marieyuset-meropehoneymask
Maríe Yuset
4 posts
Autor
Don't wanna be here? Send us removal request.
Photo
Tumblr media
Un clic. Un final de llamada. Una pausa. Un nuevo tono. Luis, ¿me oyes? ¿Puedes venir a buscarme? #relatoscortos #relatos #relato #juntoalarroyo #marieyuset #wattpad #wattpadespañol #wattpadstory #relatoterror #relatoparanormal #paranormal #muerte #relatofantasma #fantasmas #ficcion #fantasia #relatocorto #leer #lectura #lecturas #lectura #lecturanocturna #miedos #victima 🌟 leer 👉🏻 https://my.w.tt/dZRdJlJ4WP 👈🏻 https://www.instagram.com/p/BnU6lnfg1IM/?utm_source=ig_tumblr_share&igshid=5xilrk5sohf4
0 notes
Text
Estoy afuera
Sé que estás leyendo esta carta. La he dejado en el bolsillo de tu chaqueta esta mañana; antes de que te marcharas. Me hubiera gustado llamarte, pero no me está permitido hacerlo, así que como sé que vas a encontrarla, espero que te grabes cada una de mis palabras: estoy afuera y lo he entendido todo.
He abierto los ojos en la profundidad del agujero. He pulido y sacado brillo a mi antigua armadura, ¿la recuerdas?, ¿aquella que tanto tú detestabas cuando me conociste? De la que me despojé para enamorarme de ti, la que guardé bajo llave, llave que perdí al fondo del agujero, agujero cálido que tú cubriste de arena y que, con el tiempo, gélido convertiste en trampa de fango. Mea culpa, lo confieso, yo consentí que lo cavaras para mí. Pero estoy afuera y lo he entendido todo, eres tú quien siempre tuvo miedo de mí. Me dejé vencer, y rendí a mi guerrero.
Fue al abrir el portón de casa, aquella mañana. Las primeras columnas de luz lo atravesaron, y las bisagras se quejaron más de lo que pude entonces hacerlo yo. La luz afectó a mi dolorido cuerpo, no era grato salir de las sombras, estuve a punto de volver a cerrar el portón, meterme de nuevo en casa guarecida... ¡Deja de tambalearte!, me dije, mientras aseguraba mis tacones a los empedrados, si no te andabas con cuidado… Por supuesto, las cosas siempre empeoran si no te andas con cuidado, ¿verdad, Pablo? Pero conseguí llegar más allá de la plaza de San Antonio Abad. Aturdida por el dolor, me puse las gafas de sol. Cada paso hacia adelante se hacía insoportable y donde quiera que mirara, miles de estrellitas chispeantes atacaban; ¿cómo esas purpurinas que adornan los trajes de carnaval?, pues igual. Aferré el bolso a mi vientre. Solo deseaba llegar.
Por la escalera trasera de la catedral, giré a la izquierda por otra callejuela; la misma donde antaño se alzaba parte del Hospital de San Martín. No pude evitar que se me revolvieran las tripas, sabiendo que bajo mis pies se hallaban cientos de cuerpos enterrados; no por los cuerpos de los adultos; sí por los huesos de los niños. ¿Sabías que, en aquel hospital, se había habilitado una zona para niños abandonados? Madres que se separaban de sus bebés por la extrema pobreza de aquellos tiempos. Madres que vivían por allí y que irónicamente convivían en el barrio junto a los moradores de las casas señoriales. Esos bebés eran colgados de las puertas y ventanas del hospital; lo hacían para que las ratas no mordisquearan sus cuerpecillos. Debía de apestar a fango y heces todo aquel lugar. Igual que apestaría el narcisista rico de aquel entonces y que pasaría por allí sin tan siquiera mirar... Los narcisistas no han cambiado tanto. Son como las ratas. Están por todos lados. De esas criaturas no te puedes librar sin pelear.
—¡Diana! —No te asombres, Pablo, cuando llegues a esta parte de la carta. Era Teresa. Así que inspiré con fuerza y expulsé el aire lento. Tuve náuseas.
Su pelo, perfecto, espeso y ondulado lo recogía detrás de las orejas. Las cejas pobladas se alzaban sobre sus ojos intensos con la profunda y sincera felicidad reflejada en ellos. Pantalones vaqueros desgastados de los caros y la camiseta de algodón negra de manga corta que se ajustaba a su torso perfecto y siliconado… Sois tal para cual.
—Hola —le dije. Me arrastró del brazo hasta sentarme en una de las sillas vacías de la primera cafetería.
—Hacía meses que no te veía — dijo —, ¿qué hay de tu vida? Aunque es cierto que sé un poco de ti gracias a Pablo. Me ha dicho que seguís en contacto después de tu despido.
Tranquilo, Pablo, no te alarmes y sigue leyendo.
—Hace tiempo que no sé de él —contesté.
—Estamos genial. Eso sí, Pablo viajando mucho, dos días, tres días, a veces tengo suerte y regresa al día siguiente por la mañana. Acabamos de celebrar nuestro octavo aniversario.
¡Vaya! Felicidades ante todo, y no te irrites, que tampoco contesté.
—Además…—siguió Teresa —, vamos a ser papás.
El silencio fue estruendoso como un grito. ¿Puedes oírlo tú también?
Escuché relatar toda vuestra velada mientras solo podía pensar en aferrar el bolso contra mi vientre y que las jodidas estrellitas desaparecieran de una puta vez.
—Discúlpame —dije, me levanté y me fui.
Entonces pensé por primera vez en escribir esta carta, y qué incluir en los primeros párrafos. Lo único que tenía claro, Pablo, era: estoy afuera y lo he entendido todo.
Ahora sé que estarás de pie, granítico e irritado, con tu puño cerrado mostrando unos nudillos tensos y desafiantes, justo ahí, donde llevas la alianza. En la otra mano, la carta alzada que sé que estás deseoso de poder arrugar. No te preocupes, lo entiendo, sé por qué lo has hecho; cuando me conociste, descubriste a un guerrero muchísimo mejor que tú; más audaz, leal y bello, repleto de savia libre, con una armadura tan brillante que hacía eclipsar a tu negra coraza narcisista. ¿Una mujer por encima de ti?, no, ¿verdad, Pablo?
Mea culpa.
Quiero que sepas que tu coraza, alejando de mí la hipocresía, siempre vi. Tal y como era; renegrida, morada ferviente de las mentiras. No sé cómo, pero con alguna droga o trance me anestesiaste, me cegaste y me rendí. Y aunque una vocecilla me susurrara un: aléjate, hazlo, vuélvete despacio; me dejé llevar por tu abrigo protector y el albergue de un futuro juntos. Hasta que, esa mañana, no sólo abrí el portón, no sólo me dejé rodear de luz, sino que tuve la bienaventurada conversación con Teresa. Entonces entendí. La migraña desapareció. Eras tú, siempre tú y sólo tú.
De la droga solo queda por ti el asco total y el desprecio. He excavado el fango que lanzaste sobre mi cabeza durante todos estos últimos años de esperas y promesas. Las uñas me han sangrado los días que tú no estabas. Y a pesar que el agujero volvía a derrumbarse he seguido fiel en mi empeño y hasta de fango me he alimentado. Me harté de esperarte, de mi desidia, de mi pérdida de valentía. Me harté de ser vencido quebrado y guerrero enterrado.
Fue ese mismo día, ¿lo recuerdas?, ¿cuándo estaba desesperada por llamarte? Llegaste después y abriste el portón con todos tus aires de grandeza y hablamos. Ni siquiera te acercaste. ¿Dónde te quedaste, Pablo?, ¿en la puerta de mi alcoba?, ¿donde siempre has querido estar? La misma mañana que había visto a Teresa. La misma mañana que aferraba el predictor positivo dentro de mi bolso; con aquel horrible dolor de cabeza, deseosa de llegar a la farmacia para que me lo confirmaran. Pero ya no hacía falta. Sentada en los pies de la cama, horas antes tú estabas con los nudillos enrojecidos, reprochante. Echaste mano a la cartera, te quitaste la chaqueta y la lanzaste furioso al tocador. Aludo y cito sin dolor al recuerdo que aconteció a tus palabras, ¿las tienes presentes? Ellas siguen re-zumbando como moscas en mis oídos y se revuelven como culebras bajo mi vientre: loca inútil, dijiste, si crees que por ti voy a dejar todo lo que con Teresa he conseguido es que eres imbécil. Abriste la cartera y lanzaste a la cama tu buen acopio de billetes. Con esto lo puedes zanjar, dijiste, qué necia eres si creíste que de alguna forma me podrías atar.
¿Atar, Pablo? Se me revolvieron las tripas. Te fuiste; para volver la noche siguiente como si tal cosa. Para encender el dolor y por encima de todo llegaste con la amenaza de acallarme. Pero en cuanto cerraste la puerta, surgió un grito roto en mí. Tuve que doblarme en dos; no recuerdo las horas exactas que estuve en aquella posición, pero sí recuerdo esa especie de rugido seco que siguió y que hizo que perdiera el control. Me abracé a mi vientre. Arropada en él dupliqué mis fuerzas, mis ganas de enfrentarme; rodearme de luz. Noqueé la contienda de mi corazón; ungí los morados que dejaron tus palabras culebrinas en mi vientre. Retiré los restos de fango en mi rostro y... la sentí. ¡Ella estaba allí! ¡La llave! La que perdí para entregarme a ti.
Trepé los pocos centímetros de agujero que me quedaban con más ímpetu. Hice presión contra las paredes estrechas, la cabeza, el torso, los brazos; pensando que lo hacía con el mismo coraje que impulsaría a mi hijo a abrirse paso por el útero de su madre. Esta imbécil necia estaba afuera; me puse de nuevo mi armadura. Miré la cama y tomé el favor de los billetes, saqué hoja en blanco y te dejé este legado de adiós; la metí en tu chaqueta y esperé tu regreso la noche siguiente.
Verte con tu alianza firme y anclada a tu dedo fue un alivio. Por supuesto, Pablo, no debes dejar atrás lo que tanto has conseguido. No puedes volver a quebrarme. No puedes volver a despojarme de mi armadura.
Autor: Maríe Yuset - Título: Estoy afuera © 2017 Todos los derechos reservados nº1711064749147
0 notes
Text
Junto al arroyo
—Sí, ¿dígame? —Luis, cariño. Estoy esperándote. Tengo tantas ganas de verte... Estoy junto al arroyo, bajando la ladera. En la sombra del roble. El que se apaga cuando lo arremeten las nubes. —¿Carla? —Sí, Luis, olvidé decirte cuánto te quiero. Por favor, estoy justo donde la corriente se detiene. En la desembocadura del arroyo, ¿recuerdas? en el codo más gordo… Sentada sobre la piedra musgosa y tornadiza: la que dejó estampados verdinegros en tus pantalones, la que si cierras un ojo y ladeas la cabeza deja de ser una piedra y parece una rana panza arriba. Es sorprendente, ¡hay que ver! aquí nos cogimos de la mano la primera vez. Aquí nos declaramos después de que me cubrieras de besos… Si lo vas a preguntar, tranquilo, Luis, que la rana panza arriba ya no mancha, y antes de que lo preguntes tampoco humedece. El arroyo apenas lleva agua. —Disculpe, no oigo, sólo susurros. ¿Quién es? —Soy yo, Carla, ¿me escuchas ahora? Puedo esperarte aquí, cariño, que nuestra piedra sigue siendo igual de confortable. ¡Hay que ver! recuerdo que saltábamos desde aquí cuando el caudal se rebosaba, dejando el codo de aquella piscina viva y fresca. Cómo brillaba el agua cuando las hojas caían de las hayas, o cuando el roble presumía de reflejo en su cauce… Ya no. Ahora es opaco, triste, y el vaivén del agua es pastoso y lento por culpa del lodo. Pero sigue llegando hasta aquí el eco de la facultad, y si cierro los ojos puedo ver las dos torres centrales y el bloque a mi habitación. También puedo ver el parque y la carretera sin farolas que lleva a la biblioteca.
—Lo siento, disculpe, voy a tener que colgar. No consigo entender. —Oh, Luis, no. No, por favor, no cuelgues. No debí quedarme en la biblioteca hasta tan tarde. Debí escucharte, cariño. A la salida, la furgoneta ya estaba allí, y me seguía… Te juro que en cuanto me di cuenta comencé a ir todo lo deprisa que podía; pero las ruedas chirriaron y de un acelerón se cruzaron en mi huida quedando como un muro que bloqueó mis piernas. Primero oí el portazo del conductor, seguido, la puerta corredera que se abría frente a mí. Quedé rígida cuando de ella se bajaron dos, y el del portazo… el de la gorra con el águila blanca, ¿recuerdas?¿El tipo del diente partido y la barba? Al que le dijiste aquel día que dejara de mirarme… Se abalanzaron sobre mí, Luis. Quise patalear, gritar, socorro, ayúdenme, socorro… La mezcla de sudor nauseabundo me rodeó, uno apretujó sus dedos y cerró mi boca. Ahí pataleé, cariño, pataleé hasta que me quedé sin fuerzas. Otro golpeó mi estómago. Me subieron a la furgoneta: viciado olor a hierba, pestilente alcohol, golpes, dolor, angustia, socorro, ayúdenme, socorro… Terror, rabia, impotencia, metal en mi boca… Trago mi propia sangre, late, quema pulsante… Acaben las manos, acaben los cuerpos, ¡dios ayúdame! que acaben sus bocas, por favor… Acometidas, una tras otra con cada turno, repugnancia y un infierno de resignación hasta que acabó; con un final de tracas de palos y patadas. Creí que podría irme a casa, creí que podría irme contigo mi amor… Pero corrió mi sangre bajo la ira, quedé como un bulto, un saco de boxeo viejo, desgastado, rojo y destrozado. —Carla, por dios, ¿eres tú? Esto va a volverme loco… —Oh sí, sí, mi amor, soy yo. Por favor, no estás loco. ¡No me cuelgues! ¡Gritaré más fuerte! ¿Puedes venir a por mí? ¡Ellos me dejaron aquí, en el fondo del arroyo! Hace tanto tiempo que incluso donde estaba la vereda ahora se levanta un montículo de hojas secas. Las hayas han sido guillotinadas… Si te fijas, semienterrado en el cauce puede verse el resto de mi mano. Soy una silueta, soy el destello plateado… Una especie de anillo fantasmagórico sobre la rana… Igual que el arroyo, también he cambiado. Pero aquí te estoy esperando, recordando las palabras lindas que me decías. Tengo tantas ganas de verte... Un clic. Un final de llamada. Una pausa. Un nuevo tono. —Sí, ¡¡dígame, por dios!! —Luis, cariño. Estoy esperándote. Tengo tantas ganas de verte... Estoy junto al arroyo, bajando la ladera. En la sombra del roble. El que se apaga cuando lo arremeten las nubes…
Junto al arroyo © 2017 Todos los derechos reservados nº1708043231038  Autor: Maríe Yuset
http://www.marieyuset.com/2017/08/junto-al-arroyo.html
0 notes
Text
La oscuridad cerró la boca
¿Por qué no se abrazaba a aquel ángel blanco, ahora, mientras podía? se preguntó.
Lo observó: sus rizos plateados, las arrugas sabias en el entrecejo, el brillo amable en sus ojos cada vez que sonreía. Oxígeno. Esa era la palabra exacta que lo describía. Embriagando con aquel frescor a algodón, y aquella mezcla de alcohol y suavizante que desprendía su bata. Entonces, ¿por qué no se abrazaba a aquel ángel blanco, en ese preciso momento, ahora, mientras podía?
Sin embargo, sus brazos no se movieron. Tampoco sus labios emitieron sonido alguno cuando él se giró y salió, cerrando tras de sí la cortina. No se lo impidió. No sabía cómo. La dejó con su pequeño adentro, en uno de aquellos minúsculo espacios acortinados que separaban las cabinas; alejándola de todo vínculo con el exterior.
El sonido de la tos insistente del vecino de al lado, sí se quedó. El ajetreo y el barullo de voces, junto a los pitidos constantes de los equipos; esos que no se detenían. No como ella, que quedó con el cuerpo nuevamente inmóvil, convertido en la habitual y persistente figura de piedra justo cuando él salió. Después...
Silencio. Asfixiante.
No podía mirar atrás. Y no solo porque su cuerpo no pudiera reaccionar. No. Simplemente no quería. Sabía, que en cuanto lo hiciera, la devoraría aquella boca oscura y descomunal de dientes amarillos y afilados; esos que tenía detrás. Así que no lo hizo. Quedó quieta. Con la mirada en un punto fijo.
—¿Has oído lo que ha dicho? —habló Tomás. Ella asintió—.El niño está deshidratado. Y se queda aquí.
Ella volvió a asentir, y abandonó el punto fijo para bajar la mirada.
Blancas. Desinfectadas. Todas aquellas baldosas del suelo sin una sola mancha. Normal, cuando el vaho de la lejía impregnaba a��n toda la estancia. A ella no le desagradaba. Al contrario. Lo recibía con ansias. Sin duda un buen lugar para que su pequeño se quedara, libre de bacterias.
Subió la mirada, y se pausó en la piernecilla de su niño que asomaba de las sábanas, embadurnada con la sustancia gelatinosa que tanto parecía que le refrescaba.
—Sí —por fin contestó, con la chispa y las ganas metidas en la barriga—.Aquí no sufrirá más dolor. ¿Sabes, Tomás? Cuando el niño gritó, yo seguía en la cocina. Entonces me he asomado al pasillo y lo he visto. Dijo "mamá". Con claridad. Y varias veces. Venía pegadito a las paredes con las dos manos. La primera vez que anda... Jamás pensé que mi niño diera sus primeros pasos así... Tenía las pestañas mojadas, la camiseta sudada. La marca de tus dedos en sus cachetes rojos y su pierna quemada.
—Vamos, que tengo que entrar a las dos, no quiero pillar el atasco. Ya sabes lo que tienes que hacer.
—Así es, Tomás. Sé lo que tengo que hacer, quedarme aquí con él.
Silencio. Asfixiante. Pesado y aplastante.
—¿Qué has dicho?
Lo hizo. Como jamás habría creído que lo haría. Abandonó el punto fijo y lo miró. Directa. Con aquel millón de palabras atiborradas en la garganta tan valientes ahora y que antes la ahogaban.
—Digo que sé lo que tengo que hacer. Quedarme con él.
—¡Tengo que comer! —gritó aquella boca oscura y descomunal de dientes amarillos y afilados. Con los puños cerrados.
Asfixiante. Aplastante. Condenándola desde arriba. Dando un paso hacia adelante con su prístina ferocidad, y las aletas de la nariz abiertas. El mundo entero se desvaneció para ella: la tos insistente tras la cortina, el ajetreo y el barullo, los pitidos de los equipos... Cesó. Todo. Como si ese "todo" tratase del simple sonido de un televisor, y él, con una mano invisible hubiese apagado de un golpe el interruptor.
Cara a cara se quedó a un centímetro de su nariz. Ella, figura de piedra, dispuesta a recibir su golpe con valentía.
Esta vez no se inmutó. Ya no le dolía la nariz, tampoco los músculos de la garganta, ni la espalda. Sus heridas, inhibidas lo esperaban. Ya no le picaban los ojos al llorar, y sus lacrimales habían dejado hacía mucho tiempo de funcionar. La oscuridad llevó las manos a su garganta y apretó. Apretó. Con sus dientes amarillos y afilados.
—¿Quieres que te lo repita? Pero, ¿qué clase de mujer eres? ¿Para qué me sirves?
—Mamma… Mamma…
Rezó. Que vuelva el ángel blanco. Que vuelva.
Tuvieron que oírse sus plegarias porque reapareció. Su aroma a algodón. Con su bata blanca agitándose tras de sí en una demostración perfecta de sus alas. Él encendió de nuevo el interruptor del televisor. Volvió la tos, el pitido, el barullo, el ajetreo y el mundo entero.
—Sí, señora. Efectivamente —dijo sin mirarla, sin levantar la cabeza de los papeles de sus manos—. Vamos a tener que dejar al pequeño aquí, en observación. Usted...
Ahora. Se decía. Una alarma. Un clic. Hazlo ahora. Se repetía, mientras al fondo de su barriga le saltaban chispas. Tenía la oportunidad. En un mundo de desesperación, ¿qué haría cualquiera de nosotros, en ese momento, allí, con una vida encarcelada en la oscuridad que tuviera la fortuna de encontrarse con un ángel blanco?
Su luz se adelantó sobre la camilla, y con su dedo acarició la frente de su pequeño. Después se incorporó, y se colocó entre ella y dientes afilados. Lo vio señalar y levantar la mirada al techo. Se abrazó fuerte a su espalda. No. No iba a soltarse. Por su pequeño, por ella. No iba a soltarse del ángel.
—¿Ve allá arriba, señor? —, le oyó. Los dientes amarillos y afilados se dirigieron al techo. Sus ojos negros se abrieron, espantados—.Le sugiero que no intente moverse, tras la cortina se encuentran dos agentes de policía, y como ve, la cámara sigue encendida.
La oscuridad cerró la boca descomunal, y bajó la cabeza.
Autor: Maríe Yuset - La oscuridad cerró la boca © 2017 Todos los derechos reservados nº1707213004984
https://marieyusetmhm.blogspot.com.es/2017/07/la-oscuridad-cerro-la-boca.html
0 notes