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LAZARUS
Jane odió la imagen que le devolvía el espejo. 5 mg de diazepam descendieron por su garganta y redujeron a cenizas el incendio que la cafeína y la absenta habían provocado en su sistema nervioso. Bajo las bombillas amarillas, los círculos oscuros eran más notables. No podía ocultar que portaba en su vientre una llama infernal. La bilis negra crecía en su interior, marcada a fuego en sus ojos felinos. Una melancolía demasiado profunda para alguien tan joven. Abrió la botella de bourbon y bebió del tapón. Tenía rastros de lápiz de labios de alguna de las chicas. Tomó aire. Una respiración pesada. A duras penas podía mantenerse en pie. Fijó su mirada en la botella y vaciló un segundo. ¿Y si la lanzaba contra el espejo del tocador? Todo estallaría en mil pedazos de cristal. Brillad, diamantes, sobre la moqueta. Sujetadores de encaje, una cajetilla azul de American Spirit, colillas, tangas de rayas bretonas y de colores fluorescentes, unas tenacillas y manchas de alcohol, se arremolinaban bajo sus botas de piel en un torbellino de inmundicia. Reprimió el impulso. Tendría que correr con los gastos y la deuda aumentaría. Maura había conseguido, al fin, echar una soga a su cuello.
Salió a la parte trasera del local y se encendió un pitillo. El sol inició su descenso. Se escondía tras la línea infinita que dibuja la carretera y que marca el término del municipio y el comienzo de las tierras áridas. Un buen lugar para perderse. Jane sostuvo el cigarrillo en los labios, se frotó las manos. En la hora del ocaso, el viento arrastra la arena y las salsolas sobre el asfalto, la temperatura baja once grados. Los días de diciembre nunca fueron tan cálidos como aquel invierno, ni las noches tan frías. Pensó en seguir la trayectoria de las nubes rosas y añiles, caminar en busca de los ardientes rayos, y adentrarse en el desierto del Sit para no volver. Los franceses querían colonizar Argelia con delincuentes, soldados rebeldes, cortesanas y hospicianos. Se confundieron de continente y así fundaron el Agujero de Dios. El redoble de la batería de I Put a Spell on You sonó desde el jukebox de la sala. Al caer la noche se encienden las luces de la ciudad y el cartel de neón del Blue Moon anuncia el desfile de la carne humana. Los silbidos, carcajadas e improperios, de una lascivia caduca y senil, envilecen las últimas estrofas del clásico interpretado por Creedence Clearwater Revival. Un grito de pánico, un taconeo apresurado y el ―¡maldita Jane!, ¿estás ahí?‖, arquearon sus cejas. Maura apareció ante sus ojos iluminada por el fluorescente de la puerta del almacén, que hacía guiños, al punto de fundirse, como todo en aquel lugar. Ataviada con un vestido de terciopelo granate, y unos aros de oro que podrían haber pertenecido a Marilyn Monroe, Jane expulsó la última bocanada de humo en su cara.
�� Te necesito ahí dentro. — Yo no curro los viernes. Es noche de ―chicas‖. Sólo he venido a…
— ¿A beber gratis?
Jane tiró la colilla y la pisoteó hasta que el polvo negro se confundió con la arena que ensuciaba sus botas desgastadas. La intervención lacónica y mordaz de Maura había herido el poco orgullo que le quedaba. Antes de que pudiese volver a abrir sus labios, pintados de un color teja que sobresalía por las arrugadas comisuras, Jane replicó:
— No voy a hacerlo. — Tienes que salir a la barra. A Brittany le ha dado un chungo y Quinn ha tenido que bajarla. — No voy a quitarme la ropa. — ¿Te he dicho que lo hagas? — ¿Por qué no sale Chelsea?, ¿dónde está? — Eso querría saber yo. No ha venido, y no ha llamado. Luego se inventará algo de su hijo. La semana que viene tendrá que venir gratis o buscarse otro sitio. — Qué difícil elección… Jane no levantó la vista de sus botas. — Deberías comprarte unas nuevas. La suela izquierda ha empezado a despegarse. — ¿Con el dinero que te debo? No pienso entrar, si no… — Por Dios bendito, ¡está bien, está bien! – Maura movió la cabeza. – Sólo sube y di que se ha acabado, pero que sigue el descuento hasta las doce. Y que mañana habrá doble sesión. — ¿Sin Chelsea? — Ya me ocuparé yo de eso. Vamos, pajarita. Hay alguien que te espera. — ¿Qué, quién? — Ya lo verás. — ¿Cuánto va a ser?
Maura se tocó el lóbulo derecho y se mojó los labios. Alzó la mirada hacia el cielo vespertino. Jane observó el turquesa de sus ojos. Parecía una estrella de cine de los años cincuenta venida a menos. Su belleza serena estaba enmascarada por los años, el maquillaje barato y las pestañas postizas, pero conservaba los rasgos delicados de una Madonna renacentista y la cabellera color fuego, heredada por sus tres hijas, que caía sobre su nuca como acariciada por una suave brisa marina. Se llevó una mano a la cadera y la otra la acercó a la mejilla de su nieta.
— Te doy la mitad de lo que me debes. – Cogió la barbilla de Jane y apretó su mandíbula con fuerza. – Ni se te ocurra volver a hacer una tontería.
Víctima y verdugo emprendieron el camino hacia el cadalso, acompañado por una melodía de órgano y sintetizadores. Pink Floyd, pensó Jane. De vuelta en el camerino se reencontró con su reflejo. Los ojos inyectados en sangre, el iris multicolor más verde que nunca. Aquella noche de luna creciente una frialdad mortal se había colado en su espina dorsal. No había oración ni plegaria que pudiera aniquilar aquel mal. ―Anda, dame eso‖, dijo Maura antes de arrancar de su cuello la bufanda que cubría su pecho, y de quitarle la chaqueta vaquera gris que llevaba sobre una camiseta del mismo color. Estaba llena de agujeros de quemaduras de cigarrillo. Le recortó las mangas con las tijeras que había sobre el tocador. Quedaban a la vista las pronunciadas clavículas bajo los tirantes de un sujetador negro. ―Tampoco es que haya mucho que enseñar, pero así está mejor‖. Jane le devolvió una mirada envenenada. Maura miró de arriba abajo la mercancía. Meneó la cabeza al reparar en los shorts vaqueros deshilachados y las medias con una carrera que avanzaba desde la rodilla al muslo izquierdo. ―Espero que con lo que te he perdonado tengas más que suficiente porque, cariño, también necesitas unas medias nuevas‖. Jane suspiró. ―No me digas que es moda. Los 80 ya pasaron.
Maura abrió la puerta de la sala y la empujó hacia la barra. Sintió el nudo corredizo oprimir la piel de su garganta. La náusea subió de golpe, de su estómago a su cabeza. Qué bien lo había orquestado todo aquella vieja bruja irlandesa. Robert Plant se desgañitaba sobre notas eléctricas. Deseaba que enmudeciese a los presentes, los cuatro viejos gatos a los que servía cada noche. Deseaba que todo acabase de girar, que los focos rojos y naranjas, semáforo saturnal, explotasen sobre sus cabezas y el techo se desplomase, sepultándolos en su impotente lujuria. Se sentó en la madera de la barra para impulsarse con las manos hacia arriba. No le quedaba pulso en las muñecas. Hacía días que no se alimentaba de otra cosa que de maíz, centeno y cebada destilados en Tennessee. Había decidido morir, pero le faltaba valor para empujar la banqueta bajo sus pies y esperar al crujido del cuello. Lo mejor era dejarse ir. Sucumbir. Como todas las plantas hicieron el pasado verano. Consiguió ponerse en pie y contempló a su audiencia. Rostros descarnados que llevaban escrita una vida de miseria, sus fechorías tatuadas en el cuerpo. Un puñal clavado en un corazón sangrante sobre la carne marchita, el nombre de una mujer vapuleada en el pecho. Hienas hambrientas que hacían corro alrededor de jarras de cerveza. ―¡Es Jane!‖, dijo uno de ellos. ―Anda, hiéreme nena, hiéreme‖. Iba a acabar con aquella majadería y pronunciar el mensaje de Maura cuando, entre todas las caras empapadas en sudor y libertinaje, sintió una mirada latir en su pecho. ―Desde que te amo‖, gritaba Plant en un arrebato. Cantaba a un amor de los que golpean en el vientre. El mismo dolor profundo penetró en Jane cuando entre la penumbra rojo oscura vislumbró el azul metálico de aquellos ojos. Ojos de los que había luchado por deshacerse durante cuatro años. Por las noches contaminaban su sueño, hacían que despertara y que tuviese que ahogar su desesperación bajo la almohada. La observaban desde el fondo de la habitación tras una neblina del color de la nieve sucia. Aquellos ojos se encontraron con los suyos cuando abrió los labios, y no fue capaz de articular palabra. ¿Había regresado Dean Branwell de entre los muertos?
Jane se tambaleó sobre la barra. ¿Dónde estaban su sudario y su máscara de huesos y sangre? ¿Era un delirio? Los recuerdos galopaban desbocados. ―Janie, tú y yo, somos dos piezas mal colocadas en el tablero de ajedrez que es el Agujero de Dios, este abismo cósmico‖. Recordó aquellas palabras, y muchas otras, pronunciadas en las tardes etílicas en el ático. La voz, profunda, resonó en sus oídos mucho después de que se hubiera marchado. En el susurro del viento, entre el murmullo de los niños que jugaban en el parque, en el silbido de los botellines de vidrio, en el eco de su propia voz. Había días en que pensaba que Dean sólo había sido una invención de su mente. Otros, creía verle en cada joven, en cada hombre que se acercaba a la barra. El verso de Ginsberg tatuado en el antebrazo derecho. El cuervo en el izquierdo, sobre las prominentes venas. El valle estaba emponzoñado con su ausencia. Levantó la cabeza para apartar el flequillo de su frente. Entre el hedor a marihuana y a cerveza derramada, sintió su olor. Denso, embriagador. A tierra mojada. Estaba allí. Otra gélida noche de diciembre condujo en mitad de la niebla para llamar a su puerta. Había recibido una carta de su hermano desde Sitka, Alaska. La única vez que vio caer una lágrima por sus mejillas. La primera noche en que estuvo dentro de ella y convergieron bajo las estrellas. Sus ojos azules brillaban a la luz de las velas. Sentía los latidos de su corazón en su pecho, en sus labios, en sus venas. Cuando el cielo empezaba a teñirse de rojo hundió los dedos en su piel. No era un buen momento para que saliera el sol.
―¿Por qué te has alistado?, le preguntó cuatro años atrás. En la Wurlitzer sonó, de forma profética, Babe I’m gonna leave you. ―¿Por qué no? Tengo que verlo, para entenderlo. I ain't no fortunate son‖. Jane sabía que ésa no era la verdadera razón. Dean necesitaba escapar o acabaría absorbido por aquel lugar, atrapado en el espacio-tiempo. Fue la última noche que estuvieron juntos en el Blue Moon. La visión de Dean con Led Zeppelin de fondo en aquel antro, una vez más, sólo podía ser una broma cósmica.
El viejo Chevy rojo pasó por delante de sus ojos. Se perdió dando brincos sobre la bachateada carretera, dejando tras de sí una nube de polvo. La última imagen que conservaba de Dean era al volante de aquella camioneta, el cabello rubio trigo agitado por el viento. En la televisión pasaron unas imágenes, captadas desde una base militar estadounidense, de una tormenta de arena que ocultó el sol durante más de cuarenta minutos. Se erguía como una ola sobre la tierra. El polvo que se filtraba por las mosquiteras de las ventanas y las puertas, el que se posaba en sus botas y que recogía al barrer su habitación, podía ser el mismo que llenaba los pulmones de Dean. Imaginó su cuerpo sepultado en el desierto iraquí y rezó, rezó y rezó, de rodillas ante su cama, aunque nunca antes lo había hecho, porque no fuera cierto. Un escalofrío recorrió su cuerpo como el rayo atraviesa el cielo borrascoso. Era Dean. No era ningún espectro de la noche plutónica. Era Dean a quien veía caminar bajo la luz escarlata. La tormenta iba a comenzar. ―He llorado, mis lágrimas caen como la lluvia, no escuchas, ¿no las escuchas caer?‖, decía Plant. Eran sus ojos, el hoyuelo en el mentón cubierto por una incipiente barba rubia, la chaqueta de la guerra de Corea del viejo Leonard. Después de todo, estaba vivo. La ira creció en sus entrañas, hasta explotar en su cavidad torácica y exhalar un suspiro de abatimiento, precedido de un alarido sordo, en su larga caída hacia el infierno.
“Cuánto te amo, cariño. Estoy enamorado de ti, pequeña. Pero nena, desde que te amo Estoy al punto de perder la razón”.
Dean se había hartado de escuchar aquella canción en su adolescencia. Las primeras estrofas acallaron el chirrido de la desvencijada puerta del Blue Moon. Las campanas de la iglesia acababan de tañer. El tercer toque. Descendería en busca de Jane.
Media hora antes observó el cartel encenderse desde la carretera. La luna llena titilante, las letras en cursiva. Luces de neón azules y rosas que enviaban una señal de recreo disoluto a los transeúntes. El que se atreve a mirar en su interior es porque espera encontrar lo que andaba buscando. El Blue Moon había existido desde demasiado tiempo atrás. El mal residía en él, en sus paredes, en la barra y los taburetes de madera, en el reloj al que Quinn siempre olvidaba cambiar la pila, en la bandera roja, blanca y azul que coronaba los estantes llenos de botellas sobre los que había unas pinturas pop. Cowboys y cowgirls, caballos, una ermita, carretas, y otras escenas que rememoraban el Viejo Oeste. Todo el que había bebido allí tenía alguna historia que contar. A quién le había partido la mandíbula cerca de la barra, a quién había desplumado en su mesa de billar, las tetas de quién había visto una noche de viernes. Como la de aquel 17 de diciembre.
Dudó en girar la llave, apretar el embrague, y conducir carretera abajo hacia el abandonado parque industrial. Camino del Blue Moon había pasado por delante de los almacenes cerrados y de la acería. Letreros y puertas oxidados. Candados echados hasta que con la orden de embargo llegase un comprador o se produjese un sospechoso traspaso y cambio de nombre. El viento discurría entre las estructuras gargantuescas que proyectaban su sombra en la carretera polvorienta. Un cementerio de acero y hierro. Dean tomó el desvío de regreso a la civilización subsistente. Las farolas se encendieron y arrojaron su mortecina luz sobre un escuálido gato pardo. Rebuscaba entre los desperdicios a los pies de un contenedor en la puerta de la Taquería. Encendió la radio y buscó una emisora de música. Una prostituta daba vueltas en círculo junto al paso de cebra. Se acercó a la ventanilla del copiloto cuando el semáforo se puso en rojo. ―¿Una mamada? Ponle precio‖. Dean sonrió y negó con la cabeza. Subió al coche de atrás. Comenzó a sonar la versión de una canción que le costó reconocer, contaminada por sonidos robotizados. Sin embargo, las líneas del bajo eran inconfundibles: ―Dejé que te usaran para sus propios fines‖. La niebla comenzó a crecer y a inundar el valle. Al bajar del viejo Chevy, en el parking del Blue Moon, sintió el frío pegarse a sus huesos. En la ventana parpadeaban los neones rojos: GIRLS, GIRLS, GIRLS. ¿Cuántas noches de vigilia fueron, las chicas, el único tema de conversación? En el desierto no había mucho más que hacer. Esperar. Jugar al fútbol. Recordar. Hablar de casa. Un término vago para Dean. ¿Estaba su hogar en la península de hielo?, ¿o en aquel agujero? Una extraña fuerza gravitacional le había devuelto a aquella endiablada tierra desértica.
I Put a Spell on You y un clamor de expectación llegaron hasta sus oídos cuando pisó el Blue Moon. Quinn recogía billetes arrugados de los hombres que se apiñaban en la barra. Una mujer pelirroja aplaudía y se servía un vaso de whisky. Dean se fijó en sus uñas color sangre. Le costó reconocerla. El tiempo había hecho mella en su rostro y su figura, pero la manicura y los aires de grandeza eran los mismos de siempre. Y sus piernas. Nunca llevaba pantalones. Jane las había heredado.
— Dios me guarde la vista. Dean Branwell. — Maura… — ¡Yo soy la resurrección y la vida! ¿Sabes que hoy es San Lázaro? Cuatro días tardó en regresar con los suyos. ¿Cuánto has tardado tú?, ¿eh, Dean? — No lo sé… me fui en… — Yo juraría que fue hace cuatro años cuando te largaste a matar talibanes. Dean guardó silencio. ¿A cuántas personas había matado? Bajó la vista. ¿A cuántos mató Sansón con la quijada del asno? Se mordió los labios en un gesto de desaprobación que Maura no comprendería. — ¿Qué quieres? — He venido a ver a… — Shhh, frena. Ya sé a quién buscas. ¿Qué quieres beber? — Ah, whisky está bien. — Quinn, pásame un vaso para el muchacho. — Branwell. Quinn hizo un gesto con la cabeza que Maura interpretó al instante. Dean y él ya se habían visto. Llenó el vaso con la botella de whisky que acababa de abrir. — Jane no está. No trabaja hoy. — Lo sé… Quinn me ha dicho que estaría aquí, dentro de un rato. — ¿Eso ha dicho? Nunca me entero de nada. Entonces debe de ser ella, y no las ratas, la que anda haciendo ruido ahí atrás. Quinn se alejó como si no acabara de escuchar el tono de reprimenda de su jefa. Apagó las luces de la barra para encender los focos rojos y los silbidos comenzaron. — Has llegado justo a tiempo para el espectáculo. Va a salir Brittany. — ¿Puedes decirle a Jane que estoy aquí? La esperaré fuera. Maura soltó una carcajada.
— Al soldadito le avergüenza nuestro show. — No me avergüenza. Prefiero esperar fuera. Fumarme un cigarrillo. — ¿Quieres uno? – le ofreció su pitillera plateada. – Puedes fumar aquí. — No, gracias. Tengo el mío. — ¿Aquella mierda con olor a césped mojado que te solías liar? – Dean asintió. – Cuando acabe Brittany, iré a buscarla. Chelsea no ha venido.
Echó un vistazo al local antes de salir. Una chica rubia se movía de manera trágica sobre la barra. El tanga de vinilo con la bandera de Estados Unidos brillaba en medio de la oscuridad escarlata. Se lió un cigarrillo y esperó a escuchar la voz de Jane. Pero sólo escuchó la de David Gilmour desde la sala. Las campanas de la iglesia tañeron. El segundo toque. Escuchó un grito. El tercer toque. Las seis de la tarde. Dio una profusa calada y tiró la colilla. Sintió un leve mareo, el aire frío se metió en sus oídos. Se reanudaron los silbidos y unos riffs que debían provenir de la guitarra del dandy oscuro.
Abrió la puerta y, en medio del humo, surgió la melena cobriza. Una llamarada de fuego en el horno. Los labios carnosos, entreabiertos, relucían. Vislumbró en su mente el cuadro de la hija de Herodías. El gesto de éxtasis. La pequeña cicatriz en el labio superior. La melena se movía sobre los pequeños hombros, salvaje. ―Todos intentan decirme que no me haces bien‖, continuaban Led Zeppelin. Sus caderas no seguían el ritmo de la música. Un ardor bajó por la garganta de Dean hasta más allá de su vientre. Sintió el peso de Jane. Vio su cabeza apoyada sobre su pecho. La vio descansar en su cama. Desnuda. La melena cobriza sobre la almohada. Bajo el estallido de la batería, su cuerpo se estremeció con violencia. Los ojos abismales de Jane se encontraron con los suyos. Escuchó el trueno y vio su cuerpo tambalearse.
Jane cayó sobre los vasos y los botellines de cerveza. La sangre comenzó a discurrir por la piel. Quieta en el colchón de pedazos de vidrio. Destellos verdes emanaron, como luces del norte, de la madera sucia de la barra. Dean sintió el dolor punzante y el calor de la sangre. Corrió hasta ella. Imaginó al gusano del Nilo hundir los dientes, pequeños y afilados, desgarrar la media por completo e iniciar la erosión. Rememoró el tacto de sus rodillas, su mano en ascenso hasta su interior. Las glándulas comienzan a segregar. El veneno se cuela en el torrente sanguíneo. Detiene su corazón licántropo. ¿Dejaba de latir cada vez que buscaba su cuerpo en la cama y sólo encontraba un espacio vacío? A través de las medias rotas pudo ver cicatrices que no recordaba. Advirtió las costillas, demasiado marcadas. Cicuta, acónito y opio envenenaban su mirada. Había sucumbido a un odio visceral hacia la raza humana. Quiso alargar la mano, alcanzar sus tobillos y suplicarle perdón. Cuatro años atrás, debieron haber escapado de aquel lugar donde todos los desgraciados parecían haberse puesto de acuerdo para encontrarse. Le dijo a Jane que eran dos piezas lanzadas al vacío de aquel agujero cósmico. Ahora era demasiado tarde para ponerse filosóficos.
Lo comprendió cuando su presencia causó una herida más profunda que su ausencia. Jane consiguió incorporarse en un movimiento furioso, propio de un animal herido. No aceptó la ayuda de ninguno de los hombres que se ofrecieron a levantarla. Dejó caer su cuerpo hacia adelante y cogió la solapa derecha de la chaqueta de Dean con la fuerza que pudo extraer de sus entrañas. Con su mano izquierda, por la que circulaba la sangre, presionó su nuez. Dean cerró los ojos y esperó a la caída del filo sobre su cuello. Imaginó que luego besaría sus labios fríos. Salomé y Jokanaan. Lo único que sintió fue la suave caricia de su mano en su frente. Bajó por su mejilla hasta llegar a su boca, donde el olor a herrumbre de la sangre que la manchaba se coló por su nariz. Abrió los ojos y se encontró con su gélida expresión. Medusa de jade y cobre. Quiso despetrificarla y comenzó a decir su nombre, ahogado bajo los sollozos de Robert Plant. Y aunque no llegó a escucharlo, Jane lo leyó en el aire y respondió con la anhelada y ronca voz: ―Tú no eres Dean. Dean murió en el puto desierto.
Quinn apareció detrás de la barra, rodeó la cintura de Jane con sus brazos y la arrastró hacia el suelo. Se batió con él y volvió a mirar a Dean con una rabia desmesurada. Quinn susurró en su oído y consiguió que su diafragma dejase de subir y bajar a la velocidad que lo había hecho hasta entonces. Agarró su muñeca y se la llevó de la barra. La canción terminó. Los abucheos del público continuaron. Maura gritó desde el fondo de la sala algo que satisfaría su sed. Los ánimos se calmaron. Dean rodeó la barra y pasó por debajo hasta llegar a la puerta que comunicaba con el almacén. Al final del pasillo estaban Quinn y Jane. Escuchó los tacones de Maura detrás de él y el sonido de una nueva canción. La Wurlitzer no dejaba de girar. Maura los alcanzó. ―Sabía que lo harías. Si no fueras de mi sangre, estarías en la puta calle. ¡No deberías volver a esa barra, nunca más!‖. Dean observó la reacción de Jane con recelo. Apretó el cuello de Maura con sus manos y la sostuvo contra la pared unos segundos. ―Cállate, vieja zorra‖. Quinn gritó basta y le obligó a soltarla. Maura tosió antes de continuar. ―Deberías estar en la calle. Eres una desagradecida, como tu madre.‖ Jane levantó la mano para abofetearla pero Quinn lo evitó. Abrió una puerta y la empujó adentro. ―Quédate ahí y no salgas hasta que te hayas calmado, ¿ok? Maura masculló ―puta loca. — Tengo que volver a la barra. Alguien tiene que atender la barra… Branwell, haz que se limpie y luego la llevaré al hospital. ¡Maldita sea! – Quinn se pasó la mano por el largo cabello. – Maura, no entres ahí dentro. Déjala en paz. — No iba a entrar. Que se maten entre ellos, si quieren. Dean se quedó sólo en el corredor cochambroso, vagamente iluminado por un tubo fluorescente que emitía un irritante zumbido eléctrico. Parpadeaba. Debía estar agotado, o en aquel condenado pasillo había menos de diez grados. El papel verde desvaído que cubría las paredes de madera comenzaba a levantarse. Algunos trozos habían sido remendados con pintura roja. Había un par de flechas, borrones y letras. Indicaciones de los pintores, o mensajes satánicos. Golpeó la puerta dos veces. No hubo respuesta. Jane jugueteaba con dos brochas. La mesa del camerino estaba llena de botes: laca de uñas, pintalabios, y cajitas transparentes de bordes plateados y negros que parecían acuarelas de todos los colores perceptibles por el ojo humano. Tenía enrollado un pedazo de tela en la pierna, y apoyaba su frente en su mano derecha, los dedos hundidos en el cabello revuelto. Se volvió hacia él con una expresión de indiferencia hasta que arrugó la frente, y estiró los labios, en un claro gesto de dolor. Se llevó la mano al muslo. La herida debía de escocer, pensó Dean. — ¿Qué quieres? – preguntó en un hilo de voz. — Jane… Sweet Jane en la sensual voz de la cantante de Cowboy Junkies sonaba en el bar en el que pidió un café y una porción de tarta de queso al salir del hospital. Una extraña nostalgia se apoderó de su corazón cuando vio un anuncio en la pequeña televisión que había al final de la barra. Tres hipsters entraban en un bar y pedían unas Modelo Special. El spot era ridículo. Pero le trajo a la memoria el día que fueron al rodeo con Harley. Le hizo una foto a Jane con una lata de Modelo en la mano. Cuando vio que se acercaba a ella con la cámara, le quitó el sombrero texano a su padre y se lo puso. Salió con la mirada perdida en sus botas. El ala ancha sólo dejaba al descubierto su sonrisa de niña y la nariz pequeña. Trató de evocar su rostro. Sus ojos verdes se volvían difusos. No conseguía recordar la última vez que la vio. De manera intermitente regresaba a su mente una imagen. Tumbada sobre una toalla con aquellas gafas ridículas de su tía y un bikini de color mostaza. Le estaba pequeño en la parte de arriba, pues lo usaba desde que tenía catorce años. La toalla tenía soles dibujados. Recordaba el color del bikini y aquellos soles porque cada vez que veía al astro salir, por encima de las dunas, sentía que tenía una razón para volver. Le dejó un billete de dos dólares de propina a la camarera por haber elegido esa canción y se fue en busca del primer Greyhound en dirección al Agujero de Dios. — Janie… — No me llames Janie. Ya no soy una niña. Sólo John me llamaba así. — Quinn me ha dicho que está en Forca. — Sí. ¿Cuándo has hablado con Quinn? ¿Te ha dicho él que vinieras, o estabas de paso? — Jane, he venido porque quería… — ¿Querías darme la noticia en persona? — ¿La noticia? — ¿De que no volaste por los aires? — ¿Por qué dices eso? Jane rió con sorna. — Dios… Eres increíble. No escribes, no llamas… ¿Cuánto hace que volviste? El subnormal de Martin vino y me dijo que no sabía nada de ti. Volvió hace dos años. ¿Lo sabías? Cuando me vio aquí, la otra noche, me dijo: ¿no seguís en contacto? Así que quise pensar que habías muerto. Era mejor que pensar que no… Dean no la dejó terminar. — Para. No había ni una sola noche en que no me fuese a dormir pensando en ti. Veía… veía tu melena sobre la almohada. Veía eso sólo porque había empezado a olvidar tu cara. — ¿Qué mierda es ésta? ¿Lo has sacado de alguno de tus libros? No me jodas, Dean. ¿Sabes qué? Vete a la mierda. Tú y tus visiones. Si de verdad hubieses… si eso fuera verdad te habrías quedado, ¿no? — ¡Te ibas a ir a la universidad! — Sí, ¡no al puto Marte! Hubiera vuelto los fines de semana y podías haber venido a verme… ¡No me jodas! No compares esto. No me digas que te fuiste al puto Irak porque yo iba a ir a la universidad. Dime, dímelo de una vez. ¿Por qué te alistaste? — No lo sé… Dean retrocedió. Miró su reflejo en el espejo y metió las manos en los bolsillos de la coreana. Apretó los labios. Caminó hacia la puerta antes de volverse a mirar a Jane. Se había levantado de la silla. — ¿Por qué te alistaste? Avanzó de nuevo hacia ella, hasta poder sentir su respiración. Su cabello parecía rojo bajo la luz amarilla de las bombillas. Dean dirigió su mirada al espejo. Evitaba encontrarse con la mirada de Jane pero giró la cabeza y, por encima de su hombro, clavó sus ojos en los suyos. En ese breve instante en que volvieron a encontrarse, a través del espejo, recordó al Dean que conocía. — Quizá sólo quería volverme loco allí. Sonó sincero. — Tenía que escapar. — ¿De mí? Dean se llevó las manos a los ojos y las arrastró por su cara hasta acariciar su barba. Rió con amargura. — Dios mío, Jane. No, mierda, no. Claro que no. De esto. De este lugar. ¿Sabes lo que me esperaba aquí? ¿Qué iba a hacer yo?, ¿cortar el césped de Harry? ¿Vivir de su pensión? ¿Trabajar en la acería… que ahora está cerrada? ¿Volver al maldito polo norte? No había nada. ¿Recuerdas cuando acabamos el instituto? Todos aquellos sueños se fueron. ¿Recuerdas aquella noche en el monte, cuando te besé y me pediste que parase? Jane bajó la vista. — Sabes que no podía… — Me di cuenta de lo que iba a pasar. Y tú también lo supiste. Dean tragó saliva antes de continuar. — Cuando me fui, sabías por qué lo hacía, Janie. Lo vi en tus ojos. No podía seguir aquí. Hubiera acabado en el lago. Quinn apareció y el silencio escaló de sus gargantas a las paredes. Se quedó bajo el marco de la puerta. Era consciente de que cruzar su umbral sería una profanación. Lo supo al inhalar el aire enrarecido. El mismo que se respira en las sábanas revueltas que dejan los amantes en el lecho tras el sexo. Pero la posición de los cuerpos que observaba era la de una intimidad ajada. No le hizo falta abrir los labios. Jane caminó hacia él, no sin antes, con la vista perdida en la moqueta, dirigirse a Dean: ―Nos vemos por ahí‖. Quiso tener la última palabra. Siempre quería hacerlo. Aunque después sintiera el frío eco del vacío. Quinn le preguntó si estaba bien y se limitó a asentir con la cabeza. Le puso su chaqueta de cuero alrededor de los hombros y la ayudó a subir al coche. Perdió la vista en la tierra árida, iluminada por el fluorescente azul que colgaba sobre la puerta del almacén. Quinn echó el candado y se sentó al volante. Preguntó de nuevo si estaba bien, pero Jane no se molestó en contestar. Encendió la radio y se recostó en el hundido asiento del Ford. Quinn suspiró, apartó la mecha de cabello que caía sobre su frente y puso las llaves en el contacto. — Estoy bien. Quinn asintió sin dejar escapar la preocupación que empañaba sus ojos. Un destello color café brillaba en ellos. — Gracias. — ¿Por qué? Jane sonrió. Cerró el puño y le propinó un suave golpe en el hombro. — Conduce. Quinn le devolvió la sonrisa y arrancó. El lenguaje no verbal entre ellos crecía como tela de araña. Envolvía sus silencios. Quinn abrió ese canal porque en un mundo adulterado por psicofonías electrónicas, pantallas de óxido y estaño, Jane era real. La observó encoger los hombros en uno de sus gestos felinos y, antes de meter tercera, la escuchó suspirar. Leía en voz alta el nuevo cartel de neón del motel más cercano al Blue Moon: ―Un motel barato. Para tener relaciones sexuales con un desconocido‖. Quinn dejó escapar una risita antes de decir: ―En el Americana ofrecen HBO‖. Jane apoyó la cabeza contra la ventanilla y perdió la vista en la oscuridad plomiza. La noche, a las afueras de la ciudad, brilla desenfocada. Manchas, curvas y ráfagas de luz rojas, amarillas, azules y verdes. Círculos que atraviesan las pupilas.
Pasaron por delante de the Tavern, Hal’s Hamburgers, la gasolinera Texas, Weiss Liquors, y el Diner 24 horas de la siguiente avenida, junto a la mueblería de Ed. Entre el día está muerta, pero al ponerse el sol se enciende una gran luz roja en el techo y los fluorescentes del gran escaparate iluminan los paneles que han colocado sobre el cristal y en los que se puede leer en pintura roja: ―Going out of business. Everything must be sold to the bare walls‖. Los siguientes negocios hacen anuncios parecidos. Liquidaciones totales, cierre inminente. Pero llevan así desde antes del verano. En la Taquería hay un par de motos y coches aparcados. Los automóviles que se cruzan en su trayectoria ciegan sus ojos, con sus faros blancos. Lunas llenas que alumbran la profunda desolación de la atmósfera nocturna que reina más allá del bulevar, de camino hacia el lago. El viento de los últimos días hizo jirones las vallas publicitarias.
Dean… ¿Era posible que hubiera vuelto? Jane sintió ganas de llorar, pero reprimió el impulso. ―Hubiera acabado en el lago‖. Quinn escuchó el moqueo de la nariz y sintió que algo andaba mal. Movió su mano hasta rozar su muslo, con dulzura, por encima de la herida. Al sentir el contacto de su piel Jane quiso sonreír, pero sus labios se curvaron en un tímido intento que acabó con un mordisco del labio inferior. Puso su mano izquierda sobre la de Quinn y se pasó la derecha por los ojos, en caso de que hubiera escapado alguna lágrima, antes de mirar a través de la luna delantera como el coche descendía por la carretera hacia el corazón del valle. Miles de luces, dispersas, provenían de las dos ciudades que rodeaban el lago. Brillaban bajo un cielo sin estrellas, cubierto por nubes de color violeta y ultramar que se habían tragado la media luna. Cerca de las montañas crecían cúmulos nimbos azafranados. Irrumpió un rayo. La cólera de Dios. — Nos va a pillar la lluvia. Comentó Quinn. El trueno se escuchó por encima de la radio. — Jane, ¿qué pasa? — Nada… Estaba pensando que todas las carreteras que llegan hasta el valle descienden de las montañas y acaban aquí. Es como si no apuntasen en dirección hacia afuera. Sólo hacia aquí. Caen allí dentro y terminan. No siguen. Quinn envolvió la mano de Jane y la apretó con fuerza antes de volver a ponerla sobre el volante. — Tienen que curarte. Una serie de momentos dolorosos se confundieron en su mente. La sirena de una ambulancia. Luces estroboscópicas. Árboles, borrosos. Estaban aparcados delante de casa. Quinn la ayudó a caminar hasta la puerta por si resbalaba. El suelo estaba mojado. ¿La medicación había hecho su efecto? Al encender la luz del cuarto de baño tuvo miedo. Su corazón latió convulso. No apartó la vista porque quería escudriñar la imagen. El pánico pasó a ser congoja. No eran las píldoras administradas por el médico de urgencias. Ni el alcohol de horas antes. Ni la tétrica luz que proyectaba la lámpara de la mesita de noche desde el dormitorio. Por la ventana del baño entraba el resplandor rojizo de la tormenta. El viento volvía a golpear con fuerza. Arrojaba las gotas de lluvia contra las ventanas. Era ella. No reconocía su propia imagen en el espejo. Desde que llegó el frío, en los primeros días de noviembre, había experimentado una sensación extraña ante su reflejo. Pero nunca tan angustiosa como esa noche. Al entrar al hospital y verse reflejada en las puertas de cristal, comenzó a sentirlo: ―Me miro a mí misma, pero no soy yo. Es una persona distinta. No soy yo. Me pesan los párpados. Estoy cansada. Muy cansada. Siento una neblina… en los ojos‖. Se dijo aquellas palabras, en la soledad de la estancia, para tratar de convencerse de que lo que veían sus ojos sucedía. Al menos en su mente. El estómago comenzó a retorcerse. Agarró la camiseta que llevaba puesta y la hizo un nudo sobre su pecho. ―Veía tu melena sobre la almohada… Dean… desgraciado, hijo de puta‖. Si había alguien que no quería ser, era la imagen proyectada de otra persona en una época remota. Abrió el cajón que había bajo el lavabo, sacó las tijeras y pegó un corte a cada uno de los lados de su cara. Sintió una satisfacción inaudita. Comprendió lo que Dylan debía sentir al tocar I shall be released. Lo sintió al ver caer los mechones cobrizos sobre el lavabo. Envolvió el cabello restante con su mano, como si fuera a hacerse una coleta, y volvió a dar otro corte. Lo soltó y vio como caía justo por encima de sus hombros, sin llegar a rozarlos. Dejó las tijeras sobre el mármol blanco. Alzó la vista, y no odió la imagen que le devolvía el espejo. Se sentó sobre la cama deshecha. Dobló el cuello al lado izquierdo y luego al derecho. Crujió. Movió la cabeza y se sintió liviana. Una claridad inesperada comenzó a atravesar los huecos de la persiana americana e iluminó sus manos sobre sus muslos. El reloj de pulsera de Quinn, sobre la cómoda, señalaba las 7:13. El viento y la lluvia habían cesado hacía tiempo. Ahora sólo se escuchaba el ruido de los disparos que llegaban desde el salón. Un hombre gritó: ―¡Sal, si todavía estás vivo!‖. Quinn se había quedado dormido en el sofá con el televisor encendido. John se le apareció de forma espectral. Cuando se levantaba para ir al instituto, le encontraba allí con la botella de Jameson en el regazo. En la tele, Kris Kristofferson suda con una escopeta entre las manos. Se le ha acabado el tiempo. Billy el Niño se rinde ante Pat Garrett. El sombrero negro, que Coburn porta con elegancia, le recuerda a aquel que John llevaba el día que fueron al rodeo. Dean le hizo una foto con él puesto. Rió para sus adentros con rabia. Aquellos días... Se preguntó si ése era el verdadero gusto de la nostalgia. No el deseo de volver atrás porque esos días fueran especialmente buenos, sino simplemente porque entonces todavía no había perdido la esperanza de que llegara un tiempo mejor. No sólo no había mejorado, había ido a peor. Jane se preguntó si era posible que algún día cambiase su sino. Si allá fuera, en el firmamento que comenzaba a desteñirse bajo los primeros rayos de sol, en las estrellas que desaparecían bajo los azules claros y los naranjas pálidos, no estaría escrita su fortuna, como creían los astrólogos babilónicos. ¿Irreversible? En vez de rendirse ante ella, como Billy, quizá debería coger el arma y disparar hasta quedarse sin balas. O sin alma.
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TU LUZ SE APAGA
Ayer parecía junio, hoy noviembre.
Veo cómo te marchas, en una camita pequeña
Donde cabría tu cuerpo,
Tan diezmado, tan estrecho.
La vida se esfuma, despacio.
La experiencia no ayuda, me dijo un italiano.
Buscamos la transfiguración, pues ése fue el día.
¿Vendrán Moisés y Elías a llevárselo?
Veo, entre las estrechas ramas del olivo
Cómo crece el fuego,
Consumo humano.
Pienso en los árboles que morirán bajo las llamas,
Sólo por la acción de los hombres,
Al igual que lo hacen sus semejantes,
Por los actos nocivos, radioactivos y contaminantes.
Tantos años de artillero, ahí quedarán.
Tu flauta mágica, tus odas al Festival de Bayreuth,
Tus versos entonados: Viento en popa, a toda vela
No corta el mar, sino vuela…
Esa agua profunda en la que te sumergías y desaparecías durante horas
Las mismas que utilizabas para aprender las Coplas de Manrique
A la muerte de su padre.
¡Ay!, cuánto sabías tú de eso,
Con 52 se fue,
Y tú, ahora, me pasas a mí el testigo.
Con 58 aún no cumplidos,
Escucharé a Ibánez y cantaré junto a Dylan:
The answer my friend,
Y derramaré una lágrima en tu nombre.
Te veo allí,
En esa cabañita,
Librado de los barrotes.
Veo una vela encendida sobre una mesita de noche.
Llevas aquel pijama oscuro,
El batín a juego, a los pies de la cama.
Entra una pequeña ráfaga,
Se lleva tu alma
Y la luz se apaga.
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Nuestras mentes erigen una escalera de símbolos hacia los oscuros cielos donde sobrevuelan las extrañas máquinas, y nos encontramos con ellas mucho más allá de la mitad del puente de su rareza – quizá porque, de manera incierta, percibimos que su patética e irresistible aventura es, en realidad, la nuestra.
- Emisarios del Engaño de Jacques Vallée (Reediciones Anómalas, 2018) Traducción inédita al castellano de MV. Vega del original en inglés del astrofísico Jacques Vallée.
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Cómics existenciales · Corey Mohler
Cómics existenciales de Corey Mohler (traducción realizada por Adriano Fortarezza, con las correcciones de M.V. Vega y revisiones de Víctor Olcina)
Reseña de Déborah García en EL PAÍS - TENTACIONES (click para leer)
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Habitaciones gastadas
Jane se levanta y corre las cortinas.
Brillan los primeros rayos de sol sobre el Golden Sands.
De día, todos los moteles son igual de feos.
Huelen a semen y a hierro.
Busca las siluetas De otras mujeres, otros cuerpos,
Entre las sábanas amarillas.
Hojas descoloridas
De un libro hojeado por manos desconocidas.
Se aferran a las paredes pintadas color melocotón,
A las colchas de rosas rojas.
Gira el ventilador sobre su cabeza,
Dibuja serpientes envenenadas con sus aspas,
Calcula la distancia que la separa de alcanzarlas.
Pasan las horas,
La civilización no calla.
El ruido de la circulación nocturna se abalanza sobre sus sienes.
Termina la botella de Tennessee y enciende la tele.
Jessica Lange lleva una peluca de rizos negros,
Es Patsy Cline quien canta Dulces Sueños.
No puede recordar qué la ha arrastrado
A este rincón anónimo,
Atáud de múltiples vidas.
Se revuelve entre las sábanas,
Agita las piernas.
El alcohol ya no corre por sus venas.
En el parking se cruza con un extraño.
Buscan el equilibrio termodinámico.
Ambos cruzaron el desierto.
Séamus, en una avioneta maltrecha.
Jane, descalza.
¿Qué fue lo que pasó en Alaska?
Su piel pálida se estremece.
¿Por qué escogió la habitación 137?
La única manera de encontrar la redención ansiada
Es unirse a la eternidad de una habitación gastada.
+ Escrito para Visual404
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Operación Caballo de Troya (Reediciones Anómalas, 2017) my translation from English into Spanish, the first one ever made, of John Keel's classic Operation Trojan Horse.
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Sinfonía Beat
Nueva York en el chasquido de mis dedos.
Busco el latido de los animales nocturnos.
La ciudad palpita deprisa con la llegada de la noche.
Despréndete de tu ropa, lánzala al oscuro corazón de Manhattan.
Deja que la sangre que recorre la vieja isla nos arrastre hasta la desembocadura del Hudson.
Recógela en tu copa y bebe de ella.
En un diner del Village, bajo la hiriente luz azul en verde del fluorescente, volvemos a vernos.
Te espero sentada bajo los focos, como las estrellas de cine, con un vestido rojo.
Te reconozco porque un tigre no cambia sus rayas.
Sigues llevando el mismo sombrero de dandy de mil ochocientos ochenta.
Nos fundimos en un beso anónimo, porque ya no somos nosotros, sino otros.
Halcones de la noche neoyorquina.
Compartimos un cigarrillo bajo la mirada indiferente del tiempo.
Antes de embarcarnos en la búsqueda de la sinfonía beat.
Pienso en Dean M-o-r-i-a-r-t-y. Y la locura se desparrama por las paredes.
Llegan las voces de mujeres jóvenes que lloran, con niños muertos en sus úteros.
Y la locura sigue escalando, hasta la cima de los rascacielos, hasta alcanzarnos.
El sudor y el rubor de una noche de sexo en el pequeño apartamento del Village.
Suena Blue Pepper, Far East of the Blues entre tambores de guerra.
Es hora de echarse a la calle, o los suicidas del Chelsea se comerán tu corazón vivo.
El fantasma de Ed Dunkel camina por Times Square apuñalado por las llamaradas de oro del solsticio.
Ésta no es la Nueva York que recorrían hambrientos, histéricos y desnudos los conversadores platónicos de Ginsberg.
Nadie espera en Lexington con 26 dólares en las manos, Lou. El viejo cowboy Bill se marchó a México hace tiempo.
Estamos sólos en esta ciudad de recuerdos, en una generación de mentes adormecidas.
Nosotros queremos vibrar al ritmo del rock ‘n’ roll como lo hacían nuestros padres a finales de los setenta.
Queremos que la ciudad se quede con nuestra alma para morir en ella. Y luego, ser inmortales.
- MV. Vega, 2015. Poema publicado en Stirner Nº 2 · Dingledodies
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Miedo
La luna se hizo más pequeña
Y nosotros corrimos descalzos sobre la hierba mojada.
¿A qué tienes miedo?
Preguntó el hombre que esperaba junto al camino.
Y yo contesté: a la vida.
- MV. Vega, 2012.
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La utopía americana
“En 1516, Sir Thomas More crearía un nuevo vocablo: Utopía. Se trataba de la combinación del nombre griego topos (lugar) y los prefijos eu (lo bueno, lo deseable) y ou (negación). Utopía era un lugar ideal (eutopos), que no puede existir (outopos).
¿Es América una utopía?, ¿la América que se respira en cada página de En el camino (On the Road, 1957) de Jack Kerouac, o en las Crónicas de motel (Motel Chronicles, 1982) de Sam Shepard? Kerouac escribió que «America is a permissible dream». Un sueño admisible. El que los nostálgicos como yo, o el propio Shepard —«me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas si recuerdo haber vivido»—, nos permitimos. El que jovencitas como Anita Miller se permitían al escuchar en el tocadiscos de su habitación el tercer tema de Bookends (1968), mientras soñaban con irse a descubrir América.”
Leer el artículo completo en Stirner
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Mayo del 68: ¿Sueño o decepción?
“Existe un cierto glamour en mayo del 68: las imágenes de Godard siendo detenido por la gendarmería, las estudiantes desfilando en minifalda ante la policía, los alborotadores en jersey de cuello vuelto y americana. La primavera parisina osciló entre la superficialidad y el heroísmo, y no es extraño que ambas visiones hayan captado la atención de los cineastas. MV. Vega se detiene en esta faceta fílmica del mayo francés en su artículo para STIRNER Nº1 - Bajo los adoquines, la playa.”
En el mes de mayo de 1968, se producía en Francia una de las revueltas más importantes de su historia desde la Revolución Francesa, las revoluciones de 1830 y 1848, o la Comuna de Paris de 1871. Como Víctor Hugo inmortalizando aquellas barricadas de las “jornadas de julio” de 1830 en su Los Miserables; dos directores, Bernardo Bertolucci y Philippe Garrel, quisieron llevar al cine su particular y personal homenaje a aquella cita inolvidable de la historia con sus películas Soñadores (2003), y Los Amantes Habituales (2005).
Dos visiones diferentes del mayo francés: una que refleja la idealización y euforia inicial de las revueltas, sumergida en la revolución sexual que se comenzaba a fraguar; y otra más trascendental, pero a su vez más cercana, desde la calle, y que refleja la decepción de los jóvenes que creyeron, aunque sólo fuera durante unas semanas, que el cambio era posible, que Marianne surgiría de entre la multitud para proclamar el triunfo de la libertad. Leer el artículo completo en Stirner
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Interpretación de un compositor enfermo
Aunque mis ojos no pueden verlo,
Recuerdo mi última puesta de sol.
Siento el frío glaciar en las venas de mis párpados
Y me despierto con el infecto olor en los labios.
Mi cuerpo se corrompe lentamente,
Como los edificios abandonados de esta ciudad decadente.
Echo de menos las horas
de los violetas y púrpuras
en el firmamento.
Marsala entre las ruinas,
como a la entrada del infierno.
Eve, escucha el aullido del cello.
El tedio me devora desde lo más profundo.
Me hundo.
Me hundo en el somier bajo las mantas,
Los años, la culpa, las almas.
Desaparezco entre olas negras,
Agitadas por la brisa densa de la luna.
Estoy cansado de jugar esta partida.
Busco, imagino, planeo, mil maneras de nadar hasta el Estigia.
Una bala de madera y una moneda de oro (bastarán) para la travesía.
¿Es poderoso sentir la vida que se escapa entre tus manos… tú qué crees?
Estoy preparado para caminar sobre el mar de nubes.
Perdóname si cada nota apunta a tu corazón y no al mío.
Ésta es la interpretación de un compositor enfermo.
Si me encuentras enlutado,
Como al príncipe danés,
Sabrás que he sucumbido a mi cobardía.
Pero no podría,
Porque sé que la bala llegaría
Hasta tu corazón.
Sucedería,
Aunque estuvieses en el lado opuesto del universo.
Desde Detroit hasta Tánger, resuena mi lamento.
Aún siento el aroma que dejaste
En las sábanas de mi lecho.
- MV. Vega, 2014. Texto para el álbum When two halves collide (Creamy Creature, 2013) inspirado en Only Lovers Left Alive (2013)
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Gracias por todo, Dani.
El tercer puñetazo hace que Rafa se tambalee; la patada en el estómago, que se derrumbe. Me mira esperando que haga algo. Pablo saca una pistola y le apunta en la sien. Rafa trata de incorporarse, pero no puede. De rodillas, le ruega a César que pare. Le promete que dentro de dos días tendrá el maldito dinero. César se ríe, no le cree. Pablo quita el seguro a la Walther que tiene entre las manos. Rafa llora como un cachorrito y suplica que no dispare cuando oye el chasquido del arma. No es la primera vez, ni será la última, que escucha ese ruido. César se acerca a él y le dice que le da dos días. Si no consigue los 500 euros, él mismo apretará el gatillo.
Cuando se largan, le ayudo a levantarse. Tiene el ojo derecho hinchado y un par de dientes rotos. Es la tercera vez que le pegan una paliza esta semana. Aunque no puede tenerse en pie, no quiere que le ayude a llegar hasta la acera. Está cabreado conmigo, y cuando le abro la puerta del coche, con sorna, dice: “Gracias por todo, Dani”. ¿Pero qué esperaba? Siempre se está metiendo en líos. Todo por conseguir algo de caballo.
En dos días no tendrá los 500 euros. No los tendrá porque le debe dinero a media ciudad. Por eso nunca le defiendo. Como dice su madre, Chari, “se lo tiene merecido”. Aunque mientras vamos en el coche y le veo apoyado contra la ventanilla, me da pena. Me arrepiento de no haber hecho nada, porque, al fin y al cabo, unas “cuantas” pelas no valen los dedos de un tipo. Tiene el corazón y el anular de la mano derecha destrozados. No tiene muy buena pinta. Están amoratados. A lo mejor tienen que amputárselos. Esa imagen cruza mi mente de forma descabellada. Trato de olvidarlo porque la sangre me da náuseas. La primera vez que doné sangre, cuando mi padre enfermó después de que le echaran de la fábrica, caí redondo al ver la aguja entrando en mi piel.
Aparcamos detrás del Mercedes blanco que hay junto a la puerta de la casa. Es de Alex, el tipo al que Rafa todavía no debe ni un céntimo y del que piensa que puede pasarle unos gramos de heroína. Nos abre un menda con el pelo revuelto y barba de tres días. Apesta a alcohol y a tabaco. Le pide a Rafa que le acompañe hasta el salón. Voy con ellos. La casa es de principios de siglo, y debe valer mucho más que todo lo que mi padre ganó durante treinta y siete años. Aunque hay goteras y las paredes están cayéndose a trozos. El salón está lleno de pintadas. Extraños dibujos, garabatos. En letras rojas pone: “Y permanecieron nueve días tendidos en su sangre”.
A los pies del sofá, en el que están sentados Alex y su novia, hay una docena de ampollas de metadona vacías y unas cuantas jeringuillas. Iris lleva puesto un vestido transparente. Parece colocada. Da un par de caladas al cigarrillo mientras se tumba y pone sus pies descalzos sobre los muslos de Alex. Tiene las piernas muy delgadas y las rodillas amoratadas. Me sonríe. Iba al instituto con Sira. Entonces tenía mejor aspecto.
Alex le da la heroína a Rafa y le dice que mañana por la noche tocará en un pub del centro. Tiene un grupo. Él es el vocalista, y no sabe cantar. Llegará lejos. De hecho, a Sira le gustan sus canciones. Sólo cuentan chorradas sobre sus relaciones. Pero si “Sufre mamón” fue número uno, ya no puedes esperar nada bueno de este país.
Vamos camino de Vallecas cuando comienza a salir humo blanco del capó del Fiat 500. Nos quedamos tirados. Llamo a Nacho para que venga a por nosotros. Dice que debe ser el radiador, y que hasta dentro de un par de días no podrán arreglarlo. Nos quedamos a cenar en su casa. Vicky está de guardia. Le ayudo a fregar los platos mientras Rafa está en el salón viendo la tele con el pequeño Guille. Les oímos reírse. Nacho me mira serio.
-¿Qué pasa? - le pregunto.
-No me gusta ese tío, Dani.- dice mientras recoge el mantel de la mesa.
-¿Rafa? Es un buen tipo. Aunque sea un yonqui.
-No me gusta que esté a solas con Guille.
-Le he comprado una bici.
-¿No tienes dinero para arreglar el coche y te lo has gastado en una bici?-dice Nacho riendo con amargura.
-Se la compré hace unas semanas. Antes de que el capullo de Santi me echara…Tenía que comprarle algo, es el único sobrino que tengo.
-Mañana es su cumpleaños y Virginia se pasará todo el día en el hospital.
-¿No le han podido cambiar el turno?
-¿Crees que a alguien le importa que sea el cuarto cumpleaños de su hijo?-nos miramos en silencio unos segundos.- Deberías haberte dado cuenta ya, hermanito, de que todo el mundo va a la suya.- Salimos al salón. Miro a Rafa y pienso que yo soy igual que el resto de la gente.
Vemos la tele un rato. No hacen otra cosa que hablar del “Ensanche” de Vallecas. De todas las viviendas que construirán, de las importantes oportunidades de negocio y empleo que surgirán en el barrio y de la nueva estación del AVE. Rafa se ríe y dice: ·”Dani, no hace falta que te arreglen el Fiat, ahora tendrás el metro en la puerta de casa��� Los tres reímos. Nacho apaga la tele después de la siguiente noticia. Han apuñalado a un chico de 19 años en el bar donde yo trabajaba. Le conocía. De pequeños jugábamos juntos al fútbol. Pero no ha sido el único muerto. Ha habido tres más. En un solo día. La oleada de violencia que azota el sudeste de Madrid no se detiene. Nacho, con los nervios a flor de piel, se pone a maldecir a los políticos diciendo que mientras ellos hacen sus negocios la gente se está matando en las calles. Se ha hecho tarde. Rafa me espera en la puerta porque Nacho quiere hablar conmigo antes de que nos vayamos.
-Toma.- dice dándome doscientos euros.
-No puedo aceptarlos, Nacho.
-Para que arregles el coche y le compres un vestido y unos zapatos bonitos a la futura mamá.- dice sonriendo.
-Te las devolveré. Nacho me da una palmada en el hombro. Sabe que no lo haré. No es la primera vez que me presta dinero. Cuando murió papá hace cinco años, él estuvo manteniéndonos. Con lo que ganaba mamá en la tienda no era suficiente. Cuando cumplí los diecisiete comencé a trabajar en el bar de Santi, y me fui a vivir con Rafa y Sira. Parte de mi sueldo se iba con el alquiler y con lo que le daba a mamá para que Susana pudiera seguir estudiando. Tiene catorce años. Saca buenas notas. Puede que acabe en la universidad. Aunque esta semana no podré enviarles ni un céntimo porque Santi me ha echado. Mañana tengo que ir a ver a un primo de Rafa que trabaja en una fábrica de vidrio para ver si me contratan. Mi padre se dedicaba a eso en Avilés, sé cómo funcionan esas máquinas.
Sira está dormida. Me tumbo a su lado con cuidado, para no despertarla, pero nada más hacerlo, coge mi mano.
-Os he escuchado entrar.- dice hablando en voz baja. Me acerco más a ella y acaricio su frente.- ¿Dónde habéis estado?
-Cuando salí del bar fuimos a cenar a casa de Nacho.
-¿Y Vicky?
-Estaba de guardia.
-Mañana tendremos que llevarle la bici a Guille.- dice sonriendo. Sus ojos se iluminan, como si la bici fuese para ella.- ¿Cabrá en el Fiat?
-Tengo que ir con Rafa a la fábrica. Si consigo ese trabajo ganaré más dinero que en el bar y podremos comprar la cunita de la tienda de Juani…- no me gusta su mirada, así que dejo de hablar.
-¿No tienes nada qué decirme?
-No…
-¿A qué hora has salido del bar?
-No sé... ¿a las nueve y media? Como siempre.
-¿Y has estado allí desde las 2?
-Sí…
-Entonces habrás visto como apuñalaban a Luis.- mierda. Debe haber visto las noticias. O puede que se lo haya dicho su hermana. Estuvo saliendo con Luis el año pasado.- Santi te ha echado. Lo sé. Mi padre se lo encontró esta mañana. Quería partirle la cara. El muy desgraciado, sabiendo que estoy embarazada…
-No sabía cómo decírtelo…quería esperar a que me diesen el trabajo en la fábrica.
-Dani, no tienes por qué mentirme.
-Ya lo sé, pero no sabes la rabia que me dio. Después de estar dos a��os trabajando como un perro.
-No vuelvas a mentirme, ¿vale?-dice sonriendo antes de darme un beso en la mejilla.
-Sira…
-¿Qué?
-El Fiat esté en el taller. Hasta dentro de un par de días no podrán arreglarlo.-frunce el ceño antes de suspirar.
-Dani, vamos a dormir.
El olor a tostadas recién hechas me despierta. Rafa está tumbado en el sofá, en calzoncillos, con un vaso de zumo de naranja en una mano y un cigarrillo en la otra. Sira está en la cocina haciendo el desayuno.
-¿Hay zumo?- digo, sorprendido mientras me acerco a Sira y beso su cuello.
-Sí, dos botellas. Las que trajo tu madre el viernes.
Abro la nevera. Sólo hay un brick de sangría Don Simón, un par de tomates y las botellas de zumo. Sira coge una y mira el envase.
-Ni se te ocurra bebértelo. Está caducado.-me dice Sira al oído.
-¿A dónde vas?-digo con la boca llena. Sira ha cogido el bolso, las llaves y un paraguas. Maldita lluvia. Me llevo otro pedazo de tostada a la boca y me acerco a ella.
-Voy a comprar. No queda nada de comida.
-Ni nada de dinero.
-Papá me dio algo ayer y he cogido cincuenta euros de lo que te dio Nacho.
Pongo mis manos sobre su barriga. Ella sonríe y me besa. Un beso corto, rápido. Como un hábito. Como si fuéramos a hacerlo el resto de nuestros días.
Rafa y yo nos quedamos solos viendo los Simpsons. Después de dos cigarrillos, llaman a la puerta. Debe ser el tipo de la luz. O Paco, el casero. La entrada del apartamento está llena de facturas sin abrir. Puede ser cualquiera. Vuelven a llamar. Rafa apaga la tele y me da la pipa que tenemos escondida debajo del sofá. Mientras la cargo, él va a por la Beretta que guarda en su mesita de noche. “Sal de ahí, maldito moroso”, se oye desde el otro lado de la puerta. Rafa me mira preocupado. Conozco esa voz. Es la del Trampas. Rafa y Luis perdieron unas ochocientos euros en una partida de póquer en su local.
-¿Le devolvisteis el dinero?- le pregunto a Rafa. Está escondido conmigo tras la pared del salón.
-No. Luis tenía que dárselo. Puede que por eso le apuñalaran…
-Mierda. Mierda. Mierda.
-¿Qué pasa?-dice con miedo.
- “¿Puede?” ¿Eres idiota? Le apuñalaron por eso. No es la primera vez que el Trampas hace algo así. Mira que te dije que no fueras a esa maldita partida. Serás idiota…
-Luis necesitaba el dinero y…-Rafa no puede terminar la frase porque acaban de tirar la puerta abajo. El estruendo hace que me tiemblen las manos. Estoy sudando. Rafa gime como un perrito, se ha meado encima. Le digo que cierre la boca cuando escucho el primer disparo. Llenan la pared de agujeros, nos agachamos. Todo queda en silencio. Rafa se asoma para intentar esconderse tras la puerta de su habitación. Grito su nombre esperando que dé media vuelta, pero no puede escucharme. El ruido de las balas es ensordecedor. Disparan a bocajarro contra él, y yo cometo la estupidez más grande de toda mi vida. Salgo de detrás de la pared para cubrirle. Veo como la bala pasa rozándome y acaba en la cabeza de Rafa, volándole los sesos. Parpadeo y, al segundo, Rafa ha desaparecido. Solo es un trozo de carne muerta sobre el parqué. Una segunda bala me alcanza. Me vuelvo lleno de rabia y consigo darle al Trampas en el hombro y luego en la rodilla. Cae al suelo. No les quedan balas. El otro tipo le coge en brazos y se largan. Al ver el charco de sangre que hay en el suelo me mareo. Las gotas vienen de mi estómago. Me tambaleo y comienzo a ver borroso. Las piernas me tiemblan, las manos también. No puedo sostener la pistola, pesa demasiado. Se me cae de las manos y, por suerte, no se dispara. Rafa está muerto y yo…no lo sé. Solo veo el techo lleno de goteras. En las películas, cuando alguien se muere, recuerda a que olía el pelo de su chica, su quinto cumpleaños, el sonido de las olas y cosas así. Yo solo veo las manchas negras y verdes del techo. Escucho el estribillo de “Sufre mamón”, es Sira cantando. Mierda, estoy en el purgatorio. Dios existe, y el muy desgraciado me ha condenado a escuchar a Hombres G para el resto de mi vida. La parte buena: es Sira la que canta sus canciones. La veo corriendo hacia mí con la bolsa de la compra apoyada en su barriga. Deja caer la bolsa y se arrodilla a mi lado. Mueve los labios pero no la entiendo. Escucho su voz a lo lejos, entre sus sollozos. Aprieta mi mano con fuerza, y, con la voz trémula, le digo: - Estoy bien cariño, sólo estoy sangrando. - El pequeño Dani te necesita -dice apoyando mi mano cubierta de sangre sobre su vientre.- No puedes irte.
Los rayos de sol me despiertan. Me asomo a la ventana. En el cielo no hay ni una sola nube. La brisa del mar arrastra las olas contra las rocas. Caminando por la orilla veo a Sira con nuestro hijo de la mano. Ha hecho un castillo en la arena. Una ola llega hasta ellos, mojando sus pies. Sira coge a Dani en brazos y se alejan de la playa. La espuma se lleva el castillo. La última ola arrastra la arena lejos de sus figuras, lejos de la costa, lejos de mí. Todo queda en calma.
- Mª V, Vega, en Cuentos a quemarropa, ECU. “Escribe con nervio y con temprana maestría.”, Mariano Sánchez Soler (Director antología)
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Vínculos de sangre
- ¿Seguro que quieres hacerlo?- me pregunta.
No contesto. Sólo miro sus ojos verdes que brillan bajo la tenue luz de las velas. Coge una pequeña bola de algodón y la pone en la cuchara.
- Dame tu cinturón.
Me lo quito deprisa y se lo doy. Tiene las manos impregnadas de sudor. Se sube la manga de la camisa y se ata el cinturón alrededor del antebrazo. Se busca la vena. Cierro los ojos y veo su sonrisa. La jeringuilla se llena de sangre. Salgo del cuarto de baño y subo el volumen de la música al máximo.
Puede que sea la última vez, por eso no dejo que apague las velas. Quiero ver sus ojos mientras hunde sus dedos en mi piel. Un escalofrío recorre su cuerpo cuando beso su cuello. Se muerde el labio y ríe. Su risa se mete en mi cabeza, y se mezcla con el sonido de su respiración entrecortada. “Te llevo en la jodida sangre” susurra en mi oído. Siento los latidos de su corazón en mi pecho, en mis labios, en mis venas. El cielo empieza a teñirse de rojo. Éste no es un buen momento. No es un buen momento para que salga el sol.
Marc aparca el Ford Cortina a la puerta de casa. Pita y pita, hasta que me ve en el balcón. Arrastro la bolsa hasta las escaleras. Apenas puedo con ella. Me he dejado el paquete de cigarrillos en la habitación. Mierda. Cuando entro, Eva tiene los ojos cerrados. Pero sé que no duerme. Escucho el ruido de sus pies descalzos sobre el suelo de madera. Me sigue hasta la puerta.
- Marc y David están abajo.
- No vayáis.
Tiro del pomo de la puerta, pero no me deja cerrarla. Retiene mi mano entre las suyas.
- No tienes por qué hacerlo.- dice entre sollozos.
Miro los pinchazos de su brazo. Está temblando. Me deshago de sus manos y cierro de un portazo.
Ninguno de los tres ha abierto la boca desde que llegamos al motel. David no para de mirar los edificios de enfrente con los prismáticos. Marc se ha tirado encima de la cama, que apesta a alcohol, y ha encendido la tele. Alguien se acerca a nuestra habitación. Quito el seguro de mi pistola y apunto hacia la puerta. David se esconde detrás de las cortinas con los prismáticos en la mano. Dos golpes en la puerta. Si abre, le volaré los sesos. Pero no lo hago, porque es César.
- Tío, ¿no se supone que ibas a llamar?- le dice Marc cabreado.
- ¡Creía que me habías visto llegar!
Todos miramos a David.
- Yo no le he visto.
- Anda, dame eso.- digo quitándole los prismáticos.
Se sienta en la cama junto a Marc y enciende la lámpara de la mesilla.
- ¿Qué coño haces?- le digo.
- Apaga la luz.- dice Marc.
- ¡Pero si no saben que estamos aquí!
Debería meterle una hostia.
- ¡¿Dios, qué te ha pasado?!- grita Marc.
Se levanta de la cama y se acerca a César. Lleva un trozo de gasa pegado con esparadrapo en el cuello, y una mano vendada. Lo que faltaba.
- No os lo vais a creer… ¡un tío me mordió!
- No jodas.
- Que sí, muy heavy. Entré al aseo de un pub del centro y estaba meando, ¿vale?, pues el tío entró detrás de mí y se me tiró al cuello.
- Espero que tu novia no se haya enterado.- digo. David y Marc se ríen.
- Muy gracioso. Pero va en serio, ¿quieres verlo?
Se quita el esparadrapo con cuidado, aunque por su gesto de dolor, no el suficiente. Tiene la piel hundida y un moratón enorme, grisáceo y amarillento, alrededor de la herida.
- Cuando intenté quitármelo de encima me mordió la mano. Pero le pegué una patada y se quedó tirado en el suelo babeando y escupiendo mi sangre, ¡tíos, mi sangre!
- A lo mejor fue alguno de tus amigos, Alex.- me dice Marc.
- ¡Buuu!- digo acercándome a César y a David.
Pegan un brinco. Marc se descojona.
- A mí no me hace ni puta gracia.- se queja César.
- ¡Acaba de llegar el coche de Yuri!- dice David.
Marc y César se acercan a la ventana. Subo la bolsa encima de la cama.
- ¿Qué llevas ahí?- pregunta César.
- Un muerto.- contesta Marc.
César le pega una colleja, cansado de las bromitas. Corro la cremallera de la bolsa.
- ¡Jo-der! Con eso podríamos cargarnos a una manada de elefantes.
- No sé, David…- contesta Marc.- Pero para cuatro cerdos armados nos bastará.
- Puede que no.- digo.
- ¿Qué dices, tío?
- Alex tiene razón.- dice César.- He oído que los ucranianos tienen Micro Uzis.
- Pero no las tendrán cargadas. No nos esperan. Y nosotros llevaremos las pistolas, la escopeta de Alex, y estas monadas.- dice Marc cogiendo una de las Glock 18.- Entre 1.100 y 1.200 disparos por minuto.
Bajamos las escaleras despacio. Antonio, el tipo del motel, nos despide con un saludo marcial. Si tuviera cuarenta años menos, vendría con nosotros. Apreciaba a mi hermano. No sólo porque fuera un cliente habitual. Le apreciaba de verdad. Miro a un lado y a otro antes de adentrarnos en el callejón. Nos paramos delante de la puerta del local. César y David entran primero. Las luces de neón rosas y verdes iluminan la cara de Marc. Parece preocupado.
- ¿Qué te pasa?- le pregunto. Compruebo que la escopeta está cargada.
- Sólo llevo la Glock. He olvidado mi pistola.
- Joder, ¿y con 33 cartuchos no tendrás bastante?
- Pues no lo sé.
Me llevo la mano al cinto y saco mi vieja Stechkin.
- Es la pistola de tu hermano.
- En realidad era de mi padre. Se la compró antes de salir de Rusia.
- Pero la llevaba tu hermano el día que…
- Por eso quiero que la lleves tú. Esta noche será diferente.
Estamos dentro. Desde aquí ya se escucha a Static - X a toda pastilla. Aunque aún tenemos que llegar hasta la puerta blanca que hay al final del angosto pasillo. La única luz que lo ilumina es la bombilla roja que pende de un cable ante la puerta. Una chica la abre y pasa por nuestro lado, llorando histéricamente. Tocamos el timbre. La vieja que custodia la puerta sale a abrirnos. Nos mira de arriba abajo. Dentro se escucha el primer disparo. La vieja se abalanza sobre Marc con un cuchillo. La empujo contra la pared y le meto un escopetazo. La chica corre hacia nosotros chillando “asesinos”, y Marc le pega cuatro tiros.
Veo a César gritando mientras se carga a los 5 tíos que le rodean y a las camareras que hay detrás de la barra. Las llamaradas de la Glock me ciegan, y el sonido de la música en los altavoces, la ráfaga de disparos, y los casquillos cayendo contra el suelo, no me deja escuchar a Marc. Encima de una de las mesas está David. Tiene el pecho reventado. Junto a él hay un par de putas y dos de los socios de Yuri. Me agacho y me arrastro hasta la barra. Ahí está la puerta que lleva a la oficina. Noto una mano apretando mi tobillo con fuerza.
- Alexander…- susurra.
Intenta taponar el agujero que tiene en el estómago con sus dedos. Tiene los labios y algunos mechones de su pelo rubio llenos de sangre.
- ¿No me voy a morir, verdad?
- No, Liza.- le contesto.
Cojo su mano y acaricio su frente. A mi hermano nadie le cogió la mano mientras moría. Me levanto y entro en la oficina de Yuri. No le da tiempo a dispararme porque yo aprieto antes el gatillo. Le doy en el brazo, y empieza a gritar. Me acerco a él y miro como la sangre sale a borbotones. Incluso puedo olerla. Le pego con la culata de la escopeta en la cabeza. Cojo la mochila que hay encima de una silla, y la lleno con todo el dinero que hay en la caja fuerte. Yuri se retuerce de dolor en el suelo. Le apunto a la cabeza.
- Debí imaginar que vendrías. Por…
- No. No lo hago por mi hermano. Él está muerto.- disparo.- Lo hago por mí.
Arrastramos a César hasta la entrada del club. Apenas podemos con él. Tiene la pierna derecha agujereada y la camisa gris que lleva puesta cada vez se vuelve más granate. Marc le sienta en la acera, contra la pared. Mira hacia el cielo. Aún no ha amanecido.
- Marc, tenemos que irnos.
- ¡No puedo dejarle aquí!, ¡no puedo!
César le mira, pero no le ve. Su piel se está volviendo azulada. Se escucha a lo lejos el sonido de las sirenas.
- Marc, vámonos.
- No puedo dejarle…
- ¡Se está muriendo!- le digo tirando del cuello de su chaqueta. Tiene los ojos llenos de lágrimas.- Se muere. David también ha muerto. Y si no nos vamos ya…
Se vuelven a escuchar las sirenas, más cerca. Tenemos que dejarle allí. Corremos aguantando la respiración. Corremos como cuando éramos pequeños y nos pillaban saltando la valla de la escuela. Corremos con todas nuestras fuerzas. Corremos porque ya no hay marcha atrás.
Eva camina de un lado a otro de la carretera. Lleva puesta una camiseta de rayas y unos shorts. Cuando ve el Cortina nos saluda con la mano, como una cría, y Marc grita su nombre hasta quedarse sin aliento. Sube al coche y me abraza. Se vuelve para mirar las calles que dejamos atrás. Nunca ha salido de la ciudad. Apoya la cabeza en mi hombro y mira el puente bajo el que vamos a pasar. Han pintado con spray la palabra “infierno”. Se muerde el labio y pregunta:
- ¿A dónde vamos?
- Al otro lado del infierno.
Photo credit: Melanie Zanoza Bartelme Groupon
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