#relato sin fuste
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"Fuste morto"
“O pequecho conto sen Fuste” En un recuncho agochado dun parque tranquilo, había un gato chamado Fuste que gardaba un segredo extraordinario. Fuste non era un gato común e corrente; tiña as habilidades únicas que poden posuír os heroes así coma nun tris era capaz de pasar a ser a sinxela plumaxe das flores dun dente de león e que voan nun pestanexar, con tan só desexalo. Fuste, que así se…
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"Juan Loyando un Húsar mexicano"
Desconozco si esta historia es verídica o no, quizá sea un relato del programa de radio mexicano del gobierno “La Hora Nacional” que se transmite en todas las estaciones cada domingo: Pero, camaradas, les contaré cómo estuvo la historia. Aún no rayaba el día y los clarines nos sobresaltaron con el alegre sonido de la Diana. Digo sobresaltaron porque muchos de nuestros hombres no habían siquiera dormido, ya fuera por la ansiedad que les causaba la seguridad del próximo combate o porque el hambre, sumado a la falta de rancho, no les había permitido caer en los brazos de Morfeo. Salí de mi tienda y aún medio dormido caminé entre el helado y frío clima de la madrugada del desierto que se abría entre San Luis Potosí y el Saltillo. Anduve durante algunos minutos hasta que me topé con la tienda de mi entrañable amigo, el Comandante de Escuadrón del Regimiento de Húsares de los Supremos Poderes, Juan Loyando, a quien encontré aún vistiéndose y el cual me saludó efusivamente, preguntándome qué tal había pasado la noche. Era él alto, ya que casi alcanzaba los seis pies ingleses, una estatura aproximadamente igual a la mía. A decir de los ayudantes, lo único que nos diferenciaba es que él tenía el pelo castaño y el mío era negro: de ahí en fuera, éramos casi idénticos, pues teníamos la piel de un tono moreno claro, aunque un poco tostado luego de las dos semanas de marchar por el desierto desde San Luis. Pero estos pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de dos Presídiales, con quienes nos tomamos unos tragos de aguardiente y enseguida nos dispusimos a trabajar. Nos alejamos entonces del Parque General y al voltear hacia las cumbres que frente a nuestro campamento se levantaban, pude divisar algunas luces de fogata, señal inequívoca de que los americanos se hallaban en alerta ante cualquier eventualidad de nuestra parte. Nos dirigimos hacia la tienda de mi General Santa Anna y éste nos recibió con alegría, recordándonos que aquél debía ser un gran día para la Patria. -“Yo le prometo, mi General Presidente, traerle una bandera americana para que la ponga en su colección en Palacio”- dijo Juan con orgullo y a lo que mi General contestó con su estentórea voz un -“Ya lo creo, ¿no Torres?”- dirigido hacia mí, que fue tomado a modo de despedida pues entró mi General Don Antonio Carona seguido por su Estado Mayor para discutir con el Presidente los lugares donde se emplazaría nuestra artillería en vista de la batalla. Después nos fuimos hacia donde se hallaban estacionadas nuestras tropas y tras llamar a filas y hacer los conteos, nos reportamos listos para el combate, al igual que el resto del ejército. En ese entonces yo tenía a mi mando uno de los dos escuadrones con que contaba el desaparecido Regimiento Auxiliar de las Villas del Norte y del que, a pesar de mi edad, era Coronel. Se nos formó en el ala izquierda de la línea de batalla del ejército mexicano que entró en acción aquél día 23 de febrero de 1847 en el Puerto de La Angostura, sobre el camino carretero al Saltillo. La batalla empezó poco después de las seis campanadas. La Brigada Ligera de mi General Pedro Ampudia comenzó a desalojar a los americanos que se hallaban al pie del cerro que habían ganado nuestros Cuerpos Ligeros el día anterior. Al mismo tiempo, en el centro, dos columnas formadas por dos divisiones se lanzaron sobre las posiciones más fuertes del centro de los norteamericanos. Por la izquierda, en el camino, avanzaba la columna de mi General Don Manuel María Lombardini, por la derecha la de mi General Don Ángel Guzmán y en el centro una columna de reserva de mi padrino, el General Don Anastasio Parrodi. Juan y yo no veíamos el momento en que se nos ordenara atacar a los yanquis, pues nuestros dragones y bridones veían la batalla en toda la línea y nos desesperábamos de estar inmóviles, perdiéndonos toda la diversión que seguramente estarían aprovechando nuestros infantes. Entonces llegó un ayudante de Santa Anna hasta donde estaba mi General Don Anastasio Torrejón, el mejor comandante de caballería de toda la República. La orden era rodear el cerro de nuestra izquierda y, en el momento que la infantería rompiera momentáneamente la línea invasora, meter una cuña de caballería, por donde se pudiera abrir camino hasta la Hacienda de Buena Vista, donde el enemigo tenía su Parque General. Así pues, nos lanzamos al trote con el nerviosismo de que los cañones enemigos nos destrozarían antes de poder siquiera completar la parte pasiva de nuestra misión. Pero llegamos sanos al punto donde se nos había ordenado esperar y nos mantuvimos inmóviles algunos minutos, hasta que vimos como dos pelotones del 3er. Ligero llegaban en medio de los tiros hasta los cañones enemigos y desalojaban a bayonetazos a los sirvientes de las piezas, llevándose dos de ellas a toda carrera hacia nuestro campo, donde fueron recibidas con entusiasmo. En ese momento toda la línea enemiga flaqueó un instante y mi General Torrejón, hábil como el viento, tomó en sus manos la bandera de la Caballería de Tamaulipas, y como un guión soberbio nos gritó, sable en mano: “¡¡Síganme!!”, y nos lanzamos a toda brida hacia las líneas enemigas, a las que llegamos lanza en ristre y desbaratamos a filo de sable, que enrojecimos de sangre enemiga hasta la empuñadura. Al mismo tiempo, el escuadrón de los Húsares de Juan cargó con tal brío que el Regimiento de Rifleros del Mississippi, que llegaba para rechazarnos, fue envuelto por los jinetes mexicanos y comenzó la masacre; reconocí a los americanos por sus largos rifles, sus galones y su bandera con su estrella alba en campo azul y su árbol sobre el fondo blanco, que ya había visto yo en Monterrey el año pasado. Enseguida me llamó la atención que Juan derribara de su caballo a un riflero, golpeándolo con el fuste de su lanza. El americano cayó entonces de rodillas, lloriqueando lastimeramente para que Loyando no lo atravesara de parte a parte. Juan debió reflejarse en aquél rostro, quizá el de un hombre católico con esposa e hijos, puesto que yo vi como el yanqui sacaba de entre sus ropas un rosario, y el Comandante cabalgó delante de él, tratando de alcanzar a su escuadrón, que se había adelantado en persecución de los otros dragones americanos. Sin embargo, una detonación me hizo volver el rostro hacia donde segundos antes estaban mi amigo y el americano. La escena me dejó en choque: el riflero había tirado el rosario y ahora empuñaba su arma, aún humeante; sin duda acababa de disparar. Delante de él, Juan cayó lentamente de su caballo, herido a traición, por la espalda, como el precio a pagar por respetar una vida enemiga. Entonces una rabia profunda se apoderó de mí. La furia y cólera más fuertes que el ser humano ha de sentir hicieron que, ciego de ira, picara espuelas hacia donde el yanqui se encontraba aún arrodillado. Al sentirme cerca, volteó por donde yo me acercaba e intentó levantarse para recibirme con la bayoneta. Pero fui más rápido y lo atravesé sin piedad con mi lanza, rompiéndola de la fuerza con que la llevaba sujeta a mi coraza, teniendo entonces que tirar de la espada para acuchillar a los demás americanos que se amontonaron a mi alrededor, tratando de vengar a su traidor compinche. Llegó entonces un piquete del Fijo de México, bajo las órdenes de mi difunto compadre Don Vicente Oroños, el cual desalojó a los americanos de mis cercanías. Cuando se tranquilizó la situación y entre la lluvia de balas de la batalla me acerqué, con lágrimas en los ojos, al cuerpo inerte de mi espigado compañero. Al desmontar, me di cuenta de porqué le había disparado el yanqui: Juan llevaba entre sus manos la bandera del Regimiento de Rifleros, la que había levantado del campo como trofeo. Posiblemente estaría pensando cómo presentarse frente a mi General Santa Ana cuando regresáramos a nuestro campamento y le entregara la bandera capturada, momento que el americano aprovechó para tomar su rifle y dispararle como un cobarde, por la espalda. Subí, con ayuda de dos infantes, el cuerpo de Juan a mi caballo y tomé luego su lanza y la bandera americana, y tras enviar un mensaje al Mayor Joaquín Gamboa de que se hiciera cargo de mi escuadrón, volví espuelas y regresé a toda brida a campo amigo. Al llegar, Santa Ana miró un tiempo, con ojos tristes, el cuerpo de Juan, sin preguntar de quién se trataba, pues ambos sabíamos que era el Comandante Loyando. Sin embargo, quedó pasmado cuando dejé caer ante él la bandera capturada de los Rifleros del Mississippi redondeándole, antes de regresar a la batalla, una frase que jamás en mi vida olvidaré…. -“Mi General Presidente, Juan prometió traerle una bandera americana. Señor, aquí la tiene usted….”
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