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Dos Virgos
Me han dicho muchas veces cuánto nos parecemos Julia y yo, dos búhos nacidas en septiembre, ella el 11, yo el 19. Dos fechas grabadas en el imaginario de muchas personas como históricas, pero fatales. Celebraremos nuestras vueltas al sol con esa rareza, que en mi caso viene siempre acompañada de una alerta sísmica. Septiembre, mes que tiembla, mes de movimiento, fuerza, intensidad.
Aunque sé muy poco de los signos zodiacales y de cartas astrales, me gusta mucho jugar en mi cabeza con los rasgos que voy corroborando que sí coinciden con quienes pertenecen a un signo u otro. Es mi guilty pleasure. Cuando bajo a la cafetería de mi oficina y veo la lista de cumpleañeros por mes, siempre me cacho diciendo “con razón…”, otras con un “¿neta?”. El signo calza muchas veces de forma perfecta con las personas, otras, me deja con muchas preguntas sobre los ascendentes, sobre todo me pasa con los escorpiones que, confieso, me parecen los más mustios de todos cuando no tienen una actitud visiblemente escorpionezca. En fin, que Julia sea virgo como yo, me parece que nos acerca de otra manera. Hablamos un idioma común, pese a la singularidad de cada una.
Han habido unas tres ocasiones donde el parecido de Julia conmigo me llegó a destantear. Recuerdo una donde ella era muy bebita y en una tarde cuando la arrullaba vi su cara y en ella me veía siendo yo de bebé. Me trasportó a un pasado del que no tengo recuerdo, pero que sí he reconstruido a través de mis fotos de niña. La primera vez que lo experimenté fue como viajar a través de un hoyo negro a una dimensión de mi pasado que sigue existiendo y tiene su propio orden. Confieso que me dio una sensación de vértigo momentánea porque además de sentirme conectada con mi yo de hace 37 años, era también al mismo tiempo la adulta que cargaba a esa niña. Bebé y madre al mismo tiempo. Vaya disonancia cognitiva. No sé si ese espejeo pasa a menudo en este camino de la maternidad, pero sin duda es un viaje pachequísimo, solo que sin mota y que dura apenas unos instantes.
Y bueno, ahora que también es hobbie y vicio tomar tantas fotos de cómo crece Julia, también de pronto he ojeado las mías. Ayer encontré un par que me conmovieron porque me veo a mí y la veo a ella. Me veo siendo cargada por otra niña, como a ella siendo cargada por su primo, con los ojos bien abiertos, intentando escapar del apapacho de otro cuerpo que aún está aprendiendo a abrazar. Me veo con el clásico casquete corto, pelito lacio y fleco despeinado porque ambas tenemos un remolino que se resiste a ser acomodado, primeros signos de rebeldía. Me veo con los ojos bien abiertos, comiéndome el mundo a cucharadas mucho más grandes de las que una persona puede digerir sin estresarse, y también con los problemas de sueño asociados a ello. Pero sobre todo me veo y la veo siendo una niña de un año que está creciendo, descubriendo el mundo, acompañada por adultos, en entornos cotidianos que son desafiantes y emocionantes a su manera. Y pese a todo, ella es ella, yo soy yo, y estamos justo ahora en ese proceso de acompañarla en su proceso -vertiginoso- de individuación. En todo caso, qué sorpresa y magia es reconectar con un universo que por décadas estuvo completamente desdibujado y donde hoy, gracias a la maternidad, empiezan a verse y sentirse de nuevo algunas siluetas de la niña que fui.
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Tiempo de vida
No puedo negar que todas las semanas vivo en conflicto. Quizá nunca en mi vida había tenido tanta conciencia del tiempo y lo preciado que éste es, pero lo vivo escurriéndose entre los dedos dejando una sensación de que no nos pertenece y fluye maquinalmente sin nuestro permiso. La gran interrogante hoy es: si ya no es nuestro, ¿de quién es?, y si la vida es eso que pasa en y a través del tiempo, ¿en función de qué la estamos viviendo?
En algún momento de nuestra historia reciente, nuestra vida dio un giro. Nos digitalizamos. Eso, como han declarado varios expertos, significó un gran vuelco en nuestra forma de habitar el mundo. Aceleró todo: nuestras expectativas para actuar y reaccionar, nuestra forma de trabajar, nuestros encuentros con otros y con nosotros mismos. Uno incluso podría ya estimar un promedio aceptado de velocidad de respuesta por tipo de medio. Whatsapp: 5 minutos si es trabajo. 2 horas revela falta de interés. 4: descuido. 8 hrs, viene ya con una disculpa entre líneas. Es decir, existen normas implícitas en este sistema en el que ya estamos adentrados.
La velocidad es la experiencia del siglo XXI. La ilusión es creer que a través de ella lograremos que en un día o en una semana pueda caber todo y nosotros podamos darlo todo, aún sin que quede muy claro qué queremos dar porque en este juego no hay final ni meta, sino eterno desarrollo. No por algo vivimos exhaustos y con la terrible sensación de que nunca somos suficientes. Seremos de antemano malos amigos, hermanos, tíos, parejas por la falta de tiempo. Lo peor, cargamos con culpa el presente porque nos achacamos de forma individual esa responsabilidad pese a que el orden actual nos obligue a fallar sistemáticamente porque a diferencia de lo digital, la vida sí tiene límites y coordenadas de finitud muy concretas.
Un orden que publicita la importancia de la comunicación, la conexión, los encuentros, la importancia de los vínculos, y que al mismo tiempo nos deja sin espacio para tenerlos o abre los del Instagram para simular que los hay y fueron productivos, solo produce malestar pese al #LiveLoveLaugh. Que no se mal entienda esto como una posición de veganismo digital o de linchamiento de las nuevas herramientas del hombre-teclado-pantalla. Yo más bien lo que percibo es que formo parte de una tendencia muy actual que conlleva un descuido en el habitar. Estar en un espacio, con otro, no es pensar las horas que de antemano le destinaré a estar con él para después ponerle check en mi lista de pendientes de la semana. Tampoco es estar con alguien y de forma simultánea revisar el celular repasando lo que tenemos por delante. Es esta sensación de secuestro de mi estar la que últimamente lamento profundamente. La que me pesa, con la que cargo porque pese a estar en un movimiento político que busca combatir la individualización, yo misma en esta lógica, por el maldito acelere y la expansión del tiempo productivo sobre todas las esferas de mi vida, me estoy individualizando. El hacer que conlleve olvido de sí y que nos aísle del entorno no puede ser constructivo.
Quizá mi parar este 9 de marzo me costó tanto por lo mismo. Porque veía por delante cómo se aglutinaba la lista de pendientes por el hecho de parar. La tesis, la reunión, el libro, la platica, los amigos que quedé de ver, la cita con el doctor, el dichoso ejercicio, mi burbuja. Me sentí sumamente insuficiente. Inmóvil con la cabeza cortocircuitada por dos mensajes contradictorios: para y vencerás, para y mañana lo pagarás. A las 7pm me rendí. Le dije a mi novio que lo amaba después de ver una película que me regresa a valorar lo importante de los vínculos, esa fibra que nos articula y sostiene. Después le marqué a mi hermano para durante 16 minutos por teléfono (batí récord con un adolescente, ¡conquistaaa!) saber cómo iba la escuela y la vida en general. Sólo ahí realmente comencé a sentirme bien, apropiándome nuevamente de mi vida.
No queda duda, el cuidado de sí y de los otros, la vida significativa pues, lleva tiempo y es otro tiempo, descolonizado de la velocidad que nos obliga solo a vivir en la superficie de la productividad. En todo caso, quizá un remedio para el actual malestar sea abrir paréntesis más seguido para vivir intensamente, mirarnos y mirar al otro, y no para que una vida de minúsculas euforias nos pase sin darnos cuenta. Micropolítica con macro efectos.
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Pequeños gigantes
Para Raúl y José.
No hay duda de que el mejor remedio contra el miedo es la práctica. Lo he aprendido innumerables veces a lo largo de la vida, pero hoy apareció nuevamente como una verdad mientras estaba con mi sobrino, una pulga hiperactiva de apenas un año. Viene primero el impulso de vida: salir a explorar un territorio incierto, todavía no dominado por el hábito. Sobre éste, un pedacito está cubierto por una rejilla horizontal donde el piso tiene otra textura. Corre libre, pero se frena justo antes de llegar a ella. La observa. Pone un pie. Se regresa. Su tío más chico, de 8 años, le da la mano para atravesarla y le dice “no pasa nada”. Van juntos. R, se apoya. Al llegar al otro lado, vuelve a caminar un poco sobre piso firme para recordar su fuerza. Regresa para cruzar nuevamente la rejilla. El reto al menos le parece interesante. Va con vuelo, pero vuelve a frenar. Repite la acción unas 15 veces, cada vez con más seguridad. En dos intentos se detiene a saludar a la coladera como si el gesto de lo familiar fuese a ayudarle a conquistar la superficie. Finalmente lo logra y sus dos dientitos blancos emergen brillantes y nítidos con su sonrisa. Pienso para mis adentros, que en el acto de apropiación del mundo también nos adue��amos de nosotros mismos, aprendemos y medimos quiénes somos en el diálogo con el exterior.
Superada la prueba, R. insiste en seguir con otra casi de inmediato. Así que su cuerpecito ahora se dirige a las escaleras. Coloca sus piecitos, se apoya. Sube dos escalones, intentando pescar su frágil equilibrio que se compensa con su obstinación de llegar a la cima. Baja aún con el apoyo de mi mano. Y vuelve a subir, varias veces. Esta vez, de antemano sé que no lo logrará solo o al menos no sin ponerse en riesgo, porque pese al sentimiento muy natural de sentirnos dioses por instantes, el recordatorio de nuestros límites humanos siempre se aparece para ubicarnos. Se trata del famoso sentido de realidad, el cual pienso que debo tener más presente todos los días en mi cotidiano para comprender mejor los procesos de transformación social. En el caso de R, su mayor limitante para escalar es lo corto de sus dos piernitas. Pero no hay duda, él es un pequeño gigante.
El instante se acaba y pese a la escala “chica” de un niño, la lección es grande y universal. El miedo es constitutivo de la experiencia humana y enfrentarlo con la acción, necesario para aprender y superarnos. Sólo así llegamos a la luna. Sólo así nos volvemos a enamorar.
Entramos a la casa. J., el tío de 8 años que 10 min antes había sido “EL” guía de R., ahora estaba escondido en una esquina, con los cachetes rojos rojos y devorando la segunda rebanada de pastel y diciendo “shhhhhh. No le digas a mi mamá”. Un gran gesto de la niñez por la que casi todos atravesamos, porque ser niño no solo es el ensayo inicial de la propia fuerza y del atravesar innumerables retos, sino la entrada al mundo de los sentidos donde el azúcar se convierte también en una experiencia vital.
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Rodando juntos
Hay días para los que uno se prepara. El primer día de clases, la primera comunión, la graduación, el examen final, los días que marcan la frontera de un dígito a otro, la operación que atravesará múltiples capitas de cuerpo. Muchos son de carácter individual, experiencias para las que uno se prepara en soledad.
En mi vida, sin embargo, cada vez me preparo para días colectivos, esos que articulan una emoción compartida, la de una lucha que se ha venido gestando pero que danzará públicamente para manifestar su impulso, sus ganas de seguir viva.
Hace cuatro meses, conocí al colectivo #NiUnRepartidorMenos en un café. Era viernes, hacía calor, no sabía que me esperaba la tarde. Sin duda, lo último que imaginaba era la revolución de mi cabeza pensando en todo lo que podía hacerse frente a la complejidad de un problema que, pese a mi resistencia a lo digital y al mundo de las apps, terminaba por hacerme guiños. Lo primero que me captó no fueron las decenas de historias de compañeros accidentados, la falta de prestaciones sociales, sino la forma y capacidad de resistir para ver más allá del cuadrado en el que las limitantes estructurales los colocan. Pese a todo, luchaban. Pese a todo, estaban ahí un viernes hablando sobre su identidad como repartidores y como ciclistas. Ser repartidor es también un estar en la Ciudad, conocerla y atravesarla como los capitanes de un gran barco que se mueve entre mares de concreto. Lo último que alguien hubiese podido hacer en ese momento era narrarlos como víctimas. No era desde ese lugar jodido de la representación que les quita toda agencia, desde donde su relato se enmarcaba. Más que víctimas eran personas. Les conté lo que hacía y puse sobre la mesa el trabajar juntos para pensar en bola alternativas. Recordé la frase de Juana, no hay casualidades sino Causalidades. Porque compartimos Causa, nos encontramos. Tierra con tierra, agua con agua, aire con aire. Embonamos perfecto.
Tomamos una foto, la primera, con una sonrisota. Me quedé ahí un par de horas más. Le conté todo a mi amigo Rodrigo en lo que sería una de las mejores tardes del 2019 y que cerraba con broche de oro. Al salir del café, en un cartel encontraríamos escrito un “Hakuna” y a una cuadra más “Matata”. En efecto, este tipo de tardes que encuentran la disposición de desconocidos para construir en colectivo encajaba perfecto con la sentencia de Pumba del Rey León: es “una forma de ser”.
Hablé con mi equipo/bola de Nosotrxs desde el día #1. <<¡¡¡Los tienen que conoceeeeer!!!>> Con toda la emoción desparramada como buena intensa que soy, estaba convencida que teníamos que trabajar en colectivo con la absoluta seriedad del mantra que lleva mi organización: en bola organizada. Se abrió la oportunidad. Llevamos a cabo nuestra primera reunión que terminó por convertirse en una segunda reunión, luego una tercera hasta vernos todos los miércoles 2 horas, mientras compartíamos café, galletas, pan, sacábamos pizarrón, plumones, ideas hasta un magnífico pollo rostizado. Empecé a conocer mejor a los integrantes: Sa��l, Luis, Mau. No fue difícil. Pese a las cadenas, los cascos, las mochilas y todo el ropaje, de inmediato pudimos decirnos las cosas sin tapujo, hasta el micro-bullying que, como Samuel me dijo el otro día, demuestra que ya somos amigos y cada vez crecemos como familia porque nos cuidamos.
El 27 de noviembre era la fecha de nuestra primera acción colectiva. Un año antes había muerto José Manuel Matías, al ser atropellado por un tráiler en una esquina de nuestra ciudad-monstruo mientras entregaba un pedido. A raíz de esa muerte, surgió #NiUnRepartidorMenos y con ello las iniciativas tan fregonas, humanas y creativas con las que sellan cada una de sus actividades: un mapa de riesgos para alertar a otros repartidores de zonas rojas, los baches, la falta de alumbrado, los puntos de fraudes. Un rayado de mochilas para que, en caso de accidente, mediante un número aparezca un rostro, una historia, una familia a quien contactar para no caer nunca más en el anonimato. Una bitácora de acoso para proteger a las compañeras que exponen doblemente su cuerpo, en las calles entre miles de automóviles que no respetan las señales y en las entradas de los recintos donde recogen o entregan un pedido.
Prepararíamos una rodada por sus derechos para colocar la bici blanca de José Manuel junto con su mochila blanca en lo alto del poste de la esquina de Eje 5 y Periférico. A la 1pm nos veríamos en la oficina la pandilla. Estábamos preparados porque hacer lo correcto y saber que no hay de otra, le da a uno la confianza de que las cosas saldrán bien. Salimos con bicis, cámaras, pines, playeras y estampitas. En lo personal era una experiencia doblemente chingona por poder darle un nuevo significado a mi bici y por recorrer las calles de nuevo sobre ella, pero sintiéndome protegida.
Cuando llegas a un punto cargado de tanta historia como Reforma, frente al Ángel, no hay forma de que el cuerpo no se movilice para jalar a más banda a empatizar con las Causas que no son abstractas sino tan concretas como el peso de una mochila, la historia del señor de sesenta y pico que apenas aprendió a andar en bici para repartir y tener mejores ingresos, las heridas en las piernas, etc. En ese punto, comenzó a operar lo que intentamos encuadrar en metodologías pero que ciertamente las desbordan. En un ejercicio serio de empatía, las relaciones uno a uno para invitar a sumarse, nacen por sí solas. Lo mismo que la organización, ésta comienza a activarse por el único principio de reciprocidad. No digo que detrás no hubiera método y una planeación, pero ésta siempre queda cortita frente al querer rodar juntos por algo más grande. Yo hasta megáfono utilicé, quitada de la pena de hacer el oso porque parecía más vendedora de seguros que activista.
La tarde bajó y la señal para emprender la rodada comenzó. Entre cartelitos de #EnTuPedidoVaMiVida, rodeados de policías de tránsito que nos escoltaron, comenzó el trayecto. La Ciudad a esa hora y en bici se escucha de otra forma. La gente saliendo de sus lugares de trabajo, cansados y medio engarrotados, los coches amontonándose y empezando a aullar con sus claxoncitos. Nosotros por el contrario fluíamos. Tuvimos la suerte de un atardecer sumamente estético, donde el naranja era tan naranja que combinaba con las mochilas de muchos de nuestros compañeros. Gritamos todo el trayecto, paramos a tomar aire y voltear a nuestro alrededor. Platiqué con Mau de su otro trabajo, como vendedor de Oxxo y también de sus proyecciones pal futuro: ser abogado. Después de casi una hora, llegamos todos a la esquina. Cerramos ese pedacito de curva, el punto crítico donde se perdió una vida y lo que nos llevaba ese día a estar ahí. Subir la bici fue toda una maniobra, digna de malabaristas y temerarios. Yo estaba absorta en mi celular preparando unas palabras. Luego me di cuenta que no serían suficientes y que lo que ahí necesitábamos era sobre todo silencio. Quizá mi momento de cobrar conciencia de la importancia de todo fue a través del sonido porque a través de un celular salían las canciones que a José Manuel le gustaban y dio con una que me ha acompañado últimamente en momentos especiales. Ahí me quebró por dentro su pérdida y ahí la bici blanca dejó de ser objeto para convertirse en presencia. Las palabras de Saúl fueron las más precisas para hacerle homenaje. La precisión que sale cuando el corazón habla. Ese día creo que nadie regresó al mismo lugar igual porque son experiencias que transforman. Agradecí de corazón el poder de juntarnos entre quienes hace meses éramos desconocidos para tejer otro tipo de historias, las que buscan otro tipo de libertad.
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El canto de las ballenas
Pienso, abuela, en cuántas veces te me has quedado viendo, intentando descifrar mi no creencia en tu Dios. Mi escepticismo siempre ha sido una espinita que intentas todo el tiempo arrancar, recordándome mi promesa de creer cada vez que nos vemos.
Lo que no me ha dado la vida para explicar es que sé que no estoy sola y hay un reconocimiento profundo mío de que hay algo mucho más grande que yo. En primer lugar, un universo que no comprendo cómo articuló a partir de átomos e historias que me anteceden, un pedazo de cuerpo y cables de pensamiento tan particulares como los míos; me rebasa el pensamiento de mi pequeñez. Considero la vida un milagro y la capacidad para encontrarse con quienes viven en ella, otro. En segundo lugar, creo con fe en que mi extravío es “seguro” porque a pesar del no hallarme o pasar por tramos de oscuridad debido a la profundidad del mar que navego, algo o alguien se aparece para meterme de nuevo en mi cauce pese a mi tendencia al desborde.
Ya dejé de creer en el voluntarismo y en eso siempre tuviste la razón, en reprochar la arrogancia del “yo controlo todo” que caracteriza a mi generación. Ni cien años de Freud, ni de Nietzsche, ni de los surrealistas, han sido suficientes para tomarnos en serio que no somos dueños de nosotros mismos ni de nuestra naturaleza. Lo único que sí podemos aprender es a jugar con un tablero que cambia siempre pero que nos permite intervenir de alguna forma. La Creación -y perdón, abuela, por paganamente tomar prestada la palabra-, es lo que se teje entre nuestro intervenir pequeño pero potente con aquello que es más grande que nosotros y que casi parece que nos estaba esperando para activar una particular pieza de baile.
Creo cada vez más en todo esto y en el proceso me siento más cercana de mi promesa contigo y más cerca de ti obviamente. Quería decirte que he volado en mil direcciones este año. Me conoces y soy, como tú, más animal de tierra porque me gustan los abrazos que tejen las raíces. Por eso últimamente ha sido todo un poco difícil porque me busco en los espejos de agua y a veces veo mi silueta pero otras caen piedritas sobre el agua que me desdibujan por completo. Tal como cuando jugábamos de niños al juego del aparecer y desaparecer, de la tensión entre el estoy y no estoy, que causaba risa y cuando se prolongaba demasiado, llanto; así he estado, en ese vaivén.
Como me has dicho siempre: hago lo que se me pega la gana. Ha sido el mejor cumplido viniendo de ti. Abrazo mi rebeldía, pero me ha costado buenas dosis de ansiedad e inseguridad. Sobre todo un miedo muy grande a cagarla porque aunque batallo todos los días por ser independiente, todavía no he aprendido a medirme del todo con mi propia vara, con la regla de mis propios retos. Habitan en mí demasiadas voces y cada vez voy esculpiendo con mayor seguridad la mía, pero estoy en ese proceso. En esta rebeldía he querido extra-limitarme para encontrar mi voz. Ir más allá de mí, en el ejercicio de perder el rostro y hacer de la vida un propio ensayo. Pero ¿cómo ser uno perdiendo el rostro y aventurándose a romper los moldes cuando se es también amante de las raíces, del dar sentido, del volver una y otra vez a las fotografías para ver cierta continuidad en nuestra historia? No es fácil, pero me siento sostenida por algo más grande que yo que me permite verme aún en movimiento.
De las últimas veces que nos vimos me dijiste que las lágrimas eran entendibles pero que las cosas son cuando tienen que ser, cuando nos tocan. Esa confianza tuya me la devuelven gestos muy concretos. Las agujas de Orlando y sus regalos. Los verdes que me guiñen el ojo. El saber que las partículas de voz crean pluralidad de mundos y sentires. Las palabras de sabiduría que se clavan en el corazón como flechas y el canto de las mamás ballena que aún a cientos de kilómetros de distancia, reverberan para decirnos que a pesar del extravío y del nado que aún debemos dar para llegar a ser lo que somos, ahí están para acompañarnos. Mi Dios, abuela, se presenta en ese canto y en esos gestos.
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ANIMAL
Bernie Krause, un ecologista del paisaje sonoro, dijo que podemos ver reflejados rastros de la línea de evolución en el reino animal, en los distintos tiempos en los que los seres vivos comienzan a hacer ruido. En una selva, a las 1 o 2 de la mañana lo primero que se escuchan son los insectos, luego los anfibios, reptiles, antes del amanecer comienzan los primeros pájaros, y por último los mamíferos. La estructura musical de la naturaleza le da su propio tiempo y espacio a las distintas especies para que se expresen con toda soltura. Las cigarras comienzan sus polémicas entrando la madrugada y nadie las interrumpe. Sé que decir que la naturaleza es democrática, es ir demasiado lejos. Pero al menos hay cierto respeto por la pluralidad de expresiones y esto lo demuestra el espacio que da a cada uno de los seres vivos para hablar con soltura, haciendo homenaje al hecho de poder liberar lo que se trae dentro sin molestar al otro.
Recuerdo, sin embargo, ser un agente perturbador de este bello equilibrio evolutivo. No cerraba los ojos cuando debía, desde el cunero. Ni el tamaño de mis ojos permitían cerrarlos por completo. A los 7 años ya deambulaba a deshoras, cuando todos dormían. A los 10 años me generaba angustia no pertenecer al mundo de los humanos, sino más bien al de los insectos, porque sólo yo y ellos estábamos atentos a lo que sucedía, haciéndonos chiquititos mientras explorábamos cualquier movimiento. A la fecha veo que no encajo del todo en la línea evolutiva, quizá porque soy mitad humana y mitad búho, y a veces un mosquito intenso que simplemente no sabe cómo parar de luchar contra el mundo interno, ése donde no hay silencio.
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Los gigantes de Cinque Terre
Para Fra
1. Dos gigantes, cansados de un largo viaje -donde recorrieron cielos, mares, continentes, siglos, erupciones, la vida de los primeros hombres, las innumerables batallas de la vida contra la muerte-, deciden reposar sobre el vasto océano en un punto de la tierra con olor a limón. El mar, con su superficie y textura ideal, aguanta sus pesados cuerpos y los envuelve en la calma absoluta de sus ondas tenues. Los gigantes se transforman temporalmente en montañas y deciden que otras formas de vida, desde la minúscula larva hasta el frondoso olivo, echen raíces sobre ellos. Duermen y reposan profundamente, saben que su despertar no será en vano, que la siguiente batalla demandará todo de ellos. Ahora están en una especie de impasse, a la espera de un llamado, tranquilos porque la impronta de su misión no la borran ni las un millón de olas y de noches que han pasado en vela.
2. La vida florece alrededor a un ritmo silencioso, sin prisa. Los gigantes han logrado imprimir su calma a varios kilómetros a la redonda. Sentadas, diminutas sobre la orilla, podemos contemplar la belleza de su sueño y de su majestuosidad, y hablar del cuidado del otro y el poder de conectar a través de las emociones. Con humildad reconocemos nuestras limitaciones humanas, pero no cargamos con ellas, al menos en ese momento. Respiramos muy profundo porque lo exige la profundidad del tiempo que ahí transita. Cuando se apaga el día y la marea comienza a subir, nos paramos del pequeño muelle, nos despedimos satisfechas como quien ha comido bien, caminamos de vuelta al pueblo como luminosas piezas diminutas, ahora cargadas de energía y con la certeza de que nuestros corazones son pequeños gigantes que también dejan huella.
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Me acuerdo que Marcio, un amigo brasileño, me dijo una noche calurosa en Campinas, que el acto más político que había era integrar a quien en una fiesta, reunión o evento de la universidad todavía no conocía a nadie. Acercarse, preguntarle cómo estaba y presentarlo con los demás, sencillamente: hacerlo parte. Marcio que además era luchador social, perseguido político, frágil por momentos por su excesiva sensibilidad, pero sobre todo un gran altavoz que compartía sus ideas e ideales por los pasillos de la universidad, no me habló desde ese lugar -muchas veces idealizado- de la acción revolucionaria asociada con los grandes símbolos de protesta social: las marchas, los discursos sobre la libertad, los mítines, la toma de edificios públicos, las voces que gritan al unísono, etc. No, su noción tan atinada y precisa como la punta de un alfiler, tenía que ver con un movimiento casi imperceptible y no obstante sustancial: el reconocimiento de la existencia del otro, que involucra, creo yo, una responsabilidad que nos impide poder pasar de largo. Es tender una mano, de forma genuina.
Hoy sé, gracias a un artículo, que cuando uno es rechazado por otros, se activan las mismas partes del cerebro que cuando se tiene dolor físico[1]. Por más independiente que uno sea, somos seres sociales y las relaciones con los otros nos anclan al mundo. Como dice la autora, no sólo vivimos con los otros, a un lado de ellos, sino a través de ellos y en ellos. La mirada del otro influye en nuestra percepción de lo que somos. Cuando intentamos descifrar quiénes somos, vernos, es imposible no hacerlo a través de los ojos del otro, de lo que creemos piensan de nosotros. La indiferencia, por tanto, es el peor tipo de muerte social, porque implica negar nuestra existencia. Pero también la mirada que nos disminuye, que minimiza el valor de nuestra existencia. De ahí el estigma sea para Goffman la identidad deteriorada, aquella que se construye con base a miradas negativas y aplastantes, y que definitivamente tienen repercusiones serias en la experiencia de quien las vive.
No exploramos demasiado la responsabilidad que tenemos frente al otro cuando lo miramos y cómo lo miramos, o cuando decidimos no hacerlo. Y debemos hacerlo antes de que sea demasiado tarde, porque la reacción adaptativa al rechazo puede adormecer emocionalmente, dejar al otro sin la capacidad de sentir porque los muros que construye tras esas experiencias pueden ser tan altos que ya no dejan que nada los atraviese.
Marcio sabía muy bien todo esto quizá porque fue alguien que vivió en carne propia y durante mucho tiempo varios rechazos. Su experiencia, sin embargo, le permitió no cerrarse como ostra sino vivir su día a día políticamente, tendiéndole la mano al otro y reconociéndolo. Qué tanta falta hace su lucidez en este mundo que sistemáticamente se encarga de negar la existencia de millones.
[1]Rejection kills de Elitsa Dermendzhiyska: https://aeon.co/essays/health-warning-social-rejection-doesnt-only-hurt-it-kills
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Del día del niño
Ya que me prohibieron ser la hermana cursi y odiosa que felicita a su hermano chico por el día del niño, ni modo, tengo que superar ese duelo hablando de la niña que fui y de las cosas que no pude “superar” desde entonces o que siguen siendo parte de mí. Por más sesiones de terapia que uno pase, hay ciertas cualidades/tendencias que persisten. En mi caso, la primera la tendencia a observarlo todo. Según cuenta la leyenda -y mi mamá tiene muchas- era el bebé rarito del cunero que no cerraba los ojos, no por ojona sino porque no podía/quería dormirme. Esto de observadora y medio insomne por rachas, lo mantengo hasta la fecha. Si bien no me portaba mal, sí pensaba de repente que Dios me castigaría por ser tan metiche. La paradoja de la vida es que sin lentes soy la más más ciega, así que sí se me castigó un poquito... La segunda, la imposibilidad de controlar mis emociones. Siempre siempre me emocionó de más, y entonces llego al tercer punto: imaginar de más y luego emocionarme de más y luego caer en el suelo rendida de cansancio sin que nada, absolutamente nada, haya pasado todavía. Desde niña una vacación podía alterarme tanto como para no dormir por sobredosis de emoción, porque la llevaba demasiado lejos. En mi cabeza era “LA” vacación, un momento que anticipaba como trascendente, que marcarían el rumbo de yo no sé qué cosa. Era, además, tal el grado de expectativa que difícilmente lograba superar la película que había fabricado en mi cabeza y venía acto seguido una terrible decepción; o por el contrario, era tan emocionante que me desbordaba por completo, ni terminaba sabiendo quién era después de pasar por esa experiencia. Caía -caigo- exhausta siempre. Es un proceso que se repite una y otra vez, casi como la forma de respirar. La cuarta y última: el natural miedo a la muerte. Y aquí vale aclarar que hay muchos tipos de muertes imaginadas por un niño: la que nos lleva a la tumba o la muerte social, ese miedo tan humano a cagarla tan grande que tendrías que huir de un país, convertirte en otra persona y comenzar desde cero. La primera, la “real real”, me pasaba cada vez que me obligaban a tomarme una medicina en forma de pastilla. Yo re-con-tra-juraba que me podía ahogar, prefería que se disolviera a morir ahogada porque no estaba preparada para dejar este mundo a tan corta edad. Pero ese temor se presentaba cada cierto tiempo, con escenarios distintos. Una vez me creí algo que escuché en una plática de adultos: que podías morirte si no dormías. Pasé varias noches pensando que moriría, jajaja. Y de la muerte social, bueno… el día de primera comunión, sentadita frente al altar, anticipaba mi debut y despedida en sociedad por no saberme el padre nuestro ni todos los protocolos necesarios para demostrarle al mundo que estaba preparada para ser una buena cristiana. Pero esta conciencia de que la muerte está ahí pegadita a la vida, sí que me ha ayudado a ser más valiente, atreverme, distinguir entre lo esencial y lo accesorio, lo que verdaderamente importa, pues. Otras veces no hay esta lúcida conciencia y simplemente tengo miedo a la muerte social, producto también de la fuerte influencia que tienen los otros sobre mí y que me ha llevado toda una vida equilibrar. Somos un claro-oscuro, definitivamente.
En fin… si en este proceso de conocerse mejor uno tiene que volver a sí mismo, creo que no hay mejor fórmula que comenzar conectándonos con eso que una vez fuimos y la infancia, para mí, es un gran (tragicómico) comienzo.
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Voz y música: things that quicken my heart.
Para Rodri.
Un acelerador de corazón es, para mí, la voz. Nacimos gritando y no creo que sea casual. Antes de comprender el mundo, de habitarlo con nombres y referentes para ubicarnos en éste, emerge un sonido desde las entrañas para dejar una primera huella acústica en el mundo. Es la voz el puente para llegar al exterior.
Recuerdo enamorarme o sentir una afinidad explosiva hacia un par de personas por su voz. Era el tono que, combinado con ciertas palabras, las hacía timbrar para lograr una canción perfecta. Sin saberlo, iban tejiendo algo más que sentido conforme hablaban, transportaban algo más grande que un simple mensaje. Tardé, sin embargo, en darme cuenta en que si bien es un deleite estético, no necesariamente es lo más sensato fiarse del sonido que emiten las cuerdas vocales de otro ser vivo. Pero uno no elije de que partículas de qués uno se enamora, esos qués nos elijen, porque hacen click con esos puntos-afectivos de los que estamos hecho y que en gran medida desconocemos.
Según David Attenborough, la laringe humana hace más sonidos que los que necesita para el lenguaje. Esto quiere decir que la voz es más fundamental y abarcadora. Es una sustancia incorpórea que puede trabajarse toda una vida para adquirir una determinada forma. Hay genios, como Mike Patton, que la pueden llevar muy lejos y probarla desde diversos formatos. Pero la voz es maleable por naturaleza, sopla distinto de acuerdo a la edad o al estado de ánimo. Por eso nos delata cuando estamos pendiendo de un hilo.
Recuerdo una vez que estaba ardiendo en fiebre en Rio de Janeiro . Ninguna medicina funcionaba y acabé en el hospital. Tras ingresar no me salía ni un hilito de voz pese a mi urgencia de gritar que ya no quería estar ahí dentro, que prefería volver a casa. Salí agotada, angustiada, con secuelas de claustrofobia, no sólo por el encierro en el hospital, sino por el encierro en mí misma. Me quedó claro: sin voz no podía salir al mundo, fuera de mí.
De la voz a la música. September. Earth, Wind and Fire.
Cuando la voz se trabaja, suceden cosas maravillosas. Una de ellas, es la música. Hay gente que, sin embargo, no sabe disfrutarla, o que incluso le molesta, o que en su rígido purismo prefiere lo que ellos llaman “silencio”. Yo tengo la impresión de que el silencio nunca es puro, siempre tiene una forma, incluso una melodía. El silencio puro me parece de una agonía ensordecedora, y cercano al reino de los muertos y siendo ese nuestro ineludible destino, soy de la idea de disfrutar, mientras se pueda, los beats de vida que da un buen cocktail musical.
Por suerte en el siglo XXI ser melómana no es pecado, ni motivo de una ida a un consultorio médico, al contrario, uno puede pavonearse con este tipo de excentricidades. Sin embargo, profundizamos poco en nuestros gustos, al menos en reflexionar por qué nos sentimos tan atraídos hacia algo. Yo realmente no entiendo cómo hace unas semanas pude necear a tal grado con un Dj porque en su mágica playlist faltaba el clásico “September” de Earth Wind and Fire. Cualquiera pudo haber pensado que mi reacción era producto de las varias copitas de esa noche. Al Dj incluso le pareció cómica mi insistencia, sobre todo porque eran ya las cinco de la mañana y yo le hablaba de esa fabulosa voz de los cantantes setenteros y ochenteros, como la de Maurice White, que difícilmente hoy podíamos encontrar. Desde mi perspectiva, aquella fiesta no podía continuar sin hacerles algún tipo de tributo. No lo conseguí, y fue de ahí, de esa terrible frustración, que surgió la fabulosa idea de hacer un after para ponerla. Fracasó la idea, no hubo after. Pero como ven, puedo llevar las cosas al límite, a mis 31, por una canción.
Me faltan más herramientas para entender esto que considero tan mío y a la vez algo que le pertenece a la humanidad, esa capacidad de conectarse con el mundo a través de la música, de saltar de emoción por la voz de un intérprete, de producir conocimiento, catarsis, de jugar con las coordenadas espacio-temporales, porque sí, podemos volver al pasado con una rola. Yo a la fecha si escucho la Muñeca Fea de Cri Cri, se me vuelve a partir el alma en dos, igual que cuando tenía tres años. Por más cursi que esto sea, derriba todas mis defensas de “adulto”. Y honestamente no sé si de esa canción vengan mis ganas de ser más humana, o como diría Freire: gente mais gente. Mi conclusión, a partir de mi experiencia, es que una canción activa focos de vida interna, crea atmósferas, re-activa mundos o en su caso, detona encuentros con las distintas versiones de nosotros mismos, que permanecen, pese a haberlas olvidado.
El domingo descubrí el maravilloso proyecto de Biophilia de Bjork, una auténtica obra de arte que no requiere descripción para ser entendida y la culpable de llevarme a escribir este texto. Ella y su equipo se tomaron la molestia de crear para nuestro deleite, instrumentos para visibilizar sonidos y para producir música que imitase las estructuras de la naturaleza. Pasé un par de horas absorta en su singularísima dimensión, cautivada por la experiencia de estar frente a algo completamente nuevo para lo cual no tenía palabras. Al final, una frase de Oliver Sacks, que se proyectaba en la misma sala, fue la que mejor entonó con mi experiencia: music expresses something that language can´t.
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Uno también es eso que ha olvidado
Si la memoria nos constituye en la medida en que nos permite contar -aunque de la forma más tramposa- la historia de nuestra vida, ésta historia no sería posible sin el olvido; el olvido de lo que fuimos, vimos, experimentamos durante una colección de instantes. Muchos autores han explorado la doble cara de la vida, desde la óptica de la memoria y el olvido, desde su diálogo continuo, su rechazo y mutua simpatía. Porque al mismo tiempo que recuerdo, olvido. Y en la misma medida en que soy porque recuerdo, lo soy porque olvido. ¿Qué enredo, no?
En mi vida he desmantelado edificios enteros de recuerdos necesarios para seguir viviendo y, sobre todo, para aprender a ser otra y darme el lujo de sentir cosas nuevas. La mayor parte del tiempo esta acción de tumbar recuerdos no me aflige en lo más mínimo y hay veces que lo vivo como quien va al boliche con la intención y ganas de tirar la mayor cantidad de bolos que nos estorban para poder ganar. Imagínense si nos acordáramos de cada borrachera, de cada situación que exhibió nuestra más franca torpeza, de todas las veces que nos hemos sentido vulnerables. No hay duda, si recordáramos todo, uno definitivamente no se atrevería a salir a la calle por miedo a cagarla, una vez más.
Cabe aclarar que hay de olvidos a olvidos. Los intencionados y los que nos controlamos. Sobre el primer tipo hay incluso escenarios ideales, como las cantinas a las que uno va decididamente a olvidarse de alguien después de un truene. La trampa de las cantinas -y magia para sus dueños- es que depositamos en el alcohol la llave para olvidarnos de nosotros mismos y de nuestra miseria, y pensamos de paso borraremos también al otro. Pero toda cantina se nutre de historias similares que terminan por hacer eco, y si no, ahí se cuelan las rolas que se encargan de empaparnos de ese pasado. Quizá un vodka en silencio en un invierno ruso, sí pudiera acabar con el recuerdo, pero aquí somos buenos para echarle sal a la herida, y además no se hagan, sentir aunque sea desamor, es mejor a no sentir ni madres. Pero ése es otro tema...
Todo mortal, no me cabe duda, decide, al menos una vez en la vida, eliminar todo rastro de situación y/o persona que lo lastimó de alguna forma, y segura también estoy de que probablemente fracasa. Fracasa porque la memoria es un animalito de sueño ligero que puede despertar con cualquier movimiento y es de lo más hábil: sabe mordernos ahí donde somos más frágiles. En todo caso, aprender a derrumbar recuerdos de forma voluntaria, es una magnífica estrategia de supervivencia.
Pero también olvidamos sin darnos cuenta y sin tener el control sobre el proceso. Y esto pareciera ser una capacidad muy anclada en nuestro propio ADN para no enloquecer. Sería patológico recordar todo como Funes el memorioso, así como olvidarlo todo, como los pacientes que tienen Alzheimer que terminan por aferrarse a cualquier pedacito de historia que les devuelva una idea de sí mismos... es realmente desgarrador.
Hasta ahí el olvido. Pero del lado inverso encontramos el recordar, una especie de práctica motivada por el deseo de trasladarse en el tiempo para pescar un cachito de instante que nos reconecte con algo muy íntimo y cargado de significado. Además hay objetos y cosas fuera de nosotros que sirven para detonar ese proceso: una musiquita, un olor, una calle. Bendito mundo y su capacidad para afectarnos e invertir las coordenada temporales por un momento, ¿o, no? Pero también recordamos de otras formas que no son ni lúdicas ni placenteras. Por ejemplo, podemos recordar nuestro “lugar”, como ese que restringe nuestra libertad, que nos obliga a no salir de una cajita. Se trata de esos hábitos ya bien pegados en gestos, en formas de ocupar el espacio, de presentarse frente a otros, de portar el cuerpo en el mundo. No es que no haya capacidad de improvisación y de maniobra, pero resultaría ingenuo pensar que no hay una memoria de clase, de género, etc, que se reactiva y pone en práctica, para bien o para mal, en determinados contextos.
En lo personal, a veces me aflige no recordar bien a bien quién era en determinado momento de mi vida, qué era aquello que empujaba a salir de la cama, a conocer a desconocidos, a atreverme a salir de mí misma. Qué me interesaba, cómo me comportaba y reaccionaba, qué sentía, cómo transitaba mi cuerpo en este mundo, qué me preocupaba, cómo me proyectaba en el futuro y un largo etcétera. Se dice, además, que hay una necesidad de recordar en tiempos de crisis, cuando hay cambios profundos que nos advierten que nada volverá a ser como antes y de ahí la necesidad de aferrarse a contar aquello que comienza a desmoronarse. Qué pinche necedad esta de revisar las fotos o las cartas de una relación que ya está yéndose a pique, pero a veces la necedad es también necesidad, y en este caso es algo que ayuda a tramitar la experiencia de la ruptura, porque sabemos que nada regresará a ser como antes. Y a veces, también, necesitamos revisar el pasado porque sólo así podremos contar que sobrevivimos.
Yo por suerte, cuando me aflige el olvidar, regreso a la correspondencia que comparto, desde hace 18 años, con una de mis mejores amigas que se fue a estudiar a Londres la carrera. Ella no regreso a México y su ausencia física (que me rompió el corazón al inicio), al menos fue reemplazada por esta joya de historias escritas que tenemos, y que es una magnífica llave del recuerdo. Al releernos puedo conectarme con esa que fui, pero que en cierto sentido sigo siendo. El sentido del humor es algo que atraviesa mi vida, al igual que los toques dramáticos y cómicos con los que narro buena parte de mi historia. Las fotos también sirven de apoyo, los diarios en cuadernitos que colecciono, las notas dispersas, las canciones, el olor de algo, el regresar a esos lugares donde uno amó la vida –a la Chabela Vargas, ja-. Pero evidentemente no vuelve a ser lo mismo, y lo que queda es observar a la distancia el tiempo transcurrido y vivido. Y contando nuestra historia algo de lo que fue regresa, aunque de forma imprecisa.
Es lindo recordar porque nos permite disfrutar regresando a ese tiempo perdido. Pero es doloroso cuando queremos volver y no hay forma de hacerlo, ni con kilos de imaginación pueden reactivarse con exactitud ciertas sensaciones que quedaron ahí en el pasado, tal como la llegada a un país nuevo, una conversación fantástica donde se hizo click con alguien, un amanecer con la mejor compañía, una caminata sin trazo fijo en la noche con amigos, desayunar en familia en la casa de la adolescencia. En todo caso creo que es parte de este proceso de estar vivo y sí, en ocasiones, no hay mejor medicina que aprender a soltar.
Una tarde que deambulaba por Recife en la casa de un escultor que se llama Francisco Brennand, y en una de esas etapas de vida que hoy siento distante pero que extraño muchísimo, una frase que leí se me quedó grabada. La leyenda decía así: “O futuro tem um coração antigo”. Seis años después, cruzando ya la frontera de los treinta, aquí me encuentro recordándola, siempre en una clave nueva. Hoy la leo como un pasado que dialoga y cohabita con el futuro y también con el presente, y lo hace de forma paradójica, tal y como la memoria con el olvido: compañeros inseparables de vida.
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Armando mi vida como piñata. Del performance y otras cosas.
Lo que aquí voy a escribir no está relacionado propiamente con el terreno del arte, ni con esos acontecimientos muy locochones que ocurren dentro o fuera de un museo que ni yo sé muy bien cómo interpretar ni catalogar. Le dejo esa explicación a los artistas.Yo les voy a hablar del performance más ligado a las máscaras que usamos todos los días en nuestra interacción con los demás. En lo personal me empezó a interesar el tema del performance cuando di una clase de análisis del discurso político y necesariamente tuve que regresar a mis notas de Retórica de mi primer semestre de la carrera de Filosofía, lo cual, al inicio, fue una verdadera pesadilla. Primero porque me sentía muy alejada de la academia y segundo, porque uno tiene la mala costumbre de hacer sus notas no pensando en su “yo” futuro que posiblemente regresará a ellas. En mi caso la situación se agravó por la cantidad de dibujos y letrillas encriptadas que no hacían fácil la lectura. Pero al final, logré resolver el laberinto de mis notas, además de chutarme nuevamente a los Clásicos para refrescar mi memoria. La odisea tuvo sus ganancias. Aprendí muchísimo sobre el arte de persuadir, sobre las estrategias de comunicación, y sobre la teatralidad involucrada en todo acto político: que si el público, que si los símbolos como las banderas, los escudos, la vestimenta, la importancia de los gestos y la forma de pronunciar, etc. Y es ahí donde se empezó a colar el tema del performance, de la presentación de la persona frente a un público, de cómo se busca controlar la percepción que los otros tienen de nosotros, de las máscaras o papeles que uno juega en distintas situaciones, y del poder de las palabras para producir realidades (como lo sabe muy bien cualquier político).
Hay universidades donde hay maestrías sobre estudios del performance, así que, como se podrán imaginar, estoy lejos de resumir todo lo que el performance es y todo lo que nos posibilitar pensar. Quizá lo que más me ha interesado conforme avanzo en el tema (pues justo estoy tomando un curso apasionante sobre esto ) es aquello que tiene que ver con la construcción de la identidad. Lejos de verla como una cosa esencial, como algo que está metido en el rinconcito más invisible de nuestro cuerpo, se trata de pensarla como algo que se va conformando a partir de actos cotidianos y de nuestra interacción en múltiples escenarios. ¿Quién soy? En buena medida la suma de esos papeles que he desempeñado a lo largo del tiempo. En mi caso, la Andrea (Dreik) amiga de Michelle, la Andrea (Dea) hija de mis papás, la profe Andrea cuando fui teacher, la Andrea (con todos los aderezos cursis y cómicos que se puedan imaginar) como pareja, la Andrew W.K. como hermana grande, o la Andy empleadora. Y así podría continuar haciendo una larga lista de papeles que desempeño o he desempeñado a lo largo de mi vida. Confieso que con algunos papeles me he sentido mejor que con otros, más “yo”, más cómoda con mi público, más flexible y libre, pudiendo desplegar mi papel con mayor soltura, al punto de que ya a ese nivel de confianza brotan en mí carcajadas que desfiguran por completo mi rostro, ya de por sí asimétrico.
Lo que es evidente es que hay contextos y gente con la que uno se siente más libre. No sé si esto tenga que ver con hacer “click” con alguien, con el poder sentirse cómodos, incluso sin tener que pronunciar una palabra o donde el small talk realmente fluye al punto que hablar del clima no necesariamente es sinónimo de un fracaso de comunicación. Yo podría hablar del sol, de las estaciones, del invierno y lo que me produce, durante horas, sólo que no me pasa con cualquiera. Pero pienso también que estas situaciones donde desplegamos un papel con mayor libertad, tiene que ver con que hacemos una evaluación del contexto (a través de los sentidos), donde percibimos que no hay riesgo si nos exponemos. Porque ¿qué mayor miedo existe que causar la impresión equivocada en un contexto que nos importa (como en una reunión de trabajo), o de que nos evalúen negativamente por ser quiénes somos con personas que también nos importan (como la suegra)? Esa relación de personaje/espectador/escenario es sumamente compleja y llena de normas y protocolos sociales. Uno piensa que puede actuar de la forma que se le antoje y poner en práctica sus ideales, pero luego llega a la comida familiar del novio y rápidamente se acomoda en la cajita (o silla) que ya nos tenían programada. Inmediatamente sabemos que no podemos hablar de la borrachera que nos pusimos ayer, ni de las miles de rupturas que hemos tenido en nuestra accidentada vida, ni de lo que pensamos realmente sobre la tía que inicia la conversación con una pregunta desaprobatoria como el “¿y a poco –a tus treinta– sigues estudiando?... ¿Y en la UAM-Iztapalapa, ¡qué barbaridad!”.
La gente más “libre” tiene un mejor manejo sobre el escenario y su público, tiene un expertisse sobre los distintos vocabularios y fachadas que hay que emplear de acuerdo al contexto. Se adapta a la convivencia familiar, a la reunión con los amigos de la infancia, a la junta académica con figuras imponentes y rimbombantes, en resumen: a los diferentes escenarios sociales. Yo denomino a estas personas camaleones, y creo que un buen político es aquel que sabe moverse entre distintos contextos y dominar el lenguaje de distintos públicos. Hay gente, claro, que tiene tal excedente de confianza a la que le importa un pepino su escenario y público, y se comporta tal cual es. Evidentemente será catalogado de extravagante y desubicado en muchos contextos. Pero, ¡qué rico ser así de libre, ¿no?! Yo, por más años que cumplo, no he conseguido dominar este arte de la seguridad sobre uno mismo. Soy demasiado sensible al público, y me dan pánico escénico ciertos eventos sociales, sobre todo los más rígidos donde uno piensa todo el tiempo, ojalá no se me salga un pedo de los nervios. Pero valga este ejercicio de escritura para ponerme en evidencia.
Regresando al tema de la identidad y del performance, lo que me pareció quizá más interesante es que pese a que nos sintamos más “auténticos” en determinadas situaciones, eso no tiene que ver con que estemos más cerca de nuestro “yo” esencial. Todo el punto es que no hay “yo” esencial. Lo que hay, al menos desde esta interpretación (de Erving Goffman), es una suma de papeles que jugamos a lo largo de nuestra vida. Somos ese añadido de actos e interacciones cotidianas con nuestros seres queridos o nuestros íntimos enemigos. Es decir, una multiplicidad de fragmentos, de vidas y de historias, a las que evidentemente, le intentamos dar una cierta unidad a través de una narrativa, ya que de otra forma nos volveríamos locos con tantos cachitos de yoes inconexos. Le echamos engrudo a esos papeles que desempeñamos de tal forma que armamos nuestro yo. Tal y como lo hacíamos con las piñatas en la escuela, agarrando pedacitos de periódico (que si ustedes se acuerdan, contenían fragmentos de noticias e historias) y pegándolos capa por capa hasta tener la figurada esperada.
En este largo y complejo proceso de pegar pedazos de papeles e historias, hay quienes pasan su vida intentando asemejarse a un idea de cómo deberían verse al final, con su modelo pre-fabricado de piñata que posiblemente se asemeje a Superman; supongo que son los que más sufren porque por más que se planeé el modelo al cual nos queremos asemejar, uno no sabrá cuál será el resultado final, y la vida, vaya que tiene sorpresas. Hay también otros que pasan su vida intentando armonizarse con la plasta de papeles que han sido a lo largo de su vida, e intentando que la próxima capa o etapa del proceso, sea más divertida y más bonita que la anterior. Al final, no importando el camino que uno elija, creo que es central aprender a reírse de uno mismo, de sus máscaras y fallas, de todos esos tropiezos en el escenario y aprender a sentirse cada vez más cómodo con quien ha llegado a ser, porque tal parece ser que no hay público más duro y exigente que aquel que está conformado por nosotros mismos.
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URGE desnormalizar la violencia.
México tiene sed de sangre; se ha vuelto el país del sacrificio. Creo que nadie puede enfrentar lo que estamos viviendo sin volverse loco. Y es que ¿cómo no perder la razón al ver que la vida nada vale? Unos cuantos pesos alguien dirá, algo con lo que podrá intercambiarse una televisión, una polo Ralph Lauren, un coche, qué sé yo. Pero puede incluso que la vida no valga ni un solo centavo, la única ganancia obtenida puede ser el puro placer de matar, de ver sufrir, de tener en manos propias la vida de alguien. Saber que uno así como puede dar la vida, puede quitarla. Tanto odio, tanta tergiversación del poder, al final, nos estamos asesinando, torturando, masacrando entre nosotros. Y sin embargo estamos aletargados, estupidizados con tanta noticia, con tanta cifra de muertos.
Ya van varios años en el que ese animal destructor y come vidas, esa máquina asesina, cuenta sin tapujos, sus ejecuciones cada día. Aguas blancas, San Fernando, Cadereyta, Acteal, Tlatlaya… Sin delicadeza, sin ningún rastro de culpa, nos muestra sus actos. Tortura, quema y corta en pedazos los cuerpos, por decir lo menos. México se ha convertido en el país de cabezas colgantes y de hoyos poblados de cadáveres. Todos los días nos enteramos de alguna desaparición forzada, de alguna ejecución o tortura en masa, y sin embargo no estamos vomitando ni tampoco nos convulsionamos como país a la hora de ver esto. La violencia está normalizada y al estarlo, podemos convivir con ella. Ya no nos afecta ni atraviesa lo que pasa, lo único que sí atraviesan son las balas a diario a ciertos cuerpos; al final, tenemos las pantallas (de televisión, celular, computadora) como bloque protector y también el reforzamiento del dicho popular: “el hombre se acostumbra a todo”.
Confieso con mucha vergüenza que formo parte de esta sociedad mexicana normalizada, y por ende, asumo que me he llegado a acostumbrar a leer este tipo de noticias y por ende, a sorprenderme cada vez menos o a dejar de sentir escalofríos al leer los periódicos. Es una especie de defensa reactiva. Sin embargo, pienso que la forma de presentar la información tiene mucho que ver con esta falta de reacción. Describir los hechos no nos ayuda a pensar de forma crítica, no nos ayuda a sacudirnos. Lo único que obtenemos al describir un estado de cosas, es una inyección de inmovilización y conformismo, en primer lugar porque ese estado de cosas no es cuestionado sino simplemente retratado. La mayor parte de las noticias están ahí para contar lo que pasa, para ofrecer un tipo de sensacionalismo barato, pero no para explicar con profundidad y genuina sorpresa lo que pasa. Es como si solo se fueran describiendo los hechos, y no hubiera lugar para reflexión alguna. “Esto pasó, el refrito cuento de la impunidad, de la ingobernabilidad, y punto y final”. Al mismo tiempo no dan ganas de hacer nada, pues el ciudadano aparece siempre como víctima y como carente de poder, como si pensar en luchar fuera un sinsentido pues uno sabe de antemano que siempre perderá la lucha contra esa perfeccionada máquina asesina. Es así que con un simple cambio de canal, nos olvidamos del tema. Volvemos a nuestros trabajos, a nuestra vida individualizada, a nuestra zona de confort, y nos acostumbramos a vivir con ello. Además de eso, estamos ya acostumbrados al vivir sin tiempo de hacer otras cosas más que nuestras cosas.
Y sin embargo, algo en esta ocasión parece diferente tras lo sucedido con los normalistas en Ayotzinapa. Como si ya no pudiera silenciarse más el cinismo con el que se mata a diario, como si ya no pudiéramos cruzarnos de brazos (espero de corazón que así sea). Tal vez en esta ocasión el móvil fue el explícito sinsentido de los hechos sucedidos, las incógnitas: ¿y dónde quedaron los otro 43 estudiantes?, ¿por qué se los llevaron?, ¿por qué les dispararon en primer lugar?, ¿cómo es que estudiantes inocentes son balaceados, degollados, y probablemente calcinados? , ¿cómo es que las autoridades que nos “representan”, las instituciones “que defienden nuestros derechos”, que “velan por nuestra seguridad” están implicados? La falta de “razones” (pues casi siempre se explican y justifican las muertes aludiendo a una lucha entre criminales o a la acción de criminales), fue lo que permitió verle el sinsentido a este caso, y mostrar que aquí en México se mata porque sí, porque se quiere y porque se puede, porque a algunos se les hinchó su regalada gana.
Espero de verdad que todos estos hechos acontecidos en Guerrero, lleven a una sacudida y a una organizada movilización nacional porque todas esas familias que se han quedado huérfanas necesitan nuestro apoyo; pero también porque no podemos seguir viviendo así, con instituciones y gobiernos que atacan a su población y con una población que se mata entre sí. Necesitamos URGENTEMENTE atacar la normalización de este estado de terror y de violencia.
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Adiós a José Emilio Pacheco
CARTA A GEORGE B. MOORE EN DEFENSA DEL ANONIMATO Jose Emilio Pacheco
No sé por qué escribimos, querido George. Y a veces me pregunto por qué más tarde publicamos lo escrito. Es decir, lanzamos una botella al mar, harto y repleto de basura y botellas con mensajes. Nunca sabremos a quién ni adónde la llevarán las mareas. Lo más probablees que sucumba en la tempestad y el abismo. Sin embargo, no es tan inútil esta mueca de náufrago. Porque un domingo usted me llama de Estes Park, Colorado, me dice que ha leído cuanto está en la botella (a través de los mares: nuestras dos lenguas) y quiere hacerme una entrevista. Después recibo un telegrama inmenso (lo que se habrá gastado usted al enviarlo). En vez de responderle o dejarlo en silencio se me ocurrieron estos versos. No es un poema, no aspira al privilegio de la poesía (no es voluntaria). Y voy a usar, así lo hacían los antiguos, el verso como instrumento de todo aquello (relato, carta, drama, historia, manual agrícola) que hoy decimos en prosa. Para empezar a no responderle, no tengo nada que añadir a lo que está en mis poemas, dejo a otros el comentario, no me preocupa (si alguno tengo) mi lugar en la historia. (Tarde o temprano a todos nos espera el naufragio.) Escribo y eso es todo. Escribo: doy la mitad del poema. Poesía no es signos negros en la página blanca. Llamo poesía a ese lugar del encuentro con la experiencia ajena. El lector, la lectora harán o no el poema que tan sólo he esbozado. No leemos a otros: nos leemos en ellos. Me parece un milagro que algún desconocido pueda verse en mi espejo. Si hay un mérito en esto –dijo Pessoa— corresponde a los versos, no al autor de los versos. Si de casualidad es un gran poeta dejará cuatro o cinco poemas válidos, rodeados de fracasos y borradores. Sus opiniones personalesson de verdad muy poco interesantes. Extraño el mundo el nuestro: cada día le interesan cada vez más los poetas; la poesía cada vez menos. El poeta dejó de ser la voz de la tribu, aquel que habla por quienes no hablan. Se ha vuelto más otro entertainer. Sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica, sus alianzas o pleitos con los demás payasos del circo, tiene asegurado el amplio público a quien ya no hace falta leer poemas. Sigo pensando que es otra cosa la poesía: una forma de amor que sólo existe en silencio, en un pacto secreto entre dos personas, de dos desconocidos casi siempre. acaso leyó usted que Juan Ramón Jiménez pensó hace mucho tiempo en editar una revista. Iba a llamarse “Anonimato”. Publicaría no firmas sino poemas; se haría con poemas, no con poetas. Y yo quisiera como el maestro español que la poesía fuese anónima ya que es colectiva (a eso tienden mis versos y mis versiones). Posiblemente usted me dará la razón. Usted que me ha leído y no me conoce. No nos veremos nunca pero somos amigos. Si le gustaron mis versos qué más da que sean míos/ de otros/ de nadie. En realidad los poemas que leyó son de usted: Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
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Una noche en Tepoztlán
El cielo estrellado y la noche por delante. Hileras de insectos se arrullan entre las ramas con sus nocturnos silbidos. No tengo más compañía que el trazo de esta pluma, que deja ir con palabras la soledad. Cae un limón del cielo y la tierna humedad de la tierra, con sus pequeños brazos-pasto, lo arropa en un abrazo. Mañana el limón pertenecerá a un todo verde indiferenciado, así como algún día yo desapareceré en esa noche que no tiene trazos y que se abre en un instante a la eternidad.
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El ave que atreviéndose atraviesa la tormenta
Siempre he admirado la valentía de aquellos pájaros que vuelan sin dudarlo en y a través de la tormenta. Aquellas aves que se exponen a la intensidad del viento y a la paradójica brújula que orienta hacia la incertidumbre. Pájaros que vuelan para desprenderse de sus coordenadas habituales y para adentrarse en nuevos territorios y superficies desconocidas sin saber si algún día volverán a ver su primer nido. Animales ligeros que asumen el peligro de su libertad en absoluta soledad.
No sé cómo será el canto de esas aves y pienso que tal vez su grito lúcido permanece inaudible para la mayoría de nosotros: animales de cuatro patas que no tendrán alas ni espacios alados hasta haber aprendido a desprenderse del miedo a la incertidumbre
Quizá algunos pocos en su vida hayan visto u oído el canto de estas aves y le hayan prestado debida atención a su alerta. Una alerta o mensaje que atraviesa con la fuerza de una flecha diciendo que la libertad es una conquista reservada para quien se arriesga a vivir experimentando directamente otras formas de vida.
Hay afortunadamente en la tierra hombres y mujeres pájaro, cuyo singular estilo de vida nos recuerda que podemos conquistar existencias aladas en tierra si somos persistentes en el arte de la curiosidad que nos lleva siempre a desprendernos de nosotros mismos.
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Ficciones cotidianas: nuestros otros espacios
Acostumbrados a hablar de la majestuosa construcción de escenas en el universo de los sueños, de nuestro sorprendente ingenio en el mundo nocturno, nos olvidamos de cómo la ficción corre en “paralelo” en nuestras vida diurna. Me refiero a esos pequeños espacios de invención que forman parte de nuestra cotidianidad, esas escenas que uno va tejiendo mientras camina, va en el coche, está en el metro, o simplemente está sentado en cualquier café “papando moscas”. Son esos momentos en los que uno tiene la mirada “perdida”, “ausente” o clavada en un punto fijo en el horizonte y que son interrumpidos por el “¿le traigo la cuenta?” del mesero, el abrir o cerrar de las puertas del metro, un claxonazo, un mensaje, una inesperada modificación en la temperatura como una ola de viento frío. Momentos que pudieran no durar más que algunos segundos pero que sin embargo logran fabricar detallados guiones (poblados por colores, sensaciones, texturas, personajes) que juegan a imaginar y “anticipar” el futuro (por ejemplo, saborear de antemano una fiesta muy esperada, unas vacaciones, un encuentro) o que juegan a modificar el pasado (el clásico “Y si hubiera…”). Finalmente están ahí para darle vida a nuestros deseos, expectativas, miedos, ansiedades. Se trata de esas “triviales” películas que proyectamos diariamente en nuestras cabezas.
No se necesita ser un escritor profesional, artista o un genio, para fabricar dichos guiones. No hay tampoco que caer en la ingenuidad: muchos de ellos están intervenidos por la publicidad. Sucede que en ocasiones deseamos y soñamos con eso que otros –grandes especialistas de mercadotecnia, expertos en psicología– “planean” o han programado desde sus oficinas de refinados cristales durante meses. Así como se nos enseña a pensar, también se nos enseña a desear. Pero por suerte, no todo el campo de la imaginación está intervenido. Nuestras experiencias pasadas, nuestras lecturas, nuestra singular forma de ver la vida, de sentir el presente, influye en nuestras pequeñas arquitecturas de ficción. Hay espacios de fuga que por suerte, no están determinados por la lógica de mercado.
Ayer platicaba de esto con un muy querido amigo después de ver una loquísima película en la Cineteca: “Holy Motors”. Para mí el personaje principal estaba ahí para materializar el espacio de ficción/fantasía de algún individuo. Se le pagaba a este hombre camaleón para que durante unas horas se disfrazara y desarrollará alguna escena ensoñada, pre-fabricada, por algún personaje. Obviamente se trataba de gente con mucha lana…Pero en fin, a mí la película me dio para pensar que quizá esos espacios de fuga, y que corren en paralelo en nuestras vidas, son mucho más importantes de lo que pensamos. Nos ayudan a imaginar cómo “resolver” situaciones, a enfrentarnos de cara con nuestros más íntimos deseos, e incluso para teñir la rutina con más colores, más drama, más comedia, más emoción. Pensé también el lugar que ocupan estas “ficciones cotidianas” en la vida de los niños y pensé el gran espacio reservado que tienen éstas en su día a día. Como si ellos pudieran sobrellevar el mundo empobrecido de los adultos, ese de las obligaciones, metas y recta conducta, mediante la fabricación de esos otros espacios. Y es que pese a que estos espacios forman parte tanto del mundo de los adultos como del de los niños, la diferencia radica en que los segundos se dejan arrastrar con más frecuencia y durante más tiempo por ellos. Una vez subidos en la “nube”, las “interrupciones adultas” o las “bofetadas de la realidad” no son tan efectivas. Ni la más fría ola de viento logra distraerlos o consumir su espacio de ficción. Asimismo, una diferencia entre ellos y nosotros, es que no se olvidan de las escenas y de los sueños tan pronto. Son en cierto modo más perseverantes y más comprometidos con sus fantasías . No descansan hasta verlas materializadas. Esperan y creen que la ficción tocará la realidad o se encontrará con ella en algún punto. Sólo así puede explicarse que un niño pueda, durante doce meses, cerrar los ojos cada día y “saborear” con persistente entusiasmo sus vacaciones de fin de año.
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