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aschenblumen · 21 days ago
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Ya se trate de gramática o de léxico, la palabra [mot] –pues la palabra será mi tema– no me interesa, creo poder decirlo, no la amo, esa es la palabra, más que en el cuerpo de su singularidad idiomática, es decir, ahí donde una pasión de la traducción viene a lamerla –tal como puede lamer una llama o una lengua amorosa aproximándose tanto cuanto sea posible para, en el último momento, renunciar a amenazar o a reducir, a consumir o a consumar, dejando al otro cuerpo intacto pero, sobre el borde mismo de este renunciamiento o de esta retirada [retrait], no sin haber hecho aparecer lo otro, no sin haber despertado o animado el deseo del idioma, del cuerpo original del otro, en la luz de la llama o según la caricia de una lengua. Yo no sabría cómo, en cuántas lenguas, ustedes traducirían esta palabra, lécher [lamer], cuando quiere decir que una lengua lame a otra como una llama o una caricia.
—Jacques Derrida, «¿Qué es una traducción "relevante"?», conferencia originalmente publicada en Quinzième Assises de la Traduction Littéraire. Traducción de Javier Pavez. Esta versión forma parte del no. 31 (2018) de Nombres. Revista de Filosofía, disponible acá.
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aschenblumen · 3 months ago
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El hambre, que música alguna puede aplacar, seculariza a toda esta eternidad romántica. Privación cuya agudeza consiste en la desesperación de esta misma privación, como dijimos: la desesperación no puede ser descrita como un estado. Es un recomienzo incesante del hambre que se debate contra la misma superficie pétrea, cabeza que se golpea contra la pared, pero así, como apelando a algún reverso de la Nada. Una llamada sin oración. Ni visión, ni siquiera objetivo, ni tematización, ni interpelación. Ciertamente. Pero como una versión preintencional, como una deportación fuera del cosmos; plegaria, petición o ruego anterior a la oración.
—Emmanuel Lévinas, «Secularización y hambre», originalmente publicado en Enrico Castelli (ed.), Herméneutique de la sécularisation, está disponible en en el sitio web de la revista Carcaj. Flechas de sentido. Traducción de Javier Pavez.
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aschenblumen · 19 days ago
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La primera impresión de tal extraordinario espectáculo es extrañamente sobrecogedora. Normalmente, mirar al cielo durante un tiempo prolongado es imposible. Los peatones se verían impedidos y desconcertados por quien observase al cielo con un carácter público. Los fragmentos que nos llegan, mutilados por chimeneas e iglesias, sirven de fondo para el hombre, significan tiempo húmedo o buen tiempo, ventanas de barro doradas y, rellenando las ramas, completan el patetismo de los desaliñados plátanos otoñales en las plazas de Londres. Ahora, convertidos en hojas o margaritas, tumbados, yacentes, mirando fijamente hacia arriba, descubrimos que el cielo es algo tan diferente de esto que realmente es un poco chocante. ¡Así pues, esto ha estado ocurriendo todo el tiempo a hurtadillas de nuestra conciencia! Este incesante crear formas y arrojarlas hacia abajo, esta turbulencia de las nubes y el arrastre de vastos trenes de barcos y de vagones de norte a sur, este incesante ascender y descender de cortinas de luz y sombra, este interminable experimento con rayos de oro y sombras azules, con velar y desvelar el sol, con construir murallas de piedra y alejarlas con el viento –esta actividad sin fin, con el derroche de quién sabe cuántos millones de caballos de fuerza, ha sido dejada a su suerte año tras año. El hecho parece requerir comentarios e incluso censura. Alguien debería escribir al The Times al respecto. Debería hacerse. No debería permitirse que este gigantesco cine funcione perpetuamente en una sala vacía. Pero, si observamos un poco más, otra emoción ahoga los impulsos del ardor cívico. Otra emoción, divinamente hermosa, esto es, divinamente cruel. Se utilizan recursos inconmensurables para algún propósito que no tiene nada que ver con el placer o el beneficio humanos. Si todos nos estuviésemos tumbados, congelados, rígidos, el cielo aún sería objeto de experiencia con sus azules y dorados. Tal vez sólo entonces, al mirar hacia abajo, a algo muy pequeño, tan cercano y familiar, podríamos encontrar compasión. Examinemos la rosa. La hemos visto florecer tantas veces en vasijas, la hemos relacionado tantas veces con la belleza en su plenitud, que hemos olvidado cómo se yergue, quieta y firme, durante toda una tarde en la tierra. Guarda una actitud de perfecta dignidad y posesión de sí misma. La difusión de sus pétalos es de una firmeza inimitable. Tal vez ahora una caiga deliberadamente; ahora todas las flores, las voluptuosas púrpuras, las cremosas, en cuya carne cérea una cucharita ha dejado un remolino de jugo de cereza; gladiolos; dalias; lirios, sacerdotales, eclesiásticos; flores con sus primorosos cuellos de cartón teñidos de damasco y ámbar, inclinan suavemente sus cabezas hacia la brisa –todas, con excepción del pesado girasol, que orgullosamente reconoce al sol al mediodía y tal vez a medianoche impugne a la luna. Allí están; y es de estas cosas, las más apacibles, las más autosuficientes de todas aquellas de las que los seres humanos se han hecho compañeros; ellas, que simbolizan sus pasiones, adornan sus fiestas y yacen (como si conocieran la pena) sobre las almohadas de los muertos. Contarlo, es maravilloso. Los poetas han encontrado la religión en la naturaleza; las personas viven en el campo para aprender la virtud de las plantas. Es en su indiferencia que son reconfortantes. Ese campo de nieve del pensamiento, que el hombre no ha pisado, es visitado por la nube, es besado por el pétalo que cae, así como, en otra esfera, los grandes artistas, los Milton, los Pope, son quienes consuelan, no por su pensamiento sobre nosotros, sino por su olvido.
—Virginia Woolf, «Sobre estar enferma». Traducción de Javier Pavez, publicada en el sitio web de la revista Carcaj. Flechas de sentido.
Una digresión tan notable que había que compartirla.
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