criaturasfinales-blog
criaturasfinales-blog
Criaturas Finales
19 posts
"La infancia será un cuchillo que clavaré en mi garganta". Wajdi Mouawad (Incendios)
Don't wanna be here? Send us removal request.
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
ROMPER AL MONSTRUO
El recuerdo es tan frágil.
Es mi madre metiendo mi cuerpo pequeño en el aparador, mientras el bramido de los soldados llega hasta las verjas, y se cuela en la finca y trepa por las ventanas. Mi madre besando mi frente, despidiéndose.
- Quédate ahí dentro. No salgas.
Pero quién sabe: quizás no fuera mi madre. Pudo ser tan sólo una criada asustada, alguien que me cuidó siempre, la madre de otro quizás. Tal vez no me escondió ella allí, sino Silvia. Es tan difícil recordar, estar seguro.
Sé que la finca era grande: eso lo sé. Alrededor, el mundo era una curva seca que dolía en los ojos. Sé que estaba Silvia. Ella era algo mayor que yo y me cuidaba como si fuese su hermano. Mamá siempre parecía inquieta: llevaba el miedo, helado, adherido a su espalda.  Apenas tenía tiempo para mí, ya que se ocupaba de la casa, dirigía a las criadas y vigilaba el horizonte por si en él aparecían las manchas de la guerra. Bajaba al pueblo dos veces por semana, sola, para comprar alimentos y asegurarse de que en las despensas siempre hubiera de sobra. Cuando las vetas de la noche iban encendiéndose en el gris del cielo, recorría la finca asegurándose de cerrar las verjas y echar los postigos, comprobando que la casa era un rostro ciego donde nada podía entrar, y del que nada debía salir. Tal vez por eso me obligaba siempre a contemplar esa tierra desde la ventana, a anticiparla extrañamente en mi boca: el sabor de la arena y las raíces, los insectos pequeños, crujientes, que la vaciaban y la recorrían.  
- No puedes salir – insistía. Estaban abiertos para mí todos los pasillos, el desván o el patio interior. El mundo de fuera, sin embargo, era para otros.
De Silvia estoy seguro. Silvia y sus ritos, sus juegos. Nuestro juego primero y favorito: Romper al monstruo.
- Consiste ir partiendo al monstruo – me explicaba ella. Sus dedos dibujaban en el aire un acto de partir, de dividir en pedazos pequeños. Lo hacía como quien destroza una hoja de papel hasta quedarse con una escarcha inservible entre los dedos.- Después escondes cada trozo, para que el monstruo no sepa dónde está su cuerpo, y no pueda llegar hasta aquí.
Silvia usaba su colección de cajitas vacías para guardar las piezas imaginarias de esa criatura a la que, según ella, necesitábamos romper. Debíamos jugar cada día, sin importar el cansancio, el principio de la fiebre o ese hambre que a veces me hacía buscar la puerta, que me empujaba a salir y olisquear el aire. “Es muy importante”, me había insistido Silvia tantas veces, desde que yo era apenas capaz de asir las palabras. Había que romper al monstruo. Dispersarlo. Esconderlo.
Creo recordar el perfil apenas definido de mis propias manos en aquella época, mis manos de niño tratando de hacerse ágiles para jugar como Silvia. Ella lo hacía tan bien. Sus cajitas emitían un chasquido redondo al cerrarse. Dentro de cada una de ellas quedaba una parte del monstruo, neutralizado ahora.
Deseaba salir. Un impulso central, afilado, me empujaba a correr, posar mi cara sobre la tierra, rastrear el sendero de los animales pequeños que a veces entraban y se perdían en los rincones de la casa. Los perseguía en el desván, o tras las alacenas. En secreto, los mordía hasta que dejaban de temblar. Cuando Silvia trabajaba en sus cuadernillos y Mamá supervisaba los campos, me colaba en las cocinas. Allí, me deslizaba entre las sirvientas, sin ser visto, hasta el fuego grande. Acercaba mi cuerpo hasta casi tocar esa boca antigua, los círculos hipnóticos del calor hablándome, llamándome por un nombre que yo desconocía pero, sin entender, recordaba.
Hay más pedazos sueltos de aquel tiempo:
La casa sin espejos.
Las puertas de los dormitorios que se cierran con llave en la noche.
Las criadas que, minutos antes de que termine de ponerse el sol, me desvisten con manos temblorosas, tapan mi cuerpo sin mirarme, se marchan rápido.
También la fiebre, que me llegaba tantas veces, sin avisar.
Jugábamos siempre al final de la tarde. Se trataba de hacerlo cuando el sol temblaba sobre el borde de la tierra, esa hora en la que todo guarda silencio. A mí a veces se me ponía una caricia helada en el pecho, y me entraba prisa. Creo recordarme preguntando:
- Silvia, ¿ya es hora?
Seguramente, Silvia respondía que no. Era importante no hacerlo antes de tiempo, explicaba. De lo contrario, el efecto podría perderse. Había que esperar a que la noche rodara por los campos.
- El monstruo viene con ella.
La guerra crecía. Me lo hacían saber los cuchicheos de las sirvientas, el silencio apretándose contra todas las cosas cuando alguien del pueblo llegaba hasta la verja y traía noticias. Fuera, pasaba algo importante. Había razones para tener miedo.
Yo quise entender. Qué es la guerra, por qué viene, por qué pasa. Mamá apenas podía contestarme, tan afanada como estaba en otras cosas. Silvia me insistía en romper al monstruo, guardar sus partes cada final de día.
- El monstruo es lo más peligroso.
Hoy, casi cualquier recuerdo se me asemeja a una frase escrita en el agua.
Y sin embargo, cuando se trata de Silvia, todo es tan nítido. Las imágenes tienen una contundencia de suelo o de un pájaro recién muerto en las manos. Sus manos pálidas, vacías, parecen aún moverse en el aire frente a mis ojos, paralizándome en la ceremonia de dedos que bailan y cajas que se cierran y susurros que cosen la realidad para que nada se cuele hasta este lado y podamos dormir y no llegue el monstruo, insiste ella en mi cabeza aún hoy.
Pero era difícil dormir. Con la noche, me llegaban los infinitos sonidos, la caída del agua en los bosques, lejos, o el susurro del cuerpo de los lobos conforme descendían por la montaña. Podía oírlos a través de una transparencia absoluta y extraña, como si estuvieran rozándome. No sólo eso. También mis huesos notaban el éxtasis, la alegre voracidad que los hacía correr y restallar sus mandíbulas contra la noche helada del campo. La fiebre se hacía intolerable.  
Ninguna de las criadas quería acostarme entonces. Sólo Mamá parecía dispuesta a tumbarse junto a mi cuerpo que ardía. Es difícil verla: no sólo me estorba el olvido, sino también el fuego blanco, pastoso, que me quemaba los ojos en aquellas horas extrañas. Creo recordar que su cuerpo permanecía quietísimo,  la mirada clavada en el techo, tal vez rezando, temerosa de rozar la hoguera antigua que me removía. Cuando el cielo terminaba de vaciarse de luz, yo adivinaba a mi madre saliendo, cerrando la puerta. Como cada noche, echando el cerrojo.
En ocasiones, preguntaba a Silvia:
- Silvia, ¿cómo es el monstruo?
Cada vez que preguntaba, ella enmudecía. Me miraba fijamente y negaba con la cabeza. Como suplicándome que no insistiera. Pero yo insistía.
- Mientras lo tengamos así, roto, no sabremos cómo es – trataba de explicarme.- No será nada. No tendremos que mirarlo y verlo.
A pesar de que la esperábamos cada día, la guerra nos alcanzó silenciosa y sin avisar.
Los gritos me despertaron en mitad de la noche. Estando mi puerta cerrada, no pude más que escuchar las voces broncas alcanzando la casa, apagando el gemido de las mujeres al atravesar las puertas. Traté de descifrar a Silvia o a Mamá entre los ruidos, pero el miedo y la fiebre eran una membrana que me impedía discernir. Al otro lado de mi puerta latía un cuerpo denso, indiferenciado, de terror.
Después, alguien llegó. Un silencio peleándose contra la cerradura, la mano blanca buscándome en la oscuridad del cuarto y asiéndome, llevándome hasta el aparador.
- Quédate ahí dentro. No salgas.
Tal vez fuera mi madre, o Silvia.
Las escaleras del piso de arriba crujieron sobre nosotros: los soldados bajaban hacia donde estábamos después de abrir las camas, y los muebles, y los cuerpos de quienes no tenían tiempo para huir o esconderse. Quien fuera, tuvo que cerrar el aparador con prisas. Tal vez no se tratara de nadie. Quizás me conduje solo hasta allí. Tal vez haya sido así siempre.
Los soldados empujaron afuera a las mujeres. Después, lo incendiaron todo.
Quizás salí del aparador y caminé bajo los chasquidos del fuego, despacio hasta la ventana, hasta asomarme y ver el enorme charco de sangre, un espejo tibio sobre el que temblaba aún la imagen de la casa ardiendo. Recuerdo buscar mi reflejo sobre esa materia casi negra: mi reflejo buscándome, mirándome. Recuerdo asombrarme ante la rapidez con que la sangre se dejaba sorber por la tierra seca.  
A partir de aquí, el recuerdo desaparece casi del todo, hasta hoy y estas manos apenas visibles, la habitación gigante del bosque y el silencio. Justo después del fuego, pasó algo pequeñísimo, la desaparición inmediata de algo, como los oídos al destaponarse o un ruido que desaparece de pronto y sólo hay paz. Súbitamente, perder el miedo. Y entonces, salir de la casa. Y el aire de fuera es un golpe primero que me empuja a aullar y moverme en ese mundo gigante en el aire quemado de odio entre las voces que muerden y lloran y huyen el mundo que arde. Escucho el alarido de un soldado. También están otros trozos: el tacto de la tierra seca contra unos pies descalzos, tal vez mis pies, unos pies nuevos que se mueven extrañados, súbitos en su alegría y su furia, hacia el olor del sudor en la espalda de los que corren. No puedo verlos ahora, están tan lejos, tal vez fueran soldados o criadas aún no muertas que huían del fuego, de mí y del fuego. Puedo olerlos tan bien, el tacto acre de su sudor acercándose conforme llego hasta ellos, conforme me cierno contra sus cuerpos igual que sobre los cuerpos de hoy, hasta su miedo caliente que también hoy huele, y suena al abrirse y romperse contra la noche.
Después, supongo que quedó seguir corriendo. Lejos de los pueblos. Descansando al abrigo de los sótanos, en el interior de armarios polvorientos, hacia las montañas y el bosque.
No es fácil recordar, saber. Cada vez que miro mis manos encuentro dos formas negras que apenas se dejan distinguir de la oscuridad. Siempre es de noche cuando pienso y miro hacia atrás, hacia Silvia y la casa y el fuego que llegó junto a la guerra, o hacia adelante, donde sólo están mis manos, estos trozos de carne oscura, visibles apenas, apenas mías. Las cierro: crujen. Alzo mis ojos buscando alguna luz que atraviese el entramado de ramas bajo el que me oculto y vivo. Cuando hay luna, dejo que de mi garganta se desborde un grito afilado. Quiero agarrar esa luz, conseguir que me ilumine el tiempo suficiente para mirarme y entender.
Me desplazo rápido, movido por esa furia extraña de siempre, el mismo hambre. Atravieso los bosques, las hojas apedreadas por el blanco de la luna. Voy tras algún cuerpo que corre hasta que lo alcanzo y muerdo su miedo, que cruje en el centro de la garganta. Y su sangre sube hasta los ojos, me calienta la boca y si es mucha, a veces crea charcos sobre los que me inclino urgente, para mirarme, y tratar de ver.
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
HERENCIA
Sentaba bien estar un poco roto.
Hacía mucho tiempo que el sonido de su pie fracturado lo precedía por las calles, con ese ritmo desigual que los vecinos reconocían de espaldas y que lo bautizó, en el barrio, con un nombre: lo llamaban Cojo. Los más allegados también se referían a él como Rama, ya que su andar dejaba siempre el resto sonoro de algo que se parte. Al escucharlo, daba la impresión de que el pie se había roto un poco más, de que la cojera era hoy un poco más severa que ayer, hasta que pronto lo verían caerse como un tronco atravesado de carcoma. Todo esto despertaba en él una tensión placentera, el cosquilleo de un rubor que se acoplaba a su piel perfectamente. En la calle, ignoraba a sus amigos hasta que se dirigían a él con alguno de estos nombres. Levantaba la frente serena, orgullosa, con las orejas enrojecidas mientras desconocidos se paraban y le descubrían ese andar marchito. Le gustaba estar así, un poco roto.
“Un accidente en el trabajo, con la maquinaria”, explicaba en el parque, cuando el transeúnte recién sentado sobre el mismo banco rendía por fin su atención a los espasmos, cada vez más regulares, de ese pie torcido. De vuelta en casa, se dedicaba a romper hojas de papel en trozos cada vez más pequeños. O a pelar judías verdes, dando tiempo a que se abriera ese estallido diminuto, ¡crac!, una vez, y otra, y otra, ¡crac!, mientras desde la cocina, en silencio, su mujer calentaba el agua. El chasquido seco de los objetos al romperse, los envoltorios que se abren, a veces el milagro de una bombilla demasiado vieja que estalla, hacían que una curva brillante se instalara sobre sus ojos.
“Es tan frágil el pie”, se decía en alto, mientras su mujer cosía en la butaca contigua. “Con esa infinidad de huesecillos pequeños, rompibles”. Y, en el autobús, cuando los niños lo observaban descaradamente atravesar el pasillo, tan despacio, tan sincopado, un estremecimiento le hormigueaba espalda arriba. “Una mala caída, de joven”, explicaba al pasajero compasivo que le cedía el asiento. “Es tan frágil el pie”, reflexionaba en alto, paladeando las palabras que servían para ponerle contorno al dolor. “Una herencia blanda y crujiente”.
Tuvieron un hijo, aunque tarde. El niño era una criatura de piel fina y blanca, y pesaba como una hoja. Los primeros días no dejaron de contemplarlo, y de manosear las imágenes de todo lo que podía asaltarle en el futuro: los peligros, los accidentes, la vida impactando sobre aquellos ojos ciegos. El niño respiraba, mientras aprendía a reconocerlos, sus caras y sus voces, el miedo dulzón que emanaba de su piel cuando lo cogían en brazos.  
Algunos años después, a la vuelta del colegio, un coche pasó sobre el pie del niño. Apenas había crecido como sus compañeros, y su cuerpo era tan pequeño que la sangre, aterrada, salpicó hasta debajo de sus ojos. El alarido afónico de un transeúnte ascendió hasta la ventana del piso de los padres y, contra el cristal, se rompió en algo parecido a una risa. Ellos no se levantaron de la mesa, donde se dedicaban a partir, en trozos cada vez más pequeños, algunos lápices.
Un grupo alborotado de vecinos subió al niño hasta la casa, donde el padre abrió la puerta. Inmediatamente, el latigazo de un sentimiento que no había conocido hasta entonces, lo sacudió. Era un hormigueo semejante al que le recorría cuando era mirado, pero más intenso. Frente a él, la cara de su hijo aparecía sembrada de lunares de sangre incandescente, gotas de una sangre madura, rojísima. Al tumbarlo sobre el sofá y desnudarlo, un hombre no pudo evitar derrumbarse: el cuerpo del niño, delgadísimo, tenía una piel traslúcida que dejaba adivinar una fiesta de venas torcidas, rotas por dentro. Un latido tenue le recorría el torso, manchado de moratones que dibujaban el camino recto hasta un bosque de mordiscos mínimos, profundos, sobre los hombros blancos.  El pie estaba convertido en una baba caliente.
“¿Te duele, hijo?”, preguntó alguien. Detrás, las mujeres sollozaban. “Muchísimo”, respondió él, y lo hizo con la frente erguida y absolutamente lisa, la película transparente de una extraña serenidad cubriendo su ceño. Los ojos, curvados en lo que parecía una sonrisa brillante, buscaban al padre, quien le contemplaba, callado y quieto en el centro de la habitación.
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
AGUA
Bajo la mesa camilla, no caben los malos sueños. O eso al menos piensa el niño. Él aún no es mayor, y entra bien en el hueco circular donde, hace años, las abuelas colocaban un brasero para sobrevivir al invierno. Le gusta esconderse en ese universo caliente y redondo, y escuchar. Dobla sus piernas contra el torso, y arquea ligeramente la espalda hacia adelante. Se hace más pequeño de lo que es. A veces se balancea un poco, como flotando dentro de un agua, mientras adivina las cosas que suceden fuera. La voz de los padres atravesando la tela le hace pensar en los veranos posibles, o en las noches de fiebre en que la madre, tal vez, se mete con él en la cama para ayudarlo a dormirse. Al niño le gusta esa sensación de que la penumbra pesa contra su cuerpo. Le gusta estar en un sitio donde, piensa él, no cabe la pesadilla de todas las noches: ese líquido oscuro, lleno de trozos sueltos.
La madre habla de las próximas vacaciones.
- Lejos – dice – A un sitio con mar.
Y el niño adivina en esa voz la curvatura de una pena antigua, casi extinguida.
- Claro, mujer – responde el padre, comprensivo.
Hay una herida al otro lado de las faldas de la mesa. Los padres van cosiéndola con planes de verano, una habitación para tres. La maleta bien grande, y cubierta de pegatinas. Lejos, en un sitio con mar.
Al niño le gusta ese tacto familiar que adquieren las cosas cuando uno las oye a hurtadillas. Aunque suenen raras, o ajenas. Como eso que dice su padre, y que él no consigue entender:
- Ha dicho Don Jesús que al niño le está costando atender en clase. Que se lía a hablar con los compañeros, y así le va a costar mucho aprender la lectura – por ejemplo. O la madre, seria, al mencionar los episodios más recientes, aquella rabieta en el parque, algo que él tampoco recuerda haber hecho.
No pasa nada. Bajo la mesa, todo tiene el tono caliente y un poco desgastado de las cosas conocidas. Tampoco importa que, a pesar de todo, la pesadilla se insinúe a ratos, esa imagen de una luz muy pequeña a lo lejos. La luz está llena de voces pronunciando su nombre, pero él chapotea en un agua densa, negra, que le impide salir hacia el fondo brillante. En la pesadilla, se va rompiendo en trozos cada vez más pequeños. No importa, se dice, mientras adivina cómo al otro lado el padre abraza a la madre, cómo le habla de las vacaciones para que ella no tenga que ponerse triste por cosas que pasaron hace tiempo.
- Bajaremos a bañarnos cada día – insiste el padre.
- Varias veces – susurra la madre – A Nico le va a encantar.
Es su nombre. El niño lo sabe. Es el nombre que los padres le pusieron hace años. Sin saber muy bien por qué, el niño trata de respirarlo, de quedárselo dentro un buen rato. Los padres se ríen un poco, ante la imagen compartida del mar, Nico en flotador, tragando agua salada. Él también se ríe, muy en bajo. Por un segundo, la distancia entre los tres parece hacerse muy pequeña.
- Anda – dice el padre – Ve a despertarlo. Se le va a pasar la hora del desayuno.
Sin entenderlo, el niño vuelve a ver esa luz minúscula al fondo, y el agua oscura que le va tapando los ojos y le impide salir. Pero no es nada, no importa, se repite. Al otro lado de la tela y sus pliegues, la madre atraviesa el pasillo y, con una delicadeza fuera de lo normal abre una puerta. Es gracioso, piensa el niño bajo la mesa camilla. Que los padres no tengan ni idea de que él está ahí, y hagan sus cosas, digan sus cosas. Pronto, piensa, escuchará las voces de ellos repitiendo su nombre, Nico dónde te has metido, mientras lo buscan, pero bueno Nicolás, dirán con una seriedad impostada, estas bromas no tienen gracia. Su nombre chocando contra la tela olerá a momentos buenos, a su padre jugando por las tardes con él, tal vez, sobre la alfombra.
Del pasillo van llegando unas pisadas lentas, las de la madre. Un poco dobladas por esa pena, casi insignificante ya, que a veces se cuela hasta el escondite del niño. Hay otras pisadas que avanzan junto a ella. Más pequeñas.
- ¿Dónde está el pequeño dormilón de la casa? – canturrea el padre justo antes de que las pisadas terminen de llegar.
Una voz aguda, de niño, grita: ¡Aquí!
Desde fuera.
El niño la oye, la nota llegar. Se cuela bajo los faldones de la mesa y le golpea la cara. El agua de la pesadilla entra por la nariz y la boca, mientras afuera suenan abrazos de buenos días, y los pies recién despiertos de un niño que corretea por la casa, que se llama Nico y pregunta cuándo serán las vacaciones, cuándo irán al mar los tres.
- Pronto, hijo mío – dice el padre.
Se hace un silencio y el niño  bajo la mesa camilla nota cómo ese otro, ese niño que lleva su nombre, camina hasta su escondite y se queda quieto a la altura de la tela. La punta de sus calcetines es visible desde dentro. El niño no puede dejar de mirarlos.
- ¿Ya estamos? ¿Otra vez empeñado en asomarte ahí dentro? Si ya has visto mil veces que no hay nada… - exclama alguno de los padres.
A pesar del miedo, el niño no es capaz de moverse, dentro de su escondite caliente y redondo. Sabe que el otro, el de afuera, está a punto de asomarse una vez más para mirarlo. Pero no es capaz siquiera de cerrar los ojos. Su espalda, ligeramente arqueada hacia adelante, lleva así desde hace años. Igual que sus piernas, dobladas contra el torso. Todo su universo -ahora se acuerda- está quieto desde siempre y él  está obligado a ver esa cara que se asoma y lo mira, una mañana tras otra. Por más que lucha antes de que la tela comience a levantarse y suceda de nuevo, no consigue recordar cómo es la expresión del otro niño cuando se miran. Ni la cara que se asoma cada día.
Ni la suya propia.
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
MONTONCITOS DE PLAYA SOBRE LA PLAYA
Desde temprano, las familias se instalan en la arena. Crecen, rápido, como una siembra de agujeros frente al mar. El mar respira un calor pegajoso. Lo cercan señoras con sillas plegables y jóvenes que juegan a las palas delante de sus novias, tumbonas, llantos de niño con sal en la boca.  
Una familia cualquiera lleva un rato en el sitio de siempre. Bajo una sombrilla descolorida que protege del sol a la abuela (dormida) y a una enorme bolsa isotérmica que el padre, cada diez minutos, mira de reojo. A ratos, la madre grita a la hija (adolescente) que se ate la parte de arriba de su bikini rojo con volantes, que baje el volumen de los cascos, o grita al marido, ordenándole que ordene al hijo (de unos diez años) que deje de salpicar cada vez que vuelve del agua. Por lo demás, son como todos. Están muy morenos. Están de vacaciones. Se aburren.
El hijo, letárgico sobre su toalla, arranca del suelo un puñado de arena. Lo mira unos segundos, contempla cómo se le escapa entre los dedos. Antes de que termine de desaparecer, lo arroja. Queda en la playa un hueco fascinante y suyo, que el chicho mira. Toma un puñado más de arena. El agujero, que ahora es un poco más grande, despierta en el chico un interés blando.
Como tantas veces a estas horas, los padres han comenzado a discutir. El padre se atusa la corona de pelo que circunda su calva mientras la madre, chirriante, se vale del dedo índice para ilustrar una serie de protestas.
La hermana, ya mujer, se pasea dentro de su bikini rojo con volantes. Parece sorda a los gritos que la madre profiere, las protestas porosas del padre. Se arrima a éste y coloca su mano sobre el vientre gordo y velludo. Su mano es una tarántula borracha, una espiral. El padre la mira diagonalmente. Ajeno por un segundo a los gritos de su esposa, rodea su cintura con el brazo. En el centro de todo, la enorme bolsa isotérmica es un animal amodorrado que suda.
El chico, que por unos segundos se ha parado a mirarlos, vuelve la vista hacia el pequeño agujero y su centro. De sus orillas se desprende la arena, siseante, hacia el lugar de donde vino. El centro se llena, el agujero quiere volver a ser playa. Un poco más allá, los padres han retomado la discusión. La voz de la madre es una lluvia de cacharros viejos contra la tela sonora del mar. El chico excava, en contra de la arena que cae.
 Minutos después, el padre se ve atraído por ese lugar de silencio donde su hijo, inclinado, remueve la playa. Se acerca. Le asombra el calambrazo febril con que se mueven las manos, expulsando a la playa, arrojándola lejos del punto invisible que sólo el hijo es capaz de ver. El padre se asoma por detrás.
- ¿Qué haces, mi vida?
La espalda de su hijo se mueve como la de un extraño animal.
- ¿Hay algo ahí?
Casi puede dibujarse la ondulación precisa, hipnótica, de sus hombros que no dejan de ir y venir.
- No me gusta que caves solo.
Su silencio está cargado de una determinación que duele al padre.
- Me da pena –insiste él. Y piensa en cómo su hijo lo acompaña todas las noches de todas las vacaciones cuando echan en la tele esa serie policíaca antigua, que tanto le gusta. De modo que responde a su hijo (aunque nadie ha preguntado nada):
- Vale, cariño.
Y se arrodilla. Y cava, también.
Se entregan a la tarea, en silencio. Fascinados por lo que puede llegar a ser esa lucha compartida, ciega, contra el suelo. No les importa el cielo, con su trasparencia incendiada. Tampoco el sudor. La playa sale despedida en explosiones pequeñas. Tras varias horas, tienen los dedos arañados, y arena en la boca. Diminutas gotas de sangre se asoman al borde de las uñas.
Es la hora de comer. La madre ordena a la hija que se quite los cascos y le ayude. Ésta se abrocha la parte de arriba del bikini, se levanta. Se acaricia el vientre ahora un poco más moreno. Camina hacia su madre, dejando el aire atravesado de curvas. La madre grita al marido, que mira un poco asustado al hijo, que no ha dejado de mirar en dirección al centro de la tierra, hacia ese fondo donde quizás existe un silencio absoluto.
De la enorme bolsa isotérmica extraen los tuppers y los termos. Como ayer, los ojos de la abuela despiertan al primer clac de plástico que emite el primero de los recipientes al abrirse.
Las mujeres se asoman al borde del foso.
Por turnos, la madre y la hija dan al padre cucharadas de paella. Éste deja de cavar a ratos, para poder comer. El hijo dice no tener hambre. Cuando le insisten grita, cacofónico, desde el hueco:
- ¡Que no quiero!
Desairada, la madre lo condena a no bañarse en lo que queda de día. Pero el chico no escucha ya, desaparecido casi en el enrome hueco que han conseguido robarle a la playa. Está postrado frente a esa arena nueva, ahora húmeda, que ha comenzado a brotar bajo sus manos, bajo las manos de su padre, como un fruto negro que han conseguido con un esfuerzo único, una respiración que se confunde.
Siguen.
Pronto sus cabezas han desaparecido. Queda un anillo oscuro en la playa. Una que emite exhalaciones de arena y jadeos.
 Despacio, el mar se cubre de una respiración oscura: anochece. La abuela suelta un suspiro largo, hondísimo, con el que a diario la familia sabe que ya va siendo hora de marcharse. Se cierran las revistas. La sombrilla retrae sus huesos cuarteados. Se sacuden los pies. La madre, de un grito, saca del agujero a su marido y le señala el horizonte, donde crece un bostezo gris. Otras familias han comenzado a moverse, pesadas, hacia los edificios de apartamentos, los parkings, el rumor que llega de los bares en el paseo marítimo.
- Trae al niño.
El padre vuelve al foso. Se asoma. Admira esa catedral invertida en cuyo interior su hijo parece algo lejano, algo pequeño.
- Cielo, nos vamos.
El chico levanta su vista hacia el padre y dice: no. Pasea su mirada sobre las paredes del foso que han cavado juntos. Se miran.
- Nos tenemos que ir, mi vida. – insiste el padre, y en su voz comienza a perfilarse una inclinación hacia la súplica, el resto de una sonoridad niña. Su hijo, que ha retomado la tarea de escavar, vuelve a darle la espalda.
- No voy.
El padre sabe qué sigue. Él abrirá su muestrario de argumentos, de apelativos diminutos (chiquitín, enano, cariño) para que el chaval se deje un poco. Pero hoy probablemente el hijo responderá con más silencio, con más miradas desafiantes, algún que otro gallo. Habrá un crujir de manos que se preparan para agarrarlo de la muñeca, para darle un azote, tal vez. Habrá que perseguirse sobre la arena. Su mujer les gritará a los dos. La abuela negará con la cabeza.
Así que trata de ganar tiempo. Se mira. Estudia la enorme protuberancia de su vientre, perfectamente redondeado, cubierto de pelo. Contempla desde el borde del foso a su hijo, quien no ha dejado de excavar. Se quieren y, muchas veces, se sienten iguales. Cuando juegan al futbolín, o al ver juntos la serie de televisión del padre, u hoy, abriendo juntos el gigantesco agujero que mañana no existirá, son la misma voluntad de algo grande y absurdo. Pero el hijo es delgado y, a diferencia de él, tiene un pelo negrísimo que se alza en cresta. Pronto su delgadez se cubrirá de músculos, y los fosos inútiles darán lugar a otros intereses. El padre se queda muy quieto, mirando a ese chico diferente a él, ese extraño. En su nostalgia se dibuja una veta humeante de rabia recién nacida.
La madre, la abuela y la hermana, ya equipadas para el paseo de vuelta, se asoman al agujero. La madre grita al chico que salga. Éste vuelve a negarse.
- ¡Sácame una foto con el móvil! – pide a la hermana.
La abuela chasca la lengua.
La hermana extrae su teléfono, y el chico ensaya poses.
- Te toca hacer la cena. – advierte la madre al marido.
- Pero mujer, si ha sobrado paella. Es cuestión de calentarla en el micro.
- No me importa: te toca a ti.
Y se marcha. Seguida de la abuela.
Justo antes de retratar a su hermano, que ya ha encontrado la postura (un brazo orgullosamente apoyado sobre la pared del foso y el otro metido en el bolsillo de su bañador), la hija comienza a contonearse sobre el borde. Los volantes de su bikini tiemblan. Su piel es redonda, y se adivina tibia, salada. El padre y el chico la miran. Después, ella guiña un ojo al padre y se marcha, riendo.
- Este niño es tonto. – canturrea, mientras se aleja. Sin haber retratado al chico, que permanece un rato más en su postura, como si ella fuera a regresar.
 Se quedan solos en la playa vacía. Se miran sin saber cómo seguir, qué hacer.
Mientras piensa, el padre arrastra casualmente con el pie una piedra que cae dentro del foso, emitiendo un agradable y redondeado cloc. Padre e hijo se miran un segundo y, acto seguido, comienzan a reír. Les hace gracia. Así que el padre, tímidamente, arrastra al interior un poco de arena, que cae sobre los pies del hijo, quien se ríe aún más. Vuelven a estar juntos, en esa risa, ese principio de algo. El padre patea entonces otro puñado de playa, que aterriza esta vez sobre la cara del niño. Él lo recibe con entusiasmo, y pide a su padre que siga. El padre duda unos segundos, no termina de gustarle. Pero el hijo no ha dejado de mirarlo. Una capa brillante de expectación le cubre el rostro.
- Sigue. Sigue, por favor.
Así que el padre sigue. Feliz, por haber recuperado a su hijo. Lo va enterrando. Los montoncitos de arena se acumulan sobre los pies del chaval, cubren sus tobillos, sus pantorrillas. El chico sonríe somnoliento, casi en trance. A su alrededor, la playa guarda un silencio absoluto, asomada tal vez al foso, testigo de la intimidad densa en la que ambos, padre e hijo, no paran de mirarse con un amor sereno. A ratos, el chico incurre en pequeños estallidos de excitación, y pide a su padre que arroje objetos también: no quiere estar completamente solo. Así que el padre se marcha unos minutos para buscar, y vuelve con un cubo de plástico, una tumbona, el esqueleto de una sombrilla rota. Suelta la lluvia de cacharros viejos en el interior, alrededor del chico, sobre él. Su hijo le devuelve una mirada honda, agradecida. Desde el mar han terminado de llegar las sombras.
 Cuando la madre vuelve, ya no hay foso. El padre contempla una parcela de arena removida. Es casi indistinguible en la noche.
- Lo he enterrado. – dice a su mujer.
Se encoge de hombros. Ella, comprensiva, asiente.
- Todavía queda un poco. –continúa, y señala el pequeño desnivel que hay entre el parche de arena donde antes había agujero, y el resto de la playa, un poco más alto.
Resolutiva, su esposa termina de borrar la asimetría con el pie.
Permanecen así un rato. Callados. Quietos. Distinguiendo en la noche el latido que sale de la arena, esa respiración cada vez más leve.
- Vamos. – apremia la esposa. – Hace frío. Tu hija te espera. Tu serie está a punto de empezar.
El padre, manso, se vuelve. Caminan hacia la dentadura gigantesca de edificios de apartamentos, al fondo. Con el último puñado de arena fría que descubre en su mano, el padre va dejando caer, tras de sí, un rastro de montoncitos de playa sobre la playa. Por si su  hijo saliera y, perdido, deseara volver.
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
CASA VACÍA
Antes de llegar, siempre me pregunto si Eloy llevará un rato allí, amontonando piedrecitas o quemando papeles. Tal vez Víctor, que conduce a mi lado, esté pensando igual que yo. Preguntarse si Eloy seguirá allí es equivalente a la esperanza de que esta vez no esté. Pero nunca hablamos de eso. Nos acomodamos en silencio al olor a heno y a los torrentes de luz seca que se van haciendo sitio en el interior del coche. Yo me aliso la falda. Él carraspea como si estuviera solo. No decimos nada. Nos basta la mancha negra y estirada de la casa, haciéndose un poco más grande cada segundo en la llanura. Convocándonos desde su espacio quieto y horizontal.
Antes de que todo vuelva a empezar, dejamos los móviles en la guantera, para que Eloy no los vea y sufra. Que no sepa que el tiempo existe, y que pasa, y lo que eso significa. Nos asusta que se dé cuenta del rito ciego en el que está atrapado. Su cuerpo de ocho años, que no cambia un año detrás de otro.
Salimos del coche cuando todo está quieto y la tarde se agolpa contra los balcones. La gente del pueblo camina siempre de espaldas a la casa. Nadie quiere acercarse, ni hablar de ella. Cuando se menciona, los viejos callan y cierran los ojos, y los más pequeños, asustados, se asoman a ese silencio, tratando de ver algo, tratando de comprender. Algunos prometen haber visto trozos de sombra moviéndose entre las ventanas derruidas, cuando atardece en verano. Cada año, Víctor y yo somos una extraña línea recta que camina hacia donde los hombres no se atreven a conducir sus tractores, sus máquinas de labrar el campo que podrían tirar abajo esas paredes viejas, si no existiera el presentimiento. Si el pasado no tuviera huecos por donde colarse siempre en las conversaciones y en el campo, de noche, no se escuchara tanto el silencio.
Hace calor, se nota en la boca. Avanzamos anticipando los pasillos cubiertos de escombros, las maderas sueltas y los agujeros que, año tras año, se burlan de nuestra vejez incipiente. Porque la casa aguanta. Se yergue como un esqueleto sin vísceras, mostrando sus conductos por donde campan las sombras y el aire. Está delgada y orgullosa, llena de cosas invisibles.
A Eloy siempre lo encontramos como aquel día. Su cuerpo siempre tiene ocho años. Está de espaldas a la puerta por la que entramos, acuclillado sobre algo que no podemos ver. No se mueve a pesar del ruido que hacemos al caminar sobre los montículos de cristal y piedras. De espaldas, nos manda callar. Tsssch. Pasan tres segundos hasta que se da la vuelta y nos sonríe. Y nos dice: acercaos, mirad. Son los tres segundos más difíciles. Vemos su espalda: los ojos suben desde la mugre en su camisa blanca hasta los principios de sangre seca alrededor del cuello. Ese silencio anuncia todos los demás. El de sus ojos abiertos de par en par justo antes de desaparecer, tirado por el brazo de su padre, tras la puerta.  El de nuestro viaje de vuelta en coche.
Mirad, nos dice.
Y nos muestra un nido de moscas pequeñas, a medio hacer, chocándose. Algunas están pegadas, y eso me hace pensar en el coágulo negruzco que cubre como una mano la cabeza de Eloy.
Mirad.
Es una revista con chicas desnudas.
Mirad.
Y es una bolsa de patatas vacía, surcada de hormigas. A alguien se le ocurre prenderle fuego, quedarnos contemplando ese terror minúsculo y sus círculos desordenados.
Es siempre así. La misma música con variaciones. Su cuerpo, siempre pequeño, vestido con la camisa y esos zapatos de campo que todos llevábamos. Sus ojos nunca se dan cuenta del tiempo, cada vez más hondo sobre nuestras caras, de mi cojera o los hombros de Víctor echados hacia delante.
Pasaremos el rato, como entonces. Entonces, nos resbalábamos por la pendiente áspera de la tarde, hasta la hora de cenar. En la casa abandonada era más fácil. Sus ventanas rotas y los marcos vacíos de las puertas creaban un atisbo de aire. Jugábamos a las tabas, a las canicas, a burlarnos del eco que crea el rellano de la escalera. Eloy y Víctor orinaban sobre los escombros a pesar de mis quejas, yo les decía que eran unos cochinos, me mordía la envidia por no ser como ellos. Amontonábamos piedrecitas. Los ángulos de luz se iban poniendo a nuestro favor poco a poco, la tarde estaba cada vez más cansada. Sentíamos que habíamos ganado una vez más.
A veces, Eloy proponía jugar a lo otro. Es divertido, decía.
Víctor no me mirará. Yo me diré que esta vez puede ser la última. Pensaré que quizás, si jugamos, el año que viene Eloy no estará aquí para recibirnos, con sus pantalones cortos y su cuerpecito manchado de campo y de sangre. Tal vez se habrá podido marchar, por fin, con los demás: su madre, nuestros profesores, los adultos que, entonces, nos saludaban por nuestro nombre en las calles de este pueblo. Me digo que puede ser la última vez, y eso me permite mirarlo mientras espera una respuesta. Soportar la tensión de Víctor a mi lado. Hablar.
Venga, vale. Será divertido.
Nos sentaremos en círculo, como lo hacíamos siempre. Yo seré el vértice, porque soy la chica. Empieza tú, le dirá Eloy a Víctor, con la voz de jefe inocente que se le ponía cuando éramos niños y no le habíamos visto la sangre. Eloy era el único que se atrevía a subir a los tejados para espiar los patios de las familias antiguas. No parecía tener miedo. Todo en él empujaba el espacio hacia delante.  Víctor me mirará y acercará una boca temblorosa a la mía. Después lo hará Eloy. Seguiremos así durante un rato. Habrá un régimen no dicho de turnos para proponer, para pedir. Para entonces, Víctor y yo nos habremos dejado ganar por el pasado, por nuestro amor a Eloy.
Jugar era mejor que sobrevivir a la tarde afuera, deambulando. Mejor que golpear con grandes piedras a las lagartijas y reírnos, letárgicos, mientras las veíamos correr medio aplastadas. Los dedos de Eloy eran hormigas paseándose por mi espalda, dibujando una siembra invisible sobre mis rodillas. Soplaba sobre mis orejas y mi cuello, haciéndome reír. Víctor esperaba. Después volvía  a tocarle a él. Les obligaba besarme a cambio de enseñarles un poco más. Les contaba secretos si ellos se peleaban por mí. Nos acariciábamos. Ellos lo hacían entre empujones y tirones de pelo, sus risas sonando altas. En el juego encontrábamos una paz que nos costaba comprender. Era la afirmación de algo frente a ese campo amarillo que se extiende hasta donde duelen los ojos.
Y tal vez sería más fácil si Eloy llegara con el aspecto de una foto en sepia, o si sus ojos tuvieran la forma de un vacío blanco, como en las películas. Pero él siempre está igual que cuando se marchó tras la puerta tirado de un brazo, arrancado de sí mismo y de nosotros para siempre. Ni siquiera es el crujido que suena justo cuando uno comienza a tener miedo. Es exactamente el mismo de hace años. Lleva con orgullo sus pómulos tostados por el aire seco hasta mi boca. Tiene unas manos curtidas con las que señala el deseo de Víctor, para despertarlo. Me pide que cierre los ojos y besa mis sienes, para después frotarlas con unos dedos llenos de polvo. Entreabro los párpados. Me encuentro con su muñeca izquierda, el moratón ennegrecido, con forma de mano adulta. La mano de su padre, condenada también a no descansar.
Un pellizco en el muslo, ordena. Con lengua, dice.
Víctor y yo nos vamos vaciando así. Nos vamos haciendo casa vacía para Eloy.
Muerde a Víctor en la oreja. Levántate la falda un poco más.
Las frases van convocándose entre ellas, como aquella vez.
Aquella vez, la tarde llevaba un buen rato detrás de nosotros, habíamos vuelto a ganar. No hacía falta seguir.
No hacía falta seguir. Me lo repetiré siempre en silencio cuando Víctor y yo volvamos a entrar en el coche. Será un alarido íntimo en el instante en que Víctor, sentado ya, no ha puesto el motor en marcha aún. O en ese segundo quieto de los teléfonos, justo antes de dar señal. No hacía falta seguir jugando. Nos habríamos vuelto al pueblo, habríamos mojado nuestras caras en la fuente, habríamos perseguido gatos hasta la hora de volver a casa.
El padre de Eloy llega siempre en el mismo momento que aquella vez, cuando Víctor le está acariciando la cara. En este punto de la música ya no hay margen para las variaciones. El chasquido seco de los cristales es siempre el mismo, mientras su padre avanza hacia nosotros. La casa escalofriándose sobre sus goznes gastados. Él tiene la misma cara de entonces, el mismo olor a tierra. Sigue atrapado, como Eloy, a estas repeticiones. Como nosotros. Él también sufre. Pero nosotros no queremos verlo a él. Siempre que aparece, el corazón de Víctor y el mío se nos encoge bajo el terror de la primera vez. El miedo a que nos vea, a que se nos quede mirando como entonces, con esa profundidad azul. A que se acerque a nosotros con la misma expresión en las manos con la que va hacia Eloy. Eloy, que sigue teniendo los ojos cerrados sobre la piel de Víctor, cuando su padre llega y lo agarra por la muñeca.
Eloy se marcha tirado del brazo, desplazando pedruscos con sus zapatitos cubiertos de polvo. El pinchazo agudo de su muñeca, ese dolor eléctrico que se convertirá en un moratón, es lo último que oímos siempre. Porque Eloy no grita nunca. Nos mira como entonces, con los ojos, ahora sí, muy abiertos. Tal vez, si no se hubiera ido en silencio, no estaríamos fascinados con el dolor de esta despedida absurda. Tan callada. Tan como si hubiéramos sido adultos por entonces. Se va igual. Sus párpados parecen no cerrarse nunca.  
Nos marcharemos. Atravesaremos las calles desiertas del pueblo, con la voz azul de las televisiones bañándonos a través de las ventanas bajas. Seguirá haciendo calor. En el coche, estaremos en silencio. El viaje de vuelta será una prórroga en la que pensaremos, cada uno a su manera, en Eloy llegando a casa bajo la mano furiosa del padre. En Eloy tratando de esquivar los golpes, o recibiéndolos resignadamente. En Eloy cayéndose, o desvaneciéndose por el dolor, o tirándose de espaldas hacia alguna esquina que lo recibe con su rigidez. Eloy sangrando, ensuciando su camisa y su cuello, sus zapatitos de campo. Las manos de su padre aterrado que ahora no deja de repetir su nombre, de llorar sobre ese cuerpo inerte. El campo es así, comentará alguien cuando la televisión nos recuerde cosas parecidas, siempre ha sido muy violento, muy salvaje. Pero esto retorna a pesar de los conceptos.
Volveremos siempre.
Ninguno de los dos sabe si Eloy lo necesita más o menos que nosotros, si es su dolor o es nuestra culpa. En el coche me preguntaré si lleva un rato ahí cuando la casa aparezca a la derecha, lejos aún. Nos lo encontraremos acuclillado de espaldas. Nos mandará callar. Propondrá que juguemos a lo otro, es más divertido. Se moverá sonriendo y dando órdenes, como un jefe inocente. Cada año estaremos un poco más cansados, y él nos parecerá más pequeño. Como un ratón que se cuela por los pasillos de nuestro presente. Hasta allí. Hasta ese fondo donde los tres seguimos teniendo ocho años.  
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
AQUELLO QUE SE ACERCA
I
Hemos conseguido que Ángel permanezca casi sesenta horas despierto. No podremos prolongar este estado por mucho más tiempo: apenas tiene cuatro años. Si es verdad lo que dice internet, pronto bajará su temperatura y comenzarán a temblarle los músculos, la desorientación dará lugar a un incremento de las alucinaciones.  No queremos imaginarlo así. Nos duele ver cómo ya, a estas alturas, pierde un poco la cabeza. Su voz, antes aguda y aérea, ha ido derivando en un balbuceo impreciso. La boca parece fijada en una mueca que no deja de hacernos pensar que esa cara, esa expresión de dolor adulto, no puede ser la de Ángel, que ese niño al que tenemos enfrente, apenas despierto, debe ser el hijo de otro.
Pero continuamos.
Se trata de mantenerlo despierto.
Sabemos lo que sucede cuando duerme, aquello que se acerca.
 II
Era una de esas casas grandes, algo antiguas, de madera blanca. Tenía una balconada extensa, abierta a un campo enorme y plano de colores cálidos. Nos fascinaba la capacidad de esa tierra de estirarse hasta un horizonte vastísimo, bajo un cielo que no parecía terminar nunca.
El ático consistía en un espacio grande y abierto, que habíamos destinado a ser el estudio de María. Allí podría copiar la serie entera de las bailarinas. Una fundación le había encargado que hiciera una copia de la serie casi en su totalidad. Era lo más serio que le había tocado hacer desde la escuela de Bellas Artes. Yo trabajaría en el piso de abajo, frente a la ventana. Desde allí podría vigilar a Ángel, que jugaría fuera, sobre la tierra seca.
Al subir al estudio solía saludarme la espalda de María y, junto a ella, las sábanas manchadas de color, los lienzos sobre los que se esbozaban trozos de hombro y tutús, el cuerpo de una mujer pintado sólo a medias, inclinado hacia un vacío en el que la memoria adivina unas puntas todavía invisibles.
A Ángel tendrá que gustarle, nos dijimos. Hicimos que escogiera el papel para las paredes de su cuarto. Queríamos que estuviera contento, queríamos verlo así, feliz en ese lugar del que dependía nuestra felicidad. Por eso nos empeñábamos en anticipar su correteo alrededor de la casa, su risa sonando en medio de ese mundo gigante. La puerta permanecería  abierta, estábamos solos, era como si todo fuera nuestro, le decíamos, aunque él no terminaba de entender. Ya entenderá, nos decíamos. Ve, le insistíamos, te cuidaremos desde aquí, ve y juega bajo este cielo infinito. Pero él no se movía, no parecía gustarle. Tal vez era aquella inmensidad solitaria, el silencio rezumando en cada pedazo de mundo.
Se acostumbrará, nos prometíamos. La ausencia de otros niños alrededor, de otros edificios o promesas o voces no es más que un estorbo coyuntural. Sólo hacía falta algo de paciencia. Yo le ayudaré a adaptarse, prometí a María. Las bailarinas esperaban arriba. Era importante que ella no dejara de pintar.
 III
Ángel está tan cansado.
El sueño profundo lo invade con una rapidez cada vez mayor. Apenas hace falta que se le cierren los ojos para que la respiración se transforme en un ritmo horizontal. Poco después, comienza el extraño baile de los globos oculares. Lo hemos estudiado tanto. Recuerda a esos movimientos mecánicos, espasmódicos, de la cabeza de un pájaro al mirar.
Entonces, él duerme.
Y volvemos a verlo. Cómo se acerca a la casa, cómo llega.
El payaso con el rastrillo. La bestia de ojos vacíos, su cara cubierta de pelo.
Los sueños de Ángel giran dentro de sus cuencas, tras los párpados cerrados, y ellos vienen: los insectos gigantes, el camión cuyos faros parecen mirar la casa, y a veces parecen mirarnos a María y a mí, mientras observamos paralizados contra la balaustrada del balcón.
Hace dos días, las sombras alcanzaron los escalones del porche. Pronto, cuando Ángel vuelva a dormir, se proyectarán sobre la puerta y las ventanas.
Tenemos que ganar tiempo, nos hemos dicho. Para pensar, dice María. O para pedir ayuda, contribuyo. Pero ella niega con la cabeza. Nadie puede ayudarnos, me dice en silencio.
 IV
Al principio, apenas era una línea de agua al fondo del paisaje. Algo que nos hizo preguntarnos qué será, pero no será nada, efectos lumínicos de esta tierra a la que no estamos acostumbrados, nos dijimos. Estábamos dispuestos a integrarlo como un elemento más en la fotografía de nuestra felicidad recién conquistada, tal vez una buena excusa para tomar un té en el enorme balcón, acariciar los contornos de la nueva vida, este crepúsculo extraño, nos decíamos, mientras el niño ya duerme. Porque, nos percatamos, suele aparecer al final del día, y siempre nos pilla con Ángel dormido.
Poco a poco, la línea de agua fue haciéndose cuerpo.
Nos costó reconocérnoslo. Temíamos quedar en evidencia frente al otro, burlados por un engaño visual que quizás se mezclaba con los residuos, siempre inevitables, de la fantasía infantil. Pero pronto se hizo imposible negar que allí, frente a nuestro balcón, crecían. Como una ciudad que emerge del subsuelo.
Se fue imponiendo la verdad innegable de eso que viene, eso que remueve la tierra con cada paso, que también vibra y retumba y cada vez está más cerca.
Agarrados aún a una curiosidad optimista, rescatamos los prismáticos de alguna de las cajas que todavía estaban por desembalar. Quién mira primero, bromeó uno de los dos. Y en la risa se asomaba ya el rumor de algo distinto. Entonces, por turnos, nos pusimos a mirar. Y fuimos viendo.
A estas alturas, tenemos el inventario casi completo de lo que se acerca.
El payaso que sonríe y blande un rastrillo.
La bestia de ojos vacíos.
Los insectos gigantes. El camión que nos mira.
Una enorme bola de baba negra que se arrastra
Una bandada de cuervos que no suenan.
 V
En ocasiones, subo en secreto al estudio. Observo a las bailarinas. Pienso que son tan bellas, en ese intento de sus trozos por existir. El moño de pelo bañado en violeta o un pie desnudo que asciende. La tensión silenciosa del brazo que se estira hasta hacerse mano, la curva de la mano haciéndose dedo, el dedo que roza con su límite un vacío innegociable, el lienzo, blanco para siempre ahora que nos hemos prometido abandonar estudio.
 VI
Lo primero que intentamos siempre es jugar. A lo que sea. La casa se ha llenado de muñecos y bloques de construcción y cuentos táctiles y una casita y los coches de policía con sus sirenas. Cuando alguno de los dos baja hasta el pueblo por comida, su vuelta es siempre el anuncio chillado de una sorpresa, mira lo que te han comprado papá y mamá. El suelo del salón casi ha desaparecido bajo el extraño desparrame de brazos sueltos, y trozos de torre a medio construir y prendas minúsculas y lo que podría haber sido un barco pirata, una escuela, un jardín de muñones. Jugar nos permite engañarnos, mantener la sensación de que nuestra capacidad de ser padres no ha terminado de diluirse aún en esta solución de impotencia y miedo.
Apenas sirve. Ángel llora blandamente sobre los objetos, que caen de sus manos. Se adormece a mitad de movimiento. Pide parar, dormir.
Hay otras formas. Le forzamos a ver los programas más estridentes de la televisión, el volumen cada vez más alto, la configuración de color de la pantalla en su máximo posible de violencia. Hemos conseguido que, mezclado con polvos de cacao y mucho azúcar, beba café varias veces al día. Ayudan los masajes bruscos en las manos, los giros de cuello, los pellizcos. Le estiramos los antebrazos, las pantorrillas y las muñecas –ignoramos el tacto rígido de las contracturas que han ido cuajando en su espalda-. Conocemos la utilidad de mantenerlo de pie, las manos engarzadas tras la nuca. Conocemos las bebidas energéticas, y sus interacciones con los frutos secos, el potasio, la cafeína y los fármacos. La casa, llena ahora de bombillas potentísimas, tiene un brillo que nos hace creernos dentro de algún mundo inventado.
Nos turnamos para dormir. Él lo sabe: siempre hay alguien vigilando. Por eso intenta perderse, mudo, bajo las escaleras, o encerrarse en el baño. Tenemos que estar muy atentos, nos hemos dicho, ahora es especialmente importante. La última vez, el payaso nos sonreía desde tan cerca, su sombra casi rozando las cortinas. Muy atentos, insiste ella.
  VII
Hace cuarenta y ocho horas que contemplamos un horizonte vacío. Medimos el cielo gigantesco y sabemos que, tarde o temprano, quedará ceñido por las formas de aquello que se acerca. No podemos sostener esto infinitamente, nos decimos. El cuerpo ganará la batalla, como hace siempre. Mientras pensamos, hemos puesto en marcha una solución de compromiso. Dejamos que se duerma, y lo vigilamos. En el instante en que comienza la fase REM (nos lo indica el síncope de los ojos que palpan los párpados desde dentro, un bicho atrapado que trata de encontrar salida) lo zarandeamos.
Él apenas protesta ya. La irritación se ha dejado sustituir por un llanto inconsolable, espeso. Llora tan despacio. A veces pienso que podría estar vaciándose. Y mientras, nuestra pena inicial se desdibuja: lo vemos bañado en esa sumisión blanda, y dentro de nosotros nada se mueve. Notamos el roce blando de algo que recuerda a la emoción, algo hueco que nos toca con su contorno y jamás comienza a doler.
  VIII
Hace unas horas, María ha posado su mano en mi cuello. Yo estaba administrando una papilla de cucharadas frenéticas a Ángel y ella se acercado, y ha colocado esa mano extraña ahí, en ese trozo apenas vivo de piel que es mi cuello. Hacía mucho tiempo. Su mano me ha parecido algo vacío, tal vez una porcelana hueca, con forma de mano, descendiendo hacia mi hombro.
Nos hemos mirado.
En silencio, nos lo hemos dicho: habría sido hermoso. Las bailarinas existiendo poco a poco, definiéndose delicadísimas en ese espacio aéreo. La casa llena de luz, el cielo sin contorno, su olor a campo manchándonos la cara al despertar. Sabemos, también, que aquello que se acerca llegará pronto.
Y estamos tan cansados. Tenemos los tres tanto sueño.
María y yo nos decimos, quizás por última vez, todas esas cosas. Nos miramos y nos acariciamos con una tristeza vacía y blanca.
 IX
Ángel se acerca. Apoya su cabeza en mi regazo, me dice que me quiere, trata de rodear mis rodillas con sus manos pequeñas y, con una lentitud sistemática, deja que caigan de su cara lágrimas que mojan mis muslos.
Con mis piernas, lo noto, cómo el ritmo de su voz se ralentiza. El cuerpecito está cerca de ese umbral donde un instante de silencio, una especie de pequeña muerte, conduce a un cambio en la respiración: el clic con el que nuestro cuerpo se hace por fin mecánico, y duerme. Entonces, una vez más, me obligo a despertarlo. Lo siento sobre mis rodillas, le exijo abrir los ojos, mirarme. Mírame, le digo.
Al principio, la brusquedad en mi voz es una nervadura muy fina. Pero cada vez se hace más difícil, el cuerpo de Ángel es una sumisión blanda que se derrama contra mis manos, se escapa como un líquido de nuevo hacia el sueño. Debo enfadarme, subir la voz, golpeo sus ojos con mi rabia. Tienes que estar despierto, le digo, tienes que hablar con papá. Él me mira embobado. Habla, insisto, mientras le aprieto los hombros. Y ahí está de nuevo, esa mueca, la sombra de una vejez súbita en su rostro, el reconocimiento de mis uñas contra su carne. Durante un instante, trata de sonreírme. Tal vez es la estrategia desesperada del animal que, inmovilizado por su depredador, ve cómo se acercan las fauces. Una última sonda dirigida a las regiones del cerebro encargadas de la compasión. Un arañazo en mis ojos.
Siento deseos de acunarlo. Posarlo en mi pecho y dejar que duerma. Yo también podría dormir, con mi barbilla apoyada en su cabeza, una misma respiración envolviéndonos. Quedarnos así. No puede ser, me digo, y vuelvo a tensarme. Él se da cuenta y su sonrisa se tuerce. Puedo notarlo entonces, cómo la desesperación se vierte una vez más en el interior de sus huesos.
Juguemos a algo, digo.
Juega con papá, repito, ahora que estoy de pie y lo llevo en volandas hasta la moqueta, y saco las piezas de un puzle con rapidez, mientras él se recuesta en mi costado y cierra los ojos, las extraigo torpemente y las voy colocando en sus manos, delante de él, qué vamos a hacer con estos juguetes tan preciosos, le pregunto, le grito, mientras él dirige su mirada a la escalera, tal vez esperando que su madre despierte, y baje, y quizás todo esto acabe, y ella lo tome en brazos y lo lleve a dormir.
 X
Antes de que María me despierte con su mano en mi cara, mi cuerpo la nota llegar. La descubre el miedo antes de saber. El ritmo de la rabia se dibuja en sus pasos conforme nos ve desde el umbral, y atraviesa rápido el salón para alcanzarnos, a mí y a Ángel, el pequeño cuerpo de Ángel dentro del mío, dormidos ambos. Se acerca, pero no grita. Tan sólo me despierta con el odio de sus pies y el insulto de su mano en mi cara: nos has fallado, dice su piel fría. Justo después, suena: la madera del porche, resquebrajándose bajo el peso de algún pie gigantesco, algo que se acerca y ya olisquea el aire de la casa, podemos oírlo, el gigantesco sonido de su aliento bajo la puerta.
Miro alrededor, tratando de recordar dónde estaba antes de todo esto. Por un segundo, contemplo mi cuerpo tumbado sobre la moqueta, y me parece el cuerpo de otro, un objeto más, desarticulado entre los juguetes. Tengo tanto sueño.
María toma a Ángel y, como si yo aún no pudiera entender, me lo muestra. Su piel late despacio, los ojos bailan en las cuencas. No hay tiempo para pensar o hablar. Lo agarra de los hombros, lo sacude para alejar a las sombras que se proyectan sobre las ventanas, eso que se adhiere a la casa y va trepando hacia el ático. Lo hace con una rabia tranquila. En su rostro veo la serenidad de alguien que ya no desea recuperar nada de lo que tuvo.
El crujido llega hasta la puerta. La madera se rompe, algo comienza a entrar. Consigo zafarme del letargo y tomo las piernecitas de Ángel. Lo muevo desesperadamente, mientras María, desde los hombros, continúa.
Conseguimos que despierte.
Está aterrado. Nos mira. Nos odia un poco. Nos suplica algo que no conseguimos oír, algo que no queremos escuchar. No paramos. Ganamos fuerza. Despierta, dicen nuestras manos que se cierran sobre su cuerpo delgado, tan pálido ahora, tan viejo después de todo estos días luchando contra su sueño y su alma de niño, eso que se acerca.
Ya está completamente despierto.  El porche ha dejado de crujir. Nada respira tras la puerta ahora. Ya está, pienso. Podemos parar. Pero María no para. Y yo tampoco.
 No nos damos cuenta de lo que ha pasado hasta que nuestros brazos se cansan y debemos parar. Entonces, lo vemos: los ojos de Ángel abiertos, vacíos. Se ha desmayado. Está inconsciente y, ahora sí, será imposible recuperarlo a pesar de las voces, los pellizcos, las sacudidas y las súplicas. María y yo nos miramos, esperamos. Nuestros músculos se preparan para el estrépito, el mordisco gigantesco, la desaparición.
Pero nada llega. Todo sigue en silencio, inmóvil como el cuerpo de Ángel, sus ojos abiertos que no miran.
Aunque respira, no está aquí.
Va a volver, dice ella. Ángel volverá, y seguirá tan cansado, intentará dormir. Tal vez consiga enroscarse contra nuestro sopor, como ha hecho contigo, me dice. Intentará arrastrarnos con él a la región cálida. Y aquello está tan cerca.
Pero ahora, así, nada sucede. Lo dice la expresión de María, que contempla fijamente el cuerpo paralizado de nuestro niño, su ausencia que no duerme. Él está quieto y no hay que luchar. Nada sucede y nada se acerca. Así, insiste ella mientras sus ojos me buscan. Y, por primera vez en muchos días, de esos ojos se resbala un brillo que habíamos olvidado, algo parecido a la esperanza.
Mira, mira, ¿no lo ves?, me dicen.
Ángel. Su mente vacía.
El mundo respira afuera, deshabitado. Nos permite pensar, mirarnos, buscar soluciones, siempre nos lo hemos dicho, buscarlas, ganar tiempo, pero la solución está aquí, me dice el silencio de ella. Me lo dice con un resto tembloroso de pena, apenas visible, algo que se diluye mientras me miro en sus ojos.  
 XI
Está pasando y sé que en el futuro no podré distinguirnos, recordar si es María o soy yo, cuál de nuestros cuerpos comienza a moverse antes. Todo está lleno de una precisión afilada, que nos hace pensar lo mismo, ver lo mismo. Vemos a las bailarinas que, una vez más, esperan. Vemos la tierra vacía, la transparencia helada de la noche alrededor de la casa. Vemos, conforme nos acercamos a ella, la ausencia en el cuerpo de Ángel. Esa promesa de un cielo infinito.
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
RODILLAS
Sandra me va mirando menos, conforme se lo cuento.
- Qué historia más rara, chica -me dice. Se estudia las uñas, sobre el delantal. Fuma un poco más.
Estamos en una de las mesas del fondo del restaurante. Hasta hace un rato, nos mirábamos mientras oíamos la lluvia afuera. Después, he comenzado a contárselo. Se lo cuento despacio, buscándola, y ella cada vez me mira menos. Le cuento que, desde hace meses, Antonio llega a casa convertido en otros. Puede ser la chica esa que vimos la semana pasada en el metro, llorando. O el vecino que va en la silla de ruedas.
- La primera vez, yo volvía tarde del restaurante, y me lo encontré siendo un funcionario triste. Estaba tirado en la cama, vestido. Llevaba un traje gris y una corbata de esas que venden en las rebajas. Tenía un bigote amarillento.
Sandra y yo solemos sentarnos en la mesa del fondo del restaurante. Nos miramos y nos sonreímos antes de que el silencio se llene de hambre y de conversaciones entredichas. Ella tiene una piel muy blanca, y el pelo rojísimo, y fuma muy despacio. Dentro de un rato empezarán a entrar clientes, y tendremos que levantarnos, poner cara de camareras.
- Me lo encontré en la cama. Llevaba puesto un traje gris. Estaba teniendo una pesadilla - le he contado al principio, justo antes de que haya empezado a no mirarme.
- Sigue – me dice, desde detrás del humo. Su pelo arde contra el invierno negro en la ventana.
- Pues eso, le digo, que estaba teniendo una pesadilla. Y entonces me di cuenta de que era él: esos gimoteos que le salían del sueño sólo podían ser de Antonio. De mi Antonio, convertido en otro. Me puse el camisón y me metí en la cama, para mirarlo.
Los dedos de Sandra no dejan de moverse sobre el mantel, de convertirse en otras cosas. Me recuerdan a la lluvia de hace un rato.
- Hacía frío - le digo. - Pero su cuerpo estaba muy caliente. Me quedé mirándole, mientras el sueño se le iba haciendo más lento. Daba pena. Por la mañana me pidió que le preparara el desayuno. Me contó que se había pasado la tarde anterior en bares de barra de zinc, fumando tabaco negro y bebiendo ponche. Pero si tú no fumas, le dije. Él se encogió de hombros. Me pidió una taza de café solo. Era la primera vez en la vida que Antonio se bebe un café solo. Quise preguntarle cómo se le había ocurrido, quién era ese otro, ese pobre funcionario, y dónde estaba ahora. Él no dejaba de comer, estaba agotado por el cambio. A ratos, se miraba el traje, y sus propias manos. Sus manos nuevas.
Detrás de nosotras, alguien habla por teléfono y apunta una reserva.
- Ahora estará por ahí, siendo otros – le digo a Sandra.
Tal vez una de esas mujeres encogidas, que venden calendarios. Alguien que dé lástima. Lo más probable es que haya vuelto a probarse al viudo que le tuvo fuera de casa la semana pasada entera, metido en ese hogar de la tercera edad. Tuve que ir a visitarlo varias veces, jugar con él a las damas. Las señoras se acercaban a saludarme y le decían “qué hija más encantadora tienes”. Él las miraba con esos ojos que daban una pena tremenda.
- El armario cada vez está más lleno de personas vacías y arrugadas, que él se pone y se quita – digo.  
También quiero contarle a Sandra lo peor de todo esto. Contarle que, muchas veces, si me lo encuentro en el barrio tumbado sobre cartones, pidiendo, le doy algunas monedas. O que aquella ocasión en la que era un niño que se había caído y tenía las rodillas raspadas, lo subí a casa y le curé, le dije en tu casa deben de estar preocupados, es tarde, tal vez deberías volver, y le di un último algodón mojado en agua oxigenada para el camino, y un par de onzas de chocolate para que dejara de llorar.
Pero no digo ninguna de estas cosas. Me quedo observando el pelo imposible de Sandra, sus ojos, que no se separan del mantel.
- Increíble – me dice – ¿Cómo piensas manejar esto, cielo?
Después, empezamos a trabajar. En una de mis mesas se sienta, sin compañía, una mujer de mediana edad.
- Te ha tocado una triste – dice Sandra desde detrás de la barra. Así llamamos a las que cenan solas, con la mirada en el plato –Qué pobre.
La mujer estudia la carta sin hambre. Cuando me acerco a tomar la comanda, noto cómo se pone nerviosa: le da vergüenza estar en un restaurante así, sin compañía. Pobrecilla, pienso. Antes de preguntarle, veo sus ojos. Un vértigo horrible sube hasta mi boca, hace que me tiemble la voz.
 A la mañana siguiente, se despierta niña. Es una niña mayor, de unos doce años. Es larguirucha y torpe. Se ha despertado antes que yo, seguramente por culpa de esa angustia rara que se tiene cuando una ya casi es adolescente. Le he visto por primera vez desde la cama, reflejado en el espejo del baño. Tiene el pelo lacio, y una boca arrugada por la frustración.
- Tengo muchos granos – me ha dicho, con esa voz que se les pone a estas edades, y que suena a cacharros.
Le he preparado el desayuno mientras él chateaba en un teléfono de funda rosa y comprobaba, una y otra vez, que el flequillo grasiento le caía completamente sobre la frente, tapándola.
- ¿De dónde has sacado el teléfono?
Ha levantado su mirada de la taza de leche y se ha encogido de hombros.
- Antonio – le digo.
Pero él no me escucha. Hace meses que su nombre no sirve para nada. Ya está levantado, colocando el plato y la taza en cualquier rincón de la encimera, como quien pasa por ahí. Tratando de dominar ese cuerpo recién despierto, tan raro. Pobre, pienso. Toma su mochila y se marcha, sin despedirse apenas. Se le nota incómodo en su falda escocesa.
 Recojo la casa despacio. Aparto los objetos de su sitio y los devuelvo a su lugar, después de tocarlos. Limpio el hueco entre los muebles. Cuando hago la cama, observo el lado de Antonio: intento adivinar su forma. Cada día es más difícil recordar, saber si el rastro de sus hombros debería ser ancho o estrecho, dónde y cómo estarían marcadas sus piernas sobre la superficie ciega de la sábana.
Me tumbo en el sofá, desnuda, dispuesta a no moverme, a quedarme ahí mirando cómo el día cambia de color sobre mi cuerpo. Sonará el teléfono. Sandra llamará para preguntarme por qué no me he presentado en el restaurante, si estoy bien, si es por esa historia tan rara que le conté ayer.
Cuando me despierto, es por la tarde. Las ventanas han empezado a ennegrecerse con el frío. Del armario llega un olor a viejo. Dentro, los otros cuelgan arrugados, vacíos. Los he visto tantas veces que ahora, desde el sofá, sin necesidad de levantarme a ver, sé cómo son. Algunos, sus favoritos, dan la sensación de brillar más, por el uso. Está el cartero cojo. Y ese adolescente medio retrasado que sonríe a todo el mundo.
Pienso en la niña que es Antonio. Seguramente le temblará la voz cuando le manden leer en clase. Pienso en ella volviendo a casa desde el colegio. Sola. Necesitando a alguien.
Me levanto del sofá.
 El niño de las rodillas raspadas cuelga al fondo. Al principio me duele en las sienes y en la cara interna de los muslos. Durante la primera media hora, tengo una especie de náusea. Cuando el dolor se ha marchado, algo dentro de mí, algo que no tiene nombre, se queda quieto. Sé lo que es cada cosa, el cenicero y la estantería, el armazón de las palabras. Pero ya nada es para mí. Los objetos pesan en un mundo que nunca será exactamente el mío. Estoy mirando a la vida por la espalda.
En la calle, un perro tira de su correa para olerme las rodillas. Algunas señoras se paran para preguntarme si me duele, pobrecito, si quiero que me acerquen a casa o avisen a alguien. Paso rápido y tratando de no verlas, me recuerdan a mí. Poco a poco, deja de ser incómodo. La mujer del quiosco se inclina por encima del mostrador para regalarme unos caramelos, criatura, qué daño te has hecho. Sienta bien. Es caliente. Unos chicos mayores que fuman dejan de reírse y se quedan mirando, oye chavalín, qué te ha pasado, gritan. Me esfuerzo por seguir adelante, no parar, aunque quiero quedarme. Quiero ser visto así.
Pero sigo. Voy hacia el parque. El colegio está a punto de acabar.
 Desde lejos, se nota que le da vergüenza enseñar tanto las piernas, que se arrepiente de haber hecho caso a las amigas de clase con lo de subirse la falda. Mira al suelo mientras camina. Cuando me encuentra, nos quedamos en silencio. Noto el dolor en las rodillas, la sangre resecándose mientras ella me mira, me ve y le tiembla la boca.
- ¿Qué te ha pasado? – pregunta - ¿Te has caído?
- Sí – le digo – estaba corriendo.
Frunce el ceño. Como quien busca algo.
- Tus padres, ¿dónde están?
Me encojo de hombros.
Nos miramos.
Finalmente, ella se agacha y estudia mis piernas.
- Qué daño – dice. Y acerca un dedo para tocarme. La rodilla se aparta. - ¿Quieres que te lo cure? Se va a infectar.
En la farmacia, gasta el dinero de su merienda en un bote agua oxigenada. La farmacéutica nos regala el algodón, y se despide de nosotros con una mirada blanda. Volvemos al parque. El agua escuece. Ella sopla sobre las heridas y, esta vez, no hay nada de torpeza. Yo, mientras, la observo.
- Tienes muchos granos – le digo. Su cara se encoge un poco. Inclina su cabeza un poco más hacia la herida, para que el pelo le caiga más sobre la frente.
Nos quedamos en silencio un rato. Tenemos hambre.
- ¿Cuántos años tienes? – pregunta.
- Ocho – sé que tengo ocho años -¿Tú?
- ¿Cuántos crees?
Me quedo callado, por miedo a equivocarme. Es bonita. Tiene granos, pero no importa. Es buena, no como el resto de niñas mayores del colegio, que siempre se burlan cuando alguno de sus amigos nos quita el balón. Y mis rodillas duelen menos.
- Podemos ser amigos, si quieres – suelto sin pensar. Se queda mirándome. Saca una caja de tabaco de la mochila y se enciende un cigarrillo. Me ofrece probarlo.
- No, gracias. Nunca he fumado.
- Yo tampoco.
Nos quedamos muy quietos, oliendo el humo. No hay nadie en el parque. Al fondo está la carretera, y una mujer que camina con prisa, con el pelo rojísimo, precioso. Pronto tendré que ir a casa, y contar cómo me he hecho estas heridas. Querrán saber cómo me las he limpiado y desinfectado. Quiero estar aquí con ella. Nunca había hablado con una niña mayor. Me gusta verla así, fumando. Ella sonríe un poco.  
- Si quieres, nos vemos aquí mismo mañana, y te miro esas rodillas. Pero no vayas pregonándolo por ahí. No quiero quedar mal.
Le digo que sí con la cabeza. Me quedo muy callado, y sin moverme. No quiero moverme.
Ella fuma muy despacio. Despacísimo. Me mira.
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
EL MONSTRUO
ella, cogido de su mano, el chico no tiene tiempo de ponerse nervioso, aunque sabe que está a punto de perder la virginidad. No es capaz más que de mirar, alternativamente, sus pies para no tropezarse, y esa espalda oscura, alargada, que parece alejarse a pesar de que la mujer no lo suelta.
Ella sube y sube.
Su risa a medias cubre al chico y va dejando un rastro que cae escaleras abajo.
        - Shhhhhh – dice ella al entrar en la habitación y cerrar la puerta. Él se pregunta por qué tienen que mantener silencio, si no hay nadie en toda la casa, pero antes de preguntar unos dedos le cubren la boca, y los labios, los de la mujer, dibujan una sonrisa enorme frente a su cara. La mujer empuja levemente al chico contra la puerta por la que acaban de entrar y lo retiene ahí, su espalda haciendo crujir la madera un poco.  
– Calladito – le dice.
        Es una habitación abuhardillada. Al chico le sorprende lo pequeña que es, esa caída del techo hacia la pared de enfrente, hacia esa cama que parece de juguete, se dice el chico, pero qué ridiculez, piensa, porque está en la casa de una mujer madura, y el lunes será un héroe cuando se lo cuente a los amigos. La mujer le habla desde detrás de una sonrisa que él no entiende. Apenas tiene tiempo para fijarse en la moqueta verde oscuro que cubre el suelo, haciéndolo mar. Sobre la mesilla de noche, al fondo, hay una cantidad imposible de figuras de aspecto humano, pequeñas, cuyo rostro el chico no es capaz de adivinar.
        La mujer, sonriendo aún, apaga la luz.
Entonces, su media risa se convierte en una carcajada pequeña. El chico quiere decir algo, seducirla un poco. El lunes tendrá que contarlo en el instituto, cómo se han conocido en un bar, cómo ella, sin preguntarle la edad, le ha pedido que la acompañe a casa, vive sola y no le gusta caminar de noche a esas horas. Cómo se han bebido un whisky y ella le ha cogido de la mano, sin avisar, y le ha dicho:
        - Arriba, pequeño. Tienes que ver mi cuarto favorito de la casa.
        Por eso quiere decir algo, porque cuando lo cuente, tendrá que salvar, aunque sea, una pizca de heroísmo para la historia de un momento tan decisivo. Pero la mujer lo besa. Su lengua es un cuchillo blando que corta las palabras y el aire en la boca del chico. El fondo de la mujer es idéntico a la oscuridad densa en la que están metidos, se le ocurre al chico, pero menuda tontería, insiste para sus adentros. Tiene la sensación de seguir oyendo cómo ella, dentro de él, se ríe amortiguadamente. Nota el pálpito durísimo de su entrepierna, la tensión que le sube por el tronco.
        - Que no nos oiga – dice la mujer al separarse las bocas. Y se ríe, sobre los ojos ciegos del chico.
        ¿Qué no nos oiga quién?, se pregunta él. Se supone que están solos, en esta casa en la que ella vive sola, heredada de unos padres que se trasladaron a la costa hace años.
        - ¿Qué no nos oiga qu…? – comienza a preguntar, antes de que la mano de ella, delgada, caliente, lo calle de nuevo. Entonces, lo nota con la espalda: el caminar de alguien escaleras arriba. El crujir del descansillo que conduce desde el rellano de la escalera hasta la puerta de la habitación. Ella no ha dejado de reírse, muy en bajo, con espasmos pequeños que ponen un contrapunto a la presencia del otro lado de la puerta, pesadísima, latiendo. En ese instante, el chico sabe con una certeza eléctrica que lo que está ahí los busca. Casi puede notar la respiración tensa de eso, calentándole el pelo. La boca de la mujer, de repente, respira en su oído.
        - Si nos oye - dice, bajísimo – sabrá por dónde se entra. Y no queremos eso, pequeño.
La idea le hace pensar en un monstruo ciego y gigantesco. Menuda gilipollez, piensa, quiere decir, estamos solos en la casa, tú lo has dicho antes, deja que me marche. Pero ella está paseándose por su clavícula y sobre la inflexión de su cuello. Al chico le cuesta decidir si esa boca que lo recorre le hace cosquillas o está afilada. La respiración que sale de ella le cae espina dorsal abajo, provocándole un placer eléctrico. Una bruma de miedo se ha acumulado tras sus ojos inútiles. Irse es difícil.
Sobre todo, ahora que abajo hay una fiesta.
Desde el salón, asciende un estruendo informe. Por momentos se hace distinguible el sonido de carcajadas y cristales, voces que chocan con el ruido de la vajilla al moverse.
- Una fiesta – afirma el chicho. Las palabras se desprenden de él mecánicamente, como dormidas. A pesar del terror que ha comenzado a instalarse en su pecho. Ella sigue besándolo, en las sienes, sobre los ojos, mordiendo sus labios.
- Si abajo se enteran – le dice – tenemos un problema.
Y se ríe un poco. Y le da otro beso, que se le clava, gustándole. Cada vez que se posa en algún rincón de su cara, la mujer dice “shhhh”. La presencia del monstruo parece haber adelgazado al otro lado de la puerta. Tal vez no nos haya oído, piensa él, quizás se esté marchando, y nos busca por otras partes de la casa. Entonces, se relaja un poco, y la agarra del pelo, y trata de morderle la boca. Quiere rescatar, aunque sea, una pizca de heroísmo.
Ella aparta la cara.
- Ven, pequeño– dice. Y se lo lleva hacia el otro extremo de la habitación, donde está la cama, invisible ahora dentro del negro, tan pequeña, tan como salida de un recuerdo antiguo. Recuerda la moqueta verde y ese suelo que es un mar gigantesco bajo sus pies: lo nota ahora, revolviéndose en olas como de cuento.
Se meten en la cama. Aunque han pasado unos minutos desde que ella apagara la luz, el chico tiene la sensación, apenas creíble, de estar atravesando una capa más profunda de oscuridad, de ver todavía menos, si cabe.
- Descálzame – ordena ella. Él palpa unos zapatos muy lisos, que se desprenden con la facilidad de una fruta madura.
Están tumbados. Trata de tocarla. Sus manos son un desbarajuste adolescente, incapaces de sustraerse al sonido de la fiesta. La fiesta se cuela bajo puerta y por la cerradura, deja bolsas de ruido entre las sábanas.
Ella se ríe.  
Le desabrocha el pantalón, mientras dice:
- Después, te escondes debajo de la cama. Duermes ahí todo lo que quieras. Pero no puedes salir, que te pillan, y entonces tenemos un problema.
Esto le hace comprender que el monstruo sigue paseándose afuera, manoseando las paredes, buscando un acceso a la buhardilla minúscula donde se esconden. Que los comensales de la fiesta podrían enterarse y subir todos a la vez, con el único objetivo de echar la puerta abajo y quedarse mirándolos, reírse mientras los ven. Es aterrador. Quiere protestar, quiere decir me marcho, esto me da mal rollo, es tarde. Todavía hay autobuses nocturnos que pueden llevarlo a casa. Mañana contará que estuvo de copas y que se volvió tranquilamente, y ésta será la historia más secreta y más rara de su vida, quiere convencerse. Intenta levantarse, pero la mano de ella está en su sexo ya, y su risa es una superficie blanda donde se pierde el sonido, una esponja que se traga las palabras de él, antes de ser dichas.
- Disfruta – le ordena ella. Y es difícil no hacerlo. Su mano es una bruma caliente, serpenteando entre las piernas del chico. Tira de su sexo con una dulzura que él no ha conocido jamás. El placer es enorme, y él nota que su cuerpo se encoge, que se hace pequeño en el centro de esa habitación imposible.  
- Bésame – vuelve a ordenar ella, mientras la mano gana rapidez, en una sintonía perfecta con el ritmo de él, con su aire entrecortado. En sus bocas mezcladas se crea un gemido a medias, una vibración común que lo atraviesa y lo empuja hacia el estremecimiento final. Siente que se desmenuza contra el cuerpo desnudo de ella. Pero, ¿cuándo se ha quitado la ropa?, se pregunta, apenas un segundo después, justo antes de que la mujer comience a empujarle fuera de la cama, tienes que esconderte, rápido, de que lo eche. De que se ría una última vez.
Y de repente se abra la puerta.
Y la habitación se llene de un gruñido que percute sobre todos sus huesos.
 Es de día. Antes de saberlo por las manchas de luz contra sus párpados, lo nota en el dolor de los hombros, el hormigueo con el que sus músculos protestan por haber estado horas durmiendo sobre el suelo. La cama es una presencia aplastante sobre su espalda, antes incluso de estar despierto.
- Papá, ven, tengo miedo – se oye decir a un niño. Cerca.
Abre los ojos. En la franja estrecha de visión que le ofrece su escondite, se adivina un cuarto relativamente amplio, donde entra un aire casi frío: es por la mañana. La moqueta verde y la arista a medias de una mesilla de noche, que asciende hasta donde él no puede ver, crean un silencio diáfano.
Trata de moverse.
Desde algún punto de la habitación que él no alcanza a ver, el niño vuelve a hablar.
- Hay un monstruo escondido debajo de la cama, papá.
- Cómo va a haber un monstruo, hijo mío. Los monstruos no existen.
- Que sí. Que lo he notado.
- Venga, no seas tonto. ¿Miramos juntos?
        Una puñalada de terror asesta la garganta del chico. Está paralizado. Los pasos se acercan. Son los pasos pequeños de un niño, precedidos de los pasos gruesos de un hombre. Dos cabezas se asoman a su campo de visión, y lo miran.
        - ¿Ves como no hay nada?
        El niño fruñe el ceño. Coloca su mirada directamente sobre los ojos del chico. Permanece así unos segundos. El chico desea gritar con todas sus fuerzas, ahogarse en un alarido que le ahorre el miedo insoportable.
        - Es verdad - dice el niño.
        - Te lo he dicho. Los monstruos no existen. Y menos debajo de las camas. No ves que no cabrían.
        - ¿Qué hacéis ahí agachados? – pregunta una mujer.
        Las cabezas desaparecen.
        - Mamá, había un monstruo debajo de la cama, pero ya no está.  
        - Pues claro, pequeño – responde ella – Se habrá muerto del susto.
        Es la mujer. Es la misma voz, idéntica a la de la noche anterior, sólo que sin risa. Llega desde un espacio que está fuera del alcance de sus ojos. Trata de moverse.
El hombre menciona la hora. Se escucha el sonido de un cajón abriéndose, alguien saca unas llaves. Una mochila roza unos hombros, los del niño, seguramente. El hombre comenta que, a la vuelta, tendrán que recoger lo de anoche, está el salón que no hay quien entre. El chico recuerda la mesilla junto a la cama, cargada de muñequitos pequeños, y trata, inútil, de mover los ojos para mirar, para comprobar algo que ya sabe.
        Antes de rendirse, ve cómo los zapatos de ella entran en su campo de visión. Son unos zapatos muy lisos. Las puntas se orientan hacia donde está él, hacia sus ojos, terriblemente abiertos. Los zapatos, juntos, son casi una curva, que es casi una sonrisa. Pero qué tontería, trata de obligarse a pensar.
Una mano de terror se retuerce en su pecho, detrás de sus ojos. Los zapatos no se mueven, a pesar de que las voces del niño y del padre se alejan escaleras abajo, y la llaman una última vez, vamos mamá llegaremos tarde. Poco a poco, el chico se entrega. Despacio. Como quien se hace viejo. Ha dejado de intentar moverse, o gritar o decir que no, que gracias pero prefiero irme a casa, mañana tengo que estudiar, aún quedan autobuses nocturnos. Su voz se rinde antes de llegar a la garganta, en el instante en que los zapatos dejan de sonreír, y giran al mismo tiempo hacia la puerta de la habitación, para marcharse.
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Photo
Tumblr media
0 notes
criaturasfinales-blog · 8 years ago
Text
DOMINGO
Lleváis horas hablando a oscuras.
- Mañana me enrollo con Marisa. Fijo – ha dicho Sebas al principio. Justo después de tragaros una trilogía cualquiera y de arrastraros hacia el cuarto, ya tarde, empujados por el hartazgo de imágenes y palomitas.
- Joder – ha respondido Javi
- ¿Joder qué? – le ha preguntado Sebas. Y tú has pensado que es verdad: que joder, qué.
- Yo que sé. Joder.
Tenéis trece años, y es fácil estar vivos. Hablar de todo y de nada y que la noche, mansa, se tumbe a vuestros pies. Apartáis de vez en cuando vuestros ojos del negro hermético del techo, para que la mirada descanse en algo que, tras unos segundos, se hace reconocible: las medallitas de Javi colgando de una chincheta; la caída arrugada de unos pantalones contra el respaldo de la silla; los superhérores en miniatura, que hacen guardia sobre la estantería.
- Si tú te morreas con Marisa, yo le pido salir a Elena – ese es Javi, sobre el colchón del fondo, junto al armario. Habla con la seguridad absoluta que os regala la noche. En vuestros nichos de oscuridad sabéis que podéis haceros un mundo perfecto y fácil, para usarlo mañana.
- No hay huevos.
- Te lo juro.
- Venga ya.
- Te lo juro, tío. ¡Te lo juro por Dios!
Sebas rompe a reír. Javi se queda callado y tú, atento a la tensión, esperas. Durante tres segundos larguísimos pides en silencio a Sebas que pare hasta que te das cuenta de que Javi está riéndose también. Es una risa primitiva y mecánica, exacta a la de Sebas. Se contagia y acaba por alcanzarte.
Sois enormes esta noche. Nada puede parar vuestros sueños. Ni siquiera la urgencia con la que Sonia os susurra a pleno pulmón, a eso de las cinco, que os calléis de una vez, que vais a despertar al padre de Javi. Y la voz de Javi es más certera que nunca, porque esta noche nada puede haceros daño:
- Venga Mamá, déjalo ya. Que estamos hablando y no molestamos a nadie – además, piensas tú, su padre sería incapaz de despertarse: lo protege la barrera que crean sus ronquidos de animal. – Además – prosigue Javi - con esos ronquidos que se marca, no le despierta ni Dios.
La risa, de nuevo. Y uno de vosotros cambia de postura. Segundos después, no estás seguro si ha sido Sebas o has sido tú, porque esta noche todas vuestras intenciones se mezclan. Como las sábanas de los colchones, que se confunden en sus fronteras, transformándoos en un una muralla horizontal. Sois más que vosotros mismos esta noche. Sería perfecto que durara siempre, piensas, justo antes de que Sebas anuncie:
- Yo quiero que esto siempre sea así. Me raya pensar que cuando pasen los años ya no nos lo montaremos tan bien.
- A mí me raya que mañana es domingo y ya cambia todo – dice Javi. -  Los deberes para el lunes, mi madre pegando gritos por la casa… Y el chiringuito desmontado –  aunque no podéis verlo, sabéis que el brazo ha salido momentáneamente de su retiro para señalar vuestro paraíso de ropas tiradas y olores.
Sería perfecto, piensas, que esta sensación te acompañara siempre. Quedarte con tus amigos en este sitio sin nombre donde no conocéis el final de las cosas. Sabes también que es cuestión de tiempo para que el amanecer vaya colándose en la habitación, con su desequilibrio gris.
- Hagámoslo – dices. Y lo dices por delante de ti mismo, antes de poder parar tu voz y pensártelo un segundo.
Sebas y Javi se callan a la vez, removidos en sus colchones. Se giran para buscarte en la negrura desde donde tú miras al techo.
- Hagámoslo – repites – Hagamos que dure hasta que nos dé la gana.
Hasta ti llega el silencio atento con el que te están pidiendo que sigas. Casi puedes notar la fricción de las sábanas contra su sorpresa al oírte hablar.
- No puede ser tan difícil. Arrastramos el armario hasta la puerta y la bloqueamos. Cerramos las persianas a tope. Antes de eso, escribimos en una cartulina por qué hacemos esto y por qué ellos tienen que respetarlo. La colgamos con celo en la puerta, y que la lean cuando se despierten. Estoy seguro de que si lo escribimos bien, lo aceptarán. Joder, tienen que entenderlo. Nosotros lo tenemos clarísimo: seguro que podemos hacérselo entender.
Te escuchan desde ese otro lado de ti. Eres como mucho un bulto oscuro para ellos, pero su respiración contenida y ese silencio concentrado con el que te responden son más que suficiente para saber que te ven. Que de alguna manera, todo es transparente ahora. No podría estar más claro.
- Mi madre me mata – susurra alguno de los dos. Pero blandamente, sin convicción. Es la voz de cualquier domingo tratando de asomarse a la ventana antes de tiempo. Vuestro silencio responde: hagámoslo. Alguno de los tres, no sabes quién, lo reitera en alto:
- Hagámoslo.
 Lo planeáis. No habrá más domingos que se acerquen con su luz extraña y triste. Sabréis que se ha vuelto a hacer de noche cada vez que el padre de Javi ronque de nuevo. Vuestros pensamientos chocando por encima de vosotros serán los que marquen el ritmo de los días. Será fácil. No habrá turnos para hablar. Todo será verdad mientras os mantengáis así, como ahora, con las manos tras la nuca, mirándoos más allá de vosotros mismos. Y, paradójicamente, la excitación os hace cambiar de postura al mismo tiempo. Ahora sois un muro de espaldas, con vuestras barbillas apoyadas en las manos, que se apoyan en la almohada.
- Podemos ir escribiendo cartas para todo el mundo. Contándoles lo que pensamos, y por qué estamos aquí. Se las pasamos a mi madre por debajo de la puerta y ella las lleva al colegio.
¿Cómo vamos a escribir, si no hay luz?, piensa Sebas al mismo tiempo que tú.
- Usamos el flexo – responde Javi.
- Entonces, lo echamos todo a perder.
Y os dais cuenta.
- No – decís a la vez – el flexo está bien.
El flexo no importa. Sólo moverá un poco la oscuridad, la hará incluso más consistente, más redondeada. Lo importante es evitar que entre el día, piensas preocupado.
- No habrá problema – dice Sebas – podemos poner abrigos y jerseys en la persiana. Nos aseguramos de que no se cuele ni un rayo.
Y tiene razón. Todo es tan fácil. Saber que tenéis razón te enciende por dentro. Te muerdes el pómulo, movido por la mezcla de nerviosismo y alegría.
- Auch – se queja Javi.
Antes de que puedas disculparte, capturas una pregunta silenciosa de Sebas, y te asusta que eso le haga echarse atrás.
- No te preocupes por eso. No nos hará falta. No lo echaremos de menos.
Y es verdad. Los tres lo sabéis. Igual que, sin decirlo, sabéis que a Javi empieza a dolerle la tripa de hambre.
- Ya buscaremos una solución a eso – lo tranquiliza Sebas.
- Sí – responde alguno de los tres.
Y así seguís, construyendoos. Sois una catedral de propósitos que va creciendo. Las ideas se persiguen de una cabeza a otra, se adelantan antes de ser dichas. Ninguno de los tres se percata de las primeras flores grises brotando en los vértices del techo.
- ¿Sabéis qué? Que va a molar tanto que me da igual no morrearme mañana con Ma…
No sabes quién ha sido el primero en escucharlo. Es imposible diferenciar la secuencia: si lo primero ha sido Sebas callándose, o tú levantando la cabeza de la almohada, o la tensión subiendo por la espalda de Javi hasta vuestros cuellos. Habéis oído los pasos de Sonia al otro lado de la pared. Y el significado es claro en cada uno de esos sonidos, esos movimientos: está poniéndose una bata; está calzándose; está apagando su mesilla de noche, para que el padre pueda seguir roncando un rato más. Suena una puerta, aunque no terminas de saber si eso es antes o después de que Javi salte desde el colchón y vosotros dos sepáis que necesita ayuda para mover el armario, que su madre entrando en la habitación será el final de todo. “Arriba”, dirá, “no he podido volver a dormirme por vuestra culpa, así que madrugón para todos”.  O preguntará qué queréis desayunar. Entonces no será posible sostener vuestra noche infinita. Se pararán los futuros perfectos, se abrirán las ventanas para airear porque aquí huele a tigre. Seréis de nuevo el asombro indefenso de cada domingo, que sienta siempre como el último día de vuestra vida. Posiblemente sea temprano aún y no venga al cuarto, tratas de pensar para tranquilizaros a los tres.  Aunque el gris ha consumido la oscuridad del techo como un cáncer y, cómo puede ser, piensas, que no os hayáis dado cuenta antes. Eso da igual ahora, piensan ellos dos con la boca endurecida, las manos tratando de asir la base del armario.
- Voy – dices, al saber que Javi está preguntándose cómo coño van a llevar el armario hasta la puerta si están las dos sillas con vuestra ropa en el medio, joder, no nos da tiempo. Y mientras las apartas, te das cuenta de que su pensamiento ha llegado mucho menos audible que hace un rato. La noche se os está escapando.
Por eso necesitas pararte en tu camino hacia la silla, levantar la mirada una vez más, una última vez porque ya no estás seguro y necesitas comprobarlo en sus caras, comprobar si tus amigos también han escuchado los pasos de Sonia, parándose al otro lado de la puerta
0 notes