#[ se persigna tres veces ]
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edcnns · 26 days ago
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# 💬 theia ha dicho : ' la calma aquí es... rara ' .
eden otorga una asentimiento taciturno a la afirmación, mostrándose de acuerdo y tomándose un segundo más para elegir las palabras, sin ganas de sonar como una conspiranoico. ' se siente como la calma antes de la tormenta, ¿no es así? ' echa, tono de voz ligero, tratando de guardarse las sospechas para sí mismo a pesar de sus palabras. ' al menos sabemos que la selección de música será acorde ' se permite bromear entonces, aun sí no ha apreciado para nada ser removido de su siesta al ritmo del ave maría.
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torregris · 5 years ago
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Mi Madre, la africana loca
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No soporto tener este acento. Lo odio cuando la gente me pide que repita cosas y oigo cómo se ríen por dentro porque no soy americana. Ahora, cuando Padre me habla en igbo, respondo en inglés. Lo haría también con Madre, pero no creo que le haga gracia, aún no.
Cuando la gente pregunta de dónde soy, Madre quiere que diga Nigeria. La primera vez que dije Filadelfia, ella me dijo, “di Nigeria”. La segunda vez me dio un tortazo en la nuca y preguntó, en igbo, “¿estás mal de la cabeza?”
Por entonces yo ya iba a la escuela y le dije que las cosas no son así para los americanos. Eres de dónde has nacido, o de dónde vives, o de dónde tienes intención de vivir mucho tiempo. Fíjate en Cathy, por ejemplo. Ella es de Chicago porque nació ahí. Su hermano es de aquí, de Filadelfia, porque nació en el hospital de Jefferson. Pero su padre, que nació en Atlanta, ahora es de Filadelfia porque vive aquí.
A los americanos les da igual esa bobada de que vengas de tu aldea ancestral, donde tus antepasados tenían tierras y donde tu linaje se remonta a cientos de años. Así que conoces tu linaje, ¿y qué?
Yo todavía digo que soy de Filadelfia cuando Madre no está. (Sólo digo Nigeria cuando alguien dice algo sobre mi acento y entonces siempre añado, pero vivo en Filadelfia con mi familia.)
Además, cuando Madre no está, me llamo Lin. A ella le gusta repetir que Ralindu es un hermoso nombre igbo, que significa tanto también para ella, ese nombre, Elige la Vida, por lo mal que lo pasó, por mis hermanos que murieron siendo bebés. Y lo siento, no sé si me entiendes, pero ahora mismo no puedo con un nombre como Ralindu y con mi acento, sobre todo ahora que Matt y yo estamos juntos.
Cuando llaman mis amigas, Madre dice, “¿Lin?”, alargando la pausa un instante, como si no supiera quién es ésa. Cualquiera diría que no lleva aquí tres años (seis años le digo a veces a la gente) por cómo actúa.
Todavía le gusta terminar sus observaciones con la exclamación ¡América! Como en los restaurantes, “mira esta gente, cuánta comida desperdicia, ¡América!” O en la tienda, “mira cómo han bajado los precios desde la semana pasada, ¡América!”
Pero ahora va todo mucho mejor. Ya no se persigna, temblando, cada vez que informan de un asesinato en las noticias. Ya no está pendiente de las indicaciones que le ha escrito Padre cuando coge el coche para ir al supermercado o al centro comercial. Pero igual, todavía lleva las instrucciones en la guantera, escritas por Padre con su letra tan formal. Todavía se aferra con fuerza al volante y mira a menudo por el retrovisor, pendiente de los coches de policía. Y yo suelo decirle, Madre, la policía americana no te detiene porque sí. Sólo si haces algo malo, como correr demasiado.
Lo reconozco, yo también estaba impresionada la primera vez que llegamos. Vi la casa y entendí por qué Padre no había querido traernos al terminar su residencia, por qué decidió trabajar tres años, un trabajo normal además del pluriempleo. Me gustaba salir de la casa y quedarme así mirándola largo rato, la elegancia de la piedra exterior, el césped que la rodeaba entera como un manto teñido del color del mango cuando todavía está verde. Y adentro, me gustaban las escaleras en curva del recibidor, la baranda reluciente, la espléndida chimenea de mármol; me sentía como en el plató de una película extranjera. Incluso me gustaba el clon-clon-clon de los suelos de madera cuando caminaba con zapatos, no como el suelo de cemento que teníamos allá, tan silencioso.
Ahora, si estoy abajo en el sótano, me molesta el ruido de los suelos de madera cuando Padre se trae a sus colegas del hospital. Padre ya no le pide a Madre que prepare algo para sus invitados, encarga que le traigan a casa bandejitas de queso y fruta para llevar. Antes se peleaban por eso, Padre le decía que a los blancos les daba igual el moi-moi y el chin-chin, las cosas que ella quería preparar, y Madre le decía, en igbo, que estuviera orgulloso de ser quién era y que primero lo sirviera, a ver si no les gustaba. Ahora se pelean por cómo se comporta Madre en esos encuentros.
Tienes que hablarles más, dice Padre, que se sientan a gusto, y deja de hablarme en igbo cuando están aquí.
Y Madre grita, ¿Así que ahora no puedo hablar en mi idioma en mi propia casa? Dime, ¿ellos cambian su manera de comportarse cuando vas tú a su casa?
No son auténticas peleas, no como los padres de Cathy, que dejan todo de vidrios rotos y Cathy tiene que recogerlo antes de ir al colegio para que su hermana pequeña no los vea. Madre todavía se levanta temprano para dejarle la camisa a Padre sobre la cama, para hacerle el desayuno y ponerle el almuerzo en la fiambrera. Padre cocinaba cuando estaba solo -vivió solo en América casi siete años- pero ahora, de repente, resulta que no puede cocinar. Ni siquiera puede ponerle la tapa a una olla, no, ni siquiera puede servirse él mismo de una olla. Madre se escandaliza con sólo que se acerque a la cocina.
“Has cocinado bien, Chika,” dice Padre en igbo, después de cada comida. Madre sonríe y sé que ya está maquinando la próxima sopa que va a cocinar, qué nuevas verduras probar.
Todas sus comidas tienen una base nigeriana, pero le gusta experimentar y ha aprendido a improvisar con aquellas cosas que no están en la tienda africana. Patatas al horno en lugar de ede. Espinacas en lugar de ugu. Incluso encontró la manera de preparar el cereal de farina para que tuviera la consistencia del fufu. Eso fue antes de que Padre le enseñara cómo ir a la tienda africana donde tienen harina de casava. Ya no se niega a comprar pizza y patatas fritas congeladas, pero todavía gruñe cada vez que las como, y todavía dice que esa comida tan mala te chupa la sangre. Cuando cocina una sopa nueva, que es casi cada día, me la hace comer. Me observa mientras amaso unas bolas fláccidas con el fufu y las sumerjo en la sopa espesa, incluso se me queda mirando la garganta mientras trago, para ver si bajan las bolas y se quedan abajo.
Creo que le gusta cuando viene gente a la que yo llamo invitados accidentales, porque siempre se muestran tan efusivos con su cocina. Siempre son nigerianos, siempre recién llegados a América. Buscan nombres en el listín telefónico, buscan a nigerianos. Los que son igbo le dicen a Padre que les da ánimos ver un nombre igbo, como Eze, después de las columnas de yorubas, los Adebisis y Ademolas. Pero claro, añaden mientras engullen los plátanos fritos de Madre, en América todos los nigerianos son hermanos.
Cuando Madre me obliga a salir a saludarlos, respondo en inglés cuando ellos hablan en igbo, y pienso que no deberían estar aquí, que están aquí sólo por el accidente de que somos nigerianos. Suelen quedarse sólo unos días hasta que deciden qué hacer, Padre es firme en eso. Y hasta que se marchan, nunca les hablo en igbo.
A Cathy le gusta venir a conocerlos. Le fascinan. Habla con ellos, les pregunta por sus vidas en Nigeria. A esa gente le encanta hablar de lo víctimas que son, de cómo sufrieron a manos de los soldados, jefes, maridos, familia política. En mi opinión, Cathy les tiene demasiada simpatía. Una vez incluso le dio un currículum a su madre que se lo dio a otra persona que contrató al nigeriano. Cathy es guais. Es la única persona con la que puedo hablar de todo, pero a veces pienso que no debería pasar tanto rato con nuestros invitados accidentales porque se pone igual que Madre, sin el tono de regañina, pero me dice cosas como, deberías estar orgullosa de tu acento y de tu país. Yo digo que sí, que estoy orgullosa de América. Soy americana aunque sólo tenga, todavía, la tarjeta verde.
Lo dice de Matt también. Que no debería esforzarme tanto en ser americana por él, porque si fuera auténtico yo le gustaría igual (lo dice porque yo le pedía que me dijera palabras, quería practicar y pillar bien las inflexiones americanas. Ojalá Nigeria no hubiera sido una colonia británica, es tan difícil quitarse esa manera de pronunciar mal las palabras). Por favor. He visto cómo se ríe Matt del chico indio que tiene un nombre que nadie sabe pronunciar. El pobre chaval tiene un acento tan marcado que ni siquiera se le entiende cuando dice su nombre. Al menos en eso soy mejor que él. Matt ni siquiera sabe que me llamo Ralindu. Sabe que mis padres son de África y cree que África es un país, y poca cosa más. Al principio, me gustó el brillante tipo dormilona que lleva en la oreja izquierda. Ahora es todo él, incluso su manera de caminar con las piernas muy por delante del resto del cuerpo.
Tardó un poco en fijarse en mí. Cathy me ayudó, se acercaba a él descaradamente y le pedía que se sentara con nosotras para comer. Un día le preguntó, “Lin está buena, ¿verdad?” Y él dijo que sí. A ella no le gusta Matt. Pero bueno, a Cathy y a mí no nos gustan las mismas cosas, por eso nuestra amistad es tan auténtica.
Madre era muy precavida con Cathy. Decía, “Ngwa, no te quedes tanto rato en su casa. No comas ahí tampoco. Van a pensar que en casa no tenemos comida”. De verdad, creía que los americanos tienen los mismos cuelgues estúpidos que la gente de su país. No se visita tan a menudo a la gente a menos que te devuelvan la visita, no vaya a ser que quedes mal. No se come tan a menudo en casa de la gente si no vienen a comer a la tuya. Venga ya.
Llegó incluso a prohibirme que visitara a Cathy durante casi un mes, hace un par de años. Era nuestro primer verano aquí. En el colegio habían organizado una barbacoa familiar. Padre tenía guardia en el hospital así que fuimos solas Madre y yo. ¿Le servían de algo a Madre los ojos que tiene en la cara? ¿No se daba cuenta de que en verano las americanas vestían pantalón corto y camiseta? Aquel día se puso un vestido tieso, azul, con grandes solapas blancas. Ahí estaba ella con las demás madres, todas chic con sus tops y sus shorts; parecía una mujer extraviada, emperifollada para una barbacoa. La evité casi todo el rato. Había varias madres negras, así que cualquiera de ellas podría haber sido mi madre.
Esa noche en la cena, le dije, “La madre de Cathy me ha pedido que la llame Miriam”. Levantó la vista, con una pregunta en los ojos. “Miriam es su nombre de pila,” dije yo. Entonces me atreví, rápida. “Yo creo que Cathy debería llamarte Chika.” Madre siguió masticando en silencio un trozo de carne del estofado. Levantó de nuevo la vista. Sus ojos oscuros eran puro fuego desde el otro lado de la mesa. Soltó un chorro de palabras en igbo. “¿Quieres que te dé un tortazo que te hará saltar los dientes de la boca? ¿Desde cuándo los niños llaman a sus mayores por su nombre de pila?” Le pedí perdón y bajé la vista, amasando las bolas de fufu con más cuidado que nunca. Mirarla a los ojos la incitaba a cumplir sus amenazas.
Después de eso, no pude ir a casa de Cathy durante un mes, pero Madre dejó que Cathy viniera a la mía. Cathy se reunía con Madre y conmigo en la cocina, y a veces ella y Madre pasaban horas charlando sin mí. Ahora Cathy no le dice Hola a Madre, le dice Buenas Tardes o Buenos Días porque Madre le ha dicho que los niños nigerianos saludan así a los adultos. Además, no la llama Señora Eze, la llama Tía.
Ella cree que Madre es genial por muchas cosas. Por su manera de caminar. Majestuosa. O su manera de hablar. Melodiosa. (Madre ni siquiera se esfuerza en decir las cosas a la manera americana. Todavía dice palabras que sólo usan los ingleses, por el amor de Dios.)
O porque Madre me abrazara cuando me vino la regla. Qué gesto tan cariñoso. La madre de Cathy se limitó a decir oh, y salieron juntas a comprar compresas y bragas. Pero cuando Madre me abrazó, hace dos años, apretándome contra ella como si hubiera ganado una carrera importante, no me pareció para nada un gesto cariñoso. Quería apartarla, su olor era agrio como la sopa de onugbu.
Me dijo que era una gran bendición, que algún día traería niños al mundo, que tenía que cerrar bien las piernas para no avergonzarla. Yo sabía que luego ella llamaría a Nigeria y se lo contaría a mis tías y a Mama Nnukwu y entonces hablarían de los niños fuertes que algún día yo traería al mundo, del buen marido que encontraría.
                                                                      * * *
Hoy viene Matt a casa, estamos haciendo un trabajo juntos para clase. Madre no ha parado de dar vueltas por la casa. En Nigeria, las niñas se hacen amigas de las niñas y los niños se hacen amigos de los niños. Entre una chica y un chico no puede haber sólo amistad. Hay algo más. Le explico a Madre que en América es diferente y ella dice que lo sabe. Pone un plato de chin-chin recién frito en la mesa del comedor donde trabajaremos Matt y yo. En cuanto sube las escaleras, me llevo el chin-chin a la cocina. Me imagino la cara de Matt cuando diga, ¿qué coño es eso? Madre reaparece y vuelve a poner el chin-chin. “Es para tu invitado,” dice.
Suena el teléfono y rezo para que esté ocupada largo rato. Luego suena el timbre y ahí está Matt, con su tachuela brillante en la oreja y una carpeta en la mano.
Matt y yo estudiamos un rato. Madre entra y cuando él le dice hola, ella se lo queda mirando fijamente, hace una pausa y luego dice “¿Cómo está usted?” Pregunta si ya casi estamos y lo dice en igbo. Antes de contestarle que sí, hago una pausa larga para que Matt no piense que la entiendo bien cuando habla en igbo. Madre sube las escaleras y cierra la puerta de su dormitorio.
“Vamos a tu habitación a escuchar música,” dice Matt, al cabo de un rato. “Tengo el cuarto muy desordenado,” digo yo, en lugar de “Mi madre nunca dejaría que un chico entrara en mi habitación”. “Vamos al sofá entonces. Estoy cansado.” Nos sentamos en el sofá y me mete mano bajo la camiseta. Le sujeto la mano. “Sólo por encima de la camiseta.”
“Venga,” dice él. Su respiración es tan urgente como su voz. Lo suelto y desliza la mano como una serpiente bajo mi camiseta, se cierra sobre un pecho enfundado en el sujetador de nailon. Luego, rápido, se abre camino hasta mi espalda y me desabrocha el sujetador. Matt es un crack, ni siquiera yo puedo desabrocharme el sujetador tan rápido con una sola mano. Su mano vuelve serpenteando hacia delante y se cierra sobre el pecho desnudo. Gimo, porque me gusta la sensación y sé que eso es lo que se espera de mí. En las películas, las mujeres siempre ponen cara de éxtasis más o menos a estas alturas.
Ahora se ha puesto frenético, como si tuviera fiebre, malaria. Me empuja hacia atrás, me levanta la camiseta hasta juntarla toda en torno a mi cuello, me quita el sujetador. Siento un frescor repentino en mi torso expuesto. Una humedad pegajosa y cálida en el pecho. Una vez leí un libro en el que un hombre chupaba tan fuerte el pecho de su mujer que no dejó nada para el bebé. Matt chupa como ese hombre.
Entonces oigo abrirse una puerta. Aparto la cabeza de Matt y me estiro la camiseta, no tardo ni un segundo. Mi sujetador, un blanco de espanto contra el sofá de cuero curtido, brilla ante mis ojos. Lo meto detrás del sofá justo cuando entra Madre.
“¿No es hora de que se vaya tu invitado?” pregunta en igbo.
Tengo miedo de mirar a Matt, tengo miedo de que tenga leche en los labios. “Ya está a punto de marcharse,” digo, en inglés. Madre sigue ahí de pie. Le digo a Matt, “Creo que es mejor que te vayas.” Él se pone de pie, recoge los papeles de la mesa. “Vale. Buenas noches.”
Madre está inmóvil, mirándonos a los dos.
“Te está hablando, Madre. Te ha dicho buenas noches.”
Ella asiente con la cabeza, cruza los brazos, mira fijamente. De pronto, suelta un chorro de palabras en igbo. ¿Estaba loca de dejar que un chico se quedara tanto rato? Y el sentido común, ¿dónde lo tenía? ¿Cuándo nos levantamos de la mesa del comedor para sentarnos en el sofá? ¿Por qué estábamos sentados tan juntos?
Matt se va hasta la puerta arrastrando los pies mientras ella habla. Lleva las bambas descordadas y se oye el batir de los cordones cuando camina. “Hasta luego,” dice desde la puerta.
Madre encuentra el sujetador detrás del sofá casi enseguida. Se queda mirándolo fijamente mucho rato antes de pedirme que me vaya a mi cuarto. Sube al cabo de un momento. Aprieta los labios con firmeza.
“Yipu efe gi,” dice. Quítate la ropa. La miro, sorprendida, pero me desvisto lentamente. “Todo,” dice cuando ve que aún tengo puestas las bragas. “Siéntate en la cama, abre las piernas.”
Siento el corazón en los oídos, latiendo desbocado. Me tiendo en la cama, las piernas abiertas. Se acerca, se arrodilla frente a mí, y veo lo que tiene en la mano. Ose Nsukka, los pimientos picantes secos y arrugados que nos envía Mama Nnukwu de Nigeria en pequeños frascos que eran originalmente de curry o tomillo. “¡Madre! ¡No!”
“¿Ves este pimiento?” pregunta. “¿Lo ves? Esto es lo que le hacen a las chicas promiscuas, esto es lo que le hacen a las chicas que usan el cerebro que tienen entre las piernas en lugar del que tienen en la cabeza.”
Me acerca tanto el pimiento que me hago pis ahí mismo. Siento el colchón mojado, cálido. Pero no me lo mete.
Ahora grita en igbo. La miro, cómo resplandecen sus ojos de carbón con las lágrimas, y yo quiero ser Cathy. La mamá de Cathy se disculpa después de castigarla, le pide que vaya a su cuarto, no la deja salir durante unas horas o, como máximo, un día.
Al día siguiente, Matt dice, riéndose, “Me dio un yuyu tu madre anoche. ¡Qué africana más loca!”
Tengo los labios demasiado tiesos para reír. Mientras hablamos, él está mirando a otra chica.
—  Chimamanda Ngozi Adichie
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luisevfuentes · 6 years ago
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Poema No. 1 - El Vestido de Flores.
¡Alumbra el día, doncella mía! Le grita el Sol de su ventana, a la tierna niña que aún dormida alza y quejumbra desmañanada.
Se sienta entonces la bonita sobre el suave piso de su catre, llega papá, toca tres veces, ella corre y la puerta abre.
Encuentra cañas, encuentra ates, flores, frutas y más partes. Dulce afina la voz lisa para agradecerle a su buen padre; degusta entonces, la nena linda, el sabor ígneo de sus ates, su boca llena de fermenta de suave licor de los cañales.
Sus labios pinta carmesí del dulce néctar de las cerezas, come una, come seis, come diez y hasta más fresas.
Tras la merienda, huye la niña de los arropos que la vestían; enjuaga su cuerpo, el alma misma dentro del agua que la persigna. Piel inmaculada, tersa y fría, de vasto fulgor cual sal de mares, chapitas rojas color sandía con algunas semillas por lunares. Estéril e impía, casta y limpia, se seca entonces cuál golondrina, se cubre de bastantes hilos finos cual la luz sobre su cortina.
Toma su pelo, de herdas pías, de brillo negro y largas medidas, recoge claveles, se hace un chongo y se acorona la muy pilla. Las flores que restan, junto al coco fresco, le sirven a la cría como amplio lienzo para crear colonias de olor dulce opuestas mucho al almizcle seco.
Se pone aretes, pule deprisa, las caras perlas de su sonrisa; unta el polen, de polvo liso, sobre las comisuras de sus mejillas. Se embroca entonces, bien decidida, con sus atavíos de luz divina, que traen consigo mucho lujo, edad y sabiduría. Perpetuo y majestuoso: su hermoso vestido de flores, que enaltece su belleza y gran parte de sus dones. Naturalmente flagrante, de manos firmes y sagaces, de ambidiestras bordadoras con fino arte en el encaje. De amplias capas y señuelos, y costuras de terciopelo, tejido amplio en los holanes y flores en todo el esqueleto.
La niña acostumbrada, sin culpa ni recelo, demuestra su elegancia y se pone todo aquello. Valerosa, poderosa, coge su falda como fuego, de punta a punta cual los cuernos del toro ante el torero.
Sale a la calle la muy bendita revoloteando cual colibrí risueño, encamina pronto hacia la plaza con fervor y desasosiego.
Corre entonces por la avenida, salta, brinca y vuela lista hacia el murmullo de aquellos hombres que perplejos me la admiran y castan fieros entre ellos para sacar a la mestiza de su paz intermitente al bailongo que se avecina.
Llega al baile, se aproxima, aúlla y sube a la tarima; la atención de los señores no va más que para ella misma. Seductora, encantadora, ahoga el ruido de sus nervios, toma un trago de aguardiente y danza afín a sus sentimientos.
Baila el colas y sotavento, baila canciones de mero esmero, después la fiesta empieza bajo el arpa y su repiqueteo. Baila la iguana, la petenera, baila el son de la morena, saca apenas el cascabel y al final la Malagueña.
Corteja hombres, de encanto enfermos, al ver tan celebre y bello cuento de la musa hermosa que con su luz atrapa a cientos de sus siervos.
Hombres necios y funestos, muertos de amor y de desdicha, que por uno de sus besos darían su vida por la niña.
Ahí va entonces la dama linda, repartiendo siempre su alegría, con sus ojos en llovizna y el sonar de su peculiar risa.
Ahí va el cielo y el infierno, el purgatorio de mis deseos, ahí va entonces la niña mía, la que siento que más quiero.
Carolina, Bonifacia, o cualquier otro de sus nombres, coloreándome la vida con su hermoso vestido de flores.
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ellenkna · 5 years ago
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La domadora del viento.
Esa noche, supe que iba a ser diferente. Mamichi yacía muerta en el petate. Las velas iluminaban su cara triste por el dolor de haberme abandonado. No cumplió la promesa de mantenerse viva hasta que yo lograra valerme por mí misma.
Tantas veces luchó contra el cáncer de estómago, que tal vez, hasta se hubiera transformado en una mujer de hierro con un poco más de tiempo y así no se habría podrido por dentro. Pero la muerte le avisó en sueño que ya era tiempo de partir, que se despidiera de mí y que no se preocupara, que yo iba a estar bien. Hasta le recomendó que me dejara encargada con tía Agustina, la domadora del viento como todos le dicen porque tiene fama de ser bruja.
En el velorio fue la primera vez que la vi. Su cabello canoso trenzado con listones de colores le llegaba hasta la cadera. Hacian juego con la tradicional falda de acateca desgastada por tanto uso. Sus pies descalzos, anchos como tamal dejan huellas inconfundibles en el barro rojo típico de nuestra tierra. No usa huaraches porque le gusta sentirse en contacto con nana tlali. Nadie la quiere en el pueblo; vive en la orilla, cerca de un barranco donde dicen que se aparece el diablo.
Tía Agustina entro por la pequeña puerta de carrizo del jacal. Sus ojos estaban rojos e hinchados por tanto llanto. Llevaba en los brazos un ramo de crisantemos blancos. En la mano derecha una bolsa de plástico con rayas negras; dentro rellena con velas blancas. Se acercó dónde estaba mamichi tendida. Con sus manos arrugadas comenzó a acariciarla suavemente; entonces su pecho se agitó en gimoteos. De su nariz comenzaron a salir dos hilitos blancos como ríos que crecen con la lluvia. Con voz quedita dijo — yo tiya noknitsin sente konetl kelnamikis mo nakayo man mo yolohilistli o nokauh ipan Ehecatl amanin tinemi ipan yolohilis tepetl, aman tehua ti nechpaleis nitepatis.
Sé lo que dijo porque paré la oreja y a pesar de que no hablo náhuatl, lo entiendo.
Pensé que si papá no nos abandonara por Regina, tal vez mamichi no habría muerto. Él se fue cuando supo que ella tenía cáncer. Sin previo aviso nos dejó una noche lluviosa. Le dijo que así ya no le servía como mujer y que mejor era buscar otra que no fuera tan achacosa.
Vimos cómo juntó su ropa en un cartón y sin más se fue. Mamichi estaba tendida en cama, no se pudo levantar. Tampoco logró pronunciar palabra alguna. Lo miramos hasta que se perdió envuelto en la oscuridad bajo la lluvia. Mucho rato después el silencio se tornó insoportable; entonces con claridad se escuchó como caían las gotas de agua sobre la lámina de nuestro jacal. Los grillos comenzaron a chirriar desesperados y las ranas con su croac, croac cantaron toda la noche ahuyentando las ánimas en pena. Mientras yo fingía estar dormida la abrazaba muy fuerte en tanto sentía como sus lágrimas mojaban mi cara. De eso ya hace casi un año.
Siento que voy entrando por un túnel sin salida, ella se murió, papá se fue con la Regina y ahora tengo que vivir con una extraña que es mi tía, además nadie la quiere por bruja, aunque prefiero llamarla curandera.
Mamichi decía que era muy buena y mucha gente de otros pueblos venían a verla porque tiene remedio para todo. Pero por alguna razón no pudo curar a su hermanita nokniu como le llamaba. Ahora ella sigue llorando, acariciando el rostro frio de mamichi, mientras yo estoy sentada en un sillón mirando cómo se derriten las velas al igual que se evapora la noche. La cera cae sobre los brazos de mamichi, su piel luce amarilla, ya no siente el calor que quema su piel.
El aroma a flores inunda la casa con un olor nauseabundo. Quiero vomitar todo este dolor que no puede salir de mi corazón. No veo futuro, tal vez en alguna otra vida me vaya mejor y si no pues qué más da ni me voy a acordar.
Mientras tanto, algo quiere salir de mi garganta. Recuerdo que hace un par de meses vi a papá en Santa Catarina. Fui a vender elotes hervidos porque el dinero nunca sobra. Él vestía una camisa y pantalón de manta blanca bien planchados. Hasta lastimaba los ojos con el reflejo del sol. A su lado, Regina, ambos sonreían, se les miraba felices. Me pregunto si él recuerda que tiene una hija y una mujer que ahora desencarnó.
Todos en el pueblo decían que Regina era una casquivana, aunque no sé su significado, la maestra de la escuela me decía que si quería saberlo tan solo mirara a la Regina. Según que no sabe ni quiénes son los padres de sus seis hijos, supongo que ni le interesa porque ahora ya tiene a papá.
A lo lejos escucho voces pero están más cerca de lo que imagino, están a mi espalda, todas las señoras en bola chismorrean, se lamentan por mi calidad de huérfana.
Para lo que me importan lo que digan esas chismosas, ya tendré tiempo de cobrárselas. Por ahora solo pienso que mamichi está atrapada en algún lugar del cerro de las ánimas y no sé cómo sacarla de ahí. Quizá si sigo a tía Agustina logre liberarla.
Se acerca a mí, me dice que no haga caso a los chismes, que ya es tiempo, pero ¿tiempo para qué?..
Desde el corral de piedra donde se encuentra la mayoría de hombres tomando mezcalito, se acerca el adinerado del pueblo, Anselmo, tambaleándose con los ojos vidriosos por el alcohol. Se coloca a la altura de la tía para hablar con ella. Tengo que acallar las demás voces a mí alrededor para escuchar qué le dice a la tía.
Ambos me miran, hacen ademanes como si estuvieran haciendo un trato en el cual no se ponen de acuerdo. Anselmo furioso estruja nerviosamente el sombrero entre sus manos.
—¡Kha Anselmo! ¡La chamaca se va conmigo! Aún tengo fuerzas para seguir sembrando la tierra. ¡Ella nada necesita de ti!
Con su español entrecortado afirmó la tía con tanta fuerza que se me saltó el corazón al escucharla.
Las mujeres comienzan a cuchichear entre ellas, pero yo no les hago caso. La tía Agustina se acerca al sillón donde estoy y me abraza. Me siento desarmada por su valentía y por el cariño que me demuestra a pesar de ser la primera vez que nos vemos.
En ese instante por fin llega la rezandera Porfiria. Se acerca a mamichi, se persigna, le acaricia el rostro, se lamenta. —¡Hay Bernardita, ya desencarnaste! ¡Descansa en paz!, que Diosito te perdone lo malo que hiciste y que de alivio a tus penas, no te preocupes por tu hijita, va a estar bien.
Después de sahumarla con copal y de hacer los menesteres correspondientes, comienza a rezar.
Al escuchar todas aquellas voces al unísono repitiendo la letanía como abejas en un colmenar, huelo la resina del copal, veo el humo inundar nuestra humilde casa, envolviéndolo todo en gris; las velas derretidas, las flores semimarchitas alrededor de mamichi, la olla de barro tiznada donde ponemos los frijoles; el fogón donde enardecen las brasas de encino y donde ahora algunas mujeres soplan a la lumbre para preparar café, en la olla de peltre azul que mamichi no quiso estrenar porque decía que sería para una ocasión especial. Por fin algo se desborda en mi interior; entonces las lágrimas brotan y no cesan hasta que quedo agotada.
La noche pasa muy lentamente sin darme cuenta. He quedado dormida por el llanto. Cuando recobro la conciencia, tía Agustina está a mi lado. Nuevamente me dice que es hora y yo me pregunto ¿Para qué?..
Entonces se acerca Don Lauro y sus tres hijos para cargar el ataúd.
La música de viento es demasiado triste, las notas destrozan el silencio. Vamos caminando muy despacio como si no quisiéramos llegar al panteón, tropezando unos con otros. Los rebozos negros y los huaraches empolvados de las señoras asimilan ánimas que van en pos del alma de mamichi. Tía Agustina me abraza, sus manos son cálidas, pero son un poco ajenas a mí.
Todos rezan menos yo, me quedo tirada junto a la tumba, gimoteo quedito. El rebozo ya oscurecido por la mezcla de polvo, sudor y días sin lavar cubre las lágrimas ahogadas de mi rostro; aún puedo percibir la esencia de mamichi en él. Veo como las nubes se detienen un momento, saludan y se van. Los pájaros trinan, desconocen el sabor a muerte que llegamos a experimentar los humanos. Quisiera ser ave en este momento y alcanzar a mamichi en algún lugar del cerro de las ánimas.
A la distancia veo el enrejado oxidado del panteón, las paredes enmohecidas devoradas por el tiempo que no tiene razón de ser especialmente en este lugar. También cada tumba que guarda los muertos gritan desesperadas las historias de sus inquilinos eternos, muchas de esas historias son recientes como una úlcera, aún duelen, aún sangran, muchas otras ya olvidadas, carcomidas por el viento, como las cruces de madera que lucen marchitas por la sequedad y el abandono de la memoria.
Tía Agustina me espera, se encuentra con la cabeza reclinada sobre la puerta de la entrada. Su vista es incierta, quizá piensa lo mismo que yo. También a ella la ha devorado el tiempo, el dolor de perder a su única hermana, además de la preocupación de hacerse cargo de mí. En este instante me siento más sola que nunca. Debo aprender a velarme por mi misma. Es tiempo de cambios, dejo la vestimenta de niña en la tumba de mamichi para convertirme en mujer.
En tanto me acerco miles de dudas inundan mi mente, ¿Qué va a ser de mí?, ¿Debo permanecer a su lado?, mi casa, ¿Quién se hará cargo de ella?, ¿Y si papá vuelve para quitármela?
Las hojas secas de las flores abandonadas en el camino de tierra, crujen bajo mis huaraches. Al verme llegar, tía Agustina sonríe, se le forma una capa gruesa de arrugas en ambos ojos. Toda la sabiduría se concentra en cada uno de esos hilitos de vida. Su mirada es profundamente café como un lago lleno de quietud, entonces, todas las dudas se disipan.
El cerro de las ánimas es el guardián de nuestro pueblo. Ahí llegan las almas desencarnadas de nuestros muertos. Ehecatl es el encargado de llevar a cada uno a su morada, dependiendo de cómo se portaron en esta vida.
Tía Agustina fue la elegida por él, por Ehecatl, para traer sanación a nuestro pueblo. Ella no se casó porque siempre supo su destino. Me dijo que a los nueve años tuvo una revelación en sueño y que desde ese momento comenzó a curar.
—Domar a Ehecatl no es nada fácil— dice, —es un caballo salvaje, koneuh, a veces caprichoso, otras veces celoso, terrible si no eres fiel. Estar con un hombre mancha el espíritu, él no lo perdona—. Alega como para sí, suspirando, mientras pierde la vista hacie el cielo estrellado.
—No te arrepentiste tía.
—Kha.
—¿Por qué?
— Porque al destino no lo puedes engañar y tarde o temprano llegará a ti y te dirá a dónde tienes que ir. Eso me pasó a los nueve años. Yo sabía a dónde me dirigía y que ese era mi destino. Lo acepté sin rechistar.
—Tía… ¿Tú sabes cuál es mi destino?
— Tú corazón lo sabe koneuh, nada más que tiene que explicárselo a la mente.
La vida con tía Agustina ha sido agradable. Vivir en esta casita solitaria como nosotras. Verla curar entre velas encendidas que se mueven al susurro de su voz. La miro desde la esquina sentada cerca del fogón donde las chispas brincan constantemente y el aroma a humo se mezcla con la esencia del copal el cual se esparce con el viento. Donde los espíritus que vienen en su ayuda se manifiestan al crepitar de la lumbre afirmando que tía Agustina es la domadora del viento.
Antes de comenzar a rezar cierra los ojos, habla quedito, se encomienda a mamichi, platica con ella como si estuviera aquí. Se aflige mientras el enfermo la mira con devoción. Su cuerpo se mueve como si alguien la arrullara. Las trenzas coloridas caen sobre sus senos; parecen un par de víboras sabias esperando al asecho.
Recoge del piso de tierra un ramito de hierbas frescas amarradas con hojas de palma, también un huevo. Coloca ambas manos sobre la cabeza del enfermo, éste a la vez cierra los ojos. Tía Agustina pide a los espíritus alejen todo mal del cuerpo del enfermo. El viento del norte se manifiesta, es noble y fresco. El fogón se expande como si fuera una ilusión.
En algún momento del ritual el viento envuelve las sombras que se reflejan en la oscuridad de la choza. Entonces tía Agustina reprende a la enfermedad —Benito ven acá, no te espantes, vuelve a tu envoltura por la voluntad de mi santísimo Dios Ehecatl y con la ayuda de nokniu Bernardita.
Estoy segura que todo saldrá bien, porque mamichi es la mensajera que lleva la súplica al cerro de las ánimas. La observo, un sentimiento extraño se apodera de mí. Siento desvanecerme como las brasas que yacen en el fogón. Entonces me doy cuenta, ya sé cuál es mi destino, seguir domando al viento.
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graciasbalan · 5 years ago
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Las líneas rectas
– ¿Segura?
Eva asiente con la cabeza.
– Porque una vez que empiece ya no te vas a poder arrepentir, eh.
Eva no dice nada esta vez, ni un gesto.
– Qué lástima. De los tres, tú fuiste la única que heredó el cabello bonito.
Eric toma las tijeras del tocador, peina un poco a su hermana, y corta el primer mechón de cabello. Luego el otro. Los mechones caen al piso, negros y solitarios.
–¿Nunca quieres volver atrás el tiempo?
Eric se detiene, mira a Eva a los ojos, los que refleja el espejo.
–No mames, yo te pregunté si estabas segura.
–No, síguele. No lo decía por eso. Sólo creo que me gustaría volver atrás. A veces.
–Yo creo que a todos nos gustaría cambiar cosas.
–A mí no.
Eva voltea la cabeza para ver a Eric a la cara. A su verdadera cara y no la del espejo. Se miran. Eric suavemente vuelve a voltear el rostro de ella hacia el frente, para seguir cortando el cabello.
–Hablo de volver sólo por volver.
–Sí, también me gustaría eso.
Eva clava su mirada en la mirada de su reflejo, es como si fuera la primera vez que se ve a sí misma.
–He hecho esto toda mi vida, Eric. Bueno, tú sabes que he hecho esto toda mi vida. Me paralizo. Cuando me fui de la casa, apenas llegando a la central en Manzanillo, me quedé sentada en la sala de espera por tres horas. Sin querer moverme. Pensando en si debería volver o debería seguir con mi capricho.
–Mamá no hubiera dejado que volvieras de todos modos.
–Por eso seguí. Pero durante tres horas pensé seriamente en quedarme a vivir en la central camionera. Tener mi vida ahí, en la línea entre una cosa y la otra.
–¿Cómo le hubieras hecho pa bañarte?
–En los lavabos. Hubiera tomado agua con mis manos y me hubiera enjuagado toda. Cada mañana, me lavaría el cuerpo con cuidado, con mis manos.
–Qué puerca eres, de veras.
–Cuando encontré un departamento, estuve una semana encerrada en él, sin hacer ni un esfuerzo por encontrar trabajo. Gastándome el dinero que llevé.
–Los tres salimos bien huevones.
–Yo huevona, tú maricón y Tina borracha.
–¡Oye!
Eric le da un manazo en la cabeza a su hermana. Luego se persigna.
–Luego ya me puse a buscar trabajo. Y encontré rápido. Porque las cosas me salen bien cuando decido hacerlas. Siempre me salen las cosas bien.
–Dios te oiga. A mí me da miedo este corte.
–Conocí a personas maravillosas ¿sabes? ¿Te conté de aquel bailarín que de día era cirujano? ¿O de la escritora que escribía pura cosa sexosa y...?
–Sí nos contaste, Eva. De todos ellos.
–Eran tan buena gente. Me hacían tan feliz. Y luego estaba Beto. Beto era un amor. Amor.
La mirada de Eva deja de estar fija en su otra mirada y poco a poco se va perdiendo. Queda un momento flotando, mojándose en el mar, sintiendo la respiración de alguien, parece que se va a asomar una sonrisa, pero… vuelve. Su mirada vuelve a la realidad en una caída repentina y cruel. Se endurece. Se remoja los labios para seguir hablando.
–Luego murió papá. Estaba en un bar cuando me enteré ¿sí te había dicho? y no hice nada. No quería volver. No podía. También dejé de responder llamadas. No sabía cómo explicar el por qué no fui al funeral de...
–¿Te gusta?
–Te dije que más corto.
–No seas mamona, así te queda bien.
–Yo no lo quiero así.
Eric voltea los ojos y continúa cortando, de mala gana. Ella, como si nada, continúa hablando.
–¿Cuánto tiempo fue entre mi papá y Tina?
–No estoy seguro ¿Seis años?
–Entonces estuve seis años sin responder.
–Yo no ando midiendo el tiempo de tus chingaderas.
–Pero te digo que fueron seis años. Fue cuando te apareciste en mi casa. Y me dijiste bien lento y bien fuerte que...
–No dije nada. Nomás me paré afuera de tu puerta y tú viste en mis ojos lo que había pasado.
–No es verdad.
–Sí es verdad, esas cosas pasan. Sobre todo entre hermanos. Hay conexiones psíquicas, astrales, mágicas si quieres. Tú te has de acordar que dije algo pero no. Nomás te vi, y te lo dije con mis ojos.
–Si tú no hubieras ido por mí, no sé si hubiera podido volver para el funeral.
Eric baja las tijeras. Esta vez sólo se detiene a observar el reflejo de Eva, en silencio. Eva baja la mirada. Él en seguida intenta llenar el silencio.
–Pero oye, mamá si dejó que volvieras.
–Sí
–Hasta te hizo fiesta y todo.
Se quedan en silencio, de nuevo. Sólo el sonido de las tijeras cortando. El cabello de Eva se va acumulando en el piso.
–¿Hace cuánto lo de Tina?
–Cuatro años.
–Cuatro años he estado aquí.
Eric se detiene.
–Yo te dije que te fueras.
–E iba a irme. ¿Pero quién iba a cuidar a mamá?
–Yo, Eva. A mamá le quedan dos escuincles vivos, no eres nomás tú.
–Sí, pero mi mamá no quiere verte.
Los dos se miran a los ojos. A sus verdaderos ojos. Eric vuelve a girar la cabeza de ella al frente, sigue cortando el cabello. Hay un silencio largo.
–No me siento especialmente desdichada. O triste. Siento que podría estar feliz, siento que hay felicidad adentro de mí, abajo de todo esto, esperando a salir. Siento que quiero hacer tantas cosas. Pero también siento que estoy muy cansada para hacer cualquier cosa. Quiero sentirme como sentía hace seis años. Antes de volver aquí.                                                  He estado pensando en el tiempo. En cómo camina, en cómo se resbala y no se detiene y no se retracta y no vuelve. Pero entre más lo pienso más creo que es ridículo. No creo que sea posible que el tiempo avance sólo para adelante, no creo que sea posible una línea recta, ¡Porque las líneas rectas no existen! Debe haber una forma de volver, quizá nosotros no podemos. Pero debe haber alguien, algo, que sí. Que pueda volver para sentir un momento. Quiero sentirme como hace seis años. Hace cuatro años. Hace diez años. Hace veinte años. Quiero sentirme como me sentía hace dos horas. ¿Te imaginas tener el poder de hacer eso? De ir a cualquier momento de tu historia, sin cambiarla, sólo ir ahí, para vivirla, vivir como si todos los momentos fueran el mismo momento.
–Creo que uno siempre puede volver a sentirse como antes. Los sentimientos los tenemos acá guardados y nomás los desempolvamos y nos los ponemos según los vamos necesitando.
–Pero nunca es igual. ¿Sabes qué es lo que más me gustaba de Manzanillo? El mar. Me encanta el mar. Me encanta cómo huele, y cómo huele la gente que allá vive, Eric, los hubieras olido, a tierra y sal y siempre un poquito ácidos, un poquito como hoja de acuyo.
–Sí, suena maravilloso.
–En la ciudad de méxico no hay mar.
–Pero sí hay doctores.
–¿cuánto más me va a llevar así con ella?
–No sé.
–¿Debería huir?
–No sé.
–¿Qué va a hacer ella?
Eric vuelve a voltear la silla por completo. Ya no para cortar su cabello, sino para verla de frente.
–Ella no está tan vieja. Si quieres echarte a correr hazlo, la ruca no se va a morir. Nomás que sí hazlo, haz algo. A ti las cosas siempre te salen bien cuando las haces.
–No quiero hacer nada.
Eric bufa y voltea los ojos. Vuelve a girar la silla de Eva. Eva queda de nuevo frente a su reflejo. Sigue cortando el cabello en silencio. Los mechones negros caen al suelo.
–¿Sabes qué creo yo? Creo que cuando nos morimos, después de tantos años, ya viejos, bien cansados, con nuestros cuerpos pesando, ya sin tener que esforzarnos, sin tener que hacer nada para morirse, entonces hay un momento de oscuridad, de silencio, en donde por fin hay silencio, y luego volvemos a nacer. Salimos de nuevo al mundo, pero no como otra oportunidad, no somos otra persona. Creo que cuando morimos, volvemos a la misma vida, desde el inicio. Como que nos reciclamos. ¿Te imaginas? Que después de todo, después de este puto desastre y de lo cansado que ha sido esto, volvieras como un bebé. ¡Un bebé! Jaja ¡Imagínalo! Y te cargarían en brazos y te consolarían, te dirían ya no llores, y tú dejarías de llorar, poco a poco dejarías de llorar. Y otra vez habría sol y otra vez serías feliz, y luego, siendo niña, a veces tendrías pesadillas con tu vida de adulta, con lo que te alcanzas a acordar. Pero te despertarías y dirías todo está bien. Todo está bien. Y volverías a irte de casa. Y volverías a Manzanillo. Y volverías a sentir el mar. Porque no existen las líneas rectas. ¿Te imaginas Eric? ¿Te imaginas volver? ¿Te imaginas?
Eric le quita el mandil. Eva se mira al espejo. Le escurren lágrimas de los ojos. Su cabello está corto, muy corto, casi a ras.
–¿Te gusta?
–Mucho.
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megustanlasclonas · 5 years ago
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ahora que mi sangre ya no importa y tengo ganas de tocar tus huesos
Has arrancado una parte de mí
que sí conocía,
pero es mi parte más pura
más niña
más joven
más vieja
más mía.
El doctor dice que no es cáncer
pero me estoy muriendo.
Estoy vacía.
Me atraganto hasta dejar de respirar o caminar
tomo vino
         cerveza
         ron
                         hasta vomitar
y volverme a llenar con lo que sea,
pero sigo sintiendo el hueco del tamaño de mi cuerpo.
Voy a agarrar ese beso y guardarlo en una caja
para ordenar mi cuarto
y después, ponerme a llorar.
Hasta llorar es bonito
un tanto poético
cuando estoy contigo.
Cuando estoy contigo
soy una niña de cinco años
que a veces tiene cien,
pasa por una Iglesia y se persigna dos veces o más.
Tú conoces a esa niña de sentimientos puros y abrazos tristes,
besos que son besos.
Y das por muerta a esa estúpida malograda de brazos rotos con cigarros en la cartera;
refugias
mi yo más yo
mi yo sin nombre
de corazón suave
preguntas tontas.
Mi yo más yo,
la que le dice buenas noches a un peluche
y te quiere con esos sentimientos
que son de verdad.
Podrías pasarme encima con un tractor
tres mil infinitas veces
matarme a golpes con palabras
tirarme en la avenida
escupirle a mis lágrimas,
y no me importaría.
Podrías agarrar mi corazón
y dárselo a tu perro en el parque
para que juegue con más perros
y no me
importaría.
Igual, tú eres otra persona tierna de pensamientos sinceros
                                                                                            palabras extrañas
                                                                                                                             y sentimientos blancos.
Sé que jamás le darías alguno de mis órganos a ningún animal
                                                                                                   que no seas tú.
Ahora que mi sangre ya no importa
y tengo ganas de tocar tus huesos,
le voy a poner un lazo a ese bulto que tengo al lado izquierdo del pecho
para explotarlo y darte algo completamente
mío.
Mi regalo para ti
es mi sangre en un papel
con letras húmedas y tinta corrida,
lleno de palabras dispersas y
de amor de niña casi recién nacida
que no sabe
qué
es
el
amor.
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latikobe · 7 years ago
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Los deseos que arrebató la “revolución”
Bandera de la comunidad LGBTI a las afueras del Pabellón Cuba (Archivo)
LA HABANA, Cuba.- En aquellos días en los que Sergio cortaba caña, durante la zafra del setenta, no sintió ninguna molestia cuando sus compañeros de surco lo nombraron Serguei. Eran años en los que crecía la “rusofilia”, tanto como la verdolaga en las márgenes de un río; eran aquellas jornadas en las que se hacía cotidiano inscribir a un niño en el registro civil con el nombre de Vladimir para que fuera como Lenin, y niñas que se llamaron Rosa, o Clara, en homenaje a “la Luxemburgo, a la Zetkin”, mientras desaparecían las Leonor y las Mariana.
Sergio, quien abandonó por unos meses el aula y el pizarrón para usar el machete, no se sintió mal con el nuevo apelativo; a fin de cuentas entre Sergio y Serguei no había nada más que “diferencias culturales e idiomáticas”. Sergio fue feliz con su nuevo apelativo, ese que le pusieron sus “revolucionarios” compañeros de zafra; tan feliz fue que cuando su mujer le anunció que estaba embarazada, exigió que si nacía un niño lo nombraran Serguei. “Ese nombre recordaba el sacrificio que hice por la patria nueva”.
El apodo lo acompaña todavía, pero ya no le gusta, ahora es casi una ofensa, un lastre. Sergio fue sorprendido por su mujer mientras era penetrado por Roberto, aquel hombre que también estuvo cortando caña en el setenta. Fue durante esa zafra, en la noche y en medio de un surco de caña, donde recibió por primera vez “ofrenda de varón”. Fue esa la primera vez que se desnudó para Roberto, y muchas más se siguieron sucediendo cuando terminó la zafra, hasta que en 1983 un militante del mismo “núcleo” del Partido Comunista al que pertenecía Sergio le contó a la esposa del maestro lo que hacía su marido, y le facilitó una llave de la casa en la que se encontraban los amantes.
Sergio recuerda muy bien ese día. Mucho más de lo que quisiera. Recuerda a la mujer que irrumpió en el cuarto, recuerda el palo con el que los golpeara, recuerda el rociado de alcohol, el fósforo, pero también el bofetón enorme que le dio a la agresora, y el intento de escapar. Sergio recuerda a los policías en la puerta impidiendo la salida, recuerda las esposas, el camino a la estación.
Sergio recuerda los tres meses en la cárcel por “escándalo público”, aunque estuviera encerrado en un cuarto. Serguei recuerda la expulsión del aula, la apelación y la negativa de los funcionarios del Ministerio. Sergio recuerda su tristeza, la vuelta a la casa de su madre, recuerda el desprecio de su hijo, y los años noventa, cuando se puso de moda en Cuba, llegado de Estados Unidos, el término gay. Y Serguei fue usado entonces para denigrarlo. “Ahí va ‘ser gay’”, y él quería que la tierra lo tragara.
Serguei hizo un intento de suicidio, y luego otro, y después decidió vivir, solo que para él ya era un poco tarde y no lo abandonaba la “vergüenza”. Sergio supone que llegó muy tarde a su libertad, pero no encontró otra manera, para alejarse de las UMAP, que no fuera matrimoniarse. Serguei se mira en el espejo y supone el desprecio de sus semejantes. Sergio cree que desperdició su juventud. Ahora es más libre, pero descendieron las comisuras de sus labios, y sus ojos se apagaron, y las carnes se tornaron flácidas. Lo único que le creció a Serguei fue la tristeza, y como todo el que llegó tarde quiso recuperar el tiempo perdido, mucho más cuando murió su madre. Y confiesa que, si tuviera dinero se iba a los portales del Payret, pero “no hay nada más triste que un ‘maricón’ sin dinero”.
Sergio asegura que son muchas las veces que lo han humillado, y alguno de sus “puntos” le robó lo poco que tenía, pero no quiso hacer denuncia. “¿Para qué, si me iban a humillar más?”. Serguei quiere recuperar el tiempo, y por eso se va al bosque de La Habana en busca de placer, creyendo que en ese bosque encontrará a su “Robin Hood”; por eso desanda el camino despejado, entre los árboles, por la insistencia de tantos pasos que son prueba de la desesperación y los deseos. Este hombre busca entre los árboles, pero no siempre encuentra lo que busca. “Ni los viejos me miran. Ellos buscan lo mismo que yo”.
Si es triste la vida de un joven homosexual, la del viejo es deplorable. Estos ni siquiera encuentran solidaridad entre los suyos. “Los jóvenes me increpan, me dicen que me vaya a casa, que es hora de tomar las pastillas”. Serguei sabe que en el mundo real muchos de los viejos gay se organizan, que se crean casas en las que viven juntos hasta que les llega la muerte. A él le gustaría uno de esos hogares para estar con los suyos, para desahogarse con ellos y escucharlos, para hacer más llevadero el dolor de esa vejez cuando tiene el apellido “maricón”.
“¿Alguna vez viste algún viejo en esas marchas que organiza Mariela Castro?”, así me pregunta, y yo le respondí encogiendo los hombros. Él insiste, dice que no hay viejos porque lo de Mariela es una pose, una mentira, una manera de resarcir los horrores que hiciera su familia. Serguei dice que los viejos, esos que estuvieron en las UMAP, los que fueron despedidos de sus trabajos por “esa familia”, no pueden perdonar. Serguei no desfila con Mariela, él recorre los trillos que el deseo impone y nada más. “Yo tuve dos grandes pasiones”, me dice, y menciona al magisterio, y a los hombres. “La segunda pasión me jodió la primera. Las dos me las jodió la “revolución”. Sergio no entiende por qué le prohibieron educar, Serguei no entiende, no entiende nada, y llora, porque el creyó que aquella “revolución” revolucionaría de verdad; pero fue peor, “fue involución”.
Sergio culpa a la “revolución” de su “falso matrimonio”, de un hijo que nació de la represión y no de los deseos. Sergio va al bosque cada vez que le “aprietan esos deseos”. Serguei va al bosque y busca entre los árboles, y tiene miedo de las burlas, y le duele la poca solidaridad de los más jóvenes, y se persigna para que no aparezca un policía que lo lleve a una estación. Él camina entre los árboles y dice, entre dientes, suplicante casi, como Raquel Revuelta en “Lucía”: “¡Mamá, dame una gardenia!”. Sergio, y también Serguei, dicen que para ellos la “gardenia” es la felicidad que le quitaron, los años que perdió encerrado, esas cosas que nadie le puede devolver.
Sergio tiene lágrimas en los ojos, culpa a quienes “jodieron” su vida, esos que no saben qué hacer con un “viejo maricón”. Sergio sabe muy bien que la “revolución” no se hizo para gente cómo él, y me pregunta: ¿Para quién se hizo la “revolución? Y el mismo responde: “La revolución triunfó solo para quienes la hicieron, para decir que estaban dispuestos a rectificar si hacían algo mal, para darse una y otra oportunidad después de actuar, “con premeditación y alevosía”… El viejo Sergio me dice que su mayor deseo es que desaparezcan sus “deseos”, y también la “revolución” que los truncó. Serguei se carcajea, me pide una gardenia.
Los deseos que arrebató la “revolución”
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amplifeed · 8 years ago
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Por Siri te enteraste cuándo se iban a abrir las puertas del infierno (seguro pasaste horas malviajándote con esa info) pero este reconocedor de voz no hubiera existido sin Dag Kittlaus, así que ¡aplausos para Dag!
Este entrepreneur noruego tenía una vida muy normal, aunque súper productiva, hasta que recibio�� la llamada del mismísimo Steve Jobs, en la que el difunto Steve (*se persigna tres veces*) le dijo a Dag que quería comprar su startup Siri, fundada en 2007.
Obviamente Dag aceptó y se fue a vivir la vida loca (eso queremos creer) a Cupertino, California, donde formalmente comenzó a trabajar para Apple, aunque tiempo después, Dag decidió renunciar para empezar otros proyectos como escribir un libro de ficción futurista (es neta).
Pero al parecer, Dag sintió que tenía más que ofrecerle al mundo y decidió crear una plataforma de IA para la distribución de productos a través de una interfaz inteligente (a la que también le puso nombre de mujer) llamada Viv.
Aunque este proyecto es súper joven (debutó el año pasado), sin duda Dag Kittlaus seguirá creando software o plataformas que cambien radicalmente our very own world.
NRU
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