#que te acaban de hacer polvo en un rol
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Yo de comida familiar dominguera:
@laultimahijadelcaos dándole una paliza a Dario en vivo señalando que las cosas que le asquean o le asustan de sí mismo no están ahí porque sí, y que son marcas causadas por vivir en el mundo en el que vive:
Chhaya diciendo clarito, los recuerdos de lo que me ha pasado en la vida me pesan, pero también me inspiran a ayudar a quien está sufriendo:
¿QUÉ ES ESTO Y POR QUÉ DUELE TANTO?
¿Suficiente? ¿Suficiente? ¿SUFICIENTE?
*Yo corriendo a buscar LA CANCIÓN*
Suficiente.
youtube
#kkoth#oc: chhaya tuinstra#oc: dario arthaban#rol#tocado y hundido#chhaya reventándo la linea de flotación de dario#chhaya dándole la vuelta a la cabeza de dario#chhaya botando la cabeza de dario contra el suelo antes de encestarla por una ventana abierta de su casa#y a todo esto yo ahora teniendo que sentarme a una mesa llena de gente que no sabe qué es el rol a comer y poner cara de persona#conceal don't feel#don't let them knooooooow#que te acaban de hacer polvo en un rol#pero al menos es bonito#soy confeti#Youtube
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Hasta qué punto es sano que te afecte el rol, Cubo? Alguien a quien consideraba una amiga modificó el curso de nuestra trama (una muy importante para nuestros PJs y que inició con ella búscandome con todo el hype y no al revés. Así nos conocimos) sin avisarme, y eso, lejos de cabrearme, me ha dejado hecha polvo. Intento ser resiliente, de verdad que sí, pero me cuesta porque duele. Yo le escribía mis posts con todo mi amor. Siento que me ha desechado y que mis sentimientos no le importan...
Todo cuanto expones no es por culpa del rol, es justamente por una interacción entre personas. Evidentemente que a veces, como todo en la vida, podemos exagerar lo que sentimos y dejarnos llevar por el pesimismo, la frustración, el odio... No necesitas ser resiliente, ni mucho menos. Sencillamente, como acabas de hacer aquí, hay que aprender a decir las cosas como las sentimos en el momento exacto y a la persona que le afecta. Doy por hecho que esto mismo ya se lo has dicho a tu amiga, o al menos deberías hacerlo.
El rol, de nuevo, aquí es la parte menos importante. Lo que te ha fastidiado ha sido una actitud hacia ti, no algo que haya pasado entre tus personajes. Y, aunque así hubiera sido, también es legítimo sentirte mal si es algo que te gusta y, por lo tanto, te afecta.
Lo que realmente marca es tu actitud ante la situación. Igual que los foros abren y cierran, las relaciones con las personas que rolean empiezan y acaban. Sin más, es un ciclo. Los amigos o compañeros de rol no tienen porque ser para siempre, y del mismo modo, tampoco hay que hacer un drama, sencillamente, hay que saber quedarse con lo bueno y no manchar los buenos recuerdos. Así que, mucho ánimo y a enfrentarse a tu nueva aventura. Además, aunque con el rol siempre hay que evitar proyectarse sobre el propio personaje, es inevitable hacerlo en cierto grado, y mientras no se te vaya de las manos es normal que las cosas te afecten. A todo el mundo le afectan los pormenores en sus aficiones, y si un ciclista se pone triste cuando tiene un roce con alguien de su grupo, o alguien se cabrea porque su pareja de paddel le ha dejado tirado para la pachanga del sábado, es normal que un roler se enfade/ponga triste/alegre con las cosas que ocurren en su propio hobby.
La clave es el cuánto, y el cómo se gestiona, como con cualquier otra actividad y situación.
¡Un abrazo rolero! =)
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El viejo del videoclub
En mi adolescencia vivía en un barrio tranquilo, habitado, principalmente, por familias de ancianos. Las fiestas con música y cerveza eran poco comunes y, cuando había alguna, yo no iba; no sé si por mi falta de personalidad o porque no tenía amigos que me invitaran. En una plaza, a pocas cuadras de mi casa, había un videoclub, de esos que ya no existen. Era un negocio familiar, construido en el patio de la casa con una gran vitrina de vidrio, desde la cual, se podía ver una serie de películas, una al lado de otra, ordenadas mediante algún criterio indescifrable para mí. En la parte de abajo de la vitrina, casi en el suelo, estaban los cartuchos de juegos, ordenados por dos criterios al mismo tiempo: primero por desarrollador, alfabéticamente, y luego por título, también alfabéticamente. Al enfocar los ojos, ignorando las películas y los juegos, dos metros más adentro, se podía ver a Leo, el dueño del local, que era un viejo de mediana edad, vestido todos los días con el mismo chaleco color verde oscuro. Al fondo del local, había una cortina que conectaba con la casa. Todos los días, a las 13:30, a través de esa cortina, aparecía una señora, un poco menos vieja que él, sosteniendo un plato de comida, para desaparecer diez segundos después, a través de la misma cortina. Muy rara vez se veía a la señora en otro horario, quizás porque no le gustaban las películas. Leo apoyaba los codos sobre el mesón y comía animosamente. Luego, al terminar de comer, bajaba la cortina del local hasta la mitad y, veinte segundos después, volvía a subirla. Como acto de magia, el plato había desaparecido.
Un día, Leo me miró a través de la vitrina, dio la vuelta al mesón y comenzó a caminar hacia mí. Probablemente me llamaría la atención de algún modo por mi insistencia en ir a pararme ahí a mirar durante horas sin nunca, jamás, arrendar nada.
–Hola, ¿cómo te llamas?– me dijo, con voz cálida y sin rasgos de animadversión.
–Pepe– le dije asombrado.
–¿Te gustan las películas?– me dijo, esbozando una leve sonrisa querendona.
–A veces– le dije, con un poco de nerviosismo. –Algunas– corregí.
–¿y los juegos, te gustan?– me dijo, como sabiendo lo que yo iba a contestar.
–Sí, casi todos– dije con emoción y agregué. –Hay dos que están mal ubicados, según los criterios que usted utiliza para ordenarlos–.
–¿Cuáles?– dijo, sonriendo y apuntando a través de la vitrina.
Con total seguridad le indique los juegos y, además, le sugerí un nuevo orden para atraer más arrendatarios potenciales. –Si los ordenara por género, para mí sería más fácil encontrar algo nuevo que jugar–.
–interesante, pero tú nunca arriendas– agregó a mi observación, sonriendo otra vez.
–Arrendaré cuando tenga un trabajo– dije con un poco de vergüenza.
–Ya veo– me dijo, y agregó. –¿Te gustaría trabajar en el videoclub?.
Un repentino impulso, casi irresistible, creció en mi pecho y me vi obligado a responder.
–¿Cuánto paga?–
–Dinero no tengo– dijo, levantando los hombros, pero siguió con una oferta que no podría rechazar. –Aunque puedo pagarte con arriendo gratis de juegos, uno a la semana– sentenció.
–¡Acepto!– dije. Después de todo, terminar un juego relativamente largo me tomaba entre seis y ocho días. Ya me las arreglaría con ese día faltante.
–Ven mañana a las 11am y te explico cómo funciona todo– dijo mi nuevo jefe.
Al día siguiente, a las 10:48am me encontraba sentado en una banca de la plaza, frente al videoclub, pensando en el juego que escogería para la segunda semana, porque el de la primera semana ya lo tenía escogido hace días y era una decisión indiscutible. Más aún, tenía otras dudas que resolver; el primer juego de pago sería ¿hoy o en una semana más?. No podría esperar una semana después de todas las ilusiones que me había hecho. A las 10:52am otra pregunta hace aparición aumentando la presión; si don Leo decide pagarme hoy, sería un pago por adelantado, pero ¿y si mañana me enfermo?. Mi joven mente no era capaz de entender todo el enredo de posibilidades de un pago informal como el que había aceptado. 11:00am y al fin suena algo de movimiento detrás de la cortina metálica que cierra el videoclub. 53 segundos más tarde, se eleva la cortina y, desde abajo, se levanta, cual gata mecánica, el chaleco verde oscuro.
–Hola, llegaste temprano– dijo don Leo, casi sorprendido.
–Sí, llegué hace doce minutos– dije, con voz de empleado del mes.
–Pasa, cuidado con la cortina– me dijo, mientras me agachaba la cabeza con la mano.
Empecé a mirar los cientos de VHS de todos los colores y con imágenes de todo tipo, ordenados en largos estantes hechizos de madera, ambos pegados a las paredes. A la izquierda estaban las películas de acción y romance y, en la pared de la derecha, estaban las películas de terror y documentales. Nada más, esas eran todas las clasificaciones que se podían leer en un papel escrito a mano que estaba pegado arriba de cada estante. En el mesón que, al mismo tiempo, era una vitrina de vidrio, estaban los cartuchos de los juegos más cotizados, por mí al menos. En ese momento, quise preguntar detalles de nuestro improvisado trato, pero don Leo se adelantó en hablar.
–Quiero que ordenes las películas de acción– dijo, y, de inmediato, agregó. –detrás de esa cortina hay unas películas que acaban de llegar. Trae las de acción y las agregas a la estantería. Cuando ya no tengas espacio en el estante, comienza a sacar las más viejas y las llevas de vuelta atrás de la cortina– fueron sus clarísimas instrucciones.
Con diligencia fui al fondo del local, abrí la cortina y encontré cientos de películas apiladas, algunas cajas de cartón de diferentes tamaños y un estante, igual a los de afuera, con un papel pegado en la parte superior que decía “mayores”. Las carátulas de esas películas llamaron mi atención por la cantidad de piel exhibida. En ese momento me pareció que eran películas pornográficas, pero ahora diría que eran solo eróticas. No sabía bien por dónde empezar, eran muchas películas y no había clasificación que las distinguiera. Comencé a abrir las cajas y solo me encontré con más películas viejas, hasta que di con una que contenía en su interior solo películas selladas con plástico como de carne al vacío. Hice mi apuesta y me las llevé. Se las mostré a don Leo y me guiñó el ojo, como dando su aprobación. Estuve durante toda la mañana clasificando películas que jamás había visto y, para mi suerte, no entró nadie al local.
A las 13:29, como de costumbre, apareció la señora con un plato de comida. Eran tallarines con salsa de tomates y un vaso de jugo que yo nunca había notado que le trajera antes. La señora me saludó con un seco hola y se fue, como siempre. No sabía si nuestro contrato de trabajo incluía el almuerzo, pero, para mí, el juego lo pagaba todo. Mientras don Leo almorzaba, yo seguí clasificando películas de acción de alguna forma que no sabría explicar y, cuando terminó la mitad de su plato, don Leo se detuvo.
–Pepe, ven– dijo don Leo, mientras, con la manga de su chaleco verde oscuro, se limpiaba la salsa que había alrededor de su boca.
–dígame– dije, esperando que no me pidiera ordenar las películas de terror, porque de esas sí que no había visto ninguna.
–come, están ricos– dijo, apuntando al medio plato de tallarines restante.
Sin hacer preguntas, accedí. Los tallarines estaban sabrosos, aunque yo le habría puesto un poco más de sal. La mitad del vaso de jugo en polvo, que don Leo también había dejado para mí, estaba desabrido, pero para un trabajador esforzado, todo es bienvenido.
Durante la tarde, estuve ordenando los juegos, mi parte preferida. Podría haberlos ordenado por desarrollador, por género, alfabéticamente, por año de publicación o por nombre del personaje principal, pero don Leo me pidió que los ordenara por cantidad de arriendos, es decir, por popularidad en el videoclub. Para ello, me pasó un cuaderno donde anotaba minuciosamente los arriendos, tanto de películas como de juegos. Uno a uno los fui ordenando y, debido a que ese trabajo me tomaría tiempo, me animé a iniciar alguna conversación con mi nuevo jefe, para entrar en confianza.
–Dígame, don Leo. ¿Hace tiempo que tiene este videoclub?– comencé.
–Más o menos– respondió, mientras agitaba el paño sucio que usaba para quitar el polvo de las carátulas.
–¿Usted vive acá mismo, en la casa de atrás?– intenté avanzar en la conversación.
–Así es, Pepe. Trabajo y duermo acá mismo– aseguró, mientras limpiaba con ánimo una de las películas con mayor tasa de arriendo, según el cuaderno de estadísticas.
–¿Y usted tiene hijos?– quise averiguar.
–Tenía uno, como de tu edad– respondió, sin mirarme. Luego se quedó quieto y continuó hablando. –Pero ya no está– dijo, con la mirada fija en la vitrina que da a la plaza de afuera. Luego, siguió limpiando una película de dibujos animados.
–¿Se fue? – pregunté, inocentemente.
–no está– respondió, con voz paciente, mientras se detenía a mirar fijamente la carátula de la película de dibujos animados.
–Ah– dije, sin intenciones de seguir hablando.
–Y tu ¿tienes papá?– dijo, nuevamente sin mirarme.
Vaya pregunta rara, me dije a mi mismo, y respondí –Sí, claro que tengo uno–
–¿Cómo es tu relación con él?– dijo, girando su cabeza hacia donde yo estaba.
–Buena, supongo. Como la de todos los papás con sus hijos– respondí, livianamente.
–Qué bueno– dijo, volviendo a mirar su película de dibujos animados y continuó. –¿Ya pensaste en el juego que te vas a llevar hoy?.
–Lo tengo decidido hace días– dije, con voz segura mientras intentaba disimular mi sorpresa ante la revelación de la nueva cláusula de nuestro contrato de trabajo.
Don Leo sonrió, dejó la película de dibujos animados, caminó hacia el mesón, se agachó, abrió la puerta de vidrio, metió la mano y, con su dedo índice, apuntó un juego. –¿Es este?– dijo, con voz alta. Siempre me han gustado los juegos de rol, de los antiguos, con mucho texto, muy largos de terminar, de esos que ya nadie juega, así que era muy poco probable que don Leo le acertara a mi juego, además, la vitrina no tenía muchos y la mayoría de ellos eran antiguos o piratas, pero, sin embargo, acertó correctamente.
–¡Sí, ese es!– respondí, con sorpresa evidente en mi voz, y continué. –¿Cómo lo supo?–.
–Tómalo ahora. Hay un niño que viene cada 3 días a arrendarlo y hoy vendrá– dijo, con voz reconfortante y con una sonrisa traviesa.
Detuve mi trabajo, me acerqué a la vitrina y me agaché junto al viejo. Lentamente alargó el brazo hacia el juego, lo tomó y lo sacó. Yo puse mis dos manos para recibirlo y, sin pararse, depositó suavemente el juego. Luego, apretando sus dos manos contra las mías, me miró fijamente. –Tómate el día libre– dijo, con una expresión de tranquilidad en la cara.
Sorprendido, me fui caminando a la casa admirando el juego, mientras pensaba que nunca había tenido un jefe tan permisivo en mi vida. Había sido un buen primer día de trabajo y, como si fuera poco, todavía faltaba lo mejor.
Pablo Aravena L.
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Me hubiera gustado parecerme más a lo que mi familia quería que fuera; pero inevitablemente elegí el camino más difícil: ser esto que soy. Eligiendo riesgos aunque todo me ande en contra. si me dicen ve a la izquierda, juro que feliz voy a la derecha. No hay peor terquedad. Me gusta el cine, whisky, el café y caminar con los audífonos. Le proclamo mi amor a los chilcanos y al Tondero que sirven en Chili's. Prefiero las cosas simples, como que te quedes, fumar y hablar hasta que nos calle el frío. Abrazar viendo una película, Viajar, acampar, fotografiar, Me gusta encontrar gente que es sincera hasta el final. Me duele ver ancianos mendigar en la calle, o si escucho de pronto una armónica, me duele ver a niños sin sus padres, por la obvia razón de que me faltó uno, ahora me duelen también los recuerdos de un amigo que hoy no está. Me gustaría verlo una vez más para corroborar que está feliz, en algún cielo. Mis amigos te pueden asegurar que conmigo siempre vas a reír, que nunca te faltará una buena conversación. Tengo la fortuna de que esos mismos amigos los cuento con una mano, y que jamás hacen el rol de Kleenex pero me sacuden el polvo de mis caídas para poder continuar. Odio el vino, vodka, las parodias y la mala ortografía. Ahora odio también las despedidas. Puedo vivir con poco, pero que no me falte una cerveza, buena compañía y alguien que me cuente de sus sueños. Suelo perderme para encontrarme, y una vez que me encuentro me vuelvo a perder. Tengo la genial y jodida idea de hacer, decir y expresar siempre lo que siento, aunque al final termine todo mal y me reclame por no pensar. Pero, nadie me quita lo expresado. No esperes que te llame mi vida, cielo, cosita y demás. No llenaré tu facebook de comentarios dulces. No tengo la habilidad de gilear. La vida no puede ser perfecta. Creo que la vida no es más que una aventura. Creo que todos debemos ser unos terroristas, terroristas de la felicidad. No pienso en la jubilación, en el auto, la casa de playa, en el último movil que acaban de lanzar, y en pertenecer al club de moda, no quiero lujos, no quiero las cosas que cuando muera no me voy a llevar. Pienso que la vida es muy corta para ser infelices siendo lo que no somos, para estar en un trabajo que odias, y soportar cada día a los mismos idiotas. Escribo esto para entenderme, porque no conozco otra forma de aligerar cargas. Por una frase que ahora persigo, "Escribo sobre mí porque muy dentro de mí, estamos todos." Stefany Reyes
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