susurrante acariciaron el sonrojado oído—. Espero haber dejado claro que no estoy tratando de hacer una broma —Holmes pudo sentir en carne propia el estremecimiento que recorrió por entero a su cronista—He estado pensando mucho en usted últimamente. En todo lo que ha influenciado en mí, lo que estaría dispuesto a hacer por usted y en lo imposible que sería reemplazarle. Me he preguntado por qué, de entre todas las personas a mí alrededor, ha sido usted el elegido para despertar en mi semejante sentimiento de apego. Una vez obtuve las razones de ello, he llegado a una súbita conclusión; ¿qué me responderá usted, Watson, cuando le diga que le amo?
Un parco silenció se extendió por toda la sala. Afuera la noche comenzaba a pintar el cielo y este era acompañado por gotas de lluvia, mismas que comenzaron pronto a repiquetear traviesamente contra las ventanas. De la chimenea se extendía una apacible y perezosa calidez.
—Yo le respondería más con un cómo que con un porqué —dijo Watson en tono susurrante, ocultando su rostro entre el cuello y el hombro del detective. Holmes enarcó una ceja, lo máximo que podía expresar al darse cuenta de que las probabilidades de ser rechazado se reducían considerablemente con forme los segundos pasaban.
La piel de Holmes se erizó a partir de su cuello hasta los pies cuando Watson comenzó un camino de besos desde el punto detrás de su oreja hasta su pómulo. El doctor entonces le miró, sus ojos entrecerrados y un hermoso escarlata decorando sin vergüenza sus mejillas. Holmes cerró los ojos al instante en que Watson le besó en los labios. La suavidad de ellos se quedó marcado a fuego en su memoria, el calor que irradiaban se esparció por todo su cuerpo. Pudo sentir dos corazones acelerados, más no podría decir cuál de ellos era el suyo, tampoco es que importara. Cuando su cronista se separó, luego de lo que parecieron tan solo un par de segundos, el detective le miró nuevamente.
Su mente estaba acelerada, los pensamientos iban y venían, en cambio, no parecía encontrar las palabras adecuadas para hablar.
—¿Puede decirlo una vez más? —Pidió Watson, con ese maravilloso color todavía sobre su rostro.
—¿A qué se refiere?
—Te amo.
—Te amo —repitió Holmes, aunque esta vez solo recibió una ligera risa.
—Ahora dígalo sin parecer tan serio —más Watson solo pudo ver un ceño fruncido. Sí, ya lo sabía, estaba pidiendo demasiado. Soltó un suspiro y sonrió—. Solo puedo imaginarme lo que debió pasar por su cabeza para decir todo eso sin reflejar la más mínima emoción en su voz. Sé que no es usted un hombre sentimental, recuerdo mejor que bien cada opinión suya sobre todas las emociones y reconozco que en un principio pensé que no eran sus palabras otra cosa sino un experimento… sin embargo, conozco demasiado bien a mi Holmes —la sonrisa en su rostro se hizo todavía más amplia. Con una de sus manos comenzó a acariciar los azabaches cabellos del detective—y dado que yo no padezco su misma sintomatología puedo decírselo claramente; así como es, como espero sea siempre, le amo y le amaré.
Holmes sonrió de forma imperceptible, le faltaba mucho por decir y por aprender, más parecía que su doctor podía entenderlo completamente, con el tiempo –quizá– intentaría aclararlo. No obstante, en realidad, prefería mil veces que le cortasen un brazo a decirle a Watson que ese había sido su primer beso.
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