Soy profesional en Medios Audiovisuales con énfasis en televisión y video, egresado del Politécnico Grancolombiano, en Bogotá, Colombia, y Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, en la línea de guion para largometraje. Tengo especial interés en contribuir a la transformación de Colombia y Latinoamérica, a partir del arte, la creatividad, la cultura, el entretenimiento y el mundo digital; áreas en las que me he desempeñado como realizador audiovisual, guionista y copywriter. Todas mis historias son basadas en hechos reales. ¡Gracias por leerme!
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Silencio en Casamari.
La gita estaba planeada desde hacía varios días en la cartelera de la sala de café, de la Casa Generalizia. Allí vivía junto a otros cuarenta Hermanos de La Salle de todo el mundo, y solíamos compartir un limoncello o una sambuca luego de cada comida. También comentábamos los titulares de los periódicos más importantes del mundo, e intercambiábamos algunas frases en distintos idiomas que nos desenredaban la lengua.
Aunque en realidad no era una gita o una suerte de paseo, más bien, era un retiro espiritual que organizaban los Hermanos cada seis meses, y al cual yo estaba invitado por hacer parte de la Comunidad, así no hubiera hecho votos de pobreza, obediencia y castidad.
En esta ocasión, su director, el Hno. John Guasconi, oriundo de Nueva York, había escogido ir a Casamari, una abadía cisterciense, cuyo nombre es de origen latino y significa Casa de Mario, lugar de nacimiento de Cayo Mario, célebre general que fue siete veces cónsul romano y adversario de Sila en la guerra civil del año 88 a. C., ubicada en el municipio de Veroli, provincia de Frosinone, más exactamente dentro de la región de Lacio.
Allí estaríamos durante tres días internados en un mundo espiritualmente distante para mí, también habrían largas jornadas de lectura y soledad, pero sobre todo, tendría una especie de confrontación personal, con la que intentaría reconocer mis propios temores, frustraciones y anhelos. La idea era la de reducir casi que por completo, cualquier diálogo con las demás personas, y aunque parecía un poco extremista, a mí me llamaba la atención.
La distancia entre Roma y Veroli no superó la hora y media de recorrido. Las amplias autopistas italianas fueron un aliciente para mí, ya que nunca me ha gustado permanecer durante tanto tiempo dentro de un bus o un automóvil. Tras varios kilómetros en los que dejamos atrás paisajes rocambolescos, avistamos un imponente monasterio hecho en roca, el cual parecía detenido en el tiempo, así como algunos árboles que lo abrazaban con sus copas grises y se alzaban entre nubes, como si fuese una pintura impresionista.
Desde el primer momento en el que llegamos todo resultó introspectivo. El silencio que rodeaba cada espacio me permitía escuchar mi respiración, el frío penetraba mis huesos y en algunos momentos sentía que me desdoblaría, al tiempo que escuchaba a decenas de pajaritos cantar y revolotear dispersos por el viento.
Cada rincón de la abadía evocaba una historia fulminante, exaltada por su mobiliario. A medida que caminábamos, muy separados unos de los otros, podíamos apreciar un sinnúmero de piedras entrelazadas por los pasillos, decenas de gárgolas con rostros expresivos en las esquinas, frescos antiquísimos en las paredes, tumbas de monjes con nombres de actores de cine, y hasta un reloj solar, completamente distinto a los que conocí hasta ese momento.
Después de capturar distintas imágenes mentales y fotográficas, llegué sin darme cuenta a un hermoso jardín que parecía haber sido estilizado por Edward Scissorhands. Cada árbol o arbusto tenía el recorte perfecto de su figura, y en el piso yacían más tumbas de los monjes que allí habitaron y sirvieron alguna vez.
A medida que avanzaba por la solemnidad del lugar, cada puerta que abría me sorprendía con locaciones petrificadas en los siglos. Una farmacia, una capilla, una licorería, una biblioteca, una tipografía, un museo arqueológico y hasta un aviario con especies extraordinarias. Todas sus paredes eran heladas, y al pasarles los dedos por encima, quedaban humedecidos y cubiertos de moho.
Lo mejor es guardar silencio. -Pensé-.
Especias, fragancias y medicamentos antiquísimos, hacían de la farmacia, el lugar más impresionante de la abadía. Por supuesto, la nave central de la iglesia principal y cada uno de sus rincones, maravillaban por su esencia, pero la farmacia, era la farmacia. Podría haberla descrito en este texto, pero basta con observar las fotografías que muestran las porcelanas, las pinturas, las cortinas y la estética del lugar, para optar por el silencio, una vez más.
Esa primera noche, internado en el cuarto que me asignaron, una mesita de noche en la que reposaba la Biblia y un librito de cantos en italiano y latín, se presentaron como acompañantes de una jornada que sería bastante difícil para mí. Nunca será fácil orar si no se tiene fe, y no siempre será suficiente intentar tenerla.
Los Hermanos acostumbraban a cenar temprano, después de eso, nos reuniríamos para realizar una actividad en la que hablaríamos unos con otros y escucharíamos la intervención especial de algún miembro de la comitiva. En el fondo, todo me recordaba al colegio, pero más que eso, me sentía siendo parte de un ejército de la fe.
El momento de cenar llegó y todos bajamos al comedor sin cruzar palabra. Allí, en medio de un salón amplísimo, había una mesa hecha de madera rústica, de unos veinte metros de largo y en forma de ú. La idea de comer ahí era extraña, mucho más cuando por primera vez, pude ver de cerca a los casi veinte monjes que habitaban el lugar. Todos ingresaron en fila india, llevaban una túnica blanca con negro, y parecían oscilar entre los sesenta y los noventa años. Uno de ellos era el encargado de pasar al frente de cada uno con una canasta llena de pan tostado, mientras los demás llevaban uvas y hortalizas, pasta recién cocida y trozos de pollo gratinado con albahaca.
Los Hermanos y yo nos sentamos al frente de ellos, mientras los observábamos, concentrados únicamente en comer. El ambiente parecía el de una película de suspenso. Era claro que debía apagar mi celular para evitarme cualquier vergüenza y mucho más erradicar por completo la intención de tomar una foto. Los monjes, eran monjes de clausura. La clausura tiene la finalidad de mantener un clima de recogimiento, silencio, oración y purificación espiritual para la búsqueda de la unión mística con Dios. Para algunos descabellado, para ellos una opción de vida. Su boca solo la abrían cuando caminando uno tras de otro, con la cabeza agachada, se ubicaban en los reclinatorios especialmente diseñados para cantar en grupo, alrededor del ábside de la iglesia.
Cada uno de ellos nos miraba fijamente a los ojos, al tiempo que pasaban ofreciéndonos los alimentos. Justo al frente mío, uno de ellos, se quedó mirándome con detenimiento y prosiguió dejándome una extraña sensación. Nunca había estado en un ritual así. Estaba muy lejos de casa y no acostumbraba a comer con tantas arandelas.
Al salir del recinto, miré mi reloj para saber cuánto tiempo podría reposar antes de la siguiente actividad. Me dirigí a mi recámara y pensé tantas cosas que mi mundo cambió sus dimensiones en un abrir y cerrar de ojos. Al la hora establecida, el Hno. Jesús Rubio, de origen mexicano, proyectó una escena de la película The Mission de Roland Joffé, en la que Robert De Niro y Jeremy Irons se abrazan, luego de que el primero es perdonado por los indígenas guaraníes del Paraguay. Todo musicalizado por Ennio Morricone, y finalizado con una reflexión impresa, de esas que revuelcan el corazón:
“Si la violencia es lo que cuenta, entonces no tengo fuerzas para vivir en un mundo así.”
Los días siguientes transcurrieron bajo la misma dinámica, eso sí, con la fortuna de haber podido contemplar, en vivo, los cantos gregorianos de los monjes cistercienses. No sé cuántas cosas habrían que pasar para pensar en la separación física del mundo, y tomar como opción de vida el silencio, pero al menos estoy seguro de que todo lo que viví aquella vez será indeleble, porque nunca antes me había escuchado tanto.
#Abadía de Casamari#Abbazia di Casamari#Veroli#Frosinone#Roma#Lacio#Lazio#Italia#Ordo Cisterciensis#Orden Cisterciense#Cantos Gregorianos#The Mission
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Industrias Coquito y mi experiencia como modelo.
Los finales de los años ochenta y principios de los noventa, mantenían el rezago de aquellos tiempos, en los que los clientes de las empresas se esmeraban en tener ciertas atenciones durante las festividades de fin de año, e incluso, las mismas compañías, mandaban a producir diversos elementos de oficina y papelería, con el objetivo de transmitir el espíritu corporativo de manera funcional.
El año 1987 estaba a punto de concluir, y contrario a lo que ocurre en muchos lugares de trabajo, la carga laboral para mi papá se había incrementado, aunque él disfrutaba de sus funciones y sabía muy bien que el rol que desempeñaba dentro del banco era tan importante, que muchas personas lo invitarían a compartir un trago de whisky o una copa de vino luego de la jornada laboral... propuestas que tendría que rechazar, ya que tan solo hace un año y medio que yo había nacido, y mi mamá necesitaba de su ayuda para alivianar un poco su existencia.
Una tarde, uno de sus clientes, el Señor Benjamín Castañeda, oriundo de Manta, Cundinamarca, llegó a la oficina de mi papá para hablar acerca del movimiento de una cuenta corriente. Luego de casi una hora de actualizarse acerca de las novedades de varios conocidos en común y recordar distintas anécdotas mientras bebían café insípido, Benjamín le preguntó a mi papá, cómo iba su nueva paternidad, ya que ese era su tema favorito, y además, su empresa llevaba algunos años dedicada a la fabricación de pañales y variedades para bebé. Juntos transcurrieron varios minutos compartiendo sus experiencias y Benjamín quedó encantado, luego de observarme en una fotografía que mi papá sacó orgulloso.
-¡Qué niño tan grande! ¿En serio tiene un año y medio? -Dijo asombrado-.
Industrias Coquito era su mayor orgullo y casi que como una predestinación, su camino se había cruzado con el de nosotros. Fue entonces como desde ese primer momento se sintió absolutamente seguro de contar conmigo como figura principal del almanaque de 1988, el cual mandaba a producir tradicionalmente a finales de cada año, con el objetivo de captar nuevos clientes y ofrecerle a sus compradores, la posibilidad de decorar las paredes de sus casas y negocios. Así que sin darle más vueltas al asunto y bebiendo otro café desabrido le propuso un trato muy sencillo a mi papá:
Él y mi mamá solo tendrían que llevarme en una fecha establecida al estudio fotográfico que quedaba en el Barrio Galán de Bogotá -¡qué nombre subliminal!- y allí, durante toda una mañana me harían un foto estudio por el que nos pagarían $15.000 pesos contra entrega, me darían una dotación de pañales e implementos durante un mes y nos invitarían a almorzar, con algunas cervezas que le servirían a mi papá para relajarse durante el fin de semana. Todas las fotos que me tomaran serían cedidas para ellos y eso sí, se asegurarían de que yo quedara ubicado en el centro, ya que llamaba la atención por mi físico y actitud, además, no era el único niño que aparecería. Al final, cuando la imprenta ya tuviera todos los almanaques, mis papás recibirían al menos unas cien copias, no solo para hacerle publicidad a la empresa, sino también para sentirse orgullosos de verme modelando.
Mi papá y Benjamín cerraron el trato con un fuerte apretón de manos, y con el dinero recibido, él y mi mamá me abrieron una cuenta con la que ahorrarían el dinero suficiente para pagarme la universidad. Esa Navidad fue bien especial, porque todos en mi familia tuvieron que ver conmigo, y les pareció maravilloso saber que desde muy pequeño podría interesarme por seguir una profesión que en ese momento era mucho más exótica que ahora.
Algunos años después de eso, un día revolcando los armarios de la casa, encontré unos treinta almanaques enrollados, unos dentro de otros, los cuales todavía permanecían intactos. Quizá yo no tenía más de siete años pero entendía muy bien que aquella experiencia de 1988 no solo la recordaría para toda la vida, sino que todo la mística y los acontecimientos que ocurrieron durante ese año también los tendría siempre presentes:
Millonarios se consagró campeón del futbol profesional colombiano obteniendo su decimotercer título; U2 publicó su disco Rattle and Hum; Rain Man ganó el Óscar a Mejor Película, Dustin Hoffman al Mejor Actor y Jodie Foster a la Mejor Actriz; en cartelera se estrenaron Rambo III, Beetlejuice, Poltergeist III y Willow; Corea del Sur y su capital Seúl celebraron los XXIV Juegos Olímpicos de Verano; Ramón Valdés murió a la edad de 65 años víctima de un cáncer de estómago; también Jean-Michel Basquiat a sus 28 por una sobredosis de heroína; George Bush fue elegido como el cuadragésimo primer Presidente de los Estados Unidos; Augusto Pinochet fue derrotado para renovar su mandato en Chile; Álvaro Gómez Hurtado fue secuestrado por el M-19; la Torre Picasso fue inaugurada en Madrid; Ayrton Senna se consagró Campeón de la F1; y Marco Van Basten ganó el Balón de Oro jugando para el A.C. Milan.
Industrias Coquito cesó sus actividades algunos años después. Lo último que supimos del Señor Benjamín Castañeda fue que se convirtió en pastor cristiano y su paradero sigue siendo un misterio hasta el día de hoy. En el año 2008 culminé mis estudios de pregrado y desde aquella experiencia fotográfica mis papás me enseñaron la importancia que tiene manejar bien mis finanzas.
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Alta seguridad en Palmira.
Un Mercedes-Benz 500E, modelo 94, de color blanco, con sillas de cuero negras y tablero de madera resplandeciente, recorre la recta Cali-Palmira a alta velocidad. La persona que lo conduce es Iván Varona Aragón, y quien lo asiste como copiloto soy yo de 14 años.
Era el año 2000 y Daniel*, el hermano de Iván, cumplía una condena de 13 años en la Cárcel de Alta Seguridad de Palmira. La razón era contundente: pertenecía al Cartel del Norte del Valle y durante un buen tiempo se había desempeñado como hombre de absoluta confianza de Juan Carlos Ramírez Abadía, alias Chupeta, reconocido narcotraficante colombiano, quien por ese tiempo se hallaba prófugo y aún así, ejercía mucho poder en todo el Valle del Cauca y el resto del país.
Nuestro objetivo, por inverosímil que pareciese, era el de pasar toda la tarde junto a Daniel, disfrutando de las zonas comunes de la cárcel. Iván había convencido a mi papá y a mi hermana para que me dejaran ir, aduciendo que el gimnasio, el restaurante y el baño turco al que podríamos entrar, eran una gran manera de culminar mis vacaciones de fin de año, así como una experiencia inolvidable a la que pocas personas tenían acceso.
Era casi mediodía y sobre la carretera se reflejaban los espejismos. Al interior del vehículo, Simon & Garfunkel sonaban durísimo y el canto desafinado de Iván se entremezclaba con la melodía de Mrs. Robinson. Yo por mi parte, contemplaba los cañaduzales y las volquetas que transportaban fragmentos de caña lista para ser procesada, y de vez en cuando bajaba la ventana eléctrica con la intención de dejar entrar una bocanada de aire caliente que se difuminara con el aire acondicionado. Atrás había puesto mi mochila, la cual contenía una muda de ropa, una toalla, un jabón, un champú y unas chancletas, y orgulloso pero expectante lucía la camiseta de Millonarios manga larga que me había regalado mi hermano, la cual tenía el patrocinio de la empresa surcoreana de productos electrónicos LG. Aquella elección me serviría para inmortalizar aquel momento, con la firme intención de suscitar distintas reacciones entre las personas que encontraría en la cárcel. Algunas muy relacionadas con el América de Cali y otras simplemente, hinchas de su clásico rival, el Deportivo Cali. Toda una proeza adolescente o quizás un sinsentido.
Después de casi 40 minutos de recorrido, Iván bajó la velocidad y entonces me di cuenta de que habíamos llegado. Al frente de nosotros se alzaba aquella edificación sombría con dos portones azules y algunas garitas circundantes. Antes de bajarnos, Iván me recomendó guardar completa naturalidad y hablar estrictamente lo necesario. Añadió que seguramente encontraríamos hombres muy peligrosos, pero que todo estaría bien, porque muchos de ellos sabían que él era hermano de Daniel. Luego, me pidió mi identificación y la pasó junto con la de él a través de un hueco en forma de medialuna que tenía una ventana con vidrio espejado como el de las películas. Esperamos allí casi diez minutos mientras revisaban con minucia los documentos, hasta que por fin una puerta contigua a los portones azules se abrió. Tenía casi treinta centímetros de espesor y un hombre del INPEC-Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, la sostenía con una sonrisa socarrona que buscaba intimidarnos. Al fondo se veía un reloj con el escudo de América de Cali. Parecía que nos adentrábamos en la caldera del diablo. Al menos los guardias que nos requisaron murmuraban entre ellos y se reían de mi camiseta azul.
Al pasar el control de seguridad fuimos a dar a unas canchas de fútbol que estaban al aire libre. ‘Ahí fue donde mataron a ‘Pacho Herrera’ dijo Iván. A lo lejos observamos un edificio de unos seis pisos que se asemejaba a un panal de abejas repleto de ventanas diminutas, en las que los reclusos mantenían colgada su ropa para que se secara. ‘Allá están guardados los cristianos como vos o como yo... nosotros vamos para la zona play... la zona donde están los duros... la zona donde está mi hermano’ añadió.
Después de caminar más de cincuenta metros llegamos a otra edificación que al menos denotaba mayor modernidad y seguridad. De nuevo entregamos nuestras identificaciones y fuimos requisados. Pasamos unos controles para demostrar que no llevábamos elementos metálicos o cortopunzantes, y al fondo, en otra pared, otro reloj del equipo escarlata se asomaba.
Continuamos al interior del edificio y allí nos encontramos con una suerte de patio central techado, similar al de un colegio católico. Parados en el centro observamos tres pisos de edificio alrededor, los cuales tenían varias puertas y pasillos que mas bien parecían un conjunto de apartamentos. Cerca a nosotros habían varias mesas de madera organizadas simétricamente haciendo las veces de restaurante. Más atrás, un gimnasio. Al lado, un baño turco.
Una de las puertas del primer piso se abrió y fue así como evidenciamos algo alucinante. Una mujer voluptuosa y de larga cabellera rubia, se despedía de un beso afectuoso y muy cerca de la boca de Miguel Rodríguez Orejuela... uno de los mayores narcotraficantes en la historia de Colombia. La mujer contoneó sus caderas al compás de unos stilettos prominentes, y su marcha se dio con tanta naturalidad que quedé absolutamente estupefacto.
Segundos después, apareció ‘Don Gilberto��� o al menos así fue como lo saludó Iván. Sí. Gilberto Rodríguez Orejuela, el hermano de Miguel. El fundador y líder supremo del Cartel de Cali. Una de las mayores organizaciones criminales, dedicadas durante varios años al tráfico de cocaína en el mundo. Uno de los enemigos más importantes que tuvieron Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha. ¡El famoso Ajedrecista!
‘Y esta vez trajiste compañía..’ dijo el capo. ‘Sí Don Gilberto... es mi cuñadito... es de Bogotá’ respondió Iván, a quien nunca había visto tan condescendiente. Don Gilberto puso su mano sobre mi cabeza y en un tono sarcástico pero muy decente replicó: ‘Lástima el equipo... de todas maneras bienvenidos... es bueno ver gente joven por aquí... nos vemos al rato, entro a clase de filosofía...’.
Boquiabierto caminé detrás de Iván y subimos al segundo piso. En la mitad del pasillo se detuvo y golpeó en una puerta gris. Después de algunos instantes se abrió y allí estaba Daniel, su hermano. Era un hombre bajito, ojeroso y encantador. ‘Sigan... sigan, están en su casa.’ dijo mientras agarraba a Iván de la cintura. ‘Pensé que no ibas a venir a verme gran huevón...’ añadió.
Adentro todo era lujoso. Una sala y un comedor de madera fina contrastaban muy bien con una lavadora y una nevera de última tecnología. Caminando hacia la derecha estaba la habitación de Daniel. En la mitad reposaba una cama tamaño king con colchón de agua, en una esquina permanecía suspendido un televisor con todos los canales del mundo y justo al lado, otro monitor más pequeñito dejaba ver las cámaras de seguridad que daban al pasillo y al tejado, por los que se veían caminar a guardias del INPEC con sus armas de dotación. El baño privado tenía agua caliente y contra una de sus paredes, había una suerte de estante con una amplia colección de lociones y perfumes.
‘Y vos qué querés tomar... te ofrezco gaseosa o cerveza... mentiras... solo gaseosa porque todavía tenés el ombligo biche...’ me dijo Daniel cuando entró en la habitación. De repente, golpearon en la puerta del apartamento. Daniel se dirigió súbitamente y al abrirla pegó un alarido de emoción. ‘Mamasita deliciosa... estaba loco por verte...’. Eran su novia y su cuñada. Dos caleñas hermosas que parecían gemelas. Medían aproximadamente 1.70, tenían figura muy esbelta y el pelo color azabache hasta la cintura. Iván las saludó amablemente, parecía que las conocía de antes y haciéndose el pendejo, también se fijó en sus pechos y en sus nalgas. ‘Si querés podés ponerte a jugar Play...’ me dijo Daniel. Iván miró la hora y le propuso que mejor almorzáramos porque el hambre nos tenía dominados.
De vuelta al patio central nos sentamos todos alrededor de una de las mesas del restaurante. Un mesero con corbatín se acercó y muy amablemente nos entregó los menús. En ese instante Don Gilberto apareció providencialmente y nos recomendó pedir la cazuela de mariscos. Era Don Gilberto, así que todos le hicimos caso. La conversación que mantuvieron Iván y Daniel durante aquel almuerzo no la recuerdo. Toda mi atención estaba en Don Gilberto, en Miguel, quien salió de su apartamento y se sentó malhumorado en una mesa aparte, y en la belleza de las dos mujeres que se sonreían con cada comentario que les hacía el otrora jefe del Cartel de Cali. Después de casi una hora regresamos al apartamento de Daniel, y entonces Iván me sugirió cambiarme para que fuéramos al baño turco. Recuerdo a Daniel excusándose con él, ya que hubiese querido acompañarnos, pero adolecía de intimidad con su pareja, así que Iván, firme con su propósito de clausurar por lo alto mis vacaciones, se cambió rápidamente y juntos nos dirigimos al primer piso.
En el baño turco pasamos en silencio cerca de quince minutos, hasta que Don GIlberto volvió a irrumpir con su presencia. Allí intercambió algunas frases con Iván durante un poco más de una hora y entre las que más recuerdo me quedo con esta: ‘Aquí se pasa bueno pero no es lo mismo que estar afuera... por eso mantengo ocupado en cuanta clase puedo tomar... me gusta el francés, la filosofía y la historia... ¿Oíste rolito? Vos tenés que estudiar...’.
Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela fueron extraditados a los Estados Unidos en 2004 y 2005 respectivamente. Allí cada uno paga una condena de 30 años.
Daniel fue puesto en libertad un par de años después de mi visita a la cárcel, pero un día en Cali, mientras esperaba el cambio de semáforo en su automóvil, fue asesinado por un sicario que le propinó varios disparos. Iván terminó su relación con mi hermana y desde hace más de diez años no lo veo.
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Aquel pitbull y el Bronx.
Era octubre de 2011 y una tímida garúa arañaba los cristales de la ventana de mi habitación. Adentro, no había mucho para hacer. La llovizna parecía haberse detenido y aquel estado de tranquilidad me perturbaba. Quería salir pero no sabía a dónde. Mucho menos sabía con quién. Al fondo sonaba Closer de Nine Inch Nails, y mi ritmo cardiaco empezaba a acelerarse.
Caminé en círculo dejándome llevar por mi instinto. Agarré el reloj dorado que hacía poco había comprado y me lo puse orgulloso en la muñeca. Apenas lo hice me sentí protegido, no sé si era por su tamaño y su peso, o porque en aquella época me obsesionaban las alhajas. Ese reloj me generaba seguridad. Incluso, cuando el afán era el responsable de mi amnesia, me sentía vulnerable y casi que desnudo si no lo portaba.
Me puse una camisa hawaiana de manga corta y una chamarra de cuero que me protegía muy bien del frío. Apagué el computador y antes de salir, revisé que sí tuviera suficiente dinero entre la billetera; también una bolsita Ziploc, en la que cargaba algunos porros de marihuana para evitar que se estropearan.
Cerré con parsimonia la puerta de la casa, minimizando cualquier estruendo que alertara a mis papás, ya que al no querer preocuparlos, salí sin despedirme. Tampoco de mi sobrina, ella estaba todavía pequeñita, y se la pasaba leyendo y viendo Disney Channel junto a su mamá.
Afuera, el viento era helado. Caminé un par de metros y salí a la Avenida Primero de Mayo. Allí estaba seguro de que encontraría mi destino. Entré a la Tienda de Patti, la tienda de siempre. Compré dos cervezas Aguila en lata, destapé una y bebí un sorbo generoso; la otra la guardé en la chamarra y pedí dos más.
Como si se hubiese tratado de una premonición, escuché las voces de raBi, Richie y Tocino, amigos de la vida, que habían entrado al negocio. Segundos después entró Boliqueso. Los encuentros con ellos se caracterizaban por el cruce interminable de bromas y cientos de comentarios ridículos que nos hacían reír. Luego de una conversación escueta descubrí que ellos también querían hacer algo distinto aquella noche, así que me llené de valor y rápidamente discutimos el plan.
La idea era irnos caminando hasta el Barrio Santa Fe, en pleno Centro de Bogotá. Queríamos ver mujeres con prendas diminutas que ofrecieran sus servicios sexuales y burlarnos del peligro que representaba hacerlo caminando. Teníamos solamente tres opciones: a través de la Carrera Décima, teniendo que cruzar el Barrio Policarpa, el Parque Tercer Milenio y San Victorino; por la Carrera Sexta, teniendo que atravesar los barrios Calvo Sur y Las Cruces; y por la Avenida Caracas, teniendo que pasar al frente del Hospital de la Hortúa, el Barrio San Bernardo y la Calle 19... todas rutas tenebrosas de una ciudad que de noche se hace más hostil.
Boliqueso sugirió comprar un litro de aguardiente Néctar Verde para amilanar los nervios y fue así como mancomunadamente decidimos caminar hasta la Avenida Caracas. En ese momento, raBi y Richie confesaron que cada uno portaba una ‘pata e’ cabra’ con lámina de acero reluciente ‘por si las moscas’. El peligro y la defensa eran latentes. Mi lengua y mi estómago se retorcían con cada copa de licor que ingería y ya no había vuelta atrás. Lo único que quería era ser protagonista de una noche memorable.
En la esquina de la Avenida Primero de Mayo con Caracas reunimos algunos billetes ajados y unas monedas de poco valor para comprar otro litro. Ya eran las diez y media de la noche, y lo único que nos interesaba era llegar a nuestro destino, completamente extasiados y sin rasguños. Todo un descaro juvenil.
A medida que brindábamos tomando cualquier falacia como pretexto, más nos adentrábamos en las intríngulis de aquella ciudad prohibida que diariamente aparecía en los noticieros nacionales, como epicentro de robos, expendio de drogas, venta de armas, prostitución y decadencia.
Avanzamos varias cuadras hasta llegar al Barrio San Bernardo, la ‘olla’ o expendio ‘express’, que en ese momento no nos resultaba tan peligroso, ya que fueron varias las veces que entramos con tal de fumarnos un porrito de marihuana o esnifar alguna bolsa de perico, con calidad superlativa y a muy buen precio. A raBi y a Boliqueso se les ocurrió entrar rápidamente para abastecerse y continuar con el carnaval, pero justo cuando los demás nos envalentonamos para seguirlos, doblamos la esquina, y una luz roja y azul incandescente nos cegó por un instante. Era la policía, estaban haciendo una batida para simular autoridad.
Era la primera prueba a la que nos enfrentábamos y no podía debilitarnos. Confesé que tenía algo de marihuana y decidimos continuar para no postergar el plan inicial. Dimos un par de pasos para evitar que la patrulla de la policía nos alcanzara y algo completamente rocambolesco sucedió.
Al frente de nosotros, apareció un pitbull gris de ojos penetrantes y masa muscular notable. Parecía un toro de lidia dispuesto a embestirnos. El ambiente se tornó pesado. Ninguno de nosotros se atrevía a moverse para evitar cualquier ataque del animal. El único que lo hizo fue Richie, quien se le acercó de manera sigilosa y con mucha prevención le tocó la cabeza. Al ver que el animal se dejó, los demás les pasamos por el lado como si fuésemos fantasmas. Unos metros más adelante, Richie se nos unió, el pitbull también.
¿Y ahora qué hacemos? La respuesta nos la dieron dos habitantes de calle que pasaron por nuestro lado: ¡Estos manes tienen severa guardia! ¡Sí! El pitbull se quedaría con nosotros... ‘nos servirá para abrir camino’ añadió Tocino.
Con actitud gallarda caminamos hasta la Calle 19. Habíamos pasado las calles más peligrosas y estábamos a punto de arribar a nuestro destino. En aquella esquina de concreto espeso saqué un porro de la bolsita Ziploc. En mi chamarra solo me quedaba una Aguila. Miré para todos los lados y le hice una seña a mis compañeros de periplo para que me esperaran. Quería fumarme ese porro mientras contemplaba a Monserrate y a Guadalupe, resplandeciendo por la Luna llena que exaltaba las montañas. Hubiese podido hacerlo en cualquier otro tramo del recorrido, pero esa esquina era especial... sabía que quizás nunca más repetiría ese momento. Mucho menos así.
Tiré la colilla hacia la calle y un taxi diminuto al instante la aplastó. Con el cuerpo retorcido tomamos la Calle 19 hacia el occidente y luego doblamos por la de los Travestis. Casi que podía escuchar el metal de las navajas chocando con las llaves que raBi y Richie cargaban en sus bolsillos, pero nada me importaba. ¡Éramos la banda de Millonarios! Y Tocino... hincha de América de Cali. Al divisar un grupo de aproximadamente diez travestis, cometí el error de pasar entre ellos y la pared. Era demasiado tarde. Había irrespetado una regla callejera de protección. Uno me vio con el ceño fruncido pero nada le importó. Estiró su mano y me agarró los testículos. Al sentir dolor abdominal, mi mente se nubló y solo atiné a agilizar el paso para escapar. El grupo se río y en un santiamén, sin darnos cuenta, ya habíamos llegado. ¡Allí estaba el famoso Barrio Santa Fe! ¡Una de las zonas más extravagantes de Bogotá!
El pitbull suscitaba todo tipo de comentarios. Habían prostitutas que sin pensarlo lo consentían y le decían palabras de cariño. Otras en cambio, lo maldecían y nos retaban a caminar sin él. Sabían que éramos foráneos...
Estuvimos allí cerca de dos horas y media, casi tres. Nos ubicamos justo al frente de un local llamado Troya. De pie y con ojos lujuriosos, acabamos el segundo litro de aguardiente y compramos algunas cervezas. Boliqueso y raBi, se habían ido a conseguir perico. Richie prometía que adoptaría al perro y yo ya no recuerdo de qué hablaba con Tocino.
Miré mi reloj dorado. Ya era la una y media de la mañana. Agotado por el revoltijo de sustancias, tomé junto a Tocino, la iniciativa de marcharnos. Los demás estuvieron de acuerdo. Caminamos hasta la Avenida Caracas con Calle 22 y avanzamos un par de cuadras. El pitbull se veía cansado pero seguía siendo intimidante, o al menos eso creíamos hasta que un tipo que estaba escondido entre un árbol cayó delante de nosotros con cuchillo en mano. ‘¡Uno a uno me los fumo!’ Dijo tan seguro, que todos enmudecimos. Richie y raBi sacaron sus navajas, pero el terror o quizás el cariño por la vida nos hizo dar dos zancadas para evitarlo. Era un tipo de unos cuarenta y cinco años completamente enajenado. No tenía nada que perder. A pesar del susto Richie y raBi cayeron en razón. Dejamos al tipo atrás y sin notarlo ya estábamos en la Basílica del Voto Nacional. ‘Cada vez más cerca de mi casa...’ pensé. ¡Pamplinas! Boliqueso quería entrar a la temida Calle del Bronx o como coloquialmente la conocíamos: la famosa ‘Ele’.
Aventándose por una de las calles que colindaba con el Batallón de Reclutamiento del Ejército Nacional, Boliqueso no nos dio tiempo para decidir y en cambio advirtió que nos abriéramos las chaquetas para evitar suspicacias. Completamente desprotegidos, pero con amor por el peligro, todos le seguimos la corriente y nos dispersamos por la calle. Al caminar unos diez metros, vi una suerte de barricada que delimitaba la zona. Sin pensarlo avancé y justo cuando puse un pie adentro, dos guardias locales o ‘sayayines’, de quienes no recuerdo sus rostros, me apuntaron con un revólver en las costillas. ‘¿Para dónde va?’ Dijeron con voz carrasposa. ‘Solo quiero un porro’ atiné a responder con voz entrecortada. El recuerdo de mi familia y la adrenalina del momento me habían hecho despabilar. Tan pronto me dieron ‘vía libre’ para acceder, vi que el pitbull caminaba ‘como Pedro por su casa’. A lo lejos, Boliqueso, raBi, Tocino y Richie me observaban caminar perplejo entre sendas capas de basura apilada que generaban angustia. Yo no era capaz de mirar a nadie a los ojos. En ese momento nosotros éramos el ‘parche’ más ‘gomelo’ de la mítica ‘letra’.
Seres casi inertes deambulaban de un lado para el otro y varios toldos se entreveían entre cantidades exageradas de basura y miseria humana. Asustado, entré a una casa que tenía pintado un mural de Millonarios en su fachada. Adentro, el ambiente se asemejaba a Blade Runner o a cualquier otra película distópica. Unas diez máquinas tragamonedas eran la sensación para un grupo significativo de personas que apostaba con enjundia, mientras bebían whisky Old John por solo $2.500 pesos la botella (sí, a menos de un dólar estadounidense).
Al salir, Tocino me hizo una seña y juntos caminamos hasta uno de los toldos. Debajo, una mujer sacaba dosis personales muy bien envueltas, de un contenedor de plástico azul, el cual combinaba con un sofá raído en el que cualquiera que le comprara podía sentarse para disfrutar de su adquisición. A Boliqueso lo veía tranquilo. Él era uno de los que estaba sentado en el sofá, fumándose un porro del tamaño de un habano. Mientras tanto y a lo lejos, el pitbull examinaba el territorio y le gruñía a los perros locales que tampoco tenían buen aspecto. Fastidiado, no aguanté más. Menos mal no era el único. Tocino y Richie también querían marcharse. A raBi le daba igual.
Sin más preámbulos iniciamos nuestra retirada. Boliqueso apagó el porro y sin objeciones también se nos unió. Afuera, de vuelta en la misma calle por la que entramos, un par de habitantes de calle nos rodearon para robarnos. Yo ya no tenía miedo, solo quería llegar a mi casa. Cruzamos algunos insultos y ‘nos paramos duro’ como decimos en Bogotá. Atrás los dejamos pero todavía nos faltaban varias cuadras para estar protegidos.
Eran las cuatro de la mañana. El frío demencial me había partido los labios. Caminamos entumecidos hasta un parque del Ciudad Berna y allí terminamos lo que nos quedaba. Han pasado nueve años desde eso. Con raBi, Tocino y Boliqueso seguimos siendo amigos y compartimos una que otra cerveza. De Richie y el pitbull no volví a saber más. Lo último fue que el perro se le escapó al día siguiente de que lo adoptó, y a los pocos meses él cayó preso en Brasil.
#Bogotá#Colombia#Pitbull#Bronx#Santa Fe#San Bernardo#Las Cruces#La Hortúa#Los Mártires#Avenida Caracas#Millonarios#Old John#Sayayines#La Ele#Marihuana#Perico#Policía
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Contacto extraterreste en la finca de mi abuelo.
Aquella noche de 2012, Nelly Andrea Varela, una de mis primas del Valle del Cauca, actualizó su estado de Facebook. Tan pronto lo leí, un miedo singular acaparó mi mente. El mensaje describía su temor por una situación que estaba ocurriendo en la finca de nuestro abuelo. Inmediatamente, recordé aquel historial violento en el que guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y delincuentes comunes, ejercieron sus actividades durante varios años. Justo allí, muy cerca de la casa en la que varias generaciones de Varelas habían crecido, y la misma en la que los más jóvenes tuvimos nuestro primer contacto trascendental con la naturaleza. Así que sin pensarlo mucho, decidí escribirle a pesar de tantos años sin haber hablado y no pasaron más de treinta segundos para que se desatara escribiendo, dejándome entrever su preocupación.
Aunque al principio dudé de la veracidad de los hechos, al día siguiente, mi tía Nelly se los confirmó telefónicamente a mis papás:
Resulta que desde el 22 de diciembre de 2012 venían ocurriendo diferentes situaciones anormales en la vereda El Guasimal, en el municipio de Zarzal, Valle del Cauca, Colombia. Sí, en la misma zona en donde está la finca de mi abuelo.
Todo comenzó durante una de las habituales moliendas de caña de azúcar que se hacen de noche en el lugar, para evitar el calor sofocante del día. Afuera, estaba sentado mi tío Ramiro en una banca, cuando de repente... vislumbró a una persona, altísima y delgada, en medio de la dificultad que le representaba observar por la ausencia de potencia en las redes eléctricas. Parecía que llevase una máscara pues no se le podían ver los ojos y estaba toda vestida de negro. Ramiro le silbó para ver si volteaba a mirarlo, pero el desagradecido no le contestó y siguió adelante, al mismo tiempo que el piso vibraba con su andar.
Asustado, Ramiro entró en la ramada donde estaban moliendo para contarle a los demás trabajadores lo sucedido, pero la sorpresa fue mayor, cuando en un parpadeo, aquella figura volvió a aparecer... esta vez, en una loma vecina donde hay un tanque grandísimo para almacenar agua.
Los trabajadores vieron la escena aterrorizados, pues no se explicaban cómo alguien podía estar allá siendo tan tarde y en tan poco tiempo...
En un principio, Ramiro, Nelly Andrea y la propia Nelly, decidieron contarle a un número reducido de personas, pero todo resultó en vano. Durante los días siguientes, una romería de gente llegó hasta la vereda para ver con sus propios ojos las misteriosas apariciones que volvieron a ocurrir, casi siempre entre las once de la noche y las dos de la mañana.
Mis familiares, testigos fehacientes de la situación, contaron que ya no se trataba de una criatura solitaria la que aparecía, sino que eran varias las que se reunían en círculo y emitían un sonido similar al de una chispa o interferencia telefónica. Los perros, gatos y caballos se asustaban mucho, y todo el tiempo parecían nerviosos o en estado de alerta.
La noticia tuvo tanta repercusión que incluso la policía y el ejército llegaron a la zona para ver a los misteriosos seres y tratar de ejercer control sobre la muchedumbre. Días después, una periodista del diario El País de Cali viajó desde el municipio de La Paila para documentar los hechos, y según las versiones de los lugareños, algunos les preguntaron qué pretendían, y ellos, respondiendo en un español irrisorio, simplemente les dijeron que no querían hacerles daño, a la vez que emitieron sonidos extraños y les pidieron agua.
Meses después, fueron algunos medios de comunicación, como el periódico El Tiempo, y los canales de televisión Caracol, National Geographic y The History Channel, los que se aventuraron a recopilar los hechos, realizando documentales, reportajes y dramatizados, en los que incluso mi tío Ramiro seguía siendo protagonista, al ser la primera persona que vivió la estrafalaria experiencia. Pero con el paso del tiempo y las distintas versiones de la noticia, aparecieron muchas más personas que se atribuyeron acercamientos con estos seres, y los protagonistas variaron tanto, que ya no se habló de unas pocas personas, sino de toda una región como testigo.
En 2017 y tras varios intentos fallidos, por fin pude viajar a la vereda El Guasimal en compañía de Walter Martínez, la persona con la que trabajaba por aquel entonces en la realización de piezas audiovisuales, que nos permitían soñar y alivianar la existencia. Ambos nos habíamos equipado con un par de cámaras digitales, otra MiniDV y una grabadora de sonido, con la idea de realizar un teaser para un proyecto documental con el que participaríamos en el Fondo del Desarrollo Cinematográfico. Impotentes por no haber conseguido durante casi un mes, una sola imagen que verificara la presencia de los extraterrestres, nuestro proyecto viró hacia la estrechez de mis vínculos con mi tío Ramiro y otros personajes pintorescos de la vereda... como Miguelulo, quien vio crecer a mi mamá y a mis tíos, o Tito, una suerte de conserje muy chabacano y salvaje, que nos hacía reír con su particularidad. Fue así que registramos los lugares de la casa que evocaban la presencia de mi abuelo, quien falleció en 2014, y entrevistamos a mi tío Ramiro y a otros habitantes de la zona. Incluso, visitamos el cementerio de Zarzal, donde yacen los restos de mis ancestros, y subimos a medianoche a la loma que está al pie de la finca, para realizar el mismo recorrido que aquella extraña figura realizó en 2012.
¿Pero por qué estos seres aparecieron justo en la finca de mi abuelo? A lo mejor nunca lo sepa.. ya que la sabiduría de la vida es tan fascinante, que todo esto me sirvió para darme cuenta de que los seres más extraños que pude hallar en aquel viaje, fueron mis propios familiares. El documental nunca lo hicimos, pero es una posibilidad que todavía ronda mis anhelos, ya que según mis tíos... los extraterrestres todavía aparecen allí cuando el año está a punto de acabarse. Además, a este paso... ¿qué tal que primero se acabe el mundo?
PD: A continuación les comparto algunos links en los que podrán apreciar la divulgación de la noticia en diferentes medios de comunicación, así como la recordada escena de la película Signs (2002) dirigida por M. Night Shyamalan, muy similar a la descripción que mis familiares hicieron sobre aquellos seres, y también, el enlace donde está alojado el teaser que realicé junto a Walter.
Signs - M. Night Shyamalan, EE.UU. (2002).
Testimonios de Zarzal - El País, Colombia (2013).
Los extraterrestres de Zarzal - Blu Radio, Colombia (2017).
Los archivos X de Colombia - El Tiempo, Colombia (2019).
El Guasimal - Juan Bejarano Varela, Colombia (2017).
#Contacto#Avistamiento#Extraterrestres#Alienígenas#Alien#OVNI#UFO#El Guasimal#Zarzal#Valle del Cauca#Colombia
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Viena y una noche de verano.
El bus salió a la hora exacta.
A mi lado, una joven e inquieta mujer batía sus manos para despedirse de sus amigos, y la elevada temperatura había pegado las hojas de papel brillante que comprendían el folleto que recibí cuando compré el boleto para viajar desde Brno, República Checa, hacia la capital de Austria, cuna de Johann Strauss.
El viaje había empezado de manera confortable, y el bus era lo suficientemente amplio como para estirar las piernas y filosofar durante varias horas, mirando a través de la ventana que dejaba ver paisajes impresionistas.
Concentrado en el folleto que detallaba tarifas y ciudades impronunciables, recordaba con nostalgia las decenas de viajes familiares que realicé junto a mi familia desde Bogotá hacia Cali, para visitar a mi abuelo y tíos maternos, además de la cautela con la que mi papá guardaba en la guantera de nuestra Renault 12, los mapas con las carreteras de Colombia que venían todos los domingos en el El Tiempo.
Todo parecía bonito, pero la hiperactividad de la mujer comenzaba a incomodarme más que el propio calor. Los recuerdos de los cañaduzales y las fuentes de soda en las que nos deteníamos para matar el hambre parecían disolverse en mi mente con las imágenes que me ofrecía la llanura checa. Múltiples aerogeneradores se movían sincronizados para generar energía eólica y un cielo resplandeciente encandelillaba mis pupilas.
La mujer era de California, Estados Unidos. No puedo negar que desde el momento en el que se sentó a mi lado había sido amable, pero yo no quería hablar con nadie o al menos no por el momento.
Oh Jesus, it’s terrific! -Decía una y otra vez, mientras me miraba buscando conversación y hablaba por un iPhone-.
Pasaron no más de cinco minutos escuchándola hablar con quien parecía ser su novio, y justo en el momento en el que colgó, abrí tanto la boca para bostezar, que le dejé clara mi intención de seguir mirando por la ventana adormilado. De verdad que quería estar solo.
Entre los ires y venires de mi memoria, el tiempo se esfumó. No recuerdo cuántas horas duró el recorrido que me llevó de un país a otro, pero sí la sensación de haber visto al Danubio de sopetón. Aquel río era el mismo que mi papá, un hombre que nunca había salido de Colombia, sentía como propio desde la primera vez que escuchó a Strauss. Era el mismo que reflejaba sobre sus aguas, nubes espesas que embellecían al cielo austriaco, y transportaban hasta Bratislava y otros lugares recónditos de Europa Oriental. Aquel río contenía mucha historia, contenía mucha música.
Sinceramente lo había imaginado mucho más bello y amplio, pero el hecho de saber que en breves minutos pisaría suelo austriaco, hacía que pudiera sentirlo majestuoso sin importarme su caudal.
A lo lejos divisé varios puentes que lo cruzaban de un lado al otro. Estaban meticulosamente construidos a partir de diseños disímiles que evocaban los cambios arquitectónicos de un país orgulloso, de tener a su capital como una de las más antiguas de Europa.
El ingreso a la ciudad no tardó mucho. Varios autos lujosos circulaban a cada lado del bus, pero la movilidad era bastante fluida, razón por la que supuse no haber visto a ninguna persona con alopecia causada por el estrés.
Ya en tierra, me despedí sonriéndole hipócritamente a la californiana que manoteó observándome desde la ventana. Después, el bus arrancó tan rápido que la pobre salió disparada contra la silla trasera y no la volví a ver nunca más. Caminé unos cuatro metros y pensé que quizás debí haber sido más amable, pero al fin y al cabo nada me importaba. Mi travesía por una de las ciudades musicales más importantes del Siglo XIX recién había empezado.
Después de algunos instantes en los que quedé perplejo con los avisos que estaban escritos en alemán, intuí que la información que suministraban era acerca de direcciones, circuitos y horarios del tren; así que llenándome de valor esperé aquel que me llevara al Centro de la ciudad con el objetivo de encontrar un buen hostal que no costara mucho.
A diferencia del metro de Roma -ciudad en la que residía por aquella época- las estaciones del de Viena no estaban ubicadas a muchos metros bajo tierra, por tal razón el aire se respiraba mejor, y además, contaba con distintas líneas que variaban su color según la ruta y la antigüedad.
No tardé más de quince minutos en atravesar la ciudad hasta llegar al Centro. Caminé algunas cuadras y divisé una calle peatonal repleta de gente. Al fondo leí AÍDA, una especie de café-restaurante que de inmediato trajo a mi mente las charlas familiares en las que mi padre argumentaba el porqué había bautizado así a mi hermana mayor. Giuseppe Verdi no era austriaco, ni colombiano, pero su ópera había inspirado a mi padre a pesar de las distancias.
Luego de rememorar, giré a la esquina sin saber que como caída del cielo, aparecería una oficina de turismo. Al ingresar indagué sobre un lugar agradable y económico para pasar la noche, entonces me entregaron varios folletos que vendían a Viena como una de las ciudades en Europa con mejor oferta hotelera.
Ubiqué la dirección exacta en la que estaba y comencé mi recorrido. Al parecer no estaba tan lejos de un lugar que cobraba aproximadamente 25€ la noche. Caminé durante casi una hora hasta encontrarlo. Atrás dejé varios BMW, algunos restaurantes italianos y muchísimos carritos de comida turca. Quizás por la hora, mi primera impresión de la ciudad era que no había por dónde caminar. En todos los andenes había un número significativo de turistas que obstaculizaban el paso, mientras posaban sonrientes para la foto o engullían salchichas vienesas con mostaza y abundante cerveza.
Revisé la dirección y en efecto, la puerta por donde vi salir a un grupo de personas con mochilas, era el hostal que estaba buscando. Sin dudarlo comencé a hacer una fila que se extendía por varios metros y avanzaba de manera muy pausada para ingresar. El tiempo en cambio pasaba rápido y el sol comenzaba a esconderse sin haberme instalado en una ciudad que cada vez se ponía más difícil.
Al alcanzar la recepción, dos mujeres rubias muy sonrientes me comunicaron de manera amable y sugerente, que quizás en uno de los parques que abundaban en la ciudad, tendría que pasar la noche debido a que todo el circuito hotelero había colapsado. Sí. Ya no habían cupos disponibles.
Decepcionado, salí aceptando el reto de dormir esa noche en la calle, algo que en mi vida había tenido que hacer. De todas maneras, a las 9 de la mañana del día siguiente estaría volando hacia Roma y tendría que sobrevivir con los pocos euros que me quedaban en el bolsillo.
A partir de ese momento caminé tanto, que después de un par de horas tuve que sentarme en un andén porque me sentía sofocado. Allí me quité los tenis y se los amarré a una de las tiras que colgaban de mi mochila. Caminar en sandalias me generaba una sensación extraña. En Bogotá eso parecía una quimera, y aunque jamás lo había hecho, abracé la consigna de que las cosas se viven una sola vez y jamás vuelven a repetirse.
Frente al Palacio Imperial de Hofburg, residencia del presidente de la República austriaca, decidí pensar. El olor del prado recién cortado contrastaba perfectamente con la majestuosa estructura. Tomé un sorbo de agua tibia que me quedaba en la mochila y continué caminando tanto como pude.
La caja de la muñeca que llevaba como regalo para mi sobrina en Bogotá se había deteriorado. Tuve que detenerme nuevamente y organicé mejor el equipaje. Esculqué mis bolsillos y decidí tomar una pausa. Así no pareciera, el calor era insoportable, y si bien el verano italiano era mucho más fuerte, éste no pasaba desapercibido. Así que mi única opción fue la de protegerme del sol, con uno de los elepés de U2 que compré en Praga un par de días atrás.
Recostado contra el prado me distraje mirando grupos enteros de jóvenes que caminaban con cervezas en la mano, al tiempo que fumaban cantidades exageradas de cigarrillo. El sol se marchó y el hambre golpeó a mi estómago. Desorientado pero decidido, acudí a uno de los carritos que con frases escritas en árabe, inglés y alemán sugerían la exquisitez de la comida rápida euroasiática a precios razonables. Tras una rápida selección devoré un perro caliente que tenía más mostaza que salchicha. Eso sí, acompañado de la mejor cerveza que había probado hasta ese momento, una Ottakringer Brauerei de quinientos centímetros cúbicos, orgullo de Viena.
Después de probar la gloria caminé tanto, que las cuadras se volvieron barrios y los barrios se volvieron zonas, pero afortunadamente mi cansancio se marchó justo en el momento en el que me topé con un parque muy bonito; estaba comprendido por cuatro pares de sillas de madera rústica, alineadas en cuatro hileras que se asemejaban a una sala tipo loft. Era tarde aquel fin de semana y como sucedía en Bogotá, mucha gente se devolvía a sus hogares con mucho alcohol entre las venas. Cauteloso, me senté procurando no encontrarme con algún personaje indeseable. Sacudí mi cabeza y me ubiqué. Este parque era distinto a los que frecuentaba en mi ciudad, no olía mal como el Santander, ni tampoco tenía basura como el de Ciudad Jardín. No había más que relajarme, después de todo, venía viajando desde muy lejos como para sentirme incómodo.
Seguro de que allí pasaría la noche, imaginé cuál sería mi cama y me apresuré para encontrar un carrito que vendiera cerveza antes de que lo cerraran. Cuadra y media a la derecha lo encontré. Compré un par de Ottakringer Brauerei con los billetes arrugados que me quedaban y regresé rápidamente. Destapé la primera cerveza y acomodé mi mochila degustando cada sorbo. Al cabo de un rato, dos tipos cercanos a los veinticinco años se sentaron en la silla de adelante. Tan pronto me percaté de que existían supe que habían contado con la misma suerte mía. Ambos parecían latinos y aunque intentaba escucharlos para adivinar su procedencia, la temperatura había bajado tanto que tan solo podían comunicarse susurrando. Estirado por completo sobre la silla, no podía cerrar mis ojos. La madera penetraba mis huesos y era imposible encontrar una mejor posición. Saqué de la mochila dos chaquetas e inventé una almohada que redujo la incomodidad por algunos instantes. Si bien pensaba en que hubiese preferido descansar en un lugar más cómodo, disfrutaba la experiencia de dormir por primera vez en la calle... una calle que parecía un museo.
Esa noche no dormí. ¿Para qué hacerlo sabiendo que probablemente jamás volvería a vivir algo así?
Tan pronto amaneció me percaté de que alrededor ya no había nadie. Por mi parte había alcanzado a pescar un par de las palabras que los dos tipos se habían dicho y confirmé que hablaban español. Entonces mi curiosidad se acrecentó. A las cinco de la madrugada, ambos se pusieron de pie. De manera disimulada me incorporé para desperezarme y vi que sus mochilas me parecieron familiares. Totto decían. Sí, eran colombianos.
#Wien#Vienna#Viena#Österreich#Austria#Ottakringer Brauerei#Hofburg#Palacio Imperial de Hofburg#Bogotá#Colombia
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L’estasi dell’oro.
El Auditorium Parco della Musica es quizá la edificación moderna más impresionante de Roma. Ideada por el prolífico arquitecto genovés Renzo Piano, comenzó su construcción en el año 1995, justo en el lugar que había servido para albergar el complejo deportivo de los Juegos Olímpicos de 1960.
Desde su concepción, la megaobra tuvo en cuenta la suntuosidad que el pueblo italiano pretendía, y no en vano, durante su construcción, se encontraron restos de una villa romana y una prensa de aceite, además, su estructura se asemeja a tres conchas enormes que evocan al Mediterráneo.
Allí, en medio de las tonalidades pastel que resultan indelebles en la retina del visitante, sería el gran ‘Concerto di Natale’ en homenaje a uno de los músicos más importantes de la historia reciente: Ennio Morricone.
La magnificencia de su aporte fue fundamental en la identidad y el trasfondo de cada filme en el que colaboró, por eso no sorprende que algunos de los directores que muchas veces lo prefirieron, hayan sido de la categoría de Brian de Palma, Pier Paolo Pasolini, Giuseppe Tornatore, Bernardo Bertolucci, John Carpenter, Pedro Almodóvar y Quentin Tarantino.
Era el año 2010 y aunque ya llevaba casi un año viviendo en la Città Eterna, podía sentir la frustración de saber lo poco probable que era escucharlo en vivo, debido a que sus 81 años se había alejado de los escenarios y los proyectos en los que participaba eran cada vez más escasos. Hacía menos de un lustro que lo había conocido gracias a Metallica y su versión de The Ecstasy of Gold, incluida en el afamado álbum S&M junto a la Orquesta Sinfónica de San Francisco. El frío penetraba los huesos, el invierno había comenzado.
Flavia, mi mejor amiga romana, sabía muy bien que mi interés por la música del aclamado compositor, era un orgullo que guardaba como el más preciado tesoro; tal vez por eso se empeñaba tanto en acompañarme durante largos recorridos por la ciudad, y al mismo tiempo se emocionaba tratando de entender cómo una persona venida de tierras tan lejanas, se interesaba tanto en su cultura, muchas veces menospreciada por una nación que vive avergonzada por los estereotipos de los que ha sido víctima y victimario.
Durante las semanas previas al concierto, Flavia y yo adquirimos las entradas a muy buen precio, y jugamos a adivinar si el Maestro asistiría a su homenaje, extrañados, eso sí, de que ni siquiera el sitio web del Auditorium ofreciera suficiente información sobre el evento, y teniendo muy claro que lo que más me importaba en ese momento, era compartir junto a ella antes de mi regreso definitivo a Bogotá.
La tan anhelada noche llegó y con ella una lluvia insoportable que hacía más memorable cada situación. Allí, delante de unas tres mil personas vestidas con trajes oscuros, Antonio Pappano director de la Orchestra dell'Accademia Nazionale di Santa Cecilia, estremeció su batuta con tanta fuerza, que el histrionismo que generó fue transmitido de manera perfecta por cada uno de los instrumentos que evocaron al Apocalipsis y conversaron matemáticamente entre sí.
Flavia y yo apreciábamos la presentación desde el segundo piso, muy lejos de la tarima principal. El primer acto había concluido, por lo que aprovechó para sacar de su bolso de cuero, un paquete rojo envuelto minuciosamente.
Buon Natale One! (¡Feliz Navidad Juan!) -Dijo sonriente, demostrando la dificultad que tienen los italianos para pronunciar la letra J, inexistente en su alfabeto-.
Al destaparlo, lo tomé con gratitud en mis manos. Era un CD que resaltaba la gallarda figura de Clint Eastwood cuando protagonizó Il buono, il brutto, il cattivo de Sergio Leone. Me apresuré a leer el listado de canciones que lo componían y entendí que todas esas hermosas melodías se habían convertido, sin proponérmelo, en fragmentos de mi propia vida.
Luego de casi hora y media de éxtasis musical, un silencio perenne circundó al recinto. En ese momento todos los asistentes aguardamos expectantes y un leve murmullo comenzó a desatarse. Antonio Pappano carraspeó antes de hablar y emotivamente reveló lo que tanto habíamos soñado.
Maestro Ennio Morricone, grazie!, grazie mille per tutta una vita, grazie per farci vedere il mondo illuminato! (Maestro Ennio Morricone, ¡gracias! ¡Gracias por toda una vida! ¡Gracias por mostrarnos el mundo iluminado!).
El Maestro estaba allí, sentado en el centro de la primera fila del primer piso, iluminado por una luz blanca que resaltaba su figura aislada del tiempo. Con dificultad se puso de pie. Era más alto de lo que pensaba y lucía un traje de paño con corbata negra, que contrastaba perfectamente con sus gafas de lentes gruesos que lo habían visto todo. La marea de aplausos no se hizo esperar, y durante unos instantes dejé que las lágrimas recorrieran mi rostro al verlo desde lejos completamente agradecido, sabiendo que su obra había inspirado a miles de personas alrededor del mundo. Estaba soñando y solo pude despabilar hasta que Flavia agarró mi mano y exclamó:
One!… vuoi un'autografo? (¡Juan! ¿Quieres un autógrafo?).
Sin atinar a responder, me dejé llevar por su emoción y corrí detrás suyo al tiempo que bajábamos muchos escalones atiborrados de personas que salían a tomar sus vehículos, pues el concierto había terminado. Al llegar al sector más exclusivo del auditorio, sentí que todo se movió más despacio. Flavia se había detenido y al girarse me sonrió a la vez que yo, embelesado, observaba sus ojos miel resplandecientes con lágrimas emocionantes.
Delante nuestro, entre la muchedumbre, Ennio Morricone agarró su abrigo y sujetó su paraguas para salir por una puerta ubicada detrás del escenario; avanzó unos pasos y en un santiamén lo perdí de vista.
¡Estaba a menos de un metro de nosotros! -Dije lamentándome-.
Las personas a nuestro alrededor eran una suerte de obstáculos que dificultaban acercarnos, pero Flavia era corajuda y logró pegar un salto tan imprudente como justificable, así que sin importarle nada más que mi felicidad, gritó:
Maestro! Maestro Ennio!
Al girarse incómodo por la manera en la que fue abordado, quedé completamente estático al verlo tan cerca, y observé en sus ojos la belleza de la sabiduría.
MAESTRO!, lui viene dalla Colombia, soltanto per vederlo ed ascoltarlo! (¡Maestro! Él viene desde Colombia, únicamente para verlo y escucharlo). -Continuó Flavia-.
Al Maestro ni siquiera le importó. Me miró con ojos penetrantes y se giró con un gesto de arrogancia.
Sería un estúpido si me dejo amilanar. -Pensé-.
Tomé el CD y un marcador que tenía en el bolsillo y con la excitación del momento me atreví a darle un toquecito en el brazo. El Maestro se volteó de mala gana, pero Maria, su esposa, amorosamente lo contuvo.
Almeno rimuove il tappo! (¡Al menos quítele la tapa!). -Dijo ofuscado-.
Giró un par de veces el marcador y arrebatándole con fuerza la tapa deslizó su firma muy cerca del hombro derecho de Clint Eastwood. Luego me entregó el CD de mala gana, pero ya nada me importaba. La autenticidad de mi alegría al estrechar su mano, logró dibujarle una sonrisa diminuta en su rostro. Estático lo vi darse media vuelta y salir tomado de gancho con Maria.
Flavia tiritaba, así que lo único que hice fue abrazarla para susurrarle al oído:
Mai dimenticherò questo! (¡Esto nunca lo voy a olvidar!).
Ella sonrió. En la Città Eterna todo parecía eterno.
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El disfraz que nunca tuve.
Halloween es una fiesta popular de origen celta, la cual se extendió primeramente dentro del mundo anglosajón y luego llegó a otros lugares como Austria, Bélgica, Japón, Corea del Sur y Latinoamérica, convirtiéndose en una de las celebraciones más populares en el mundo, y tal vez, una de la que muchos tenemos anécdotas que nos hacen sonreír o ruborizar.
Los noventa recién habían comenzado, cuando descubrí un gusto exacerbado por la famosa celebración que apreciaba desde la terraza de mi casa, pues vivía justo sobre la Carrera Décima, una de las avenidas más concurridas, estrepitosas y peligrosas de Bogotá.
Eran tiempos en los que tenía que conformarme con las celebraciones que organizaban las profesoras regordetas del Chiquibaby -el jardín infantil en el que aprendí a contar y leer- sintiéndome abrumado cada vez que me obligaban a cantar rondas insustanciales, comer dulces repletos de anilina o aguantar las ganas de ir al baño. Así que alejándome de lo que creía socialmente correcto, prefería inventar múltiples historias para envalentonar mi imaginación e ímpetu. La cobija ‘4 tigres’ de mis papás significaba un viaje directo a África Central y las pesadas gotas de la ducha me trasladaban al mirador más cercano a las Cataratas del Niágara.
Pero como todo pirata, astronauta, bombero, futbolista o cantante que me creía, necesitaba un atuendo que robusteciera mi caracterización, sumado a mi intención por contrarrestar los efectos negativos que me causaba ver a tantas niñas y niños, disfrazados de Mickey y Minnie Mouse, payasos maquiavélicos o incluso, de bailarines de bambuco.
Mi hermana Isabel vivía por esa época en Cali, Valle del Cauca, y desde el día de mi nacimiento se puso tan contenta, que casi siempre se empeñó en cumplir con la mayoría de mis caprichos. Por su parte, mi mamá, quien también los conocía muy bien, se había comprometido a decirle telefónicamente, que yo estaba desesperado por un disfraz de Batman, con capa, máscara y cinturón amarillo, para sentirme seguro de salir a la calle y pedir dulces sin avergonzarme. Así que Isabel no escatimó en cumplir mi deseo, y durante una semana larguísima esperé a que llegara la encomienda que me había enviado a través de Servientrega. Pero aún así, la ansiedad me consumía de tal manera, que la máscara de Freddy Krueger que mi papá me había comprado como Plan B en San Victorino, no lograba satisfacerme.
El 29 de octubre de 1991 -fecha que jamás olvidaré- timbraron en mi casa. Me asomé lo más rápido que pude por la ventana y vi al cartero con un paquete entre sus manos. Mi mamá, quien estaba en la cocina, bajó con una lentitud pasmosa que me hizo presagiar lo peor; apreté al Batman articulado que tenía en la mano y esperé una eternidad a que subiera de nuevo.
Gordo, ¡llegó tu disfraz! -gritó emocionada desde el primer piso-.
Sin pensarlo dos veces corrí abajo por las escaleras y le rapé al cartero, el paquete que estaba perfectamente envuelto en papel kraft. Al rasgarlo, lo primero que vi fue una nota de mi hermana con algunas frases escritas de manera amorosa y sencilla para que las pudiera entender:
'Querido hermanito, te envío el disfraz que te prometí, discúlpame por no haber encontrado tu talla, pero aquí en Cali no le ponen mucho cuidado al Día de las Brujas, lamento decirte que no encontré por ningún lado el disfraz de Batman que querías, pero te envío uno de Shōgun que es igual de lindo y sé que te gustará. Espero verte pronto, te quiero mucho". Isabel.
Es la hora que no entiendo cómo pudo ocurrir. Hubiera preferido el de la Mujer Maravilla…
Tras un par de días en los que lloré lo suficiente, decidí ponérmelo para ir al Chiquibaby. Tan pronto ingresé al salón en el que nos reuniríamos para celebrar, varios de mis compañeros se atoraron de la risa apenas me vieron, entonces sentí mucha rabia de recordar la insistencia de mi mamá por argumentar que era un disfraz muy original, y que Shōgun fue un guerrero de alto rango durante el Imperio Japonés. ¡Pero a mí no me importaba Japón! ¡Y ni siquiera sabía dónde quedaba!
Incluso, en su desmesurado afán por verme feliz, trató de convertirme en un niño asiático, trazando con su delineador un par de líneas gruesas sobre mis ojos, que pronto se esfumaron de tanto llorar.
Pasaron varios años para volver a disfrazarme, pero hoy en día soy feliz de poderlo hacer con total libertad. Incluso, hace poco gané un concurso en un bar reconocido de la ciudad, en el que la gente bailó hasta bien tarde con la música de Joy Division y Siouxsie And The Banshees.
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