Tumgik
antropical · 9 years
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Poemas Nicanor Parra
SE CANTA AL MAR
Nada podrá apartar de mi memoria La luz de aquella misteriosa lámpara, ni el resultado que en mis ojos tuvo ni la impresión que me dejó en el alma. Creo que ni la muerte ha de borrarla. Voy a explicarme aquí, si me permiten, con el eco mejor de mi garganta. Por aquel tiempo yo no comprendía francamente ni cómo me llamaba, no había escrito aún mi primer verso ni derramado mi primera lágrima; era mi corazón ni más ni menos que el olvidado kiosko de una plaza. Mas sucedió que cierta vez mi padre fue desterrado al sur, a la lejana Isla de Chiloé donde el invierno es como una ciudad abandonada. partí con él y sin pensar llegamos a Puerto Montt una mañana clara. Siempre había vivido mi familia en el valle central o en la montaña, de manera que nunca, ni por pienso, se conversó del mar en nuestra casa. sobre este punto yo sabía apenas lo que en la escuela pública enseñaban y una que otra cuestión de contrabando de las cartas de amor de mis hermanas. Descendimos del tren entre banderas y una solemne fiesta de campanas cuando mi padre me cogió de un brazo y volviendo los ojos a la blanca, libre y eterna espuma que a lo lejos hacia un país sin nombre navegaba, como quien reza una oación me dijo con voz que tengo en el oído intacta: “Éste es muchacho, el mar”. El mar sereno, el mar que baña de cristal la patria. No sé decir por qué, pero es el caso que una fuerza mayor me llenó el alma y sin medir, sin sospechar siquiera, la magnitud real de mi campaña, eché a correr, sin orden ni concierto, como un desesperado hacia la playa y en un instante memorable estuve frente a ese gran señor de las batallas. Entonces fue cuando extendí los brazos sobre el haz ondulante de las aguas, rígido el cuerpo, las pupilas fijas, en la verdad sin fin de la distancia, sin que en mi ser moviérase un cabello, ¡Como la sombra azul de las estatuas! Cuánto tiempo duró nuestro saludo no podrían decirlo las palabras. Sólo debo agregar que en aquel día nació en mi mente la inquietud y el ansia de hacer en verso lo que en ola y ola Dios a mi vista sin cesar creaba. Desde ese entonces data la ferviente y abrasadora sed que me arrebata: es que, em verdad, desde que existe el mundo, la voz del mar en mi persona estaba. AUTORRETRATO Considerad, muchachos, esta lengua roída por el cáncer: soy profesor en un liceo oscuro, he perdido la voz haciendo clases. (Después de todo o nada hago cuarenta horas semanales.) ¿Qué os parece mi cara abofetada? ¡Verdad que inspira lástima mirarme! Y qué decís de esta nariz podrida por la cal de la tiza degradante. En materia de ojos, a tres metros no reconozco ni a mi propia madre. ¿Qué me sucede? - Nada. Me los he arruinado haciendo clases: la mala luz, el sol, la venenosa luna miserable. Y todo para qué, para ganar un pan imperdonable duro como la cara del burgués y con sabor y con olor a sangre. ¡Para qué hemos nacido como hombres si nos dan una muerte de animales! Por el exceso de trabajo, a veces veo formas extrañas en el aire, oigo carreras locas, risas, conversaciones criminales. Observad estas manos y estas mejillas blancas de cadáver, estos escasos pelos que me quedan, ¡Estas negras arrugas infernales! Sin embargo yo fui tal como ustedes, joven, lleno de bellos ideales, soñé fundiendo el cobre y limando las caras del diamante: aquí me tienen hoy detrás de este mesón inconfortable embrutecido por el sonsonete de las quinientas horas semanales.
AGNUS DEI
Cordero de dios que lavas los pecados del mundo hazme el favor de decirme la hora. Cordero de dios que lavas los pecados del mundo dame tu lana para hacerme un sweater. Cordero de dios que lavas los pecados del mundo déjanos fornicar tranquilamente: no te inmiscuyas en este momento sagrado.
PRONUNCIANDO TU NOMBRE TE POSEO
no ganas nada con huir de mí puesto que como dice el título de este poema pronunciando tu nombre te poseo.
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antropical · 9 years
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Poemes Gabriel Ferrater
FI DEL MÓN
Puc repetir la frase que s’ha endut el teu record. No sé res més de tu. Aquesta insistent aigua de paraules, sempre creixent, va ensulsiant els marges de la vida que vaig creure real. La terra pedregosa i fatigosa de caminar, i els arbres que em ferien els ulls amb una branca delicada, tan vivament maligna, convincent amb la prova millor, la de les llàgrimes, sembla que no són res. Es van donant a l'amplària grisa, jaspiada d'esperma pàl·lid, embafós. Tot cau amb una fressa lenta i molla, i flota sense figura, o s'enfonsa per sempre. Tot fa sentit, només sentit, tot és tal com ho he dit. Ja no sé res de tu. --- EL PONENT EXCESSIU
Aquest sol que menstrua no es vol pondre. Mira la folla roja com rebutja el llençol de muntanya que l’acotxa. Un altre dia exagerat. Un altre dia se’t mor cregut que el seu color no tornarà mai més, no tornarà com la sang que es podreix. Eixuga llum, llença cotons de núvols, renta’t, gira’t, beu el més límpid gin de lluna i mar. --- JOSEP CARNER
En el més alt i més fosc de la nit, no vull sentir l’olor de maig que brunz a fora, i és petita la làmpara amb què en tinc prou per fer llum a les pàgines tènues del llibre, les poesies de Carner, que tu em vas donar ahir. Fa dos anys i quatre mesos que vaig donar aquest llibre a una altra noia. Mots que he llegit pensant en ella, i ella va llegir per mi, i són del tot nous, ara que els llegeixo per tu, pensant en tu. Mots que ens han parlat a tots tres, i fan que ens assemblem. Mots que romanen, mentre ens varien els dies i se’ns muden els sentits, oferts perquè els tornem a entendre. Com una pàtria. --- ÍDOLS Aleshores, quan jèiem abraçats davant la finestra oberta al pendís d’oliveres (dues llavors nues dins un fruit que l’estiu ha badat violent, i que s’omple d’aire) no teníem records. Érem el record que tenim ara. Érem aquesta imatge. Els ídols de nosaltres, per la submisa fe de després. --- PERDÓ Amor, t’he demanat perdó massa vegades, fins que has vist l’argúcia del cor trampós: del teu perdó se’n fa permís.    <<Perdó d’haver-te’n demanat>>. Una altra espurna se t’encén i zigzaga per cent miralls de suplicat consentiment.    Una baixa màgia vol enlluernar-te, i ha aixecat (magres i verds) un barracot d’una fira suburbial.    Amor, no hi entris. Infidel ajudant del mal histrió, el cor, et lliuro descobert el seu truc d’implorar perdó.    Amor, perdó. Perdó per mi. Un últim perdó sense encant, no un projecte dels vidres vils, el frau que per tu vam muntar.    I encara més. Perdó, perdó per ara, per aquest moment que el llampegueig desficiós m’ha fet témer que t’enganyés.    Jo que no sé deixar el servei, massa fàcil, del cor absurd, he oblidat (oi que ho comprens?) com ets real, com vius en tu. --- ANIVERSARI Ja l’any quaranta dels meus anys jeu fosc a dues carboneres, ribotat. El munt d’encenalls se l’han partit la marmanyera memòria, la mentidera, i l’oblit, el drapaire mut. L’una en farà curtes fogueres, l’altre, caliu d’inquietud.
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antropical · 9 years
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Fragmento de Lluvia amarilla, Julio Llamazares
Aquella última frase de mi padre ha seguido siempre fija en mi memoria. Aquella fría aceptación de la derrota me conmovió tan hondamente que, con el tiempo, habría de servirme para enfrentarme cara a cara con la muerte. Sin miedo. Sin desesperación. Sabiendo que es en ella donde, al fin, encontraré consuelo a tanto olvido y tanta ausencia. Me sirvió entonces, cuando encontré a Sabina ahorcada en el molino, para arrastrarla hasta esta casa en medio de la nieve. Me sirvió luego, cuando quedé solo en Ainielle, para aceptar que yo también estaba muerto en la memoria de mi hijo y de los hombres que un día fueron mis amigos y vecinos. Me sirve ahora, al cabo de los años, cuando el dolor encharca mis pulmones como una lluvia amarga y amarilla, para escuchar sin miedo a la lechuza que anuncia ya mi muerte entre el silencio y las ruinas de este pueblo que, dentro de muy poco, morirá también conmigo.
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antropical · 9 years
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Fragment de Coral Romput - Vicent Andrés Estellés
No és temps encara, amiga, que els arbres -els arbres verds i esvelts del jardí- s'esdevinguen donzelles. Ara van entre els arbres, renillant, els cavalls. Hi haurà un moment que els arbres s'esdevinguen donzelles, verdes donzelles nues, terriblement esveltes, i entre elles els cavalls, renillant com els hòmens quan arriba l'instant que ja no poden més. Aleshores veurem porcellanes amables, porcellanes que tenen uns lents dibuixos òptics tots fets d'arrels torpíssimes: formiguers anagrames com els que tots tenim a les boles dels ulls, uns petits mapes òptics dels països on som destinats -per què no?- des de l'instant de nàixer: el país que se'ns deu, no et càpiga cap dubte, el país del qual som amargs exiliats. En cada ull portem, potser, un hemisferi, tristament dibuixat, en línies de sang, -o potser, ben mirat, en línies d'espant- i el lloc on no poguérem arribar quan nasquérem per això, perquè vàrem nàixer possiblement.
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antropical · 9 years
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Cien vistas del monte Fuji - Dazai Osamu
Mañanas y tardes enteras sin dejar de contemplarlo. Así es como se me pasaban aquellos días desalentadores. A finales de octubre, llegó de Yoshida una caravana de cinco automóviles llenos de prostitutas. Pensé que debía de ser su único día libre en todo el año. Las observé desde la ventana de mi cuarto. Entre el tumulto de colores de sus ropas, las chicas salieron de los coches como palomas mensajeras liberadas de sus jaulas sin saber bien adónde dirigirse. Se agruparon juguetonas, se empujaban, se reían. Cuando el nerviosismo y la curiosidad inicial se calmaron, el grupo se dispersó. Algunas se dedicaron a elegir postales de un expositor que había en la posada, otras se quedaron boquiabiertas al contemplar la montaña. Por alguna razón, me resultaba una escena sombría que casi no se podía mirar. A pesar de que yo era un hombre solitario recluido allí como un eremita, a pesar incluso de estar dispuesto a morir por ellas, no tenía nada que ofrecerles si se trataba de felicidad. Lo único que podía hacer era contemplarlas. Aquellos que sufren deben sufrir. Los que caen deben caer. No tenía nada que ver conmigo. El mundo era así. Por tanto, fingí indiferencia, a pesar de lo cual sentía algo más que un leve dolor.
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antropical · 9 years
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La pell del brau - Salvador Espriu (Selecció de poemes)
XLVI De vegades és necessari i forçós que un home mori per un poble però mai no ha de morir tot un poble per un home sol: recorda sempre això, Sepharad. Fes que siguin segurs els ponts del diàleg i mira de comprendre i estimar les raons i les parles diverses dels teus fills. Que la pluja caigui a poc a poc en els sembrats i l’aire passi com una estesa mà suau i molt benigna damunt els amples camps. Que Sepharad visqui eternament en l’ordre i en la pau, en el treball, en la difícil i merescuda llibertat. XLVII En la llei i en el pacte que sempre guardaràs, en la duresa del diàleg amb els qui et són iguals, edifica el lent temple del teu treball, alça la nova casa en el solar que designes amb el nom de llibertat. I tu, home dels dies d’ara de Sepharad no visquis més la mort d’un repòs covard arrisca’t a salvar-te del teu mal. Navega les fortunes de la mar, il·luminant-te de clarors de llamp. Lluny del port de refugi rentaràs en aigües d’esperança tota la sang d’aquesta trepitjada pell de brau. LI Hem caminat i avui ens emparàvem en la crescuda serenor de l’arbre, contra el gran vent del llindar de la nit. Hem estimat la terra i el nostre somni de la nova casa alçada en el solar de la llibertat. No una segura flor, però sí l’esperança de la segura flor hem collit i portàvem al llarg d’aquesta pols de la peregrinació. Ara deixem les paraules i ens hem sentit arribats al silenci, per la remor d’una llunyana cavalcada.
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antropical · 10 years
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La última carta de Anna Semiónovna - Vida y Destino, Vasili Grossman
Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la lína del frente y detrás de las alambradas del gueto judío. Yo no recibiré tu respuesta, puesto que ya no estaré en este mundo. Quiero que sepas lo que han sido mis últimos días; con este pensamiento me será más fácil dejar esta vida. Es difícil, Vitia, comprender realmente a los hombres… Los alemanes irrumpieron en la ciudad el 7 de julio. En el parque la radio transmitía las noticias de última hora. Salía de la policlínica, después de las consultas, y me detuve a escuchar a la locutora, que leía en ucraniano un boletín sobre los últimos combates. Oí un tiroteo a lo lejos. Luego algunas personas cruzaron corriendo el parque. Seguí mi camino a casa, sin dejar de sorprenderme por no haber oído la señal de alarma aérea. De repente vi un tanque y alguien gritó: «¡Los alemanes están aquí!». «No siembre el pánico», le advertí. La víspera había ido a ver al secretario del sóviet de la ciudad y le había planteado la cuestión de la evacuación; él montó en cólera: «Todavía es pronto para hablar de eso; no hemos comenzado siquiera a redactar las listas». En una palabra, los alemanes habían llegado. Aquella noche los vecinos se la pasaron yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la calma éramos los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que haya de suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte, de besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que tenía de que estuvieras a salvo. Me quedé dormida de madrugada y, al despertar, me embargó una terrible melancolía. Estaba en mi habitación, en mi cama, pero me sentí en tierra extraña, perdida, sola. Aquella misma mañana me recordaron lo que había logrado olvidar durante los años de régimen soviético: que yo era judía. Los alemanes pasaban en sus camiones y gritaban: «Juden kaputt!». Y los vecinos también me lo recordaron más tarde. La mujer del conserje, que se encontraba bajo mi ventana, le decía a una vecina: «Por fin, a Dios gracias, nos libraremos de los judíos». ¿Qué es lo que le pudo llevar a decir eso? Su hijo está casado con una judía; la vieja solía ir a visitarlos y me hablaba después de sus nietos. Mi vecina de apartamento, una viuda con una hija de seis años llamada Aliónushka, de maravillosos ojos azules (ya te he escrito alguna vez sobre ella), pues bien, esta vecina vino a verme y me dijo: -Anna Semiónovna, le pido que para la tarde haya retirado las cosas de su habitación, voy a instalarme en ella. – Muy bien -le respondí-, entonces yo me instalaré en la suya. – No, usted se instalará en el cuarto trasero de la cocina. Me negué en redondo; allí no había estufa, ni ventana siquiera. Me fui a la policlínica y, al volver, resultó que me habían forzado la puerta y mis cosas habían sido arrojadas en el interior de aquel cuartucho. Mi vecina me dijo: «Me he quedado su sofá, de todas maneras no cabe en su nuevo cuarto». Asombroso, se trata de una mujer con estudios, diplomada en una escuela de artes y oficios, y su difunto marido era un hombre bueno y tranquilo, que trabajaba de contable en la Ukoopspilka . «Usted está fuera de la ley», me dijo la mujer como si aquello supusiera un gran provecho para ella. Su pequeña Aliónushka se sentó conmigo toda la tarde y yo le estuve contando cuentos. La niña no quería irse a dormir, de modo que su madre se la llevó en brazos. Así fue la fiesta de inauguración de mi nuevo hogar. Luego, Vítenka, abrieron de nuevo la policlínica. A mí y a otro médico judío nos despidieron. Fui a pedir la mensualidad que no había cobrado pero el nuevo responsable me dijo: «Stalin le pagará lo que usted haya ganado bajo el régimen soviético; escríbale, pues, a Moscú». Una enfermera, Marusia, me abrazó lamentándose con voz queda: «Dios mío, Dios mío, qué va a ser de usted, qué va a ser de todos ustedes». El doctor Tkachev me estrechó la mano. No sé lo que resulta más duro, si la alegría maliciosa de unos o las miradas compasivas de otros, como si estuvieran ante un gato sarnoso, moribundo. Nunca imaginé que me tocaría vivir algo semejante. Muchas personas me han dejado estupefacta. Y no sólo personas ignorantes, amargadas, analfabetas. He aquí, por ejemplo, un profesor jubilado, de setenta y cinco años, que siempre preguntaba por ti, me pedía que te diera saludos de su parte, y decía hablando de ti: «Es nuestro orgullo». En estos días malditos, al encontrarse conmigo por la calle, no me saludó, me dio la espalda. Luego me enteré de que en una reunión en la Kommandantur había declarado: «Ahora el aire se ha purificado, al fin ha dejado de oler a ajo». ¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso? Esas palabras le ensucian. Y en la misma reunión cuántas calumnias vertidas contra los judíos… Sin embargo, Vítenka, no todos participaron en esa reunión. Muchos rehusaron. Y, ¿sabes?, por mi experiencia de la época zarista siempre había pensado que el antisemitismo estaba ligado al patrioterismo de los hombres de la Liga del Arcángel San Miguel. Pero ahora he constatado que los hombres que claman por liberar a Rusia de los judíos son los mismos que se humillan ante los alemanes y se comportan como deplorables lacayos, estos hombres están dispuestos a vender Rusia por treinta monedas de plata alemanas. Gentes zafias llegadas de los arrabales se apoderan de los apartamentos, las mantas, los vestidos; personas como ellos, con total seguridad, son los que mataban a los médicos durante las revueltas del cólera. Y hay también otros seres, cuya moral se ha atrofiado, seres dispuestos a consentir cualquier crimen con tal que no se sospeche que están en desacuerdo con las autoridades. Vienen a verme amigos a cada momento para traerme noticias, todos tienen mirada de loco, deliran. Una extraña expresión se ha puesto de moda: «esconder las cosas». Por alguna razón, el escondite del vecino parece más seguro que el propio. Todo eso me recuerda a cierto juego infantil. Pronto se anunció la creación de un gueto judío; cada persona tenía derecho a llevar consigo quince kilos de objetos personales. En las paredes de las casas fijaron unos pequeños carteles amarillos: «Se ordena a todos los judíos que se trasladen al barrio de Ciudad Vieja antes de las seis de la tarde del 15 de julio de 1941». Para todo aquel que no obedeciese, la pena capital. Así que, Vítenka, yo también me puse a preparar mis cosas. Cogí una almohada, algo de ropa blanca, la tacita que un día me regalaste, una cuchara, un cuchillo, dos platos. ¿Acaso necesitábamos mucho más? Cogí parte del instrumental médico. Cogí tus cartas, las fotografías de mi madre y del tío David, y también aquella donde sales tú con papá, un pequeño volumen de Pushkin, las Lettres de mon moulin, otro de Maupassant, donde está Une vie, un pequeño diccionario… Cogí Chéjov, el libro aquel donde aparece Una historia trivial y El obispo, y eso es todo: mi cesta estaba llena. Cuántas cartas te he escrito bajo este techo, cuántas noches me he pasado llorando, sí, ahora puedo decírtelo, por mi soledad. Dije adiós a la casa, al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol; dije adiós a los vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias: cuál se quedaría con las sillas, cuál con mi pequeño escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos lloraron. Les pedí a unos vecinos, los Basanko, que si después de la guerra venías a buscarme te lo contaran todo con detalle. Me prometieron que así lo harían. Me conmovió Tóbik, el perro de la casa, que se mostró especialmente cariñoso conmigo la última noche. Si vuelves dale de comer por la ternura dispensada a una vieja judía. Cuando me disponía a emprender el camino y me preguntaba cómo me las iba a apañar para cargar con mi cesta hasta la Ciudad Vieja, apareció de improviso un antiguo paciente mío llamado Schukin, un hombre sombrío y, creía yo, de corazón duro. Se ofreció a llevarme la cesta, me dio trescientos rublos y me dijo que una vez por semana me llevaría pan a la alambrada. Trabaja en una imprenta; no lo habían llamado a filas debido a una enfermedad ocular. Antes de la guerra había venido a curarse a mi consulta, y si me hubieran propuesto que diera nombres de personas puras y sensibles, habría dado decenas de nombres antes que el suyo. Sabes, Vítenka, después de su visita volví a sentir que era un ser humano. Los perros ya no eran los únicos que mostraban una actitud humana. Schukin me contó que en la imprenta de la ciudad se estaba imprimiendo un bando: se prohíbe a los judíos andar por las aceras; deben llevar una estrella amarilla de seis puntas cosida en el pecho; no tienen derecho a utilizar el transporte colectivo ni los baños públicos, no pueden acudir a los consultorios médicos ni ir al cine; se les prohíbe comprar mantequilla, huevos, leche, bayas, pan blanco, carne y todas las verduras excepto patatas; las compras en el mercado se autorizan sólo después de las seis de la tarde (cuando los campesinos han abandonado ya el mercado). La Ciudad Vieja será rodeada de alambradas y se prohibirá toda salida, salvo bajo escolta para realizar trabajos forzados. Cualquier ruso que cobije en su casa a un judío será fusilado, de la misma manera que si hubiera escondido a un partisano. El suegro de Schukin, un viejo campesino procedente de Chudnov, un shtetl cercano a la ciudad, había visto con sus propios ojos cómo los alemanes llevaron en manada hasta el bosque a todos los judíos del lugar, provistos de sus hatillos y maletas; durante todo el día no dejaron de oírse disparos y gritos terribles. Ni un solo judío regresó. Los alemanes, que se alojaban en casa del suegro de Schukin, regresaron bien entrada la noche; estaban borrachos y siguieron bebiendo y cantando hasta la madrugada mientras se repartían broches, anillos, brazaletes delante de las narices del viejo. No sé si se trata de un hecho aislado y fortuito o del presagio de lo que nos depara el futuro. Qué triste fue, hijo mío, mi camino hacia el gueto medieval. Atravesaba la ciudad donde había trabajado durante veinte años. Primero pasamos por la calle Svechnaya, completamente desértica. Pero cuando llegamos a la calle Nikólskaya vi a cientos de personas, todas ellas dirigiéndose al maldito gueto. La calle se tornó blanca por los hatillos y las almohadas. Los enfermos eran llevados del brazo por sus acompañantes. Al padre del doctor Margulis, paralítico, lo transportaban sobre una manta. Un joven llevaba a una viejecita en brazos, le seguían su mujer e hijos cargando con los hatillos a la espalda. Gordon, un hombre entrado en carnes y que respiraba con dificultad, responsable de una tienda de ultramarinos, se había puesto un abrigo con cuello de piel y el sudor le corría por la cara. Me impresionó especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante sí un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ¡qué locas y aterrorizadas parecían las personas que estaban a su lado! Avanzábamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecían de pie en las aceras, mirándonos pasar. Durante un rato anduve al lado de los Margulis y oí los suspiros de compasión de las mujeres. Pero había quien se reía de Gordon y de su abrigo de invierno, aunque te aseguro que el aspecto que presentaba era más espantoso que divertido. Vi muchas caras conocidas. Algunos me hacían un ligero gesto con la cabeza, despidiéndose; otros desviaban la mirada. Me parece que en aquella muchedumbre no había miradas indiferentes; había ojos curiosos, despiadados y, algunas veces, vi ojos anegados de lágrimas. Yo veía a dos gentíos: uno constituido por los judíos, hombres enfundados en abrigos, con los gorros calados y mujeres con pañuelos en la cabeza, y otro, en las aceras, con ropa de verano. Blusas claras, hombres sin chaquetas, algunos con camisas bordadas a la ucraniana. Parecía incluso que para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si caminaran a través del frío de una noche de diciembre. En la entrada del gueto me despedí de mi acompañante y él me señaló el lugar de la alambrada donde nos encontraríamos. ¿Sabes, Vítenka, lo que sentí al hallarme detrás de las alambradas? Esperaba sentir terror. Pero, figúratelo, en realidad me sentí aliviada dentro de aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de esclava. No, no. Me sentía así porque todo el mundo a mi alrededor compartía mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me conocían no apartaban los ojos de mí ni evitaban toparse conmigo. En este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los fascistas, y por esa razón el sello no me quema tanto en el alma. Aquí ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer desdichada. Y es más fácil de sobrellevar. Me instalé junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un varón de unos doce años llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando la cara delgaducha de ese niño, sus grandes ojos tristes. Dos veces por equivocación le llamé Vitia y él me corrigió: «No soy Vitia, mi nombre es Yura». ¡Qué diferentes son los hombres entre sí! Sperling, a sus cincuenta y ocho años, rebosa energía. Se las ha arreglado para conseguir colchones, queroseno y una carretada de leña. Por la noche le trajeron a casa un saco de harina y medio de judías. Se alegra de sus éxitos como un jovenzuelo. Ayer colgó en las paredes unos pequeños tapices. «No es nada, no es nada, sobreviviremos -repetía-. Lo más importante es hacerse con reservas de comida y leña.» Me dijo que era preciso organizar una escuela en el gueto. Me propuso incluso que impartiera clases de francés a Yura y me pagaría un plato de sopa por clase. Estuve conforme. Fania Borísovna, la gorda mujer de Sperling, suspira: «Estamos perdidos, todo está perdido»; pero eso no quita para que siga de cerca a su hija mayor, Liuba, un ser amable y bondadoso, no vaya a ser que dé a alguien un puñado de judías o una rebanada de pan. La menor, Alia, el ojito derecho de la madre, es un verdadero engendro de Satanás -autoritaria, avara, recelosa-, se pasa el día gritando a su padre y a su hermana. Antes de la guerra vino a hacerles una visita desde Moscú y quedó aquí atrapada. ¡Dios mío, qué miseria por todas partes! ¡Que vengan esos que hablan de las riquezas de los judíos y que afirman que siempre tienen guardado dinero para los malos tiempos, que vengan a la Ciudad Vieja! Aquí están los malos tiempos, peores no puede haberlos. Pero en la Ciudad Vieja no se concentran únicamente los recién mudados con sus quince kilos de equipaje, aquí han vivido siempre artesanos, viejos, obreros, enfermeras… ¡En qué terribles condiciones de hacinamiento viven estas gentes! ¡Y qué clase de comida se llevan a la boca! Si pudieras ver las chozas medio en ruinas, ya casi forman parte de la tierra. Vítenka, veo aquí a tantas personas malas, codiciosas, deshonestas, capaces de las más pérfidas traiciones. Anda por ahí un hombre espantoso, un tal Epstein, que vino a parar aquí desde alguna ciudad polaca; lleva un brazalete en la manga y acompaña a los alemanes durante los registros, colabora en los interrogatorios, se emborracha con los politsai ucranianos y lo envían por las casas a extorsionar vodka, dinero, comida. Lo he visto una o dos veces; es un hombre de estatura alta, apuesto, elegante en su traje color crema, incluso la estrella amarilla cosida a su americana parece un crisantemo. Pero quería contarte otra cosa. Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de Stanislavski. Una vez, Vítenka, cuando era una chiquilla de catorce años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a papá: «No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme». Y no me fui. Y ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda al amor que te tengo a ti, mi querido hijo. Visito a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vítenka! Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía. A veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma. Y de qué manera tan conmovedora me ofrecen por mis cuidados un trozo de pan, una cebolla, un puñado de judías. Créeme, Vítenka, no son los honorarios por una consulta. Se me saltan las lágrimas cuando un viejo obrero me estrecha la mano, mete en una pequeña bolsa dos o tres patatas y me dice: «Vamos, doctora, vamos, se lo ruego». Hay en esto algo puro, paternal, bueno; pero no puedo transmitírtelo con palabras. No quiero consolarte diciendo que la vida aquí ha sido fácil para mí, te sorprenderá que mi corazón no se haya desgarrado de dolor. Pero no te atormentes pensando que he padecido hambre. No he pasado hambre ni una sola vez. Tampoco me he sentido sola. ¿Qué puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus buenas cualidades como por las malas. Son extraordinariamente diferentes, aunque todos conocen un idéntico destino. Imagínate a un grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera… El doctor Sperling está convencido de que la persecución contra los judíos es temporal y cesará cuando concluya la guerra. Muchos, como él, comparten ese parecer, y he observado que cuanto más optimistas son las personas más ruines y egoístas se vuelven. Si alguien entra mientras están comiendo, Alia y Fania Borísovna esconden enseguida la comida. Los Sperling me tratan muy bien, tanto más cuanto que yo soy de poco comer y aporto más comida de la que consumo. Pero he decidido marcharme, me resultan desagradables. Estoy buscándome un rinconcito. Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste. Los pobres, los hojalateros, los sastres que se saben condenados a morir son más nobles, desprendidos e inteligentes que aquellos que se las ingenian para aprovisionarse de comida. Las maestras jovencitas; Spielberg, el viejo y estrambótico profesor y jugador de ajedrez; las tímidas chicas que trabajan en la biblioteca; el ingeniero Reivich, débil como un niño, que sueña con armar al gueto con granadas de fabricación casera… ¡Qué personas tan admirables, qué poco prácticas, agradables, tristes y buenas! Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto. Las personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley. Dos mujeres procedentes de un shtelt cuentan exactamente lo mismo que contaba mi amigo. Los alemanes están exterminando a todos los judíos del distrito, sin compadecerse de niños o ancianos. Los alemanes y los politsai llegan en vehículos, toman a algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin excepción. Por doquier, en los alrededores de la ciudad, están surgiendo estos túmulos judíos. En la casa de al lado vive una chica polaca. Cuenta que en su país las masacres de judíos no se interrumpen ni un instante, son aniquilados del primero al último. Sólo han logrado sobrevivir judíos en algunos guetos de Varsovia, Lodz, Radom. Cuando me he parado a pensarlo, he comprendido perfectamente que no nos han congregado aquí para conservarnos con vida, como bisontes en la reserva del bosque de Biarowieia, sino como ganado que enviarán al matadero. Conforme al plan, nuestro turno debe de estar previsto para dentro de una o dos semanas. Pero, imagínatelo, aún comprendiendo eso, sigo curando a los enfermos y les digo: «Si se lava el ojo regularmente con esta loción, dentro de dos o tres semanas estará curado». Examino a un viejo que dentro de seis meses o un año podría ser operado de cataratas. Continúo dando clases de francés a Yura, me desmoraliza su pésima pronunciación. Entretanto los alemanes irrumpen en el gueto y desvalijan, los centinelas se divierten disparando contra los niños detrás de las alambradas y cada vez más gente corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos pensado. Y así es, la vida continúa. Hace unos días se celebró incluso una boda. Los rumores se multiplican por decenas. Ahora un vecino me informa, ahogándose de alegría, de que nuestras tropas han tomado la ofensiva y que los alemanes se retiran. O bien circula el rumor de que el gobierno soviético y Churchill han presentado a los alemanes un ultimátum, y que Hitler ha dado la orden de que no se mate a más judíos. Otras veces dicen que los judíos serán intercambiados por prisioneros de guerra alemanes. Así, en ningún otro lugar del mundo hay más esperanza que en el gueto. El mundo está lleno de acontecimientos, y todos esos acontecimientos tienen el mismo sentido y el mismo propósito: la salvación de los judíos. ¡Qué riqueza de esperanza! Y la fuente de esa esperanza es sólo una: el instinto de vida que, sin lógica alguna, se resiste al terrible hecho de que todos vamos a perecer sin dejar rastro. Miro a mi alrededor y simplemente no puedo creerlo: ¿es posible que todos nosotros seamos sentenciados a muerte, que estemos a punto de ser ejecutados? Los peluqueros, los zapateros, los sastres, los médicos, los fumistas…, todos siguen trabajando. Se ha abierto incluso una pequeña maternidad, o para ser exactos, algo que se le parece. Se hace la colada y se tiende en cordeles, se prepara la comida, los niños van a la escuela desde el primero de septiembre y las madres preguntan a los maestros sobre las notas de sus hijos. El viejo Spielberg ha llevado varios libros a encuadernar. Alia Sperling realiza a diario su gimnasia matutina; cada noche, antes de acostarse, se enrolla el cabello en bigudíes; y riñe con su padre por dos retales de tela que quiere para hacerse unos vestidos de verano. También yo mantengo mi tiempo ocupado de la mañana a la noche. Visito a los enfermos, doy clases, zurzo mi ropa, hago la colada, me preparo para hacer frente al invierno: le pongo relleno de guata a mi abrigo de otoño. Escucho los relatos sobre los terribles castigos que se infligen a los judíos: la mujer de un consultor jurídico que conozco fue golpeada hasta perder el conocimiento por haber comprado un huevo de pato para su hijo; a un niño, el hijo de Sirota, el farmacéutico, le dispararon en el hombro cuando trataba de deslizarse por debajo de la alambrada para recuperar su pelota. Y luego, otra vez, rumores, rumores, rumores… Lo que ahora te cuento, sin embargo, no es un rumor. Hoy los alemanes vinieron y se llevaron a ochenta jóvenes para trabajar el campo, supuestamente para recoger patatas. Algunos incluso se alegraron imaginando que podrían traer unas pocas patatas para la familia. Pero yo comprendí al instante a qué se referían los alemanes con patatas. La noche en el gueto es un tiempo aparte, Vitia. Tú sabes, querido hijo, que siempre te he enseñado a decirme la verdad, un hijo siempre debe decir la verdad a su madre. Pero también una madre debe decir la verdad a su hijo. No te imagines, Vítenka, que tu madre es una mujer fuerte. Soy débil. Me da miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del dentista. De niña me daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que soy vieja, tengo miedo de las enfermedades, de la soledad; temo que si enfermara no podría trabajar más y me convertiría en una carga para ti y que tú me lo harías sentir. Tenía miedo de la guerra. Ahora, por las noches, Vitia, se apodera de mí un terror que me hiela el corazón. Me espera la muerte. Siento deseos de llamarte, de pedirte ayuda. Cuando eras pequeño, solías correr a mí en busca de protección. Ahora, en estos momentos de debilidad, quisiera esconder mi cabeza entre tus rodillas para que tú, inteligente y fuerte, me defendieras, me protegieras. No siempre soy fuerte de espíritu, Vitia, soy débil. Pienso a menudo en el suicidio, pero algo me retiene, no sé si es debilidad, fuerza o bien una esperanza absurda… Pero ya es suficiente. Me estoy durmiendo y comienzo a soñar. A menudo veo a mi madre, hablo con ella. La pasada noche vi en sueños a Sasha Sháposhnikova en la época que vivimos juntas en París. Pero contigo no he soñado ni una sola vez, aunque pienso en ti sin cesar, incluso en los momentos de angustia más terrible. Me despierto y de repente veo el techo, entonces recuerdo que los alemanes han ocupado nuestra tierra, que soy una leprosa, y me parece que no me he despertado sino, al contrario, que me acabo de dormir y estoy soñando. Pero pasan algunos minutos y oigo a Alia discutir con Liuba sobre a quién le toca ir al pozo por agua, oigo a alguien contar que durante la noche, en la calle de al lado, los alemanes fracturaron el cráneo a un viejo. Una chica que conozco, alumna del Instituto Técnico de Pedagogía, vino a buscarme para que fuera a examinar a un enfermo. Resulta que la chica escondía a un teniente con una herida en un hombro y un ojo quemado. Un joven dulce, demacrado, con un fuerte acento del Volga. Había pasado por debajo de las alambradas durante la noche y había hallado refugio en el gueto. La herida del ojo no era demasiado grave y pude cortar la supuración. Me habló largo y tendido sobre los combates, la retirada de nuestras tropas; sus historias me deprimieron. Quiere restablecerse cuanto antes y volver, cruzando la línea, al frente. Varios jóvenes tienen la intención de partir con él, uno de ellos fue alumno mío. ¡Ay, Vítenka, si pudiera ir con ellos! Fue un enorme placer ayudar a ese joven: sentí que también yo participaba en la guerra contra el fascismo. Le llevamos patatas, pan, judías, y una anciana le tricotó un par de calcetines de lana. Hoy se ha vivido un día lleno de dramatismo. Ayer Alia se las ingenió, a través de una conocida rusa, para hacerse con el pasaporte de una joven rusa, muerta en el hospital. Esta noche Alia se irá. Y hoy hemos sabido de boca de un campesino amigo que pasaba cerca del recinto del gueto que los judíos a los que enviaron a recoger patatas están cavando fosas profundas a cuatro kilómetros de la ciudad, cerca del aeródromo, en el camino a Romanovka. Vitia, recuerda ese nombre: allí encontrarás la fosa común donde estará sepultada tu madre. Incluso Sperling lo ha comprendido. Ha estado pálido todo el día, los labios le temblaban y me ha preguntado, desconcertado: «¿Hay esperanza de que dejen con vida al personal cualificado?». Se dice, en efecto, que en algunos lugares no han ejecutado a los mejores sastres, zapateros y médicos. A pesar de todo, esta misma noche, Sperling ha llamado al viejo que repara las estufas y éste le ha habilitado un escondrijo en la pared para la harina y la sal. Yura y yo estuvimos leyendo Lettres de mon moulin. ¿Te acuerdas de cuando leíamos en voz alta mi cuento favorito, «Les vieux», e intercambiábamos miradas, nos echábamos a reír y se nos llenaban los ojos de lágrimas? Después le dicté a Yura las clases que tenía que aprender para pasado mañana. Así debe ser. Pero qué dolor sentí cuando miré la carita triste de mi alumno, sus dedos anotando en la libretita los números de los párrafos de gramática que le había puesto de deberes. Y cuántos niños hay aquí: ojos maravillosos, cabellos rizados oscuros. Entre ellos habría, probablemente, futuros científicos, físicos, profesores de medicina, músicos, incluso poetas. Los veo cuando corren a la escuela por la mañana, tienen un aire serio impropio de su edad y unos trágicos ojos desencajados en la cara. A veces comienzan a armar alboroto, se pelean, se ríen a carcajadas, pero entonces, más que producirme alegría, el espanto se adueña de mí. Dicen que los niños son el futuro, pero ¿qué se puede decir de estos niños? No llegarán a ser músicos ni zapateros ni talladores. Y esta noche me hice una idea clara de cómo este mundo ruidoso, de papás barbudos, atareados, de abuelas refunfuñonas que hornean melindres de miel y cuellos de ganso, el mundo entero de las costumbres nupciales, los proverbios, las celebraciones del sabbat, desaparecerá para siempre bajo tierra, y después de la guerra la vida se reanudará, y nosotros ya no estaremos, nos habremos extinguido al igual que se extinguieron los aztecas. El campesino que nos trajo la noticia de la preparación de las fosas comunes nos contó que su mujer se había pasado la noche llorando y lamentándose: «Saben coser y fabricar zapatos, curten la piel, reparan relojes, venden medicinas en la farmacia… ¿Qué pasará cuando los hayan matado a todos?». Con qué claridad me imaginé a alguien, una persona cualquiera, pasando delante de las ruinas y diciendo: «¿Te acuerdas? Aquí vivía un judío, un reparador de estufas llamado Boruj. Las tardes de los sábados su vieja mujer se sentaba en un banco y, alrededor de ella, los niños jugaban». Y otro diría: «Y allí, bajo el viejo peral, se solía sentar una doctora, no recuerdo su apellido, pero una vez fui a verla para que me curara los ojos. Después del trabajo sacaba una silla de mimbre y se ponía a leer un libro». Así será, Vitia. Después fue como si un soplo de espanto hubiera atravesado los rostros de las gentes: todos comprendimos que se acercaba el final. Vítenka, quiero decirte… no, no es eso, no es eso. Vítenka, termino ya la carta y voy a llevarla al límite del gueto, se la entregaré a mi amigo. No es fácil interrumpir esta carta, ésta es mi última conversación contigo, y cuando la haya entregado me habré apartado de ti definitivamente, nunca sabrás lo que han sido mis últimas horas. Ésta es nuestra última despedida. ¿Qué puedo decirte antes de separarme de ti para siempre? en estos últimos días, como durante toda mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de la ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu primera carta, tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo, desde tus primeros días de vida hasta la más nimia noticia que recibí de ti, el telegrama que recibí el 30 de junio. Cerraba los ojos y me parecía, querido mío, que me protegías del horror que se avecinaba sobre mí. Pero cuando pienso lo que está ocurriendo, me alegro de que no estés a mi lado y que no tengas que conocer este horrible destino. Vitia, yo siempre he estado sola. Me he pasado noches en blanco llorando de tristeza. Pero nadie lo sabía. Me consolaba la idea de que un día te contaría mi vida. Te contaría por qué tu padre y yo nos separamos, por qué durante todos estos largos años he vivido sola. Pensaba a menudo: «¡Cuánto se sorprenderá Vitia al saber que su madre ha cometido errores, ha hecho locuras, que era celosa y que inspiraba celos, que su madre era igual que todas las jóvenes!». Pero mi destino es acabar la vida sola, sin haberla compartido contigo. A veces pensaba que no debía vivir lejos de ti, que te quería demasiado, que ese amor me daba derecho a vivir mi vejez junto a ti. A veces pensaba que no debía vivir contigo, que te quería demasiado. Bueno, en fin… Que seas feliz siempre con aquellos que amas, con los que te rodean, con los que han llegado a estar más cerca de ti que tu madre. Perdóname. De la calle llegan llantos de mujer, improperios de los policías, y yo, yo miro estas páginas y me parece que me protegen de un mundo espantoso, lleno de sufrimiento. ¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío? ¿Existen palabras en este mundo capaces de expresar el amor que te tengo? Te beso, beso tus ojos, tu frente, tu pelo. Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo. Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre… MAMÁ
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antropical · 10 years
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Stilwell and the American Experience in China 1911-45, by Barbara Tuchman
In great things, wrote Erasmus, it is enough to have tried. Stilwell's mission was America's supreme try in China. He made the maximum effort because his temperament permitted no less; he never slackened and he never gave up. Yet the mission failed in its ultimate purpose because the goal was unachievable. The impulse was not Chinese. Combat efficiency and the offensive spirit, like the Christianity and democracy offered by missionaries and foreign advisers, were not indigenous demands of the society and culture to which they were brought. Even the Yellow River Road that Stilwell built in 1921 had disappeared twelve years later. China was a problem for which there was no American solution. The American effort to sustain the status quo could not supply an outworn government with strenght and stability or popular support. It could not hold up a husk nor long delay the cyclical passaging of the mandate of heaven. In the end China went her own way as if the Aermicans had never come.
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antropical · 10 years
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"Intimacy", Raymond Carver
Listen, I know your heart, mister. I always did. I knew it back then, and I know it now. I know your heart inside and out, and don't you ever forget it. Your heart is a jungle, a dark forest, it's a garbage pail, if you want to know. Let them talk to me if they want to ask somebody something. I know how you operate. Just let them come around here, and I'll give them an earful. I was there. I served, buddy boy. Then you held me up for display and ridicule in your so-called work. For any Tom or Harry to pity or pass judgement on. Ask me if I cared. Ask me if it embarrased me. Go ahead, ask. No, I say, I won't ask that. I don't want to get into that, I say. Damn straight you don't! she says. And you know why, too! She says, Honey, no offence, but sometimes I think I could shoot you and watch you kick. She says, You can't look me in the eyes, can you? She says, and this is exactly what she says, You can't even look me in the eyes when I'm talking to you. So, OK, I look her in the eyes. She says, Right. OK, she says. Now we're getting someplace, maybe.
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antropical · 10 years
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More completely than any other medium, the stage mirrored medieval life. Developing out of liturgical plays performed at the church door, drama had left the church for the street, where it was produced by guilds and confréries on wheeled platforms with different scenes drawn along in succession. The plays traveled from town to town, attracting all of society as audience - peasants and bourgeois, monks and students, knights and ladies, and the local seigneur in a front-row seat. For a major performance, criers went out to inform the pulic a day in advance. Subject matter was religious, but manner was secular, designed for entertainment. Every mystery of the Christian story, and its central mystery of salvation through the birth and death of Christ, was made physical and concrete and presented in terms of everyday life - irreverent, bloody, and bawdy. The shepherds who watched by night were portrayed as sheep-stealers, pathos in the sacrifice of Isaac was played to the hilt, the favorite comic relief was the on-stage donkey for Balaam's ass or for the Virgin to ride on the Flight into Egypt or for the Three Kings in lieu of camels. The "hin-han" brayed by the actor inside the donkey's skin and the turds dropped from a lifted tail evoked howls of delight even when the donkey bore Jesus into Jerusalem. Sex and sadism were relished in the rape of Dinah, in the exposure of Noah naked and drunk, the sins of the Sodomites, the peeping of the Elders at Susanna, and all the varieties of torn flesh in the martyrdom of saints. Scenes of torture in revolting realism were regular theatrical fare, as if a violent time bred enjoyment of violence. Nero slitting open the belly of his mother to see where he came from was performed with the aid of gory entrails, supplied by the local pork butcher, spilling from the victim. Schadenfreude was not peculiar to the Middle Ages, but it was a dark variety indeed, induced by plague and successive calamities, that found expression in gruesome scenes of the tortures on the cross, with the soldiers shown spitting on the Redeemer of man.
A Distant Mirror - Barbara W. Tuchman
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antropical · 10 years
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"La demagògia localista sempre hi serà a l'aguait: una demagògia, torne a dir-ho, i amb coneixement de causa, fomentada des de Madrid ... Al País Valencià, uns ex-fabristes s'estan inventant una ortografia grotesca que, malgrat els seus esforços, encara té molt de fabriana. El propòsit explícit és ofegar el català, amb l'excusa de convertir-lo en "valancià", i ofegar definitivament el "valencià"... a Madrid, saben el que fan. A Barcelona no. Ni a València. ... Als Països Catalans l'idioma comú es troba geogràficament perplex i indefinit. No hi ha cap alternativa contra aquesta sinistra maquinació de l'utilitarisme espanyolista, si no és una represa àmplia de l'autoconsciència més elemental. I de Salses a Maó, i de Fraga a Eix, i d'on siga on siga, la reclamació del català com a idioma "normal" ha de ser terminant. Les dissidències localistes, a les Illes i al País Valencià, s'hi apuntaran o preferiran agenollar-se davant el castellà? Siguen discrepàncies regionals o fonètiques, hem d'afermar-nos, si no com a catalans, almenys com a catalanoparlants. Els qui no entren en aquesta operació clarificadora, ja sabrem qui o què són: castellanistes, espanyolistes o tant se val. I si multitudinàriament no hi ha una resposta "catalana" o "catalàunica", ja podem deixar-ho córrer. Perquè no és des de Madrid i amb la seva Constitució que ens han de salvar la llengua. ... Per ser valencià, i acceptant la superstició que els valencians, els mallorquins, som "diferents", reclame Ausiàs March, Tirant, Corella, Roig, sor Villena, i Bernat I Valdoví. Els mallorquins reclamarien Llull, Turmeda, i la resta, tots els Aguilons xuetes, i mil capellans, i Llorenç Villalonga, i tothom que ha vingut després. Com es pot ser català sense ser valencià i sense ser mallorquí, i viceversa?"
Ara o mai - Joan Fuster, 1980
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antropical · 10 years
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Not are Joyce’s characters merely the sum of the particles into which their experience has been dissociated: we come to imagine them as solidly, to feel their personalities as unmistakably, as we do with any characters in fiction; and we realize finally that they are also symbols. Bloom himself is in one of his aspects the typical modern man: Joyce has made him a Jew, one supposes, partly in order that he may be conceived equally well as an inhabitant of any provincial city of the European or Europeanized world. He makes a living by petty business, he leads the ordinary middle-class life - and he holds the conventional enlightened opinions of the time: he believes in science, social reform and internationalism. But Bloom is surpassed and illuminated from above by Stephen, who represents the intellect, the creative imagination; and he is upheld by Mrs. Bloom, who represents the body, the earth. Bloom leaves with us in the long run the impression that he is something both better and worse than either of them; for Stephen sins through pride, the sin of the intellect; and Molly is at the mercy of the flesh; but Bloom, though a less powerful personality than either, has the strength of humility. It is difficult to describe the character of Bloom as Joyce finally makes us feel it: it takes precisely the whole of “Ulysses” to put him before us. It is not merely than Bloom is mediocre, that he is clever, that he is commonplace - that he is comic, that he is pathetic - that he is, as Rebecca West says, a figure of abject “squatting” vulgarity, that he is at moments, as Forest Damon says, the Christ - he is all of these, he is all the possibilites of that ordinary humanity which is somehow not so ordinary after all; and it is the proof of Joyce’s greatness that, though we recognize Bloom’s perfect truth and typical character, we cannot pigeonhole him in any familiar category, racial, social, moral, literary or even - because he does really have, after all, a good deal in common with the Greek Ulysses - historical.
Axel’s Castle - Edmund Wilson
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antropical · 10 years
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To intimate things rather than state them plainly was thus one of the primary aims of the Symbolists. But there was more involved in their point of view than Mallarmé here explains. The assumptions which underlay Symbolism lead us to formulate some such doctrine as the following: Every feeling or sensation we have, every moment of consciousness, is different from every other; and it is, in consequence, impossible to render our sensations as we actually experience them through the conventional and universal language of ordinary literature. Each poet has his unique personality; each of his moments has its special tone, its special combination of elements. And it is the poet's task to find, to invent, the special language which will alone be capable of expressing his personality and feelings. Such a language must make use of symbols; what is so special, so fleeting and so vague cannot be conveyed by direct statement or description, but only by a succession of words, of images, which will serve to suggest it to the reader. The Symbolists themselves, full fo the idea of producing with poetry effects like those of music, tended to think of these images as possessing an abstract value like musical notes and chords. But the words of our speech are not musical notation, and what the symbols of Symbolism really were, were metaphores detached from their subjects - for one cannot, beyond a certain point, in poetry, merely enjoy color and sound for their own sake: one has to guess what the images are being applied to. And Symbolism may be defined as an attempt by carefully studied means - a complicated association of ideas represented by a medley of metaphors - to communicate unique personal feelings.
Axel's Castle - Edmund Wilson
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antropical · 11 years
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To the Finland Station - Edmund Wilson
Me gustaría encontrar un nombre apropiado para definir lo que hace Edmund Wilson en To the Finland Station. Se trata sin duda de una mirada histórica, pero su narrativa tiene un componente de subjetividad que lo aleja de la crónica tradicional. Es un análisis crítico, una pieza de estudio de la evolución y características del proyecto socialista en Europa, con elaboradas lecturas academicistas de obras e ideas clave en el movimiento maridadas con una mirada biográfica a los intelectuales que las desarrollaron. Los pasajes más duros, aquellos donde Wilson examina los conceptos y obras clave, resultan paréntesis contextuales, el esfuerzo necesario para explicar el contenido de las ideas. Y sin embargo Wilson demuestra estar más interesado en los individuos protagonistas que en el análisis ideológico.
To the Finland Station es un viaje que parte desde los románticos franceses que soñaron con una visión burguesa del socialismo a través sus tratados de historia nacionalista o sus fantasías de constituir comunidades utópicas de inspiración religiosa y que llega hasta presenciar el desarrollo y la formación del socialista de acción definitivo, aquel que empersonó el deseo imperecedero de llevar a la práctica lo que hasta entonces sólo se había teorizado. Vladimir Ilich es el ánfora que recoge la lluvia socialista caída durante todo un siglo. El libro termina con Vladimir, convertido ya en Lenin, poniendo fin a su exilio apeándose del tren que lo llevaría de vuelta a casa y que pondría en marcha el mayor experimento socialista de la historia. Wilson, que escribió To the Finland Station en 1940 no estaba especialmente interesado en exponer cómo y quién llevó a cabo la revolución rusa. To the Finland Station es la crónica de la antesala a este momento, la narración del viaje del ideal socialista, con un origen (que no una Génesis) situado alrededor de la Revolución Francesa, saltando en el tiempo y en diversos espacios de la mano de los principales agentes intelectuales. Wilson, conocedor de sus limitaciones, no pretende hacer de To the Finland Station la historia del socialismo en su totalidad, tarea ingratamente extensa. Su obra es en cambio el periplo de un principio, de un ideal que excede la deficiente capacidad humana de querer retener, recoger, adueñar y con ello entender un paradigma de consecuencias radiactivas para la felicidad personal de sus hechizados.
En su viaje esta idea es cortejada por diversos amantes, todos ellos muy capaces, que recogen el relevo de anteriores y coetáneos para darle una nueva forma que pasar a los siguientes. En To the Finland Station, de todo lo que se puede estudiar de la evolución del socialismo, Wilson escoge sin reiteración ni causa expresa el viaje desde la teoría, utópica, nebulosa y con un esqueleto puramente conceptual, hasta la necesidad de una pragmática realista, una puesta en escena efectiva. Wilson enseña cómo se fragua la necesidad de intervenir en el devenir de los hechos, en poner en entredicho a Hegel desde una base hegeliana, en definitiva, en poner en marcha la historia, sin esperar a que ella se encienda sola.
En TTFS, el término “personajes históricos” cuenta con un encaje excepcional. Es difícil no leerla como una novela, y esta linearidad, tan accesible y didáctica, queda en entredicho en nuestra época de cuestionamiento de narrativas y concepciones rizomáticas. Este gusto artístico que literaliza los protagonistas y sirve para ejercer esta perspectiva tan íntima que caracteriza la obra debe tenerse en cuenta a la hora de diferenciar narrativa, enfocada al placer del lector, y objetividad fáctica, que todo investigador espera obtener. Se le permite pues licencias al autor por ejemplo cuando describe ciertas peculiaridades de la relación íntima entre Marx y Engels, o entre Marx y su familia, entendiendo que parten de una base contrastada y que se estilizan para agradar al lector, con un tacto que despunta precisamente en el grado de personalización que Wilson aplica a las anécdotas. Nada está de más, nada aparece exagerado, y este magistral balance entre el puro dato histórico, la áspera descripción filosófica y el detalle simpático convierten la lectura en una experiencia dulce y enriquecedora.
Wilson, que no parece fallar en una frase, entiende la clave que convierte la crítica en buena crítica: el balance. El lector no quiere (ni debería querer) una insípida transcripción de acontecimientos, ni un relato calcado de lo que las fuentes muertas dictan objetivo o las listas describen como propio a un libro, un individuo o una idea. Wilson es un crítico ejemplar, modélico, precisamente porque acude a estas fuentes pero no las transcribe, ni simplifica o amplifica, sino que lee, y de la lectura produce un texto educado, inteligente, elaborado, en definitiva, trabajado tras la digestión y expresado de una forma que logra ser justa, exacta, efectiva y al mismo tiempo personal e irrepetible.
Aquello que me indica que To the Finland Station es un excelente trabajo de crítica intelectual (quizá sea un término cercano a lo que buscaba al principio de este escrito) es que, si bien puedo leer más sobre Marx, Engels, Lenin, Bakunin, Michelet, Babeuf, Saint-Simon y la evolución del socialismo en el s.XIX, nada igualará el ángulo, el detalle, la forma y la voz del autor de To the Finland Station. Es, en esencia, una experiencia inigualable, y este componente artístico cuenta casi tanto como la adquisición de conocimiento que transmite al lector.
En pocas obras me ha quedado tan patente esa máxima que guardo cercana al corazón a la hora de juzgar con total sinceridad y sin compromiso el valor de cualquier obra: un lector sabe que un libro es bueno cuando durante su lectura siente que crece como individuo, y a su conclusión, se siente modestamente más sabio, o como mínimo, más agudo. 
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antropical · 11 years
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Such epithets are, in their inner form, characteristically racist, and decipherment of this form will serve to show why Nairn is basically mistaken in arguing that racism and anti-semitism derive from nationalism - and thus that 'seen in sufficient historical depth, fascism tells us more about nationalism than any other episode.' A word like 'slant', for example, abbreviated from 'slant-eyed', does not simply express an ordinary political enmity. It erases nation-ness by reducing the adversary to his biological physiognomy. It denies, by substituting for, 'Vietnamese;' just as raton denies, by substituting for, 'Algerian'. At the same time, it stirs 'Vietnamese' into a nameless sludge along with 'Korean', 'Chinese', 'Filipino', and so on. The character of this vocabulary may become still more evident if it is contrasted with other Vietnam-War-period words like 'Charlie' and 'V.C', or from an earlier era, 'Boches', 'Huns', 'Japs' and 'Frogs,' all of which apply only to one specific nationality, and thus concede, in hatred, the adversary's membership in a league of nations. The fact of the matter is that nationalism thinks in terms of historical destinies, while racism dreams of eternal contaminations, transmitted from the origins of time through an endless sequence of loathsome copulations: outside history. Niggers are, thanks to the invisible tar-brush, forever niggers; Jews, the seed of Abraham, forever Jews, no matter what passports they carry or what languages they speak and read. (Thus for the Nazi, the Jewish German was always an impostor.) The dreams of racism actually have their origin in ideologies of class, rather than in those of nation: above all in claims to divinity among rulers and to 'blue' or 'white' blood and 'breeding' among aristocracies.
Imagined Communities - Benedict Anderson
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antropical · 11 years
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It is always a mistake to treat languages in the way that certain nationalist ideologues treat them - as emblems of nation-ness, like flags, costumes, folk-dances, and the rest. Much the most important thing about language is its capacity for generating imagined communities, building in effect particular solidarities.
Imagined Communities - Benedict Anderson
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antropical · 11 years
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In September 1638 a newcomer entered the town of Leiden, in the province of Holland. He had come from his home in the city of Breda, forty miles to the south in the seemingly remote and largely Catholic region called Brabant, which, while part of the Dutch Repulbic, did not have the status of a full province. If he was like other newcomers, he couldn't help but be impressed by what he found in Leiden. In a country known for its neatness, this handsome brick village stood out in the seventeenth century, its alleys and canal sides manicured, the pavement literally scrubbed, the soaring whitewashed walls of its church interiors crisply set off by dark beams. In fact, it was not a village at all - by 1622 its population had reached forty-five thousand - but it maintained a provincial simplicity. The massive sailcloth arms of windmills framed the sky not just on the outskirts but right in the town center. The streets through which the young man walked would have swarmed with children at play - an oddity at this time in Europe. The prevailing thinking elsewhere, in this age of Puritan grimness, was that childhood was a time when chaos and devilry might sweep into the soul, and thus children should be checked, subdued, kept under sober adult submission. The Dutch thinking was the opposite; they hugged and coddled their children, ignoring the scorn of outsiders and following their own experts. [...] So - as the boisterous street scenes of Jan Steen paintings illustrate - children ran free, and the streets echoed with their play.
The Island at the Center of the World - Russell Shorto
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