#Junco ojo oscuro
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calochortus · 1 month ago
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Happy Fence Friday Junco near Wadsworth Theatre 3207 by Pekabo Via Flickr: Members of a flock may spread out widely, keeping in contact by constantly calling tsick or tchet. Also a soft buzzy trill in flight. audubon
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menguanta · 1 year ago
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Moonólogo
LUNA: Cisne redondo en el río, ojo de las catedrales, alba fingida en las hojas soy; ¡no podrán escaparse! ¿Quién se oculta? ¿Quién solloza por la maleza del valle? La luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo quiere ser dolor de sangre. ¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada por paredes y cristales! ¡Abrid tejados y pechos donde pueda calentarme! ¡Tengo frío! Mis cenizas de soñolientos metales buscan la cresta del fuego por los montes y las calles. Pero me lleva la nieve sobre su espalda de jaspe, y me anega, dura y fría, el agua de los estanques. Pues esta noche tendrán mis mejillas roja sangre, y los juncos agrupados en los anchos pies del aire. ¡No haya sombra ni emboscada. que no puedan escaparse! ¡Que quiero entrar en un pecho para poder calentarme! ¡Un corazón para mí! ¡Caliente!, que se derrame por los montes de mi pecho; dejadme entrar, ¡ay, dejadme! (A las ramas) No quiero sombras. Mis rayos han de entrar en todas partes, y haya en los troncos oscuros un rumor de claridades, para que esta noche tengan mis mejillas dulce sangre, y los juncos agrupados en los anchos pies del aire. ¿Quién se oculta? ¡Afuera digo! ¡No! ¡No podrán escaparse! Yo haré lucir al caballo una fiebre de diamante.
Bodas de Sangre (1933) de Federico García Lorca
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waltfrasescazadordepalabras · 8 months ago
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LUNA (Bodas de Sangre) Cisne redondo en el río, ojo de las catedrales, alba fingida en las hojas soy; ¡no podrán escaparse! ¿Quién se oculta? ¿Quién solloza por la maleza del valle? La luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo quiere ser dolor de sangre. ¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada por paredes y cristales! ¡Abrid tejados y pechos donde pueda calentarme! ¡Tengo frío! Mis cenizas de soñolientos metales buscan la cresta del fuego por los montes y las calles. Pero me lleva la nieve sobre su espalda de jaspe, y me anega, dura y fría, el agua de los estanques. Pues esta noche tendrán mis mejillas roja sangre, y los juncos agrupados en los anchos pies del aire. ¡No haya sombra ni emboscada. que no puedan escaparse! ¡Que quiero entrar en un pecho para poder calentarme! ¡Un corazón para mí! ¡Caliente!, que se derrame por los montes de mi pecho; dejadme entrar, ¡ay, dejadme! (A las ramas.) No quiero sombras. Mis rayos han de entrar en todas partes, y haya en los troncos oscuros un rumor de claridades, para que esta noche tengan mis mejillas dulce sangre, y los juncos agrupados en los anchos pies del aire. ¿Quién se oculta? ¡Afuera digo! ¡No! ¡No podrán escaparse! Yo haré lucir al caballo una fiebre de diamante...
Federico García Lorca
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Recordando a Federico García Lorca
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krivus · 2 years ago
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ENCUENTRO EN EL DESIERTO ((1)) El desierto se extendía como una inmensidad de arena y rocas. Entre las dunas sobresalían las ruinas de una civilización ya olvidada: columnas negras derribadas y fuentes llenas de polvo. Laki salió de su refugio bajo un grueso puente de piedra flanqueado por escombros. En tiempos lejanos aquel había sido el lecho de un río que alimentaba una poderosa ciudad de la que solo quedaban despojos. El joven se acomodó la larga capa polvorienta que le protegía la cabeza del sol y avanzó entre las dunas. Cada tanto su vista se detenía en los barcos flotantes  que el viento había desenterrado. Las antiguas maquinas voladoras de madera formaban parte del pasado perdido de ese mundo y del conocimiento olvidado. Aquellos que sabían cómo construirlos debían ser ahora solo huesos mezclados con las ruinas de aquella ciudad. Avanzaba sin seguir un camino real, deseando que en algún punto su mente trazara un plan mejor. Pero de momento solo se lamentaba por los errores del pasado, cuando en su ignorancia había herido a mucha gente inocente. Él, pese a su corta edad, formaba parte del ejército de los Reyes Oscuros y  había usado su don para facilitar las conquistas de su amo. Pero en la última batalla la derrota cayó sobre el ejército maldito y a las murallas de Ghrodol se dispersaron para salvar sus vidas. Él había escapado a la autoridad de su amo y a la cacería de los defensores de la ciudad. Y ahora estaba solo en el desierto. Fuera de la desolación, aquel no era un mal lugar para esperar y pensar sus siguientes pasos. Llegó hasta los altos peñascos y bajó por un camino que se abría entre estos. La frescura de las sombras era reconfortante, pese a la estrechez del camino. Al salir de este se encontró con el oasis que aguardaba a los pies de un risco. El agua era turquesa, salpicada de destellos dorados y con orillas coronadas por juncos, las datileras crecían entre la vigorosa hierba. Unas aves blancas flotaban en la superficie antes de zambullirse para luego emerger con peces en sus picos. El escenario era una belleza natural ajena a las ruinas humanas que se alzaban a poca distancia. Laki aprovechó el momento para tomar aire y contemplar el paisaje que había descubierto el día anterior. Para un joven criado al servicio de un Rey Oscuro, habituado a mazmorras y cadenas, aquel escenario había sido una revelación capaz de desencadenar las lágrimas y derribarlo de rodillas. Allí estaba una parte viva del mundo que esperaban ayudara a destruir. Solo pudo odiarse ante la idea de cuantas maravillas así habría destruido la armada de su amo. “No”, se dijo llevándose una mano al cuello donde aún podía sentir la sombra del collar de hierro. Ya no tenía un amo. Ahora era libre y podía buscar una vida lejos de la oscuridad que trataba de alejarlo de la luz que quedaba en él. Se quitó la capa y la dejó a un lado para luego acercar sus manos al agua. Estaba fría e hizo estremecer su cuerpo de manera placentera. Lavó su rostro para deshacerse de la arena que lo cubría. Bebió sintiendo como nueva vida entraba en él. Incluso con el estómago vació cobraba fuerzas mayores que las que pudiera darle un banquete a los pies de su antiguo amo. El día era caluroso, pero nada a lo que no estuviera acostumbrado ya. Y el cielo se mostraba de un celeste inmaculado. Fue por eso que se alarmó cuando una  gran sombra cayó sobre él, haciéndolo alzar la cabeza en busca de la tormenta. Pero no había ninguna alterando la pureza de aquel cielo. Aunque otra cosa ocupaba la mayor parte de su visión. El rostro de una muchacha. Una muchacha gigante. Laki giró sobre su espalda con rapidez para contemplarla mejor. Tenía cabello largo y de un castaño claro, grandes ojos verdes y cejas que en su rostro eran poco más gruesas que hileras de hormigas. Su mirada sorprendida caía sobre él como la lluvia, con la boca formando un círculo casi perfecto. El joven se dejó llevar por la impresión y cayó al agua con un chapoteo estruendoso. Quiso gritar, pero fue incapaz de hacerlo. Su reacción transmutó el semblante de la giganta que pasó de sorprendido a divertido. El cambio fue casi instantáneo y natural, como si se tratara de la reacción de una muchacha común y corriente. Una de sus manos descendió en dirección a Laki que retrocedió como pudo en el agua, pero sin lograr alejarse. Los poderosos dedos se cerraron a su alrededor, cubriendo casi todo su cuerpo a excepción de la cabeza y parte de las piernas. En instantes se vio levantado por los aires hasta llegar ante el rostro de la giganta. —¿Qué eres pequeña cosita? La mano se abrió con lentitud mientras que la otra se acercaba para acomodar al joven. Podía sentir que esos dedos eran capaces de aplastar sus huesos si se lo proponían, pero el toque que le ofrecían de momento era muy delicado. Como si ella temiera que fuera a deshacerse en sus manos igual que una hoja seca. De cualquier forma, el miedo no le permitía oponer resistencia. Con cada segundo que pasaba en esa palma gigante más crecía la fascinación de la giganta por él. Palpaba sus brazos, sus piernas y en especial su cabello. Una yema se lo acariciaba, revolviéndolo con inocencia para luego deslizarse por su rostro y acariciarle la mejilla. De ahí llegó hasta su pecho en donde sintió los latidos de su corazón. En ese momento ya nada existía para Laki a excepción del contacto con esas manos. Aun sentía miedo, pero tras una vida que solo había conocido el maltrato, la calidez y suavidad de esos dedos lo estaba desarmando más que los azotes de sus mentores. Esas caricias parecían capaces de borrar años de horror, o al menos de enviarlo a las regiones más oscuras de su memoria. Respondió al contacto que ella le ofrecía y tomó la punta de su dedo entre sus manos, curioso también por aquel ser cuyo semblante se iluminó con una sonrisa. —Oh, eres tan lindo. Y acercándolo hasta su rostro, la giganta lo presionó contra su mejilla con suavidad. El aroma de sus cabellos llegó hasta él como la fragancia de las flores del desierto. Una piel suave y cálida cuyo contacto lo reconfortaba. Aquello era lo más parecido que había sentido a dormir en una cama. Casi protestó cuando ella lo apartó de su lado para contemplarlo de nuevo. Pero el ver su sonrisa, que alguien le sonriera de esa forma después de tanto tiempo hizo que se estremeciera. No era la mirada de horro que había causado en tantas personas durante la guerra. Ella bajo la vista y abrió la bolsa que llevaba en la cintura. Volvió a elevar la mano libre sujetando entre el pulgar y el índice un trozo de pan. —¿Quieres un poco? —le preguntó con ilusión. Raki se sentó con las piernas cruzadas y en el hueco formado por estas, ella deposito la migaja. El aroma y la textura del pan hicieron rugir su estómago, pero no era capaz de comer. No cuando los ojos de ella tenían los suyos aprisionados más que el oasis. La mirada anhelante de la giganta pedía una respuesta. —No, gracias —dijo con timidez, frotándose el brazo derecho con parsimonia y sintiendo que sus mejillas se enrojecían. El rostro de la muchacha se apartó mostrando sorpresa de nuevo. Un brilló de fascinación ardió en sus ojos dándoles el aspecto de esmeraldas. —¿Puedes hablar? —Eh… Sí. —¡Es asombroso! No puedo creerlo. Colocó su mano libre detrás de Laki formando un respaldo protector. Lo miraba con más ilusión que antes, como verdes llamas que hubieran podido consumirlo. —¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cómo eres tan pequeño? ¿Hay más como tú? Las preguntas lo sobrepasaban y tuvo que adelantar las manos para tratar de detenerlas. Además no estaba seguro de poder responderlas. —Espera, espera. Vayamos de a poco. Ella asintió y tras ordenar sus inquietudes volvió a hablar. —¿Cómo te llamas? —Laki ¿Y tú? —Clea ¿Qué eres? —Yo… No sé cómo responder a eso. Creo que soy… Tras meditarlo, se dio cuenta de que no estaba seguro de cal debería ser su respuesta. No quería ignorar la pregunta, no con el riesgo de decepcionar a Clea. Sin embargo, fue ella quien sugirió la mejor contestación. —¿Una persona? Era tan sencillo decirlo así que tuvo que asentir. Ella se llevó un dedo a la mejilla y lo miró confundida. —Una persona pequeñita. Nunca había visto a alguien como tú. —Lo mismo digo —respondió con sinceridad. —Y no es la primera vez que vengo a este lugar.   —Llevó aquí poco tiempo. Apenas llegue ayer. Clea chasqueó los dedos de repente. —Eso lo explica. Si vienes de muy lejos tiene sentido que nunca te haya visto ¿Qué haces aquí? —Yo… vine para ver las ruinas. Clea giró un poco la cabeza. Con su altura podía ver más allá de los peñascos. Se mordió los labios, pensativa, por unos instantes, meditando en algo. Al fin se atrevió a expresarlo en palabras. —Nunca me gusto ese lugar. Parece la carcasa de un animal muerto ¿Por qué querías ver un lugar así? —No tenía muchas opciones. Clea alzó las cejas y entreabrió la boca. Era una expresión muy inocente pese al tamaño que ostentaba. —¿Qué quieres decir? ¿Vives ahí? —Sí. De momento. Lo observó por unos instantes antes de hablar. —¿Te gustaría venir conmigo? Puedo darte un refugio mejor. —Yo… Yo… No lo sé. No quería precipitarse en una decisión tan inusual como aquella, pero dadas las circunstancias no era mala idea. Incluso si no conocía a Clea, algo en ella le producía confianza. Sin mencionar que ese poco contacto con ella había sido una de las experiencias más reconfortantes de su vida. La giganta lo miraba expectante, con una sombra de decepción sobre sus ojos. Eso terminó por decidirlo. —De acuerdo. Estaría encantado de ir contigo. Fue como ver un amanecer en su rostro. Su voz sonó como un manantial que lavaba los últimos pesares de su cuerpo. —¡Excelente! Te prometo algo mucho mejor que esa miga de pan. Y de esa forma, Clea se puso en movimiento. Apenas tuvo que levantar sus piernas para subirse al risco que protegía el oasis.  Marchaba con una mano a la altura del hombro y en ella iba Laki, incapaz de apartar la vista de su salvadora.
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El Castillo Ambulante
<Y allí estaba la estrella fugaz. Sophie la vio. Era una llamita blanca que descendía unos pocos metros delante de Michael. La forma brillante bajaba muy despacio, y parecía que Michael la iba a atrapar.>
<Para cuando llegó, Michael estaba acechando a la estrella con pasos cuidadosos y los dos brazos extendidos para alcanzarla. Sophie veía su silueta recortada contra la luz de la estrella, que estaba flotando a la altura de las manos de Michael, más o menos a un paso de distancia. Miraba hacia él nerviosa. <<¡Qué extraño!>>, pensó Sophie.
Estaba hecha de luz e iluminaba una circunferencia de hierba y juncos y charcos oscuros alrededor de Michael. Pero además tenía unos ojos grandes y nerviosos que miraban hacia el joven y una cara pequeña y puntiaguda.
La llegada de Sophie la asustó. Describió un arco errático y gritó con la voz aguda y rota.
-¿Qué pasa? ¿Qué queréis?
Sophie intentó decirle a Michael que parara, que estaba aterrorizada. Pero no tuvo aliento para pronunciar palabra.
-Solo quiero atraparte -dijo Michael-. No te dolerá.
-¡No! ¡No! -exclamo la estrella desesperada-. ¡Eso está mal ¡Se supone que debo morir!
-Pero si me dejas atraparte podría salvarte -le dijo Michael con dulzura. -¡No! -gritó la estrella-. ¡Prefiero morir!
Se alejó de los dedos de Michael, que se lanzó tras ella. Pero era demasiado rápida para él. Trazó un arco hasta el siguiente charco y el agua negra saltó a un instante envuelta en la llama blanca. Luego vio un pequeño chisporroteo moribundo. Cuando Sophie se acercó cojeando, Michael observó cómo desaparecía la última luz bajo las aguas oscuras.
-¡Qué triste! -dijo Sophie. Michael suspiró.
-Sí -dijo Michael-. Sentí casi cómo se me iba el corazón con ella. Vámonos a casa. Estoy harto de este conjuro.>
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Les dejo el fragmento de la parte que ha sido mi favorita de todo el libro hasta ahora (ya que aun estamos por acabarlo) se me hizo tan..., no sé qué sensación me dejo, como de nostalgia con algo de misterio, es interesante..., me gusto mucho. Siento que también casi se me iba el corazón como Michael dice. Aunque a estas alturas ya sé qué trataba de decir Michael con ello porque casi se volvía literal que su corazón se iba con la estrella.
-Grey
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ochoislas · 5 years ago
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Sin ningún propósito particular enfilé el puente detrás de mi casa, atraído por el cañaveral que se extendía más allá, cuando mis pies se detuvieron en seco. ¿Era un pájaro cantando? Una voz muy suave y dulce: cricrí, cricrí. El sonido parecía venir de muy cerca, pero no del ramaje justo delante, ni de las sombras de las legumbres que orillaban el cuadro de berenjenas, sino de más abajo, casi bajo mis pies. Me detuve y escuché atento. Se paró. Todo quedó en silencio.
Eran poco más de las tres de una tarde de otoño y al oeste el sol estaba oculto tras un velo de nube. El cielo estaba revuelto pero sin señales de lluvia. Tras el otero cubierto de cerezos corrían nubes grises, pero el pico del templo Genmu se veía azul claro al sol, con la faz del tajo de piedra resplandeciente, su base iluminada como si la luna se hubiera puesto allí.
Podía ver la rasa junquera más allá del puente, tendida hasta el pie del pico. Las juncias ya habían florecido y los bofos copetes formaban una neblina que envolvía los techos de bálago y embozaba los bosques, ondeando parejos con el pasto plateado de las colinas, desembarazadamente, sin nada que estorbara su visión infinita. Aunque no hacía viento, las juncias parecían susurrar sibilantes sobre el paso del tardío otoño.
Mi intención era dar un paseo por el espigón, donde la farfolla quebrada de los juncos se entrelazaba sobre el sendero. Cuando por fin eché de nuevo a andar, volví a escuchar el reclamo de un pajarillo: cricrí, cricrí. ¿Qué era aquello? Parecía más propio de un insecto. Pero debía de ser algún tipo de ave. Y venía de abajo, tal como me pareció. Había algo entre los pilotes del puente. ¿Un chorlito? No... ¿dónde estaba el guijarral? ¿los pedrejones? ¿las balizas donde gustan de posarse? E incluso si las hubiera, un chorlito habría levantado el vuelo al acercarme yo. ¿Habría otros pájaros ocultos entre las cañas de la ribera? Estudiándolas, di otro paso, cautelosamente: cricrí. Pisé más recio y los reclamos se multiplicaron: cricrí, cricrí, cricrí. Atento escuchándolos, llegué sin darme cuenta al final del puente. No era más que una pasarela hecha con tres o cuatro tablones arrimados, tan podridos que se deshacían bajo los pies. Había un quitamiedos, una mera percha de bambú atada con soga. Cabeceaba a la altura de las rodillas cada vez que se pisaba la pasarela. Los pilotes estaban carcomidos también. El agua del estero donde se hincaban era lisa, tarda y turbia. Aunque la corriente era débil, incapaz de conmover el puente, el reflejo del tinglado en el agua parecía trepidar a la sombra de los juncos. Pero por muy descompuesto que estuviera el puente, los maderos difícilmente podían cobijar pájaros, a no ser que se usaran troncos ya huecos... por mucho que digan que las ratas anidan hasta en la cola de caballo. En fin, debió de ser el puente. Una vez más probé a pisar el borde. De inmediato el cricrí respondió a mis pasos. Sintiendo las vibraciones en mis pies salí de allí en puntas, con la sensación de estar pisoteando polluelos de curruca: ¡qué lastimosos grititos!
Venían de debajo. Me arrodillé en las planchas y aparté las juncias. Dos o tres días antes un temporal había rebosado el tajamar. De las hendiduras en el fango todavía blancuzco surgían las pálidas raíces de los juncos colmando el hueco oscuro bajo las planchas, como un techo suelto y alabeado tras una inundación, visto del revés. Me puse cabeza abajo, me contorsioné, pero nada... Allí no había nada. Un brillante cangrejo rojo se escabulló. Un rosario de ermitaños se desplazaron en la oscuridad. Nada que pudiera tener voz. Sacudí la mano, desechando la idea: «Serán los chillidos de los saltarines del fango», dije, y me eché a reír. [...]
Una vez más, agarrando un haz de juncos en cada mano, cogí impulso y le di una señora patada al borde de la pasarela: ¡pum!. Cri, replicó. ¡Pum, pum! pateé de nuevo: cricrí, chilló... era como un eco de cordeles carmesíes rodando por una polea de jade, brocal dorado arriba. «Así que eran las planchas del puente, rechinando... ¡deberían hacer un Stradivarius con la madera!», dicho esto, me despedí, con un mano en el pasamanos, del exquisito instrumento, y emprendí mi paseo por el murallón.
¿Qué era aquello allá delante? ¿Una laguna entre las juncias? Resultó no ser más que un ojo de unos cuarenta metros cuadrados, que se llenaba cuando subía la marea y luego se vaciaba, pues no afluía agua dulce bastante para mantener el nivel. El terreno alrededor era fangoso y las hojas de los juncos apuntaban en todas direcciones, desgreñadas, como la coronilla de un kappa. Era el sitio idóneo para que los pececillos se quedaran atrapados en la bajamar y los niños de las aldeas se remangaran y chapotearan. Pululaban unos cuantos cangrejos ermitaño. Pero con la canícula, si la marea se retiraba por poco que fuera, el fondo se secaría aprisa, roqueño, cubriéndose de grietas como culebrinas. Luego la marea subiría por el río Tagoe, trascolando al ojo y burbujeando en las brechas hasta formar una balsa.
Como era imposible cruzarla con marea alta sin mojarse, alguien había construido un segundo puente, que no estaría ni a veinte metros del anterior; muy rudimentario además: un tablón tirado de cualquier manera. Salvaba un punto donde la balsa no tendría más de cinco pasos. El agua del río corría por debajo; orillando el espigón, desaparecía en la junquera y luego bajaba hacia las zanjas de los arrozales. En aquel preciso instante la marea parecía subir y toda el área estaba cubierta de una sábana de agua, apenas más clara que las sombras de las cañas. [...]
Algo se movía bajo el haz del agua, flotando como una sombra. Primero parecía un cangrejo agarrado a una hoja, derivando con la corriente. Pero no era eso. Se movía a voluntad, yendo y viniendo junto al puente. El agua estaba clara, recién entrada del mar, de modo que enseguida comprendí lo que era. Tendría el tamaño del puño de un bebé, la forma retesa de una burbuja presa, y derivaba como sombra leve de nubes dispersas sobre la tierra. Sus apagadas motas anaranjadas y tostadas aparecían y desaparecían en su curso, se apiñaban, se separaban, se desvanecían. Traslúcida, entre acuosa y lechosa, no podía ser más que una medusa atigrada.
Era un ser vivo, así que no había que extrañarse de que jugara con aquel desenfado. Se desplazaba libremente, sin asentarse al fondo, ni mantenerse a media profundidad o aflorar a la superficie. Iba de acá para allá en una líquida estela, estirándose, propulsándose al sesgo, cabeceando luego de golpe. Mientras yo trataba de seguir sus evoluciones, giró y se alejó. No distinguí ninguna otra forma flotante. Con su perfectamente adaptado organismo, tenía toda la laguna para ella sola. [...]
Los colores sombríos del ocaso se tensaban sobre las agostadas puntas de los juncos, entre frondas y penachos blanqueados. Los cercos de agua en torno a la sombra de la medusa se agrandaban cada vez más, hinchándose. Cuanto más se agitaba el monstruo más parecía montar la marea. La superficie del agua latía y se extendía. La crecida se vertió por ambos lados en el estero, meciendo los juncos de la orilla con violento vaivén. Con cada embate de los juncos subía el nivel del agua, como surtiendo del fondo de la laguna. Los reflejos de la superficie, hombre y puente incluidos, se fueron a pique. Aunque el mismo templo Genmu hubiera sido precipitado a aquellas aguas su aguja nunca hubiera tocado el fondo.
El agua no paraba de crecer en círculos agigantados a través de los juncos. Batía blanca espuma en sus penachos, ahondaba y dilataba el cauce del río; una onda encabalgada en la siguiente, estrellándose con fragor. Como el río era el único alivio de la marea se formó una rompiente bajo el puente, embistiendo el espigón y haciendo remolinos. Asaltados por ambos flancos los juncos empezaron a bailar, con sus torundas azules asperjando el índigo del anochecer.
Izumi Kyōka
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docpiplup · 5 years ago
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Oda al rey de Harlem
Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, 1929-1930
II. Los negros
Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
   Fuego de siempre dormía en los pedernales
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.
   Aquel viejo cubierto de setasiba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.
   Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillascon un rubor de frenesí manchado.
   Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.
   Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente,
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filasbajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
   ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
¡No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero con un traje de conserje!
*  *  *
   Tenía la noche una hendidura
y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas
llevaban niños y monedas en el vientre
y los muchachos se desmayaban
en la cruz del desperezo.
   Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata
junto a los volcanesy tragan pedacitos de corazón,
por las heladas montañas del oso.
   Aquella noche el rey de Harlem,
con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilosy golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.
   Negros, Negros, Negros, Negros.
   La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor.
Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de Cáncer.
   Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados.
   Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.
Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.
   Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.
Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.
*  *  *
   Es por el silencio sapientísimo
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.
   Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango,
escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;
un viento sur que llevacolmillos, girasoles, alfabetos
y una pila de Volta con avispas ahogadas.
   El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.
Médulas y corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos sin una sola rosa.
*  *  *
   A la izquierda, a la derecha, por el Sur y por el Norte,
se levanta el muro impasible
para el topo, la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máscara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.
El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa,
el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el ríoy muge seguido de caimanes.
   Negros, Negros, Negros, Negros.
   Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro reya que cicutas y cardos y ortigas tumben postreras azoteas.
   Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.
   ¡Ay, Harlem disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises,
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado,
cuyas barbas llegan al mar.
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ravego · 3 years ago
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choquejuergas · 3 years ago
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lev tolstoi, la tormenta de nieve
“aunque no caía nieve, no se veía ni una sola estrella y el cielo daba la impresión de estar extraordinariamente bajo y negro, si se comparaba con la inmaculada llanura nevada que se extendía frente a nosotros”
“atrás, en el centro de los trineos vacíos, iban dos cocheros y su alegre y viva cháchara llegaba hasta nosotros. uno de ellos fumaba una pipa y una chispa, que se encendió con el viento, iluminó parte de su rostro”
“en una ocasión, al abrir los ojos, me sorprendió lo que en un primer momento me pareció una luz brillante que iluminaba la blanca llanura: el horizonte se ensanchó notablemente, el cielo negro y bajo de pronto desapareció, alrededor sólo se veían las blancas rayas oblicuas de la nieve que caía; las siluetas de las troikas que iban delante se distinguían con mayor claridad, y cuando levanté la vista al cielo, tuve la impresión de que las nubes se habían disipado y que sólo la nieve que caía ocultaba la bóveda celeste. mientras estuve dormitando, había salido la luna y proyectaba su luz fría y brillante a través de las nubes poco tupidas y de la nieve que caía”
“largo tiempo después de esto seguimos andando, sin detenernos, por aquel blanco desierto, en medio de la fría, transparente y vacilante luz de la tormenta”
“si miras hacia abajo, la misma nieve retozona que los patines del trineo levantan al pasar y que el viento alza tozudo, llevándosela a un mismo lado. delante, siempre a la misma distancia, se alejan a toda velocidad las troikas que nos preceden; a derecha e izquierda todo es blancura, espejismos. en vano busca el ojo un objeto nuevo: no se ve nada, ni un poste, ni un almiar, ni una valla. todo es blanco alrededor, blanco y movedizo: a veces el horizonte parece hallarse inconmensurablemente lejos; pero otras da la impresión de haberse comprimido y estar ciñéndonos a dos pasos de distancia; a veces, a nuestra derecha, se yergue un alto muro blanco que corre en paralelo al trineo, pero otras desaparece repentinamente para alzarse más adelante, huir a toda velocidad y volver a desaparecer. si miras hacia arriba, la primera impresión es de claridad, te parece que a través de la niebla puedes ver las estrellas; pero las estrellitas escapan a tu vista y se elevan cada vez más y más, y sólo ves la nieve que se derrama sobre tu rostro y sobre el cuello del abrigo; el cielo es en todos lados igualmente claro, igualmente blanco, incoloro, uniforme; en perpetuo movimiento”
“recuerdo cómo abrasaba el sol aquella tierra reseca que se desmoronaba bajo nuestros pies, cómo jugueteaba en el espejo del estanque, cómo se golpeaban contra la orilla unas grandes carpas y en el centro uno que otro banco de peces agitaba la quietud del estanque; recuerdo cómo en lo alto del cielo revoloteaba un azor con la mirada puesta en unos patitos que, agitando las alas y chapoteando, se abrían paso a través de los juncos hacia el centro; cómo unas blancas y ensortijadas nubes de tormenta iban aborregándose en el horizonte, cómo el cieno que la red había sacado a la orilla iba desapareciendo poco a poco y cómo, cuando pasaba yo por el dique, de nuevo oí el ruido de los golpes de la pala de la lavandera extenderse a lo largo del estanque”
“de nuevo todo guardó silencio y el viento aulló y ululó, y la nieve, revoloteando en el aire, comenzó a caer más espesa sobre el trineo”
“debo confesar que, pese al poco de miedo que sentía, el deseo de que nos sucediera algo extraordinario, quizá un poco trágico incluso, era en mí más fuerte que ese pequeño temor”
“dormía profundamente; pero nunca dejé de oír la tercera de las campanillas y la veía en sueños bajo la forma de un perro que ladraba y se me echaba encima, o como un órgano del que yo era un tubo, o como unos versos en francés que estaba componiendo”
“el frío arreciaba terriblemente y apenas asomaba la cabeza de debajo del cuello del abrigo, una nieve gélida y seca, revoloteando, se amontonaba sobre mis pestañas, mi nariz y mi boca y se me deslizaba por la nuca; alrededor, todo era blanco, claro y nevado, en ninguna parte había nada más que una luz vaga y nieve. mucha nieve”
“el cielo, a la derecha, en el oriente, era pesado, de un color azul oscuro, pero unas vetas sesgadas de un naranja muy vivo se marcaban cada vez más en él. sobre nuestras cabezas, más allá de unos nubarrones blancos, apenas coloreados, que se movían con rapidez, se distinguía el pálido azul: a la izquierda, las nubes eran claras, ligeras y cambiantes. el campo alrededor, hasta donde la vista alcanzaba, estaba cubierto de una nieve blanca, profunda, acumulada en varias capas”
“la nieve era cada vez más blanca y más brillante, de modo que, al mirarla, dolían los ojos. unas vetas naranjas y rojizas se extendían en lo alto del cielo, cada vez más arriba y cada vez más brillantes; incluso el disco rojo del sol apareció en el horizonte a través de unas nubes grisáceo azuladas; el azul era cada vez más resplandeciente y más profundo” 
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paleogenetica · 4 years ago
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Cap 184 : Mapas Físicos, Clima de Beringia, Temperatura, Habitabilidad, Animales, Plantas
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Yo he estado estudiando muchos Videos sobre la Tundra ártica, para ver cual nos informa mas sobre la Vida que llevaron los Paleoindios en Beringia. Aquí vienen los Mejores Videos de Naturaleza ártica en la Parte de abajo de esta Página.
El Primero es glorioso y es de National Geographic. Video grabado en el Canadá ártico. Ahí ves las Bayas o Arándanos ( Berries ) que comían los primeros Héroes que pasaron de Siberia al Nuevo Mundo. Ahí ves los Moluscos, Ostras o Mejillones que comían. Ahí ves muchos Bueyes Almizcleros ( Musk Ox, Muskoxen ) que cazaban los Pioneros. También los Caribús y Renos, Gansos del Canadá, Conejos y Zorros.
Ves la Taiga o Bosque boeral y varios Ejemplos de Tundra, muy fría y pelada o sea  la mésica, mejorcita pa Mamuts es la Tundra de Arbustos, y gloriosa para los Cuadrúpedos es la Tundra Estepa, con mucha Hierba.
En el Segundo Video vemos los Incendios de la Tundra que puede ser muy seca. La Tundra libera así Bióxido de Carbonos y Metano, que está en el Permafrost o Tundra helada permanente. Ahí vemos la Tundra de muy cerca y hasta nos la excavan y explican. Durante la Edad de Hielo se guardó mucho Metano y CO2 en el Artico.
Pero primero los instruyo en Español sobre las Definiciones de Plantas, Animales, Ecología, etc  .... y con muchos Mapas como acostumbro.
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Ojalá no arda la Tundra ártica y la Jungla amazónica para que no vengan grandes Catástrofes para los Humanos y Cambios climáticos malos.
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Próximo Mapa : Beringia hace 18,000 Años. Vemos que la Mayor Parte no estaba cubierta de Hielo y que podían subsistir los Animales y el Hombre. Y las Costas de Norte América en Alaska y Canadá si tenían mucho Hielo, pero empezaban a tener Zonitas y Parches donde los Hombres podían costear, pescar, matar Mamíferos marinos y Aves acuáticas y también habitar.
Crédito por la Imagen : Jeffrey D. Bond 2019. Paleodrainage map of Beringia. Yukon Geological Survey, Open File 2019-2) . 
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Muchos Arqueólogos creen que muchas Islas al Sur de Beringia eran muy habitables con Comida para los PaleoIndios y que era fácil llegar en Botes ( tipo Esquimal o Inuit llamados Umiak ) a las Islas de Canadá y Estados Unidos. Teoría de las Islas Transitorias, que se convirtieron en una “Banda Transportadora de Paleoindios” a medida que se inundaban y los obligaban a ir hacia el Este y Sur.
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Este Mapa GeoCientífico de la Tierra Fantástica, Legendaria y desaparecida de Beringia abre tu Imaginación y es un Caramelo para los Ojos. Es una Aproximación cada Vez mejor a la Realidad.
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Jeff Bond, a geologist with Yukon Geological Survey in Whitehorse, has produced a map showing what Beringia looked like 18,000 years ago. At that time, much of the earth was glaciated, but Beringia remained predominantly ice-free due to its arid climate. ...
"It's the story between 35,000 year ago and 15,000 years ago that is very intriguing," said Julie Brigham-Grette, a geologist at the University of Massachusetts who helped Bond with the map.
"Where did they go, how did they live, why did they migrate?
"Maps like this really open your imagination to what these landscapes must have been like," she said
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https://www.cns.umass.edu/news-events/news/geoscientists-map-opens-your-imagination-what-bygone-landscape-looked
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Aquí vemos el Mapa de Jeffrey Bond pero con los Territorios Polítocos señalados de Canadá, Estados Unidos y su Estado Alaska. Jeff pintó la Costa de Alaska y Canadá invadida en un 90% por Hielo, pero había un 10% donde los Paleoindios podían llegar con sus Botes y posiblemente conseguir Alimento de Aves, Mamíferos Marinos, Peces, etc ...
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En el Próximo Mapa de Beringia nos dejaron un Pedacito de Costa Libre de Hielo para que atraquemos en Nuestros Botes Umiak hechos de Pieles de Morsas, y con Costillas de Ballenas. Pero también había Arboles y Madera en Beringia. A remar se dijo Amigos Indígenas !.
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Beringia, el Mundo perdido de la Edad de Hielo
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El Puente de Tierra hizo mas que unir dos Continentes. Dió un nuevo Régimen climático a toda la Región Beringia al bloquear la Humedad del Pacífico para que no entrara a las Regiones interiores de Alaska y de Siberia. Estas Regiones se volvieron mas secas que lo que son hoy . De hecho se volvieron tan secas que las Tierras bajas quedaron libres de Hielo, aún durante los Episodios climáticos mas fríos de la Edad de Hielo.
Mientras todo el Resto de Canadá, partes de Siberia Occidental, y el Norte de Europa estaban enterrados en Hielo durante las Glaciaciones. Beringia permaneció libre de Hielo, excepto por las Regiones montañosas que pudieron coger suficiente humedad para tener Nieve permanente. Beringia era única : una Región del Norte sin Cubierta de Hielo. Pudo servir entonces como un Refugio para Plantas y Animales árticos, y de hecho muchas Especies árticas sobrevivieron la Edad de Hielo en este Refugio.
En el siguiente Website te hablan de las Plantas que existían en Beringia durante la Edad de Hielo, penetran las Tierra con Taladros y sacan Sedimentos con Polen, Plantas e Insectos fosilizados. El Insecto que mejor se conserva es el Escarabajo o Cucarrón.
En Beringia estaban todos los Tipos de Tundra, con el Polen, los Restos de Plantas y los Escarabajos Fósiles las identifican en los Sedimentos y en las distintas Regiones y Territorios. Beringia era como Francia de Grande. Aquí vemos las Fotos de las Tundras y Estepas :
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Próxima Imagen : Tundra de Arbustos ( Shrub Tundra ), en Ambientes mas calientes y húmedos, buena para Mamuts o por lo menos mucho mejor que la Tundra mésica que es mucho mas seca y fría y donde no crecen sinó hierbas, juncos, líquenes y musgos.
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Cientos de Especies de  Escarabajos no se extinguieron sinó que prosperaron en el Clima de Beringia, bueno para ellos. Por los tipos de Escarabajos ven que Vegetación había. Pudo ser Tundra de Estepa, Tundra de Arbustos, Tundra mésica, etc ..
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Próxima Imagen : Tundra mésica tiene poca Vegetación, sin Arboles y casi sin Arbustos, con poca Humedad porque llueve poco, mésica significa algo seca. No sirve para el Mamut. Hoy en Día los únicos Cuadrúpedos que comen ahí son el Reno, Caribú y Buey Almizclero ( muy peludo ). Esta es la Tundra mas fría y seca. Los Paleoindios podían cazar ahí el Cisne de las Nieves, el Oso Polar, el Lobo Gris, el Zorro Artico.
Pero era mejor para los Paleoindios irse para la Tundra de Arbustos y la de Estepas, mas calientes, húmedas y  con Mamuts, y Caballos para la Cacería y Alimentación. La Taiga favorece a los Mastodontes que comen Ramas. En las Tundras mas Calientes y en la Taiga eran donde había abundancia de Bayas en Beringia. Los Científicos dicen que había decenas de Especies de estos Arándanos salvajes, los mismos de hoy en Día. Estudio de Sedimentos milenarios.
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Esta es la Estepa que le gusta al Mamut, con mucha Hierba. Esta es la Tundra mas caliente y buena para Cuadrúpedos, excelente para Mamuts. Pero fíjate que al Fondo hay un Bosque Boreal llamado Taiga. Este era el Reino de los Caballos antes de que el Hombre los persiguiera para comerlos, antes de cabalgar.
Los Nómadas Escitas, los Bárbaros Hunos y los Mongoles cabalgaban en estas Estepas y mas al Norte tenían las Taigas o Bosques Boreales, suelen tener muchas Coníferas o Pinos.
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https://www.nps.gov/articles/aps-v12-i2-c8.htm
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Tundra. Es muy fría, no crecen Arboles. En la mas fría no crecen Arbustos sino pequeñísimos.
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Tundra = Musgos, Líquenes, Pastos, con muy pocos o nada de Arboles. Es el mas frío. Hay 3 Tipos, la mésica, en la mésica no crecen Arbustos. La Tundra de Arbustos y la Tundra de Estepas ( para Cuadrúpedos ).
Tundra Estepa es menos fría y muy apta para Cuadrúpedos.
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Taiga es Bosque Boreal ( muy al Norte ), muchas veces de Coníferas.También crecen el abeto, el abedul y el aliso. Taiga es Frío pero no tanto como la Tundra mésica o la de Arbustos. 
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Este es el Mapa de la Taiga y Tundra Circumpolar de la Actualidad.  Siberia y Alaska están abajo. Yo me imagino o adivino que los Cuadrúpedos comían bien en el Verde Oscuro que aquí se llama Boreal Forest Taiga. Me imagino que en ese Ecosistema prosperaban los Mamuts y los Caribús.
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Circumpolar map of the taiga-tundra ecotone, produced in the U.S. [Ranson et al., 2011]  
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Próxima Imagen : Ecoregiones de Alaska simplificadas
Alaska ecoregions following the scheme used by the Alaska Fire Service. IB = Intermontane Boreal; AT = Arctic Tundra; ART = Alaska Range Transition; BTA = Bering Taiga; BTU = Bering Tundra; CR = Coastal Rainforest; AM = Aleutian Meadows.  
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Próxima Imagen : Ecoregiones de Alaska con mas Detalle y Complejidad _
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Yo he estado estudiando muchos Videos sobre la Tundra ártica, para ver cual nos informa mas sobre la Vida que llevaron los Paleoindios en Beringia. Aquí vienen los Mejores. El Primero es glorioso y es de National Geographic. Video grabado en el Canadá ártico.
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Life in Arctic Nature -----  Fall on the Tundra National Geographic Documentary - Sep 2020
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youtube
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Si destruímos los Bosques del Amazonas y la Tundra de Alaska nos esperan grandes Desgracias ecológicas. Con la Atmósfera llena de Bióxido de Carbono,
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Wildfire Impacts on the Arctic Tundra in Alaska
TV Host & Meteorologist Cheryl Nelson's report on the NSF-funded project, Tundra Fire Impacts.  Reporting from Toolik Field Station in Alaska, for AccuWeather.
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youtube
#q
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fede-g-l · 4 years ago
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Romance del emplazado
Para Emilio Aladrén
¡Mi soledad sin descanso!
Ojos chicos de mi cuerpo
y grandes de mi caballo,
no se cierran por la noche
ni miran al otro lado
donde se aleja tranquilo
un sueño de trece barcos.
Sino que limpios y duros
escuderos desvelados,
mis ojos miran un norte
de metales y peñascos
donde mi cuerpo sin venas
consulta naipes helados.
Los densos bueyes del agua
embisten a los muchachos
que se bañan en las lunas
de sus cuernos ondulados.
Y los martillos cantaban
sobre los yunques sonámbulos,
el insomnio del jinete
y el insomnio del caballo.
El veinticinco de junio
le dijeron a el Amargo:
Ya puedes cortar si gustas
las adelfas de tu patio.
Pinta una cruz en la puerta
y pon tu nombre debajo,
porque cicutas y ortigas
nacerán en tu costado,
y agujas de cal mojada
te morderán los zapatos.
Será de noche, en lo oscuro,
por los montes imantados,
donde los bueyes del agua
beben los juncos soñando.
Pide luces y campanas.
Aprende a cruzar las manos,
y gusta los aires fríos
de metales y peñascos.
Porque dentro de dos meses
yacerás amortajado.
Espadón de nebulosa
mueve en el aire Santiago.
Grave silencio, de espalda,
manaba el cielo combado.
El veinticinco de junio
abrió sus ojos Amargo,
y el veinticinco de agosto
se tendió para cerrarlos.
Hombres bajaban la calle
para ver al emplazado,
que fijaba sobre el muro
su soledad con descanso.
Y la sábana impecable,
de duro acento romano,
daba equilibrio a la muerte
con las rectas de sus paños.
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El mundo se paralizó cuando su mirada cayó sobre la figura que yacía entre los juncos. El sonido de la lluvia tronando a su alrededor, las voces gritando de fondo, todo se desvaneció. El aire se envolvió en un atroz vacío que se cernía a su alrededor, asfixiándola. Su corazón era lo único que podía oír mientras golpeaba ensordecedoramente contra su caja torácica.
Su mirada estaba fija en la figura tumbada que yacía inmóvil al borde del río. Nada más a su alrededor importaba. Poco importaba cualquier arma que hacía horas hubiera sido apuntada amenazadoramente contra ella. Era como si solo ellos existieran. Un vacío infinito que los rodea. Deseo reprimir cualquier desgarrador recuerdo mientras la llovizna golpeaba contra su capa.
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Su respiración era pesada cuando fue capaz de moverse. El mundo ajeno a ella se tornó intranquilo cuando de la manera menos armoniosa sus pies tocaron el suelo y corrió, casi trastabillando con sus propios pies al querer llegar con rapidez. Las rodillas chocaron con el suelo frío y húmedo, y sus manos lo alcanzaron. Sangre, había demasiada sangre. Tenía la cara cortada, llego a ver el limite de este desde su mejilla, entre la sangre y suciedad que enmarañaban su cabello hasta la cabeza.
Tanta sangre.
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Un estúpido pensamiento cruzó su mente, odiaría esto, el ser incapaz de limpiarse a si mismo y Hange debió reprimir la maniática risa que casi escapaba de ella.
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──¿Estás vivo? ── Las palabras se perdieron en el viento mientras ella lo miraba fijamente. Su cuerpo estaba pesado en sus brazos, inmóvil y con mucha sangre. La mano que sostenía su cabeza se movió para descansar contra su cuello, la piel aún poseía un cierto calor que le recordaba un pasado en el que más de una vez debieron arrastrar al otro tras una pelea. Era incapaz de apartar la mirada, su otro brazo sosteniéndolo cerca de ella. Tanta sangre. Demasiada.
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Su respiración era pesada. Su garganta se sentía apretada. Su corazón martilleaba en su pecho. Dedos temblorosos se movieron contra la manchada piel. Tenía mucho frío. Era consiente de la identidad del soldado desde el momento en que el estruendo captó la atención del grupo que la escoltaba, como para estos se había tratado de un simple trueno continuado por u n relámpago, sumamente común en una tormenta. Y de no ser por lo rápido que su cerebro conecto la situación, habría tenido tiempo de sentir cierto orgullo de que su propio invento hubiera causado confusión entre los que ilusamente se creían los miembros más inteligentes de su regimiento.
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Su invento y uno de sus mayores orgullos, el mismo que con tanta determinación había elaborado. La razón por la que el cuerpo frente a ella parecía haber sido arrebatado de toda vida.
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──Levi...
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La lluvia pareció caer aún más fuerte en los minutos que ella se sentó acunándolo en sus brazos. Con las gotas amenazando con colarse dentro de sus ropas mientras todo el peso que en sus brazos sentía era el cuerpo ajeno, deseando tener la capacidad de que algo pudiese haber prevenido esto, sin exactitud realmente sobre que hubiera deseado prevenir mas siendo consciente de que pudiera garantizar la protección de este.
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Escuchaba las voces detrás suyo, tan claras como para ser capaz de responderles por más que no les entendiera y aún así sin encontrar la forma de que le importaran lo suficiente los soldados que con tanta calidez y respeto había tratado para que voltearan su espalda por motivos poco altruistas. Su pecho le dolía físicamente, como si algo amenazara con cerrarse o arrancar una parte de su cuerpo. Cerró los ojos por un segundo y respiró temblorosa.
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Se había terminado.
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Era incapaz de hacer algo. Todo en ella parecía que se hubiera entumecido.
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No había nada. Ya no quedaba nada más.
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La piel estaba fría contra las yemas de sus dedos. Su pulso suave bajo su cuidadoso y desesperado toque.
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Su pulso.
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Los ojos de Hange se abrieron repentinamente y ella lo miró de nuevo. Sus dedos se movieron ligeramente, buscando, recorriendo discretamente y ahí estaba de nuevo. Era débil pero estaba allí.
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Dijeron algo detrás de ella.
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── Está muerto. ── Se oyó a sí misma declarar. Mentira.
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Tragó saliva y trató de calmar su respiración. No creía tener más tiempo que este, más que unos pocos segundos que marcarían la diferencia entre salvarse o que luego se declararan dos cuerpos encontrados a las orillas del río. Tenía que escapar. Sacarlo con rapidez. Nunca había tenido tan poco tiempo.
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Los pasos detrás suyo le dijeron algo, siendo capaz de responder de una forma que casi era incapaz de reconocer su propia voz, buscando explicar como era de esperarse una herida así. Su estabilidad pendiendo de un hilo mientras sus palabras resultaban tan duras como al momento de dictar una orden.
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── También podría tomar su pulso, deja que eche un vistazo. ── Floch. La irritabilidad de su voz parecía derrumbar cualquier escudo que hubiese alzado con la intención de hasta entonces buscar procurar su seguridad. Y de no ser por el soldado en sus brazos probablemente lo hubiera tomado del cuello, espetándole que se callara y que perder su puesto significaba nada si eso le permitiera aunque sea propiciar los suficientes golpes en su rostro para verlo sangrar. Tal vez solo uno.
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No respondió, buscando sostener la mirada sobre el inservible traidor. Deseando que pudiese leer su mente para comprender la cantidad de insultos por minutos que pasaban por su mente, todas dedicadas a este y a su inoperancia.
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Fue el estruendo a metros de distancia lo que quito la ella por un momento, encontradose a ella misma incapaz de resistir la curiosidad al volverse para ver el vapor que rodeaba al titán. El vapor que parecía reabsorberse en un extraño movimiento. No comprendía lo que estaba sucediendo, no importaba. Nada más importaba. Cualquier comportamiento anormal que aquellas criaturas pudieran presentar ya no parecía ser su centro de atención. No necesitaba ver su rostro para saber quién era. Los jaegeristas aún lo miraban con las armas en alto, Hange se volvió hacia el río.
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En el pasado, se le había criticado incesantemente el como una mente tan brillante podía a veces actuar tan impulsivamente y aún así mantenerse con vida. Muchas veces lo había atribuido a la suerte o a una serie de factores que era incapaz de deducir. Cualquiera fuese la razón, esperaba que no fallara en aquel momento. Deslizó un brazo por la parte trasera de sus rodillas, manteniendo la otra mano sobre su espalda al levantarse cuidadosamente, una posición que -si salían con vida- le recordaría incesablemente entre risas. Era ahora o nunca. Aferrándose con fuerza a Levi, saltó.
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Sus pulmones se quedaron sin aliento cuando golpeó el agua fría, hundiéndolos con rapidez y buscando contener la respiración hasta que creyese encontrarse a distancia suficiente para luchar por algo de aire. La corriente era fuerte, lanzándolos ferozmente como si fueran madera flotante. Apretó su agarre alrededor de Levi mientras pateaba con fuerza contra el agua, desesperada por llegar a la superficie. Una y otra vez fueron arrojados bajo el agua hasta que por fin su cabeza salió del agua. Jadeando por aire, jaló a Levi con ella. Sus dedos se entumecieron contra él, pero aguantó.
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No estaba segura de cuánto tiempo estuvieron en el agua. La corriente era rápida, con suerte lo suficiente para arrastrarlos río abajo lo suficientemente rápido y lejos de los demás. Un giro en el río les dio una oportunidad y se las arregló para agarrarse de la rama de un árbol que colgaba sobre la orilla del río. Dedos entumecidos se deslizaron con atisbos de fuerza mientras empujaba a ambos hacia la orilla fangosa del río.
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Estaba oscureciendo, no sabía dónde estaban o si siquiera se encontraban a salvo. No importaba. No en ese momento mientras sus dedos buscaban a tientas el cuello de Levi, presionando contra la piel fría ahora limpia de sangre gracias al río, buscando de nuevo ese pequeño destello de esperanza.
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Por favor.
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El agua aún caía por su rostro y su respiración apenas parecía recuperarse, pero el brazo alrededor de este permanecía con la misma fuerza durante todo el trayecto al buscar arrastrarlo fuera del río. El -ahora suelto- cabello de la castaña intentaba interferir con su visión y pegarse en su frente, los removió con el dorso de la mano para permitir una completa concentración. ── No dejare que te vayas, ni ahora ni nunca. Más te vale que respires.
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Un recuerdo cegó su mente, lo suficiente para rememorar años atrás, mucho antes de que cualquiera de ellos tuviera un título lo suficientemente importante como para que otros pudieran molestarse en respetarlos.
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Mierda.
Mierda.
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¿Me estas jodiendo, Ackerman? No te permitiré que hagas esto. Menos hoy, nunca en un día así. Te necesito. ── Su plegaría era desesperada mientras en su mente buscaba contar incesablemente las repeticiones necesarias al realizar las presiones contra su tórax. ── ¿Acaso nos mentiste a todos y eres tan débil que dejaras que un mono gigante y un poco de agua te lleve, imbécil? ¡El soldado más fuerte de la humanidad y una mierda! Esto es todo tu culpa, salte a ese maldito río para salvar tu misero trasero ¿Y te crees capaz de morir frente a mi? Maldito bueno para nada, no pienso dejar que mueras ¿Me entendiste? . ── Sabía que realmente no había odio en sus palaras, mas era todo lo que podía lograr emitir con la ciega intención de producir un falso estado de tranquilidad para ella misma. ── Así que despierta ahora mismo o te enterrare en una pila de mi propia mierda
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Apartó un par de mechones de oscuro cabello de la frente de este, más le valía estar vivo en lo que sus manos se movían con cuidadosos pero intranquilos movimientos hacia la nariz y mentón, logrando apaciguar sus nervios ante el repetido contacto de la boca contra la suya buscando proporcionar aire. Tras unas repeticiones, el jadeo proveniente del contario fue lo suficientemente fuerte para que lo identificara en la lluvia.
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Hange sintió el alivio que había necesitado desde hacía semanas.
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── Cuatro ojos, luces como mierda. ── La voz era débil, casi como si despertase de una larga siesta.
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Apretó la cara contra su pecho mientras sentía el leve golpeteó contra sus dedos que le daba un pequeño recordatorio de que aún seguía con ella. Un sollozo la atravesó. Moviéndose ligeramente, lo acercó a ella, apretándolo con fuerza en un abrazo. Un minuto. Tenía un minuto y luego deberían seguir camino.
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Un minuto.
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Los segundos pasaron mientras ella hundía la cara en su cuello. Una vez más ese silencio los rodeó. Todo a su alrededor se desvaneció en la nada mientras se concentraba en el suave pulso donde su piel se presionaba contra la de él. Su pecho todavía apretado, dolorido. Su respiración aún era pesada. Ella lo abrazó con tanta fuerza mientras le rogaba, a alguien a quien no conocía y mucho menos creía, pero le rogaba de todas formas.
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── Más te vale que vivas ¿me entendiste? Somos nosotros hasta el final, lo prometiste. Eres todo lo que me queda.
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cuadernodeliteratura · 7 years ago
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«Fugados», José Lezama Lima.
No era un aire desligado, no se nadaba en el aire. Nos olvidábamos del límite de su color, hasta pare­cer arena indivisible que la respiración trabajosa­mente dejaba pasar. Llovía, llovía más, y entre llu­via y lluvia lograba imponerse un aire mojado, que aislaba, que hacía que nos enredásemos en las co­lumnas, o que mirásemos a los hombres iguales que pasaban a nuestro lado durante muchos días y en muchos cuerpos distintos. Hubo una pausa que fue aprovechada por Luis Keeler, para dirigirse a la es­cuela apresurando el paso; no obstante se detuvo para contemplar cómo el agua lentísima recorrien­do las letras de un escudo que anunciaba una joye­ría había recurvado hacia la última letra, parecien­do que allí se estancaba, adquiría después una tona­lidad verde cansado, se replegaba, giraba asustada, sin querer bordear el contorno del escudo, donde tendría que esperar que la brisa se dirigiese -podía también coger otro rumbo- directamente al escu­do, cuyas letras desmemoriadas surgían ya con es­fuerzo, ante la nivelación impuesta por la brisa y por las lluvias, y por último la gota después de reco­rrer las murallas y los desiertos desdibujados del escudo saltaba desapareciendo.
Armando Sotomayor había aprovechado también la pausa colocada entre las lluvias para dirigirse al colegio, que ofrecía un aspecto deslustrado, como si la voz de los profesores hubiera ido formando una costra húmeda que separaba la pared de las miradas. El recuerdo de la lluvia y del agua enfermiza que saltaba de las casas al suelo azafranado, donde se iba borrando, como si la suela de los zapatos limpiase las caras inverosímiles grabadas sobre el asfalto blan­duzco. Era como si una idea se dirigiese recta a adi­vinar el objeto enfrentado, y al encontrar las paredes, verde, amarillo escamoso, del colegio, saltase al mar para borrarse a sí misma.
Luis y Armando se miraron. Armando obser­vó que, al mismo tiempo que ya empezaba a sentir la humedad del agua evaporándose de su chaqueta azul oscuro, con rayas blancas, desde lejos grises, también asomaban con nuevos colores que se secaban lentamente, como después de pen­sarlo mucho, dejando en las paredes mareadas, patas de moscas, caras viejas, casi resquebrajadas. Arman­do ya no miraba las paredes húmedas, mareadas, como si la lluvia se hubiese entretenido en exten­der sobre las paredes piel estirada de gamo, sopla­do estrellas, trazando una esfumada cartografía si­deral. Los ojos de Armando giraron lentamente, los dejó caer sobre Luis que llegaba. Sin saludarlo le dijo: No entremos, en el malecón las olas están furiosas, quiero verlas.
Luis, más joven, alegre por la primera palabra de Armando, lo saludó primero con alegría di­simulada, después rápidamente respondió: Vamos.
La humedad persistía, se notaba, más que en los zapatos húmedos, en el sudor de la cara de Luis. La última gota se demoraba en el escudo de la jo­yería, hasta que al fin caía tan rápidamente que la absorción de la tierra daba un grito. Luis parecía fijarse en el peligro de la próxima lluvia, en la disculpa que daría en su casa si sus padres descubrían el improvisado paseo. Aunque cualquier pregunta de Armando fuese demasiado brusca, no se fijaba en la cara de él, como quien goza la presencia de un espejo empañado o se imagina muy espesa la atmósfera lunar o demora la papilla de puré en la lengua. La emoción de escaparse del colegio tenía demasiada importancia para dirigir su mirada a la cara de Armando, aunque es casi seguro que la fi­jase en sus ojos. Sin embargo, cada palabra de éste era una mirada, hasta casi pensaríamos que hablaba para encontrar en los ojos de Luis la colmación de sus palabras, más que necesaria respuesta.
No deberíamos, pensaba, nada más que ir al colegio por la mañana, todo lo demás sobra. Es cierto que las mañanas casi siempre son húmedas, que ablandan las cosas, que inutilizan las palabras. Cuando veo venir a mi tía, oleaginosa blancura y humedad de la mañana, con los ojos pinchados, con la ropa bruscamente lanzada contra el cuerpo inmóvil, me parece que la veo llegar montando en una vaca y descendiendo muy lentamente -como si quitásemos paños sudorosos de una estatua de yeso- del globo de la mañana. La contemplación del café con leche mañanero produce una volup­tuosidad dividida, que se convierte en poca cosa cuando los garzones van penetrando en las acade­mias. Un sabor espeso va penetrando por cada uno de los poros que se resisten, una paloma muere al chocar con la columna de humo de un cigarro, las aguas algosas van alzando el cadáver de un marinero ciego que deja caer pesadamente las manos, ostentando en las narices tatuadas el esfuerzo por querer sobrevivir en aquellas aguas espesadas por las salivas y por los papeles mojados.
Habían llegado ya al lugar esperado, las olas entraban por la mirada, luego se producía una deses­perada oquedad ocupada rápidamente por las nubes. El paisaje estrenaba una apariencia distinta frente al estilo o la manera distinta de las miradas. Las olas saltaban aceradas alrededor de un puño que les prestaba un esqueleto férreo y algoso. Se formaba el público que sobra siempre en las ciuda­des para bostezar en los incendios, para encender un quinqué en las inundaciones. Luis y Armando habían llegado frente a las olas un tanto desmemoriados, aquello parecía no ser su finali­dad. Momentáneamente había servido, pero les golpeaba un secreto más escurridizo. Las huidas del colegio son el grito interior de una crisis, de algo que abandonamos, de una piel que ya no nos disculpa. Habían perdido una tarde de colegio, ahora dejaban caer las manos, ladeaban un poco la cabeza, todos corrían y Luis se dejaba mojar los zapatos sin levantar la mirada de la próxima ola. Comprendía que el día era gris, que se habían fu­gado de la escuela, que Armando estaba a su lado ocupando un espacio maravilloso, doblemente ce­rrado, espacio rítmico, pues de vez en cuando se llevaba la mano a los cabellos como para obligar­los a mantener una postura irreal, movediza. Los cabellos le desobedecían, huían, como si aquél no fuese el sitio indicado para su sueño, rehusando el dominio de la mano que no reconocían como suya. Luis adivinaba que unas cuantas gotas eran poca cosa para sus zapatos. No había oído los gritos, los menudos papeles blanquísimos que al huir le tiraban a la ola, que cortés volvía después a olvidar y a recogerlos. La curvatura de las olas, la grosera asimilación de la ola por otra ola producía una onda de vapores exenta de recuerdos. Como si las nubes se fuesen extendiendo entre ellos y convirtiesen a los niños fugados en unos archipiélagos húmedos. Un barco los golpea suavemente y se ve lentamen­te rechazado por las manecillas de un reloj. Cam­biaron de rumbo, la finalidad que los había unido se perdía invisiblemente. Se iban a mantener más tensas y secretas las palabras que los enlazaban. Los dos se fueron replegando, ignorándose. Se aleja­ban de las olas creyendo que cansadas de estilizar el litoral se perderían en una aventura más comprometedora. Más que ver las olas las habían adi­vinado entrando en la atmósfera acuosa que des­alojaban, les llegaba un ruido lejano, una ola em­pujaba a la otra, impulsando curvados sonidos que se adelgazaban para penetrar en la bahía algodonosa de los oídos. Ya habían decidido pasear. La incita­ción primera se había convertido en el tedio lleva­dero del tener que pasear. Armando se fijaba en uno de los dos botones que se apartaban de la co­loración azul con rayas blancas del traje de Luis, invariablemente uno le parecía distinto, después empezaba el nuevo agrado descubriendo que los dos eran iguales. Ya no esperaba la próxima ola, sino la cambiante atracción de los botones azulosos, iguales, desiguales, aparecían, se sumergían. La ola que se tendía, después la fijeza de uno de los boto­nes, el otro era tan improbable. La mirada humedecida alargaba peces asfaltados. Era como si una grulla, ave blanda, fuese absorbida por el asfalto exigente que podía lucir así su nueva marca de gru­lla asfaltada. Todo tan diluido que no se diría la grulla escudo sobre el asfalto, como aquel que de­moraba la última gota en el anuncio de la joyería. Luis se estremeció, como si hubiese chocado con una nube o como si se hubiese despertado. Se oyó una voz más espesa, menos infiltrada de humedad. Se sintió aterrorizado como cuando nos enteramos que el escaro, pescado exquisito, sólo tiene los in­testinos comestibles. Luis sentía la humedad invi­sible en su paseo con Armando. Ningún punto fijo podía obligarlo, cualquier línea clareadora era tan alargada que moría en el agua electrizada. Ver­de de luna palustre, adivinando verdor de juncos enlunados.
Había surgido Carlos -la obligación con el nombre, la esclavitud a la línea y al punto-, mayor que Armando, diciéndole imperiosamente, era esa la palabra que Luis no decía, pero que sentía, pero que oía desgarrándole: ¿No ha­bíamos quedado en ir al cine? Todavía podemos ir. Armando, secamente, sin mirar a Luis, que ha tomado una figura insignificante, le dice: Adiós, me voy. Secamente, sin la mirada decisiva, sin intentar por última vez discriminar el colorido de los botones de su chaqueta azul con rayas blancas. Nuevos pájaros nevados dejan caer sus picos sobre las mandolinas que silabean numeradas elegías. El sueño se va espesando en el recuerdo de aquella última ola que definitivamente se marmolizó. La ola es el monstruo que busca el tazón de alabastro cuando dos manos viajeras deciden desembarcar a la misma hora.
Siguió con la mirada la curva de los paredones, que parecían inútiles, pues las olas desmemoriadas se detenían en un punto prefijado, trazado en el vértice de la ola y de la gaviota. Vio también cómo su brazo giraba, se perdía, hasta que adormecido lentamente se iba curvando, obligado por el girar de las gaviotas que trazaban círculos invisibles, no tan invisibles, pues al querer extender el brazo sen­tía las picadas de los peces-arañas, y al alzar los ojos veía a la gaviota esconderse en un punto geométrico, o entrar como flecha albina en un gran globo de cristal soplado. Ya no podía aislar el re­cuerdo de los peces-arañas, ni el brazo lentamente curvado de la mansa compasión de las gaviotas. No podía aislar en su cajita de níquel cromo los fósforos de las agujas. Ni el libro de las preguntas de las respuestas madreselvas, de los grupos de co­rales, de las más podridas anémonas. Las nubes se abrían rápidamente mostrando el castillo que se desangraba. Las nubes destetadas hacían un poco más rosado el nácar de aquella agonía. Siguiendo las vueltas de las gaviotas aparecían una docena de adolescentes ocultando en las arenas sus flautas cremosas, dejando en recuerdo sus orejas enterra­das. En el centro de la pecera se ven flotar, dimi­nutos, otra docena de guerreros romanos.
Se sentó en el muro, el agua ya no rebotaba en las piedras. Se dirigía a los oídos con pasos secre­tos, rebotando contra el castillo, sin timbre o lebrel que partiesen aquella humedad, que avivasen la oportunidad de aquel secreto oleaje. Vio cómo la uniformidad marina se abría en un remolino somnoliento, vislumbró un alga verde cansado, gris perla, adivinanza congelada, secreto que fluye. Lle­gaba una olita, fabricada por los juncos tejidos, guiada tan sólo por el ruido que forman los peces al virarse para pellizcarse el cuello; parecía que avisada el alga, ya empezaba a oír su nombre indistinto, iba a incrustarse en la piedra. Insatisfecho momento y el alga diferenciada, un tanto marea­da, volvía a ocupar el mismo sitio. Luis Keeler sin­tió la fijeza del alga, sintió también su carrera invisible hacia el paredón musgoso. Quedando así el alga, como una corona que desciende hasta la raíz del castillo que se desangra sobre el río. El alga clamaba por la monarquía del sueño intermina­ble. Entre los pasos de la codorniz y la raíz del castillo, la fotografía tomada a la sombra del hú­medo ruido y a la ligereza, podía garantizar el sur­gimiento de las algas diferenciadas.
Cuando el alga rebotó por última vez contra la piedra ablandada, Luis Keeler se fue hundiendo en el sueño. Un sueño blando, rodeado de algas, algodones, de manos que tocan blandamente un saco de arena y de puntillas. Cartas persas, las co­dornices de servicios domésticos, las peceras vol­cadas después del crimen. En su afán de buscar la última palabra y el nivel del sueño la codorniz tiraba desesperadamente de los labios. En el paraíso el agua corría de nuevo y se fabrica el cielo. La línea del paredón se alargaba, y él fue también es­tirando, adelgazando. Sintió que el pensamiento se le escapaba como había sentido los pasos de la codorniz, para ocupar el centro de aquella alga nombrada, diferente, que podía ostentar su orgu­llo y sus voluntarios paseos. El tacto insatisfecho ya no podía prolongarse en la mirada o en aquel último fragmento de sus labios. Espeso sueño como de quien pudiese hablar con la boca llena de agua. Absolutista alga que separaba el cristal de la diva­gación de los recuerdos y de las nubes.
Traspasó una línea marinera, que había sido tra­zada por los juncos antes de convertirse en pájaro­moscas. La última se extendió por el cuerpo de Luis Keeler, quedando también adormecida en la arborescencia de sus nervios. Uno de sus ojos, tras­pasando el globo de porcelana, que había sido traí­do junto con el taladro de los granates, se fijó en la punta del dedo de un bandolero agilísimo. Triun­fó, una ruedecilla recorría la distancia que separa­ba la mirada del objeto ceniciento.
Después el otro ojo se fijó en la condecoración dejada por el carapacho de las aguas quemantes, de las lavas y de los punzones. Puesto ya de pie, todas las algas huidas y borrado el límite de los paredo­nes, la noche le empapaba las entrañas, creciendo como un árbol que sacude la tinta de sus ramas. Hubiera sido decoroso dar un grito, pero en aquel momento se vaciaba la jaula de los cines y de la vida clamante de las algas había surgido un abso­luto sistema de iluminación. Dar un grito le hu­biera costado partirse un pie o adivinar los últi­mos cabeceos de las algas o cómo circula la sangre en los granates.
Autor: José Lezama Lima.
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yo-sostenible · 5 years ago
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Un caso de especiación extremadamente rápida en aves: los juncos de Norteamérica
Un caso de especiación extremadamente rápida en aves: los juncos de Norteamérica
📍Los juncos de ojo oscuro, Junco hyemalis, y los juncos de ojo amarillo, Junco phaeonotus, son gorriones de la familia Emberizidae cuya evolución ha seguido caminos muy diferentes
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Los juncos de ojo oscuro, Junco hyemalis, y los juncos de ojo amarillo, Junco phaeonotus, son gorriones de la familia Emberizidae cuya evolución ha seguido caminos muy diferentes. Investigadores del Museo Nacional de…
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sergiojuan · 6 years ago
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26/11 De Pisco a Lima en Bus. Chincha.
Faltaban diez minutos para las ocho de la mañana cuando llegué a la estación de bus, un par de calles la separaban de la plaza de Armas. Busqué algún sitio para desayunar, pero todo estaba cerrado; lo adjudiqué a que era domingo. Con la ausencia de un café subí puntual al autocar, saldríamos quince minutos después. Partimos con el autocar casi vacío, al no compartir espacio me relajé a lo ancho. Era previsible tardar cuatro horas para recorrer los 250 kilómetros que nos separaban de Lima. Más tarde sabría que hay otros (a otras horas) directos que tardan casi una hora menos. Los rápidos, en vez de ir por el interior de la provincia de Chincha, circulaban por la nueva autopista paralela a la costa. Precisamente por ello no me molestaba la demora.
El paisaje urbano de Pisco centro, con un tránsito tranquilo (cosa rara) lo dejamos atrás antes de lo previsto, transitamos entre campos sorteando diferentes distritos urbanos hasta llegar al de San Clemente, el último perteneciente a Pisco y en el pararíamos sin saber la razón, ya que nadie subió ni bajó del autocar. Aproveché para bajar y comprar delante de la puerta un refresco y un bocadillo pequeño y redondo de chicharrón peruano; interesante se me presentó el sabor que le imprimía la hierba buena.
Mientras me lo comía sentado en el autocar iniciamos la marcha, el verde volvió a almacenarse en las retinas pero pronto se fue transformando en pardo claro. Inhóspito y seco volvió a presentarse el paisaje a los dos lados de la carretera, incluso las estribaciones de las sierras parecían haberse alejado. El desierto duró poco y nos incorporamos a los fértiles valles de Chincha, cruzando sobre uno de los dos ramales en el que se divide el río San Juan al abrazar estos valles.
Con la vista dispuesta en las grandes plantaciones a cada lado de la carretera, volví a rememorar los más de doce mil agricultores que fueron expropiados de sus tierras, junto a su vida. Herederos de una ingeniería humana que convirtió los valles del desierto en vergeles agrícolas, una lucha milenaria para aprovechar y canalizar el bien más preciado en estas tierras: las aguas freáticas. Todo ello para que en un momento de su historia les fueran arrebatadas por ignorantes bárbaros, convirtiendo a los supervivientes en mineros y a los africanos en agricultores. Me costaba entender el que aún creyesen en un Dios que permitió todo eso, pero indiscutible es la fe de estos pueblos, quizás el único grito de esperanza que se les permitió expresar. Me pregunto que debían pensar al dictaminarles los mandamientos prohibiendo el matar o pronunciando la necesidad de amar al prójimo como a uno mismo.
Con estas reflexiones, después de cruzar el segundo brazo del Río San Juan llegamos a Chincha Alta, allí nos paramos y ascendió lo que se asemejaba a un club de amigos; familias vestidas de forma elegante provocando el intuir su participación en una boda o un bautizo. Me di cuenta que aunque me habían explicado las variantes genéticas, no sabría diferenciar sin temor a equivocarme si eran mulatos, mestizos de negro o zambos, diferenciar al mestizo ya me comportaba problemas; ningún criollo ascendió. Una familia se acercó a mi situación, se dispuso la madre e hija en los sillones delanteros y el señor que aparentaba próximo a los 50, con oscuro pelo caracoleado, ojos negros y morena piel clara aceitunada, se sentó a mi lado ofreciéndome, a lo que correspondí, un saludo y una sonrisa. En los asientos contiguos al pasillo otra pareja se dispuso con sus dos hijos delante. Entre ellos se inició una conversación que, aunque se mantuvo en un tono alto, no logré comprender su contenido.
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Iniciamos la marcha por lo que parecía la periferia de Chincha Alta en dirección oeste, diez minutos después apareció el horizonte marino. Nada más iniciarse el recorrido paralelo a la costa vislumbré a lo lejos un grupo numeroso de pequeñas barcas, las supuse de pesca. Volví a rememorar el pueblo Chincha, sus más de 10.000 pescadores a la llegada del español, miles de pequeñas barcas de junco (totoras) para pescar con red, arpón, cestas o anzuelos. Pero eran sus grandes balsas las preciadas para el transporte y el comercio marítimo, que gran parte de sus seis mil comerciantes utilizaban. Se hacían de madera de “balso” (árbol de origen del centro y noroeste sudamericano), una madera con menor densidad que el corcho, adquiriendo la propiedad de no volcar y alcanzar grandes velocidades aprovechando el aire. Podía cargar hasta veinte hombres, con remos, timón y velas, algunas con una pequeña construcción con techo en su centro. La leyenda (que cada vez se descubren más pruebas de su veracidad) cuenta que fueron utilizadas por el Inca Yupanqui en su viaje por Oceanía, llegando, entre otras, a la Isla de Pascua. La colonialidad siempre despreció las leyendas de procedencias oceánicas o asiáticas, para esgrimir el haber sido los primeros en descubrir por mar estas tierras, pero se encontraron con los Chinchas, los Huarco o el Imperio chimú en el costero desierto peruano que, entre otros, se atribuyen sus orígenes en islas oceánicas; un milenio antes se reivindica de los Paracas. Lo que si esta claro es que el gran conocimiento del océano, sus corrientes, vientos y rutas fueron despreciados y enterrados al igual que sus templos y su cultura milenaria. Pensé lo poco que había visto sobre su artesanía, esperaba en los museos de Lima poder entretenerme y conocer su especial trabajo en el tallado de sus remos, en la popular y utilitaria cerámica o su interesante textil.
Ya no era tan solo el camino real inca y las zonas arqueológicas Chinchas, el zambo y su particular sincretismo étnico y religioso determinaba el tener que volver por estas tierras. No dudo que las fiestas de la virgen del Carmen tienen que ser todo un espectáculo etnológico.
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cuadrafonico · 6 years ago
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Romance del emplazado (Federico García Lorca) ¡Mi soledad sin descanso!  Ojos chicos de mi cuerpo  y grandes de mi caballo,  no se cierran por la noche  ni miran al otro lado,  donde se aleja tranquilo  un sueño de trece barcos.  Sino que, limpios y duros  escuderos desvelados,  mis ojos miran un norte  de metales y peñascos,  donde mi cuerpo sin venas  consulta naipes helados.  *  Los densos bueyes del agua  embisten a los muchachos  que se bañan en las lunas  de sus cuernos ondulados.  Y los martillos cantaban  sobre los yunques sonámbulos,  el insomnio del jinete  y el insomnio del caballo.  *  El veinticinco de junio  le dijeron a el Amargo:  Ya puedes cortar si gustas  las adelfas de tu patio.  Pinta una cruz en la puerta  y pon tu nombre debajo,  porque cicutas y ortigas  nacerán en tu costado,  y agujas de cal mojada  te morderán los zapatos.  *  Será de noche, en lo oscuro,  por los montes imantados,  donde los bueyes del agua  beben los juncos soñando.  Pide luces y campanas.  Aprende a cruzar las manos,  y gusta los aires fríos  de metales y peñascos.  Porque dentro de dos meses  yacerás amortajado.  *  Espadón de nebulosa  mueve en el aire Santiago.  Grave silencio, de espalda,  manaba el cielo combado.  *  El veinticinco de junio  abrió sus ojos Amargo,  y el veinticinco de agosto  se tendió para cerrarlos.  Hombres bajaban la calle  para ver al emplazado,  que fijaba sobre el muro  su soledad con descanso.  Y la sábana impecable,  de duro acento romano,  daba equilibrio a la muerte  con las rectas de sus paños. https://www.instagram.com/p/Bt5vv9Eg0hM/?utm_source=ig_tumblr_share&igshid=1kvnou89eq2nj
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