Espacio de ensayo, donde ideas a medio formar pelean por sus vidas con tenedores grandotes y enormes trapos rejilla.
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2022: El año de too much anime
Este fue un año raro. La simulación de normalidad post-pandemia me pegó de forma particular, ya que volví a trabajar en oficina y, por primera vez en años, fuera del ambiente nerd/televisivo en el que me siento cómodo. Flotando en lo desconocido, el anime fue mi cable a tierra. Un lugar seguro. Un espejo que refleja 40 años de identidad cambiante.
El anime está de fondo en mis primeros recuerdos conscientes, en los dibujos de Mazinger y Rick Hunter en mis cuadernos de primer grado. En la adolescencia de Big Channel, Magic Kids, y los VHS doblados que compré en B.L. (frente a Camelot, de los mismos dueños). Más tarde, lejos de la burbuja familiar, está en la cola de Fantabaires en la que conocí a mi otakísima mejor amiga y en “Protocultura”, el proyecto de programa de divulgación que presenté en 1999 a Claudio Morgado y que fue mi puerta de entrada a la televisión en una resurrección (trágicamente breve) del querido Cablín.
Gracias a aquel proyecto conocí a Pato Land, editor del legendario fanzine Ran. Un par de años después, Pato fue el primero en publicar mis textos en la revista Nuke, entre verdaderos eruditos del tema. Nuke colapsó post-2001, y aunque mi amor por el periodismo freak ya estaba activado, cada vez me sentía más alejado del fandom. Una palabra que en ese momento ni usábamos, pero que puede definir al círculo cerrado de entusiastas, una colmena de cánones establecidos y opiniones incuestionables sobre artistas, estudios y géneros completos.
Esa incomodidad con la colmena no terminó ahí, y siguió en lo profesional. Me tocó chocar contra el fandom gamer en sitios especializados, el fandom marvelita/snyderesco en publicaciones de cine, y hasta el fandom de mi propio programa durante cuatro años como director de contenidos de un reality show ecuatoriano de continuidad más compleja que cualquier universo de superhéroes.
Nunca dejé de ver anime. Después de los años de Nuke veía alguna que otra serie que me llamaba la atención, en general relacionada con sus directores o guionistas. Ikuhara, Yuasa, Mari Okada, y poco Reddit. En la pandemia me suscribí a Crunchyroll y descubrí un par de series interesantes. Empecé 2022 en la espera de confirmación de un puesto de trabajo, y la distracción perfecta fue ver al menos un capítulo de la treintena de series que se estrenaron en la temporada de “invierno”. Y no paré. Entre novedades y revisiones anoté más de 600 capítulos de anime vistos en el año.
Lo que me costó fue encontrar con quien comentarlos. Mis amigos, freaks maravillosos, no me iban a seguir en mi aventura. Twitter, la red social pavloviana a la que pertenezco, tiene su propia comunidad (“anitwt”) que se comunica casi exclusivamente en base a shitposts que, para este old, parecen encriptados. Reddit es ese mismo fandom de comiquerías multiplicado por 1000 y más facho que nunca, al igual que los foros de sitios como Anime News Networks, más interesados en sus batallas culturales que en hablar de meros dibujitos.
Elegí las series que iba a ver por sinopsis, diseños, temática. Alguna por estudio o por conocer el manga. Y cada vez que volvía a una de estas comunidades 4chanescas me sorprendía de nuevo por las opiniones formadas sobre algo desde antes de que se estrene, la interpretación absolutamente literal de cada historia e ideas rígidas y arbitrarias de lo que es “buena” o “mala” animación. Por lo que entendí, simplemente es buena cuando es mucha. Ah, y cuando no se notan las computadoras. Un ludismo que ya era irritante en 1999 y hoy es inexplicable.
Por supuesto, esta es una generalización. Tampoco es que me metí a buscar en profundidad gente con quién hablar sobre mis series favoritas. Es un buen proyecto para 2023.
Por lo pronto, esta es mi forma larga de aclarar que vi unas 200 horas de anime en 2022. Y como la mayoría de las series que me gustaron no le resultaron interesantes a nadie que conozca, me toca gritar a la nada, en una red social de la que todavía ni sé por qué tengo un perfil.
ESTO ME GUSTÓ BASTANTE
Rumiko Takahashi es mi estrella guía, y las comedias románticas me pueden. Creo que vi todo lo que se estrenó en este año. Mi favorita está en mi top 10, pero quedó afuera por poco Sasaki to Miyano, una de las pocas historias BL que vi en televisión abierta, que aprovecha diseños impecables y dos protagonistas bien delineados para hacer que 12x20 minutos de miradas robadas y monólogos internos sean atrapantes.
El resto, lamentablemente, fueron decepciones. Ninguna tan dolorosa como A Couple of Cuckoos, que empieza muy bien y desbarranca en episodios temáticos trilladísimos, complicaciones forzadas y el típico tonito incestuoso del “harem anime”. Lo peor de todo es que tiene mi opening favorito del año. Tanto que la seguí viendo durante varios capítulos solamente por la inyección de felicidad que me dan estos 90 segundos (por suerte en el capítulo 13 cambiaron la intro y la pude largar).
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Otra comedia que desbarrancó fue Heroines Run the Show, un animé original que roba la mayor parte de su historia a un lindísimo manga llamado Skip & Loafer (que tendrá adaptación el año que viene). Esta historia de una chica normal infiltrada en el mundo de los “idols” arranca con un buen meet-cute, grandes canciones de HoneyWorks y un excelente uso de rotoscopia para los shows y coreografías. Pero de repente se vuelve un canto a la pureza y el celibato de los idols que resultará hilarante para cualquiera que lea Oshi no Ko (o haya visto Perfect Blue).
Otro género en el que no pude entrar fue el “slice of life”. No me molesta la lentitud o las historias sin mucho conflicto, pero en general son historias sobre la vida interior de personajes femeninos mezclados con una mirada cosificante “moe” que me termina sacando de la historia. Lo peor es que estas series suelen ser excusas para experimentar con animación un poquito más impresionista, como pasa con Akebi’s Sailor Uniform, que hace cosas maravillosas con la luz y los peinados de las protagonistas. Pero también hay que bancarse a la cámara recorriendo de forma obsesiva cada milímetro de las protagonistas mientras se ponen la ropita del título.
Ningún “slice” está mejor animado que Bocchi The Rock!, uno de los grandes placeres visuales del año. A diferencia del resto de estas series, el foco está puesto de lleno en el humor, pero como los personajes son clichés sin mucho para decir, el equipo creativo decide reírse de ellas con gags profundamente inventivos que bordean la crueldad y mezclan 2D, 3D, y hasta un stop motion improvisado. La música, también, es excelente. Aunque mi interés por Bocchi y su banda sean nulos, me encanta escucharlas tocar.
Me enganché más con la historia de Do It Yourself!, de animación falsamente simple y figuras “cartoony” que me recordaban a las series de la escuela Masterpiece Theater de los ‘70s (¿qué es Akage no Anne, por ejemplo, si no es un slice of life?). En el centro de la serie están dos amigas distanciadas que se vuelven a acercar gracias a un club de carpintería, y todas las escenas con ellas son bellísimas, y ni hablar de los (pocos) momentos en los que trabajan, perfectas coreografías artesanales. Los secundarios son atroces, eso sí, en especial una rubiecita tsundere que dice “good job” con menos caracterización que un NPC de un Dragon Quest de 8-bit.
MUCHAS segundas temporadas/segundas mitades interesantes. Komi Can’t Communicate es más repetitiva que El Chavo del 8, y aunque se pusieron las pilas para animar uno de mis arcos favoritos del manga (el viaje a Kyoto con Y.Y. HANNYA), me parece que funciona mejor cuando potencia la romcom por sobre los momentos “slice of life”. Espero con ansias la tercera temporada y la llegada de Rumiko Manbagi.
Shadows House perdió un poco del empuje narrativo de la primera temporada, pero quizás expandir el elenco sea lo mejor a futuro. Princess Connect siguió siendo una delicia, una parodia del isekai con grandes guiones, animación ultra creativa y un elenco que solamente se puede pagar cuando seguís juntándola con pala en uno de los gachas más exitosos de todos los tiempos.
No voy a simular que entiendo el 20% de lo que pasa en Pop Team Epic, pero pude disfrutar varios ejemplos de mi estilo de comedia japonesa favorita, con esa estructura “manzai” de personajes profundamente idiotas acompañados de sufridos partenaires y los remates sin remate de los peores 4-koma.
Nada estuvo a la altura de mi rey del humor tonto Keiichi Arai (Nichijou, CITY), pero hubo cosas lindas. Mi favorita fue The Little Lies we all Tell, la demostración de que si no tenés una buena idea para hacer una serie, ¿por ahí sale algo interesante si mezclas cuatro malas ideas? Cuatro amigas de secundaria normales que guardan secretos. Una es una ninja. Otra es telépata. La más “moe” es una invasora alienígena con rasgos de pulpo. La chica masculina es un chabón. Esta última podría ser una red flag, pero por suerte no cae en la usual transfobia casual del animé. La amé porque la premisa parece pensada en joda, los guiones tienen cero esfuerzo, y la animación es nivel South Park. No importa nada.
Teppen!!!!!!!!!!!!!!! (no los cuentes, son quince) fue un paso más allá al tratarse específicamente sobre chicas practicando ese estilo de comedia. Una ametralladora de chistes pésimos que disfruté como el sol de la mañana.
Aparte de Princess Connect, gran año para las parodias de isekai. Life with an Ordinary Guy Who Reincarnated into a Total Fantasy Knockout agota el concepto muy rápido pero mientras dura, se disfruta. My Uncle From Another World fue LA gran pesadilla de la temporada en términos de condiciones laborales (empezó en julio y lanza capítulos con cuentagotas), y es una pena que opaque su sentido del humor deliciosamente reiterativo (en especial si los chistes sobre Sega te hacen reir mucho).
También salieron muchas parodias de tokusatsu, un género que conozco poco, pero lo suficiente como para morir de amor con Miss Kuroitsu from the Monster Development Department, Love After World Domination y Fuuto Tantei (que no es una parodia pero suma elementos de 55 géneros distintos).
Tiendo a gravitar más hacia la comedia o el misterio. Entre las series de ciencia ficción me sorprendí con Sabikui Bisco, una adaptación de light novels que mezcla cyberpunk y fantasía oscura que empieza con tres capítulos excelentes y diluye sus ideas casi de inmediato. Otras decepciones: Yurei Deco, Tatami Time Machine y The Eminence in Shadow, y My Master has no Tail, que me hizo rezar aún más fuerte por un anime de Akane-banashi.
No vi muchos de los tanques de la temporada. Estoy atrasado en los shonen y seinen grandes, y por mucho que quisiera ver lo que hacen con mangas que leí como Mob Psycho 100 o Golden Kamuy, no me da para empezar a ver las series desde los arcos actuales.
Sí vi SPY X FAMILY, por supuesto. Amé el primer “cour”, amé un poco menos el segundo, pero es difícil procesar del todo una adaptación tan literal cuando un manga está entre lo mejor que jamás se hizo en el género. Tatsuya Endo es un mangaka de talento sobrenatural para la arquitectura, la narración cuadro a cuadro, anatomía. Un mix imposible de Hugo Pratt, Neal Adams y Naoki Urasawa. Cualquier anime, aún uno técnicamente impecable como este, tendría problemas para estar a la altura.
La serie adapta 42 capítulos de manga en 25 episodios de anime. En los mejores episodios (la partida de quemados) resulta ser una gran decisión, pero los arcos más extensos (la aparición de Bond, el torneo de tenis) pierden empuje mucho antes de llegar al final. También, como otra serie de la que voy a hablar un poco más adelante, está obligada a adaptar los arcos menos interesantes de un manga que eleva su calidad poco después. La tercera temporada debería empezar con el arco del crucero, que le dará merecido protagonismo a Yor Forger.
La nueva Urusei Yatsura es inexplicable. Primero, porque el anime original sigue siendo perfecto. Segundo, porque esta adaptación superficialmente más fiel al manga pierde el frenesí y la inventiva infinita de la joven Rumiko. Tercero, porque va a durar 4 temporadas y por lo tanto anular por un año el bloque “noitamina” de Fuji TV, donde se suele estrenar el anime más original. Un desperdicio.
Otro que me dolió fue Love of Kill, un excelente manga convertido en un animé medio pelo que censura la violencia brutal del original y no logra transmitir un miligramo de la química de los protagonistas. Requiem of the Rose King no busca más que ilustrar el manga, pero a pesar de que le dieron una temporada larga para explayarse, no es el medio correcto para contar una historia que depende de sutilezas psicológicas, alianzas frágiles, y mucho background sobre el período histórico en el que está ambientada.
Número uno en la lista de “animes que quise amar” está Lycoris Recoil, que tiene dos protagonistas ultra carismáticas, interesante construcción de mundo, y escenas de acción estilo Noir-Black Lagoon muy superiores a la media… pero que sufre la extraña maldición de ser demasiado corta. Quizás soy yo que vengo de la época en la que un anime duraba un mínimo de 26 capítulos, pero en este caso sentí que la historia de Chisato y Takina necesitaba respirar un poco más. Los giros y revelaciones del último capítulo resultan chatos cuando no logramos generar lazos con el extenso elenco.
Y de ahí, lo que no se donde poner por cuestiones de formato. Boku to Roboko es una maravilla. Cortitos de cinco minutos repletos de humor que adaptan la genial parodia de Doraemon de Shonen Jump. Lo mismo I'm Kodama Kawashiri, capítulos de solo un minuto sobre la vida cotidiana de una freelancer. Slice-of-life sin un miligramo de adorabilidad, que me hicieron pensar lo lindo que sería un anime de Kabi Nagata.
Ah, y mi media hora favorita del año de anime sin duda es “Él toca nuestra canción”, el capítulo de Naoko Yamada de Modern Love: Tokyo (se puede ver en Primer Video), una peliculita que parece una relectura de Only Yesterday, con momentos inolvidables y una gran protagonista.
Pasé años escribiendo sobre lo que amo, así que leer puntos de vista estimulantes y perspectivas originales me causa tanto placer como ver anime. Atesoro los sitios imprescindibles que descubrí estos años: Animation Obsessive, Full Frontal, el blog de Matteo “Animetudes” Watzky, y cuentas de Twitter como Manga Mogura y el argentino Dastier92.
ESTO ES LO QUE MÁS ME GUSTÓ
10. Gundam: The Witch From Mercury
Entre los lugares comunes del fandom noventero estaba la idea de que Gundam Wing era una serie “menor” porque mezclaba los elementos de ciencia ficción bélica de Gundam con adolescentes mala onda a lo shonen jump. Wing no era perfecta, pero sabía lo que quería ser, y en la balanza siempre pesaba más el drama shonen que los robots. Witch From Mercury hace algo parecido, con la primera protagonista de la serie y una ambientación escolar… con la que el equipo creativo no parece saber muy bien qué hacer.
Todavía falta el final de temporada, pero queda claro que Witch está lejos de ser Rebelde Way con robots. En estos 11 capítulos no creo que hayan ido a clase más de tres veces, y el grueso de la serie consiste de duelos de robots basados en conflictos más cercanos a la energía adolescente de Final Fantasy VIII que a cualquier otro Gundam. Ah, y los duelos son impresionantes. Demuestran la precisión para narrar combate de un equipo entrenado durante décadas en dibujar estos robots.
Narrativamente parece una serie distinta en cada capítulo, una historia reescrita, comprimida, caótica, que resuelve conflictos en cuestión de un episodio, sugiere secretos que revela de golpe, y pierde constantemente el foco de quién es la verdadera protagonista… hasta los últimos tres episodios de la temporada en los que todo funciona: los robots, la geopolítica, el suspenso y la relación entre las dos protagonistas.
9. Hakozume - Kouban Joshi no Gyakushuu
Un gran ejemplo de la diferencia entre comedia costumbrista y “slice-of-life”. Hakozume es la historia de dos mujeres policía. Una experimentada que ha sido obligada a bajar de rango por su comportamiento incontrolable, y una novata que está profundamente arrepentida de haber elegido esta posición.
Cada capítulo cuenta dos historias completas de 10 minutos que se sienten como una serie con gente de los años ‘70. Cada una toca un conflicto social con humor, personajes originales, y observaciones sobre la relación de los japoneses con la autoridad que nunca había visto en un anime. Nadie está en peligro de muerte ni hay giros dramáticos sorpresivos, pero cada historia tiene algo que decir, y avanza de cierta forma la psicología de dos protagonistas que (espero) tengan una temporada más, ya que el manga tiene como 20 volúmenes.
8. My Dress-up Darling!
Tardé en conectar con lo que al principio parece una rom-com formulaica, la típica historia de amor entre la chica popular y el nerd que se sienta en la última fila de la clase. En este caso, ella es cosplayer y él es un descendiente de artesanos de muñecas tradicionales con manos mágicas para la costura. Pero capítulo a capítulo se van notando las diferencias con otras series. El protagonista, Gojo-kun, no es un perdedor ni un antisocial sino un artista que no sabe cuán valioso es su don. Y ella, Kitagawa-san, es una presencia intensamente positiva en su vida sin sentirse como la fantasía del autor.
Tiene sentido, ya que la mangaka es mujer, y a los pocos capítulos la perspectiva narrativa pasa a ser la de Kitagawa y el amor que ella empieza a sentir por él. Por la mitad de la serie entran otros personajes que enriquecen las cosas realmente interesantes que la serie tiene para decir sobre la relación de un adolescente y su cuerpo, o la diferencia entre aficiones y obsesiones. Es admirable el nivel de detalle que pone tanto en el meticuloso fan service como en los mangas, animes y juegos ficticios de este universo, tan bien realizados que uno querría que fuesen reales.
7. Deaimon: A Recipe for Happiness
Como Hakozume, esta es una comedia dramática tradicional disfrazada de slice-of-life. Un treintañero abandona sus sueños de rockstar para volver a trabajar a la dulcería familiar en Kioto. Al llegar, descubre que sus padres han adoptado a una melancólica chica de 10 años que hace su trabajo mejor que él. De a poco, otros personajes se suman a la historia, igual de perdidos que el protagonista, procesando cada uno la angustia a su manera.
Como el “wagashi” tradicional que está en el centro de la historia, Deaimon es una serie delicada sobre la posibilidad de reconstruir algo que creías que estaba roto. En lo técnico, es un ejemplo de compresión narrativa, que hace sentir que pasamos un año junto a tus personajes a pesar de que la temporada tenga solamente 13 capítulos. La cereza en la torta: un tema de apertura absolutamente perfecto de la gran Maaya Sakamoto.
6. Chainsaw Man
Además de anime, en este año vi varias adaptaciones de manga a doramas live action. Y me suele sorprender la libertad con la que se toman una adaptación, comparado con el cuadro a cuadro que se ve en aún los mejores saltos de manga a anime.
Chainsaw Man es la excepción. El manga es sublime, lo mejor que Shonen Jump publicó en la última década. Y la adaptación respeta las líneas narrativas pero busca formas estrictamente cinematográficas de llevar las ideas visuales del maestro Tatsuki Fujimoto a la animación.
Lo “cinematográfico” es clave. En la página, Fujimoto juega con planos apaisados que simulan pantallas de cine, planos repetidos para sugerir una cámara fija, manchas de tinta que rompen la cuarta pared entre lector y autor. Estos recursos se espejan en el anime con secuencias de acción que incluyen desplazamientos del plano que simulan travelings, un punto de vista inquieto tipo cámara-en-mano, puntos de vista subjetivos y composiciones sobrias, despojadas. Hasta las actuaciones de voz abandonan la exageración típica del anime, como hacía la brillante adaptación de Aku no Hana.
Seguramente haya una referencia más actual, pero Chainsaw Man me recuerda muchísimo a los ‘90s de Madhouse, una época en la que el estudio quería romper con la narrativa previsible del anime televisivo. La era de Yoshiaki Kawajiri y especialmente de Satoshi Kon, otro cinéfilo que tenía más respeto por Hitchcock que por Miyazaki. Kon está por todas partes. La tragicomedia de Tokyo Godfathers en la unidad familiar de Aki, Denji y Power, el surrealismo de Paprika en la prisión del hotel, y por supuesto, la violencia sorpresiva y catártica de Paranoia Agent.
A simple vista, entonces, el anime no se “parece” al manga. Esta pesadez cinematográfica se traslada al tono, bastante más pesado que la contrastante ligereza de los primeros tomos de Fujimoto. Los personajes más cómicos, como Power o el mismo Denji en sus momentos más relajados, pierden protagonismo, pero la historia de Himeno cobra mayor densidad dramática y opaca la original. O mejor dicho, la complementa. Hay una conversación entre los dos medios. Lo mejor que uno puede esperar de una adaptación.
5. Akiba Maid War
El chiste debería haberse agotado en el capítulo uno. Akiba Maid War imagina una versión alternativa de 1999 en la que los “maid cafés” del barrio otaku de Akihabara están organizados como una versión adorable de la Yakuza. Alternar comedia costumbrista y fan service con violencia salvaje digna de Takashi Miike, en especial los primeros cinco minutos de su obra maestra Dead or Alive (casualmente, de 1999)... ¿pero qué se puede contar después de revelar este muy, muy gracioso remate?
Mucho. El primer toque genial es dar personalidades definidas a las “maids” del café en el que se centra la historia. El deseo de una vida kawaii de la protagonista Nagomi contrasta con la escalada de violencia, y va tomando tintes patológicos de negación capítulo a capítulo. La administradora del café está dispuesta a traicionar a cualquiera y rogar perdón después de (indefectiblemente) ser descubierta. Hasta el panda que parece ser un gag visual resulta tener su propia, desgarradora, historia.
Pero el corazón de Akiba Maid War es Ranko, una maid de 36 años de voz grave y temperamento severo, el opuesto absoluto de la cultura “moe” de las maids. Lo que podría ser un chiste cruel resulta ser conmovedor cuando entendemos las razones por las que actúa así.
Lo que es milagroso de Akiba Maid War es que logra romperte el corazón sin nunca abandonar la comedia. Un giro dramático en la mitad de la temporada podría haber llevado el tono en otra dirección, pero para ser una serie en la que mueren unos 20 personajes por episodio, nunca se trivializa la violencia y su impacto en las protagonistas.
Y todo culmina en un final perfecto, absurdo y emotivo, con una escena post-créditos que logra un equilibrio casi imposible entre sentimentalismo y humor. Pocas veces se ve tanta confianza de un equipo creativo en su material y en que la audiencia va a acompañar cada volantazo. La verdadera joya inesperada de esta temporada.
4. Raven of the Inner Palace
El mejor capítulo del nuevo podcast de Hideo Kojima consiste en una larga conversación con el director Mamoru Oshii (Ghost in the Shell), que habla de forma cándida de los trucos con los que se estira el presupuesto en anime, y el placer de descubrir nuevos recursos narrativos que nacen de esa austeridad. La imagen clásica de Oshii es un plano abierto, quieto, casi detenido. El sonido ambiente invade los oídos. La anticipación se eleva. Y finalmente algo ocurre, más rápido de lo que el ojo puede detectar.
El espíritu de Oshii se percibe en cada plano de Raven of the Inner Palace, un anime que parece resistir cualquier moda o tropo de la industria.
El “cuervo” del título es Shouxue, una de las muchas concubinas del emperador de lo que parece ser, al menos al principio, un país inspirado por la antigua China. Shouxue vive bajo ciertas reglas. Es una concubina dotada de poderes sobrenaturales, y no tiene deberes maritales hacia el joven emperador, y se permite tratarlo con una displicencia a la que nadie en la corte se atreve. Esto, por supuesto, fascina al impulsivo pero inseguro gobernante, que busca una y otra vez el consejo del “cuervo” para lidiar con fantasmas irritantes.
Los primeros episodios mantienen una estructura del “fantasma de la semana”. Casos que se investigan y resuelven en uno, a lo sumo dos, capítulos. Pero de a poco se van plantando elementos de una mitología más compleja.
La economía de recursos se adapta a la perfección a una historia en la que los personajes no quieren revelar más de lo absolutamente necesario. Planos abiertos, largas conversaciones, dos o tres locaciones repetidas en cada capítulo. Raven of the Inner Palace compensa esta carencia con detalladísimos diseños de personaje, cuidado meticuloso en la escenografía y vestuario, y un uso del color audaz, saturado, pero nunca excesivo. Las actuaciones de voz complementan el ritmo. Se sienten casi como la lectura de un libreto, un poema hipnotizante que hace que cada variación sea un milagro.
Hay mil cosas para destacar de este extraño anime. Mi parte favorita son los flashbacks narrados como ilustraciones de antiguos libros chinos, animados casi como si fueran recortes en papel. De a poco los finales de capítulo dejan de ser ganchos y pasan a ser cortes abruptos, delatando su origen en una serie de “light novels”. Una estructura literaria que la hace ideal para maratonear. El final, por suerte, cierra suficientes hilos como para no dejarnos añorando una segunda temporada que quizás nunca llegue.
3. Dance Dance Danseur
En los años oscuros en los que el anime no iluminaba mi existencia, alguna que otra serie entraba por la ventana. Y ninguna resultó más disfrutable que el “sports anime” de patinaje artístico Yuri!!! On Ice, uno de esos éxitos que trascienden el fandom y encuentran nuevas audiencias, en especial en una comunidad LGBT que está muy poco representada por el anime en general.
Dance Dance Danseur comparte estudio con Yuri, y al girar alrededor del ballet parecía tener algún punto de contacto con ese nuevo clásico. Nada más lejos de la realidad. Danseur empieza como una variante japonesa de Billy Elliot. Junpei se enamora del ballet de niño pero lo rechaza por prácticas más masculinas en la adolescencia, hasta que un encuentro con una familia de artistas lo hace retomar su camino.
Desde el principio, Danseur te captura por su belleza. Las secuencias de ballet usan una variedad de técnicas y estilos (3D, rotoscopia, expresionismo) para transmitir el impacto emocional de cada movimiento. Pero donde Danseur destaca (un poco como Yuri) es en que los personajes se siguen moviendo como bailarines aparte de las escenas de ballet. Es un placer ver a Junpei correr a un compañero o a su rival tener una rabieta con la delicadeza de Rudolf Nureyev.
La historia tarda en empezar, pero al tercer capítulo se vuelve menos predecible, única. Con el tiempo Junpei empieza a relacionarse con la familia de artistas que incluye a Miyako y Luou, primos que parecen tener una relación casi sobrenatural. De a poco va descubriendo secretos dignos de una novela gótica, entre espectaculares presentaciones de ballet, amores adolescentes y una rivalidad memorable.
Ah, y tiene el mejor capítulo final del año. Estallido emocional nivel Evangelion.
2. Made in Abyss S2
No había visto la primera temporada de Made in Abyss en su momento, confundiendo los diseños infantiles por una versión descolorida y televisiva de las películas de aventuras de Studio Ghibli de los ‘80. Por supuesto, nada más lejos de la realidad. El poder de la serie está en el choque de la estética clásica infantil con horrores salidos de la peor pesadilla de David Cronenberg. La primera temporada se toma su tiempo para construir una realidad relativamente segura antes de desatar un tsunami de dolor sobre los personajes. Luego de la película (espectacular, pero que repite muchos de los mismos giros) mi sensación era de que la historia se podía agotar muy rápido.
No fue así. La segunda temporada es mucho más ambiciosa que la primera, una película de 4 horas cortada en capítulos que toma lugar casi por completo en una única locación, una ciudad que se parece más a la ciencia ficción de Jeff Vandermeer o China Mieville que a los yokai y hechiceros de Miyazaki. La historia de esta ciudad, sus secretos y su destino final se desenvuelven a lo largo de episodios brutales, que parecen estar desafiando constantemente el lugar del espectador con respecto a los hechos. No hay víctimas ni villanos fáciles en esta temporada, y la violencia casi insoportable de los episodios finales no tiene valor catártico.
Pero ojo, a pesar de lo que he leído en análisis relativamente superficiales, no hay crueldad en la construcción narrativa de la serie. Amo las series “para llorar” como Anohana o Your Lie in April, pero Made in Abyss no busca tanto la empatía como la compasión. Es difícil identificarse con los personajes de la serie, en especial en una temporada en la que los protagonistas son casi espectadores de lo que ocurre, pero siempre aprecié la manera en que los guiones, la dirección, y las actuaciones de voz obligan a considerar la motivación de cada acción, sin importar lo inhumana que parezca.
En lo visual no hay nada que se acerque en esta lista. Con excepciones históricas como Cowboy Bebop o Conan el Niño del Futuro, nunca vi un anime como este, al menos en televisión. No me entra en la cabeza el nivel de inversión y trabajo que hay en la serie.
1. Call of The Night
Los primeros seis capítulos de esta serie fueron lo que más disfruté en el año. Más que cualquier película, libro, manga, serie, juego. No es que esos 120 minutos de anime hagan algo muy original o complejo, sino lo contrario. Son seis episodios despojados casi de historia. Simples conversaciones entre dos, tres, cuatro personajes que viven fuera de los parámetros de la gente “normal”. Ah, y uno de esos personajes es un vampiro.
En cualquier historia de vampiros están los primeros 10 minutos antes de la conversión. La seducción, el peligro, las razones por las que nuestro protagonista es vulnerable al hechizo de la vida eterna. La noche de Jonathan Harker en el castillo. La caminata de Louis y Lestat por las calles oscuras de Nueva Orleans. El acercamiento entre animalitos heridos de Let The Right One In.
Call of the Night tiene algo de cada una de estas historias, pero la clave está en el nombre. La gente normal vive de día. Estos personajes prefieren la noche. No entienden muy bien por qué, no están buscando algo particular, pero ese “click” los hace cuestionar cada uno de los lazos con las experiencias cotidianas ¿saben lo que es la amistad, por ejemplo? ¿quieren un trabajo, un título, una profesión? ¿y el amor? ¿y el sexo?
Un anime sobre un puñado de solitarios que charla en la noche infinita de Tokio parece un gran proyecto para un estudio que tiene bastante más creatividad que presupuesto. El énfasis está puesto en las líneas punk incompletas de los diseños de personaje, los audaces planos subjetivos, y un uso del color que hace que la noche desierta nos parezca tan atractiva como a los protagonistas. Los planos abiertos con cielos violetas y naranjas, el reflejo de la luna a través de las ventanas, el brillo de las luces como piletas de calor en la calle. Un uso evocativo, ecléctico de los pocos recursos técnicos.
Entre las muchas decisiones geniales de esos primeros seis capítulos está la franqueza en el tratamiento del sexo. Las escenas de intimidad entre el protagonista Kou y la vampiresa Nazuna incluyen algún que otro mordisco, claro, pero son acercamientos entre dos personas que no están muy seguras de lo que quieren, y agradecen un lugar (relativamente) seguro para empezar a definir la idea del placer en sus propios términos.
Y si insisto con seis capítulos, es porque en el séptimo el hechizo se rompe. El mundo se expande, la burbuja perfecta de Kou y Nazuna se pincha, y entran nuevos personajes, antagonistas, e historias con moralejas más simples que las observaciones ambiguas del inicio. Los capítulos siguientes no son necesariamente malos, pero las limitaciones de presupuestos hacen que la acción se sienta chata y la necesidad de cerrar pequeños cuentos en 20 minutos conspira contra una mitología de la que terminamos sabiendo bastante poco.
Los últimos dos capítulos, por suerte, encuentran un equilibrio natural entre el modo melancólico del inicio y las complicaciones vampíricas de la segunda mitad. La segunda temporada puede ser interesante. Y voy a estar ahí para verla. El anime ya no lo suelto.
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Crossbell: escapando del camino del héroe por los callejones de la gran ciudad
Las historias del RPG clásico calcan a Tolkien, tanto en Japón como en Estados Unidos. Road movies campbellianas en las que un grupo de aventureros recorre un mundo expansivo y lineal con una misión clara y progresión que alterna al jugador entre pueblitos, mapas “overworld” y ciudades más grandes. Así es Final Fantasy, The Witcher, Baldur’s Gate.
Pero hay una corriente paralela en la literatura de fantasía de los últimos cien años que abandona la épica del camino por el dinamismo de una ciudad. Estos espacios cerrados, con sus propias leyes, costumbres y facciones forman microcosmos sociales que fascinan a autores más politizados que el pastoral JRRT.
El modelo quizás sea la ciudad de Lankhmar, creada por el novelista Fritz Leiber en los años ‘40. Un laberinto de callejones sin salida y avenidas repletas de gente. Es el lugar ideal para los que quieren perderse en la multitud, inspirada en las ciudades-estado medievales que terminaron formando Italia y España. Fafhrd y el “Ratonero Gris”, protagonistas de una larga serie de cuentos y novelas ambientadas en Lankhmar, funcionan como un contrapunto humanista a los semidioses de la fantasía de la época. Los anti-Conan. Buscavidas de buenas intenciones, que pueden cometer los peores errores y que deben vivir con sus consecuencias. Al fin y al cabo, en una ciudad no hay dónde huir.
Los rastros de Lankhmar viven en la Ankh-Morpork de Terry Pratchett, en la New Crobuzon de China Mieville, en la Londres paralela de Neverwhere de Neil Gaiman. Ciudades capaces de sostener la ambientación de una saga entera, donde los estratos sociales no tienen otra opción que convivir en las mismas calles, y donde las escalas de poder pueden cambiar en cualquier momento, con resultados a corto y largo plazo.
En gaming relacionamos la ciudad con el juego de mundo abierto. Los areneros para el caos de Grand Theft Auto o Assassin’s Creed. El juego de rol, en cambio, consiste en dejar una marca, y que las acciones del jugador tengan un impacto inmediato en su entorno. En el RPG, la ciudad puede reflejar esos cambios con mayor velocidad que cualquier entorno. Se vuelve un personaje más. Un espacio denso en contenido que sugiere un mundo más grande sin tener que representarlo. Nos baja de la mirada omnisciente del mapita visto de arriba al nivel de cualquier otro habitante de su mundo ficcionado.
Y no podemos perder de vista el valor agregado de la ciudad como locación única: limita el tamaño del mundo a crear. Algo que para un novelista puede ser relativamente útil, pero para un diseñador de videojuegos es una verdadera panacea.
Los juegos basados en una sola ciudad tienen una justificación natural para reutilizar “assets”, término que se usa para referirse a cada aspecto de un juego, desde sus gráficos hasta sus efectos de sonido. Es lógico que una ciudad repita arquitectura, estilos de vestuario, hasta cadenas de locales comerciales. El costo de desarrollo decrece, mientras que las limitaciones que una única ambientación ponen a la historia obligan a los estudios a encontrar soluciones creativas.
Y en el peor momento del gaming japonés, las soluciones creativas eran esenciales para la supervivencia. El paso en 2005 de la sexta a la séptima generación de consolas fue devastador para los estudios medianos, en especial los japoneses. Xbox 360 y PlayStation 3, plataformas de alta definición, requerían assets de mayor fidelidad, y por lo tanto varios de los estudios más importantes de JRPGs tardaron años en dar el salto. Entre ellos Nihom Falcon, que directamente se salteó las consolas “grandes” y decidió concentrar sus esfuerzos en la tecnológicamente limitada PlayStation Portable (PSP).
Falcom es uno de los estudios japoneses más excéntricos de RPGs, famosos por su saga Ys de juegos de rol y acción. Concentrado en el mercado local, Falcom sacaba varios juegos por año y, después de un par de fracasos en el mundo de las consolas se había replegado al mercado de PC en el que tuvo sus inicios en 1981. Entre 2004 y 2007 Falcom revivió su saga durmiente The Legend of Heroes con la sub-serie Trails in the Sky (Sora no Kiseki, se puede traducir como “Surcos en el Cielo”), una trilogía de atrapantes aventuras ambientadas en la ghibliesca tierra de Zemuria.
El estilo visual de la trilogía recuerda a los RPGs isométricos de Super NES y la primera era de PlayStation, pero la ambición de Falcom es la de contar una historia épica, al nivel de una gran novela de fantasía, con la intensidad emocional del animé e intriga política digna de la ficción histórica.
El público japonés respondió a la propuesta de Falcom. Trails in the Sky se volvió un fenómeno de culto que, de paso, dejaba varias puertas abiertas a una secuela. En 2006, Falcom aprovechó la inesperada popularidad de PSP y convirtió el primer Trails in the Sky a este formato, y una saga casi secreta se convirtió en un suceso masivo. Al menos en su país de origen, ya que la saga sólo se empezó a exportar en 2011.
La primera trilogía de esta saga Trails/Kiseki, ambientada en el país de Liberl, presenta como gran enemiga a la nación guerrera de Erebonia. Los primeros dos juegos (Trails in the Sky FC y SC) cuentan esa típica historia campbelliana: dos aventureros en viaje por una larga ruta que termina en el combate que salvará al mundo.
Trails of The Sky The 3rd (2007), un extraño juego intermedio ambientado en una especie de prisión de la imaginación, funciona como un tráiler de lo que se verá en la próxima saga, The Legend of Heroes: Trails of Cold Steel (Sen no Kiseki). Pero esa serie no estaba cerca. Falcom ya estaba peleando contra los requerimientos de las nuevas consola y sabía que el desarrollo de una nueva serie requería un motor gráfico a la altura. Por lo tanto, iba a tomar varios años.
Falcom necesitaba una solución creativa. Una forma de sacarse algo de la galera para no enfriar esta saga, justo cuando había enganchado al público.
Había que sacar algo nuevo para PSP, fuese lo que fuese.
Zero no Kiseki (Trails From Zero o “Surcos desde Cero”), lanzado el 30 de septiembre de 2010 en Japón, es un juego cargado de compromisos. Mantiene la perspectiva isométrica, sin muchos cambios en lo visual ni en el diseño del combate con respecto a la trilogía original de 2004-2007. Pero lo que cambia es la ambientación. Ya no es un país entero, lleno de ciudades, bosques y catacumbas para explorar, sino un único mapa: Crossbell.
Crossbell es una especie de ciudad-estado en la frontera de Erebonia y Calvard, los dos grandes superpoderes de Zemuria que en la mitología de la saga llevan siglos jugando una incómoda guerra fría. Crossbell es un poco Suiza, un poco Hong Kong: un territorio en disputa constante, que goza de cierta autonomía pero que legalmente está controlado por los titanes del Este y el Oeste.
Lo que hace especial a Trails From Zero no es solamente que sea un juego ambientado en una ciudad, sino que el destino de la ciudad esté en el centro de la historia. Es fácil para una historia establecer la importancia narrativa de un país o una ciudad, pero el juego busca algo mucho más complejo: lograr que el jugador se enamore de Crossbell, que descubra la identidad de una nación a través de su gente.
Viviendo en un estado-títere de dos grandes potencias, los habitantes de Crossbell sienten justificada desconfianza por los políticos corruptos y las fuerzas de seguridad laxas de su nación. Los protagonistas de Trails From Zero (“Zero” de ahora en adelante) forman una especie de unidad especial dedicada a mejorar la imagen de la fuerza policial ayudando a la gente común con sus problemas, desde matar a los monstruos en el sótano hasta bajar gatitos de los árboles. El jugador se involucra con la política y la historia de Crossbell, pero también con la vida cotidiana de sus personajes principales y secundarios.
A diferencia de la lineal saga anterior, Zero no Kiseki abre el mapa completo de juego a las pocas horas de empezar. Cada día consiste en una serie de misiones que el jugador puede terminar en el orden que prefiera, pequeñas historias que tienen como protagonistas a los habitantes de Crossbell. Y con cada salto de tiempo, las conversaciones de los personajes cambian.
Una disputa entre locales comerciales se vuelve violenta. Una chica tímida se anima de a poco a confesar su amor. Desconocidos se vuelven amigos entrañables. Y cuando la personalidad de la ciudad está establecida, Zero presenta su verdadero conflicto: una amenaza a la independencia de Crossbell. Y por lo tanto, a esa identidad que estableció durante 30 horas de juego.
Zero (y su continuación Trails to Azure, que salió justo un año después) es un ejemplo perfecto de la riqueza del uso de un espacio único. Y casi por casualidad, en ese mismo año salieron otros dos juegos que proponen lo mismo.
Dragon Age II, de BioWare, nace de una necesidad parecida a la de Falcom. Mientras que el primer juego tomó siete años de desarrollo la secuela, por presión de EA, se terminó en 14 caóticos meses. La decisión del estudio fue ambientar la historia en la ciudad de Kirkwall a lo largo de cinco años, un plan ambicioso que se cumplió a medias.
A pesar de las malas críticas del lanzamiento y su status actual de culto, lo que queda de la Kirkwall imaginada es un esqueleto que aún sabiendo lo que se perdió resulta imponente, una estructura de líneas verticales en la que las paredes se sienten como las de una cárcel más que las de una fortaleza. Una ciudad como bomba de tiempo, repleta de tensiones raciales y sociales más inmediatas que la oscuridad ominosa del primer Dragon Age.
The Last Story es un juego de Mistwalker, estudio del creador de Final Fantasy, Hironobu Sakaguchi, y su sensación de urgencia se puede contrastar con la inmersión de esa saga de Square. Lázulis, la ciudad en la que está ambientada el juego, termina siendo la más cercana del gaming a la Lankhmar de Leiber. Una fantasía Disney de un nivel demencial de detalle.
El plan de Sakaguchi es que el jugador se familiarice con la locación, que luego de unas horas ya no necesite un mapa para guiarse y que pueda percibir los cambios sutiles que se dan a lo largo del juego. Lázulis aprovecha la baja definición de Wii para contrastar animación prodigiosa en una resolución difusa, casi monocromática. Una ciudad que se siente como un flashback y que resulta ideal para explorar la obsesión de Sakaguchi con los personajes atados a su pasado. No es raro que “The Last Story” y “Final Fantasy” signifiquen básicamente lo mismo. Que el último juego que dirigió (al menos antes del recién lanzado Fantasian) sea un espejo del primero.
Si un RPG tradicional es una línea que recorre un mapa, Zero/Ao, Dragon Age II y The Last Story son recorridos circulares que siempre vuelven al origen. Donde repetir las rutinas deja una marca en el espacio, y cada zona del mapa, cada local, cada personaje, cobra resonancias insospechadas. Una épica de lo cotidiano.
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SILVER LININGS PLAYBOOK
¿A quién tengo que culpar por la horrible experiencia de ver Silver Linings Playbook? ¿A esta nueva variante prestigiosa de David O. Russell? ¿A la mano negra de los Weinstein y su híbrido grotesco de independiente y comercial? ¿A las restricciones de la comedia romántica moderna?
Disfruté muchísimo la primera hora y media de esta comedia bipolar, ubicada un par de escalones arriba de The Fighter en la escala social pero dotada de la misma verosimilitud, un naturalismo muy del cine popular de los setenta (digamos Rocky o la genial Slap Shot - tampoco es que O. Russell esté apuntando a los Dardenne). El espíritu de Silver Linings Playbook está más cerca de las primeras películas del director (Flirting With Disaster sigue siendo insuperable), y no se puede soslayar lo que hace con actores mediocres como Bradley Cooper y Chris Tucker, o con la poca vida que le puede inyectar al caparazón de Robert de Niro. La entrega de Jennifer Lawrence parece un poquito más calculada que en Winter's Bone y Jacki Weaver hace lo que puede con el pesado papel de centro moral de la historia. La narrativa de amour fou se aleja de los clichés del trastorno psicológico (digamos el Dr. House o Una Mente Brillante) y no tiene miedo en hacer parecer a su protagonista un tipo espinoso, una bomba de tiempo. Al menos, claro, por esa hora y media inicial.
Los últimos 30 minutos de SLP me recordaron a la intolerable trilogía del "corazón dorado" de Lars von Trier, esas heroínas humilladas, apedreadas, ejecutadas. O. Russell (o el aparato completo detrás de una producción de este nivel) hace lo mismo con su propio universo, tan meticulosamente observado, tan superficialmente real. La película sucumbe bajo una serie de giros deshonestos (desde la escena de la apuesta en adelante) de una artificialidad pasmosa que hubiera dado vergüenza ajena a Nora Ephron o al peor Richard Curtis, y las últimas escenas parecen filmadas por otro director... pero aunque me encantaría echarle la culpa a los Weinstein y su documentado amor por alterar el corte final, encaja con la mirada del director, un moralista tan tramposo como Darren Aronofsky.
(David O. Russell, 2012)
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DJANGO UNCHAINED
La más predecible, convencional, “tarantinesca” de las obras de Quentin, y no por eso menos disfrutable. En términos de estructura es casi una fotocopia de Bastardos sin Gloria: tenemos un planteo inicial perfecto, una hora de tiempos muertos, y una secuencia central absolutamente brillante, más audaz y extensa que la de las cartas de “Bastardos”, pero que también distribuye a los personajes alrededor de una mesa que es campo de batalla, donde el Tarantino dialoguista y el formalista se encuentran por fin en un punto intermedio.
Esos 30 minutos casi justifican las 2h45 de película. Casi, porque antes de llegar hay que tolerar quizás las peores escenas de la carrera del director, incluyendo la charla (fragmentada en el tiempo, por ninguna razón) de una turba iracunda que discute sus máscaras proto-KKK, y que podría haber sido parte de una de las parodias menos afortunadas de Mel Brooks. Tres o cuatro cameos atroces (Don Johnson, Jonah Hill, los ojos de Zoe Bell) en las escenas menos indicadas rompen cualquier clima construído, y en una película de este largo es difícil recuperar el envión.
Claro que hay violencia, pero en uno de esos despistes tan meta de QT, Django está muy lejos de ser un spaghetti western (la de Miike que lo tenía como actor al menos tenía los zooms, los colores y los tiempos del género) y hasta en la sangre aguada referencia de forma directa a Peckinpah. Me pareció detectar en la paleta de colores un homenaje al Vilmos Zsigmond de McCabe & Ms. Miller o de Heaven's Gate, pero tendría que ver de nuevo la de Altman (no la de Cimino, por Dios) para comparar, y con Django ya tuve bastante barro por un par de meses. El tiroteo central, en cambio, no tiene ni las cámaras lentas de Sam, ni los zooms de Sergio, ni los primeros planos dramáticos de su heredero Woo – el humor negro y el manejo del espacio apuntan directo a Tsui Hark.
La aventura de Django (el personaje) es el arco narrativo más tradicional que he visto en un guión de QT, acercándose peligrosamente al monomito campbelliano, tanto que Django (la película) está más cerca de la “origin story” transformativa del cine de superhéroes que del arco de restitución del orden establecido que define al western (al menos al más clásico).
El conocimiento y poder adquirido por el héroe forma los fuegos artificiales que (una vez más, como en Bastardos sin Gloria) se encienden al final y sin restricciones. Los cultores del exceso podemos perdonar el delirio blaxploitation de la última media hora. Your mileage may vary.
(Quentin Tarantino, 2012)
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FLIGHT
El atractivo más grande que tiene para mí la carrera de Robert Zemeckis es lo difícil que se hace clasificarlo - o mejor dicho, encasillarlo. El más clásico de los directores comerciales modernos, que parecía un heredero de Spielberg y que, como varios de los autores de género de los ochenta (digamos Burton, Raimi, Jackson), se obsesionó más y más por la idea del control en su obra. Cada objeto, cada plano, cada personaje de sus universos herméticos existe en función a la alegoría, llegando a un extremo casi paródico en sus películas en 3D que usan la captura de movimiento como un acto desesperado de usurpación (o múltiplicación, como en la tétrica "El Expreso Polar") del cuerpo a sus actores.
Flight es otra parábola cristiana, tan confusa y confundida como Contacto o Forrest Gump, pero en la que (como siempre en Zemeckis) asoman ideas y una confianza en la puesta en escena que no existen en el panorama del cine comercial estadounidense. El accidente de avión del primer acto está narrado con economía de planos y una tensión dramática que no necesita acentos, y una escena de tentación demoníaca cerca del final (musicalizada con la canción más obvia posible, que se repite dos o tres veces) cumple su cometido con elegancia. Un Denzel Washington formidable se entrega de lleno a la desmitifación del "alcohólico funcional", y aunque la arrogancia del personaje requiera un inflado complejo de dios para encajar en la alegoría, es el actor perfecto para hacer creíbles las dos caras de la moneda. La construcción del mundo de Zemeckis continúa siendo esquemática, y a pesar de eso Flight encuentra un par de apuntes personales valiosos sobre las organizaciones comunitarias (iglesia, grupo de ayuda, gremio) y cuestiones de clase (es bastante claro que un cáncer en la familia contribuyó a dejar a uno de los personajes en la calle).
El guionista es John Gatins, un experto en películas deportivas (Real Steel, Hard Ball), por eso no me extraña que la demolición que hace Washington de su personaje me recuerde tanto a la fallida "He Got Game" de Spike Lee, otro atleta Maradoniano en su camino de redención. Como la peli de Lee (otro ochentero que sucumbió, en su caso a la falta de control) también Flight se desmorona en sus últimos minutos, después de un climax magistral que había logrado alcanzar los picos del inicio. El mensaje se termina de transmitir de la forma más obvia y didáctica posible, como una moraleja que no estaría fuera de lugar en un capítulo de "Mujeres Asesinas". Una subtrama romántica que no va a ninguna parte termina de inflar a una película grandilocuente pero atractiva, a la que no le vendrían mal un par de reuniones en Mesías Anónimos para bajar su prepotencia de temporada de Oscar.
(Robert Zemeckis, 2012)
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HELLO I MUST BE GOING
Sigo dándole al indie, aterrado por la presencia de Lincoln y Zero Dark Thirty en el disco. Algún día las tendré que ver, pero mientras sigo paseando por Park City. El formato ya estándar de cine Sundance (depresivo vuelve a su pueblo natal, conoce una chica "mágica" mucho menor que le devuelve las ganas de vivir luego de una serie de aventuras catárticas) se refresca con un simple cambio de sexo de los protagonistas. Todd Louiso (de la incómoda Love Liza) hace un trabajo digno, evitando las dos plagas del indie: la iluminación chata de sitcom y la crueldad Solondziana. No puedo separar la película de la actuación de Melanie Linskey, el prodigio de Heavenly Creatures que sufrió una década de humillaciones en la atroz Two and a Half Men y que encuentra un vehículo perfecto en esta Amy que deja su marca en cada parada obvia del guión redentivo, predecible, pero buena excusa para una serie de escenas perfectas, en especial una confrontación con Blythe Danner en la que la felicidad es doble: dos actrices con mala suerte, dando todo en un momento de enorme compasión y delicadeza.
(Todd Louiso, 2012)
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SAVE THE DATE
El mundo de los cómics de Jeffrey Brown parecía demasiado ligero para sostener una película, más una indie post-Apatow, interpretada por lo que parece la galaxia entera de la tele coronada como cool: Lizzy Caplan de Party Down, Alison Brie de Mad Men y Community, Martin Starr de Freaks & Geeks y un invitado del mundo de Scott Pilgrim. Las cosas no empiezan bien, pintando la relación entre dos hermanas y sus respectivas parejas con trazos gruesos que ponen en evidencia el gran trabajo de guión de Milagros Mumenthaler en la subvaluada (algo raro para decir de una película ganadora de tantos premios) Abrir Puertas y Ventanas. Al menos Save the Date pone verdadera atención en la puesta en escena, y a diferencia de tanto indie Sundance que parece un capítulo de The Nanny, hay algo de volúmen en la luz y profundidad de campo en la fotografía. A veces me cuesta saber qué hacen estos directores primerizos ¿solo les interesa dirigir a sus actores? La mayoría de las escenas parecen filmadas de todos los ángulos posibles para armar después en el Avid, con miedo a que no se entienda la acción “resuelto” mediante el uso excesivo de planos de ubicación y reacción y una banda sonora edulcorada, intolerable.
El ambiente hipster (angelinos, no neoyorquinos) hace la comparación con “Girls” inevitable en los primeros 20 minutos, y se extraña la especificidad socioeconómica (¿por qué el cantante de una banda de pubs vive en un loft de 100 metros cuadrados?) y el manejo de los tiempos de la serie de Lena Dunham. Pero algo pasa en la escena que Syd Field llamaría el “Inciting Incident”: una propuesta de boda fallida, perfecta para un gag de mal gusto o un buen freakout cambia el tono por completo, matando la ligereza de Brown por un rato (y quizás regodeándose un poco en el melodrama) pero que deja a la historia en un plano más interesante. La estructura se hace menos predecible y el humor de Brown tiene lugar para respirar (su repetición de frases y situaciones sobrevive sin problemas la transición a cine). Cerca del final la balanza se inclina para el lado de la telenovela, pero termina antes de desbarrancar, sin grandes revelaciones ni epifanías cambiavidas. La última escena redime un poco los excesos del desenlace.
No está mal Save The Date, y las complicaciones - a veces creíbles, a veces no - son excusas para aprovechar a las dos actrices principales. Le falta un golpe de horno a Alison Brie, o quizás un papel distinto al que le viene tocando hace años - pero Lizzy Caplan (haciendo, justamente, el mismo papel de siempre) es una diva indie al nivel de Greta Gerwig o Parker Posey. Park City tiene una nueva reina.
(Michael Mohan, 2012)
Un toque extra que quizás me haya hecho querer un poquito más la peli: en una escena suena “Linda Linda”, la canción del grupo punk japonés The Blue Hearts que está en el centro de “Linda Linda Linda”, una de esas películas de las que medio mundo se enamora en un BAFICI y que después se hace imposible encontrar. (otras: Take Care of my Cat, Barking Dogs Never Bite).
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KILLER JOE
Me había gustado mucho la colaboración de Friedkin y Tracy Letts en Bug, pero semanas después de ver Killer Joe, seguía convencido de que estaba entre lo peor del año. Gracias a un amigo insistente la volví a ver, y fue una suerte. Los preconceptos que genera son mil, y los cambios de tono a lo largo del metraje incomodan todavía más que la violencia extrema. Southern gothic, neo-noir, monólogos entre lo teatral y tarantinesco, un aire a (parodia de) tragedia griega y una escena final interminable a puro grand guignol. Me es difícil saber qué la sostuvo tan bien en una segunda visión, pero sospecho que puede ser algo tan superficial como la fotografía de Caleb Deschanel (otra gran promesa de los setenta que cayó casi tan profundo como Friedkin), que parece inspirada en los colores saturados y el neon azul de las pelis de Orion de fines de los ochenta (Miami Blues, Colors, Best Seller). Lo de McConaughey sería de antología aún si la peli fuera un bodrio, pero todo el elenco encuentra matices en las caricaturas que les toca jugar, en especial Thomas Haden-Church y Juno Temple.
(William Friedkin, 2011)
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THE DEEP BLUE SEA
Empieza con un intento de suicidio, parecido al que daba cierre a The House of Mirth, con la que esta adaptación de Rattigan juega a mi entender más de un contrapunto. Davies abandona los tableaux claustrofóbicos de esa lectura de Wharton y los reemplaza por una cámara tan libre, que en la media hora inicial las batas lánguidas de Rachel Weisz se me confundieron con los sarong de Maggie Cheung. El resto de la película, una serie de conversaciones entre tres personajes, mantiene un nivel de intensidad casi insoportable, pero Davies nunca cae en la trampa fácil del melodrama de represión sexual, o al menos me parece que el bellísimo plano final apunta a otra cosa. Si Rattigan es el anti-Coward, The Deep Blue Sea es la anti-Brief Encounter... y aunque el comentario feminista no es tan explícito como en House of Mirth, la mirada de Davies con respecto al lugar de la pasión en un mundo materialista no se nubla (Douglas Sirk hubiera aplaudido el plano de Weisz metiendo monedas en el medidor de gas para poder suicidarse).
(Terence Davies, 2012)
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Hace como un mes que no escuchaba el podcast de Maron (tengo los de Dr. Katz y Wayne McFountains guardados para un viaje largo), pero este no lo podía dejar pasar. Como niño de los ochenta Keaton era mi Pacino, un tipo de tanta intensidad como inteligencia que desapareció sin alcanzar su pico (aunque tengo buenos recuerdos del sub-Cary Grant que hace en The Paper). Después del programa 200, Maron amplió un poco el abanico de entrevistas y se alejó de los stand-up para abrirse a músicos y actores, y con el monólogo del principio queda claro que Keaton le pega en un lugar especial (un veloz google pre-podcast confirmó que en efecto hizo stand-up a fines de los setenta, mucho antes que el inicio de Maron en 1988).
Durante los primeros cuarenta minutos Marc suelta las riendas de la conversación, y aunque deja fluir las anécdotas de irlandeses alcohólicos y colegios católicos de Keaton se nota que está esperando algo. Cuando por fin llegan a la brevísima carrera de Keaton como stand-up, Maron pregunta con cuidado, con un respeto que le cuesta horrores sostener. Las preguntas apuntan a lo mismo de siempre: si el stand-up es una disciplina casi monástica y la verdad más absoluta a la que puede apuntar un artista ¿por qué lo dejó? Keaton (sin tener idea del exámen al que lo están sometiendo) responde mejor de lo que Marc podía esperar, nombrando a San Albert Brooks, a Larry David, al Improv y a Catch a Rising Star... Maron, liberado, manda uno de sus maravillosos “rants” sobre la escena del stand-up actual que parece energizar a Keaton, y el ida y vuelta entre los dos termina con un canto de amor a Bill Hader y cinco minutos perfectos en los que MK describe con admiración lo que era trabajar en la sitcom de Tony Randall.
La última media hora tiene lo suyo, pero claramente Keaton está mucho más interesado en hablar de un amigo que una vez le pegó a una monja que en su carrera cinematográfica, y aunque hay un par de anécdotas simpáticas (a Tim Burton le cuesta explicar lo que tiene en mente, parece, y Keaton no está muy impresionado con la profundidad psicológica del Batman de Christian Bale) la conversación se diluye cuando Keaton se pone a la defensiva para hablar de sus últimos 20 años de carrera. Un WTF distinto, un poco estirado, pero que se yo, es Michael Keaton.
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LA NOVELA VISUAL Y EL NO-JUEGO
En los últimos días me metí sin querer (y más de una vez) en el debate videojuego vs. novela interactiva, sea lo que sea esto último. El gamer suele ser muy obsesivo con sus categorías y géneros, pero en estos casos sentí que era más importante para mis interlocutores (uno delirante, el otro un tipo bastante sensato) excluir formatos completos, como si no pudieran considerarse juegos solamente por poner más peso en la narrativa que en la interacción.
Una aventura gráfica con puzles simplificados como The Walking Dead es claramente un videojuego, no creo que se pueda sostener una discusión seria argumentando lo contrario. Más allá de la narrativa en ramas (un aspecto que puede copiar hasta el más primitivo “Elige tu Propia Aventura”), el juego está estructurado en base a espacios virtuales explorables con los que podemos interactuar a nuestro propio ritmo. Hasta las conversaciones tienen un aspecto jugable, ya que dependen de un cronómetro que limita nuestras opciones si no mantenemos el suficiente nivel de concentración como para responder a toda velocidad... y si vamos a descartar largas cutscenes y quicktime events como elementos válidos de juego, adios Metal Gear, adios God of War.
¿Pero qué pasa con las novelas visuales? Ahí la cosa se hace más complicada. Este género japonés consiste de largas secuencias narrativas (a través de diálogo en el que no solemos intervenir y largas descripciones desde el punto de vista de nuestro personaje) y alguna que otra decisión que altera el curso de la historia. Su contenido se podría reproducir sin problemas en un libro de “Elige tu Propia Aventura”. Es más – varios autores de novelas visuales se esfuerzan en aclarar que sus obras no deben leerse como juegos, sino como libros. ¿Entonces no son videojuegos?
¿Me estás jodiendo, pregunta retórica? Claro que son videojuegos.
Las definiciones que existen de “videojuego” ponen un énfasis exagerado en el “juego”, y creo que en 40 años de consumo popular y desarrollo formal podemos considerarlos un medio de expresión independiente, y no una subcategoría de una lista que incluye al TEG y al Yo-Yo. Pero esto es etimología, una defensa tan pedante como el facilismo de decir “si tiene tapas, páginas y letritas, es un libro”.
La interacción entre juego y jugador no se limita al click del mouse o el botón de un joystick. Este es el acto final de la interacción, una respuesta a estímulos que vienen del juego. Uno salta el pozo, mata al zombi, examina una caja fuerte. Lo que sea. En un juego de plataformas o de tiros el estímulo y la acción están casi pegados.
Pasemos al juego de sigilo. Escondidos detrás de una pared acechamos a un guardia durante 10, 20, 30 segundos, esperando el momento perfecto donde presionar “X” ¿Y qué somos en esos 30 segundos? ¿jugadores o espectadores? Si la satisfacción de apretar esa “X” está atada a la espera, ¿no es la espera parte del juego? ¿no lo sería también si la espera fuera de 30 minutos en vez de 30 segundos?
Puede ser, y la idea de la “gratificación aplazada” o “delayed pleasure” se aplica sin duda a las novelas visuales... pero no soluciona el problema del “Elige tu Propia Aventura”. Si uno es terco, puede decir que un libro ilustrado o un video interactivo en YouTube cumpliría el mismo rol que cumple ese retraso de la interacción.
Y es que hay otro aspecto, que es el formal.
Los elementos formales a través de los que un videojuego narra una historia no se parecen ni un poco a los de otros medios de expresión. La gran mayoría de las pantallas de una novela visual consisten de uno o más personajes hablando con el jugador en un planteo visual repetitivo: figuras simples sobre fondos detallados. Las figuras suelen tener una mínima variedad de “poses” o expresiones que resaltan el texto, los fondos son estáticos. Heredados del juego de rol, son códigos formales del videojuego.
También hay un lenguaje propio del videojuego en la ventana de texto - velocidad a la que se escribe, sonidos que lo acompañan, división entre ventana y ventana para generar efecto dramático. La interacción está siempre en el horizonte – o la posibilidad de la interacción. ¿Quién sabe cuándo va a llegar el momento en que tenemos que decir “si/no” o “te quiero/no te quiero”?
La relación del cuerpo con el juego también es distinta a la del cine o un libro: la atención es otra, la postura es otra, la forma en que procesamos la información es otra. Una novela visual es un juego no por su contenido, sino por su forma.
Pero queda otra pregunta, que creo que es la que verdaderamente se esconde detrás del público masivo que rechaza la novela visual: “¿por qué?” ¿Por qué las novelas visuales eligen esta interacción limitada en vez de implementar otro tipo de sistemas que aprovechen el poder de una plataforma moderna?
En el cuarto Festival de Cine Independiente vi “Operai, Contadini”, una película de Danielle Huillet y Jean-Marie Straub que reúne en un claro en el bosque a obreros y campesinos que formaron una comuna en la posguerra. Los protagonistas pasan a leer en forma declamatoria (sin “actuar”) extractos de una novela de Elio Vittorini en la que se cuenta la propia historia de la comuna. Es una propuesta despojada en su pureza que puso a dormir a mi acompañante y vació media sala durante su metraje.
A la salida tuve la misma discusión: ¿esto es cine? ¿es teatro? ¿es un documental? ¿un ensayo? ¿experimental? Y mi respuesta es la misma que hace diez años – el acto de reducir al mínimo los recursos expresivos de un medio le otorga un valor adicional a cada uno de sus elementos. Lo que no está es tan importante como lo que está.
Straub y Huillet nos “aburren” para concentrar nuestra atención en el texto y dar la importancia correcta a cada cambio de plano, para pensar en lo que estamos viendo MIENTRAS lo estamos viendo. No es raro pensar que los principios de austeridad de Yasujiro Ozu, el más influyente director japonés, también se aplican a los autores de novelas visuales.
Pero el gaming es la tierra del exceso. No estamos acostumbrados al rigor o a la austeridad, que poco tienen que ver con la repetición y el minimalismo. Las novelas visuales tienen una elegancia formal propia, y sería una lástima que los prejuicios mantengan a este género alejado de Occidente.
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