Las palabras son susurros de algo más antiguo que el tiempo. Ecos de mundos que nunca existieron, pero que aguardan entre los pliegues de la realidad, esperando ser escritos
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Los No Vivos
¡Salud, lector! Por esas noches en las que el clonazepam no cumple con su efecto.
Mi tío Mario siempre me contaba relatos de terror. Historias de muertos que se alzaban de sus tumbas, vagando en la oscuridad, buscando presas para devorar sus tripas, su corazón, su cerebro.
Cuando era niño, aquellas historias me hacían temblar. Más de una vez mojé la cama por el miedo que me producían. Mamá, siempre molesta.
Pero con el tiempo, la fobia a los no vivos se fue desvaneciendo. Y aunque evitaba las películas de terror, estaba convencido de que esas cosas no ocurrían.
Pero como siempre pasa cuando afirmo algo con certeza, estaba equivocado.
Lo que te contaré a continuación sucedió de verdad. Aunque suene descabellado, prometo que así se dieron las cosas.
Ocurrió en una noche como esta. Ordinaria. Común. Inofensiva en apariencia.
Las puertas de la casa estaban cerradas. La paz reinaba, tal vez demasiado para mi gusto. Un silencio incómodo se extendía por la habitación vacía.
Leía un artículo del periódico que yo mismo había publicado hacía unos días, tratando de combatir el maldito insomnio que la depresión arrastra consigo. Afuera, el viento sacudía los árboles con violencia, y en los quejidos de madera quebrandose me pareció escuchar lamentos humanos.
Sentí un escalofrío. Me puse nervioso.
Y entonces la vi.
Sentada a dos sillones de mí, estaba ella. Se materializó de la nada, tan hermosa y dedicada como siempre. En el fondo, yo siempre odié esa perfección.
La luz de la luna la envolvía, dándole un brillo casi irreal.
—¿Podemos hablar? —preguntó con voz serena.
El desconcierto me paralizó. Apenas logré murmurar:
—Mary… tú ya estás muerta para mí. No formas parte de mi historia y mucho menos de mi vida.
En ese justo momento, los cuentos de mi tío volvieron a mi mente. Los no muertos regresaban para cazar el terror y el miedo de los vivos.
Un pánico ancestral me sacudió y grité:
—¡No te tengo miedo! ¡Largo!
Una lágrima se deslizó por su mejilla. Y otra por la mía.
—No importa que hayamos terminado, Bryan. No importa cuánto daño me hayas hecho ni cuánto intentes olvidarme. No importa qué tan feliz seas ahora sin mí. Siempre estaré aquí.
Para recordarte que una vez fui tuya.
Que fui parte de tu vida.
Que te cambié.
Que, para bien o para mal, te marqué.
Dio un paso hacia mí.
Su boca se abrió. Demasiado.
Y se abalanzó sobre mi cuello, los dientes afilados, como si buscara desgarrarme la aorta de un solo mordisco.
El Mensaje
¡Fue entonces cuando sonó mi celular!
El tono me sacudió.
Me había quedado dormido.
Desperté empapado en sudor. Tragué saliva y miré el teléfono. En la pantalla, una notificación.
Abrí la bandeja de entrada:
“Sé bien que terminamos hace solo tres días, pero no puedo vivir sin ti, y quería saber si podemos seguir siendo amigos…”
Mary
El aire en la habitación se tornó aún más denso.
Comprendí entonces que ella siempre estaría ahí.
Como mi tío hablaba de los no vivos:
"Siempre regresan para castigar a los que aún lo están."
Acosándome.
Velando mis pocas horas de sueño.
Infligiendo su castigo.
Alimentándose de mi confusión.
Buscando el momento perfecto para materializarse.
Como lo harían, eventualmente, todas las personas que tuve que dejar ir.
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La casita azul
En aquel viejo pueblo, donde te conocí, solo quedaba el eco del viento filtrándose entre las rendijas de madera. Un lugar vacío. Un pueblo fantasma.
La noche devoraba la luz del día, y con ella crecía mi miedo. La luna brillaba con un fulgor inusual sobre las sombras. Había vuelto, finalmente había regresado.
Dos días sin dormir. Dos días sin comer.
Avancé hacia la única casita azul, esa que construimos juntos. Cada paso era un eco en el camino de piedra. Toqué tres veces. Silencio. Toqué de nuevo. Nada.
Tres días sin dormir. Tres días sin comer.
Caminé sin rumbo, de un extremo a otro, pero siempre volvía al mismo punto. Toqué la puerta nuevamente, con la esperanza que algo cambiara.
Y esta vez, tú abriste. Tan viva. Tan tuya. Con tu hermosa piel morena, sonrisa traviesa y mirada de océano donde la tristeza flotaba en la marea.
Cinco días sin dormir. Cinco días sin comer.
No estoy seguro si ella se quedó en el pueblo, dispuesta a esperar un milagro, o si el pueblo se quedó con ella: con la tierra besando sus pies, con el sol devorándola en caricias.
Catorce días sin dormir. Catorce días sin comer.
Ella lloraba junto al río. Esperaba cartas que nunca llegaban. Yo le tomaba las manos. Besaba sus labios. Pero por castigo divino, ella no podía sentirme. Nunca me encontré tan lejos, estando tan cerca de la mujer que amo.
Entonces, una mañana, finalmente, una carta.
No era de su esposo. Era del general.
"Lamentamos informarle..."
Lloró con tanta amargura que la abracé. Ojalá hubiera podido sostenerla de verdad.Cuántas veces se me rompió el alma ese día, en pequeños fragmentos que flotaron un instante en el aire antes de recomponer mi figura espectral.
Diecinueve días sin dormir. Diecinueve días sin comer.
Se apagó. Ya no salió más.
La luz del sol, el canto de los pájaros… nada la tocaba.
Pero hoy, algo cambió. Compró comida. Preparó la mesa. Puso dos platos. Algo me inquietó. Volví a casa. Ella estaba sentada con una vela encendida. Había cocinado mi plato favorito.
—¿Estás aquí, mi vida? —susurró al vacío.
—Sí, mi amada —respondí, aunque estoy seguro que no podía escucharme.
Sonrió con los ojos humedecidos.
—Aunque no hayas vuelto, siempre te he sentido cerca.
Me me sorprendí al obtener una respuesta y acto seguido, me senté a cenar con ella.
—Y aunque sé que ya no puedo verte —dijo—, fui la mujer más dichosa de este mundo por haberte conocido.
Mis lágrimas fantasmales cayeron sobre sus labios.
Y ese fue mi beso de despedida.
El viento me arrastró en su corriente.
Me desvanecí en la noche.
Y al fin, dormí.
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El Último Retrato
Todo en la vida tiene un inicio (blanco) y un final (negro). Todo. Y hoy… hoy he decidido que llegue el mío. Como Van Gogh decidió el suyo. Un final (granate) que pocos estarían dispuestos a aceptar. Pero las opciones que me da la vida ahora son pocas (añil). Minutos antes de precipitarme al abismo (carmín), he decidido retratarte. Un último cuadro. “Alegoría de Amor” — El Veronés. Desnuda (piel), porque viniste sin ropas a este mundo, y sería el peor de los pecados cubrir con mantos la delicadeza y hermosura de tu cuerpo (ámbar). Dormida, porque ya es tarde para despertarte. Pero sonriendo (dorado). Sí, sonriendo. Porque fue tu sonrisa la que me trajo hasta aquí. La que me arrastró a tus pies. Hiciste de mí lo que quisiste. Me quitaste el nombre (gris), corrompiste mi identidad (beige), destrozaste mi alma (pintada al fresco), y te llevaste lo mejor de mí. No me arrepiento. Fue un trato justo, sellado con (tinta) sangre. Vos sonreías. Y yo… yo pintaba. En el bosque, la flor más bella (amarillo, sombras, verdes vivos). En el campo, la montaña más alta (surrealista). En el mar, la brisa más fresca (conceptualista). En mi autorretrato, la parte viva. Lo que piensen los demás me importa poco. Estoy seguro de que jamás hubiera sido tan feliz como lo fui contigo. Ahora comprendo que mi tiempo se terminó, que es el turno de alguien más para ocupar la cama que tantas noches compartiste conmigo. Entiendo que la felicidad de un hombre dura lo que quiera una mujer (Ad��n y Eva — Dürer). Yo, que pensé tenerlo todo. Qué equivocados podemos estar los humanos. (Collage de Sentimientos — Dios). Nunca contemplé tanto la muerte (negro, ocre, plateado) como hoy. Y el veneno que tomé (Rosas y copa de vino — Diego Campos) es mi único consuelo. Porque cuando termine este retrato en mi mente, habré terminado conmigo. Contigo. (Aguamarina, albaricoque, Miguel Ángel, amarillo, azul, borgoña, carmesí, cerúleo, informalismo, impresionismo, óleo, coral, Rossetti, negro, negro, negro…)
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Lo de siempre por favor
Otra vez sentado en el café de siempre, a la misma hora, como todos los días. Todo en el mismo lugar, todo menos él. Hoy estaba frente a la barra. Siempre había odiado sentarse ahí, pero ya estaba hecho. Frente a la cafetera colosal que molía y trituraba los granos de café, mismos que consumiría minutos más tarde en una infusión humeante. El aroma era fuerte, siempre le había gustado, pero hoy le resultaba insoportable. Le provocaba náuseas. Quiso regresar a su mesa habitual, pero cuando intentó levantarse, sus piernas se fundieron con el suelo pintoresco de la cafetería, como raíces atrapadas en la cerámica. No podía moverse. Todos los poros de su cuerpo gritaban peligro, aunque en realidad, no había nada que temer. Al menos, no fuera de él.
El mesero se acercó con amabilidad.
—¿Cómo puedo servirle, señor?— preguntó con una sonrisa ensayada.
Él lo miró de reojo.
—Quisiera dejar de sentirme como me siento, por favor.
—¿Y cómo es eso, señor?
Se llevó una mano al pecho y susurró:
—Aquí quema.
—Comprendo, comprendo. ¿Algo más?
—Llevo tres días sin probar bocado y otros cinco sin dormir.
El mesero asentía con afán, anotando con un bolígrafo azul en la palma de su mano. La tinta se desvanecía rápidamente, como si la piel la absorbiera.
—Cuénteme más, necesito detalles.
—Fiebre. Paso con fiebre todo el día.
El mesero le tocó la frente con delicadeza.
—Tiene razón, está helado. Permítame abrigarlo.
Le colocó una manta afelpada sobre los hombros y, de inmediato, comenzó a sudar.
—Mi mente ya no es mía. Todo ha cambiado.
El mesero dejó de escribir.
—No, señor. Nada ha cambiado. Todo sigue en el mismo lugar.
Él miró a su alrededor. Esta vez no vio su mesa.
—Yo no me sentaba aquí. Este no es mi lugar. No tengo nada que estar haciendo aquí. ¡Auxilio!
El mesero suspiró. De su delantal sacó una caña de pescar, abrió con destreza la boca del hombre y lanzó el anzuelo dentro. Pasaron minutos u horas, no importa, hasta que la línea se tensó. Tiró con fuerza y extrajo de su garganta una majestuosa águila calva. La criatura emprendió el vuelo y se perdió entre las lámparas del café.
—¡Listo! Ahora, ¿va a querer lo de siempre?
El hombre tocó su garganta, con un gesto de dolor.
—Ahora nunca sabré lo que pasaba.
El mesero resopló, impaciente.
—Señor, era lo que era. Tenía un águila atorada en los pulmones. Eso le impedía respirar.
—Pero, ¿y la flor?
El mesero frunció el ceño.
—¡¿Cuál flor?!
El hombre giró la cabeza hacia el mostrador y señaló con un dedo tembloroso.
—Esa. La que no sale de mi mente. La flor por la que me senté aquí. Esa misma que me roba el sueño. ¡Es que ya no aguanto, señor!
El mesero lo miró fijamente y, como si algo se iluminara en su mente, exclamó:
—¡Mi señor, mi señor! Eso es. Usted está maldito.
El terror cubrió el rostro del hombre.
—¿Maldito yo? No puede ser. ¡Maldito el día que nací! Pero yo jamás.
El mesero se compadeció y bajó la voz.
—No hay nada que hacer, mi buen amigo. Los síntomas son graves y es cuestión de horas para que…
Se pasó un dedo por el cuello.
—Pero entonces, ¿moriré? ¿Moriré y todo terminará?
El mesero le sostuvo la mirada, casi con tristeza.
—No, mi señor. Vivirá. Y la flor con usted. Así que le recomiendo que se haga a la idea.
El hombre bajó la vista y notó que la flor ya no estaba en el mostrador. Ahora emergía de su propio pecho, sus raíces alimentándose de su cuerpo, su alma, su mente.
Se acomodó en su asiento y suspiró.
—Que sean dos cafés, entonces, por favor.
El mesero sonrió, aliviado, pero en su gesto había algo más: resignación.
—Siempre lo mismo, siempre lo mismo. Pero igual le serviré su café.
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El Testamento
No todo lo que cuenta puede ser contado, y no todo lo que puede ser contado cuenta. Albert Einstein
El abogado llegó temprano, puntual como un reloj suizo. Todos estaban presentes en la sala del viejo caserón: la esposa de Don Armando, sus dos hijos, su hermano y, para sorpresa de nadie, su amante. El ambiente estaba cargado de tensión, cada uno sumido en sus pensamientos mientras intentaban disimular su ansiedad.
Don Armando había trabajado duro toda su vida, acumulando una fortuna considerable. Diez propiedades, una finca, cinco carros, dos terrenos y una cuenta bancaria que haría salivar a cualquiera. Todos esperaban su parte del pastel.
Cuando el abogado abrió su pequeño maletín de cuero, el ruido del broche resonó como un disparo en la habitación. Sacó el testamento con movimientos medidos y lo desplegó sobre la mesa.
—Procederé a leer las últimas voluntades de Don Armando.
El silencio fue inmediato. Hasta el viento parecía haberse detenido, como si también esperara escuchar lo que el difunto había dejado tras su partida.
Con voz firme, el abogado comenzó:
—A mi esposa, le dejo mi corazón en una vasija de plata, porque nunca supo cuidarlo en vida. Tal vez ahora, en la muerte, aprenda a valorarlo mejor.
El rostro de la mujer se tensó, pero no dijo una palabra.
—A mis hijos, les dejo el par de zapatos que traigo puestos ahora en la sepultura, para que aprendan a calzárselos ellos mismos sin tener que pedirle a nadie que les ate las agujetas.
Los hijos se miraron entre sí, incrédulos.
—A mi hermano, le dejo saludos, por todo el tiempo que estuve en el hospital y no nos vimos.
El hermano bajó la mirada, avergonzado.
El abogado hizo una pausa antes de leer la siguiente línea. Era evidente que sabía lo que venía.
—A mi bella amante, Clara, le dejo las gracias, sin entrar en detalles porque.
El color del rostro de Clara osciló entre el blanco y el rojo, pero tampoco dijo nada.
El abogado carraspeó antes de continuar con la última línea del testamento:
—Todo lo demás pasa a ser propiedad del orfanato.
El silencio que siguió fue casi tan denso como la muerte misma. Nadie dijo nada. Nadie se movió.
Y nadie llegó al entierro de Don Armando ese día.
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El gran cazador
Dios ha muerto. Pero dado que la naturaleza de los hombres es la de seguir creyendo, surgirán nuevos dioses. Friedrich Nietzsche
El viaje había sido todo un fastidio. Requirió de tres escalas y aproximadamente treinta y cuatro horas de permanecer sentado viendo viejas películas en los aviones. Estaba hastiado. El último vuelo lo había hecho cuestionarse si de verdad esta entrevista valía la pena. Su trabajo como periodista era bien remunerado en su país, pero le habían ofrecido un ascenso importante y un aumento sustancial a cambio de aquel misterioso reportaje. No podía negarse, no con su tercer hijo en camino, las opciones eran limitadas.
Y lo peor aún estaba por llegar. Lukla no era su destino final; aún faltaban dos o tres días de caminata para llegar al Valle de Khumbu. Para ello, ya había contratado un grupo de locales con anterioridad, quienes lo guiarían hasta dicho lugar. Fueron los dos días más largos de su vida. Sintió que todo el entrenamiento que había completado para esta misión no había servido de nada. Le costaba respirar, pero eso no lo imposibilitaba a seguir adelante. No quería darse por vencido; al fin y al cabo, ya estaba allí.
Se agradecía haber llegado en verano, sin saber que era de las peores épocas del año para viajar a aquel lugar. No paraba de llover. Y no era cualquier lluvia, sino una torrencial, lo que dificultaba el avance del grupo. De vez en cuando, los otros miembros trataban de comunicarse con él, pero no entendía nada, solo veía en sus rostros una preocupación constante.
Contra todo lo previsto, llegaron al lugar indicado. El más joven señaló una casa de piedra ubicada en una pequeña colina desde donde se podía observar Namche Bazaar.
Era impresionante. Una fortaleza casi indistinguible de las rocas de la montaña. Las ventanas, escasas en número y tamaño, estaban cubiertas con pieles de algún animal desconocido para el periodista. El techo era de madera, cubierto de losas, con una ligera inclinación para que la nieve no se acumulara en él.
Su aspecto general era lúgubre y frío. Más que una casa, parecía un templo construido para la muerte.
Los sherpas que lo habían acompañado no se atrevieron a acercarse más. El joven entonces extendió la mano en señal de cobro, y Emiliano le pagó sin miramientos.
Se acercó a la puerta y de inmediato notó el fuerte olor a humo, metal y sangre seca que salía del interior.
¿Se tenía que preocupar?
Se preparaba para tocar cuando la puerta se abrió de golpe.
Dentro, observó a un hombre anciano, tal vez de unos setenta u ochenta años, pero con mucha más energía de la que él podía desplegar en esas condiciones. Su cuerpo era fornido, robusto y de buena complexión.
—Pasá, muchacho. Te estaba esperando. Si te quedas afuera, seguirás mojándote. —Soltó una fuerte carcajada y, acto seguido, se adentró en su mausoleo.
Emiliano lo siguió, aunque le temblaban las piernas. Pero una vez cruzó el umbral de la puerta, todo cambió.
Las paredes eran de madera pulida y barnizada, adornadas con pieles exóticas. En el centro, una mesa amplia exhibía lo que parecían ser deliciosos manjares.
El anciano se acomodó sobre una silla de cuero curtido y dijo:
—Así que te mandaron para la entrevista. No pareces una persona apta para estos climas.
Rió nuevamente.
—Ven, siéntate, pasa, no tengas pena.
El periodista tomó asiento frente a aquella extraña figura. Pero apenas lo hizo, miró con desconcierto e incredulidad lo que colgaba en la pared posterior.
Cabezas.
Cabezas de… ¿dioses?
Sabía que venía a entrevistar a un cazador peculiar. Le habían dicho que sus presas eran misteriosas y que por ello querían la nota para el periódico. Pero no esperaba lo que se plasmaba ante sus ojos.
—¿Te veo asombrado, chico? ¿No te habían hablado de mi trabajo?
El anciano sonrió con autosuficiencia.
—Soy un cazador de dioses. Me llamo Alastor Draugr, pero en la comunidad me llaman Tenzing Draugr, en honor a uno de sus maestros. ¿Puedes creerlo? Piensan que soy un iluminado o algo por el estilo.
Rió nuevamente.
—¿Cuál es tu nombre, muchachito?
El periodista seguía admirando los trofeos de Alastor.
—Me llamo Emiliano Cruz, señor —dijo con voz tímida.
—Mucho gusto, Emiliano. ¿Empezamos?
Tomó asiento frente al cazador, sacó su grabadora portátil e inició la entrevista.
—Nepal, doce de junio. Entrevista con Alastor Draugr. Señor Draugr, ¿qué es lo que usted hace específicamente?
Alastor se acomodó aún más en su asiento, como quien está listo para lo que sea.
—Me dedico a cazar dioses, señor Emiliano. Como podrá observar a su alrededor, estamos rodeados de sus osamentas y otros trofeos que he podido obtener en dichas batallas.
Emiliano giró y se dio cuenta de que no solo eran las cabezas.
Las sillas no eran simples muebles; sus respaldos estaban esculpidos en vértebras colosales, y los apoyabrazos terminaban en fémures pulidos con esmero. Partes de las columnas de la casa estaban reforzadas con costillas que parecían haber pertenecido a un ser gigantesco, curvadas como si aún resguardaran el eco de un torso extinto. Ahora que lo observaba bien, la comida sobre la mesa ya no le parecía tan apetitosa; los trozos de carne parecían demasiado oscuros, demasiado fibrosos, y el aroma, que al principio le había abierto el apetito, ahora le revolvía el estómago.
Alastor, como leyendo la mente de Emiliano, agregó:
—Incluso la grasa de las velas es de origen divino —dijo Alastor, pasando un dedo por la cera derretida—. Arden más tiempo, brillan con una luz distinta… casi como si la llama estuviera viva.
Hizo una pausa y esbozó una sonrisa torcida antes de añadir:
—Al final, no sé qué es más imposible: cazar a un dios o hacer que alguien me crea."
Un escalofrío recorrió el cuerpo del periodista.
—¿Cómo funciona eso de cazar dioses? ¿De dónde surge?
Alastor tomó un tarro que se encontraba frente a él, dio un enorme sorbo y dijo:
—Nada como un poco de hidromiel para aclarar la garganta. Es una excelente pregunta. Los cazadores de dioses descendemos de una tradición antigua, la misma que se remonta a los orígenes del ser humano y con él, sus creencias. Mi padre fue quien me enseñó este arte, pero lamentablemente ya no tuve descendencia. Un castigo divino, quizás.
Rió estrepitosamente.
—Soy el último de los míos. Ya no quedamos más.
Emiliano no sabía qué responder ante tales declaraciones. Algo en su cuerpo le decía que todo aquello era un sueño. Pero siguió preguntando…
—¿Por qué dioses? ¿Por qué destruir lo que para muchos es sagrado?
La última pregunta nació directamente de su corazón.
Alastor respondió:
—No hay una razón específica, ¿sabes? La verdad es que fue algo que nunca le pregunté a papá. Obedecía, peleaba, acuchillaba, destazaba y luego preservaba. Así me lo enseñó. Pero si me preguntas a mí, la respuesta es fácil: los detesto, los aborrezco. Son como parásitos que dependen de las oraciones humanas para vivir. Se alimentan de sus sueños y de sus dolores.
—¡No son más que una plaga! —dijo, apretando con fuerza el tarro. Parecía que en cualquier momento podría estallar.
Emiliano se tornó curioso después de esta última declaración, así que continuó:
—Hablaste de preservar. Cuéntame, ¿cómo se hace esto? Es decir, hablamos de dioses… ¿O es igual que con cualquier criatura?
Alastor sonrió con satisfacción.
—Me alegra que lo preguntes, muchacho —prosiguió—. Cada cabeza en esta sala ha sido tratada con un método de taxidermia que va más allá de la carne. Lo que ves no es solo piel y hueso, sino la esencia misma de un dios atrapada en su forma final.
Emiliano se puso de pie y se acercó a la pared de trofeos. En pequeñas placas de madera al pie de cada cabeza, se alcanzaban a leer algunos nombres, muchos desconocidos, pero otros bastante familiares. Leyó en voz alta:
—Camazotz… Tezcatlipoca… Supay… ¡Oh por Dios! ¡Xólotl! Sobek, Chiruwi, Sarutahiko, Yurlunggur, Chandraputra…
Su horror creció cuando notó que, a pesar del tiempo que llevaban allí, algunas de las cabezas aún sangraban. Algunas lo miraban fijamente. Como si estuvieran pidiendo ayuda. Sintió un leve mareo y decidió que era mejor volverse a sentar.
—¿Cómo es que consigue matarlos? —preguntó con un hilo de voz.
Alastor señaló una repisa donde colgaban algunas armas nada llamativas. Se podría decir que eran comunes.
—Eso que ves ahí son armas forjadas con acero divino —dijo con un brillo en los ojos—Amuletos y objetos sagrados que han tocado la tierra. Rosarios budistas, astillas de madera del crucificado, hierro de Ulfberht, por nombrar algunos. Pero no basta solo con eso. Se requiere algo más importante. Conocimiento.
Emiliano tragó saliva.
—¿Conocimiento?
—Cuando un dios ha cumplido cierta edad… —Alastor tomó su tarro y bebió otro sorbo de hidromiel— viven eones de años. Sin embargo, comienzan a marchitarse, desprendiendo un olor pútrido que aleja a los otros dioses. Para evitar su muerte, bajan a la tierra y se alimentan de la vitalidad de los humanos: pesadillas, sufrimiento, desesperanza… otros se nutren de oraciones. Es en ese justo momento, cuando se materializan, yo me encargo de poner fin a su existencia.
Su sonrisa se ensanchó de forma macabra.
Emiliano sintió un fuerte dolor en el pecho. El poco aire que podía respirar se le escapaba. El mareo se intensificó.
—¿Matarlos nos ayuda en algo… nos ayuda a nosotros los humanos? —logró preguntar con dificultad.
Alastor se inclinó hacia él, invadiendo su espacio personal.
—¡Por supuesto que nos ayuda! Qué pregunta tan necia… —chasqueó la lengua—. Imagina una planta llena de parásitos, consumiendo y drenando su vida todo el tiempo. Si aplicas el antídoto correcto, los parásitos desaparecerán y la planta vivirá más tiempo…
Emiliano repuso.
—¿Pero qué hay de sus creencias? ¿De sus esperanzas?
Hubo una pausa.
—Meras tonterías —dijo Alastor, con desdén—. Ridiculeces que te metieron en la cabeza. No son más que un placebo, una muleta para soportar la incertidumbre. Una ilusión cósmica para no enfrentar el vacío, para no aceptar que somos solo una casualidad insignificante en el universo.
El entrevistador sintió entonces un espasmo en el estómago y vomitó.
—¿Me estoy muriendo…?
Alastor lo observó con calma y asintió.
—Así es, muchacho. Te lo dije casi al inicio de esta conversación. No hay manera de preservar estas cabezas sin métodos arcanos.
Entonces todo cobró sentido.
Lo habían vendido como sacrificio.
Pensó en su esposa. Pensó en sus hijos. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Había caído en una trampa.
Alcanzó a hacer una última pregunta, su voz apenas un susurro.
—¿Y qué pasará cuando… cuando ya no queden dioses?
Alastor lo tomó por el cuello. Su aliento apestaba a hidromiel y carne rancia. Sonrió.
—Entonces nos cazaremos entre nosotros.
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Emocionectomía
"No sentir nada es peor que el dolor más intenso." J.K. Rowling
—¿Está completamente segura de esto? Si comienzo la cirugía, no hay marcha atrás. Además, tiene que saber que…
—¡Por supuesto que lo estoy! —lo interrumpió Sofía, impaciente—. Esperé demasiado tiempo para este momento y no pienso dar un paso atrás. ¡Hágalo ya!
Sonrió con nerviosismo mientras él preparaba el equipo quirúrgico.
La sierra partió su cráneo con la facilidad de un cuchillo sobre mantequilla. Astillas de hueso volaron por la habitación, perdiéndose entre las partículas de polvo que flotaban sin rumbo. No había anestesia. Ella quería estar consciente.
Y entonces: ¡Cloc!
La bóveda craneana se desprendió.
De inmediato, una bandada de mariposas azuladas emergió de su cabeza, revoloteando por la habitación como si hubieran sido liberadas de una prisión invisible. Juguetonas, esquivaban las manos del doctor, que intentaba devolverlas a su lugar con torpeza.
Justo cuando pensó que ya tenía solucionado el problema, un cardenal rojo carmesí apareció de entre los pliegues de su cerebro. Su plumaje contrastaba con las blancas paredes de la sala de operaciones. Su canto resonó en el cuarto vacío, cada nota trazando una melodía perfecta en el aire:
Si, do’, re’, re’, do’, si, la, sol, sol, la, si, si, la, la, si, do’, re’.
Sofía observaba la escena sin mucho asombro, casi divertida.
El doctor logró encerrar las mariposas en un frasco de mermelada vacío y al cardenal en una jaula. Luego, prosiguió.
El cerebro de Sofía parecía como cualquier otro.
Pero dentro de él, una plaga de libros se escurría entre sus surcos, escapando de las pinzas del doctor cada vez que intentaba atraparlos.
Durante dos horas recorrió aquel laberinto insólito. Atravesó mausoleos de vasto conocimiento protegidos por guardianes colosales, castillos de piedra y marfil gobernados por reyes autoritarios y radicales. Hasta que por fin llegó al lugar indicado: unos paisajes de colores témpera, como si hubieran sido pintados con los dedos de un niño.
Y en un rincón oculto, la encontró.
Ahí, sentada en lo más profundo de su mente, estaba la niña interna de Sofía.
No hizo falta convencerla para que lo siguiera; lo tomó de la mano y emprendieron el camino de regreso al quirófano.
Cuando al fin salieron de aquel universo contenido en su cabeza, el doctor tuvo el placer de presentarlas:
—Sofía, aquí está tu niña interna.
Hizo una pausa para aclarar su garganta.
—Sofi, tu yo adulto.
El silencio cayó sobre la habitación como un manto pesado. Ninguna de las dos dijo una palabra.
El doctor fue quien rompió el mutismo.
—¿Está segura de que quiere que se vaya?
Sofía titubeó. Pero al final, con voz firme, respondió:
—Sí. Ella puede ser feliz en otra parte. Prefiero que sus sentimientos no intervengan en mis asuntos.
La niña no protestó. Con dulzura, pero con un matiz de melancolía, recogió sus mariposas, el cardenal y algunos libros. Lo empacó todo en una bolsa.
Y se marchó.
Tal como Sofía lo había pedido.
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Código: Chicharrón
"Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa se vuelve la nobleza de su lenguaje." Aldous Huxley
—¡Cabo!
El grito retumbó en los pasillos del Palacio Nacional.
—¡Cabo!
El aludido apareció en el umbral del despacho presidencial. Alto, fornido, con expresión seria como tallada con machete.
Se cuadró con precisión marcial y saludó con voz firme:
—¡Llamó usted, señor Presidente, señor!
El Presidente lo miró con gravedad.
—Tengo una misión para vos. Es delicada. Secreta. Solo confío en vos para esto.
El Cabo sintió un escalofrío de emoción.
—¡A sus órdenes, señor Presidente, señor!
—Mirá, necesito que vayás a mi finca. Te van a entregar una caja. La traés antes de las cuatro. Nadie debe saberlo.
El Cabo asintió con firmeza. No hizo preguntas. Las misiones de este nivel no se cuestionan.
Salió disparado.
***
El camino era largo y polvoriento. Mientras conducía su motocicleta, el Cabo repasaba las posibilidades.
¿Dinero? ¿Documentos confidenciales? ¿Órdenes militares?
Cuando llegó a la finca, lo esperaba su Sargento junto a una caja de metal negro, con un candado grueso y robusto.
—Aquí está el paquete. No preguntés nada.
El Cabo tragó saliva. Esto era serio.
Le costó un poco alzar la caja, tenía un peso considerable. ¿Qué diablos llevaba dentro?
La aseguró en la parte trasera de la moto y emprendió el regreso, su mente ardiendo en preguntas.
***
El Presidente lo recibió con urgencia.
—¿Cómo le fue, mi Cabo?
—Misión cumplida, señor Presidente, señor.
El Cabo colocó la caja sobre el escritorio con precisión militar.
El Presidente sonrió.
—¿Y te vas a quedar a comer?
El Cabo parpadeó. ¿Comer?
El Presidente sacó una botella de whisky y unos limones partidos. Luego, con toda la solemnidad del mundo, sacó una llave dorada y abrió el candado de la caja con un leve clic.
El Cabo contuvo la respiración.
La tapa se levantó.
Y entonces lo comprendió todo.
Chicharrones.
***
Desde ese día, cada semana, la secretaria presidencial lo veía entrar al despacho con la caja de metal en brazos y anunciar con voz marcial:
—¡Sus chicharrones, mi Presidente, señor!
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