andrescalderon
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Lo que pasa por el rabillo del ojo
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Libros, fotos, imágenes, frases, palabras, cosas.
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andrescalderon · 6 years ago
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La cocina. La célula de la sociedad chilota.
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andrescalderon · 6 years ago
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Ciudad Pueblo navegando entre las nubes.
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andrescalderon · 7 years ago
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Aquí va, ahora, con el link al documental disponible en YouTube.
Bolaño y PKD, La Batalla Futura.
En La Batalla Futura, Fresán cuenta que luego del primer episodio grave de salud que sufrió Bolaño, este, comenzó a pensar, a la manera de un cuento de PKD o del mismo PKD, que estaba muerto. Y todo lo que estaba viviendo de manera posterior, o que percibía como posterior, era la vida que no viviría pero que hubiera podido vivir. Que al momento de morir no pasó enfrente de sus ojos la vida vivida, sino la posibilidad de su vida. Me parece que ahí está la clave del documental, la clave del último Bolaño, su corazón cálido y sangrante. (¿Cuántos seremos sólo el vestigio inercial, una proyección fantasmagórica, de una vida que se acabo hace rato?)
https://youtu.be/JiT4hRTTSXo
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andrescalderon · 7 years ago
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Algo.
Escribe los datos del último paciente al que atendió. Una anciana de ochenta y tres años a la que acompaña una hija. No con la que vive, como le deja claro en cada consulta. Esta es la que la lleva al médico y a la peluquería. La otra es la que la saca a cenar y tomar once. Ah, claro, responde él una vez más. La acompañante, una versión más joven y con más peso que su paciente, le sonríe al tiempo que mueve la cabeza como diciendo, ay, doctor, qué paciencia hay que tener. Él sonríe también y le guiña un ojo, cómplice, como diciendo, sí, claro, entiendo, paciencia, pero no se preocupe, ya está en sus años, en cualquier momento se puede ir. Le entrega los papeles a la secretaria, le lanza una broma acerca de lo corto de su vestido y lo contorneado de sus piernas. Ella responde con una rictus, no con una sonrisa como él espera, con un rictus, por lo que la califica como desagradable. No importa, lo más probable es que la echen y contraten a otra, a una que sonría con las bromas, que no sea amargada. Los demás están de acuerdo. No lo han dicho abiertamente, pero el otro día, en la casa de uno de ellos, bromearon al respecto, y, cuando bromean así con algo, es como si tomaran una decisión. Baja hasta el estacionamiento. Abre el auto desde lejos presionando un botón en el llavero. El vehículo le responde con un bip bip y parpadeando con todas sus luces. Le da la impresión de que se alegra de verlo, que lo saluda, que le gusta que lo conduzca. Así debería ser la gente, alegre, respondiendo siempre con un bip bip, encendiendo sus luces al verlo, todas sus luces, piensa. Una vez dentro del vehículo saca el celular, marca de memoria un número y llama. La voz al otro lado del teléfono contesta casi de inmediato, hace bip bip, enciende todas sus luces. Él enternece la voz hasta hacerla casi infantil mientras se peina mirándose en el espejo. Ya no tengo cómo peinarme para disimularlas, piensa. No importa, le da un aspecto respetable, ideal para un médico. Ambas voces se ponen de acuerdo en un lugar, se ríen, se mandan besos y cuelgan. Se vuelve a mirar en el espejo, se arregla el cuello de la camisa, se pone una menta en la boca y enciende el auto. Un ronroneo exquisito. Arranca.
Pone la radio. Sólo malas noticias. Pone música. Mejor. Deja atrás los edificios del centro, las casas, incluso el pavimento. Va pensando, fantaseando, cuando el teléfono suena. Responde. Hola, amor, qué tal. Hola, amor, todo bien por aquí, quería saber a qué hora llegas, estamos invitados a cenar donde mi hermana, ¿te acuerdas? ¡Oh, mi amor, se me había olvidado! No alcanzo a llegar, voy a visitar unos pacientes, la señora Cristina y don Gabriel, ¿te acuerdas de ellos? Te he hablado de ellos. No, le contesta ella, con la voz llena de congoja, no me acuerdo. Son unos viejitos que ya casi no se pueden mover, me da lata hacerlos salir de sus casas para que vayan a la consulta, prefiero ir yo a verlos; pero no te preocupes, en cuanto termine con ellos, vuelo a la casa a ver si alcanzamos a ir un ratito, ¿te parece? Sabes que no me gusta llegar tarde, le dice ella. Bueno, si no alcanzamos, no alcanzamos, pues, Alejandra, no puedo dejar tirados a mis pacientes por una comida con tu hermana. No es sólo eso, Pablo, ya casi ni te vemos en la casa. Bueno, si me vas a hacer recriminaciones por teléfono, mejor corto, voy manejando. No, no cortes, está bien, anda tranquilo. Chao. Chao. La hermana de su mujer, un ser ridículo, insoportable, con un esposo diminuto y sin ninguna ambición. Por supuesto que no tenía ningunas ganas de perder el tiempo con ellos. Trata de encontrar la imagen en su cabeza donde la había dejado, pero en cambio aparece la de su cuñada y su marido, la de su mujer. Acelera. Sube un poco más el volumen de la radio y se pone a cantar. No tiene que recorrer demasiado, ahí está la voz en el teléfono, de pie, esperándolo en la oscuridad que se forma justo afuera de la luz de la farola de la calle. Está fumando. Mira directamente a sus ojos. Tira lejos el cigarro. Ve la brasa encendida, un punto rojo en medio de la negrura, describir un arco amplio antes de caer y desaparecer. Enciende las luces de peligro y detiene el auto unos metros más allá. Se abre la puerta. La música sale a la noche. El auto se inunda del olor a colonia barata y ropa impregnada en humo de cigarro. Se estrechan la mano con fuerza. El hombre, uno joven, se acomoda en el asiento. Con un único movimiento saca de su funda el cinturón y se lo pone. El auto vuelve a moverse.
En su casa todos duermen. Se dirige al bar y se sirve un whisky que toma de un trago. Se mira en uno de los espejos y sube la escalera. Las luces de la habitación están apagadas. Su mujer parece dormir. Se desviste, abre la cama y se acomoda. Pablo, tenemos que hablar, escucha. En otro momento, Alejandra, por favor, estoy agotado. Ese es el tema, le dice ella, siempre estás agotado, siempre estás fuera de la casa, ya no sé qué decirle a los niños. Alejandra, ya no son niños, Manuel debió irse a estudiar este año, no sé qué mierda es eso del año sabático. Ese no es el punto, dice ella, conteniendo la voz. Claro, que estos hueones hagan puras hueás, que sean unos zánganos de mierda que sólo saben gastarse mi plata, no es el punto. Cuál chucha es el punto entonces. Silencio y oscuridad. Se levanta. Espera, Pablo, a dónde vas, le dice ella con un hilo de voz. A dormir tranquilo, le dice él, si he puesto tanta plata en esta cagada de casa, que por lo menos sea para que pueda dormir tranquilo.
Hay una idea con la que juguetea, pero la verdad es que está feliz como está. Lo tengo todo, piensa, con una sonrisa que hubiera sido una carcajada si no hubiera tenido un paciente enfrente. Desde el auto llama a su esposa para decirle que no podrán salir a cenar. Pendientes en el trabajo. Hace una segunda llamada a otro de los números que sabe de memoria. Cuelga antes de que le respondan. Vuelve a marcar. Ahora el mismo número de la última noche. En la misma esquina recoge al mismo hombre. Van al mismo motel. Mientras se ducha, el hombre le pide más plata. Él, claro, le dice que no. Le dice que con lo que le da es suficiente. Para qué quiere más. Si necesita más, debería buscarse un trabajo. Vuelve a su casa, se ducha, se acuesta, lee un libro, tiene sexo con su mujer y se duerme. Desayuna y abre el facebook para bromear con sus colegas sobre cómo la ex secretaria a esa hora debe andar buscando trabajo. Se encuentra con un saludo del hombre en su muro. Borra la publicación. Le pide ayuda a la empleada para bloquear a la persona. Usted que se lo pasa metida en esta cosa. Va saliendo cuando recibe un llamado. En la pantalla aparece el número que no tiene registrado pero que conoce bien. Responde. Para saludarlo, le dice la voz. Es amable pero firme, que no lo vuelva a llamar, en eso habían quedado, en que el que llamaría sería él. La voz al otro lado del teléfono le dice que se vean hoy, que lo echa de menos. Que necesita plata. Él le dice que espere que lo llame. Corta. Decide no llamarlo. Pasan los días. No logra dormir. Se toca. Tiene una erección. Penetra a su mujer. Comienza a moverse dentro de ella cada vez más fuerte, más vehementemente. Le hace daño. Ella se lo dice. Le pide que pare. Él sigue. Cada vez más fuerte. Ella lo saca de dentro suyo, lo empuja con fuerza. Le dice, casi gritando, me hiciste daño. Él, jadeante, le dice disculpa, disculpa, no sé qué me pasó. Se duerme con un sueño inquieto. Al salir del trabajo tiene una llamada de un número desconocido. Contesta. Conduce hasta el mismo lugar. Se van al motel. Deja que el hombre se lo tire tres veces. Exhausto, la tercera vez, no puede evitar que el hombre le meta la verga en la boca y le acabe dentro, casi en la misma garganta. Se atora con el semen de él, con la verga dura y gruesa de él. En la noche sueña con el hombre. Se despierta, tiene sexo con su mujer y vuelve a dormir. En la mañana, revisa los diarios, se mete a Facebook. Ahí está de nuevo, el hombre, con otra cuenta. Antes de salir de la casa el teléfono suena con un sonido que es como un aguja en el cerebro. Lee el mensaje. Es él, quiere más plata. Le escribe, se equivoca, tiene que borrar. Le dice que no, y que no lo llame más. El teléfono da la misma alerta. Es un video de él bañado en sudor, de rodillas frente a un hombre sobre la cama de una pieza de decoración decadente, la cara congestionada por la asfixia. Pasan cosas por su cabeza, escenas sangrientas, salvajes, llenas de carne mutilada y huesos rotos. Recupera la calma. Se dice que es él el que tiene el control. Un par de llamados y todo puede terminar mal para el otro. Hace una arcada. Pasa al baño, se lava la cara y entra a la consulta. Suena el teléfono. Es un número desconocido, pero sabe quién es. Pregunta: qué es lo que quieres. Pregunta: estás seguro de lo que estás haciendo. Pregunta: entiendes que eres un muerto de hambre. El otro habla con dificultad, arrastra las palabras, está borracho. De todas maneras, logra entender lo que le dice. Lo culpa a él. Comienza a llorar. Cuelga. Va al baño. Vomita. Esa noche vuelve a soñar con el otro. Está atorándose con su verga, trata de zafarse, pero ahora es enorme, gigantesca, le rompe la boca, la mandíbula, el cráneo. Despierta llorando. Su mujer lo abraza asustada, le pregunta qué le pasa. Mi amor, qué te pasa. Entre sollozos dice: tengo que contarte algo.
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andrescalderon · 7 years ago
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Otoño en Ciudad Pueblo.
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andrescalderon · 7 years ago
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Camilo.
En los días en que llegábamos sin ánimos de nada, rendidos por la ciudad y el trabajo, jugábamos a que la vida era muy distinta, y que los años pasaban acompañándonos de un gato. Noches enteras hablamos sobre cómo llegaría al departamento, si sería un regalo, si lo llevaríamos nosotros mismos o si sólo aparecería allí. Si dormiría con nosotros, si lo retaríamos por arañar los muebles, por despertarnos a mitad de la noche. Si preferiría las piernas de uno o de otro para reposar su cuerpo cálido. Imaginamos tardes tranquilas de domingo quedándonos en silencio, escuchando su ronroneo, observando el sube y baja de su respiración.
Nos preguntamos si seríamos capaces de salvarlo de la ciudad o si se perdería antes.
Imaginamos discusiones: seguro fuiste tú el que dejó la puerta abierta, estoy seguro que a ti se te olvidó cerrar la ventana. Se escapó cuando te tocaba a ti cuidarlo.
Perdóname.
Quién sería el primero en decirlo: Perdóname.
Nos imaginamos viéndolo regresar.
Nos imaginamos resignándonos a que no iba a regresar.
Nos imaginamos un entierro de mentira, con un juguete dentro de una caja de zapatos. Nos imaginamos sintiéndonos tristes y ridículos.
Nos imaginamos llevando otro gato hasta el departamento. Esta vez, sí, con toda seguridad, seríamos nosotros quienes lo llevaríamos.
Nos imaginamos ciclos infinitos de gatos apareciendo y desapareciendo.
Nos imaginamos llamando con un mismo nombre a todos esos gatos. Como si todos ellos, los primeros y los últimos, los muertos, los desaparecidos, fueran todos un único gato.
Imaginamos, para ellos y para nosotros, un departamento chico pero colmado de objetos llenos de significado, objetos que iríamos atesorando aunque no valieran nada, en especial si no valían nada.
Imaginamos un par de plantas que regar en las mañanas. Imaginamos tiempo para regarlas.
Imaginamos que veíamos a nuestros amigos envejecer, que también nosotros lo hacíamos, hasta quedarnos solos, inmóviles, fundidos, esperando que alguien, quizás un gato, apagara por nosotros la última luz.
Eso, hasta que nuestra relación se acabó.
Como si ya no hubiera sido agotador el ritmo de vida que llevaba, conseguí un segundo trabajo para cubrir los gastos que tuve que comenzar a pagar solo. Iba del departamento al trabajo y del trabajo al departamento en días que se me hacían interminables. Santiago no se me presentaba como otra cosa más que un cementerio de dimensiones colosales. Entendí que, de seguir así, la ciudad sería mi perdición. Así que decidí irme. Busqué trabajo en otro lado, no tenía claro dónde, la verdad. Quería que fuera en un lugar distinto, una ciudad pequeña. Pasé semanas buscando, hasta que encontré algo como lo que imaginaba. El sueldo era menos, las responsabilidades mayores, pero era lo que creí que necesitaba en ese momento. Además, en una ciudad como esa no tendría tantos gastos, es lo que me dijo la persona que me entrevistó por teléfono. Le va a gustar aquí, la vida es tranquila, no pasa nada, la plata le va a rendir más, al final, no se va a querer ir, ya va a ver. La noche en que se lo conté a mis amigos me dijeron que era una tontera. Me interrogaron con cara de incredulidad: ¿qué vas a ir a hacer a ese pueblo? Recuerdo haberme reído a carcajadas, no es un pueblo, es una ciudad, y quiero salir un rato, cambiar de aire. Me reí porque la otra opción era llorar. Al otro día amontoné en bolsas de basura las cosas que Julio me pidió que guardara hasta que pudiera ir por ellas y las regalé. A una anciana con la que me encontré en el ascensor le regalé la casa del gato que de seguir juntos hubiera sido ese primer gato.
Los años pasados con Julio se convirtieron en unas cuantas cajas de cartón rotuladas con plumón. Mandé algunas en una empresa de traslado. Otras, con las cosas más queridas y, coincidentemente, pequeñas, me las llevé en el auto manejando sin escalas en un viaje que ahora entiendo como desesperado. Fueron casi diez, con una parada para tomar un café en una bencinera y otra, obligada, al cruzar en el transbordador. Mientras tanto el paisaje cambiaba de una manera que yo interpretaba como caleidoscópica. Amoblé la casa como pude con las mismas cosas con las que había vivido esos años. La casa era enorme comparada con el departamentito que había dejado atrás. La elegí porque, para alguien que había vivido toda su vida en el centro de Santiago, el paisaje era, sin exagerar, conmovedor. En las noches de luna llena tenía la impresión de estar en otro mundo. Desde ahí Santiago parecía un lugar inentendible. Por si fuera poco, en los meses de verano oscurece casi a las diez de la noche, lo que me dio tiempo suficiente para recorrer ese montón de tierra que en alguno de sus libros José Donoso llama desmigajado. En las mañanas salía de la casa diez minutos antes y llegaba a la hora al trabajo, lo que me parecía increíble. Así también les parecía a mis amigos. Estoy en diez minutos en el trabajo, no, en serio, ni siquiera vivo en el centro de la ciudad, no, la ciudad es así, se llega en unos minutos a todos lados, no, es en serio, no hay tacos, o los tacos que se ven allá, es una locura, todos deberían venirse para acá. Nos reíamos pensando en tomar por asalto Ciudad Pueblo, como lo empezaron a llamar mis amigos. Durante el invierno aprovechaba de dar paseos larguísimos bajo el viento y la lluvia, bajo la oscuridad de las seis de la tarde, antes de subirme al auto y regresar a la casa, al calor de la leña. Fue caminando por la ciudad que me encontré de frente con un hombre que se movía como extraviado, como ausente, aunque caminaba con determinación, o eso me pareció. Creí ver algo reconocible en él, aunque, incluso ahora, no puedo decir qué fue. Esa misma noche volví a aquel departamento. Caminé sin apuros, me seguía un único gato que era todos nuestros gatos, el rostro de Julio reemplazado por el del extraño encontrado esa tarde.
Mis amigos me llamaban, me pedían que volviera. Yo les decía que no tenía ninguna intención de hacerlo. Hasta Julio me llamó un día. Cuando vi su nombre en el teléfono, lo dejé sonar todo lo que pude antes de contestar. Fue una conversación agradable. Para él parecía que no hubiera pasado el tiempo, no para lo nuestro, me refiero. En cambio, ahí me di cuenta, para mí había pasado la vida entera, la mía y la de él. Si hubiera estado en Santiago, seguro nos hubiéramos acostado. Una de esas recaídas que son el comienzo de un regreso doloroso, que sólo sirven para romper lo poco que había quedado a salvo, y después la nada. Mientras lo escuchaba, pensé en la buena decisión que había tomado al irme a ese lugar. Así que me despedí, pero antes le deseé lo mejor y le pedí que no me volviera a llamar.
La vida seguía así, tranquila, me convertía en uno más de la ciudad. Y, sin embargo, en los minutos conduciendo, entre los mails para enviar, en las reuniones que se prolongaban innecesariamente, o entre párrafo y párrafo del libro antes de dormir, volvía al departamento y a los gatos. Hasta que de a poco, con el tiempo, se convirtió en una casa, una pequeña que el viento hacía crujir. Las plantas en el balcón se convirtieron en un jardín. Y los gatos fueron libros con los que uno se encontraba en cualquier superficie, amontonados sin orden, en pequeñas pilas de una inestabilidad engañosa, en cada una de las habitaciones. Incluso Ciudad Pueblo era otra. Era imposible tener de ella una imagen que se pudiera fijar completamente en la memoria.
Uno de esos días, después del trabajo, fui a la biblioteca pública, al lanzamiento del libro de un escritor de allá. Mientras escuchaba volví a la casa, Camilo estaba ahí, revisando notas que me parecieron antiguas, quizás, de años atrás. Me quedé en silencio observándolo. En esos momentos de intensa concentración, nada lo perturbaba, lo que me permitía mirarlo tranquilamente. No se dio cuenta de mi presencia hasta que pasaron varios minutos. Nos miramos, ambos sonreímos. En la biblioteca me quedé sólo un momento porque tuve que ponerme de pie y salir, sin razón, nada más que por el irrefrenable deseo de hacerlo. Afuera, mientras tomaba aire y trataba de entender lo que me pasaba, escuché a alguien decir: adentro hace más frío que aquí afuera. Me dí vuelta y lo vi. Estaba de pie, desentumeciéndose las manos con su aliento.
Me hablaba a mí.
Las volutas de vapor se colaban espesas entre los espacios que dejaban sus dedos, tanto, que parecían detenerse demasiado entre sus ojos y los míos. La luz que escapaba desde el interior de la sala, mezclada con la humedad del día, lo mostraba impreciso, pero yo no tenía ninguna duda, era él. Me recorrió un escalofrío. Sí, así es, fue lo que atiné a decir, mirándolo sin entender lo que pasaba o la razón por la que pasaba. Me cerré el abrigo y dije: parece que hoy está más frío que otros días. Se rió, me pareció que era una risa espléndida, a lo que siguió un de dónde eres, de tono neutro, casi metálico. De Santiago, respondí. Hice esfuerzos inhumanos por mostrarme tranquilo. Y tú, me atreví a decir, con una voz que me pareció deleznable. De aquí, fue su respuesta, frotándose las manos.
Camilo era de un lugar que a pesar de los años juntos no se había atrevido a confesar. Ciudad Pueblo era nuestro territorio, el refugio frente a ese terror o vergüenza inconfesable que yo recién comenzaba a entender.
¿Desde siempre? Pregunté. Sí, así que estoy acostumbrado a este tiempo, dijo con la mirada hacia el cielo.
Pero tienes frío, le dije. Volvió a reír y me dijo, mirándome a los ojos: sólo con la costumbre no alcanza.
Camilo y yo, en nuestra casa, disfrutábamos con la lluvia golpeando el techo y los vidrios, recluídos, los inciertos días que se presentaban así; días en los que se ponía de un humor extraño, inalcanzable; días en los que yo lo quería todavía más.
Le pregunté a qué se dedicaba justo antes de que se fuera.
Camilo había sido escritor. Varios de los libros de nuestra casa los había escrito él. Asunto que parecía pesarle. Prefería no tenerlos cerca, mucho menos leerlos. Nunca me dio una razón. Los suyos, los que manteníamos en las repisas, los había llevado yo, los conseguí en una visita a Santiago, a regañadientes de él.
No quería saber más del extraño, pero lo raro, lo impensado, fue que desde ese día comencé a encontrarlo con mayor frecuencia.
Tampoco intenté evitarlo.
Un día, sentado en el patio de nuestra casa, repasando uno de los libros de Camilo, detenido en uno de sus cuentos, el único sobre el que logré sacarle algunas palabras, uno que trataba sobre dos perros en un pueblo olvidado, un pueblo desolado, en que ambos para evitar morir de hambre, acuerdan devorarse el uno al otro, sin remordimientos ni contemplaciones, sin dar pie atrás, sin disculpas ni reproches, escuché un sonido a mi espalda, un sonido como de pasos que llegaban hasta afuera con total claridad. Provenía del interior de la casa.
Me giré para mirar, pero no vi a nadie.
Camilo, llamé.
Una silueta apareció recortada por la luz del exterior, imprecisa. Usé una mano para protegerme de ese sol extraño que aparecía de manera repentina, que comenzaba a secar las plantas, el pasto, a agrietar la tierra. No podía distinguir a quién pertenecía esa silueta. Entré corriendo a la casa para buscar su cara, que comenzaba a ser disuelta, junto con la casa, por la luz. Quién haya sido, nunca dejó de darme la espalda, aunque traté por todos los medios de ver su rostro, aunque lloré, grité, imploré que me dejara ver su rostro, en todo momento me dio la espalda. Desperté sin saber dónde estaba. La ropa pegada a la piel por el sudor. La persona a mi lado dormía. Afuera llovía a mares.
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andrescalderon · 7 years ago
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En el corazón húmedo de Ciudad Pueblo.
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andrescalderon · 7 years ago
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Refugio.
Yo saludaba al vecino porque era eso, un vecino. La verdad, nunca conversamos o tuvimos ningún trato de ninguna clase. Y eso que para llegar a su casa el viejo tenía que pasar por enfrente de la de nosotros. Las tardes en las que lo veía regresar a su casa, me me hacía pensar que sus zapatos eran muy pesados. Fumándome un puchito, afirmado en el cerco, lo veía aparecer en la esquina sur del parquecito de la población, un parquecito tristísimo, en todo caso. Le tiraba un saludo sabiendo cómo me iba a responder: Apenas levantando la cabeza, con las palabras y el tono justos, ni una palabra ni un gesto de más. Me daba la impresión de un hombre silencioso, medio amurrado, pero no un mal hombre. Como muchos de los de aquí, se veía que iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. El tiempo ni las energías dan para mucho más, la verdad.
Era buzo.
Eso lo supe después, en el velorio, me lo contó otra vecina: al vecino le dio el mal de presión, no alcanzaron a sacarlo y se ahogó. Ah, dije yo, el mal de presión; se ahogó.
No supe qué más decir.
La mujer me quedó mirando como si mi cabeza estuviera vacía.
Nunca he sido muy de mar. Vengo de una familia de agricultores de un lugarcito en Chonchi. A mí me dio por la carpintería. De chico fui bueno para esas cosas, para la madera, pero el Enrique, la pareja de mi mamá, fue el que me enseñó cuando yo tenía unos 15 años. Gracias a eso fui agarrando peguitas. Ahora, esa es la manera en que me gano la vida. Mi compañera, la Carito, tampoco es de mar. Su familia también es de campo, pero ella, bien chica, se vino a estudiar internada al Politécnico de Castro, y de ahí no se fue más. Yo no. A mí me costó más salirme de la casa. Cuando lo hice, en parte, fue gracias a ella. Este año cumplimos seis años aquí en la población. La Carito abrió la libreta para la vivienda e hizo la postulación.
Cómo pasa el tiempo.
Esa tarde mientras esperaba a la Caro, a la que, para variar, se le alargó el turno en el supermercado, busqué a la viuda para darle el pésame, también por estricta indicación de la Caro que me escribió por el whatsapp.
Todo me lo escribe por whatsapp.
La señora estaba como siempre, como en las veces en las que la observé en su patio, con sus plantas. Si su marido había llevado una vida silenciosa, ella daba la impresión de que hasta el viento más tenue se la podía llevar. Estaba torciendo un pañuelo viejo con sus dedos.
Lo siento, vecina, resignación no más.
Ella, como me lo esperaba, sentada, me miró sin decir ni una palabra, pero movió la cabeza asintiendo. A mí me pareció que había algo más en su mirada. Aunque, lo reconozco, también pensé que podía estar viendo leseras. Llevaba todo el día trabajando, y, más encima, después de la pega, me pasé a hacer un pololito para tener para el regalo de la Carito. Creo que ella, la vecina, se dio cuenta de que la miré más de la cuenta porque agachó la cabeza y, entre dientes, se puso a recitar un rezo siempre con su pañuelo entre las manos. Si me hubieran preguntado, su tono me sonaba más a arrepentimiento que a tristeza. Se lo comenté a la Carolina, pero con una risita disimulada me dijo que ya me andaba inventando leseras para copuchar. Yo no le dije nada, pero también, disimulado, le pegué un pellizco. Ya vamos a llegar a la casa, me dijo, apretándome la mano. Yo sabía lo que quería decir con ese tono como de amenaza. Me quedé feliz, como un perro al que el dueño le muestra un hueso, no se lo tira, pero se lo muestra. En mi experiencia, pareciera que eso, justamente eso, es la felicidad. Si hubiera tenido cola, la hubiera movido.
Hace unos años atrás no me porté muy bien con la Carolina, no estaba seguro de quererla. Ahora sé que la amo. Nunca se lo he dicho, pero también la admiro. Es inteligente e incansable. Lo que tenemos es gracias a ella.
Después de un rato, cuando el sueño me la estaba empezando a ganar, la dejé ahí sentada y me fui a tomar aire y a fumar un cigarrito. Afuera estaba el vecino de aquí al lado, el medio cojo, estaba también el marido de la vecina del negocito de más allá.
Llegué justo.
Estaban hablando del finao.
Sí, la manerita de irse a morir el hombre.
Fea la hueá po, vecino.
Le dio una chupada a su cigarro. Vi como se le marcaban los pómulos. Con el humo que dejaba su boca, el efecto era el de estar viendo una calavera.
Pero este hombre tenía experiencia buceando, qué le pasaría.
Con la pregunta, vi un destello en sus ojos, una señal o un señuelo que el otro agarró al vuelo.
Dicen que había estado tomando antes de que se metiera a la mar.
Ahí está la hueá.
Sipo, ahí está.
Pero yo no sabía que este hombre era bueno pal trago.
Uf, si le contara el montón de veces que hacía escándalo en su casa cuando se curaba.
El vecino, el que estaba entregando los detalles, era el que vivía en la casa que está pareada a la del hombre que estábamos velando.
No le puedo creer, vecino.
Sí, sí era seco para la chicha y el vino.
¿Y la vecina no le decía nada?
Qué le iba a decir, si ya le llegaba sin que le dijera nada, imagínese si le prohibía el trago.
Oiga, y tan tranquilo que se veía.
Los calladitos son lo peores.
Eso último lo dije yo, con la autoridad de quien está hablando en nombre del sentido común. Al ver que ambos me miraron, complementé:
Es lo que dicen. Y fue mi turno de chupar el cigarro.
Con mi comentario se terminó la conversación, pese a mis ganas de saber más. Luego del silencio que produjo mi intervención, los dos hombres se pusieron a hablar de autos. Me entré. No tengo idea de autos. Ni me interesan. Enrique tenía una camioneta. Un día, una noche, más bien, se la saqué a escondidas. No sé si perdí el control no más o me quedé dormido. La cosa es que la choqué. Estaba borracho, venía de un torneo que ganamos, que terminó con una fiesta y una pelea en la que me tiraron dos dientes.
Le hice un resumen de la conversación a la Caro.
Me dijo que sí, que eso era lo que decían las otras mujeres, ¿que el viejito tomaba o que le pegaba a la vecina?, le pregunté. Por segunda vez en la noche me miraron con cara de que se me estaban cayendo las babas o algo así.
Ay, Carlitos, tú nunca te das cuenta de nada, me dijo la Caro, mirándome a la cara, moviendo la cabeza para lado y lado. Qué cuenta me voy a dar si paso todo el día hueviando en la pega, le contesté yo en una voz demasiado alta porque me cortó rapidito con un sht, cállate, leso, no estamos en la casa. La vecina del negocio había escuchado y le estaba hablando al oído a no sé qué vieja. Así que mejor me quedé callado e hice como que me había dado lo mismo el comentario.
Nos fuimos a dormir como a las dos de la mañana. A pesar del cansancio, le cobré el hueso a mi dueña, entre risas, apuraditos. Después caímos los dos como tronco, felices.
En el sueño vi al vecino de pie, en medio del mar, con la cabeza gacha. Lo saludaba a gritos, pero no parecía escucharme. Alcanzaba a ver su cara morada e hinchada. Su cuerpo también estaba morado e hinchado hasta casi reventar. Detrás de él, como escondida por la lluvia típica de los meses de julio o agosto, estaba la vecina. Miraba en una dirección perfectamente opuesta a la del vecino, sin importar hacia dónde me moviera. Aunque no la veía, no directamente, sabía que su cara y su cuerpo estaban igual de hinchados, y que tenían el mismo color morado que la del vecino. Y pese a que él era el muerto, la que se alejaba era ella.
Me arranqué un ratito antes de la pega para poder acompañar en el funeral.
Justo antes que sacaran el cajón de la casa, llegaron los hijos que vivían no sé dónde. Eran dos. Se veían agotados. Debió ser un viaje largo. En cuanto la vieron, se abrazaron a su madre y así se la llevaron todo el trayecto hasta el cementerio que la mujer no aceptó hacer en la carroza.
Llevábamos la mitad del camino andado cuando la Caro dijo, más al aire o a la escena que tenía enfrente que a mí: el destino que nos toca a las mujeres. Yo la miré esperando que dijera algo más, pero ella, mirando y no mirando a los tres que caminaban abrazados, como formando un refugio de carne y pena, no dijo nada más. Lo que dijo me causó una tristeza infinita. Sin dejar de caminar la abracé fuerte, pero fue como si abrazara al aire al que un rato antes ella le había hablado, o como si abrazara el aliento de mi madre muerta unos años atrás, o el de mi abuela muerta hacía más años todavía, y que si no hubiera sido por ella nos hubiéramos muerto de hambre mi madre y yo cuando ella era muy joven y yo un niño pequeño.
Seguimos caminando un rato así todavía, hasta que llegamos al cementerio. Uno de los hijos, me imagino que el mayor, dio las gracias por la última compañía que le dábamos a su padre.
Descansa, papá, ahora sí, descansa.
Fue lo único que alcanzó a decir antes de ponerse a llorar.
Llegamos a la casa agotados. Intentamos hacer el amor, pero no pudimos. Nos quedamos en silencio, escuchando la respiración del otro. Hasta que nos dormimos, también en silencio.
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andrescalderon · 7 years ago
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La pequeña iglesia que construyó mi abuelo en ese lugarcito en Chiloé debe tener más de veinticinco años. Con mis primos jugábamos entre los tijerales mientras él y los otros hombres clavaban y aserruchaban la madera.
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andrescalderon · 7 years ago
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Mal de altura.
Llevo varios días en San Pedro y todavía me apuno. Así le dicen a estar a mucha altura sobre el nivel del mar y que la falta de oxígeno te haga sentir cansado o hasta mareado. Apunarse. Viene de Puna. Una meseta o planicie que se encuentra a gran altura por sobre el nivel del mar. Es lo que leí en internet. La ciudad de San Pedro está a dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. También lo leí en internet. Claro que no es lo más alto a lo que se puede estar. Hoy estuve en una laguna ubicada a cuatro mil cien metros. Eso lo supe por el guía. Un tipo acelerado cuya boca se movía como si no fuera parte de su cuerpo. Tenía todas las respuestas a las preguntas que le hacían. Un chino le preguntó, yo creo que hueviando, por el número de árboles de un bosque de tamarugos por el que pasamos antes de llegar a Toconao, y el hueón dio un número. Cuando pasamos por el salar de Atacama lanzó otra chorrera de datos y nombres. Su boca moviéndose como si él no estuviera ahí, como si no fuera necesario. No memoricé ningúno de esos nombres o cifras. Estos lugares parecen de otro planeta. Aunque también pareciera que todos los que estamos de visita fuéramos turistas de otro planeta. Es primera vez que salgo solo de vacaciones. Se ven otras personas solas, gringos veinteañeros mayormente, pero lo que más hay son grupos de amigos, gente muy joven con ganas de reírse y hablar. También hay parejas mayores, ancianos, me refiero. Hoy en una pequeña farmacia, creo que la única que hay, mientras preguntaba por alguna pastilla para el mareo, se me acercó una para preguntarme dónde comer. Les dije donde he comido yo. No sé si eso era lo que estaban buscando. Él era el conversador. Ella permanecía en segundo plano, las manos tomadas, con una expresión que no pude distinguir entre la incomodidad y la desconfianza. Me imaginé la conversación antes de decidir venir. Ella queriendo quedarse en la casa, invitar a los nietos a pasar unos días, él insistiendo en salir, en aprovechar el tiempo libre para ellos ahora que todos eran grandes. Ella cediendo, no muy convencida, como siempre. Él feliz por ambos. Conozco bien ese tipo de conversaciones. Pensaban ir a los Geisser del Tatio, dijo él. Me preguntó si ya había ido. Le dije que no, que me daba miedo tanta altura. A cuánto está, me preguntó. Parece que es lo más alto fuera de los volcanes, le respondí, y pensé en la boca del guía disparando datos. Fue la única vez que ella me miró directamente, pero no dijo nada, yo le sonreí. Él también se quedó callado. Seguí: además el frío llega a ser bajo cero, hay que levantarse a las cuatro de la mañana, no se puede tomar ni comer pesado el día antes. Me quedé mirándolos. Ah, dijo él como respuesta. Me despedí deseándoles suerte. Cuando miré hacia atrás todavía seguían sin decidir una dirección. En la carretera, rumbo a la laguna, vimos llamas. Todos gritaron de emoción. Qué lindas, dijeron. De verdad lo son. Se mueven con tranquilidad, el cuello alto y el cuerpo cubierto de lana, la cara simpática da la impresión de que quieren hacer amigos. El guía se detuvo para que pudiéramos sacarles fotos. Un muy chica dio unos pasos urgentes hasta donde estaba otra más grande que supongo era la mamá o el papá, no puse atención cuando la boca del guía comenzó a explicar. Yo quise parar a fotografiar a un grupo de burros salvajes de pie bajo el sol, inmóviles a un lado de la carretera. Daban la impresión de ni siquiera respirar. En el lugar en el que estaban no había nada, sólo arena y piedras. El guía no nos explicó qué hacían ahí. Cuando quise pedirle que nos detuvieramos para sacarles una foto, me di cuenta de que nadie los observaba. La laguna a la que subimos parecía fuera de lugar. Era como si toda el agua hubiera aparecido de un momento a otro y de la misma forma fuera a desaparecer. Me quedé ahí, de pie, tratando de comprender lo que veía, antes que los demás llegaran a donde estaba. Todo me parecía fuera de lugar. Aunque ese sol iluminando cada rincón también lo hacía demasiado real. Pensaba en Pablo cuando noté movimiento al otro lado de la laguna. Una pequeña mancha moviéndose como en superposición a todo lo demás. Llevaba puestos los lentes, ahora los llevo puestos todo el tiempo, y aún así no podía darme cuenta de lo que era. El guía andaba con binoculares pero el vehículo estaba muy lejos. Había recorrido un buen trecho hasta estar en lo que me parecía el centro mismo de la laguna. Se me ocurrió mirar a través de la pantalla de la cámara. Le di todo el zoom. Ahí estaba. Un zorro de pelaje entre gris y café, moviéndose a pausas, olisqueando el suelo. Me quedé mirándolo por un rato largo. Qué podía estar buscando en ese lugar. Lo pensé mucho, antes de sacarle la foto. La única que he sacado. En la cámara hay fotos mías de otro viaje. Reconozco que salgo con las mismas caras que veo aquí que todos ponen. Claro que esas fotos son de hace rato. Me las sacó Pablo en un viaje que hicimos al sur. Viaje que yo no quería hacer. Soy tan malo para el frío. Suficiente con el que hay en Castro. Me quedé un rato más mirando las fotos. Cuando levanté la cabeza la mancha ya no estaba. Me metí a la boca un puñado de hojas de coca. Creí que me harían sentir mejor, pero no. Mientras contemplaba la foto del zorro me faltó el aire y sentí una especie de presión en el pecho. Pensé que me moriría ahí, con la cámara puesta en la foto movida de un animal del que nadie más había notado su existencia. Pensé en mi cuerpo desplomado fuera de los límites del sendero después de dar unos pasos agónicos, demasiado dramáticos, quizás. La boca del guía gritando que volviera al espacio permitido, como lo había hecho antes con otro chileno, justo antes de que se diera cuenta de lo que pasaba. Mi padre murió de un ataque en una garita de dos por dos, sin ventanas, mientras descansaba de su ronda de guardia justo antes de terminar su turno de doce horas. La enorme perra de la empresa que lo acompañaba le lamía la cara cuando lo encontraron. Ahora que lo pienso, no hubiera estado mal morir a orillas de la laguna. El cielo es azul cobalto. De vuelta en la van se me sentó al lado una mujer, una francesa. Conversamos. Tenía un español aceptable, con un acento hermoso. A veces me pedía que le repitiera lo que le decía, cosa que yo hacía lentamente, tan lentamente que me hacía sentir estúpido. A ella parecía divertirle, porque miraba mis labios mientras lo hacía. Fuimos hasta su hotel. Ella me besó y yo la besé a ella. Estuvimos así durante un rato hasta que se dio cuenta de lo que pasaba. No dijo nada. Yo hablé, le dije que pidiera algo a la habitación. Me dijo que no, que la disculpara pero tenía cosas que hacer y se le hacía tarde. Una muy educada manera de decirme que me fuera, muy a la francesa, pensé, aunque no conozco Francia o la manera en que las francesas echan de sus habitaciones a los hombres. Di unas vueltas por el pueblo hasta que anocheció. Me metí al restaurante en el que estoy ahora. Pensé que el matrimonio de ancianos podría estar aquí, pero sólo hay algunas parejas, todas muy jóvenes. El mesero se acercó a tomarle el pedido a una de ellas. Se ven tan felices los dos. Nadie debería interrumpir la felicidad de dos personas. Una vez acompañé a Pablo a ver un concierto, después fuimos a comer algo. Estábamos felices. Él por ver al grupo del que era fanático, yo por verlo feliz a él. La noche avanzaba y pedimos varias botellas de vino. Todas las terminaba yo porque Pablo no paraba de hablar. Yo lo seguía escuchando. Le quería decir que lo amaba, que verlo así, feliz, hacía que me sintiera vivo, pero no quería interrumpirlo. Hasta se acordaba del orden de las canciones. Yo, en cambio, nunca he sido, como se dice, muy musical. Lo que sé de música lo aprendí de él. Habló hasta que quedó exhausto. Pensé que era el momento que estaba esperando. Iba a hablar cuando apareció el mesero a preguntarnos si queríamos algo más. Recuerdo haberle pedido que se fuera. También recuerdo su sonrisa falsa. Al otro día Pablo me dijo que por poco no hago que nos metan presos, que gracias a él no llamaron a los pacos. Le dije que otra vez estaba exagerando, que me dejara dormir un rato más. Me dijo que estaba cansado. Pensé que se refería a la noche, que estaba cansado por la noche, por el concierto y la comida, porque tuvo que llevarme hasta el hotel. Le dije que yo también lo estaba, que mejor durmieramos un poco más. No me respondió. Se dio media vuelta y salió. Lo que vino después fue igual de rápido e incomprensible. Mañana es mi último día en San Pedro. Había pensado en dejarlo para descansar, pero voy a hacer ese último tour, el que me había dado miedo hacer por la altura. Es a más de cuatro mil doscientos metros, según la chica de la agencia. La noche está agradable, como todas las noches aquí. Voy a pedir cualquier plato que tenga carne de llama. No la he probado todavía. También llevo meses sin tomar ni una gota de vino. Se me ocurre que es un buen momento para volver a hacerlo.
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andrescalderon · 7 years ago
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En los extramuros de Ciudad Pueblo.
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andrescalderon · 7 years ago
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En los extramuros de Ciudad Pueblo.
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andrescalderon · 7 years ago
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Este tiempo.
El día partió despejado, se fue nublando a medida que pasaban las horas, lo hizo con lentitud. A media mañana lo que parecía iba a ser un día frío pero soleado, se convirtió en otro día lluvioso y frío. Creí que sería uno de esos extraños días de julio en que amanece sin ninguna nube, y permanece así a pesar de que el día anterior el cielo se vino abajo. Días como esos aquí se viven con extrañeza. Viví en un lugar con un clima parecido. Ahí la gente, un día de sol repentino, lo toma como un regalo, se desabriga y pasea, disfruta, sin que se escuchen comentarios como no, si para medio día ya va a estar lloviendo de nuevo. Por suerte el auto, un Nissan V16, partió en el momento de hacer contacto. Tenía un poco de miedo. Otras veces ya me ha dejado tirado. Le cuesta arrancar en días fríos. Con mi papá, cuando yo estaba en el liceo, todas las mañanas demasiado heladas teníamos que empujarlo para que partiera. Odiaba llegar a clases con los zapatos embarrados, en especial si la noche antes me había dedicado a sacarles brillo. La idea ese día era irme directo a almorzar, sin levantar pasajeros en el viaje. Estaba metido en el auto desde las seis de la mañana. A lo único que salí un rato fue a comprar el diario. El chico que lo vende, un cabro que tiene algún problema mental, no lo sé, y que parece que la lluvia no le hace nada, es el que los vende. Una vez lo vi ofreciéndolo, de pie, en pleno temporal. Lo que le iba quedando no era más que una tira lacia de papel gris que colgaba de su mano desnuda, mientras gritaba el diario el diario. Todos los día pasa a ofrecérmelo al auto. Salí con dos carreras en la mañana, así que seguro que no estaba cuando pasó. En el camino de vuelta hasta el auto tuve la mala idea de usar el diario para cubrirme la cabeza. La página que quedó mirando hacia arriba se deshizo casi por completo. Para más remate, se me pasaron los zapatos. Mientras me chocaban los dientes sentado detrás del volante, juré y rejuré que iba a arreglar la calefacción del auto el fin de semana. En el fondo sabía que no lo haría. Una más de mis juramentos incumplidos, pero útiles como esperanza administrada en pequeñas dosis. Hojeé un rato el diario, o lo que mis manos mojadas iban dejando de él. Las mismas caras, los mismos temas, las mismas palabras, hasta las mismas fotos. No pude aguantar las ganas de tener enfrente un plato de comida caliente, sacarme los zapatos y sentarme al lado de la cocina a leña antes de volver a pararme a esperar pasajeros. Con esa idea metida en la cabeza iba manejando. Pero llovía tanto, y el pobre viejo estaba de pie en una esquina en donde nadie lo iba a pasar a levantar. Me detuve al lado, con las luces de advertencia parpadeando. Tuve cuidado de no levantar agua. En esa esquina siempre se ha formado una posa enorme y profunda que, si pasas muy rápido, puede bañar de pie a cabeza a quien se encuentre pajareando. Cuando adolescente, al salir del liceo, jugábamos a empujarnos dentro. Una vez uno de mis compañero tropezó luego de uno de esos empujones. Calló, y por un momento desapareció cubierto por el agua color barro. Hola, amigo, ¿para donde va? Le grité, a medida que bajaba la ventanilla, saludándolo con un movimiento rápido de cabeza, como había aprendido de chico al ver a mi padre y a mis tíos saludar a otros hombres. Voy para Nercón alto, me dijo, pero no me alcanza para un taxi. Estuve a punto de decirle chuta, lo siento, yo voy para el otro lado. El camino hasta allá se sale de la carretera y sube por una cuesta de ripio que con esta lluvia, pensé en ese momento, debe estar llena de hoyos. No se preocupe, le dije, ya con la ventanilla completamente abajo, vamos no más. Se quedó de pie sin saber qué hacer. El agua empezaba a acumularse en el asiento. Suba, que se me va a mojar el asiento con el vidrio abierto. Si me cobra después, aunque me quiera pegar, no voy a tener con qué pagarle, dijo encogiéndose de hombros. Me fije que se sostenía con una mano la otra que estaba vendada. Está bien, le dije, pero suba rápido. Me estiré por sobre la palanca de cambios y el asiento del copiloto para abrirle la puerta. Le di un empujón con los dedos. Por sobre el ruido de la lluvia se escuchó un sonido de fierros y la puerta se quedó abierta, rebotando un poco pero sin volver a cerrarse. Otra cosa que tengo que hacer, engrasar las puertas, a ver si el fin de semana, me volví a mentir. El viejo se sacó la mochila antes de subir. Con un movimiento inseguro logró dar un tranco largo para entrar en el auto sin tocar el agua que corría arrastrando barro con un sonido musical. Partí en el momento en que la lluvia comenzó a caer más fuerte. Eran goterones gruesos, de esos que suenan como pequeñas piedras en el techo del auto. Cuando chico, en el asiento de atrás, imaginaba esos sonidos como el ataque que estaba sufriendo la nave espacial, que el campo de fuerza que la protegía no duraría mucho, pero yo, encargado de repeler el ataque con los cañones iónicos, confiaba mi vida en el mejor piloto de la galaxia. Puse los limpiaparabrisas a funcionar a toda velocidad. El sonido de la goma al arrastrarse contra el vidrio se escuchó al interior del auto. El frío y la humedad se hicieron más intensos. El viejo cerró la puerta con un golpe que hizo que las gotas que se acumulaban en los vidrios laterales se rodaran hacia abajo como unas locas. Este tiempo. Dijo el hombre mezclando un tono de preocupación con una sincera e inexplicable sorpresa. Hoy en la mañana parecía que iba a estar bueno, continuó. Ya sabe como es aquí, no hay que confiarse, dije como supuse que esperaba que hiciera. No hay caso que uno se acostumbre, dijo inclinándose hacia delante, observando las nubes a través del parabrisas. Lo que se veía era una masa uniforme, plomiza, que ocupaba el lugar en que suponemos se encuentra el color celeste al que cantan las canciones y los poemas. El pelo gris se le pegaba contra la frente. Una barba incipiente y dura le cubría las mejillas y el mentón. Los goterones corrían hacia abajo por su cara y su cuello. No hizo ni el menor esfuerzo por secárselos. Es de aquí, le pregunté. No, me respondió, soy de Quemchi, pero vivo en Castro hace once años. Y usted, le tocó a él preguntar. Soy de aquí, de Castro. De cuándo, dijo mirándome. Sentí, como en otras ocasiones, la mirada evaluándone. De siempre, le afirmé con seguridad. Bueno, estuve unos años afuera, en el continente, pero estoy de vuelta hace un poco más de dos meses, complementé con algún matiz en la voz. No parece chilote, me dijo volviendo a mirar hacia el frente, hacia los autos que se agolpaban en una hilera inusualmente uniforme. Es un comentario que siempre he escuchado. Nunca he entendido muy bien por qué no parezco de aquí. Tampoco sé si la gente que lo dice entiende qué significa ser de aquí. Yo no tengo idea. Y espero seguir así. Así parece, fue lo único que le respondí. Avanzamos otro rato en silencio. Llevaba la mano vendada protegida por la otra, casi a la altura del pecho. Era una venda limpia. Blanca, si no hubiera sido por una mancha de sangre. Le pregunté qué le había pasado. Me dijo que con su socio estaban trabajando en una casa, haciendo una ampliación, un dormitorio. Una cuartón se resbaló y le aplastó los dedos. Se le reventaron tres. Llegó caminando hasta el hospital. Me dijeron que se me van a salir las uñas, dijo por último mirándose la mano, más para sí mismo que para mí. Chuta, fue lo único que dije al mismo tiempo que imaginaba mis propios dedos reventados. Le debe doler mucho, añadí tontamente después de un rato. Uno está acostumbrado, dijo. Y qué le dijo su patrón. Nada, no tenemos patrón, trabajamos solos. Se asustó mi socio, es un cabro joven, todavía no le pasan las cosas que le tienen que pasar. Es un cabro bueno, me mandó al tiro al hospital. Él se quedó trabajando, estamos atrasados con la pega. El mal tiempo. Doblé hacia Gamboa. Ambos en silencio. Puse el auto en segunda. Bajamos lento. La cola de vehículos llegaba hasta la mitad de la cuesta. Desde ahí se puede ver el ir y venir de los vehículos desde y hacia el sur, los palafitos y el río Gamboa. Es una escena bonita. Es uno de los lugares a los que traigo a los turistas de todos lados, a que se saquen fotos, a que admiren la magia de Chiloé enfundados en sus parkas de pluma y sus pantalones térmicos. El auto es suyo, me preguntó de pronto. No, no lo es, le dije. Al llegar a la carretera un camión lleno de bins nos echó encima el agua que se acumulaba en el suelo. Por un momento no vi nada más que las luces de freno del auto que estaba enfrente, a unos metros de nosotros. Qué piensa hacer ahora, dije. Volver a trabajar, pero no hoy, mañana. Hoy voy a quedarme en la casa. Iba a volver a trabajar pero mi socio me dijo que aprovechara de estar en la casa hoy. Me dijo que me va a pagar igual el día. Entonces él es su jefe, le dije. Él me buscó para que trabajara, dijo. ¿Paga bien?, me atreví a preguntarle, suavizando mi indiscreción con un tono que buscaba ser divertido. Alcanza para parar la olla, me respondió. Doblamos hacia la iglesia de Nercón y comenzamos a subir. Como me temía, el camino estaba imposible. La lluvia había arrastrado el ripio que corría en pequeños aludes que descubrían las piedras del camino. Ambos nos zarandeábamos dentro del auto como dentro de una lancha en medio del mar revuelto. Está muy malo este camino, dijo el viejo agarrándose de la manilla superior. Yo no dije nada, concentrado como iba en no quedarme en algún hoyo. Aquí es, me dijo indicando con la mano buena. Llegamos a la entrada de un terreno cerrado con alambre púa. Al fondo se veía una casa vieja, de un piso, de ventanas pequeñas. Sólo una habitación estaba forrada con planchas de zinc, al igual que el techo. Desde ahí sobresalía un caño por el cual escapaba una espesa fumarola de humo. Unas gallinas revoloteaban enfrente de la puerta. Un perro amarrado con un lazo ladró y movió la cola. Detuve el auto en el portón. Bien, caballero, descanse y cuídese la mano. Aquí lo dejo. Me miró apremiante. Pase a tomarse unos mates, ¿toma mate? Sí, le dije, pero estoy apurado. No le mentí, estaba apurado para llegar a la casa a comer y tomar un poco de calor. Me miró sin expresión. Vaya, la señora debe tener listo el almuerzo, dijo al fin. Terminó con un muchas gracias. Alcancé a mirarlo a los ojos. Me pareció una mirada sincera. Una mujer salió a mirar parada en la puerta de la casa. Llevaba puesto un delantal demasiado gastado. Se veía mayor que él. Las gallinas se ordenaron a su alrededor. Le gritó algo al perro que se calló al instante y se sentó. Esperé a que se encontraran y toqué la bocina muy corto. Los dos me levantaron la mano antes de desaparecer al interior de la casa. Giré el auto y tomé mi camino. El calor me sentó bien. También lo hizo la comida caliente. Mi madre se sentó en el puesto frente al mío. El de la cabecera siguió vacío. Le conté del viejo y su mano. De su mujer saliendo a encontrarlo en una de esas casa que ya no se ven. No respondió. En parte ya estoy acostumbrado a esas conversaciones a medias. Aunque pasados unos minutos fue ella quien rompió el silencio. Me preguntó si alguna vez había estado en mis planes volver a la isla. Es el día de la semana en que almorzamos juntos. Ya casi no los visito. Voy a dejar el auto, la plata, y vuelvo a la pieza que arriendo en la Juan Soler. Pero hace tiempo, pase lo que pase, reservo ese día para estar con ella, teniendo como excusa el almuerzo que todavía cocina, aunque ahora es sólo para ella y mi padre que cada vez está más perdido e inmóvil. Le di un par de cucharadas más a la sopa en la que se veían unas cholgas café de una carne seca. No es mi plato favorito de todo lo que cocina, nunca se lo he dicho, quizás debería hacerlo, pero mejor otro día. Por lo menos, todavía logra darle el sabor que recuerdo de joven. Le respondí sin mucho entusiasmo. Y seguimos comiendo, en silencio, hasta que tuve que irme.
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andrescalderon · 7 years ago
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Aniquilación/Autodestrucción.
Algo cae desde el cielo y golpea un faro en la costa de Estados Unidos. Comienza a crecer abarcando cada vez más territorio, sin detenerse, sin dar pistas de lo que es o lo que quiere. Desde afuera se ve como una nube brillante, translúcida, de colores vivos, que cubre lo que antes fue un bosque. El esposo de una ex militar y actual bióloga de la Universidad Johns Hopskins es enviado, junto con un grupo de otros militares, a entrar en ella. El esposo logra salir, pero no es el mismo, además está muriendo. Su esposa decide entrar, voluntariamente, junto a otras cuatro científicas que han sido reclutadas para recolectar datos que ayuden a entender lo que es aquello. Eso, más o menos, es la película. Realizada con una fotografía bellísima, con una dirección que logra mantener la historia bajo control gracias a un guión que logra encerrar en dos capas lo que quiere contar. Porque, para mí, aunque funciona en sus dos niveles, el principal atractivo y centro de la segunda película de Alex Garland como director después de Ex Machina, es otra cosa. Lo que en la película amenaza con crecer hasta cubrir el mundo, el objeto que cae del cielo, amenazándolo con transformarlo, es una metáfora de ese lugar indefinible y peligroso que se encuentra dentro de nosotros mismos. Un lugar de cuya existencia nos enteramos de manera involuntaria, pero al que accedemos de manera voluntaria, aunque sin tener otra alternativa. Y que una vez allí dentro, lo único que encontramos es autodestrucción, nuestra propia aniquilación, aunque para el mundo sigamos aquí.
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andrescalderon · 7 years ago
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Quimal.
Todos los guías de San Pedro de Atacama, más o menos, cuentan la misma leyenda, la del amor malogrado entre Quimal y Licancábur. Licáncabur, una montaña, ama a Quimal, un cerro. En la cosmología atacameña, las montañas son dioses masculinos y los cerros son dioses femeninos. Este amor es un amor correspondido. Ambos, Licancábur y Quimal, son felices por ello. Hasta que aparece Juriques, otro dios montaña que también se enamora de Quimal, aunque, más bien, explican los guías, tiene envidia del amor entre Quimal y Licancábur. Este último y Juriques son hermanos. En la versión de unos guías, el abuelo de ambos, Láscar, al ver la pelea de sus nietos por Quimal, interviene golpeando a Juriques, decapitándolo, por lo que esta es una montaña plana en su punto más alto. Licancábur, quien sale indemne, mantiene su cima, por lo que es una montaña puntiaguda. Láscar, para evitar futuros conflictos, destierra a Quimal a la Cordillera de Domeyko, convirtiéndose en su cerro más alto. El lugar en donde estuvo Quimal en la Cordillera de los Andes queda vacío, y es lo que se observa como un espacio cerca de las montañas Juriques y Licancábur. En la otra versión no existe el abuelo. Quien decapita a Juriques es la misma Quimal al lanzarle una roca para que deje de perseguirla hasta donde llega huyendo, la Cordillera de Domeyko. Hay algo más en ambas versiones, corroborado en terreno según los guías: en el solsticio de invierno, la sombra de Licancábur se hace tan larga que toca a Quimal, y en el solsticio de verano es la sombra de Quimal la que toca a su amado. La última versión, sin Láscar, me la contó una guía rusa que aprendió español viajando por Latinoamérica. Lleva dos años en San Pedro trabajando como guía. Habla un español casi perfecto, aunque, dijo, todavía tiene algunos problemas con el español chileno; nosotros también, le dijimos casi a coro los chilenos que estábamos con ella, sumándonos a sus risas. Así que por este casi perfecto manejo del español, la de ella, la pienso como una tercera versión, una que me gusta más, mucho más: en lugar de hablar de la Quimal, femenino, por lo que expliqué antes, ella hablaba de el Quimal. Transformando el triángulo amoroso de dos hombres y una mujer, en uno entre tres hombres. Dos hermanos enamorados de un mismo chico.
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andrescalderon · 7 years ago
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Calle Algarrobo. San Pedro de Atacama.
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andrescalderon · 7 years ago
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No sé cómo lo hace la Andrea Palet para escribir desde fuera del mundo, aunque siempre observándolo desde tan adentro que leerla duele un poquito, a cada rato.
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