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En la Frontera del Progreso
Discurso de Adrian Ferris:
Damas y caballeros, les habla no un benefactor, sino un reflejo del progreso que hemos tejido con hilos de ciencia y ambición. Hoy, la maquinaria de nuestra civilización late con una precisión que desafía la necesidad de la labor humana. Nuestro dominio sobre los recursos, nuestras ciudades mecanizadas, son testimonio de un poder que ha trascendido la necesidad de manos humanas.
No requiero de su trabajo para cultivar riqueza, no necesito de su esfuerzo para asegurar mi sustento. Las máquinas, con su imperturbable eficacia, han asumido el rol que una vez desempeñaron sus ancestros. Pero en esta ecuación, su relevancia se ha desvanecido, reducida a un eco en las vastas planicies de la producción automatizada.
¿Qué lugar ocupan ustedes en este nuevo orden? La lógica dicta que para mantenerlos a mi lado, deberían ofrecer algo que las máquinas no puedan. Pero, ¿qué podría ser eso? ¿Simplicidad, lealtad, una sonrisa genuina? Las máquinas no erran, no traicionan, no demandan.
En este reino de autonomía y precisión, la humanidad se ha convertido en una variable incómoda, un residuo del pasado. La inequidad es el precio que hemos pagado por esta evolución, una bifurcación en el camino del progreso donde la mayoría ha quedado atrás.
Mis palabras no buscan empatía ni ofrecen consuelo. Son el reflejo de un sistema que ha perfeccionado la eficiencia a costa de la esencia humana. Un mundo donde el valor de un individuo se mide por su capacidad de contribuir a una maquinaria que ya no necesita de él.
El autor generó este texto en parte con GPT-4, el modelo de generación de lenguaje a gran escala de OpenAI. Tras generar el borrador del texto, el autor lo revisó, editó y modificó a su gusto y asume la responsabilidad final por el contenido de esta publicación
Foto de Gustavo Zambelli en Unsplash
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Di «vago» y sale
¿Cómo hacerse interesante? Pero no uno mismo sino el rato, el día, la vida o la parte de ella que más podamos. Arriesgo: tratar de no ser un canalla y no desperdiciar oportunidades por timidez, neurósis o cualquier otra forma de temor.
«Uno» no se puede hacer interesante: a mi mismo me intereso porque no tengo más remedio y a los demás no porque están ocupados interesándose en ellos mismos y sus problemas y temores y anhelos.
Escribir puede ser una forma de pasar el tiempo, pero tiene que calentar, en algún lugar del cuerpo tiene que abrigar, dar calor, encender. Por eso es útil para hacer catarsis o para cuando algo duele y por el contrario, un completo sinsentido tan inútil que ni se me pasó por la cabeza esas algunas veces que me ocurrió estar todo donde quise.
El café, el café es otra forma. Hay muchas maneras de mentirnos o si prefieren de hacernos creer que de verdad algo existe -en un sentido esencialista y tranquilizador- y que además eso que existe es bello y vale la pena.
Otra es esconderse, parapetarse atrás de nuestros prejuicios y de lejos ver en algunos reflejos lo que sea que nos guste poner sin confesarnos nunca de los jamases que en una de esas hay otra cosa.
Hasta ahora va ganando la del café pero inhstantáneo, por la parte de batirlo: das vueltas, lees un rato, pensás algo de algo, escribís un poco y batís un poco. Conseguís un color más claro y lo dejás. Volvés a dar vueltas. Ojo que la de parapetarse no deja de seducirme: construyo un mundo en el que los demás me regalan atención, existo. Epa. En una de esas si existo hasta podría existir más.
Lo que no hay que hacer pero por nada en el mundo que se te ocurra es pensar pelotudeces y creertelas de primera sin chistar. Jamás dejar de hacer lo que se te ocurrió por timidez, neurósis o cualquier otra forma de temor.
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Preguntale
De chicos vivíamos a la vuelta de un potrero con baldío que se llamaba -le decíamos, bah- El Campito. Un día pasamos con mi vieja y vimos que alguien había abandonado a una perra pero seguimos de largo para que a mis hermanos no se les ocurriera adoptarla. Junio, julio, creo. La cuestión es que esa noche, mientras tomábamos café, se largó a llover y la fuimos a buscar.
Al día siguiente, como en todas las casas de todos los chicos que encuentran perros, como a todos los días siguientes, le buscamos nombre. En la familia les solemos poner -ahora que lo pienso- nombres un poco humillantes a las mascotas. Humillantes porque no tienen la función de nombrar, o no solamente tienen la función de nombrar sino que además deben resultar graciosos, útiles o catárticos. Así es como por ejemplo mi tío dio en ponerle a su perra Boludísima una cruza de Dálmata y Quiénsabe que para ser justos bastante honor le hacía al nombre.
Hoy mi perra se llama Dinamita.
El caso es que a la de la historia le tocó Preguntale. Hubo algunos que hasta cayeron en la joda y todo. Qué plato.
Preguntale tenía una característica fundamental ¿qué digo característica? una filosofía, una religión, una razón de ser: perseguir una piedra. No como un pasatiempo, no como un juego, ni siquiera como una obsesión, nada de eso, como «Misión en la vida». Bien podría haberse elegido otras. Canela, que nos acompañó un buen tiempo, se dedicó a poblar el barrio con su prole. Preguntale no. Célibe por opción toda su vida, ella no cejó en su objetivo ningún día, ni uno solo. Se limó los dientes por la causa y hasta aprendió a trepar las rejas de una ventana en pos de La Piedra. Hace trece años de esto y hoy pienso que tal vez, a su manera, sin saberlo y por necesidad, como todo lo que hacemos todos, Pregun trataba de indicar algo con su piedra. Tal vez ocultaba una metáfora muy evidente, casi pueril, pero escondida de un modo majestuoso: en los pequeños actos de todos los días de toda la vida de un ser incapaz de entender el sentido de su existencia.
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