#Cubano: dime cómo y dónde comes
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EL SICOMORO segunda parte plus
La mezcla racial entre Dimitri y Carlos era pura dinamita. El cubano no tenía fondo. Era capaz de mamarle la polla al ruso desde la cabeza hasta el pubis sin ayudarse de las manos. Se la tragaba entera sin soltar una lágrima.
Alberto volvía a degustar mi polla con la ventaja de saber qué cosas me volvían loco. Me agarró el nabo tieso, y en lugar de descapullarlo, lo primero que hizo fue tirar hacia él para juntar todo el pellejo posible entre sus dedos y urgar con su lengua a través de mi prepucio. Me salió un gran chorro de líquido para su suerte.
-¡Rotación! —volvió a solicitar Anuar.
Todos los perdedores mamones siguieron sus instrucciones y se movieron a la derecha. Alberto dejo mi polla dándole un último rechupeteo a mi prepucio y fue a probar el rabaco negro de Anuar. Intentó estrujarlo para sacarle el pellejo pero era algo imposible. De normal tenía medio capullo seco asomando, así que se dedicó a mamar su delicioso glande.
Eneko tenía ganas de sentir la nariz de Berto sobre su pubis después de haberlo comentado yo en voz alta, y no era una cuestión difícil, porque al no tener el rabo muy largo, la nariz del italiano chocaba enseguida con el matojo al tragarse el ancho cipote del vasco.
Por su parte, el querubín Fausto pasaba de la flauta dulce de Eneko a la flauta travesera de Dimitri. Sus pequeñas manos hacían más gigante aún el pollón del ruso. La abarcaba con ambas manos y todavía podía chupar la mitad del rabo.
-Suéltame la polla y cómetela sin manos —dijo Dimitri enganchándole las muñecas para separarlas de su polla.
Fausto intentaba tragar el máximo de carne, pero su expresión de agobio y sus lágrimas hablaban por sí solas de su limitada capacidad para encajarla.
Por fin era mi turno con el bueno de Carlos. El cubano cogió mis pelotas con ambas manos y tiró hacia abajo para que mi polla se pusiese más tiesa de lo que ya estaba. Me chupó los cojones con su enorme lengua, y luego se metió el rabo, que me descapulló arrastrando con fuerza sus carnosos labios a ras de la suave piel.
-Joder, Carlos —no pude evitar expresar mi sensación de placer—. ¡Qué bocaza tienes, cabrón!
-Papi, no hay nada que me guste más que desenvolver regalos, y una polla con prepucio es el mejor que se me puede hacer.
Las pollas y los cojones del equipo Flecha estaban ya superbabeadas, nos caían jugosos hilos de saliva que terminaban mojando nuestros pies. Además, estábamos tan excitados, que peligraba la subida de apuesta que hizo Carlos durante la carrera, poner el culo. Si seguían mamando a ese ritmo, nos íbamos a correr sin encular. Entonces, propuse la última rotación con algo que facilitaría las folladas.
-¡Rotación, chicos! —y añadí mientras ocupaban su nuevo puesto—. Aprovechad la saliva que cae de nuestros cojones para lubricar vuestros ojetes y ponerlos a punto.
Y así lo hicieron. Hasta ese momento, todos los perdedores seguían llevando sus pantaloncillos blancos, pero a mis órdenes, se los bajaron hasta las rodillas y arquearon la espalda para que se les abriese el culo en pompa. El banco no era muy ancho, así que sus culos les colgaban por detrás. Recogieron saliva de los cojones de su ganador correspondiente y se dedearon el ojete mientras probaban la última ronda de pollas.
La boca de Carlos entraba en sintonía con su otra mitad, su piel mulata echaba de menos un rabo negro entre tanto blanco lechoso.
-Uhhhh, papi. Esta tranca sí que sabe rica, es puro chocolate.
-Te gusta, eh, come rabo, anda —dijo Aunar metiėndole los dedos por las comisuras de la boca para abrírsela del todo—. Métete los dedos en ese culito café con leche, que te voy a rellenar bien.
Entre la barba de Alberto y la pelambrera púbica de Eneko, apenas podía distinguirse bien dónde estaba la polla del vasco, pues el nieto de Tiburcio intentaba comérsela enterita sin sacarla. A esas alturas, después de pasar por el pollón de Dimitri, el de Anuar y el mío, su garganta estaba desfondada y lo que necesitaba era ensancharla. Para eso, la tranca gordísima de Eneko era ideal. El culo de Alberto venía entrenado del día anterior, así que no le costó meterse un par de dedos casi desde el principio.
-Joder, cómo la chupa el italiano de los cojones —susurró Dimitri cerrándo los ojos—. Si lo llego a saber, hubiera empezado contigo.
Berto degustaba la tremenda polla del ruso con el mismo estilo y sensualidad que había tenido con las anteriores. Era más pausado, disfrutando cada pliegue de los cojones, cada surco del glande. Verlo era una puta delicia, se comía las pollas como quien se come su helado preferido. Su culo peludo hacía más ruido jugoso que ninguno, pero precisaba de más saliva, así que no tuvo reparo en coger un poco de mis cojones, que los tenía chorreando, pues Fausto salivaba como un puto boxer. Me gustó su valentía, pues en lugar de agarrarme la polla para evitar que le reventase la garganta, el enano se llevó ambas manos al culo para abrírselo al máximo y meterse los dedos a pares. Yo, por deferencia, intenté que no me potara la polla manejando su cabeza y midiendo hasta dónde podía llegar.
Sus culitos ya estaban suficientemente lubricados y deseosos de rabo. Nuestras pollas estaban a punto de explotar, así que no podíamos retrasar más el momento si queríamos recibir el premio completo.
-A ver, chicos, me gustaría probar todos los culitos pero no creo que pueda hacerlo, yo estoy que me corro —quise ser sincero—. Propongo que elijáis uno.
A todo esto, el equipo Diana no dejaba de mamar y dedearse.
-Yo quiero mi venganza completa y quiero el culo de Fausto —dijo Aunar pegándole pollazos a Carlos en la frente.
-Yo quiero en culito del monitor —dijo Eneko mirando a Alberto, que seguía mamándole la polla—. Sospecho que necesitas ensanchar ese diminuto ojete que tienes —y Alberto le sonrió.
-Pues yo quiero el culo del mulato —dijo Dimitri—. Mi nabo blanco en su culo moreno hacen buena pareja, seguro.
-Entonces, la suerte está echada —dije mirando al italiano—. Me flipan los culazos peludos como el tuyo, Berto.
Sacamos las pollas de las bocas del equipo Diana y nos pusimos detrás de nuestro culito elegido. Ellos se subieron de rodillas al banco y apoyaron las palmas de las manos en la pared de las duchas. Esos cuatro culos en pompa eran una maravilla, cuatro perros en celo deseando ser petados por nuestras cuatro flechas ganadoras.
Junto a mí, Dimitri enculaba a Carlos, pero gracias al poder de sus caderas, daba la sensación de que le estuviera haciendo una paja con el ojete. El ruso apenas se movía.
Eneko tuvo que ir poco a poco. El anillo rosado de Alberto, a pesar de que yo me lo había follado 24 horas antes, no podía comerse el rabaco de Eneko en un primer intento, mi polla no era tan ancha como la suya . A pesar de la fama de brutos que tienen los vascos, Eneko supo tratar con mimo el culito de Alberto con una buena comida previa hasta que logró metérsela enterita.
Lo de Aunar follándose a Fausto fue un escándalo. Él tan grande, tan negro y con esa pedazo de polla agarrando las cachas del culo del angelote blanco, aquello era una puta maravilla. A Fausto le costaba tragar polla por la boca, pero por el culo le cabía un trolebús. Qué manera de follar.
Yo estaba encantado con el culo peludo de Berto. Gemía a media voz con la misma sensualidad que nos la había chupado a todos. Se estremecía cuando le sacaba la polla a falta del glande y expulsaba su ojete carnoso para que volviese a metérsela de una atacada.
Cuatro flechas de carne clavadas en cuatro dianas hambrientas. Estábamos todos sudando y gimiendo. Aceleramos la follada porque el orgasmo ya era incontrolable. A mí, en el momento de mayor sensibilidad de mi rabo, se me ocurrió alargar la mano y abrir la ducha que estaba sobre el cuerpo de Berto. Los demás, al ver que aquello hacía parecer al italiano aún más perrako de lo que era, hicieron lo mismo.
El equipo Diana aullaba bajo la lluvia con sus culos reventados. El equipo Flecha empezamos a preñar gritando descontrolados. No podíamos parar de petarlos, nuestros rabos seguían duros y el equipo Diana aprovechó para pajearse antes de que se la sacáramos. Se corrieron los cuatro al mismo tiempo sobre el banco que tan felices los hizo aquella noche.
Destrozados físicamente pero con el alma plena de felicidad, nos dimos una última ducha, y haciendo el menor ruido posible para no despertar a Tiburcio, subimos a las habitaciones a dormir.
-Ha sido increíble Matt —dijo Alberto abrazado a mi pecho—. Cómo te voy a echar de menos.
-Tú siempre tendrás un lugar privilegiado en mis recuerdos. Además, cualquier día puedo volver, ¿no?
-Claro que sí, siempre serás bienvenido.
Nos dormimos enseguida, abrazados plácidamente, pero por la mañana, yo volví a encontrarme solo en la cama. Metí mi ropa limpia en la mochila y bajé para despedirme de Tiburcio.
-Los chicos se han ido de excursión al bosque —dijo el abuelo sirvi��ndome el desayuno—. Es una pena que no hayas podido despedirte de Alberto.
-No te preocupes, anoche lo hicimos por todo lo alto.
-Lo sé, lo sé —dijo con una pícara sonrisa—, vuestros gritos se escuchaban en todo el valle. Menuda orgía organizaste, cabronazo.
Me quedé de piedra, no esperaba una respuesta así del viejo.
-Sí, sí, Matt. No tienes que disculparte. Los chicos son jóvenes, tienen ganas de follar continuamente, es normal.
-Alberto y yo.... —Tiburcio me interrumpió.
-No necesito explicaciones, Matt, de verdad. ¿Sabes lo que sí me gustaría?
-Dime —estaba dispuesto a compensarle de cualquier manera por lo bien que me había tratado—. Haría lo que fuera por ti.
-Me gustaría comerte la polla y que te corrieras en mi boca —me dijo con cara de deseo—. Por cierto, aquí te he preparado unas cosillas para que el camino se te haga más ameno —y como el que no quiere la cosa, me acercó una bolsa.
Yo no tenía palabras frente a lo que acababa de escuchar. Me quedé pensando unos segundos, y a la única conclusión a la que llegué, fue que tenía que ser fiel a mí mismo y que debía cumplir con lo prometido.
Me levanté de la mesa, la rodeé hasta ponerme a su lado y cogí la bolsa que me ofreció para meterla en mi mochila. Luego me quedé mirándolo en silencio y me bajé la bragueta. Esa fue señal suficiente para que Tiburcio, que seguía sentado en su silla de cocina, urgase en mi pantalón y me sacase la polla. No tardó en metérsela en la boca y empezar a mamar como un cosaco. Joder, me la puso dura enseguida. Veía mi rabo entrar y salir de aquella frondosa barba blanca y más ganas de petarle la boca me entraban. Le agarré la cabeza y se la follé a saco hasta que me corrí tal y como él me pidió. Se tragó desde el primer chorro hasta la última gota tras escurrir mi prepucio. El cabrón se relamía tal y como lo hizo su nieto en la piragua.
Me guardé el nabo y salí del caserón, pero antes de coger la pasarela de madera que me llevó a aquel maravilloso embarcadero, me acerqué al viejo sicomoro y cogí un trozo de su corteza desgajada como recuerdo material de aquella curiosa familia, Tiburcio me dio su permiso desde el umbral de la puerta.
-Solo quiero preguntarte una última cosa —no quería quedarme con las ganas.
-Dispara —dijo el viejo sin miedo.
-¿Por qué dijiste que Alberto me estaba esperando el día que llegué?
-¿Por qué pensaste que me refería a él?
El cabronazo me noqueó con su respuesta a la gallega.
-Enigmático pero muy directo cuando quieres conseguir algo. De tal palo, tal astilla.
Ambos sonreímos y no hubo más palabras. Me fui. Aún me quedaba un buen trecho para salir de aquel inmenso embalse, que antes de conocer, confundí con el mar.
... CONTINUARÁ...
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Cubano: dime cómo y dónde comes, y te diré quién eres
Así comen muchos habaneros en el Parque Central (foto del autor)
LA HABANA, Cuba.- Aunque la cocina cubana jamás gozó de gran linaje, sobre todo si se la compara con la potestad de la francesa, por estos días se mencionan algunas bondades de nuestra mesa, y para demostrarlo, los interesados sugieren ciertos restaurantes; unos de “añeja” tradición y otros de muy reciente data.
Resultan comunes los elogios que dedica alguna prensa extranjera a la “Doña Eutimia” del callejón del chorro o a la “deliciosa” mesa servida del restaurant “La Catedral”, de “San Cristóbal”, ese que pronto ganó su “pedigrí” y que se consolidaría luego de que circularan noticias e imágenes que mostraron al presidente Obama cenando en ese restaurante del centro de la ciudad durante su estancia habanera. Y la lista crece, hasta se asegura que cierto chef que cocinó para Fidel Castro puso en la ciudad más vieja su “paladar” al que dio el nombre de “Al carbón”.
Nuestra cocina nunca fue verdaderamente glamorosa ni contó con grandes rituales a la hora de servir. Los cubanos no hicimos distingos entre los galos entremeses de charcutería y mariscos, ni pensamos en “primer y segundo servicio” ni en salida de mesa, quizá porque no tenemos castañas del Perigord ni dátiles de Provenza.
Cuba no tuvo a un “fisiólogo del gusto” como Brilliat Savarin ni un Grimod de la Reiniere que se ocupara de anfitriones y golosos, tampoco a un príncipe de gastrónomos como Curnonsky, quien se hizo famoso por sus saberes culinarios, esos que reveló en la gran prensa parisina, aún sin esas manos que perdió cuando era un niño tras las mordidas de un puerco, y aun así manejó con elegancia, y usando sus prótesis de metal, cada cubierto…, que son muchos en la Francia.
Las revoluciones, al menos esta, consideraron que el pueblo debía tener una cena sin burguesas cursilerías, una comida que llenara el estómago y nada más, donde el placer y las buenas maneras se perdieran de una vez y por todas, quizá por eso desapareció aquel programa de Nitza Villapol, nuestra “Sabarín tropical”, que enseñaba a cocinar desde la televisión.
Recuerdo, tras la desaparición de “Cocina al minuto”, cuando en una página de la revista Bohemia apareció un artículo de Nitza acompañado de una foto en la que la cocinera removía la tierra con un tenedor. Su interés era demostrar cuán bueno era remover la tierra para sembrar luego una matica, pero el ingenio isleño creyó otra cosa, y así lo dejó dicho. “¿Es que acaso esta mujer nos enseñará a comer tierra?”. Sin dudas la revolución nos obligó a comer tierra, y sin buenos modales.
A diferencia de la francesa, nuestra literatura fue parca mostrando las bondades de la mesa nacional. En el siglo XIX aparecieron algunas leves referencias, como aquellas que se asoman en las memorias de la condesa de Merlín y que hablan de su viaje a La Habana y de su frugal desayuno pleno en café. Más reveladas, aunque aún discretas, son otras “comidas” literarias, como es el caso de “Francisco”, de Anselmo Suárez y Romero, y también son conocidas las cenas de “Mi tío el empleado” de Ramón Mesa, y la que muestra Villaverde en la mesa de la familia Gamboa, todos prudentes, sobre todo si se les compara con el Rabelais de “Gargantúa y Pantagruel”.
Quizá la más conocida de entre todas las cenas literarias cubanas sea la de Doña Augusta en el “Paradiso” de Lezama Lima, exaltada en platos y palabras y desafiando a esa revolución que inauguró la inanición de las mandíbulas. Sin dudas las revoluciones no son dadas a la suntuosidad de la mesa. Las revoluciones obligan a la discreción. Y tal parquedad ya casi cumple sesenta años. Acá no se puede pensar en suntuosas cenas si se depende de una cartilla de racionamiento.
Nuestras cenas son humildes y tristes, y lo peor es que pueden resultar veleidosas. En Cuba los comensales están siempre prestos a llevarse la mejor “posta” de pollo durante la cena familiar que sucede a ese instante en el que llegó a la carnicería el animal alado. El pollo es el más grande lujo de la mesa cubana, uno de los fetiches de la nación “revolucionaria”. Ese, ya asqueado, es nuestro gran plato, que se cocina sin gracia y se come con precipitación. “Estoy harto del pollo”, aseguran, incluso, los cubanos que lo comen una vez al mes, y aseguran, tocándose la “mollera” en unos casos, y también alguna parte pudenda, que “me tiene el pollo hasta aquí”.
En esta isla el ritual de la mesa desapareció con esa “revolución benefactora”, y cada cual comió por su lado, con el plato en la mano y frente al televisor, en el quicio de la puerta que da a la calle, aun cuando corran el riesgo de delatar la mediocridad de esa cena. ¿Y qué decir de los modales, de la boca abierta y la comida ensalivada y a la vista? ¿Qué decir de los cubiertos que ya no existen, que apenas son usados? El cuchillo no hace falta si las manos saben prenderse a la fibra que casi ni masticamos, con la que nos atragantamos una vez al mes.
Mi madre recuerda a la suya, exigiendo a las hijas masticar cuarenta y ocho veces cada bocado y con la boca bien cerrada, y mi abuela paterna ponía cada día, aún en las peores jornadas, todos los cubiertos sobre esos manteles que se iban deshaciendo con los días sin que se pudieran reponer. La recuerdo exigiendo el uso de la servilleta, y que no se goloseara el postre que era solo para el final.
Mi familia creyó que había que enfrentar la mesa como si estuviera servida con platos de la cocina borgoñona o de la de Périgord. Era importante que todos se sentaran a la mesa, incluso para comer un huevo, y aprovecharlo como si fuera una de esas maravillas que ofrece el Loira. Mi hermano y yo obedecíamos los fines de semana, aunque antes juntáramos todo y con premura en aquellas bandejas de metal en las que la “revolución” nos sirvió en las becas.
Comer se convirtió en uno de los actos más promiscuos de la nación cubana. Antes, “comer fuera” era salir de casa y sentarse en la mesa de un restaurante, pero ya no. Ahora comer fuera es desandar las calles con la pizza doblada y enfundada en una “servilleta” de papel. Masticar, mascar, en medio de la calle y ante los ojos de todos.
Bastaría con pasar al mediodía por el Parque Central para encontrar a muchos sentados en algún banco manejando la cuchara, sujetando el pozuelo hecho, la mayoría de las veces, con el plástico de los contenedores de basura que antes fueran robados. Es triste mirar a mis coterráneos comiendo en un parque bajo la mirada de cualquier “extraño paseante”.
En esta ciudad la gente come sin recato a la vista de todos. Dice un cochero que almuerza en un banco del parque antes de poner a trotar a su caballo por la ciudad, que si se demora almorzando sus colegas pueden arrebatarle a los “yumas”, y lo mismo supone Yamil, que pasa también el día por allí esperando por algún extranjero para llevárselo a la cama y cobrarle para pagar el almuerzo del día siguiente y cubrir otras necesidades.
Mercedes está feliz con sus ingresos. Llega al parque cada mediodía con dos enormes sacos llenos de pozuelos. “¡Cincuenta pesos no es tanto!”, dice la mujer cuando refiere el precio del almuerzo que propone. “El pomito de agua lo vendo a cinco”. Ella no tiene permisos para vender pero se arriesga. Y a veces pierde porque tiene que regalar el almuerzo al inspector e incluso a algún policía.
Siempre que miro a esos toscos comensales miro al Martí de la estatua, y pienso en las comidas que advierte en el “Diario de campaña”, aquellas quizá discretas, pero más nutritivas que las que la “revolución”, más sosegadas a pesar de esa manigua sin mesa ni mantel. Puedo suponer la desilusión del Apóstol observando los modales de sus paisanos y preguntándose como degradó esa “revolución” a esos hijos que almuerzan con tal desfachatez y a la vista de todos.
Comer es un acto esencial, pero también íntimo, aunque la “revolución” del 59 atentara contra esa discreción e hiciera perecer ese discreto encanto de nuestros asados, de la fritura de malanga y la ropa vieja o el chilindrón de chivo. Cuba no es el “San Cristóbal” que visitó Obama ni la “Doña Eutimia” del Callejón del Chorro. La verdadera Cuba, es esa que fallece en medio de sus promiscuidades, sin prudencia ni buen gusto, sin moralidad, sin sencillez. Brilliat decía: “Dime lo que comes y te diré quién eres”, yo prefería escribir: “Dime cómo y dónde comes, y te diré quién eres”.
Cubano: dime cómo y dónde comes, y te diré quién eres
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