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“El desprendimiento”…
Allí estábamos, en una calle desconocida de una ciudad que tampoco conocíamos, sin saber qué hacer. Cuando el Piwke comenzó a echar humo no supe en qué pensar. Víctor tenía cara de tragedia máxima y yo no quería pensar en nada, porque si lo hacía, solo pensaba lo peor: Cagamos, ¿qué vamos a hacer ahora?
Como no habíamos comido nada, Sophia tenía hambre, así que la lleve a un local de completos que había en la esquina. Allí puse a cargar mi teléfono y logre conectarme. Avise a nuestras familias que nos encontrábamos bien y que habíamos llegado a Antofagasta, en ese momento una de las hermanas de Víctor me dice que tienen un primo en esa ciudad, que lo ubiquemos. Al terminar de comer le dije a Víctor que Maricel me había dicho que ubicáramos al primo Luis. Así que el gordo fue al mismo local, aprovecho de comer algo y cargó el teléfono, habló con su hermana y efectivamente y porque tenemos la MANSA CUEA, el gordo tiene un primo en Antofagasta (que no veía desde que tenía como 10 años). Maricel se comunicó con él por teléfono y luego nosotros, le explicamos que teníamos un problemón con el auto y que no lo podíamos mover, nos dijo que estaba trabajando, que apenas terminara iba a vernos, que no nos  moviéramos de donde estábamos: no nos íbamos a mover, no podíamos.
Mientras esperábamos, la señora de la casa afuera de donde estábamos estacionados nos ofreció pieza en arriendo para dormir (nos cobraba 4 lucas para que me quedara con Sophia, el gordo se quedaría en el auto hasta ese momento), también cargó los celulares de Jano y Pancho y nos habló de cómo llegar a Perú en bus (ella era peruana); y con el gordo no dejábamos de pensar en qué hacer. Ese momento me cuesta recordarlo, porque lloré, lloré porque nuestro sueño de recorrer Sudamérica se caía a pedazos, lloré porque no sabía si volver a todo lo que conocía o lanzarme arriesgadamente a lo desconocido, lloré porque con el gordo habíamos conversado en qué haríamos si el Piwke fallaba, solo que no pensé en que sería tan pronto. Era el momento de salir de la real zona de confort o quedarse por miedo.
Finalmente y tras varias horas pensado que haríamos, llegó Luis, entre risas y abrazos le contamos nuestra triste historia, le dijimos que teníamos que remolcar el auto porque si lo prendíamos, corríamos el riesgo de que no funcionara más (íbamos a doblar la culata si lo hacíamos o fundir el motor, que sería peor). Luis con toda la confianza del mundo nos dijo que llamaría a su jefe, que él nos podría ayudar. Pasó un rato y llegó una camioneta roja, francamente yo no sabía muy bien lo que pasaba, sólo confiaba en que Víctor nos iba a cuidar y que todo estaría bien. En la camioneta venía Cristian, el jefe de Luis, (nuestra primera impresión fue de un hombre muy serio, pinta de ingeniero a cagar) él nos ofreció quedarnos en su casa ya que viví solo (la casa que arrendaba su empresa y que ocupaban como vivienda y oficina) el tiempo que fuese necesario ya que en la casa de mi primo no entraríamos, le dijimos que sí (en realidad no teníamos otra opción, pero finalmente lo agradecimos). Era de noche, Cristián nos remolcó hasta su casa, nos despedimos de nuestros fieles compañeros de ruta, Jano y Pancho, quienes partieron al terminal de buses para continuar su ruta y nos fuimos. Al llegar a la casa de Cristián el cansancio se notaba, nos ofreció algo de comer y nos contó que sus hijos y esposa habían estado de visita y se habían ido a Santiago ese día por la mañana, que agradecía nuevamente no estar solo. Nos contó también que tenía una empresa de aire acondicionado y le hacía el mantenimiento a los camiones de las mineras, en eso trabajaban con Luis (quien dijo era el mejor técnico en aire acondicionado de toda la zona). Agradecidos por todo, nos fuimos a dormir. Con el gordo conversamos nuestras opciones, teníamos poca plata y la plata que teníamos no nos alcanzaba para arreglar el auto; el gordo me animaba a que siguiéramos nuestro sueño, que no nos dejáramos vencer y yo lloraba. Víctor me dijo que con la plata que teníamos podíamos seguir el viaje en bus, que sería más complejo quizás, más incómodo, pero que estaríamos juntos. Y allí, con mis ojos como papa de tanto llorar, me tomó de la mano, me miró fijo y me dijo que siguiéramos sin el Piwke. Lloré más aún, yo sé que él no lloró porque yo lo hice por los dos. Allí en Antofagasta decidimos vender a nuestro Piwke. Quizás esto suena (o se lee) como una decisión súper práctica, pero no fue así, quienes han seguido nuestra historia saben lo que nos costó arreglar al Piwke y salir de Coyhaique con él, a esas alturas ya llevábamos más de 3500 kilómetros recorridos y hartas aventuras con él, se suponía que sería nuestro compañero, uno más de la familia en esta travesía por Sudamérica y lo estábamos abandonando; la familia no se abandona.  Pero ante nosotros teníamos un sueño, un sueño por el que luchamos meses y no daríamos marcha atrás. Así que abracé fuerte a mi gordo y decidimos vender a nuestro Piwke.
Al día siguiente Luis llegó muy temprano, debían irse a trabajar. Antes de eso desocupamos el auto de tooooodo lo que tenía, embalamos y nos quedamos con lo justo y necesario. Llenamos dos cajas que mandaríamos a Coyhaique de vuelta y elegimos entre lo que traíamos lo que podíamos vender. Luis nos dijo que en Antofagasta había mucha población gitana y que ellos se dedicaban a comprar autos para después venderlos, así que intentáramos con ellos; el gordo y su primo recorrieron cuanto campamento gitano encontraron, llamaron a todos los gitanos posibles y nada, así que también publicamos al Piwke en mercado libre y yapo.cl y lo instalamos afuera del condominio con un cartel de “se vende”. Luis nos llevó a Sophia y a mí a su casa, conocí a Kathy (su esposa) y a sus hijos, allí almorzamos y Kathy me ayudó a publicar vía Facebook en las ferias online de Antofagasta, todo lo que intentaríamos vender. También me dijo que los días sábado se instalaba una feria muy grande en Antofagasta y que se vendía de todo allí, desde ropa, loza y herramientas, hasta autos. Así que decidimos probar suerte en la feria, no nos fue tan bien; vendí con el dolor de mi alma mi minipimer (mi preciada minipimer), la loza que llevaba y varios vasos de los que  hace el gordo. Del auto, nada. Muchos llamaron por él pero cuando lo veían pintado ya no les interesaba tanto; para nosotros el plus más grande del Piwke era ese y las remodelaciones que tenía dentro, pero al parecer lo querían para carga, así que pintado no servía.
Pasaban los días y nosotros ocupábamos nuestro tiempo en tratar de vender al piwke para poder seguir. También fuimos a vender nuestro matute a la playa, Sophia disfrutaba de la “playita de agua calentita” y yo hacía trencitas playeras. También acompañábamos a Cristian, quien por esos días descubrió que su socio le “robaba” plata, así que imagínense lo culpables que nos sentíamos de llevar nuestra nube negra a quien nos abrió las puertas de su casa con tanto cariño, si incluso Cristian le ofreció pega al gordo para que nos quedáramos, siempre se mostró muy preocupado por nosotros, en especial por Sophia, ya que le recordaba mucho a su hijo pequeño “el pulguita”. Por eso estamos eternamente agradecidos de él.
Un día de esos, Luis nos contó que le había comentado nuestra historia a un mecánico conocido de él, que él le había dicho que estaba interesado en comprarnos el auto, pero que no nos podía pagar en seguida; ofreció pagarnos “en cuotas”: cinco cuotas de 200 lucas, lo pensamos y decidimos decirle que sí. Vendimos al Piwke al mismo precio que lo compramos, niun peso más ni menos.
Como era de esperarse lloré de nuevo, lloré abrazada de mi Sophy cuando la vi derramar lágrimas al contarle que venderíamos nuestro Piwke. Aún nos duele a todos haber tomado esa decisión. Tal vez estábamos muy ansiosos de salir de Chile, de ir y lograr todo lo que queríamos, deseosos de ver lo que el mundo tenía que mostrarnos, anhelábamos salir de Antofagasta pronto y alejarnos de lo que nos parecía tan triste, pero la tristeza no se va fácil, y aún después de meses pensamos que nos apresuramos demasiado.
Al día siguiente, nos fuimos temprano de la Casa de Cristián, otra vez despedida triste porque él nos cobijó en su casa y nos hizo sentir como si fuera nuestra, obvio que le estamos agradecidos de por vida. Luis se encargó de hacer el trato con el hombre que nos compraría el auto, le dejamos un poder para que hiciera el traspaso del Piwke, lo que se haría luego de pagarnos todas las cuotas; así que en teoría el Piwke sigue siendo nuestro hasta que recibamos el último pago. Almorzamos en casa de Luis y nos despedimos de su familia, fue él quien nos fue a dejar al terminal de buses. Y allí nos quedamos, los tres mosqueteros, una caja plástica enorme (como de 70lts), una mochila de campamento (que nos vendieron por The North Face, pero era más falsa que “Chile la alegría ya viene”), nuestras mochilas personales y el cooler (sí, tenemos un cooler que compramos en Santiago para salir a vender hamburguesas vegetarianas). Mirábamos los buses tomar y dejar pasajeros, aún no imaginábamos cuanto tiempo de nuestro viaje pasaríamos arriba de esos buses, pero ya había llegado la hora de seguir la ruta, ya arriba del bus vimos el sol del atardecer caer en el mar, una postal hermosa para despedirnos de Antofagasta y con la noche naciendo entre las olas del mar tomamos rumbo a Arica, lo que no sabíamos era que Arica nos pondría la más grande de las pruebas de nuestro viaje.
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