#paredón significado
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Bloqueo en Tonalá es por herencia maldita
Desde hace casi 30 años no termina de operar la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales que fue iniciada en el sexenio de Zedillo, la Bahía de Paredón sigue recibiendo aguas negras; ex presidente municipal acusa falta de mantenimiento.
Desde hace casi 30 años no termina de operar la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales que fue iniciada en el sexenio de Zedillo, la Bahía de Paredón sigue recibiendo aguas negras; ex presidente municipal acusa falta de mantenimiento. Desde hace casi 30 años no termina de operar la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales del municipio de Tonalá, Chiapas, que fue iniciada en el sexenio del…
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Bobadas de la iconoclastia (Por Héctor Abad Faciolince)
Los iconoclastas, aquellos que abogan por la destrucción de todas las imágenes sagradas (y a veces incluso de las no sagradas)
Los seres humanos somos muy susceptibles a las imágenes, es decir, a la representación visual de la realidad. Somos capaces de reírnos de la “estupidez” de un pájaro que se enfrenta a sí mismo y picotea su imagen en el cristal de una ventana. Sin embargo, no nos parece estúpido que alguien llore al ver la fotografía de un ser querido, que una beata bese el pie de un santo, o que un joven se dedique al onanismo estimulado por la imagen de una mujer desnuda (o por la pintura de dos que copulan).
Rarezas humanas como esta (que una imagen nos entristezca, nos excite, nos invite a la devoción) indican cuán vulnerables somos todos ante las imágenes esculpidas, talladas, pintadas o fotografiadas. Algunos tienen en su cuarto fotos de los nietos, afiches de Fidel Castro, imágenes de la Virgen María o de San José, un Corazón de Jesús, un Buda sentado, un galán de cine, un crucifijo sin crucificado, un equipo de fútbol, un retrato de Darwin o de Virginia Woolf. Las religiones iconoclastas (el islam, el judaísmo, algunas ramas del protestantismo) condenan toda representación de lo sagrado y a veces, incluso, de lo humano o del mundo natural.
Los iconoclastas, aquellos que abogan por la destrucción de todas las imágenes sagradas (y a veces incluso de las no sagradas), en su acto de destrucción reconocen el significado y el sentimiento de admiración (y hasta de adoración) que esos íconos pueden despertar en otros. Venerar una imagen, dicen (basados en textos sagrados), es una forma de idolatría. Para ellos “todas las imágenes religiosas que no son de nuestra fe son ídolos; y todas las imágenes de nuestra fe son íconos que hay que venerar”. Si yo destruyo con un cincel un trozo de caligrafía o de decoración en la cornisa de una mezquita, estoy cometiendo un tipo de iconoclastia y además un sacrilegio.
Después del incendio de parte de la basílica de Notre Dame, fuera de un sentimiento mayoritario de pesadumbre y desolación, aparecieron también aquí los iconoclastas. Al lamentar por Twitter esta calamidad, muchos tuiteros de esos que viven furiosos por todo me contestaron que a ellos les importaba un chorizo que se derrumbaran unas sucias piedras. Columnistas menos anónimos también se regodearon en su gusto pequeñoburgués de epatar y escribieron bobadas como que la basílica merecía arder por ser “una compilación perfecta de las infamias de la Iglesia católica”. Los talibanes de la pluma creen todavía que poner la palabra “hijueputa” en un título, tirar por la ventana una estatua de la virgen, o quemar un retrato del papa son actos muy escandalosos que los exponen a arder en el patíbulo de los herejes, cuando lo único que en realidad consiguen, y en el fondo quieren, es echarle un tronquito de leña más a la hoguera de su vanidad.
Es iconoclastia quitar una estatua de Cristóbal Colón en una plaza de California o eliminar de México todos los retratos de Hernán Cortés salvo alguno grotesco de los grandes muralistas. Sería iconoclasta blanquear el Che Guevara del paredón del auditorio de la Universidad Nacional. Fue iconoclasta defenestrar a Stalin y a Lenin de algunas partes de Europa Oriental. Es iconoclasta odiar siempre y en todo lugar las expresiones visuales de los grafiteros. Muchos, según el personaje y su ideología o religión, gozan con algunas defenestraciones y se ofenden con otras. En toda esta manía iconoclasta, no falta quien celebre que dinamiten budas milenarios o que se queme una de las basílicas góticas más sublimes de la cristiandad.
La discordia, decía Voltaire, es la gran peste del ser humano. Es imposible ponernos de acuerdo. Lo que unos quieren quemar o romper, otros lo quieren adorar. La única solución, decía Voltaire, es la tolerancia. Está bien que algunos erijan templos o imágenes a lo que quieran; y bien que otros adoren lo abstracto y sin imágenes. A los que creemos que hay espacio para todos, nos tildan de tibios. Quizá porque no idolatramos ni tampoco defenestramos.
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El Viejo de la Ford 100
Hacía más de doce años que no escuchaba esa voz metálica y monótona, con una pizca de angustia y aburrimiento que salía del megáfono diciendo: “Compro mesa, silla, heladera, compro vajilla, compro nuevos, usados, compro madera, chapa...”. Tenía olvidada la existencia de esa voz, de ese canto triste que me generaba un poco de espanto en las tardes de calor a la hora de la siesta, sin embargo tenía presente que había otras voces que sonaban en el barrio cuando yo era pequeña, el que vendía helados y pasaba con una campanilla diciendo “Lloren chicos lloren”; el sodero, que alargaba la palabra para hacerse notar presente cuando llegaba al hall de mi casa; el afilador, con un silbido que rompía los tímpanos; la avioneta que pasaba promocionando “Las Heras 788, Fábrica de calzado para damas, abierto todo el día” sumado al sonido que hacia el cacharro volador. Pero ninguno me generaba lo que la voz que salía por el megáfono, que hoy vuelvo a escuchar y me trae escalofrío. El espanto respecto de la voz de la camioneta Ford 100, a la que se le descascaraba la pintura y sonaba a batería de ollas viejas, tenía razones sucedidas en mi infancia. Alguna vez mi madre nos había dicho a mi hermano y a mi, “O se portan bien o paro al viejo barbudo de la camioneta y le digo que se los lleve gratis”. Si, gratis encima. Nos hacia creer que no le importaba ni que le diesen plata. Mi hermano con tres años y medio no entendía nada, pero yo con seis, tenía miedo, y a su vez me sentía responsable por él. El barbudo de la camioneta vieja era el chofer, un tipo que según decía Elsa, la tía gorda y canosa, por unas monedas se llevaba de tu casa todo aquello que ya no querías seguir acumulando, y lo subía a su chatarra de cuatro ruedas. Sólo una vez habíamos visto la cara del chofer. Jugábamos con mis primas y mi hermano en la vereda de la casa de la abuela Antonia, que vivía a la vuelta de nuestra casa. Jugábamos a la mancha, corríamos y gritábamos, para que mi hermano no nos tocara con las manos sucias de barro, los vestidos impecables que nos ponían, con volados en las mangas y moños en la espalda encima del culo (Como si el culo fuese el regalo). Diana, Malena, Paula, yo, y Miguelito que nos perseguía. Diana y Malena eran hermanas, rubias de ojos claros, Diana tenía rulos y Malena pelo lacio, se llevaban un año de diferencia, Diana era como yo, y Malena un año más chica. Ellas eran las hijas de tía Elsa. Tía Elsa era gorda, pero las chicas eran dos palos de escoba como su padre Carlitos, que sufría de todos los males del mundo, diabetes, colesterol, presión alta, no le faltaba nada, o eso decía la tía y entonces lo tenía siempre a dieta. No lo dejaba comer nada, y se comía todo ella. Carlitos era el hermano de mi mamá. Paula, la otra prima, era hija única de mi tía Gloria, también hermana de mi mamá. Mi tía Gloria era profesora de inglés, había quedado viuda muy joven de un viejo que tenía mucha plata. Se creía muy refinada, siempre mezclaba palabras en inglés en medio de las frases, y nadie la entendía. Ella se hacia la que le había salido sin querer, y aclaraba el significado de lo que había querido decir. Paula, era callada, introvertida, la teníamos que obligar a jugar, porque la tía no la dejaba para que no se manchara las prendas que la había comprado en Miami, en alguno de los dos viajes que hacia al año. Cuando pasaban un par de horas Paula se desinhibía, pero todas las semanas costaba lo mismo. Miguelito mi hermano, era el más pequeño de todos, en esta época que cuento lo de la mancha, él tendría cuatro años y era un terremoto. Tenía el pelo lleno de rulos dorados y los dientes le habían salido todos torcidos, pero mi mamá decía que en cualquier momento se le iban a caer así que no había que hacerse problema. Él estaba siempre feliz, contando algún chiste de jaimito que le contaba el abuelo Pepe, o levantando las polleras de las primas y riéndose de la picardía. Mientras íbamos de aquí para allá en la vereda, chillando como locos, escuchamos venir esa voz metálica, en conjunto con el sonar de la camioneta toda enclenque que en el medio de la hora de la siesta, salvo por nuestras vocecitas agudas ese ruido parecía el de una nave espacial aterrizando en tierra. Miguelito me agarró la mano, las chicas se abrazaron y Paula se tapó los oídos con los dedos porque le molestaba el ruido en los dientes. A mi orden de “A la guarida” nos escondimos en el jardín delantero de la casa de la abuela, entre unos arbustos donde teníamos armada una especie de rancho. Desde la trinchera espiamos como a una velocidad mínima y a ritmo pesado, como si una rueda le pidiese permiso a otra rueda, pasaba la Ford 100, y el barbudo que tenía una barba larga y un tanto canosa, una gorra roja desteñida y percudida, fruncía la frente como forzando la vista. Le hablaba con su boca bien cerca a un control por el que después llegaría su voz al megáfono que estaba sobre el techo de la cabina de la camioneta. Tenía puesta una musculosa blanca de morley, y se notaba que estaba sufriendo calor porque su piel se veía brillar de sudor. Esa noche cuando me fui a dormir, después de rezar un padre nuestro, y dos Ave María, mi madre estaba por apagar la luz del velador giratorio con dibujos de animales que yacía en mi mesa de luz. Ese velador hacia las formas de los animales proyectadas en la pared, y a mi me encantaba mirarlos antes de dormir e imaginarme que estaba en la selva. Esa noche le pedí a mi mamá que no apagara la luz, que quería dormir con el velador encendido. Mi madre que notó algo raro en mi conducta me preguntó cuál era la razón y le dije que habíamos visto al viejo de la ford. Cometí un grave error, porque eso ayudó a confirmar su teoría de que el viejo podría llevarnos, y durante años fue la amenaza fija de nuestra madre. Fue pasando el tiempo, y entre que nos volvimos más grandes y el barrio se fue poniendo cada vez más peligroso, fuimos dejando de jugar en la calle. Mi prima Paula se fue a hacer el secundario en Estados Unidos, y Diana y Malena entraron pupilas en un colegio de monjas de la Capital. Miguelito era el único que seguía andando más en la calle porque era varón. Andaba en bici con un grupo de chicos del colegio. Mi mamá no me dejaba andar mucho sola por la calle, porque yo ya había desarrollado, y tenía tetas y culo. Ella decía que tenía el cuerpo de una mujer pero no podía pensar como tal todavía. Una tarde que me quedé en casa de mi abuela Antonia y estaba muy aburrida, en plena edad del pavo, no sabía que hacer. Todos los juegos me parecían aburridos, y la abuela para que no la molestara más haciendo preguntas del estilo cómo había sido su primer beso y si se había casado virgen, me dio dinero y me mandó al kiosco de revista a comprar alguna de chimentos. Era un día de semana de otoño. En la manzana frente a la casa de la abuela había una escuela y se escuchaban los ruidos de los chicos del turno tarde corriendo en el recreo. Yo crucé la calle y fui caminando junto al paredón de la escuela. No había nadie porque era la hora de la siesta. Sólo se escuchaban los chicos hasta que sonó el timbre del fin de recreo y todo quedó en silencio de nuevo. Venía caminando distraída contando las baldosas. De pronto me chistan desde una camioneta Ford 100 que estaba estacionada. Era el viejo barbudo. El mismo viejo, sólo que ahora estaba pelado, la barba la tenía más larga y completamente blanca. No llevaba gorra roja, pero si la camiseta de morley. Me chistó con el vidrio bajo, y de pronto abrió la puerta. Me dijo: -Nena, ¿no querés ver como me hago la paja? ¡Mira que lindo!.- El tipo tenía el pantalón de jean celeste clarito bajo, a la altura de las rodilla, un calzón blanco, y en su mano derecha manipulaba su miembro peludo y parado. Lo recuerdo como una salchicha con arrugas. No me asusté ni hice ningún tipo de alarma. Me había detenido en la vereda casi contra la pared cuando me había chistado. Debe haber pasado todo en menos de un minuto y lo recuerdo como un momento eterno, detenido en el tiempo de mi vida. Lo mire con un poco de pena, que mientras pasaban los segundos se convirtieron en asco. En mi mano tenía enrollado el billete de cinco pesos verde que me había dado la abuela Antonia. De pronto sentí que mi mano estaba sudando y el billete se retorcía humedecido. El viento se agitó, y las hojas que estaban secas y caídas sobre la vereda hicieron un remolino a mi alrededor. ¿Qué era hacerse la paja? ¿Porqué este viejo barbudo estaba en su camioneta ofreciéndome mirarlo? No tenía certezas sobre la propuesta, nunca había escuchado esa expresión, pero si sentía que no debía ser nada correcto. El perro del vecino de enfrente empezó a ladrarme desde la terraza. El viejo sacudía su salchicha como estirándola y notaba que se pasaba la lengua por las labios, en un movimiento rarísimo como de lamerse comida que le había quedado. Tenía colgada una cinta roja en el espejo retrovisor, y una estampita de San Cayetano. Pensé que Antonia se iba a preocupar si seguía demorándome, y también que si alguien me veía ahí parada me retarían. Muy amablemente como una señorita de mi casa le dije: No, gracias, tengo cosas mejores que hacer”, y seguí caminando, ahora a un ritmo más veloz. Llegué al kiosco de diario un poco agitada, aunque me concentré enseguida en mi tarea. Observé las opciones de tapas de revista que había. Susana Gimenez declarando “Humberto me quiso agredir, y yo me defendí”, en otra Thalia con la espalda descubierta: “No me gusta que me comparen con Natalia Oreiro”. Después estaban las de política el clan Macri y decía algo de “la familia”. Terminé comprando una revista gente que tenia a Julio Iglesias bautizando a su hijo en la tapa junto a su mujer. Antonia era fan de él, creía que iba a ponerse contenta. Volví a casa de la abuela, dando la vuelta por la otra manzana para no volver a cruzarme con la ford 100. No me crucé a nadie en el camino. Conté quinientos setenta y ocho pasos hasta el zaguán de la casa. Al llegar me senté junto a la abuela en la silla hamaca con revista en mano y sin decir nada pasé la tarde intentando leer, pero de rato en rato se me venía la imagen del viejo barbudo manoseándose. No se lo conté a nadie hasta que mi primer novio de los catorce años me explico lo que significaba hacerse la paja y me pidió que se la haga. Sigo viviendo en la misma ciudad que cada vez me da menos ganas de caminar y me hace sentir que vivo encerrada en el dos ambientes que comparto con mi actual novio, donde me siento enjaulada. Estoy sentada en mi balcón leyendo la revista Rolling Stones, escucho la voz del camioncito pasar “Compro mesa, silla, heladera, compro vajilla, compro nuevos, usados...”. Sé que no es la misma Ford 100, pero todas suenan igual por el filtro del megáfono, me da piel de gallina y se me acelera el corazón como de espanto.
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Uno de lengua es uno campechano por Luis Barrera
La sensación de escuchar a Novalis en su lengua natal propició en mí pensar que aquello que llegaba a mis orejas era una suerte de secreto con frases y sonoridades específicas que entendía entrecortadamente y de súbito pero que no estaba capacitado para asimilar. Como una de esas veces en las que uno mira el noticiero con la personita en la esquina inferior de la televisión traduciendo todo lo enunciado a lenguaje de señas. Si se aguzan bien los sentidos, no es descabellado distinguir que hay gestos de la personita que se corresponden con palabras de los reporteros. Y vienen entonces estos espasmos, pequeños momentos en los que nuestro cerebro unifica la información ancestral inscrita en todas las lenguas y en todos los códigos humanos que han existido. El agitar de un dedo en el mundo de los sordomudos y el arrastre de los labios de una forma específica en el mundo alemán evocan en nosotros significados impregnados de cierta claridad. Pequeña. Muy pequeñita y revitalizante que se esfuma en cuanto aparece pero que obedece a que finalmente, las palabras son meras carcazas que definen a la cosa. Propiciar el experimento de escuchar a qué suena la palabra que define al amor en cada lengua nos hará pensar en un rasgo primitivo del amor mismo, ancianísimo. Un significado que casi pareciera emanar de la tierra y que, por eso mismo, por su origen ridículamente céntrico, nos habla a todos. Escuchar los Himnos a la noche en alemán no tuvo que ver tanto con intentar entender todo lo que hace algunos meses conocimos por primera vez al conocer el poema como sí tuvo que ver con visualizar imágenes y sensaciones, que indudablemente se parecían a las que generó el español en su momento. Fue dejarnos permear por una versión distinta del mismo Novalis. Escuchar las palabras como sonaron en la cabeza del poeta antes de escribirlas. Con las cadencias y los acentos más cercanos a la autenticidad. Adicional a todas estas impresiones un tanto abstractas sumo la familiaridad que el estereotipo del idioma alemán me provocó. De esa insuperable noción de los gritos y la saliva escupida emanó un trasfondo más profundo que no esperaba dilucidar. Que más bien estaba sostenido por el carácter de oculto e inconsciente. Escuchando los himnos a la noche, pensé en todo el alemán que he escuchado en mi vida y las conexiones se fundaron en su mayoría en referencias a la Segunda Guerra Mundial. Sangre. Tanques verdes. Uniformes grises. Alambrados de púas. Papas. Todas ellas perspectivas mediatizadas, empapadas de cinematografía y televisión. Y que sin embargo, no podían ser más ciertas ni más naturales. La construcción lógica del alemán en el inconsciente colectivo, después de la segunda mitad del siglo pasado, inevitablemente tiene que ser así: un nazi gritón frente al paredón de fusilamiento. No quedó ni siquiera en nosotros la suavidad sonora de algún judío de ninguna de todas esas películas. Nuestro oído encontró más cobijo en la violencia. ¿Quién dijo que el alemán era esa lengua golpeada y sanguinaria? Yo respondería, la historia y la cultura de los últimos 70 años. Ningún cliché, ningún lugar común, brota del suelo sin ninguna causa tan fuerte como las que el curso de la humanidad bien conoce. Escuchar la suavidad de un poema de suyo suave en Alemán me hizo preguntarme ¿Esto que estoy escuchando está hablando de campos de concentración? ¿De muerte? Yo sabía que no. Pero la siguiente pregunta, me dio más susto ¿Por qué pareciera que sí es así?
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