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No quedan días de verano
Estoy viajando de vuelta a Madrid en un coche del AVE que parece el camarote de los hermanos Marx. Una pareja madura discutiendo a gritos, varios niños jugando, un señor hablando por teléfono. En el tren, coche en silencio significa que rigen unas normas básicas de educación y coche normal significa que el caos tiene libertad para reinar. Aparecen los primeros brotes de síndrome postvacacional; seguro que se desarrollará cuando esta tarde, en casa, comience a girar la segunda lavadora cargada de ropa sucia.
Llevo de vacaciones una quincena que comenzó en Barcelona, el 19 de agosto. Dos días después de un atentado terrorista la ciudad luce triste y cabizbaja, pero los turistas (y algún que otro barcelonés) no hemos dejado de pasear por la Rambla. El olor a cera quemada y a flores va inundando una calle donde, a medida que transcurren las horas, el amor gana terreno al odio y se multiplican el número y el tamaño de los homenajes de velas encendidas, símbolos, libros, dibujos, peluches, dedicados a las víctimas de la tragedia. Me alojo en un loft del barrio de El Raval, en el entorno de La Boquería y a apenas quinientos metros del lugar donde la furgoneta se detuvo dejando a su paso huellas de sangre, dolor y miedo.
Aun con el drama muy presente en el estado de ánimo, la ciudad condal sigue viviendo. He de confesar que, por segundo verano consecutivo, no me convence su recibimiento: Barcelona es fría para quienes llegamos de fuera y exige períodos de adaptación en pequeñas dosis para ser percibida como algo comparable a un hogar. Es una comunidad que camina a dos velocidades: la de quienes, nacidos allí o no, se han impregnado de su cultura, y la de quienes estamos de visita. La política se siente en la calle de un modo que, pese a mi interés por ella, me resulta empalagoso. De un tiempo a esta parte los balcones de las fachadas barcelonesas sufren una inflación de banderas: vecinos que se sienten representados por la estelada, por la señera y por la rojigualda han emprendido una competición por saber quién la tiene más grande y la enseña mejor. La bandera, claro. Y esta competición parece no acabar nunca, edulcorada por relatos grandilocuentes con un grado de polarización teatral e incómodo y en la que, como se comprueba una semana más tarde en la manifestación, ya ni siquiera importa implicar a los que no pueden implicarse. En la Cataluña de 2017 hay demasiado espacio para los rugidos y muy poco para los matices. Entre independentistas y unionistas, la pereza. Que es muy diferente a la equidistancia. Aprovecho mi estancia para ver a algunos buenos amigos, con los que hablo (entre otras cosas) de política. Uno de ellos me confirma que el independentismo está hastiando incluso a sus propios seguidores y que el debate parlamentario es cada vez de menor calidad y está más viciado. Él votó sí. A Barcelona, se marche o se quede, seguiré volviendo.
Mi última noche allí, después de cenar, subo por la Rambla desde Liceu hasta Plaza Catalunya. Lo hago en silencio, deteniéndome en cada mensaje, emocionándome con cada gesto de la solidaridad con la que, pese a la escenificación en redes sociales, la mayoría de seres humanos de todo el planeta hemos reaccionado al atentado. Contra la islamofobia. Contra el fanatismo. No tenemos miedo. #NoTenimPor. Barcelona, ciudad de paz.
El martes 22 madrugo para cruzar el Atlántico. Gracias a una promoción de billetes de Level a precios irrisorios que apenas aguantó cuatro horas en pie me embarco con Juanmi, buen amigo y mejor agente de viajes, en una aventura por el oeste demócrata de los Estados Unidos: California, Oregón y Washington. Es paradójico cómo la globalización a la que atribuimos difusas responsabilidades sobre nuestros salarios de mierda es la misma que nos permite viajar a la otra punta del mundo con dichos salarios. Y sé que decir que algo funciona mejor que antes, en tiempos de Pablo Iglesias y Antonio Navalón, puede resultar revolucionario.
Nuestro primer destino es el aeropuerto de Oakland, situado al este de San Francisco, donde recogemos el coche de alquiler en el que nos moveremos por el país. Un Hyundai Accent blanco con matrícula del Estado de Nevada. Es cómodo, espacioso y huele a nuevo, aunque en cuanto salimos a la autopista nos sentimos acribillados por conductores que nos sortean con determinación manejando vehículos, por lo general, mucho mejores que el nuestro. No circulan por la izquierda pero se hace imprescindible un cambio de chip: las distancias y velocidades se expresan en millas y el combustible en galones. En las emisoras de radio suenan una y otra vez los mismos éxitos musicales: ‘Attention’ de Charlie Puth, ‘Believer’ de Imagine Dragons, ‘Feels’ de Calvin Harris y, cómo no, ‘Despacito’ de Luis Fonsi y Justin Bieber.
El programa de nuestro viaje combina paisajes naturales y urbanos. El segundo día nos dirigimos desde Redding hacia la costa y subimos por Trinidad, Gold Beach y Reedsport, deteniéndonos en magníficas playas y acantilados. El termómetro del coche marca catorce grados y yo, que llevo una camiseta de manga corta y un jersey y no dispongo de muchos más recursos (no hemos facturado maleta), pronostico con acierto que se avecina un resfriado de narices para el resto de la semana.
Mi teléfono móvil pasa a mejor vida cuando deja de reaccionar al contacto con el cargador. Uno sale de viaje consciente del riesgo de pérdida, robo… pero no de este. El cabrón se apaga por completo y en los minutos posteriores a la muerte voy repasando todos los trámites relacionados con el viaje que dependían de este aparatito: tengo que orientarme en las carreteras, contactar con un amigo en San Francisco, viajar de vuelta a Barcelona. Me reclino en el asiento de copiloto sintiéndome diminuto en la inmensidad del universo (bueno, quizá exagero) y reflexionando sobre cómo perder un móvil a miles de kilómetros de casa puede suponer el mejor incentivo para desconectar, sí, pero te hace sentir como si acabaras de perder un riñón.
En la tercera jornada llegamos a Portland. Comenzamos el recorrido por el Jardín de Rosas, un impresionante pulmón verde cercano al núcleo de la ciudad. Disfrutamos de una visita a los túneles subterráneos de Chinatown. En el trayecto al hotel nos encontramos con el primer gran atasco. Portland está vertebrada por la Interestatal 5, la autopista que atraviesa también otras ciudades como Seattle o Los Ángeles. El combustible es barato, el vehículo privado es el protagonista de la movilidad urbana y esto no parece plantearles un problema prioritario. En Madrid asistimos a los desvaríos de Aguirre y de Villacís con respecto al tráfico, pero existe un consenso en torno a que una autovía que cruza el país de punta a punta no debe pasar por la Castellana. Incluso la zona más tranquila de Portland, donde junto al río Willamette se extienden numerosas terrazas para picar algo, queda descafeinada por el ruido de los coches que cruzan los scalextrics construidos por encima del agua. Para colmo, estamos a punto de quedarnos sin gasolina y hasta tres tiendas en las que entro se niegan a venderme un móvil libre a precio razonable.
Dedicamos los siguientes días a visitar las cataratas Multnomah de Oregón, el Monte Hood, los miradores próximos al Río Columbia y, ya en el estado de Washington, el Parque nacional de las Cascadas del Norte. Una rica vegetación se despliega ante nuestros ojos. Y agua, mucha agua. Acantilados. Pequeños pueblos a los que apenas ha llegado el comercio. Aire limpio. Antes de abandonar Oregón encuentro, gracias a la sugerencia de un tuitero, un móvil básico en la tienda de Best Buy.
Seattle nos convence más que su predecesora. Por la mañana vamos al Pike Place Market, uno de los más antiguos mercados del país. Aunque la oferta gastronómica de allí es bastante amplia, hay demasiada saturación en los bares y acabamos comiendo pizza. Por la tarde improvisamos y nos acercamos a Fremont, recomendación de Eduardo, barrio hipster repleto de pintorescas tiendecitas y cafeterías y cerca del cual contemplamos una estupenda puesta de sol. Por la noche subimos a uno de los miradores desde los que se divisa el skyline iluminado de Seattle.
La segunda mañana en Seattle, Juanmi realiza la visita a un museo de aviones y yo me quedo deambulando por el centro de la ciudad, aprovechando para algunas compras y desayunando (que no falte postureo) en el primer Starbucks abierto en el mundo, allá por 1971. Por la tarde iniciamos, en coche, el retorno al sur.
Al día siguiente llegamos de nuevo a Oakland, donde nos despedimos del coche y nos trasladamos en transporte público al centro de San Francisco, California. A diferencia del resto de noches, que nos hemos alojado en convencionales moteles de carretera que harían las delicias de cualquier película terrorífica de Alfred Hitchcock, allí tenemos reserva para las tres últimas jornadas en un hotel modesto pero céntrico, con baños compartidos al final de un largo pasillo enmoquetado, situado entre el distrito financiero y el barrio chino.
Desde el primer momento San Francisco me resulta una ciudad atractiva, interesante, seductora y llena de vida. El tráfico es denso pero no la engulle como a Portland o Seattle ni eclipsa su belleza. Vemos a más gente desplazándose en autobús y haciendo uso de los típicos tranvías de las fotografías. Visitamos Lombard Street y el Downtown. Realizamos una excursión en barco a la pequeña isla de Alcatraz, donde disfrutamos de una recomendable visita guiada por la antigua prisión. El miércoles por la tarde me quedo de compras por el centro. He quedado después para cenar con un amigo californiano en Castro, el alegre barrio gay de San Francisco. Salgo de allí con dos noticias: la mala es que sospecho que tengo un problema genético para hablar bien en inglés, la buena es que bebiendo se me pasa. La noche, o lo que de ella recuerdo, termina bien.
Cuando la resaca me lo permite camino hasta el Golden Gate. El puente es extraordinario, pero gozo aún más del paseo por la playa que me lleva a él. Pese al raro clima de San Francisco, hace calor. Hundo los pies descalzos en la arena, me acerco a la orilla para mojarlos y siento ganas de darme un baño, hasta tal punto que propongo cambiar los planes de la tarde para buscar otra playa a la que acudir con ropa más adecuada. Aunque cuando llegamos la temperatura ha bajado y las ganas de bañarme han desaparecido, desde Ocean Beach admiramos la última puesta de sol de agosto sobre el Pacífico. En España ya ha entrado en vigor la canción de Green Day.
A la mañana siguiente regreso a Castro. Encuentro una librería de temática LGBT, al estilo de la madrileña Berkana, donde adquiero alguna postal, imanes y pequeños cuadernos. Mucho menos de lo que me gustaría: en la maleta de cabina debe caber todo. Nos espera un vuelo de once horas de vuelta desde Oakland. Mi compañero de viaje está contento y yo no. He descubierto que volar ha dejado de entusiasmarme (y sí, alguna vez lo hizo), o al menos volar durante tantas horas. No es que me produzca miedo, sino que lo concibo como el fastidioso precio a pagar por descubrir mundo.
Aterrizamos en Barcelona, donde me despido de Juanmi y recupero el portátil que me está guardando un amigo. El jet lag es peor que a la ida. Ceno en casa de otro amigo al que tenía inmensas ganas de saludar, agradezco la tranquilidad de nuestro plan y nos metemos pronto en la cama. El excelente gusto musical de mi anfitrión tiene sonando viejas canciones de El Canto del Loco, Piratas y Amaral (”Días de verano”), y otras más nuevas de Miss Caffeina y La Habitación Roja de las que obligan a pensar fuerte en la vida. Tras programar varias alarmas para no perder el AVE desde Sants, me quedo plácidamente dormido.
Es domingo y en Atocha me esperan mis padres para comer. Ellos vuelven de sus vacaciones en Galicia, donde han hecho una ruta por los escenarios del último libro de Dolores Redondo (el verano pasado estuvieron en el Baztán), y tras la comida prosiguen su viaje hacia Granada. Como siempre, me alegra verles. Y llega el momento de la soledad. De abrir con dificultad una maleta a punto de explotar y de prepararme mentalmente para una semana de resolver asuntos pendientes. De poner orden e hilo conductor entre proyectos que acaban, proyectos que arrancan y proyectos que están por venir. ‘Wake me up when September ends’, cantan los californianos Green Day.
Entro en Twitter y compruebo que Javier Marías vuelve a ser trending topic. El número de septiembre de la revista Ñeñeñé ya debe haber salido a la venta.
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