#teoría del clinamen
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«Por ello es preciso que también en los átomos admitas lo mismo, que además de los choques y la gravedad hay otra causa para los movimientos, de donde proviene esta facultad nacida en nosotros, puesto que vemos que nada puede producirse de la nada. Pues la gravedad impide que todo se haga por medio se golpes como por una fuerza externa. Pero que la mente misma no tenga una necesidad interior en la realización de todas las cosas y que así como sometida sea forzada a sufrir y soportar, esto lo hace la exigua desviación de los elementos primeros en un punto no determinado del espacio y en un momento no determinado.»
Lucrecio: La naturaleza de las cosas, II, 284-293. Alianza Editorial, pág. 113. Madrid, 2003
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-Apuntes de económica poética-Rebuscando entre los textos de Toni Domènech que guardo en el ordenador, principalmente artículos rescatados por esta o aquella editorial y PDFs de SinPermiso especialmente lúcidos, he dado con la traducción que hizo de Un futuro para el socialismo, de John Roemer. Por cierto que, si alguien sabe si reeditarán El Eclipse de la Fraternidad, descatalogado, tenga el gesto de informarme; buena hora sería con eso de su defunción o con lo de que, como dijo Rendueles, probablemente sí sea el ensayo en lengua castellana más importante en lo que va de siglo. Volviendo a Roemer, pocos libros tan buenos se escriben ni mejores se leen. En él se hace meridianamente obvia la cuestión de que las tendencias monopolistas inherentes a un sistema de producción capitalista, de distribución por asociación directa y de consumo con precios cartelarios, en un estado de iteración del mercado siempre superior a cero (vid. capítulo XIV de El Capital, Tomo I), no son sólo derivas asintóticas e involuntarias de la realidad sino la pretensión declamada desde un primer momento por la intelectualidad neoliberal en la que se apoya; a este respecto, von Hayek y Schumpeter. Se muestra del mismo modo cómo esta derecha teórica se oponía de plano a las ideas de competencia perfecta y equilibrio general avanzadas por la economía neoclásica, acusando a sus autores de “socialistas” o, más concretamente, de “socialistas de mercado”. Esto demuestra no ya la grasienta y a menudo anacrónica estrechez analítica del capitalismo teórico que nos es de largo conocida, sino su pura y llana hipocresía perversa, por cuanto ambos eran sobradamente conscientes (ligados como estaban de forma directa e indirecta respectivamente a la Sociedad Mont Pelerin) de la incapacidad del libremercado para siquiera sobrevivir sin la función crucial de territorialización espacial, militar y jurídica con la que cuenta por parte de un Estado que, Segunda Guerra Mundial en adelante, torna en sintagma el sustantivo adjetivado de “Economía Política” y consuma así su indisociabilidad; algo que, por cierto, no puede resolverse con puntales minarquistas totalmente abstractos y, de nuevo, novecentistas en el mejor de sus casos. Testimonio prístino de por qué no, la reforma monetaria alemana de 1948 (paso del reichsmark al deutschmark) llevada a cabo por Ludwig Erhard bajo la rúbrica de una Economía Social de Mercado, nada menos. Ayuda también leer a Thorstein Veblen llegados a este punto, y en general siempre que se quiera contestar de forma competente a un marginalista. Quien formula tal y como la entendemos esta Teoría del Equilibrio General es León Walras, ese venerable matemático socialista francés (“Je ne suis pas un économiste; je suis un socialiste”) que tuvo la mala fortuna de verse sucedido en su cátedra de Lausana por el ideólogo liberal y –por ende– fascista Vilfredo Pareto, senador de Mussolini. El destino de su obra fue, por eso mismo, tan desastroso como el de las de Epicuro cuando mayor falta hizo. Walras reconocía desde la primera línea lo que hace tan poco vi a Juan Ramón Rallo reconocer endeblemente y a regañadientes, y sólo después de una pregunta explícita de Juan Carlos Monedero: que su teoría económica era normativa antes que positiva, y por tanto dependía del despliegue de ciertas medidas políticas (id est, gubernamentales) graves y concretas. En el caso walrasiano, la nacionalización de la tierra y la banca, además de una intervención estatal inmediata contra las economías de escala por mor de la libre competencia. Una réplica muy gráfica de la inteligentsia capitalista a esta propuesta se encuentra en el capítulo La Antorcha de Wyatt, de La Rebelión de Atlas de Ayn Rand, apologeta impar de la verticalización económica.Según Walras, el Estado prescindiría de gravar salarios y beneficios (salvo los incipientemente oligo-monopólicos), financiándose a través de las rentas sobre el territorio. La igualdad de escala competitiva y la justicia distributiva impartida asegurarían al trabajador la restitución del fruto de su trabajo y la oportunidad de producirlo. Lo cual viene a ser una prueba –deontológica, pues carece de modelo empírico– de que los socialistas inteligentes estuvieron mucho más preocupados por el saneamiento competitivo del mercado y la eliminación de los impuestos de lo que nunca lo estuvo coherentemente ningún neoliberal:«Lo que distingue (…) el socialismo del radicalismo es que el primero, reconociendo la injusticia social, pretende erradicarla para que impere la justicia, mientras que el segundo la deja subsistir, esforzándose en compensarla con una injusticia de signo contrario [la exacción fiscal sobre salarios y beneficios ganados en buena lid]».Lo que comienza a ser poéticamente interesante es cómo este tamiz teoremático diluye la covalencia entre la Teoría de la elección racional y el individualismo metodológico, que era el verdadero interés de Roemer en particular, de todo el marxismo analítico en general y de Jon Elster ahora que me doy cuenta. La conclusión es la misma a la que por otra parte llega Foucault: que la “intencionalidad” del sujeto, expresada a través de un consumo articulado en base a preferencias y de una capacidad proyectiva aparentemente voluntarista, no es sino el efecto de superficie del tamiz de determinaciones materiales del cual el individuo es objeto constituido y constitutivo, pero no sujeto constituyente. Lectura obligada contra el cognitivismo racionalista del Homo Oeconomicus que así se desmiente, por lo demás: el trabajo de Herbert SimonYo aquí estoy obviamente del lado del materialismo realista, con lo que sostiene Mario Bunge en su Filosofía para Médicos: «Contrariamente a lo que suponen los bayesianos (y los partidarios de las teorías de la elección racional), no es legítimo asignar una probabilidad a todo hecho. Solo los hechos al azar y los escogidos al azar tienen probabilidades». No cabe siquiera “hablar de probabilidades en medicina”, porque sólo podrían ser aplicadas en procesos intríınsecamente aleatorios, como el lanzamiento de un dado o el tratamiento de la meiosis que, según él mismo indica, es “el único proceso biótico auténticamente aleatorio”.Ese libro lo escribe Bunge contra la noción de probabilidad de Bayes, la cual se basa en la adscripción subjetiva y arbitraria (no objetiva y científica) de los valores probabilísticos y da la base perfecta para una legitimación post hoc de lo producido en el mercado, ratificado a través de un consumo entendido como condición a priori (en lugar de como resultado a posteriori) de ese mismo comercio. Que la demanda la crea la oferta y no al revés; lo que Henry Ford desveló divertido y descubrimos muy tarde.Por encima de ello, la racionalidad bayesiana se enfrenta de partida al problema de la información. La información es un bien muy especial, porque es el único al que no puede aplicársele un cálculo de costes/beneficios: no puedo saber de antemano el beneficio que me reportará la adquisición de la información X (pues carezco de ella) y, por tanto, no puedo carearla con los costes en los que habría de incurrir para conseguirla, ni juzgar si me compensa. La respuesta evidente parece ser la de conformarse con la información de que se dispone y dar por demasiado arriesgado lo demás. Dijéramoslo así: el territorio que habitamos se limita, respecto del mundo, a aquel del que tenemos conocimiento o noticia, y sólo cierto emperador borgesiano manejaría un mapa a escala 1:1. El nuestro se ajusta a lo que conocemos y a lo que sabemos sin aún conocer, y estarían de acuerdo Freud y un conductista en que también a aquello que conocemos sin saberlo. La alternativa verdaderamente interesante será la de aquello que ni conocemos ni sabemos que existe siquiera. El problema tal y cómo se presenta es el de dónde encontrar aquello que por definición eres incapaz de comenzar a buscar. Y como de ello no caben por supuesto certezas, como enseña Bunge, sí habrá de caber la posibilidad, patrimonio exclusivo del azar. Más nos valiera, pues, mantener una cierta conducta azarosa, sólo limitada por los evidentes riesgos que ello implica y, en su caso, su coste de oportunidad. En otras palabras: exactamente lo mismo que demuestra satisfactoriamente Darwin respecto del proceso de mutaciones iteradas que da lugar al proceso de la evolución.Una reformulación en estos términos del darwinismo económico implicaría abrir un departamento dadaísta aledaño al de I+D consistente en experimentos deliberadamente aleatorios e irracionales que, si acaso, asegurasen las condiciones de adaptabilidad mutativa de la empresa a un entorno siempre cambiante, y aquí caben cuantos lípidos startuperos/paulocoelhista/dragonboleros se deseen excretar.Por encima de eso cabe recordar que el caos gnoseológico nunca es tal, que sólo existe epistemológicamente, y que es la primera piedra de la historia de la ciencia comprometerse con que –diciéndolo con Descartes– cualquier fenómeno oscuro y confuso es susceptible de convertirse en claro y distinto si se sigue el método adecuado, i. e. el científico. Cualquier desorden no es más que un orden aún no comprendido. Por lo mismo, el azar es conductualmente imposible, salvo que se grabe en el dintel del antedicho departamento “No entre aquí quien no acepte la teoría del clinamen” y se ponga un busto de Schörindger junto a la ventana. Conste que yo estoy dispuesto.Por centrarnos y concluir, sin embargo, la solución alternativa que ofrece Walras es ontológica, brillante y eminentemente socialista. Aceptamos que el problema de la información había de ser conformista individualmente, pero bien podría imaginarse la opción de un agente omnisciente que conociese toda la información ulterior a coste cero. No es esto ninguna apelación teológica, sino la justificación de un mercado perfectamente competitivo y transparente, en el que toda la información que necesitan los agentes económicos para actuar maximizadoramente está contenida en los precios de equilibrio y es, por eso mismo, accesible a coste cero por todos los agentes económicos al mismo tiempo. Omnisciencia que no es ya el calificativo de un individuo sino la propiedad institucional y estructural de un sistema equilibrado de mercado en perfecta competencia. Esto es brutal. La realidad objetiva queda reducida al conjunto de creencias subjetivas que componen la suma social, falsando estratégicamente (y wittgenstenianamente) el problema de la adecuación entre “expectativa” y “resultado”. El mundo pasaría a ser el resultado de la suma de apreciaciones que de él se tienen, salvaguardando su objetividad en el hecho de que estas intencionalidades estarían siempre y en todo momento más determinadas que condicionadas por sus razones materiales de ser: económicas, políticas, culturales, físicas, psicológicas o sociales. Mundo no reductible desde luego al mercado, pues éste deja fuera una miríada de preferencias inexpresables a su través: puedo no ir a la ópera y sí desear que se financie, o no contar con el tiempo físico necesario, y la lógica de la caridad privada no resuelve esto. En definitiva, toda una inspiración si de lo que se trata es de replantear las categorías con las que pensamos al mundo, a nosotros mismos y a la relación entre ambas cosas, como cada vez que leo buenos textos de economía. Por supuesto que este texto excede los rigores formales de Mark Zuckerberg y de la madre que lo parió; si has llegado hasta aquí te digo lo que Enrique V: “De nuevo en la brecha, queridos amigos, de nuevo”.
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Clinamen: ejercicios de comunismo sonoro
Antes de la formación del mundo, infinidad de átomos caían en paralelo en el vacío. No paraban de caer. No había mundo pero, al mismo tiempo, existían ya todos los elementos que terminarían por formarlo. No existía ningún Sentido, ni Causa, ni Fin, ni Razón ni sinrazón, para que terminara por formarse; sobrevino tan sólo el clinamen […] una desviación infinitesimal, “lo más pequeña posible”, que tuvo lugar “no se sabe dónde ni cuándo ni cómo”, y que hizo que un átomo “se desviara” de su caída en picado en el vacío y, rompiendo el paralelismo en un punto, provocara un encuentro con el átomo próximo; de encuentro en encuentro se generó una carambola y el nacimiento de un mundo, es decir, un agregado de átomos provocado en cadena por esa primera desviación.
Así es, más o menos, la hipótesis de Epicuro que retoma, o con la que se encuentra, Louis Althusser 2300 años después de su enunciación: el filósofo francés la reformularía para desarrollar lo que terminaría llamando «materialismo aleatorio». Epicuro estrictamente nunca mencionó tal concepto, el clinamen, al menos no en lo que sobrevive de su obra (poco más de 100 páginas). Lo hizo Lucrecio, uno de sus lectores más avezados, unos 200 años después. Poco importan aquí esos detalles. A mí me gusta mucho la hipótesis porque, en retrospectiva, tiene una especie de triple carácter: una explicación científica, al menos para su época; que a la distancia parece mítica (si bien se trata de un mito, digamos, abierto o poroso); y que puede derivar en lecturas filosóficas, como la de Althusser, que con facilidad, además, pueden desdoblarse en lecturas políticas. Tiene, en suma, la amplitud de las imágenes fértiles.
A pesar de las previsiones de Agustín de Hipona, padre de la Iglesia Católica, quien decía de Epicuro: “sus cenizas son tan frías que de ellas no se puede encender ni una sola chispa”, los ecos del filósofo griego perviven entre nosotros hasta la fecha: son una especie de rumores breves pero potentes, con una especial resonancia en nuestro entorno de signos fragmentados y desarticulados. Sus páginas sueltas resisten contra la dogmática de la propia Iglesia Católica, para quien Epicuro fue siempre el máximo enemigo ideológico, al menos hasta la llegada de otro pensador amigo, de nombre Baruch Spinoza (al grado de que en el siglo XVII era común la acusación de epicúreo-spinozista, para denunciar un ateísmo construido desde el placer y la alegría).
Llueve. Que este texto sea pues, para empezar, un texto sobre la simple lluvia. Así comienza Althusser su elogio de Epicuro. El azar quiere que mientras escribo esto comience a llover en la Ciudad de México, al tiempo que estamos todos encerrados y aislados en cuarentena. Ni siquiera puedo ver a Nadia, porque su padre está en el hospital, delicado de salud, y queremos extremar precauciones. La totalidad de la lluvia exterior –una lluvia que a diferencia de la mítica de Epicuro está llena de inclinaciones y encuentros, una lluvia real– es completamente paralela a nosotros: sin posibilidad de salir libremente a su encuentro, no podemos tampoco atravesarla para encontrarnos con los nuestros. La cuarentena implica suspender la posibilidad de la creación de un mundo; por eso resulta tan radical.
Epicuro, decíamos, tiene especial resonancia en nuestro siglo porque su visión del origen (un origen siempre en formación, siempre en actualización, nunca definitivo) implica una inestabilidad radical. Todo encuentro es provisional, incluso si dura, por lo que los contratos sociales reposan sobre un abismo, como elegantemente resume Althusser (lector también de Rousseau). “En otros términos, nada puede jamás garantizar que la realidad del hecho consumado sea la garantía de su eternidad”. Nuevamente: ni Sentido, ni Causa, ni Fin, ni Razón ni sinrazón. Se entiende por qué el clinamen de Epicuro es una figurita decididamente anti-religiosa: apunta contra lo teológico y contra lo teleológico. Contra lo que cierra las lecturas en un código que se pretende inmutable y contra su sentido unívoco. Contra toda esta inmovilidad.
El carácter triple del que hablábamos: científico, mítico y filosófico-político, puede seguir desdoblándose hasta alcanzar su momento estético. Yo quisiera proponer aquí que existe también un modo musical de entender el clinamen. Que la música incluso es un medio material privilegiado para entender la profundidad de sus devenires. O que lo filosófico, lo político o lo científico, o cualquier otra estancia de la realidad, cuando devienen musicales alcanzan inclinaciones imposibles de otra forma. Todo porque el germen de este mismo ensayo fue un pequeño átomo sonoro llamado “Ensi” de Pan Sonic. El tema de dúo finlandés, con el que comienza su álbum Aaltopiri, del año 2000, dura apenas 35 segundos pero es, para mí, altamente significativo.
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Mika Vainio, la mitad de Pan Sonic, falleció en 2017 después de caer seis metros desde un acantilado hacia el mar, en la localidad de Trouville-sur-Mer, en el norte de Francia. Se desconocen las circunstancias exactas del accidente, pero aprovecho su breve presencia en forma de ruido sintetizado para recordar una muerte que pasó casi desapercibida aun en los contextos del arte sonoro. “Ensi”, incluso con su frialdad técnico-sintética, tan característica de la música europea del cambio de siglo, siempre ha evocado para mí una especie de apertura, una sensibilidad extraña que, en el momento en que uno comienza a prestarle atención, se ha desvanecido ya en la noche de lo sonoro. En lo personal, además, es altamente significativa porque me encontré con ella cuando era un adolescente, por lo que la habré escuchado, literalmente, miles de veces: me gusta la idea de que todas esas veces, acumuladas, apenas suman unas pocas horas. “Ensi” es un átomo que guarda una gran cantidad de energía.
Una posible traducción de Trouville-sur-Mer es “encontrado en el mar”. Tiene una población de menos de 5 mil habitantes y no tiene mayor gracia o historia pero ahora mismo es significativa, aunque sea por unos instantes, para nosotros. Cuando Mika Vainio dio un concierto por primera y única vez en México, en 2013, como parte del Festival Aural, el volumen y la intensidad de la música fueron tan altos que resultaron, para mí, paradójicamente inaudibles y en última instancia insoportables. Es uno de los pocos conciertos que he abandonado. Todo encuentro es provisional, incluso si dura, nada puede jamás garantizar que la realidad del hecho consumado sea la garantía de su eternidad. Sea ese hecho consumado el amor por una música o la duración de una vida. ¿Qué implica, a fin de cuentas, encontrar algo en el mar sino un hecho azaroso, un accidente? ¿Un hilo del azar que puede o no devenir un cuerpo significativo, es decir, musical?
Después de “Ensi” me he dedicado, como un obseso, a recopilar músicas breves. La regla, para que puedan ser consideradas parte de nuestra lluvia de átomos, es que no pasen de los dos minutos, que sean así de pequeñas. He juntado cientos de temas en este juego que reposa, como cualquier juego, sobre un abismo: que se inventa su propia estructura para ser. Como una música. Otro tema que me sugirió que había ideas sonoras latentes en el clinamen fue “Tudo Tudo Tudo”, de Caetano Veloso, una de mis favoritas del brasileño. Hay un primer entrecruce, entonces, entre Mika y Caetano encontrándose a su vez con el entrecruce de Epicuro y Althusser y generando este pequeño mundo en forma de texto. Pero, antes, hay una breve inclinación interna en “Tudo Tudo Tudo”, canción de dos minutos exactos. De ritmo regular marcado por las palmas, en los últimos segundos la regularidad del tema se rompe y traza una pequeña síncopa.
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Esa acentuación en un tiempo irregular funciona como una especie de nudo de una duración rítmica potencialmente infinita. Cierra el tema pero crea, al mismo tiempo, un espacio emotivo dentro de la canción. O uno que a mí, en el encuentro del sonido y mi cuerpo, me emociona mucho. Disfruto mucho también que la canción navegue entre la palabra con significado y lo meramente sonoro: cuando parece que Caetano se limitará a tararear una melodía bella, cierra el tema con la frase “Tudo no fundo do mar”, todo en el fondo del mar. Nudo significativo pero apertura a las imágenes. Malebranche, recuerda el propio Althusser, se preguntaba por qué llueve sobre el mar, ya que esta agua del cielo que en otros sitios riega cultivos, es decir, es funcional, no añade nada al agua oceánica. Por qué algo se perdería irremediablemente en su fondo –como una tristeza, de la que sólo tendríamos una impotente contemplación estética. (Ésta es, evidentemente, una pregunta poética más que meteorológica).
Pedro Fernández Liria cree que Althusser encuentra la teoría atomista tan atractiva porque nos previene contra la tentación de pensar la estructura (o la unidad) precediendo a sus elementos. El atomismo, dice Liria, enseña que no hay estructura sin encuentro. Que los elementos preexistentes la generan. Que la estructura no es una especie de esencia que ordena, cada vez, los elementos a su alrededor, sino el resultado de una contingencia, del encuentro azaroso de una serie de eventos formando una coyuntura. (Es importante hacer notar aquí que, a pesar de cierta connotación reciente que entiende la coyuntura como lo actual, o incluso lo noticioso, ésta se refiere más bien a lo que está articulado en una situación dada: el vínculo, siempre temporal, de una serie de elementos. Por ello, cuando en la lluvia de átomos uno de ellos se inclina y se encuentra con otros genera una coyuntura).
¿No es la música una estructura que surge de una coyuntura que surge, a su vez, del encuentro azaroso de los elementos? ¿No es así, al menos, la música más interesante? ¿Y no es la música menos interesante la que entiende la estructura como una esencia que debe conservarse? Creo que la música, además, puede ejemplificar perfectamente cómo las estructuras sociales están asentadas en lo abismal. Este abismo, hay que puntualizar, no es ontológico: no es una nada de la que, tras un acontecimiento, surja todo…ya se intuye el aire teológico que esta idea trae consigo. Clinamen no es un lux fiat, un hágase la luz: no es un signo que, una vez enunciado, permita el surgimiento de las cosas. Por ello, la imagen de Epicuro puntualiza la existencia previa de todos los elementos que terminarán por formar tal o cual estructura: no es que de nada surja todo, sino que de todo surge un mundo.
Si una coyuntura genera una estructura, un mundo, al depender de las estructuras, también es coyuntural. Así como los elementos hacen cuerpo y en el proceso generan una forma, los elementos pueden dispersarse y la estructura desaparecer. Toda forma, complementa Vittorio Morfino en su lectura de Althusser, es el resultado de un triple abismo: el abismo de poder no haber sido, el abismo de poder ser breve, y el abismo de poder no ser más. La música muestra esta triple condición con claridad: cuántas piezas sonoras pudieron no haber sido, cuántas pueden ser breves, cuántas pueden dejar de escucharse, o interrumpirse abruptamente, y no ser más. Si lo pensamos, la música es una entidad frágil, por más que los circuitos y los archivos que la sostienen aparenten solidez. El caso es que las instituciones políticas y ecónomicas de la actualidad, y de cualquier época, son como la música. Podrían no haber sido, pueden ser breves, podrían no ser más.
Sé que estamos con la mente fundida por el coronavirus, pero resulta que su clinamen es ejemplar: bastó la mínima de las inclinaciones –de un entorno ciertamente dispuesto con todos los elementos para que sucediera– para crear coyuntura, una estructura, una estructura de estructuras y muchos mundos. Se dispersó un mundo, el que podríamos llamar humano-presencial, para abrir paso a tantos otros: el propio mundo humano a distancia, pero también el animal, el vegetal, el atmosférico y, claro, el del RNA vírico haciendo coyuntura con los cuerpos de las personas. Imágenes tan manidas en estos días, como las del efecto mariposa, sólo nos servirán a condición del tipo de politización que el clinamen puede proveernos.
¿No está el canto de Meredith Monk en “Early Morning Melody” como flotando sobre un abismo? Despojada de cualquier instrumentación y ornato, ¿no parece sostener por sí sola una existencia material llena de evocaciones e imágenes? El tema de Monk, en todo caso, debe servirnos para reforzar la idea de que esta generación atómica de mundos no implica una nada previa: si bien la estadounidense da la impresión de cantar sobre un vacío, ese vacío es sólo aparente. Tras su canto se encuentran tradiciones musicales de siglos, innumerables vanguardias artísticas, la propia experiencia de vida de la cantante, etc. Una lluvia atómica esperando el momento de su contacto: un contacto sintetizado en una voz.
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Las teorías políticas de izquierda de la segunda mitad del siglo XX, desarrolladas a la sombra de lo que alguna vez se denominó socialismo realmente existente –¡qué nombre!; con la presencia incómoda e ineludible del estalinismo– requería urgentemente la creación de ideas que escaparan de la forma Estado, de la forma Partido, de la forma Dirigente, precisamente porque estas formas presuponían Sentido, Causa, Fin, Razón. Y, finalmente, cerrazón de las lecturas. A Althusser podríamos sumar las teorías de un montón de filósofos franceses de los que no repetiré sus apellidos (ya los sabemos), pero creo que el ejemplo epicúreo debe inspirarnos a buscar nuestros átomos en lugares insospechados. Quisiera, entonces, traer a escena a Marco Valerio Marcial, poeta latino nacido 40 años después de Cristo.
“Este despedazado leño que por vil e inservible tienes”, dice en uno de sus célebres Epigramas, “fue la primera quilla que hendió un mar desconocido / Entonces ni las funestas cianeas quebrarla / osaron ni la implacable ira del escítico ponto / Los siglos la vencieron: pero, aun rendida por los años / más venerable es la breve tablilla que la nave toda”. Marcial apunta contra la forma magna de la literatura de su época: el poema épico, para reivindicar un pensamiento epigramático. Nuevas resonancias con nuestra época carente de grandes relatos, ya se sabe. En el fondo, y para seguir con nuestra ruta temática, creo que cualquier canción es un leño despedazado, aunque tenga aparejadas todas las capas de carga simbólica que se quieran. Es un formatito tan pequeño que en realidad lo sorprendente es que pueda soportar toda esa carga simbólica. Aunque creo que la respuesta es precisamente esa: por ser tan materialmente breve puede habérselas con conformaciones simbólicas que la sobrepasan en todas sus dimensiones.
Aquí queda por trazar toda una geometría del poder, que se sugiere en el materialismo aleatorio de Althusser y en la deriva musical del atomismo que proponemos. Esto no es una reivindicación ni una romantización de lo pequeño o de lo frágil, ni siquiera de lo breve per sé. Nos interesan todas estas instancias por la potencia estratégica que contienen: las canciones, las canciones de las cosas simples (como diría Tejada Gómez), muestran que a través de ciertas dimensiones pueden filtrarse mayores cantidades de energía, precisamente porque no deben acopiarlas para usar su potencia, al contrario: en la medida en que esas energías se encuentren con formas plásticas, y en la medida que esa plasticidad es más factible en entidades pequeñas, la coyuntura y, por tanto, la estructura del mundo dependerá de individuaciones dinámicas que pueden agregarse y disgregarse estratégicamente. Este es el comunismo que nos interesa: un comunismo atómico, efectivo en la medida no sólo en que disperse el poder entre sus partes, sino en la medida que se construya, contingente y dinámicamente, mediante ellas.
Parece que aquí nos alejamos de la tradición marxista, a la que solemos asociar con su deriva partidista-burocrática del socialismo realmente existente, pero ¿no es el concepto de general intellect de Marx una forma de comunismo atómico? ¿No es la reivindicación de Gramsci de todas y cada una de las personas como filósofos y artistas un germen de comunismo atómico? Lo que aquí me interesa, en todo caso, es explorar una posibilidad previa: la del comunismo sonoro. Previa por contar con una connotación poco o nada cargada por los derroteros de la historia: es como si los sonidos estuvieran lloviendo en paralelo a la espera de que, sin saber dónde, ni cuándo ni cómo, ocurra la desviación infinitesimal que permita nuevos imaginarios políticos. Nuevas coyunturas sonoro-matéricas. Un comunismo sonoro, por ejemplo, disuelve con mayor facilidad los límites tácitos de las construcciones de la realidad: se filtra por sus paredes, se entremezcla con facilidad, opera a múltiples dimensiones, adopta imaginarios, los transforma, incluye entre sus propiedades a sus antónimos (el silencio, el ruido), juega con ellos: es lúdico, no es tan serio, se dispersa, se calla.
Uso aquí, con toda intención, el término antónimo y no antítesis. Primero para despojarnos del tufillo hegeliano, ya demasiado rancio, del concepto. Y, segundo, porque enunciar un antónimo jamás implicaría establecer una síntesis lingüística posterior con su opuesto. Sería absurdo. En la arena del lenguaje no hay equivalencias ni opuestos exactos, muchos menos en la arena de los sonidos, mucho más ambigua y dúctil. Los antónimos del sonido, o como queramos llamarlos, son integrados en la concepción misma del sonido al punto de que son necesarios para su propia existencia. En qué medida y de qué forma se integran depende tan sólo del equilibrio interno, musical, de la composición en turno. Como ese equilibrio no es uno ni es para siempre, sino, precisamente, contingente, está mutando todo el tiempo en la medida en que mutan los elementos que incorpora. Para un comunismo sonoro, no hay síntesis posible, no como la entiende el método dialéctico.
La insurgencia tiene extraños desencadenantes. En Moscú, en octubre de 1905, una cuestión tipográfica desencadena el estallido final de un año revolucionario. Resulta que los impresores de Moscú son remunerados por letra. Ahora, en la editorial Sytin, exigen que se les pague también por la puntuación. Una rebelión ortográfica que provoca una ola de huelgas solidarias. Se unen panaderos y trabajadores ferroviarios; también algunos trabajadores de la banca. Los integrantes del Ballet Imperial se niegan a actuar. Se cierran fábricas y tiendas, los tranvías quedan inmóviles; los abogados se niegan a presentar casos, los jurados se niegan a escucharlos. Las catenarias dormitan en las estaciones: los ferrocarriles del país, su sistema nervioso de acero, están congelados. Un millón de soldados quedan aislados. Bello clinamen contado por China Miéville en Octubre, su peculiar revisión de la revolución soviética. Lo encontré por casualidad en mis recuerdos de Facebook.
La conversación sobre un tipo de vinculación asentada en lo aleatorio sale a la superficie casi por inercia por nuestra nueva realidad filtrada por el COVID-19. Más que nunca parecemos átomos en paralelo, pero más que nunca nuestras desviaciones infinitesimales están cargadas de significados incluso, ¿o principalmente?, negativos; pensamos constantemente: ¿qué tipo de coyuntura crearía, bajo estas condiciones, el vínculo con tal o cual persona?, como si cualquier vínculo no pudiera, en cualquier circunstancia, cambiar nuestras vidas. Lo que me parece más importante remarcar aquí, en todo caso, es que esa sensación de paralelismo radical no descansa sobre un abismo: está mediada en cada espacio por el espectro estatal, como ya se ha repetido. Por supuesto, nos cuesta montones imaginar cómo enfrentaríamos una situación pandémica sin los recursos puestos a trabajar por la comunidad estatal internacional, pero ese es precisamente el punto: el abismo que se descubre. Me hace pensar en lo injusto del célebre reclamo de que no somos capaces de imaginar el fin del capitalismo y, por lo tanto, de imaginar el modelo que lo sustituye –como si fuéramos utopistas del siglo XVI, los cuales estaban motivados, en muchos casos, ¡por pensamientos y fines religiosos!–, cuando esto no es un tema de imaginación. O cuando, mejor dicho, ese modelo se imagina a medida que se construye, y cuando precisamente esa construcción se realiza sin grandes referentes previos.
En nuestra recolección obsesa de pedacería musical nos topamos con toda una serie de entidades sonoras normalmente descartadas. Leños despedazados. Cuando uno se da a la tarea de reunir músicas breves se encuentra todo el tiempo con intros, outros, pasos en falso de ensayos, puentes hacia otros temas, piezas de soundtracks pensadas originalmente como apenas acentos de escenas, bosquejos. Por supuesto, el camino también está lleno de obras en toda regla, pero pululan las piezas anecdóticas o directamente experimentales, rarezas. Hay dos que me gustan en particular o que, mejor dicho, me hacen pensar en la singularidad de su existencia y en cómo podrían desdoblarse para filtrar otros estratos de la realidad. En la primera escuchamos al pianista Andrew Hill, muerto en 2007, hablando del reto que representa mantenerse como un autor contemporáneo (o coyuntural, es decir, del reto de que sus obras, tras décadas de carrera, engarcen con el presente). Lo que más me gusta es que este mero material de archivo nos descubre la tartamudez de Hill, su síncopa interna, podríamos decir, su clinamen interior.
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Ese tartamudeo, por alguna razón, me resulta emotivo. Daniel Berman, el productor de este álbum póstumo, grabado originalmente para un programa de televisión, lo entremezcla con otros breves fragmentos de piano, y esa mixtura funciona para mí como una especie de presencia fantasmal, muy tenue, ya en proceso de desaparición, de un compositor que supo ser furiosamente vanguardista en otras etapas de su carrera. Creo que ahí hay una lección política en gestación, pero no sé cuál es. El segundo ejemplo pertenece a Stefano Scodanibbio, músico extraordinario. Scodanibbio, como Charles Mingus, murió en Cuernavaca; aquejado por una esclerosis lateral amiotrófica, como Mingus; que a la postre le impediría tocar su instrumento, el contrabajo, en sus últimos años de vida, igual que a Mingus. Esto es sólo es una coincidencia: Mingus, desesperado, pasaría sus últimas semanas de vida, en 1979, bajo el tratamiento de una curandera local; Scodanibbio, en cambio, hizo vida en México por muchos años y murió en 2012. La pieza del italiano a continuación, de 31 segundos, se llama “Pianissimi Silenzi…”
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Un silencio muy silencioso. Así podría traducirse el título. Esta bagatela sonora cierra su álbum titulado Incontri & Reuniones, complejísimo caleidoscopio musical de más de una hora de duración. Broma dentro de una broma, escuchamos a Scodanibbio reírse mientras conversa con el chelista Rohan de Saram y, por supuesto, tras nuestro recorrido conceptual, nos percatamos de que no hay risa sin síncopa. O que una risa no sincopada equivaldría a una risa mecánica y que no nos fiaríamos de alguien que riera así. La miniatura de Scodanibbio es más ausencia que presencia pero, enmarcada, en el desarrollo musical previo también representa un cauce significativo, aunque, al igual que en Hill, o precisamente por ello, parezca desvanecerse casi al tiempo que se enuncia. Otra lección política que no sabría o no querría o no valdría la pena especificar. Lo que me interesa remarcar(me), en este recorrido tan serio, es que reír es una excelente idea. Y otra forma ejemplar de clinamen.
Pero la muerte también es una excelente idea. En verdad. Estructuralmente hablando, nada mejor para la dispersión de las formas excesivamente solidificadas que paralizan los mundos. Pero no nos confundamos, no defendemos aquí una especie de necrocomunismo cínico sino, nuevamente, un modelo de comunismo sonoro: como la música, que incluye sus antónimos en pos de dinamizar su existencia, el comunismo atómico deberá incluir la muerte en pos de perseverar en su ser. Será así más amplio, más ágil, más emotivo, más fértil, más poroso, incluso más bello. Podrá modular sus estridencias e incorporar, para oírse, sus silencios más silenciosos. Sólo en esos espacios abiertos por la muerte los encuentros podrán ocurrir. Y podrán no ser: alegría del azar; y podrán ser breves: alegría del encuentro; y podrán no ser más: alegría de la dispersión. Llueve. Que este texto sea pues un texto sobre la simple lluvia. Pero hay que recordar, siempre, que todo tratado sobre la lluvia es un tratado sobre la música. Y que toda risa es una síncopa y viceversa.
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-Apuntes de economía poética-
Rebuscando entre los textos de Toni Domènech que guardo en el ordenador, principalmente artículos rescatados por esta o aquella editorial y PDFs de SinPermiso especialmente lúcidos, he dado con la traducción que hizo de Un futuro para el socialismo, de John Roemer. Por cierto que, si alguien sabe si reeditarán El Eclipse de la Fraternidad, descatalogado, tenga el gesto de informarme; buena hora sería con eso de su defunción o con lo de que, como dijo Rendueles, probablemente sí sea el ensayo en lengua castellana más importante en lo que va de siglo. Volviendo a Roemer, pocos libros tan buenos se escriben ni mejores se leen. En él se hace meridianamente obvia la cuestión de que las tendencias monopolistas inherentes a un sistema de producción capitalista, de distribución por asociación directa y de consumo con precios cartelarios, en un estado de iteración del mercado siempre superior a cero (vid. capítulo XIV de El Capital, Tomo I), no son sólo derivas asintóticas e involuntarias de la realidad sino la pretensión declamada desde un primer momento por la intelectualidad neoliberal en la que se apoya; a este respecto, von Hayek y Schumpeter. Se muestra del mismo modo cómo esta derecha teórica se oponía de plano a las ideas de competencia perfecta y equilibrio general avanzadas por la economía neoclásica, acusando a sus autores de “socialistas” o, más concretamente, de “socialistas de mercado”.
Esto demuestra no ya la grasienta y a menudo anacrónica estrechez analítica del capitalismo teórico que nos es de largo conocida, sino su pura y llana hipocresía perversa, por cuanto ambos eran sobradamente conscientes (ligados como estaban de forma directa e indirecta respectivamente a la Sociedad Mont Pelerin) de la incapacidad del libremercado para siquiera sobrevivir sin la función crucial de territorialización espacial, militar y jurídica con la que cuenta por parte de un Estado que, Segunda Guerra Mundial en adelante, torna en sintagma el sustantivo adjetivado de “Economía Política” y consuma así su indisociabilidad; algo que, por cierto, no puede resolverse con puntales minarquistas totalmente abstractos y, de nuevo, novecentistas en el mejor de sus casos. Testimonio prístino de por qué no, la reforma monetaria alemana de 1948 (paso del reichsmark al deutschmark) llevada a cabo por Ludwig Erhard bajo la rúbrica de una Economía Social de Mercado, nada menos. Ayuda también leer a Thorstein Veblen llegados a este punto, y en general siempre que se quiera contestar de forma competente a un marginalista.
Quien formula tal y como la entendemos esta Teoría del Equilibrio General es León Walras, ese venerable matemático socialista francés (“Je ne suis pas un économiste; je suis un socialiste”) que tuvo la mala fortuna de verse sucedido en su cátedra de Lausana por el ideólogo liberal y –por ende– fascista Vilfredo Pareto, senador de Mussolini. El destino de su obra fue, por eso mismo, tan desastroso como el de las de Epicuro cuando mayor falta hizo. Walras reconocía desde la primera línea lo que hace tan poco vi a Juan Ramón Rallo reconocer endeblemente y a regañadientes, y sólo después de una pregunta explícita de Juan Carlos Monedero: que su teoría económica era normativa antes que positiva, y por tanto dependía del despliegue de ciertas medidas políticas (id est, gubernamentales) graves y concretas. En el caso walrasiano, la nacionalización de la tierra y la banca, además de una intervención estatal inmediata contra las economías de escala por mor de la libre competencia. Una réplica muy gráfica de la inteligentsia capitalista a esta propuesta se encuentra en el capítulo La Antorcha de Wyatt, de La Rebelión de Atlas de Ayn Rand, apologeta impar de la verticalización económica.
Según Walras, el Estado prescindiría de gravar salarios y beneficios (salvo los incipientemente oligo-monopólicos), financiándose a través de las rentas sobre el territorio. La igualdad de escala competitiva y la justicia distributiva impartida asegurarían al trabajador la restitución del fruto de su trabajo y la oportunidad de producirlo. Lo cual viene a ser una prueba –deontológica, pues carece de modelo empírico– de que los socialistas inteligentes estuvieron mucho más preocupados por el saneamiento competitivo del mercado y la eliminación de los impuestos de lo que nunca lo estuvo coherentemente ningún neoliberal:
«Lo que distingue (…) el socialismo del radicalismo es que el primero, reconociendo la injusticia social, pretende erradicarla para que impere la justicia, mientras que el segundo la deja subsistir, esforzándose en compensarla con una injusticia de signo contrario [la exacción fiscal sobre salarios y beneficios ganados en buena lid]».
Lo que comienza a ser poéticamente interesante es cómo este tamiz teoremático diluye la covalencia entre la Teoría de la elección racional y el individualismo metodológico, que era el verdadero interés de Roemer en particular, de todo el marxismo analítico en general y de Jon Elster ahora que me doy cuenta. La conclusión es la misma a la que por otra parte llega Foucault: que la “intencionalidad” del sujeto, expresada a través de un consumo articulado en base a preferencias y de una capacidad proyectiva aparentemente voluntarista, no es sino el efecto de superficie del tamiz de determinaciones materiales del cual el individuo es objeto constituido y constitutivo, pero no sujeto constituyente. Lectura obligada contra el cognitivismo racionalista del Homo Oeconomicus que así se desmiente, por lo demás: el trabajo de Herbert Simon
Yo aquí estoy obviamente del lado del materialismo realista, con lo que sostiene Mario Bunge en su Filosofía para Médicos:
«Contrariamente a lo que suponen los bayesianos (y los partidarios de las teorías de la elección racional), no es legítimo asignar una probabilidad a todo hecho. Solo los hechos al azar y los escogidos al azar tienen probabilidades». No cabe siquiera “hablar de probabilidades en medicina”, porque sólo podrían ser aplicadas en procesos intríınsecamente aleatorios, como el lanzamiento de un dado o el tratamiento de la meiosis que, según él mismo indica, es “el único proceso biótico auténticamente aleatorio”.
Ese libro lo escribe Bunge contra la noción de probabilidad de Bayes, la cual se basa en la adscripción subjetiva y arbitraria (no objetiva y científica) de los valores probabilísticos y da la base perfecta para una legitimación post hoc de lo producido en el mercado, ratificado a través de un consumo entendido como condición a priori (en lugar de como resultado a posteriori) de ese mismo comercio. Que la demanda la crea la oferta y no al revés; lo que Henry Ford desveló divertido y descubrimos muy tarde.
Por encima de ello, la racionalidad bayesiana se enfrenta de partida al problema de la información. La información es un bien muy especial, porque es el único al que no puede aplicársele un cálculo de costes/beneficios: no puedo saber de antemano el beneficio que me reportará la adquisición de la información X (pues carezco de ella) y, por tanto, no puedo carearla con los costes en los que habría de incurrir para conseguirla, ni juzgar si me compensa. La respuesta evidente parece ser la de conformarse con la información de que se dispone y dar por demasiado arriesgado lo demás. Dijéramoslo así: el territorio que habitamos se limita, respecto del mundo, a aquel del que tenemos conocimiento o noticia, y sólo cierto emperador borgesiano manejaría un mapa a escala 1:1. El nuestro se ajusta a lo que conocemos y a lo que sabemos sin aún conocer, y estarían de acuerdo Freud y un conductista en que también a aquello que conocemos sin saberlo. La alternativa verdaderamente interesante será la de aquello que ni conocemos ni sabemos que existe siquiera. El problema tal y cómo se presenta es el de dónde encontrar aquello que por definición eres incapaz de comenzar a buscar. Y como de ello no caben por supuesto certezas, como enseña Bunge, sí habrá de caber la posibilidad, patrimonio exclusivo del azar. Más nos valiera, pues, mantener una cierta conducta azarosa, sólo limitada por los evidentes riesgos que ello implica y, en su caso, su coste de oportunidad. En otras palabras: exactamente lo mismo que demuestra satisfactoriamente Darwin respecto del proceso de mutaciones iteradas que da lugar al proceso de la evolución.
Una reformulación en estos términos del darwinismo económico implicaría abrir un departamento dadaísta aledaño al de I+D consistente en experimentos deliberadamente aleatorios e irracionales que, si acaso, asegurasen las condiciones de adaptabilidad mutativa de la empresa a un entorno siempre cambiante, y aquí caben cuantos lípidos startuperos/paulocoelhista/dragonboleros se deseen excretar. Por encima de eso cabe recordar que el caos gnoseológico nunca es tal, que sólo existe epistemológicamente, y que es la primera piedra de la historia de la ciencia comprometerse con que –diciéndolo con Descartes– cualquier fenómeno oscuro y confuso es susceptible de convertirse en claro y distinto si se sigue el método adecuado, i. e. el científico. Cualquier desorden no es más que un orden aún no comprendido. Por lo mismo, el azar es conductualmente imposible, salvo que se grabe en el dintel del antedicho departamento “No entre aquí quien no acepte la teoría del clinamen” y se ponga un busto de Schörindger junto a la ventana. Conste que yo estoy dispuesto.
Por centrarnos y concluir, sin embargo, la solución alternativa que ofrece Walras es ontológica, brillante y eminentemente socialista. Aceptamos que el problema de la información había de ser conformista individualmente, pero bien podría imaginarse la opción de un agente omnisciente que conociese toda la información ulterior a coste cero. No es esto ninguna apelación teológica, sino la justificación de un mercado perfectamente competitivo y transparente, en el que toda la información que necesitan los agentes económicos para actuar maximizadoramente está contenida en los precios de equilibrio y es, por eso mismo, accesible a coste cero por todos los agentes económicos al mismo tiempo. Omnisciencia que no es ya el calificativo de un individuo sino la propiedad institucional y estructural de un sistema equilibrado de mercado en perfecta competencia. Esto es brutal. La realidad objetiva queda reducida al conjunto de creencias subjetivas que componen la suma social, falsando estratégicamente (y wittgenstenianamente) el problema de la adecuación entre “expectativa” y “resultado”. El mundo pasaría a ser el resultado de la suma de apreciaciones que de él se tienen, salvaguardando su objetividad en el hecho de que estas intencionalidades estarían siempre y en todo momento más determinadas que condicionadas por sus razones materiales de ser: económicas, políticas, culturales, físicas, psicológicas o sociales. Mundo no reductible desde luego al mercado, pues éste deja fuera una miríada de preferencias inexpresables a su través: puedo no ir a la ópera y sí desear que se financie, o no contar con el tiempo físico necesario, y la lógica de la caridad privada no resuelve esto.
En definitiva, toda una inspiración si de lo que se trata es de replantear las categorías con las que pensamos al mundo, a nosotros mismos y a la relación entre ambas cosas, como cada vez que leo buenos textos de economía. Por supuesto que este texto excede los rigores formales de Mark Zuckerberg y de la madre que lo parió; si has llegado hasta aquí te digo lo que Enrique V: “De nuevo en la brecha, queridos amigos, de nuevo”. -- Releerse es una condena. La conclusión de la imposibilidad operatoria de valorar la información que aún no se tiene no debería conducir a actuar azarosamente sino todo lo contrario: a fundar una universidad pública bajo los mayores rigores de investigación. El conocimiento buscado por sí mismo al margen de cualquier rédito instrumental o económico es exactamente la conclusión que ha de extraerse de aquella característica filosóficamente fundamental del mundo. La Teoría de la Relatividad no ha servido hasta casi un siglo después para absolutamente nada, y recuerdo leer que, según Einstein escribió en la pizarra "e=mc2", le preguntaron que para qué servía aquello, y él responder que no lo sabía, pero que era bello.
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... Cuando los átomos caen en línea recta a través del vacío en virtud de su propio peso, en un momento indeterminado y en indeterminado lugar se desvían un poco, lo suficiente para poder decir que su movimiento ha variado. Que si no declinaran los principios, caerían todos hacia abajo cual gotas de lluvia, por el abismo del vacío, y no se producirían entre ellos ni choques ni golpes; así la Naturaleza nunca hubiera creado nada.
Teoría del Clinamen
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