#zaleuco
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giuseppecocco · 11 days ago
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Spuntini: riflessioni per riflettere del 10 marzo 2025
Una lezione storica per i nostri politici – Eforo, facendo menzione della legislazione scritta dei locresi (in Calabria) a cui Zaleuco diede una sistemazione riprendendo sia alcune norme legislative dei Cretesi, sia degli Spartani, sia degli Areopagiti, dice che fra le prime novità introdotte da Zaleuco vi fu questa: che, mentre anticamente si affidava ai giudici il compito di determinare la pena…
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francesca-fra-70 · 4 years ago
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Non ci resta che un sinistro silenzio, sazio di pessimi presagi. Siamo vivi, eppure assenti, non contiamo. Della Calabria e dei Calabresi vogliono fare degli aneddoti sfocati, da recitare ogni tanto nelle sagre e feste patronali.
E da Calabrese dico “Sbagliate!”
Sotto sotto sapete benissimo di cosa siamo capaci. Metteteci alla prova, voi indegni di essere chiamati Italiani. Avete perfino usurpato il nome della mia terra, Italia, con cui per primi designammo la nostra regione, benedetta da Dio, onorata da Pitagora a Crotone, Ibico e Teagene a Reggio, Zaleuco a Locri e mille altri ancora.
Noi siamo stati per secoli il cuore della Magna Grecia, il fiore all’occhiello di una nazione, la Grecia, che ci ammirò per il coraggio, la cultura e l’arte.
Che triste declino con questa repubblichetta delle banane!
Enzo Greco.
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cuadernodeliteratura · 4 years ago
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«Historia de la mano cortada», Wilhelm Hauff.
Nací en Constantinopla: mi padre era dragomán (intérprete) en la corte turca y además comerciaba en una escala bastante considerable con olorosas especias y sedas. Me dio una buena educación, en parte enseñándome él mismo y en parte poniéndome bajo la dirección de uno de nuestros sacerdotes. En principio me destinó a continuar con sus negocios, pero, al dar muestras de mayor capacidad de lo que había esperado, por consejo de sus amigos me orientó a la medicina, en la idea de que un médico que ha aprendido algo más que las charlatanerías habituales puede hacer fortuna en Constantinopla. Frecuentaban nuestra casa muchos francos y uno de ellos convenció a mi padre para que me permitiera viajar a su patria, a la ciudad de París, donde tales cosas se podían aprender gratuitamente y de manera inmejorable. Él mismo se ofreció a llevarme con él a su vuelta sin ningún gasto. Mi padre, que también había viajado en su juventud, accedió; el franco me dijo que en tres meses debía estar listo. Estaba fuera de mí por la alegría de ver lejanas tierras y esperaba con impaciencia el momento de embarcarnos. Por fin el franco cerró sus negocios y estuvo dispuesto para el viaje. La víspera de la partida, mi padre me llevó a su dormitorio, donde vi sobre la mesa hermosos trajes y armas. Pero sobre todo atrajo mis miradas un gran montón de oro, pues nunca había visto tanto reunido. Mi padre me abrazó y dijo:
—Mira, hijo mío, te he procurado trajes para el viaje. Estas armas son las que tu abuelo me dio cuando viajé al extranjero: ahora son tuyas. Sé que tú puedes llevarlas, pero no las uses más que cuando seas atacado: entonces te aconsejo ser valiente con ellas. Mi capital no es grande: como ves, lo he repartido en tres partes, una es tuya, otra será mi sustento y mi reserva, y la tercera será un bien intocable, porque te servirá en la hora de la necesidad.
Así habló mi anciano padre, y sus ojos se llenaron de lágrimas, tal vez por la sospecha de lo que sucedería, pues nunca volví a verlo.
El viaje transcurrió sin contratiempos y pronto llegamos a la tierra de los francos; después de seis jornadas, llegamos a la gran ciudad de París. Mi amigo franco alquiló para mí una habitación y me aconsejó que gastara juiciosamente mi capital, que en total ascendía a dos mil táleros. Tres años viví en aquella ciudad y aprendí lo que ha de saber un buen médico, pero mentiría si dijera que estuve a gusto allí, pues las costumbres de ese pueblo no me agradaron; sólo tenía unos cuantos amigos, si bien éstos eran jóvenes nobles.
La añoranza de mi patria se hizo fuerte en mí. En todo el tiempo no había noticias de mi padre y por ello aproveché una oportunidad para volver a casa.
Una embajada del país de los francos se dirigía a la Corte. Me uní a la comitiva como médico de la embajada y regresé feliz a Estambul. Encontré cerrada la casa de mi padre, y los vecinos se asombraron al verme y me dijeron que mi padre había muerto hacía dos meses. El sacerdote que me había enseñado en mi juventud me trajo la llave; solo y desamparado entré en la casa. Encontré aún todo como mi padre lo había dejado, pero faltaba el oro que prometió dejarme. Pregunté por él al sacerdote y éste se inclinó y dijo:
—Vuestro padre ha muerto como un santo, pues ha legado su oro a la Iglesia.
Esto me resultó incomprensible, pero ¿qué podía hacer? No tenía ningún testigo contra el sacerdote y aún debía alegrarme de que no hubiera considerado también como herencia la casa y las mercancías de mi padre. Ésta fue la primera desgracia que me afligió, pero desde entonces los golpes se sucedieron. Mi fama como médico no acababa de propagarse, porque me avergonzaba actuar como un pregonero de mercado y me faltaba la recomendación de mi padre, que me habría introducido entre los ricos y poderosos, que ahora ya no pensaban en el pobre Zaleuco. Tampoco las mercancías de mi padre hallaban salida, pues los clientes se habían esfumado después de su muerte y sólo poco a poco se adquieren otros nuevos. En una ocasión en que reflexionaba desconsolado sobre mi situación, recordé que entre los francos había visto hombres de mi pueblo que recorrían el país mostrando sus mercancías en los mercados de las ciudades; recordé que se les compraba con gusto, porque venían de lejanas tierras, y que en este comercio se podía ganar el cien por cien. Inmediatamente tomé la decisión. Vendí la casa de mi padre y di una parte del dinero conseguido a un amigo para que me lo guardara: con el resto compré cosas que escasean entre los francos, como chales, sedas, ungüentos y aceites; busqué lugar en un barco e inicié mi segundo viaje. Pareció como si la fortuna se me hiciera otra vez favorable en cuanto pasé el estrecho de los Dardanelos. Nuestro viaje fue corto y feliz. Atravesé ciudades grandes y pequeñas de los francos y en todas partes encontré gente dispuesta a comprar mis mercancías. Desde Estambul, mi amigo me enviaba de vez en cuando nuevas existencias y yo me hacía más rico de día en día. Cuando hube ahorrado tanto que creí poder emprender un negocio mayor, me trasladé con mis mercancías a Italia. He de reconocer que mis conocimientos de medicina me proporcionaron no pocas ganancias. Al llegar a una ciudad, anunciaba que se encontraba en la ciudad un médico griego que había curado ya a muchos; y de hecho mis bálsamos y medicinas me aportaron bastantes cequíes. Así llegué a la ciudad de Florencia, en Italia. Decidí permanecer más tiempo en esta ciudad, en parte porque me encontraba muy bien allí y en parte porque quería descansar de las fatigas de mis andanzas. Alquilé una tienda en el barrio de Santa Croce y, en una hospedería no lejana, unas hermosas habitaciones que daban a una galería. Enseguida hice circular anuncios que me dieran a conocer como médico y comerciante. Apenas había abierto mi tienda, los compradores acudieron, y aunque había puesto precios un tanto elevados, vendía más que otros por ser amable y complaciente con mis clientes. Había pasado ya cuatro días gratos en Florencia, cuando una tarde, después de haber cerrado mi tienda y revisado las existencias en mis cajas de ungüentos, como era mi costumbre, encontré un mensaje en una cajita que no recordaba haber traído. Lo abrí y encontré la siguiente invitación: «Esta noche, a las doce en punto, en el llamado Ponte Vecchio». Pensé mucho tiempo quién podía ser el que me convocaba allí, pero, como no conocía a nadie en Florencia, consideré que tal vez quisieran llevarme en secreto junto a algún enfermo, como había ya sucedido a menudo. Decidí por tanto acudir, aunque, por precaución, me ceñí el sable que mi padre me había regalado.
Cuando era ya casi la medianoche, me encaminé al Ponte Vecchio y pronto estuve allí. Lo encontré desierto y decidí esperar hasta que apareciera el que me había llamado. Era una fría noche; la luna brillaba y yo contemplaba las ondas del Amo, que resplandecían al reflejarse su luz en ellas. En las iglesias de la ciudad dieron las doce; me volví, y delante de mí se hallaba un hombre totalmente envuelto en una capa roja y con uno de sus extremos tapándole la cara.
Al principio me sobresalté un poco por su repentina aparición, pero me recobré enseguida y dije:
—Decidme qué deseáis para haberme hecho venir hasta aquí.
La capa roja se movió y dijo lentamente:
—Sígueme.
No me resultaba nada grato ir solo con el desconocido, me quedé parado y dije:
—No sin que me digáis primero adónde, querido señor; podríais mostrar vuestro rostro para que vea si tenéis buenas intenciones conmigo.
Él no pareció prestar atención:
—Si no quieres, Zaleuco, quédate —respondió continuando su marcha.
Mi cólera estalló y exclamé:
—¿Creéis que un hombre como yo permite que cualquier loco se burle de él y le haga esperar para nada en medio de la fría noche?
Le alcancé con un par de zancadas, le tiré de la capa y grité aún más alto cogiendo con la mano el sable; en la otra quedó la capa, pero el desconocido había desaparecido por la primera esquina. Mi indignación se fue aplacando: tenía además la capa, que me daría la clave de mi extraña aventura. Me la colgué y me dirigí a casa. Apenas me había alejado cien pasos, alguien pasó a mi lado y me dijo:
—Tened cuidado, conde, esta noche no se puede hacer nada.
Antes de que pudiera mirar a mi alrededor, ya había pasado el que me habló y sólo vi desaparecer una sombra entre las casas. Comprendí que sus palabras iban dirigidas al de la capa y no a mí, pero esto no arrojó ninguna luz sobre el asunto. A la mañana siguiente andaba yo reflexionando sobre qué hacer. Al principio estaba resuelto a anunciar la capa como que la había encontrado, pero el desconocido podía enviar a buscarla a un tercero y yo perdería mi conexión con el asunto. Mientras pensaba, miré la capa con más detenimiento. Era de grueso terciopelo genovés, color rojo púrpura, orlada con piel de astracán y ricamente bordada en oro. La contemplación de la lujosa capa me dio una idea que decidí poner en práctica. La llevé a mi tienda y la puse en venta, pero a un precio tan alto que estaba seguro de no hallar comprador. Mi intención era mirar bien a los ojos a quien se interesara por la piel, pues estaba seguro de reconocer entre mil la figura del desconocido, que percibí aunque fugazmente al perder su capa. Hubo muchos que se interesaron por la prenda, cuya extraordinaria belleza atraía todas las miradas, pero ninguno se parecía ni de lejos al desconocido, ni estaba dispuesto a pagar por ella el alto precio de doscientos cequíes. Me llamó la atención que, al preguntar a unos y otros si en Florencia se encontraban capas así, todos me respondían negativamente y aseguraban no haber visto jamás un trabajo tan magnífico y elegante.
Iba ya a anochecer, cuando al fin llegó un joven que había acudido otras veces y que también hoy había ofrecido mucho por la capa. Arrojó sobre la mesa una bolsa con monedas y exclamó:
—¡Dios mío, Zaleuco, tengo que conseguir tu abrigo aunque me cueste convertirme en mendigo!
Inmediatamente empezó a contar sus monedas de oro. Me vi en grave aprieto, porque sólo había expuesto la capa con objeto de atraer al desconocido, y ahora venía un joven insensato a pagar aquel precio disparatado. ¿Pero qué otro remedio me quedaba? Acepté, pensando en el otro aspecto de la situación, el de ser tan espléndidamente compensado por mi aventura nocturna. El joven se puso el abrigo y se marchó, pero en el umbral se volvió despegando un papel que estaba adherido a la capa, y me dijo tendiéndomelo:
—Aquí hay algo, Zaleuco, que no es de la capa.
Miré con indiferencia la hojita, pero vi lo que llevaba escrito: «Esta noche, a la hora que sabes, trae la capa al Ponte Vecchio: te esperan cuatrocientos cequíes». Quedé como fulminado por un rayo. ¡Así que yo mismo había echado a perder mi fortuna y había errado por completo mi blanco! Sin embargo, no lo pensé dos veces, recogí los doscientos cequíes, alcancé al comprador de la capa y le dije:
—Tomad vuestros cequíes, amigo mío, y devolvedme el abrigo: me es imposible vendéroslo.
Al principio tomó el asunto a broma, pero, al advertir que iba en serio, se encolerizó por mi pretensión, me trató de loco y finalmente llegamos a las manos. Conseguí arrebatarle la capa y ya me disponía a irme, cuando el joven llamó en su ayuda a la policía y me llevó a los tribunales. El juez estaba muy sorprendido por la acusación y adjudicó a mi contrario la capa. Pero ofrecí al joven veinte, cincuenta, ochenta, hasta cien cequíes, además de los doscientos suyos, si me entregaba la capa. Lo que no lograron mis ruegos lo consiguió el oro. Tomó mis monedas y yo me marché triunfante con la capa, exponiéndome a que en toda Florencia me tuvieran por loco. La opinión de la gente me era indiferente, sabía mejor que ellos que había ganado con el asunto.
Esperé con impaciencia la noche. A la misma hora que el día anterior me dirigí al Ponte Vecchio con la capa bajo el brazo. Al sonar la última campanada del reloj vino hacia mí la figura de la noche anterior. Sin duda era el mismo hombre.
—¿Tienes la capa? —me preguntó.
—Sí, señor —respondí yo—, pero me ha costado cien cequíes en efectivo.
—Lo sé; pero mira, aquí hay cuatrocientos.
Contó conmigo las monedas de oro: eran cuatrocientas, en efecto. Brillaban magníficas a la luz de la luna y su resplandor alegraba mi corazón, sin sospechar, ¡ay!, que ésa sería su última alegría. Metí el dinero en la bolsa; quería ver bien al desconocido benefactor, pero llevaba un antifaz detrás del cual me escrutaban agudamente unos ojos negros.
—Os agradezco vuestra bondad, señor —le dije—, pero ¿qué queréis ahora de mí? De antemano os prevengo que no puede ser nada malo.
—Preocupación innecesaria —dijo, poniéndose la capa sobre los hombros—. Necesito vuestra ayuda como médico no para un vivo, sino para un muerto.
—¿Cómo puede ser eso? —pregunté lleno de asombro.
—He venido con mi hermana de tierras lejanas —me contó haciéndome al mismo tiempo una señal para que le siguiera—. Vivía aquí con ella, en casa de un amigo de mi familia. Mi hermana murió ayer repentinamente de una enfermedad y los parientes quieren enterrarla mañana. Sin embargo, según una antigua costumbre de nuestra familia, todos han de reposar en el mausoleo del padre. Muchos de los que mueren en el extranjero, reposan allá embalsamados. A mis parientes les concedo sólo el cuerpo, pero he de llevar a mi padre al menos la cabeza de su hija para que la pueda ver siquiera una vez más.
Esta costumbre de cortar la cabeza de los seres queridos me pareció un tanto siniestra, pero no me atreví a objetar nada por miedo a ofender al desconocido. Por ello le dije que podía encargarme de embalsamar el cadáver y le pedí que me condujera junto a la fallecida. No pude resistir el deseo de preguntar por qué había de ser todo tan secreto y en medio de la noche. Me respondió que sus parientes, que consideraban cruel su propósito, se lo impedirían de día, pero, una vez cortada la cabeza, no tendrían mucho más que decir. Habría podido traerme él la cabeza, pero un sentimiento natural le impedía cortarla con sus propias manos.
Entretanto habíamos llegado a una soberbia mansión. Mi acompañante me la señaló como meta de nuestro paseo nocturno. Pasamos junto a la entrada principal y penetramos por una pequeña entrada, que el desconocido cerró cauteloso tras de sí, y subimos en la oscuridad por una estrecha escalera de caracol. Conducía a un pasillo escasamente iluminado, por el que se llegaba a una habitación que alumbraba una lámpara fijada en el techo.
En esta estancia había una cama en la que yacía el cadáver. El desconocido volvió su rostro pareciendo querer ocultar sus lágrimas. Me señaló el lecho y me ordenó cumplir mi cometido correctamente y con presteza, y se dirigió de nuevo a la puerta.
Saqué el cuchillo, que como médico llevaba siempre conmigo, y me aproximé a la cama. Sólo era visible la cabeza del cadáver, pero era tan hermosa que involuntariamente se apoderó de mí la más profunda compasión. El cabello negro se repartía en largas trenzas; tenía la cara pálida, los ojos cerrados. Primero hice un corte en la piel, al modo de los médicos cuando quieren seccionar un miembro. Tomé rápidamente mi cortante cuchillo y de un solo tajo desprendí la cabeza. Pero ¡horror!, la muerta abrió los ojos y los cerró de inmediato, pareciendo que era entonces cuando en el sollozo exhalaba su último suspiro. De la herida saltó un chorro de sangre caliente. Me convencí de que era entonces cuando yo había matado a la desdichada, pues no cabía ninguna duda de que estaba muerta, ya que no hay salvación posible de una herida así. Permanecí unos minutos en una angustiosa consideración de lo que había sucedido. ¿Me había engañado el de la capa roja, o tal vez su hermana estaba muerta sólo en apariencia? Esto último me pareció más verosímil, pero no debía decir al hermano de la difunta que tal vez un corte menos precipitado la habría despertado sin matarla, y por ello quise desprenderle por completo la cabeza; pero la moribunda gimió una vez más, se agitó por el dolor y murió. Me quedé sobrecogido y me precipité horrorizado fuera de la estancia. El corredor estaba oscuro, pues la lámpara se había apagado. No descubrí ni rastro de mi acompañante y hube de avanzar en la oscuridad guiándome por la pared para llegar a la escalera de caracol. Por fin la encontré y descendí cayendo y resbalando. Tampoco abajo había ni un alma. La puerta la encontré sólo entornada y respiré más libremente al hallarme en la calle, pues el interior de la casa me resultaba insoportable. Espoleado por el terror, corrí a mi casa y me hundí en las almohadas de mi lecho para olvidar el horror que había vivido. Pero el sueño había huido y sólo al amanecer se apoderó de mí. Me parecía probable que el hombre que me había inducido a aquel crimen atroz, que es como entonces lo consideraba, no me denunciara. Decidí dirigirme a mi tienda y continuar en mi negocio, con aspecto despreocupado en la medida de lo posible. Pero ¡ay!, sólo entonces caí en la cuenta de una circunstancia que aumentó todavía más mi preocupación. Me faltaban mi gorra y mi cinturón, así como el cuchillo, y no estaba seguro de si los había dejado en la habitación de la muerta o los había perdido en mi huida. Por desgracia, lo primero me parecía más verosímil y por tanto me podrían descubrir.
Abrí el almacén a la hora acostumbrada. Como solía hacer todas las mañanas, acudió mi vecino, que era un hombre hablador:
—¿Y qué me decís del espantoso suceso —comenzó— que ocurrió anoche?
Hice como si no supiera nada.
—¿Cómo podéis no haberos enterado, si toda la ciudad no habla de otra cosa? ¿No sabéis que esta noche ha sido asesinada Bianca, la más hermosa flor de Florencia, la hija del gobernador? ¡Ah! La vi ayer, tan feliz aún, recorrer las calles con su prometido, ya que hoy debían celebrar sus bodas.
Cada palabra de mi vecino era como un pinchazo en el corazón. ¡Y cuán a menudo se repitió mi tormento, ya que todos los clientes me contaban la historia, más espantosa cada vez, pero que en ningún caso podía decir todo el horror que yo mismo había presenciado! Alrededor de mediodía se presentó un hombre del juzgado en mi almacén y me pidió que despidiera a la gente.
—Signore Zaleuco —dijo mostrando los objetos que yo había perdido—, ¿os pertenecen estas cosas?
Consideré si no debía negarlo por completo, pero vi a través de la puerta entreabierta a mi patrón y a varios conocidos que podían testificar contra mí y decidí no empeorar más el asunto con una mentira, reconociéndome dueño de los objetos que me mostraban.
El alguacil me ordenó seguirle y me condujo a un gran edificio, que pronto reconocí como la cárcel. Allí se me asignó por el momento una celda.
Mi situación me pareció desesperada cuando, al quedarme solo, me puse a reflexionar. Una y otra vez me venía la idea de haber cometido un asesinato, aunque involuntario. Tampoco podía engañarme: el brillo del oro me había deslumbrado, porque en caso contrario no habría caído tan fácilmente en la trampa. Dos horas después me sacaron de la celda. Descendimos varias escaleras y llegué a una gran sala. En torno a una mesa larga, cubierta con un paño negro, estaban sentados doce hombres, en su mayoría ancianos. A los lados de la sala había bancos ocupados por los próceres de Florencia; en las galerías que se hallaban en la parte alta se apiñaban los espectadores. Cuando llegué ante la mesa negra, se levantó un hombre de aspecto abatido y sombrío, el gobernador. Dijo a los reunidos que, siendo el padre, no quería ser juez en este asunto y que en esta ocasión cedería su lugar al más anciano de los senadores. Era éste un anciano de noventa años por lo menos; caminaba encorvado, y sus sienes estaban orladas de escasos cabellos blancos; pero sus ojos brillaban todavía llenos de viveza y su voz era fuerte y segura. Comenzó preguntándome si me confesaba culpable del crimen. Pedí la palabra y relaté sereno y con voz clara lo que había hecho y lo que sabía. Observé que, mientras hablaba, el gobernador tan pronto empalidecía como enrojecía y, cuando terminé, exclamó encolerizado:
—¡Ah, miserable! ¿Conque quieres cargar sobre otro un crimen que has cometido por codicia?
El senador le censuró la interrupción, ya que había renunciado voluntariamente a su derecho y tampoco estaba probado que yo hubiera cometido un delito por codicia, pues, según su propia afirmación, no le habían robado nada a la difunta. Continuó diciendo que debía informar sobre la vida que había llevado su hija, pues sólo así podía averiguarse si yo había dicho la verdad o no. Después levantó la sesión por ese día para, según dijo, investigar en los papeles de la joven que el gobernador iba a entregarle. Me devolvieron a mi celda, donde pasé un día triste con el ardiente deseo de que se pudiera descubrir alguna relación entre la muerta y el hombre de la capa roja. Al día siguiente entré en la sala del tribunal lleno de esperanza. Había varias cartas sobre la mesa; el viejo senador me preguntó si la letra era mía. Las miré y encontré que debían ser de la misma mano que los dos mensajes que yo había conservado. Así se lo manifesté a los senadores, pero no parecieron prestar atención y respondieron que yo mismo podía haberlos escrito y así habría sido, puesto que la firma de las cartas era evidentemente una Z, la inicial de mi nombre. Las cartas contenían amenazas a la muerta por el matrimonio que quería contraer.
Parecía que el gobernador les había proporcionado informaciones particulares en relación con mi persona, pues ese día se me trató con más desconfianza y severidad. Para justificarme, me referí a los papeles, que debían hallarse en mi habitación, pero se me dijo que los habían buscado y no habían encontrado nada. Así se desvaneció toda esperanza para mí y, cuando al tercer día fui conducido a la sala, me leyeron la sentencia: probado que había cometido el crimen de que se me acusaba, era condenado a muerte. A eso había llegado: abandonado por todo lo que en la tierra me era aún querido, lejos de mi patria, debía ser ajusticiado a pesar de ser inocente y estar en la flor de mi juventud.
En la tarde de aquel día aciago en que se había decidido mi destino, estaba sentado en mi celda solitaria, desvanecidas mis esperanzas y con mis pensamientos dirigidos a la muerte, cuando inesperadamente se abrió la puerta y entró un hombre que me contempló largo rato en silencio.
—Así que te vuelvo a encontrar, Zaleuco —dijo.
Al débil resplandor de mi lámpara no le había reconocido, pero el sonido de su voz despertó en mí viejos recuerdos: era Valetty, uno de los pocos amigos que hice en la ciudad de París cuando estudiaba allí. Dijo que casualmente había venido a Florencia, donde vivía su padre, hombre respetado, y había oído mi historia, por lo que había venido para verme una vez más y oír directamente de mí cómo había podido ponerme en tan tremenda situación. Le conté toda la historia. Pareció muy asombrado y me exhortó a confesarle todo a él, a mi único amigo, y a no morir con una mentira sobre mi conciencia. Le juré con la mayor solemnidad que había dicho la verdad y que no pesaba sobre mí más culpa que la de, cegado por el brillo del oro, no haber reconocido la falsedad del relato del desconocido.
—¿Así es que no conocías a Bianca? —me preguntó.
Le aseguré que jamás la había visto. Valetty me contó entonces que había en el asunto un grave secreto, que el gobernador había precipitado mi juicio y se había extendido entre la gente el rumor de que yo conocía a Bianca hacía tiempo y que, para vengarme de su matrimonio con otro, la había asesinado. Le hice observar que todo esto cuadraba bien al poseedor de la capa roja, pero que su participación en el hecho no podía probarse con nada. Valetty me abrazó llorando y me prometió hacer todo lo posible al menos para salvar mi vida. Tenía poca esperanza, pero sabía que Valetty era un hombre sabio y conocedor de las leyes y que haría lo que fuera por salvarme. Pasé dos largos días en la incertidumbre, al cabo de los cuales apareció Valetty.
—Traigo un consuelo, aunque doloroso. Vivirás y quedarás libre, pero perderás una mano.
Conmovido, di las gracias a mi amigo. Éste me explicó que el gobernador se había mostrado implacable en cuanto a investigar otra vez el asunto, pero que finalmente había concedido, para no parecer injusto, que, si en los libros de la historia de Florencia se hallaba un caso semejante al mío, mi pena se ajustaría a la que allí se impusiera. Su padre y él habían buscado día y noche en los viejos libros y habían terminado por encontrar un caso muy parecido al mío. La sentencia era que al culpable se le cortaría la mano izquierda, se le requisarían sus bienes y sería desterrado para siempre. Así era también mi condena y debía por tanto prepararme para la dolorosa hora que me esperaba. No quiero hablaros de esos terribles momentos, en que, en medio de la plaza del mercado, puse mi mano para recibir el tajo, y mi propia sangre se derramó abundantemente sobre mí.
Valetty me acogió en su casa hasta que estuve restablecido y luego me surtió generosamente de dinero para el viaje, ya que todo lo que con tanto esfuerzo había conseguido quedó en poder del juzgado. Viajé de Florencia a Sicilia y de allí a Constantinopla en el primer barco que encontré. Mi esperanza estaba en la suma que había entregado a mi amigo, al que también pedí que me alojara en su casa. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando éste me preguntó por qué no me instalaba en mi casa. Me dijo que un extranjero había comprado una casa a nombre mío en el barrio de los griegos, diciendo al vecino que yo llegaría pronto. Inmediatamente me dirigí allí con mi amigo y fui recibido con alegría por todos mis vecinos. Un viejo mercader me entregó una carta que había dejado para mí el hombre que compró la casa.
La carta decía así:
Zaleuco:
Hay dos manos dispuestas a hacer que tú no sientas la pérdida de una. La casa que ves y todo lo que hay dentro es tuyo, y todos los años se te entregará lo suficiente para que te cuentes entre los ricos de tus conciudadanos. ¡Ojalá puedas perdonar a quien es más desgraciado que tú!
Podía suponer quién lo había escrito, pero además el mercader respondió a mis preguntas que había sido un hombre que le pareció un franco, vestido con una capa roja. A decir verdad, sabía de sobra que el desconocido no estaba desprovisto de algún noble propósito. En mi nueva casa encontré todo dispuesto de la mejor manera posible y un almacén con mejor mercancía de la que yo nunca había tenido. Diez años han pasado desde entonces; más por la vieja costumbre que por necesidad, continuó mi comercio, pero nunca he vuelto a ver aquella tierra en la que fui tan desgraciado. Desde entonces recibo cada año mil monedas de oro, pero, aunque me complace saber noble a aquel desdichado, no puede el dinero redimir el dolor de mi corazón, pues vive eternamente en mí la espantosa imagen de Bianca muerta.
Autor: Wilhelm Hauff
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pe77 · 12 years ago
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Le Tavole di Zaleuco : è considerato il primo legislatore del mondo occidentale.
Zaleuco di Locri (Locri Epizefiri, ... – VII secolo a.C.) 
Ecco i quattordici frammenti delle sue Tavole, tramandateci dagli storici:
A niuno è dato alienare il suo patrimonio, se non gli accadesse qualche sventura, riconosciuta dal pubblico.
Ai Locresi non è dato possedere né schiavi né schiave.
Doversi privare degli occhi gli adulteri.
Vietarsi alle donne indossar vesti dorate e seriche e abbellirsi con ricercatezza se non per prendere marito.
Dover le donne maritate vestir bianche vesti nel camminare pel foro coi domestici, e seguite da una ancella. Le altre nubili potere indossare vesti di vari colori.
Non presentarsi col ferro nell'adunanza del senato.
Condannarsi ad un'ammenda chi, ritornando da lontane regioni, chiedesse novità.
Condannarsi a morte quell'infermo che avesse bevuto vino contro il divieto del medico.
Essere vietato di piangere i morti, anzi banchettare, dopo aver dato sepoltura ai cadaveri.
Vietarsi di intraprendere un giudizio fra due se prima non siasi tentata la riconciliazione.
Impedirsi la vendita dei commestibili, se non dagli stessi produttori.
Condannarsi a morte il ladro.
Cavare un occhio a chi ne cavò uno ad un altro.
Colui che proponesse al senato una riforma o sostituzione di una legge vigente, dovesse tenere un laccio al collo, pronto a strozzarlo se la proposta non venisse approvata.
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pe77 · 12 years ago
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CALABRIA
(provincia di Reggio Calabria)
Definita "la terra dei miti, della prima civiltà della Magna Grecia, delle tavole di Zaleuco, della religiosità bizantina, dell'Aspromonte, degli ulivi secolari della Piana, del bergamotto e del gelsomino..." è una terra di grande ospitalità.
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