#y estaba todo aplastado en su cajita
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Si no me meto a bañar en 10 minutos voy a llegar tarde, pero tengo a gato dormido a mi lado y no me quiero levantar :(
#lukkas rambling nonsense#es que me levanté mas temprano hoy#y estaba todo aplastado en su cajita#y lo levanté y metí bajo las cobijas pq estaba todo frio el pobre#y apenas se acurrucó y empezó a ronronear T#T-T#spyld
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Hombre de costumbres
Víctor Lara
Seguir patrones de conducta recurrentes puede ser desventajoso cuando alguien nos busca. Así le pasó a mi amigo Gregorio, su pasión por el mar, el alcohol, el silencio y las noches de luna jugaron en su contra el día que fui a matarlo.
Estoy hablando en serio, pero no se sorprenda, Gregorio y yo llegamos a ser los mejores amigos, compartíamos todo, mi carro, mi dinero, su gusto por la naturaleza, el interés de ambos por la educación, el placer de la pesca, las alegrías con los hijos y los problemas y, tarde lo supe, también compartíamos la mujer.
Lo supe cuando ya era muy tarde, cuando ya no había nada que hacer. Un año de infierno entre ruegos y negociaciones, la separación, luego el divorcio. Yo me enteré hace ahora cinco años; la mujer de Gregorio no se enteró nunca. Alba, mi exmujer, en cambio, siempre supo que todo estaba perdido y no me lo dijo hasta que yo mismo lo descubrí. Que le vamos a hacer, no es lo mismo el sexo que el amor, pero algunas mujeres no pueden dar sexo sin enamorarse, como Alba. Así fue como salí del juego después de veinte años de matrimonio.
El matrimonio es una costumbre difícil de dejar y puede resultar muy angustioso. A veces soñaba que el edificio dónde vivíamos se me venía encima. Y sobre todo comencé a soñar despierto. Mi sueño favorito se llamaba “cómo matar a ese cabrón”. Ésa se convirtió para mí, muy pronto, en otra sana costumbre.
La primera cosa que más le gustaba a Gregorio era beber, siempre la misma marca de cerveza y la misma presentación y cuando bebía lo hacía solo, eso nunca lo compartimos, ni las drogas tampoco. Pero en el fondo el vicio de Gregorio enganchó a Alba con la idea de que podría redimirlo, al grado de que su vida no tenía sentido si no lograba ayudarlo a superar su dependencia, una misión tan intensa y sublime que fácilmente se confundió con el amor, hasta que ya no supo distinguirlo. Y es que ella también tenía sus costumbres y una de ellas era la de ponerse tareas imposibles. Era una santa, usted no la conoció, pero así era ella.
Gregorio amaba era el mar, muchas veces salimos a pescar o acampamos en la playa. Le gustaba nadar de noche, se podía estar horas mirando el reflejo de la luna sobre las olas.
En las noches luminosas, Gregorio sumaba sus más grandes pasiones, que para decepción de mi mujer no la incluían, y se iba a beber solo a la playa a la luz de la luna. Al menos una vez al mes se perdía dos o tres días y luego regresaba arrepentido, a su familia, a la iglesia y a recibir los regaños y los mimos de su amante, en ese orden. Muchas veces me tocó tener que recogerlo y atenderlo hasta que se le pasaba la borrachera, a petición de una atribulada Alba.
No se preocupe, el cuento no es muy largo. Mire, yo pago esta cuenta, escúcheme hasta el final.
Para mí, la primera señal fue la luna, un viernes de luna era necesariamente un día ideal. La segunda señal fue no ver su camioneta en su casa, una pick-up 4x4 como se usa allá, eso sólo podía significar que había salido, sus hijos estaban en casa, pues había luz y ruidos de muchachos jugando.
Hacía días que yo tenía preparado todo lo necesario, cargué mi carro con la hielera llena de cerveza helada, los binoculares, la ropa…
Yo sabía adónde ir, su lugar favorito. Muchas veces pasamos la noche ahí, asando pescados que acabábamos de sacar juntos, una playa solitaria y de arenas oscuras que estaba al otro lado de la bahía, desde donde se veían las luces del puerto y la ciudad.
Me estacioné cerca del acceso a la playa, sin entrar, de modo que tenía una buena panorámica desde arriba. Vi su carro en medio de la soledad de arena, brillando a la luz de una luna que parecía un reflector. Él estaba un poco más allá, cerca de la orilla del mar, con la hielera a un lado y una cerveza en la mano. A ratos se veía arder el fuego del encendedor con concienzuda constancia entre sus manos.
Me senté a esperar y mientras me fui poniendo el equipo que había preparado: la bolsita con las jeringas y las ampolletas, las fundas de cirujano para los pies, los guantes de látex, el tapabocas, el cubrepelo, un impermeable de vinyl con chaqueta y pantalón. Revisé todo tres veces, ésa es mi costumbre, usted sabe ya como soy. Y me dispuse a pasar una noche muy calurosa, observando con los binoculares. Me acerqué cuanto aconsejaba la prudencia siempre por detrás de los oscuros matorrales. Terminé a unos veinte metros de donde él estaba.
Dicen que la paciencia tiene su premio, y mi confianza en la determinación de sus costumbres tuvo el suyo. Apenas a media hora de comenzar mi observación se levantó e hizo lo que yo ya sabía que haría, se desnudó y se metió al agua nadando con decisión hacia el centro de la bahía, nadaría hasta alcanzar la luz de la boya y regresaría, lo cual me daba unos diez minutos.
Cogí la hielera que llevaba y me acerqué a su hielera para cambiar 12 botes de cerveza por los que yo había preparado, asegurándome de que lucieran como los originales, y dejando las latas más frías en la parte más alta de la hielera.
Entretanto noté la señal unívoca del papel aluminio medio quemado a modo de cuchara, había estado quemando crack.
Regresé a mi puesto con sus cervezas y me senté a seguir observando, mientras tanto me entretuve vaciando las latas y aplastándolas con cuidado como hacía él y las guardé en una bolsa.
Gregorio regresó y, como yo había supuesto, se puso el traje de baño y la camisa y tomó una de las latas que yo había dejado, la destapó y la bebió con un trago grande y sediento. No había modo de que notara la diferencia, que consistía en un minúsculo orificio en la tapa por dónde había inyectado la solución de Halapryl, mismo que había vuelto a sellar con una gotita de silicón.
No tuve que esperar a que se bebiera cinco cervezas antes de que el sueño y la combinación del alcohol, la droga y el somnífero hicieran su efecto. Supongo que la combinación fue lo que hizo que se retrasara tanto en hacer efecto, pero eso mismo consiguió después un sueño más profundo.
Cuando lo escuché roncar me acerqué, lo moví con el pie pero no despertó, babeaba, entonces tomé dos de las ampolletas de Benzodiazepam y se las inyecté en una vena del muslo. Casi ni se movió. Esperé un minuto, recogí sus cosas y las acomodé en la caja de su carro, por supuesto las llaves estaban puestas. Así se acostumbra allá, verá usted, es una ciudad pequeña, aislada y muy tranquila, un día debería de ir, estoy seguro que le va a gustar mucho.
Recogí la bolsa donde guardaba las latas aplastadas y recogí las que estaban en el suelo. Ésas las puse en mi hielera y las que yo había vaciado y aplastado las puse en su hielera, también cambié las latas de cerveza que quedaban. El aluminio donde había quemado el crack lo metí junto con sus cervezas. Lo más difícil fue subirlo a él a la caja de la camioneta. Un hombre completamente relajado es muy difícil de manejar. Hacía un calor espantoso esa noche de verano, y yo, metido en ese traje de astronauta y con la excitación, sentía que me derretía.
Arranqué su Pick-up y me dirigí al risco, a cuyo pie habíamos buceado tantas veces cazando pulpos y sacando ostiones. El Mirador, otro de sus sitios favoritos. Acerqué el carro en reversa con mucho cuidado hasta la orilla del precipicio de treinta metros. Subí a la caja de carga y miré la espléndida noche que hacía. Ya sabe, la luna entre dos nubes trazaba una línea blanca sobre el mar que era un espejo y, a medida que se disipaba su resplandor hacia el oriente, las estrellas se esforzaban por llenar el terciopelo oscuro del cielo, una brisa suave refrescaba las rocas que irradiaban el calor de todo un día. Por todos lados asomaban pequeños cangrejos. Mis testigos.
Entre su ropa encontré su teléfono móvil y se me ocurrió una idea de repente.
Y es que Gregorio también tenía la costumbre de enviar recados de SMS cuando estaba borracho, por uno de ellos fue que descubrí lo que estaba pasando entre él y mi mujer.
Escribí un mensaje: “Te mereces un hombre mejor, échame la culpa de todo, perdóname”, y lo mandé a su mujer.
Escribí otro: “Mi niña preciosa, perdóname por haber sido tan mal padre. Siempre te amé”, y lo mandé a su hija mayor.
Escribí un último mensaje: “Mi peque, la luna está llena y me habla de ti, a nadie amé, fuiste la mujer de mi vida, perdóname, estoy algo tomado, ya sabes, tqm”, y lo mandé a Alba.
Luego guardé su móvil en la bolsa de su camisa, rodé y levanté como pude a Gregorio y lo dejé caer por el barranco.
Rebotó varias veces contra las paredes inclinadas del risco, giró mientras caía y terminó encajando la cara en las piedras del fondo donde la marea comenzaba a subir y las olas hacían que su cuerpo se golpeara entre las rocas.
Lo miré un rato mientras pensaba que uno puede aficionarse a cosas como ésta, como a cualquier otra victoria, no es tan difícil entender lo que se siente en un momento como ése. Cuántas veces otros hombres como yo habrán mirado una escena similar.
No me mire así, en ciertas condiciones cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, usted mismo lo dijo, además, si lo piensa bien, es posible que todo esto me lo esté inventando ahora mismo, para divertirme.
Bueno, pues acomodé la camioneta a un lado de la carretera, con las llaves puestas, como si quisiera que estuviera lista para salir pronto, abrí las puertas, puse un disco en el CD, a todo volumen bajé su hielera y la bolsa con las latas aplastadas y las puse cerca de la orilla del risco. En la guantera puse lo que quedó del crack y la cajita del Halapryl con los sobrecitos vacíos.
Recogí mis cosas y eché a andar sobre el asfalto hacia la playa. En el camino me fui quitando la gorra, el tapabocas, los guantes, el impermeable…estaba empapado de sudor. Todo lo iba poniendo en una bolsa de hule. Me tardé quince minutos en llegar hasta donde estaba mi carro, me quité las fundas para los pies y arranqué.
Llegué a mi casa con las luces apagadas y entré por la puerta de atrás.
Deshacerme de la evidencia fue muy fácil. Las latas las mandé reciclar junto con otro costal que había estado juntando, como es costumbre en mi ciudad, y el resto de las cosas las fui tirando días después en diferentes depósitos de basura. Al día siguiente encontraron lo que quedaba de Gregorio, los periódicos locales se ocuparon de su suicidio por poco tiempo y luego se olvidó, no creo que usted se haya enterado de eso. ¿Sabía que esa ciudad tiene el índice de suicidios más alto de mi país? Y también de divorcios.
No me pregunte si me arrepiento, uno no decide hacer esas cosas, yo no hice sino lo que dicta la costumbre.
Lo veo nervioso, licenciado, no se preocupe, a mí me hace bien que usted me escuche, ha pasado mucho tiempo y ese mar está muy lejos. Ahora usted sabe algo que no puede contar, porque ni siquiera sabe si es verdad lo que le digo, después de todo estamos borrachos, nadie nos ha escuchado y a nadie le importa un cuerno esta historia tan descabellada. Vamos a reírnos de eso y a tomarnos otra, ¿qué le parece?.
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