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En otra vida
No nos mudaríamos a ningún pisito
En otra vida
No nos besaríamos
ni nos quedaríamos juntitos abrazadaditos
En otra vida
No se nos iría la vida en tocarnos
No el tiempo en amarnos
En otra vida
No nos reiríamos hasta llorar
Ni nos miraríamos al amar
En otra vida
Tú seguirías en tu mundo
Y nada te haría volar
En otra vida
No estaría tan dañada
Para tus temores aceptar.
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En otra vida
No seríamos, no estariamos
En otra vida
Nuestros caminos no se cruzarían
Y si lo hicieran no nos atreveriamos
Tuve que pasar por cada dolor
Para tener el valor de decirte hola
En otra vida
No estaría rota lo suficiente
Para quererte cinco años consciente
En otra vida
Yo quizá sería feliz y tú normal
No seríamos ilusión ni nada real.
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Hoy te extrañé un montón.
Extraño hablar contigo y contarte mi día.
No quiero decírtelo, pero te lo escribo aquí por si el destino quiere que lo leas.
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LO MAS IMPORTANTE ES SABER CAER.
«Harry, si tuviera que quedarme con una sola de todas sus lecciones, ¿cuál sería?
—Le devuelvo la pregunta.
—Para mí sería la importancia de saber caer.
—Estoy completamente de acuerdo con usted. La vida es una larga caída, Marcus. Lo más importante es saber caer».
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«Me gustaría enseñarle a escribir, Marcus, no para que sepa escribir, sino para convertirle en escritor. Porque escribir libros no es nada: todo el mundo sabe escribir, pero no todo el mundo es escritor.
—¿Y cómo sabe uno que es escritor, Harry?
—Nadie sabe que es escritor. Son los demás los que se lo dicen».
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El arrepentimiento es un concepto que no me gusta: significa que no asumimos lo que hemos sido.
La verdad sobre el caso Harry Quebert
Joël Dicker
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«Un buen libro, Marcus, no se mide sólo por sus últimas palabras, sino por el efecto colectivo de todas las palabras precedentes. Apenas medio segundo después de haber terminado el libro, tras haber leído la última palabra, el lector debe sentirse invadido por un fuerte sentimiento; durante un instante, sólo debe pensar en todo lo que acaba de leer, mirar la portada y sonreír con un gramo de tristeza porque va a echar de menos a todos los personajes. Un buen libro, Marcus, es un libro que uno se arrepiente de terminar».
La verdad sobre el caso Harry Quebert.
Joel Dicker
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Hoy quemé tu carta. La única carta que me escribiste. Y yo te he estado escribiendo, sin que tú lo sepas, día a día. A veces con amor, a veces con desolación, otras con rencor. Tu carta la conozco de memoria: catorce líneas, ochenta y ocho palabras, diecinueve comas, once puntos seguidos, diecisiete acentos ortográficos y ni una sola verdad.
El principio del placer.
José Emilio Pacheco.
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Dicen que lo primero que oímos en el útero son los latidos del corazón materno. En realidad, lo primero que suena y hace que vibre el aparato auditivo recién formado es el pulso de la madre en la sangre que corre por sus venas y arterias. Vibramos al son de ese ritmo primordial antes incluso de tener oídos para oírlo. Antes de ser concebidas, existíamos de manera parcial en forma de óvulo en el ovario materno.
Todos los óvulos que la mujer llevará dentro se forman cuando es un feto de cuatro meses en el útero de su madre, lo que significa que nuestra vida celular en forma de óvulo empieza en el útero de nuestra abuela. Todas pasamos cinco meses en el útero de nuestra abuela, quien a su vez se formó en el útero de su abuela. Vibramos con los ritmos de la sangre materna antes de que nuestra madre haya nacido…
LAYNE REDMOND, When the Drummers Were Women
El instinto
Ashley Audrain
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No era un desierto. Se oyó de repente un tiro. Y entonces, en un arco de círculo amplio, salieron hombres de detrás de las piedras, con grandes gritos, pero sin poder disfrazar el miedo, y avanzaron con redes y cuerdas y lazos y varas. El caballo se levantó hacia el espacio, agitó las patas de delante y se volvió, frenético, hacia los adversarios. El hombre quiso retroceder. Lucharon ambos, atrás, adelante. Y en el borde de un precipicio las patas se escurrieron, se agitaron ansiosas buscando apoyo, y los brazos del hombre, pero el gran cuerpo resbaló, cayó en el vacío. Veinte metros abajo una lámina de piedra, inclinada en el ángulo necesario, pulida durante millares de años de frío y de calor, de sol y de lluvia, de viento y nieve desbastándola, cortó, degolló el cuerpo del centauro en aquel preciso lugar en el que el tronco del hombre se convertía en tronco de caballo. La caída acabó allí. El hombre quedó echado, por fin, de espaldas, mirando el cielo. Mar que se convertía en profundo por encima de sus ojos, mar con pequeñas nubes detenidas que eran islas, vida inmortal. El hombre giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro: otra vez mar sin fin, cielo interminable.
Entonces miró su cuerpo. La sangre corría. Mitad de un hombre. Un hombre. Y vio a los dioses que se aproximaban. Era tiempo de morir.
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—Maldigo el día en que te conocí, Joaquín Buitrago. Maldigo a tu padre y a tu madre, a los hijos que no tendrás, a las mujeres que tengan la mala suerte de dormir a tu lado. Maldigo tu casa, las calles por las que camines de noche y de día, los cielos que te nublen la cabeza. Tú nunca triunfarás. Maldigo tus ojos que no saben ver. Esta quemadura te la debo a ti, Joaquín. Esta quemadura te va a doler el resto de tus días.
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—Ya no tengo ganas de hablar, Joaquín —le dice.
—Así es como uno se vuelve loco, ¿no es cierto?
—Tal vez. Cada quien encuentra su modo —concluye.
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Siempre es más difícil, deben de estar de acuerdo, rastrear la vida de las mujeres. Al fin y al cabo no importa mucho. Se enamoran y se dejan morir, eso es todo.
Nadie me verá llorar.
Cristina Rivera Garza
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¿Y si realmente hubiera ocurrido, el terremoto? Sé muy bien lo que habría pasado. Ese es el problema con las especulaciones. Tarde o temprano tropiezas con un escollo. No habría podido quedarme en Patagonia. Habría acabado en Amarillo, Texas. Planicies interminables y silos y cielo y rastrojos a merced del viento, ni una montaña a la vista. Viviendo con mi tío David y mi tía Harriet y mi bisabuela Grey.
Me habrían considerado un problema. Una cruz con la que cargar. Ellos siempre se quejarían de mis «llamadas de atención», que para el terapeuta serían «llamadas de socorro». Después de salir del correccional de menores no pasaría mucho tiempo antes de que me fugara con un prospector de paso por la ciudad, camino a Montana, y ¿pueden creerlo? Mi vida habría acabado exactamente igual que ahora, bajo las rocas calizas de la cresta Dakota, con los cuervos.
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—A mí me dijo: «Hagas lo que hagas, no procrees» —recordó Sally—. Y que si era tan idiota como para casarme alguna vez, me asegurara de elegir a un hombre rico que me adorara. «Nunca, jamás te cases por amor. Si amas a un hombre, querrás estar siempre a su lado, complacerlo, hacer cosas por él. Le preguntarás: “¿Dónde has estado?” o “¿En qué estás pensando?” o “¿Me quieres?”. Así que acabará pegándote.
O saldrá a por cigarrillos y no volverá».
—Mamá odiaba la palabra «amor». La decía con el mismo desprecio que la gente dice la palabra «furcia».
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